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Sarmiento: su lugar en la sociedad argentina post-revolucionaria

Tulio Halperín Donghi





¿De dónde venía Sarmiento? Sobre este punto el interesado no fue escaso en respuestas; le obligó a ellas el salvaje tono polémico que había alcanzado el periodismo hispanoamericano post-revolucionario. Pero a esa obligación se sometió con gusto: le gustaba contar su propia vida; además parece haber sentido él mismo alguna perplejidad frente a la cuestión malignamente planteada por sus adversarios. Sobre su origen social dio Sarmiento dos versiones extremas, destinadas a reaparecer luego atenuadas a lo largo de sus obras.

La primera de ellas la encontramos en Mi defensa, escrita en 1843, durante su segundo destierro chileno, en respuesta a los ataques de quienes le achacaban un pasado turbio: «He nacido en una provincia ignorante y atrasada, no como cree don Domingo S. Godoy, en el barrio de San Pantaleón, sino en el más oscuro todavía, llamado el Carrascal, nombre equivalente a Huangalí. He nacido en una familia que ha vivido largos años en una mediocridad muy vecina de la indigencia, y hasta hoy es pobre en toda la extensión de la palabra. Mi padre es un buen hombre que no tiene otro cosa notable en su vida que haber prestado algunos servicios en un empleo subalterno, en la guerra de independencia... Mi madre es el verdadero tipo del cristianismo en su acepción más pura, la confianza en la Providencia fue siempre solución a todas las dificultades de la vida».

«Desde la temprana edad de quince años he sido el jefe de mi familia. Padre, madre, hermanas, sirvientes todo me ha estado subordinado, y esta dislocación de las relaciones naturales, ha ejercido una influencia fatal en mi carácter. Jamás he reconocido otra autoridad que la mía, pero esta subversión se funda en razones justificables. Desde esa edad el cuidado de la subsistencia de todos mis deudos ha pesado sobre mis hombros, pesa hasta hoy, y nunca carga alguna ha sido más gustosamente llevada»1.

Ocho años después, en Recuerdos de provincia, los mismos elementos aparecen organizados de manera profundamente distinta. De nuevo, el estímulo declarado es la necesidad de defenderse, ahora de una campaña de propaganda orquestada por Rosas en el Río de la Plata y Chile. Frente a ella, Sarmiento vuelve a responder contando su historia: «He evocado mis reminiscencias, he resucitado, por decirlo así, la memoria de mis deudos que merecieron bien de la patria, subieron alto en la jerarquía de la Iglesia, y honraron con sus trabajos las letras americanas, he querido apegarme a mi provincia, al humilde hogar en que he nacido; débiles tablas, sin duda, como aquellas flotantes a que en su desamparo se asen los náufragos, pero que me dejan advertir a mí mismo, que los sentimientos morales, nobles y delicados, existen en mí por lo que gozo en encontrarlos en torno mío en los que me precedieron, en mi madre, mis maestros y mis amigos. Hay una nobleza democrática que a nadie puede hacer sombra, imperecedera, la del patriotismo y el talento. Huélgome de contar en mi familia dos historiadores, cuatro diputados a los congresos de la República Argentina y tres altos dignatarios de la Iglesia, como otros tantos servidores de la patria, que me muestran el noble camino que ellos siguieron»2.

El hijo de sus obras se ha transformado en el heredero de una nobleza democrática, pero no por eso menos encarnada en un linaje. Las razones de ese cambio son complejas; algunas se relacionan con la situación del autor: entre 1843 y 1850 ha hecho carrera, en Chile y en su patria, donde Facundo le ha dado celebridad no sólo literaria: la campaña de prensa contra él desencadenada desde Buenos Aires muestra hasta qué punto ha emergido de la turba de famélicos emigrados. Por otra parte esa campaña misma, más rica en improperios que en imputaciones precisas, no podía tener nada de particularmente inquietante; Recuerdos de provincia es, más bien que una defensa en buena parte innecesaria, la presentación que de sí mismo hace quien ya ha recorrido los primeros trechos de su carrera, y prepara los que van a seguir. Si en 1843, oscuro entre los oscuros, Sarmiento, para defenderse de acusaciones vagas pero inquietantes, reivindicó tan sólo un pasado de honrada pobreza, ahora podía exhibir sin riesgo su orgullo ante una tradición familiar que mostraba que el periodista y educacionista no era de ningún modo un advenedizo.

