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Sarmiento y el historicismo romántico. I Civilización y barbarie

Tulio Halperín Donghi





Media Argentina está colocada, para Sarmiento, bajo el signo de la barbarie. Se ha mostrado ya cómo esta imagen que Sarmiento da de su patria es un aspecto de su romanticismo ideológico y no el resabio iluminista por algunos denunciado. Con esta comprobación no se quiere absolver a Sarmiento de la culpa (¿por qué culpa?) de iluminismo, sí tan sólo tratar de entender un poco mejor su actitud ante la barbarie. Actitud que no es de mera repulsa; para Sarmiento barbarie no es tan sólo ignorancia de lo que el civilizado sabe; es también sabiduría de lo que el civilizado ignora. Vico había revelado en la barbarie todo un mundo, regido por leyes distintas de las que gobiernan el mundo moderno; un mundo en el cual épica, magia, mito, hacían las veces de historia, de ciencia, de filosofía. Ese descubrimiento no iba ya a perderse. Michelet, por ejemplo, sintió cierta atracción vertiginosa ante episodios como las cazas de brujas; acusadas y perseguidores afirman con igual vigor la existencia de todo un orden diabólico y nocturno, en el cual el hombre moderno no puede ya creer. Este interés típicamente romántico por modos de vida y pensamiento irreductibles a la razón lo sintió también Sarmiento; de ello quedan huellas en un pasaje de Recuerdos. No, no hay tan sólo repulsa en la actitud de Sarmiento ante la barbarie. Si evoca la vida de Facundo, cifra de barbarie, no es tan sólo para injuriar al enemigo muerto, sino precisamente para entenderlo. Y si la imagen que Sarmiento dio de Facundo parece hoy a algunos en exceso tenebrosa, en su tiempo se le reprochó más bien una excesiva complacencia; se llamó a su autor Plutarco de los bandidos. Pero tampoco esa censura era justa; Sarmiento no quiso, desde luego, reflejar el curso de una carrera de crímenes; mucho menos buscó narrar una vida ejemplar. Todo juicio moral sobre la persona de Facundo Quiroga ha sido cuidadosamente dejado de lado. Si comparamos el Facundo con otra biografía que Sarmiento escribió unos meses antes, la del fraile Aldao, veremos mejor cuál es la originalidad del punto de vista que domina en el primero. La biografía de Aldao, del monje que fundó una familia y emprendió una riesgosa vida cuya felicidad misma estaba a los ojos de quien la gozaba irremediablemente contaminada por el pecado, del hombre así arrojado al crimen, acorralado en él por su propia conciencia turbada, esa biografía es sobre todo un examen escrupuloso y sagaz de la conciencia de un pecador. En Facundo no hay ya nada de eso. ¿Facundo se salva o se pierde? ¡Qué importa! Lo que se pide de él es un testimonio sobre los modos de sentir y de vivir que lo han hecho posible, que en él se reconocen. Para alcanzar este nuevo punto de vista debía Sarmiento realizar un intenso esfuerzo de adecuación; un esfuerzo, por otra parte, muy felizmente logrado. Para advertir cuan felizmente sería preciso comparar el Facundo con toda la vasta literatura denigratoria, hoy olvidada, en que se complacían los emigrados. Con todo eso tiene Facundo muy poco en común. Véase, por ejemplo, la actitud de Sarmiento ante el estilo de administrar la hacienda pública que caracterizó a Quiroga. Sin duda, no calla que Facundo no fue precisamente un administrador escrupuloso. No oculta que su conducta, en otros mundos que no son el suyo, hubiese sido muy duramente juzgada. En otros mundos que no son el suyo... Aquí está, para Sarmiento, el punto crucial: en el mundo en que vive Facundo esa conducta es del todo normal. A través de Facundo, del héroe de la barbarie, que tiene todas las perspicacias, pero también todas las cegueras de la barbarie, Sarmiento quiere conocer la secreta ley de la barbarie que con él triunfa.

