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Sarmiento y el historicismo romántico. II La estructura de «Facundo»

Tulio Halperín Donghi





¿Qué es el Facundo? Ante este libro que a la lectura no aparece excesivamente enigmático, que parece decir exactamente lo que quiere, se ha planteado, una vez y otra, el problema. Y más de una vez se ha intentado también resolverlo ubicando al Facundo en una vaga zona entre historia, novela y periodismo de actualidad. Sentimos enseguida que la ubicación es injusta, que si no podemos clasificarlo con más precisión ello no se debe a una intrínseca vaguedad de la obra examinada sino a insuficiencias de los clasificadores.

El problema, así planteado, no surgió en el momento en que Facundo fue publicado. Sin duda, muchos encontraron en la obra algo de extraño: para Echeverría, por ejemplo, el lugar que se concedía a la mera anécdota era excesivo; Facundo era poco más que una sucesión de cuentos al caso, más o menos hábilmente narrados. Ese sentimiento de extrañeza (que no fue tan sólo el de Echeverría; Juan María Gutiérrez lo compartió también, y acaso más de uno de los que profesaban públicamente su admiración escondía algunos reparos inoportunos en ese momento de lucha contra Rosas), ese sentimiento apenas apuntado y no justificado de manera ninguna se resuelve años más tarde en el problema de ubicar a Facundo. Este problema surge, no por casualidad, en el momento en que el positivismo triunfa, y nace con él la exigencia de una especialización en la vida intelectual argentina. La historia toca al historiador, la sociología al sociólogo, la psicología al psicólogo; han pasado ya los tiempos ingenuos en que todo eso podía mezclarse confusamente. Frente a esa exigencia imperiosamente manifestada, Sarmiento mostró alguna timidez: sabía muy bien que la había ignorado a lo largo de toda su obra. Pero no por eso la rechazaba: su actitud era más bien la del pecador contrito. Aducía disculpas en cada caso variables, desde las necesidades de la lucha política hasta las urgencias de la vida periodística, que devora implacablemente los pensamientos apenas surgen, aun informes, de la mente. Esa modestia y como desconfianza de sí mismo y de su bagaje cultural son características del último Sarmiento, son propias, por ejemplo, del anciano que creyó preciso construirse fatigosamente una cultura positivista para dar en Conflictos y armonías un Facundo puesto al fin a la altura de las nuevas ciencias humanas. Pero tampoco esa modestia nos parece justa: Facundo no es de ningún modo un deshilvanado sucederse de anécdotas más o menos briosas. Plantear el problema de su ubicación dentro de los géneros literarios no puede ser, entonces, preparar un reproche para el desordenado e improvisador Sarmiento; es más bien intentar ver cuál es el sentido de ese orden tan estricto que supo dar a la abigarrada colección de hechos por él recogida en el Facundo.

Pero cabe preguntarse si el problema, tal como se lo plantea, puede llevar a una respuesta como la esperada. No nos preguntemos si la clasificación en géneros literarios es o no legítima; es indudable en todo caso que los géneros se dan por lo menos como concretas posibilidades de expresión ante el escritor que emprende su tarea. Pero ocurre aquí que los géneros dentro de los cuales se quiere encerrar a Facundo son los vigentes cincuenta años después de que Facundo fue escrito. Si examinamos la situación tal como se daba cuando se escribió la obra hallaremos un panorama mucho más fluido e impreciso.