Mientras cambiaba la situación de Sarmiento, cambiaba también el mundo en que le tocaba vivir, y su manera de verlo. Entre Mi defensa y Recuerdos de provincia está el viaje a Europa y Estados Unidos; el descubrimiento de las secretas quiebras de la civilización europea (incapacidad -diría Sarmiento, súbitamente moralista- de alcanzar una alta civilización sino al precio de la corrupción; incapacidad sobre todo de vencer sus propios desequilibrios, el de riqueza y miseria en la nueva civilización industrial, el que opone a ésta y una más arcaica pero inesperadamente vigorosa civilización rural); el descubrimiento de ese camino hacia el futuro que los Estados Unidos han inventado, a través del cual esta tierra -que sigue siendo en tantos aspectos marginal y provinciana- logra esquivar los conflictos en que la tanto más brillante Europa parece cada vez mejor hundida... Ese doble descubrimiento agrega nuevos matices a la vieja contraposición entre civilización y barbarie; permite sobre todo valorar de modo nuevo una tradición local cuyo provincianismo, cuya extrema simplicidad de ideales de vida están lejos de ser vistos como puros defectos. Esa nueva manera de ver las cosas hace que la provincia antes descrita sumariamente como «pobre y atrasada» se trasforme ahora en ese refugio -lleno de nobleza pero existente sólo en la memoria- al que el desterrado ha querido apegarse...

Entre Mi defensa y Recuerdos de provincia hay también algo quizá más importante: la revolución de 1848 y su fracaso. Desde la perspectiva predominantemente francesa con que la siguió, la revolución pareció mostrar súbitamente el abismo al que conducía el avance de Europa hacia la democracia: la revolución social (presentada en Educación popular, como el equivalente de los triunfos hispanoamericanos de la barbarie) es un espectáculo que ha despertado en Sarmiento un sentido nuevo de la prudencia. Precisamente en el prólogo de Educación popular (1849) muestra en el Huangalí -el barrio de ranchería de Santiago en que se acumulan los residuos humanos de la miseria urbana y campesina- el campo de reclutamiento del nuevo ejército bárbaro que amenaza en Chile el orden civilizado del mismo modo que en junio de 1848 un ejército proletario lo desafió en Francia3. Es entonces muy comprensible que en 1850 esté Sarmiento menos dispuesto a presentarse -sin aclaraciones adicionales- como el hijo del equivalente trasandino de ese Huangalí; la pobreza se había hecho de pronto sospechosa. Para ubicar su propio origen, Sarmiento recusa -como criterio de separación entre los sectores sociales- la sola oposición entre riqueza y miseria; a ella se superpone otra que retoma a su modo la oposición entre civilización y barbarie: ahora la cultura urbana con la que desde el comienzo Sarmiento identificó a la civilización se ha descubierto un pasado inesperadamente rico; es la lealtad a ese pasado, muy viva entre los herederos de quienes en él sobresalieron, la que sirve de criterio discriminatorio.

Esa lealtad no excluye una reelaboración profunda del legado colonial; pero ésta está ella misma incluida en la tradición de la que Sarmiento se proclama heredero; su huella está marcada en la historia de su linaje, que comienza con conquistadores y clérigos y continúa con los servidores de la república revolucionaria. Sin duda esta imagen demasiado apacible de un proceso que no se había dado sin desgarramientos se relacionaban con uno de los propósitos que llevaron a Sarmiento a escribir Recuerdos de provincia: el de presentarse no como un revolucionario desarraigado sino como el heredero de una larga tradición de servicio público, en que la orgullosa conciencia del pasado había sabido combinarse con una prudente apertura hacia el porvenir. Pero por detrás de todo oportunismo, la continuidad que Sarmiento proclamaba era muy real: a ella se debe acaso que no haya podido ubicarse nunca con claridad frente a las nuevas opciones que iban a plantearse dentro de la sociedad argentina en la primera etapa del progresismo; en efecto, esa tradición de la que Sarmiento se proclamaba heredero estaba menos remozada de lo que gustaba de suponer, y cuando finalmente ella se renovó, adaptándose al marco proporcionado por el nuevo clima nacional Sarmiento se negó a reconocerla como el legítimo original del retrato idealizado que durante treinta años había venido perfeccionando.

