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Sarmiento y el secreto de la barbarie

Jorge Torres Roggero



«Se puede estar contra Sarmiento, pero no se puede estar sin él»


Saúl Taborda                






Leer a Sarmiento implica, en primer lugar, liberarse de dos redes: son las tendidas sobre nosotros y sobre los enunciados del sanjuanino por los sarmientistas y los antisarmientistas. Sarmiento, emisor real, nada puede hacer ya, y si algún motivo tiene para revolverse en su tumba, es este de intentar desligar las mordazas que la oratoria oficial, los textos escolares y las retóricas políticas han ido ajustando sobre sus dichos.

Y es aquí cuando se me ocurre volver a preguntar, como Sarmiento, a la barbarie, a Juan Facundo Quiroga, es decir a las masas leales que siguieron esperando , y esperan todavía que su caudillo regrese montado en el moro adivino: «Tú posees el secreto ¡revélanoslo!»1

Sarmiento interroga a la sombra terrible y la respuesta queda registrada en el libro famoso. Por supuesto que la primera voz, inmediata y evidente, que allí se deja oir es la de la civilización y su prolijo inventario de ideas y de saberes otros a los que aspiramos, ajenos y menesterosos; y que suponemos siempre con su núcleo de sentido fuera de nuestra cotidianeidad convivida, en otra parte, arriba y afuera de nosotros mismos.

En torno a esa voz y sus ecos vernáculos se entabla la disputa entre sarmientinos y antisarmientinos. Pero ¿qué dice y cómo habla la barbarie?

Evidentemente después de casi doscientos años de repetición del discurso congelado de los que saben, tras intentar vanamente decodificar una realidad clausurada en cierta sintaxis en que «lo inmediato y cotidiano carece de sentido y estimación» (Saúl Taborda dixit)2, proponemos disolver ese cálculo incrustado en el riñón mismo de nuestra capacidad de lectura. Se trata de apelar a nuestra «libertad residual» (la expresión es de U.Eco)3, a los recovecos no colonizados de nuestro ser para que, amplificándose ellos, dejemos de ser un nosotros mutilado. Que lo que es ellos en el discurso de la civilización pase a ser nosotros. ¿Y cómo opero esta reconversión como sujeto de lectura? Leyendo de un modo diferente.

¿Y si intento oliendo la biblia (los libros) como Atahualpa o pegando la oreja a viejas resonancias? Hago el siguiente esfuerzo: paso fugazmente al yo del ser que simplemente soy, me descontextualizo y extrapongo de mi enciclopedia académica, salgo de ella por un instante y privilegio mi primer contacto, por ejemplo, con el texto de Facundo. Fue allá en Cañada de Luque cuando en la escuela fiscal, la Srta. Anita nos leía a los hijos de los chelqueros ferroviarios los episodios de Facundo y el tigre, de Barranca Yaco, de los poderes mágicos del riojano y de su caballo.

Después de ese contacto oral con esos signos escritos, jugábamos a encarnar los personajes trepados sobre los algarrobos y talas que invadían el pueblo y contextualizábamos nuestras acciones con los relatos, los dichos y los silencios de las mateadas nocturnas, de las planchadas en que se cargaban trenes enteros con leña de nuestros montes nativos y de los «boliches» en que se emborrachaban los hacheros. Es cierto, esto es parte de una enciclopedia personal, apunta a un discurso mítico subyacente, pero que no para de hablar. (Desde seiscientos años antes de Cristo, en estas regiones, los tigres rituales vociferan en las alfarerías y en las historias: ¿cómo no emocionarse con el tigre cebado que le hizo tener miedo al gran Facundo Quiroga?).

Todos tenemos un código latente en algún lugar y tiempo de nuestro ser y la operación anterior es sólo un relámpago necesario para pasar de un sistema de comunicación a otro.

De modo que si la historia de nuestro país es la historia de la dependencia instaurada por la civilización y sus dotores, debemos desamordazar a Sarmiento para que hable en él la barbarie. Pues si bien su estrategia verbal se basa en la necesidad de mostrar al extranjero las ventajas económicas que esta extensión (principal problema que nos aqueja), les promete, para lo cual hay que cambiar a los empecinados y plebeyos argentinos, imposibles consumidores de civilización puesto que tienen «necesidades limitadas», «rechazan con desdén el lujo», «el frac, la capa y la silla": ¿qué pasará si le damos la palabra a la barbarie?

La barbarie seduce4 y su lengua es la de la poesía desnuda de retórica extraña. Y sin este polo contrapuntístico, el Facundo sería un olvidado repertorio de recetas modernizadoras. Porque epifaniza el sentido, es que accedemos a la literatura.