El romanticismo había creado vinculaciones nuevas entre literatura, historia, filosofía... «Su dosis de filosofía no falta hoy ni a los dramas», observó alguna vez Alberdi, admitiendo desdeñosamente que también Facundo pudiese tener la suya. Y entre historia y literatura de ficción la intimidad era aún mayor. Florece en las literaturas europeas la novela histórica, pero el influjo no se desarrolla en un solo sentido; un gran historiador romántico, Thierry, halló el primer estímulo para sus estudios acerca de la Galia merovingia en un pasaje de Chateaubriand. Y entre uno y otro había algo más que el vínculo de una inspiración caprichosamente despertada al contacto de una página elocuente: Thierry elabora y revisa una imagen de la Francia bárbara que estaba ya en el novelista. Así temas que interesan particularmente a la conciencia europea vienen a colocarse a la vez en el centro de la investigación erudita y de la representación artística (la lucha de nacionalidades nacientes o moribundas aparece en los estudios de Thierry, en los de Fauriel, en los de Sismondi; y de nuevo en el Ivanhoe o en el Adelchi de Manzoni). Pero la investigación histórica se vincula, a la vez, con otras indagaciones que solían quedar separadas de ella. Véase -para citar un libro muy admirado por Sarmiento- la Democracia en América, de Tocqueville. He aquí un análisis de la organización política de los Estados Unidos. Pero ese estudio no es ya juzgado suficiente: es preciso mostrar todavía cómo los Estados Unidos han llegado a tener ésa y no otra organización política. Es decir, es preciso revisar la historia de los Estados Unidos. Y eso hace Tocqueville, para concluir que el hecho determinante ha sido la formación religiosa de los Padres Peregrinos, que ha producido un modo democrático de gobierno y una actitud poco favorable a las disidencias, lo que hace posible el mantenimiento de la cohesión nacional bajo un régimen republicano. Las conclusiones de Tocqueville podían ser o no acertadas: lo que en su tiempo se dudaba cada vez menos era que el método por él seguido era el único capaz de llevar a resultados. Pero es precisamente ese método el que hace que el libro de Tocqueville parezca un poco extraño, si lo examinamos como si fuese un tratado de derecho constitucional. Más extraño nos parecerá si buscamos en él el libro de historia: no es ni lo uno ni lo otro. Tomemos un libro un cuarto de siglo anterior al de Tocqueville, De l'Allemagne de Mme. de Staël. ¿Un relato de viaje? ¿Un resumen crítico de la literatura alemana? ¿Un estudio de psicología nacional? ¿O una condensadísima historia de las Alemanias? Todo eso, y todo eso junto. Lo que no quiere decir caóticamente amontonado. También este libro, aunque menos estrictamente ordenado que el de Tocqueville, se apoya en un orden, en una jerarquía de motivaciones en la que la señora de Staël cree firmemente. Si los largos inviernos y el temperamento flemático y la gramática de la lengua alemana y la curiosa organización del imperio son evocados sucesivamente es porque no se duda que entre todo eso hay en efecto un lazo.

He aquí cómo, en algunos libros en que los tiempos románticos podían reconocerse, hallamos planteado un problema análogo al que nos proponía Facundo. También aquí aparecen rotas las estructuras de los géneros y de las disciplinas; sus limitaciones han comenzado a parecer insoportables estorbos en la indagación de lo que realmente interesaba. Esos derrumbes han sido provocados por la irrupción de un nuevo enfoque, del enfoque histórico. Tal como lo dijo excelentemente Sarmiento, en 1843, «el estudio de la historia forma, por decirlo así, el fondo de la ciencia europea de nuestra época.

«Filosofía, religión, política, derecho, todo lo que dice relación con las instituciones, costumbres y creencias sociales, se ha convertido en historia, porque se ha pedido a la historia razón del desenvolvimiento del espíritu humano, de su manera de proceder, de las huellas que ha dejado en los pueblos modernos y de los legados que las pasadas generaciones, las mezclas de razas, las revoluciones antiguas, han ido depositando sucesivamente.» Pero para que la historia pueda dar todo lo que se ha comenzado a buscar en ella debe cambiar radicalmente su estructura (y eso mismo nos lo va a decir en seguida Sarmiento, en palabras en que hay un eco de otras muy hermosas de Michelet). El nuevo enfoque no se contenta con agregar a una teoría de la constitución una historia constitucional, con agregar al examen crítico de una literatura una historia de esa literatura. Esas historias sólo adquieren sentido en una historia más vasta, ambiciosa de universalidad. La clave de la organización política de los Estados Unidos no la halló Tocqueville en su historia política, que era todavía preciso explicar, sino en ciertos caracteres de la religiosidad de los colonos. Estos rasgos decisivos venían a colocarse en el centro de todo un modo de sentir y de comportarse que trascendía los límites de una abstracta historia de la religión, que requería una investigación liberada de sus estrecheces.