En la Argentina de mediados del siglo XIX un nuevo criterio de diferenciación social era impuesto a la vez por el clima intelectual y por las cosas mismas; el de la riqueza. Sólo en la medida en que ese criterio fuese universalmente aceptado la modernización económica del país se haría posible. La aceptación de ese ideal significaba -por parte de los guías intelectuales de la nueva nación- la renuncia a aspiraciones muy viejas; de esa renuncia tenemos un ejemplo particularmente claro en los escritos de Alberdi: el liberalismo político y un cierto aristocratícismo intelectualista son juntamente repudiados: la solución del problema nacional estará dada por un poder político que imponga con su dura autoridad la paz interna en que las fuerzas económicas puedan por fin luchar libremente. Este ideario de intelectuales de vuelta de sus ilusiones era ávidamente recogido por los dirigentes político-militares surgidos entre los terratenientes del Litoral, de riqueza demasiado nueva para poder disimularse bajo el prestigio de otros signos de superioridad que ella suele traer consigo.

Con ese nuevo sistema de soluciones Sarmiento no iba nunca a estar totalmente de acuerdo. Sin duda iba a definir el sentido de su lucha contra Rosas como el de un combate en favor de las clases ricas e ilustradas, a su juicio oprimidas por el dominio federal. Pero al mismo tiempo proclamaría -en plena exaltación de la lucha individual por la prosperidad- su desdén por «el camino que sólo conduce a la riqueza» y su solidaridad de pobre con los otros pobres, opuesta a la solidaridad que une a todos los ricos en la defensa de sus bienes. La historia está contada en Recuerdos de provincia: a Sarmiento le toca defender a una «pobre mujer, a quien un propietario había asesinado al hijo ebrio, en una tentativa de robarle una oveja [...]», «un personaje federal y mi amigo, me escribió diciéndome que yo defendía el crimen contra la propiedad, y que él era desde entonces el defensor del homicida. Contéstele que le sentaba bien a él, que era rico, defender la propiedad, que yo defendía el derecho a conservar la vida que teníamos los pobres»4. Esta reacción no es aislada: una de sus objeciones más firmes al orden impuesto en Entre Ríos por el vencedor de Rosas iba a ser la ferocidad con que la propiedad era allí defendida; ello dio motivo a que Alberdi, en nombre del nuevo evangelio que unía al autoritarismo político la defensa intransigente de la libertad económica, reprochara a Sarmiento tendencias comunistas, reveladas en su protesta porque en Entre Ríos el robo de un cerdo se castigaba con la pena de muerte5.

Pese a esas correcciones poco fraternas, Sarmiento iba a seguir exponiendo con una anacrónica libertad de todo sus dudas sobre la bondad del orden social impuesto en la Argentina: en 1857, a propósito de los conflictos entre propietarios de tierras y cultivadores de Chivilcoy, en la campaña de Buenos Aires, evocará el duro destino que en la pampa ganadera está reservado al hijo del país, expulsado de la tierra por los ganados de los terratenientes6.

Esa perplejidad honradamente expuestas no bastan para hacer de Sarmiento -no digamos el comunista en él descubierto por su malévolo adversario- ni aun un crítico sistemático del orden cuyos puntos flacos percibía sin embargo con lucidez entonces excepcional. Revela tan sólo que Sarmiento se negó obstinadamente a creer que la diferenciación entre ricos y pobres fuese la esencial en la sociedad argentina, que frente a ella fuese su deber, como el de sus compatriotas, definirse sin ambigüedades.