No, no hay sólo repulsa en la actitud de Sarmiento ante la barbarie. Pero es innegable que hay también repulsa. Repulsa unida a tanta previa comprensión, afirmada a pesar de ella. ¿Hay aquí una conclusión contradictoria con las premisas? Así se ha supuesto a menudo y se ha explicado la contradicción mediante la peculiar psicología de Sarmiento, él mismo a medias bárbaro. Ahora bien, no es falso que Sarmiento sintiese por la Argentina bárbara una inclinación que, por otra parte, él mismo no ocultaba. Pero precisamente si no la ocultaba era porque sabía que le estaba permitida, que podía, que debía comprender a ese mundo del que, sin embargo, seguiría siendo enemigo. He aquí, de nuevo, al historicismo romántico, y ahora no en sus limitaciones, sino en su conquista más alta (¿será necesario recordar aquí esa página poderosa, atravesada de grandeza épica, que resume cuánto significó para el mundo la revolución capitalista, en cuanto a posibilidades nuevas, a nuevas fuerzas creadoras puestas en libertad, esa página que abre muy adecuadamente el Manifiesto de 1848?). Para Sarmiento la comprensión prodigada ante la barbarie no excluía la lealtad más apasionada por su propio mundo, su mundo destrozado por el triunfo bárbaro. La lealtad que siempre mantuvo a la causa de la civilización.

La civilización es el otro rostro de la Argentina del ochocientos. ¿Una imagen ideal, hija de la ociosa fantasía de algunos señores de Buenos Aires? También eso se nos suele decir a menudo. ¿Era eso la civilización para Sarmiento? Juan María Gutiérrez lo acusó una vez de confundir la civilización argentina con la escuela elemental de San Juan; esta imagen injuriosamente deformada de las ideas de Sarmiento es, sin embargo, más justa que la hoy tantas veces propuesta: para Sarmiento la civilización es algo tan preciso y terreno como la barbarie. No es primordialmente una idea ni un programa; es también ella un modo de vida (cuando Sarmiento quiera decir en una palabra sola por qué lucha, no invocará la libertad ni el progreso; evocará más bien a las ciudades vencidas y humilladas). Las ciudades, sí, pero, ante todo, la suya, su San Juan. Su infancia ha transcurrido en medio de una civilización moribunda, en una breve isla mediterránea de huertas, viñedos y olivares, gobernada por iglesias y conventos, a la que la libertad de comercio había obligado a una lucha imposible contra todo el vasto mundo y sus recursos infinitos, contra los imperios industriales que surgían en Europa. Pero ese mundillo en agonía no renuncia a renovarse: la revolución encuentra en él un eco vivísimo; en esa aldea cerrada halla la nueva fe revolucionaria adeptos y adversarios, en todo caso quienes sepan entender su mensaje. Así esa civilización ya agostada se divide sobre sí misma y queda desguarnecida ante los asaltos de los bárbaros, que encontrarán aliados en la plaza por ellos sitiada. Son los que permanecen apegados al viejo orden colonial, los que no aceptan que muchas cosas por ellos queridas tengan que morir. ¿Bárbaros también ellos? De ningún modo. Bárbaros podría llamarlos un hijo de Buenos Aires, de la ciudad oprimida por el monopolio colonial, acrecida y enriquecida por la nueva libertad. Quien se ha formado en San Juan, entre monjes y futuros obispos que son sus tíos, no puede ignorar que la revolución es una simplificación brutal, que termina con muchas cosas valiosas que no se resignan a morir. Y precisamente la primera actuación de Sarmiento es en defensa de todo eso que agoniza, de todo eso sin lo cual cree que no puede haber vida civil. Sólo que su partido triunfa al fin. Triunfa con las lanzas de Quiroga; un día entran en su ciudad natal los llaneros, envueltos en extrañas, crujientes vestiduras de cuero, rodeados de un halo de polvo y sangre. En el triunfo de los llaneros sobre su ciudad Sarmiento se niega a reconocer su propio triunfo. Cambia de partido, mas no por ello entiende ser menos fiel a sus raíces en ese San Juan colonial en que se ha formado. Para subsistir, esa cultura urbana, ahogada por un mar de barbarie, debe regenerarse en una nueva fe, en nuevas creencias...