De este modo a los rasgos exteriores que hallamos en Facundo y en otros libros publicados en su tiempo y en los años que le precedieron, y en unos pocos de los que siguieron, a esos rasgos que tenían algo de asombroso, corresponde una intención muy precisa, un plan determinado. En cuanto a Facundo, Sarmiento ha expuesto en el prólogo cuál era su intento. De haber dispuesto de tiempo y medios para emprender la composición del libro con mayor reposo, hubiera buscado explicar «el misterio de la lucha obstinada que despedaza a aquella república: hubiera clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del terreno, y a los hábitos que ella engendra; su parte a las tradiciones españolas y a la conciencia nacional... su parte a las influencias de las ideas opuestas que han trastornado el mundo político, su parte a la civilización europea, su parte, en fin, a la democracia consagrada por la Revolución de 1810, a la igualdad cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad».

He aquí un plan de trabajo, muy claro y preciso. Demos vuelta unas cuantas páginas. Va a comenzar a tratarse, por fin, del héroe del libro, de Facundo. Y se comienza por contarnos cómo, cierto día, Facundo, fugitivo de San Luis, es perseguido por un tigre cebado y debe refugiarse en un algarrobo, de donde sólo después de horas lo rescatan sus amigos. ¿Es decir que, en efecto, el plan fijado en el prólogo era el de un Facundo que pudo haber sido, y no vale para la obra escrita con prisa por el periodista? En el lugar de los análisis anunciados encontramos algo que parece una digresión. Pero para Sarmiento eso no era una digresión: en la anécdota se revelaba el Facundo esencial, el que sería luego general don Facundo Quiroga, excelentísimo señor brigadier general... ¿Cómo se acordaba esta seguridad con el plan de trabajo antes fijado?

Aquí convendría no buscar en esas líneas del prólogo un sentido aún desconocido en 1845. Parece exigirse en ellas una marcha análoga a la del químico que analiza un compuesto, y lo descompone en sus simples, y determina cuáles son ellos. Sarmiento no se propone, sin embargo, analizar los hechos, no se propone descomponerlos y desintegrarlos; le interesa ante todo conservar y poner en descubierto sus secretas conexiones, integrarlos en unidades más vastas. Sin duda da su lugar al marco geográfico, a la tradición hispánica, a la nueva fe revolucionaria, pero no ve a todo eso como «factores» que se combinan mecánicamente para dar un resultado a ellos ajeno. Sigue viendo en ellos las partes inescindibles de un todo, dentro del cual adquieren sentido. En otras palabras, conviene no ver en el Sarmiento que fija su programa al precursor de Buckle que descubrió en él nuestro positivismo: lo que se oye en el prólogo a Facundo es, una vez más, la voz del discípulo muy libre de Herder...

Herder, en efecto, había ya propuesto una imagen de la historia en que el medio se acordaba con lo que en él ocurría, con las tendencias y las inclinaciones de los protagonistas de la historia que en él hallaba lugar, pero no era de ningún modo su causa mecánica: era parte de una estructura más vasta. Ahora bien, no hay duda de que Sarmiento conoció a Herder. A Herder citaba cuando, en lo más encendido de la polémica literaria chilena, se proclamó devoto de las cosas y no de las palabras. A Herder, a su filosofía de la historia todavía cargada de trascendencia, achacaba Lastarria el «fatalismo» que dominaba en las ideas de los emigrados argentinos. Sin duda... Pero Sarmiento conoció a Herder a través de Edgar Quinet, y si es fácil encontrar afinidades entre Sarmiento y Herder es menos fácil hallarlas con ese Herder que Quinet tradujo no sólo a otro idioma sino a otra clave de ideas y aspiraciones. Herder, que a pesar de todas sus anticipaciones no era un romántico, en cuyo pensamiento luchaban y se acordaban tradición cristiana e innovación ilustrada, Herder contemplaba con serena maravilla el curso lento y majestuoso de la historia, las creaciones abigarradas de los hombres. En cuanto a la meta última estaba seguro como cristiano; como hombre de la ilustración era sólidamente optimista. Quinet, y con él lo más vivo de la cultura francesa de la Restauración, tiene una actitud distinta: se trata para él de encontrar nuevas seguridades, de hallar una nueva fe que colocar en el centro de una cultura renovada. Con todo eso tenía Sarmiento muy poco en común: todo un aspecto del romanticismo se le escapaba, el romanticismo de la desesperación y de la duda. Duda y desesperación se dieron en él como estados psicológicos: se negó a darles lugar ninguno en su visión del mundo. Así, a través del Herder afrancesado, se aproximó Sarmiento al auténtico. Se advierte cómo la relación de Sarmiento y Herder no puede explicarse por un mero influjo; ese influjo es hecho posible y a veces suplido por una previa afinidad. Si Sarmiento comprendió tan bien la lección de Herder es porque estaba preparado para recibirla.