Sin duda se había proclamado -se ha recordado ya- el defensor de las clases ricas e ilustradas. Notemos sin embargo que aquí el segundo término limita al primero. Sería tentador -pero erróneo- creer que la invocación a la ilustración no hace en Sarmiento (como en más de uno de los teorizadores europeos de la soberanía de la razón) sino enmascarar en parte la pretensión de otorgar la soberanía política a los dueños de la riqueza: en la situación argentina de la década de 1840 la identificación entre riqueza e ilustración es imposible; en el Interior las clases ilustradas han perdido su viejo predominio económico; en el Litoral una alta clase ganadera se enriquece más rápidamente de lo que se ilustra... Estos hechos los conoce bien Sarmiento; sabe por ejemplo que ahora Benavides es el hombre más rico de San Juan, y algunos años después no se cansará de evocar la inmensa fortuna de Urquiza. Pero si los conoce no saca de ellos conclusiones que vayan más allá del plano individual, salvo para comprobar que la situación argentina se ha hecho totalmente aberrante; para Sarmiento la riqueza no es sino uno de los derechos que las clases ilustradas tienen porque son ilustradas; otro es el de gobernar a los iletrados.

Sería igualmente tentador, igualmente erróneo, ver aquí una reivindicación sólo individual del intelectual Sarmiento. Sin duda hay en Recuerdos de provincia textos que parecen justificar esta interpretación; acaso el más significativo sea el que abre el capítulo Los hijos de Jofré: «De dónde descienden los hombres que vemos brillar en nuestra época, en ministerios, presidencias, cámaras, cátedras y prensa? De la masa de la humanidad. ¿A dónde se encontrarán sus hijos más tarde? En el ancho seno del pueblo. He aquí la primera y última página de la vida de cada uno de nuestros contemporáneos. Aquellas antiguas castas privilegiadas que atravesaban siglos contando el número de sus antepasados, aquel nombre inmortal que se llamaba Osuna, Joinville u Orleans, ha desaparecido ya por fortuna»7. Pero el sentido general del libro rechaza esta imagen de la aristocracia del talento: la que Sarmiento nos presenta en una obra cuyo resumen está dado por un árbol genealógico no puede sino ser hereditaria.

¿Pero precisamente qué es esa hereditaria nobleza «del patriotismo y del talento»? En Recuerdos de provincia, mediante una suma de toques dispersos y nada sistemáticos, Sarmiento termina por trazar un retrato bastante complejo de ella (hasta qué punto parecido al original se ha sugerido antes y se verá más extensamente luego). Se ha señalado que es hereditaria; y si Sarmiento acumula menciones sobre la continuidad de los caracteres familiares a lo largo de los tres siglos de historia sanjuanina (cargando los negativos en la cuenta de una cierta extravagancia aristocrática que le merece la máxima indulgencia); si agrega otras que muestran cómo, junto con esa herencia psicológica de temperamentos se da una más preciosa herencia cultural -esa tradición de ilustrado servicio público con la que Sarmiento se identifica- no deja de decir en Recuerdos -aunque más discretamente- que la garantía última de esa continuidad estaba dada por la riqueza también ella trasmitida por herencia. Precisamente el punto de partida de la crisis que vive la sociedad sanjuanina es el empobrecimiento de las viejas familias, aspecto de una decadencia económica más general en la que ve Sarmiento la culpa primera del régimen federal.

La opulencia colonial está representada por esa antepasada de Sarmiento, doña Antonia Albarracín, cuya magnífica vestidura de gala «zarcillos enormes de topacio, gargantillas de coral... rosario de venturinas... divididas de diez en diez por limones de oro torneados en espiral y grandes como huevos de gallina» es evocada para vergüenza de la miserable San Juan de tiempos federales; cuya regalada vida tiene a los ojos de su remoto pariente caracteres igualmente señoriales: «en la dorada alcoba de doña Antonia, dormían dos esclavas jóvenes para velarla el sueño. A la hora de comer, una orquesta de violines y arpas, compuesta de seis esclavos, tocaba sonatas para alegrar el festín de sus amos; y en la noche dos esclavas, después de haber entibiado la cama con calentadores de plata, y perfumado las habitaciones, procedía a desnudar al ama de los ricos faldellines de brocato, damasco o melania que usaba dentro de casa»8. Detrás de esa riqueza tan despreocupadamente ostentada se escondía otra aún más sustancial: la madre de Sarmiento pudo aun ver al patio de doña Antonia en el asoleo anual de su tesoro monetario, «cubierto de cueros en que tendían al sol en gruesa capa pesos fuertes ennegrecidos, para despojarlos del moho; y dos negros viejos que eran los depositarios del tesoro, andaban de cuero en cuero removiendo el sonoro grano»9.