Toda esa complejísima realidad, todas las fidelidades, todos los odios surgidos en treinta y cinco años de vivir dentro de ella, todo eso se encierra en la contraposición de civilización y barbarie, como gustaba de decir Sarmiento, entre el siglo XIX y el siglo XI. ¿Es ésta una imagen del todo errada de la realidad argentina? Un gran historiador de hoy, que conoce, además, muy bien su Hispanoamérica, Lucien Febvre, ha retomado una vez más la comparación de Sarmiento: ¿la Hispanoamérica del siglo XX no es acaso la Francia del siglo XII? Esa Francia «que parte con confianza a probar sus fuerzas en hermosas aventuras y refleja sus nuevas certezas en un arte monumental a su medida; pero esa Francia de Vézelay, remontando el curso del tiempo, tocaba a cuatro o cinco siglos de distancia la Francia “barbarizada” de las invasiones. Así las naciones sudamericanas, llena la cabeza de pensamientos occidentales, pero el cuerpo apresado más que a medias en lo profundo de humanidades coloreadas de rojo y de negro, que no siempre han dicho su última palabra»1. Sí, aquí está, una vez más, la comparación que Sarmiento propuso; lo que falta es, en cambio, toda contraposición entre dos principios cuya lucha sin cuartel bastaría para dar cuenta de la realidad hispanoamericana. Y es precisamente esa contraposición lo que hoy levanta más resistencias a la imagen de la Argentina propuesta en Facundo.

Esas resistencias se expresan en objeciones muy numerosas, no siempre fáciles de justificar. La más frecuentemente escuchada es la que sostiene que Sarmiento suele equivocarse en cuanto a los detalles. Y sin duda Facundo no puede ser leído como un ensayo de historia erudita (¿pero alguna vez se lo ha leído así?); en todo caso los errores no son demasiado frecuentes; son al revés, sorprendentemente escasos en un libro concebido lejos de toda fuente fidedigna, del teatro mismo de los hechos, sobre los testimonios de informadores no siempre bien informados. Sólo que el reproche podría formularse de otra manera acaso más exacta: en Facundo no hay en rigor detalles, todo se integra en vastas estructuras de sentido, enriquece en ellas su propio contenido. Falta así en Facundo todo lo que hallamos de ambiguo e indiferenciado en la historia que ante nuestros ojos se desarrolla; todo está orientado y polarizado, nada puede ser neutro ni indiferente en esa gran lucha que hiende la realidad histórica hasta en sus abismos. Todo un mundo, un mundo acabado y perfecto, se ha erigido así en torno de una idea única: la realidad entera adquiere sentido a través de esa única clave. Pero he aquí que la historia pasa por encima de esos mundos, los socava, los derrumba, los aniquila, los somete a más humillantes corrupciones y contaminaciones. Y en Facundo no hallaremos nada de la complejidad de esos procesos. En cambio de ellos una lucha cerrada entre dos mundos acabados y perfectos, cuyo único contacto es la pelea.

He aquí, sin duda, una limitación de Facundo, y a la vez una limitación de casi toda la historiografía romántica, tanto más evidente cuanto más viva y abierta a los nuevos problemas se muestra esa historiografía. ¿Qué leía Sarmiento en Thierry, en Sismondi, en Fauriel? Que la historia de Francia es la de una lucha de razas: desde las invasiones germánicas se enfrentan los francos invasores y los sojuzgados galorromanos. Los primeros forman la nobleza feudal; sus humillados adversarios comienzan por salvar la cultura antigua en las ciudades del Mediodía, forman luego las prósperas burguesías del Norte, se rebelan inútilmente en las jacqueries, reciben el apoyo de los monarcas y avanzan cada vez más decididamente hacia el poder. La revolución parece ser el triunfo definitivo de los galorromanos, el desquite final de las invasiones; pero luego de 1815 los francos vuelven en la figura de los emigrados, empujan a Carlos X a una absurda política de reacción y son barridos en la revolución de julio. La monarquía de Luis Felipe es, ahora sí, el triunfo de los galorromanos, bastante magnánimos o bastante hábiles como para permitir que sus antiguos dominadores gocen en paz de los restos de la pasada prosperidad. Así Martignac, La Fayette y Casimir Périer vienen a ser personajes del quinto acto de un drama que en el primero tuvo por héroes a Clodoveo, Clotilde y San Remigio. Y en ese milenio y medio galorromanos y francos han permanecido sustancialmente idénticos a sí mismos; las transformaciones no son sino apariencia. ¿Y en Michelet? Sin duda la imagen de la historia es aquí más rica y variada. Pero examínense más de cerca esas sucesivas revelaciones de la libertad que -en la Introducción a la Historia Universal, de 1831- nos son presentadas como el tejido mismo de la historia. Se advertirá cómo entre un estadio y otro de ese proceso no hay en rigor transición ni contacto (salvo en ciertos vastos juicios de Dios; y entonces el contacto es por fuerza hostil). Cada uno de esos momentos realiza sus posibilidades, luego se agosta y se extingue, y hasta su último instante de agonía permanece fiel a su principio informador; nace entonces, en otro rincón del planeta, un nuevo modo de vida, una experiencia nueva que conducirá a una forma más alta de libertad. He aquí, de nuevo, la ausencia de todo desarrollo interno, que cree formas nuevas por transformación de las caducas.