Entonces el secreto que la barbarie oculta se manifiesta por lo estético y lo estético perfila el antimodelo a través del cual un país dependiente puede (o podría) tomar la palabra5, o sea, presentarse como lo que realmente es.

Le tomamos la palabra, entonces, a Sarmiento cuando recurre a la reserva semántica de las estructuras simbólicas de la humanidad como los nudos y la esfinge. Abordemos el primer paradigma: «Necesítase empero para desatar el nudo que no ha podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman y buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los puntos en que están pegados».6

Esto sobreentiende la entrada al horizonte de comprensión de la cultura cotidiana del argentino, cuyo funcionamiento supone la lengua oral sobre todo, en el texto. Sarmiento, con una opción orientada hacia la escritura da rienda suelta en sus enunciados reales al contrapunto (o payada) entre dos culturas en pugna: una que pretende dominar y otra que se resiste a la dominación. Pero también en la gran payada (la de un tiempo y todos los tiempos), no ya implícita en los entresijos de una misma obra, sino entre obras, entre Facundo y Martín Fierro, se reconoce el complejo entramado de la realidad y se recurre al viejo simbolismo de los nudos para amplificar el abrazo comprensivo. Basta recordar estos dos versos en que botón de plumas significa problema difícil de resolver, enigma, puesto que era un nudo gaucho difícil de desatar:


«Este es un botón de plumas
que no hay quien lo desenriede...»7



Es cierto que Sarmiento lamenta, por otra parte, la ausencia de un Tocqueville «premunido del conocimiento de las teorías sociales como el viajero científico de barómetros, octantes y brújulas». Pero esta lectura sin su contexto contrapuntístico, deja abierto el camino a los «consultores extranjeros», más que «viajeros», inspectores del centro externo de turno, del imperialismo dominante. En cambio, si dejamos hablar a la barbarie, urge reconocer que Sarmiento es el primero que plantea esta acerto: la realidad es mucho más compleja de lo que aseguran los sarmientinos y los antisarmientinos. En ella se entrecruzan, se escalonan y interpenetran diversos niveles de sentido y comprensión.

Poco se insiste, por ejemplo, en señalar cómo Sarmiento interpreta a l8l0 (p. 65 y sgs.), manifestación cierta de la noble igualdad que el Himno Nacional proclama, «cuyo dogma -dice- ha penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad». Por lo tanto es de los primeros en señalar la presencia de las masas populares como protagonistas de la historia. A partir de 1810, la relación es triádica, no binaria: los criollos europeizados se oponen en nombre de Europa a los españoles europeos; y esta oposición entre libertad/depotismo, engendra un tercer elemento, que estaba pero no había tomado la palabra: las masas que eligen sus caudillos. Ellas se oponen al despotismo español y a la hegemonía de las minorías criollas europeizadas: por eso son los creadores de una democracia verdaderamente argentina. Ese es el enigma, aclara Sarmiento, «cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el último no ha sonado todavía». Sarmiento, al margen de la opción conceptual, deja que se manifieste en sus enunciados (organiza los signos para que se exprese) esta realidad: «el caudillo y las masas son una manifestación social»; Facundo, «caudillo que encabeza un gran movimiento social», es un «espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia». Y descubre algo más desde su posición de emisor acrático: «los pueblos en masa nos dan la espalda».

Sin embargo, nada más ilustrativo para mostrar hasta qué punto Sarmiento deja hablar a la sombra terrible, que su versión de Bolívar.

Sarmiento echa en cara al biógrafo europeo de la Enciclopedia Nueva porque nos presenta «un mariscal del Imperio», pero «no ha visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de masas, veo el remedo de Europa y nada que me revele a América». Le quitan el poncho, asevera, para presentarlo desde el primer día con el frac.

Esta oposición poncho/frac (cien años después devendría en el dilema alpargatas/libros) que se sincretiza en Bolívar es el estigma secreto de una generación que, a pesar de todos los condicionamientos epocales, no pudo sustraerse a lo que Kusch llamó la seducción de la barbarie. En efecto, Sarmiento relaciona Bolívar/Artigas; pero, claro, este último no estaba «dotado por la educación». Un caudillo educado, es decir, aceptando los paradigmas del invasor sin más ni más, es el sincretismo que a lo mejor más de uno, aún en estos tiempos, desea en el secreto de su corazón mientras teoriza con la antepenúltima moda terminológica europea.