Son esas enmohecidas monedas de plata las que sostienen la curiosidad intelectual de los Albarracín, las que dan un marco enaltecedor al genio mercurial de los Oro. Esa riqueza, cuya falta de empleo económicamente productivo Sarmiento señala con indulgencia («fue la manía de los colonos atesorar peso sobre peso, y envanecerse de ello») se ha disipado para siempre. ¿Por qué? Sin duda Sarmiento sabe que el modo de emplear la riqueza por él tan nostálgicamente evocado ha hecho ya su tiempo, y si observa que «las colonias españolas tenían su manera de ser, y lo pasaban bien, bajo la blanda tutela del rey» sabe también que los tiempos coloniales han terminado, y ahora las que fueron colonias abrigadas del viento del mundo deben sobrevivir a una más dura intemperie. ¿Pero por qué San Juan no ha logrado hacerlo? Porque no ha encontrado lo que en el siglo XIX es la clave para la conquista y conservación de la riqueza: «caminos de hierro, vapores, máquinas». Pero éstas son a su vez fruto de la «inteligencia cultivada»; a los ojos de Sarmiento es ella -antes que la riqueza- lo que da a la aristocracia sanjuanina su derecho a gobernar: su alejamiento del poder significa una catástrofe no porque sus reemplazantes sean menos ricos, sino porque son más ignorantes: «¿Habéis oído resonar en el mundo otros nombres que el de Cobden, el sabio reformador inglés, Lamartine, el poeta, o los de Thiers y Guizot, historiadores, y siempre por todas partes, en la tribuna, en los congresos, en el gobierno, sabios y no labriegos o pastores rudos, como los que vosotros habéis armado del poder absoluto para vuestro daño?»10

¿Pero qué hay de común entre Cobden y doña Antonia Albarracín, o aun su algo extravagante pariente, fray Pascual Albarracín, cuyo mérito fue haberse anticipado a Lacunza en sus profecías basadas en discutibles textos apocalípticos? He aquí un punto que Sarmiento se niega a examinar de frente: a través de imágenes parciales vemos, sin embargo, que la discontinuidad entre la tradición señorial sanjuanina y el mundo moderno se la hace evidente. Es en este sentido reveladora la versión que nos proporciona del intento de renovación político-social encabezado en 1825 por el joven gobernador José María del Carril. Hijo del hombre más rico de San Juan, el joven del Carril revelaba «en sus modales elegantes y altaneros, la cultura de la época, y la hidalguía de su familia». Una y otra se combinan también en su estilo político, pero para Sarmiento no tiene duda que es el hijo del ricohombre de San Juan el que orienta aquí decisivamente la acción, dando un estilo algo inesperado al secuaz de las ideas democráticas del siglo: «Su palabra era breve, precipitada, como la del jefe que se excusa de explicarse ante sus subalternos, acompañada de movimientos rápidos, y gesticulaciones desdeñosas e impacientes. Era Carril el generoso aristócrata, que otorgando instituciones a la muchedumbre, parecía estar de antemano convencido de que no sabrían apreciar el don, y se cuidaba poco de hacerlo aceptable. Sed libres, les decía en la carta de mayo, que sois demasiado inhábiles para que os tome por esclavos». Y su popularidad se apoya antes en su abolengo que en sus ideas; si la población en masa tenía fe «en su talento y en sus ideas, y todas las reformas que adoptó, eran de antemano apoyadas y sostenidas por el sentimiento público», Sarmiento ya ha vinculado esa adhesión masiva a que «los colonos españoles han mostrado el mismo sentimiento que los negros viejos emancipados, que prefirieron la esclavitud a la sombra del techo de sus amos, desechando una libertad que habría exigido que pensasen por sí mismos»11.

Esta experiencia renovadora es entonces el último florecimiento del San Juan tradicional, la última empresa dirigida por su aristocracia colonial, y está aun marcada por la conciencia de la propia superioridad a la vez social e intelectual que acompañó toda la trayectoria de este grupo (y está tan viva en las páginas en que uno de sus hijos pródigos lo evoca póstumamente). Sarmiento ve con claridad cuáles son las causas de su fracaso (¿cómo podría no verlas si -aunque no guste ahora de recordarlo- su adhesión había ido a los adversarios del gobernador amigo de novedades?). Se niega, sin embargo, a sacar conclusiones precisas sobre la caducidad de la tradición que a través de ese fracaso revela su agotamiento.