Pero esta imagen no ha surgido entera de la mente de Michelet; es sustancialmente la de Hegel. Así la rigidez de rasgos que caracteriza a la imagen de la historia recogida en Facundo es algo más que una flaqueza de Sarmiento, algo más que una debilidad de los historiadores que Sarmiento leyó: es también ella un rasgo de época. Un rasgo -quién lo duda- negativo. ¿Cómo pudieron representar así la historia los mismos que sintieron tan vivamente toda su riqueza, toda su complejidad? Es éste acaso el precio de la perfección: los mundos que ellos construyeron son tan diáfanamente acabados que están libres de toda amenaza de interna disolución. El cambio y la muerte no pueden introducirse en su sólida trabazón, nada se gasta y muere en ellos cada día, de modo que de esa muerte nazca nueva vida. No, son esos grandes organismos históricos los que, inmutables en su estructura, avanzan y retroceden y agonizan en una lucha de titanes; la historia se llena así de mitos personificados: el sucederse de las naciones en la primacía, las luchas de razas, las luchas de clases, el tránsito de las épocas tras de un combate en el cual la más joven asesina a la más vieja...

Sólo de esa manera, que hoy parecería a la vez en exceso grandilocuente y algo burda, pueden los románticos, salvando su recién adquirida sensibilidad para captar complejos culturales en toda su riqueza y en toda su secreta unidad, retener la noción de devenir histórico. He aquí, pues, una flaqueza no casual del modo romántico de ver la historia; una flaqueza que es contrapartida acaso inevitable de cuanto de positivo trajo consigo el historicismo romántico. ¿Es posible superarla conservando esas conquistas? En todo caso no parece ya interesar demasiado el hacerlo. Si nos fijamos en las críticas más penetrantes, más inteligentes, que hoy se formulan al Facundo, advertiremos que lo que se censura en él no es lo que hay de rígido en la contraposición entre civilización y barbarie; es la contraposición misma; a los ojos desencantados de muchos hombres de hoy entre civilización y barbarie no hay diferencias esenciales. ¿Están en la verdad? Eso no importa aquí; están en todo caso en su verdad; esa convicción refleja una experiencia no menos radical que la atravesada por Sarmiento, no menos hondamente sentida. Sencillamente, no saben ya hallar sentido a lo que ocurre en el mundo. Lleno de sentido, lleno hasta desbordar, está en cambio el mundo que ve Sarmiento, el mundo que vieron los historiadores románticos, aquel en el cual se dispusieron a actuar con fe intacta en la eficacia de su acción. El historicismo de Sarmiento es entonces algo más que un modo de ver la historia, acerca del cual pueda llevarse cuenta de los aciertos y los errores que trae consigo; es un trasunto de la fe, de la esperanza que no abandonaron nunca a Sarmiento; fe en sí mismo y en su destino, fe en el destino nacional, fe -como gustaba decir frecuentemente, y acaso no metafóricamente- en la Providencia divina y en sus leyes secretas y sabias. Es la fe que supo hacer nacer en sus hombres mejores -y no menos, y acaso más que en los que aceptaban como bueno cuanto veían, en los revolucionarios negadores del presente en favor de un futuro en cuyas excelencias podían creer con la certidumbre de las cosas presentes-, que supo inspirar en sus hombres mejores el ochocientos, esa época de prodigioso ascenso humano.





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