Así el historicismo romántico no es en Sarmiento consecuencia de su formación en años en que ese modo de ver la historia dominaba. Es consecuencia de un acuerdo feliz entre influjos exteriores y la actitud más honda del propio Sarmiento, discernible en él ya antes de la revelación de la nueva cultura romántica. En su juventud había leído Sarmiento Las ruinas de Palmira. El hecho era inevitable: el libro de Volney, considerado manual de impiedades y denunciado infatigablemente en los pulpitos de San Juan como en los de todo el mundo cristiano, gozó sin embargo de un prestigio y una difusión que hoy nos cuesta trabajo entender. Pero lo que interesó a Sarmiento en el libro no fue su ostentada heterodoxia; tampoco sus conclusiones políticas. Lo atrajo algo al parecer fútil. En el prólogo, Volney describe brevemente la imagen de un beduino que fuma su pipa, en feliz indiferencia, acampado sobre las ruinas de la antes poderosa Palmira, reducida a unas cuantas columnas desmochadas. La evocación quiere ser un símbolo de la caducidad de las cosas humanas, y en especial de los Imperios y los regímenes políticos, ya que de ellos va a ocuparse Volney. Y es precisamente esa imagen inicial lo que va a retener Sarmiento. Sólo que para él no vale únicamente como símbolo; tiene un valor más preciso y concreto. En el desdén del beduino ante los restos de una muerta civilización que no comprende se revela el conflicto irreductible entre dos modos de vida: el del sedentario, que gusta de perpetuar su recuerdo en monumentos de piedra; el del nómade, desdeñoso del esfuerzo que agobia a su rival sobre el surco, desdeñoso de sus glorias tan efímeras como esos esfuerzos. En el beduino que recuerda Volney se da todo eso. Pero no está simbolizado, se da de presencia, en el más real, en el más directo de los sentidos. La conducta del beduino sólo se hace inteligible, sólo se hace digna de nuestro examen, si referida a ese complejo que Sarmiento, en una bellísima página de sus Viajes, llamaba civilización, no de Mahoma, sino de Abrahán, a esa civilización más vieja que el tiempo, que ignora al tiempo. Así cada hecho puede adquirir sentido tan sólo al incorporarse a un conjunto muy vasto. Sólo que esa totalidad en que se integra no es algo que hayamos construido como un criterio interpretativo, como un esquema mental que es preciso yuxtaponer a la realidad para entenderla. La civilización de Abrahán es algo tan real, tan concreto y preciso como el gesto del beduino que fuma su pipa en el crepúsculo, vive entera en ese gesto; le da sentido pero adquiere a su vez sentido a través de esos mínimos modos de conducta en que su ley interior se manifiesta.

De este modo para Sarmiento cada hecho, cada detalle, se integra sin residuos en una muy vasta unidad de sentido. Se entiende ahora por qué no creyó inadecuado comenzar su vida de Facundo con una anécdota, cómo y por qué creyó que en esa anécdota se daba ya, entero, el sentido de la vida que iba a narrar. Gracias a ella Facundo ha sido colocado en el centro de su mundo, un horizonte geográfico, pero también y ante todo un horizonte espiritual, un haz de creencias y tendencias. Para resumir todo eso tenía Sarmiento una palabra precisa: barbarie. El ubicar todo un sector de la vida argentina bajo el signo de la barbarie no es en Sarmiento, como se ha dicho a menudo, el residuo de una tradición iluminista no del todo superada. Es, por el contrario, hazaña romántica; encierra todos los hallazgos, pero también las no siempre involuntarias limitaciones, que trajo consigo el modo romántico de ver la historia.





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