Esa tradición sigue viva como exigencia: pese a todos sus reveses, la ilustración y la inteligencia tienen derecho a gobernar; esta fe obstinada es el legado que no puede morir de un pasado muerto. Con lo que volvemos al punto de partida. ¿Por qué esta aristocracia, en la que aparecen ocasionalmente hombres talentosos, y algo extravagantes, pero que es más frecuentemente rica que instruida, nos es presentada como la del «patriotismo y el talento»? Aquí es la sucesión de los términos la reveladora: el patriotismo designa en rigor la vinculación entre riqueza y participación en la vida administrativa y luego política del rincón sanjuanino. Una vinculación en que sería erróneo ver en la riqueza la causa y en el poder público la consecuencia; la versión que Sarmiento prefiere, si es excesivamente embellecedora, traduce una secuencia igualmente frecuente en esas Indias gobernadas por una burocracia local ducha en el arte de sacar ventajas económicas a su poder político, y laxamente controlada por una administración central ella misma vulnerable a la corrupción. En términos técnicos, la «aristocracia del patriotismo y el talento» es una aristocracia de oficio; su preeminencia es necesariamente sacudida por el derrumbamiento del aparato administrativo en cuyos abrigados rincones ha prosperado; antes que del orden federal, la aristocracia sanjuanina es víctima de la crisis de independencia; y un eco de su discreta nostalgia del pasado, de «la blanda tutela del rey» llega hasta las páginas de Recuerdos de provincia. Pero el entero grupo elude sistematizar esa nostalgia en una adhesión política a una causa muerta; por su parte Sarmiento rehúsa quedar en la pura nostalgia: de ella quiere extraer enseñanzas utilizables para el futuro. Tanto la «aristocracia del patriotismo y el talento» como su heredero literario encuentran que en medio de tanta ruina el grupo tiene aun una inexpugnable causa de orgullo -y un arma para la supervivencia- en su superior inteligencia e ilustración. No se advierte por qué no habrían de creerlo así: cuando las necesidades de la vida obligan a más de uno de sus integrantes a ponerse al servicio de sus rústicos vencedores encontrará que también éstos reconocen esa superioridad: Benavides, el gobernador federal de San Juan, corre muy conscientemente los riesgos que implica organizar una legislatura integrada por unitarios a los que sólo disciplina el temor; es que quiere tener un cuerpo legislativo no totalmente desprovisto de prestigio intelectual...

Lo que Benavides reconocía y buscaba en la arruinada aristocracia sanjuanina no era, sin embargo, lo mismo que Sarmiento esperaba de ella: era la competencia técnica en los laberintos del estilo administrativo legados por tres siglos de colonia, del no menos riguroso estilo político que era herencia de la revolución. Sarmiento pretendía mucho más: una conversión interior que hiciera de los herederos de la cultura colonial los abanderados de la cultura moderna. Lo que era más inquietante: daba por fácilmente factible -a ratos parece que por hecha- esa renovación, sin embargo, tan difícil. Sin duda el desengaño iba a ser duro; antes de que él llegara, Sarmiento construyó su propio proyecto de construcción de una Argentina nueva: en él está presente la huella de su reverencia por el idealizado San Juan al que gobernó durante tres siglos una aristocracia del saber.

Es decir, que en la primacía de la educación como elemento renovador se escondía mal un cierto arcaísmo, denunciado despiadadamente por Alberdi (que por cierto no lo vinculó a la adhesión de Sarmiento a esa tradición prerrevolucionaria de la que se había proclamado heredero -aunque muy libre- en Recuerdos de provincia). Para Alberdi la difusión de la instrucción era un progreso peligroso si no se tenía de antemano conciencia clara de para qué se quería educar; puesto que el progreso económico era el objetivo la educación técnica debía necesariamente ocupar el primer lugar. Aunque Alberdi demostraba haber alcanzado una imagen algo estrecha de los contenidos de esa educación técnica (creía posible, por ejemplo, que un sistema de adiestramiento formara operarios dotados de capacidad e iniciativa suficientes para actuar en el marco nuevo de la industria moderna y prosperar en él, sin poner el acento en la alfabetización), la denuncia contra un sistema de educación liberal cuya consecuencia involuntaria sería engrosar las filas -a su juicio ya demasiado nutridas- de los que, por no encontrar modo de emplearse de manera económicamente productiva, debían buscar un pasar en la política o en actividades con ella conexas no deja por eso de tener fundamento12.

El evangelio renovador de la educación se vincula entonces con el deseo de restaurar -en el marco aportado por las revoluciones del siglo XIX- esa soberanía de la inteligencia en la que Sarmiento ve el legado duradero del orden colonial. La conducta de los arruinados aristócratas en quienes esperaba encontrar a los herederos de esa tradición prerrevolucionaria le fue lentamente mostrando algunas de las dificultades que encerraba este proyecto. De allí que las relaciones entre Sarmiento y los sobrevivientes de esa aristocracia (que en San Juan y algunas otras de las provincias andinas formaron después de Caseros en las filas de ese heredero del unitarismo que fue el partido liberal) fueran cada vez más tensas. Sarmiento retorna a la política de su comarca andina luego de 1861, gracias al triunfo de la disidencia porteña en Pavón. La causa triunfante se proclama vengadora de Aberastain, efímero gobernador liberal de San Juan, amigo de juventud de Sarmiento, ejecutado por un jefe federal agente del presidente Derqui. Sarmiento será en San Juan y la Rioja el vocero más extremo de esa interpretación de la victoria porteña; para él los vencidos incluyen a la entera plebe rural, adicta a la barbarie, cuyo exterminio proclama ahora necesario en fórmulas que se han hecho célebres por su ferocidad algo delirante.

Si su política es algo más moderada que esos encendidos llamados a la matanza, no hay duda de que Sarmiento se siente aún identificado con la aristocracia demasiado tiempo oprimida; en ella piensa apoyarse no sólo para vencer a los retornos ofensivos de la barbarie política, sino también para modernizar la vida sanjuanina.

Los hechos no justifican estas esperanzas; a partir de ahora Sarmiento estará menos seguro de cuál es el lugar de esa aristocracia y el de la plebe del interior en el nuevo orden que busca construir en la Argentina. A la aristocracia pagada de su prestigio tradicional se referirá a menudo con una dureza nueva: recientemente se ha sugerido que esa dureza traduce la constante ambivalencia de los sentimientos de Sarmiento hacia un grupo en el que ocupaba lugar sólo marginal, del mismo modo que su ferocidad hacia la plebe esconde mal el temor de terminar confundido con ella. Esta interpretación no parece totalmente justa, e implica un cierto anacronismo. Sin duda Sarmiento es por su origen una figura marginal dentro de la aristocracia sanjuanina; este grupo demasiado numeroso incluía desde su origen una ancha franja pobre, pero en una sociedad en que los criterios de diferenciación eran en parte de casta y en parte estamentarios, no parece que ese sector de «pobres decentes» haya vivido, ya en la primera década revolucionaria, las angustias que iban a caracterizar su existencia cuando otros criterios más estrictamente vinculados a la economía se impusieran. En todo caso puede verse en la insistencia con que caracteriza Sarmiento a la vieja clase alta sanjuanina como una aristocracia «del patriotismo y el talento» una huella de su ubicación en el sector de ella menos dotado de ese otro signo de superioridad que ya entonces era la riqueza. Pero no por eso es necesario concluir que en este punto su nostalgia lo engañaba: pese a su pobreza, Sarmiento creció protegido por su pertenencia a las clases altas, y no parece haber tenido nunca conciencia de lo que para hombres formados en contextos más modernos podía tener de humillante el patronazgo que hizo menos difíciles las primeras etapas de su vida. Y no era por otra parte el momento en que retornaba a San Juan como representante del poder nacional que iba a rescatar a la humillada gente decente luego de decenios de opresión aquel que aprovechasen los aristócratas sanjuaninos para desengañar brutalmente a quien durante esos decenios habían tratado como uno de los suyos. La oposición que Sarmiento encontró en San Juan se dirigía contra su política más bien que contra su origen social; la aristocracia heredera de la tradición de inteligencia e ilustración evocada en Recuerdos de provincia se negaba a reconocer en ella su propia política. ¿Por qué? En este punto la realidad no ahorró a Sarmiento muy duras lecciones: he aquí que no todos los aristócratas se habían empobrecido durante el dominio federal; los civilizados ricos de riqueza vieja se sentían solidarios con los más recientes y por hipótesis bárbaros en la repulsa contra la política de impuestos altos que para llevar adelante sus planes de fomento había adoptado Sarmiento como gobernador de San Juan Los pobres decentes tenían por su parte una imagen muy tradicional de cuáles eran los deberes del estado: antes que difundir enseñanzas nuevas, que gastar fondos públicos en la prospección de la riqueza minera del territorio, era su obligación mantener en tareas adecuadas para personas distinguidas a esos mismos pobres decentes. Y unos y otros comulgaban en un apego a la tradición de servicio público que, vista de cerca, era de menos compleja raigambre que la versión de ella propuesta en Recuerdos de provincia: implicaba la pretensión de monopolizar los beneficios que daba el control del poder político justificada con argumentos de casta capaces de ignorar altivamente que no siempre el talento y la capacidad estaban reservados por la providencia a los miembros de esa casta. En el que debía ser su partido -el liberalismo sanjuanino- Sarmiento podía ahora redescubrir todo el misoneísmo, el hueco orgullo oligárquico que caracterizaba más allá de los Andes al sector conservador extremo de Chile. A la vez, en el tardío federalismo montonero estaba ahora más dispuesto a reconocer un fermento de vida: frente al orden chileno, un orden de tumba, fruto de la mansedumbre de la plebe bajo el cerrado dominio oligárquico, la rebelión dirigida por Varela mostraba que las masas de las provincias andinas de la Argentina tenían una fibra más dura, y que sabrían conquistarse un porvenir libre.

Ese porvenir iba a ser, sin embargo, menos tormentoso y menos renovador de lo que Sarmiento parecía ahora vaticinar. El triunfo de la política del general Roca, heredero en parte de la militarización que la lucha contra los últimos caudillos había impuesto en el interior argentino, en parte de la tradición federal que había aprendido, luego de tantas violentas lecciones, a acomodarse a la estructura del estado nacional fundado por Mitre, ese triunfo que Sarmiento vio sin optimismo volvía a encontrar a buena parte de los sobrevivientes de la vieja aristocracia provinciana entre los ávidos beneficiarios del botín. El orden roquista sabría darles lo que Sarmiento les había negado en el más limitado escenario sanjuanino: al lado de la prosperidad de algunos pocos, enriquecidos en la gran política, para los más, un honrado pasar al abrigo de la cada vez más frondosa burocracia provincial y federal.

Ese nuevo desengaño ensombrecería para siempre la imagen que Sarmiento iba elaborando del grupo del que se sabía integrante. Este grupo era culpable de una traición colectiva, o acaso víctima de una decadencia que lo había afectado tanto como a la plebe cuya recaída en la barbarie, si más visible, era quizá menos profunda. ¿Ésta conclusión pesimista era necesaria? Una visión más sobria del pasado de este grupo habría revelado acaso que su historia no era la de una decadencia, sino de una continuidad esencial. Esta visión más sobria nunca iba a alcanzarla nítidamente Sarmiento; si en los escritos de la vejez iba a dar de la cultura y la sociedad coloniales una imagen más negativa que la de Recuerdos de provincia, aun entonces seguiría considerando una irremediable catástrofe la ruina de un grupo en el que en un momento había visto el abanderado del reino de la razón y del saber. Al no renovar sus ideales cuando cayó en pedazos la imagen de la realidad hispanoamericana por él elaborada bajo el signo de esos ideales, Sarmiento se condenaba a un pesimismo cada vez más radical: de él queda el desolado testimonio que es Conflicto y armonías de las razas en América; puede medirse allí, a través del hueco dejado por la desaparición de la fe en esas clases ilustradas que habían guiado a la América española en tiempos coloniales y cuya restauración sería el punto de partida de la edificación de una Hispano américa republicana, un signo de la adhesión que Sarmiento obstinadamente conserva al ideal político-cultural de su juventud.





 
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