No hay que desalentarse. De todos modos, Alberdi, en su discurso del Salón Literario, también es hechizado por la sabiduría «instintiva» de Rosas. Y aspira a su complementación con la filosofía. Recuérdese que en el Fragmento Preliminar del Derecho. asegura que Rosas:

«considerado filosóficamente no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa de buena fe sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe»8



A lo mejor la esfinge sarmientina sigue aún devorando argentinos porque al final nos quedamos con la educación (domesticación) y la filosofía (inventario de ideas) y mutilamos nuestro cuerpo (nuestros signos) y nuestra alma (no el significado sino el sentido).

Pero proclama algo más la sombra terrible:

«Bolívar es todavía un cuento sobre datos ciertos. A Bolívar, el verdadero Bolívar, no lo conoce aún el mundo y es muy probable que cuando lo traduzcan a su idioma natal aparezca más sorprendente y más grande aún.»



«Traducir al idioma natal», «poner declaraciones y trajes americanos», es leer desde la propia cultura cargada de remanentes orales y míticos. Si la historiografía (escritura) europea es un «cuento forjado con datos ciertos», ¿la verdad o realidad es un rumor sordo forjado con datos falsos? En otros términos, es más real el relato oral: esa habladuría que no es todavía escritura, que porta la energía del mito, que habla, no de lo pensado, sino de lo vivido. Es la circulación secreta y colectiva de una ficción cuya primera formalización es el Facundo de Sarmiento.

Esto lleva a otra suposición: el Facundo es según la estrategia ideológica del emisor una traducción de las masas, el caudillo y el paisaje a un idioma extranjero. Se dirige al letrado, no a las masas iletradas que son su objeto de ludibrio, no a la Argentina profunda, hispano-indígena, y portadora de una cultura ancestral y comunitaria opuesta al iluminismo civilizador.

Por eso la sombra terrible habla en todo enunciado que se produzca en esta patria y mientras más libertad de pensamiento se le otorgue, mayor valor literario alcanzará. ¿No es común aceptar que el episodio de Barranca Yaco del libro sarmientino es un relato magistral, de esos que entran en el gran tiempo?9

Pues bien, el relato está organizado mediante el recurso de una prosificación textual de las funciones narrativas de un cantar tradicional que Juan A. Carrizo registra en el tomo II del Cancionero Popular de La Rioja10. (Obsérvese cómo tampoco es el recurso el que estetiza los enunciados).

Todo lo que vengo diciendo (y vuelvo al yo) invita a infinitas reflexiones y es un intento de dejar entrar la vida a los áridos entresijos de nuestro trajinar académico. Como todo intento sea sometido a discusión y crítica: se habrán generado así nuevos textos que, ampliando la noción del objeto, pueden volver a ser orales: ser apenas debate, democracia viva.

Concluyo, entonces, recordando dos miradas amplificadoras del Facundo: una es del mismísimo Sarmiento, otra de Ramón Doll.

El día de los muertos de 188511, Sarmiento visita como todos los años La Recoleta y permanece largo rato meditando frente a la tumba de Juan Facundo Quiroga. Al día siguiente, lo meditado es escritura en «El Debate». Después de cuarenta años las sangres se han mezclado y reflexiona: «Los corpúsculos rojos de Juan Facundo Quiroga y los míos corren ahora confundidos en la sangre de los descendientes comunes y no se han repelido porque eran afines». Más allá de la tumba «todo lo que sobrevive debe ser bello y arreglado a los tipos divinos, cuyas formas ha revestir el hombre que viene

Digamos: en las formas del Facundo sigue hablando la realidad como «totalidad abierta», especificidad que supone incorporar a uno mismo la sombra terrible, descubrir el punto o nudo en que la civilización y la barbarie, componentes básicos e invariantes activas, son afines.

En cuanto a Ramón Doll12: sostiene que nuestras guerras civiles son apenas un episodio de una vasta guerra mundial. Facundo es la revelación de nuestra guerra civil latente, «los personajes pueden variar, el drama sigue siendo el mismo».

Sarmiento, según Doll, profiere la «desconexión de la inteligencia y las clases monitoras con las masas y el ser nacional» y «deja constancia de la realidad profunda de la historia»:

Facundo es así una creación poética, donde circulan los mejores jugos de la raza y de la tierra, pero constantemente sometidos al enjuiciamiento de una conciencia europea civilizadora.



Indagar lo nuevo de lo viejo, cambiar de postura en nuestro oficio de «leedores» puede resultar estimulante para vivir dignamente la fatalidad de ser argentinos. Coincido , por eso, con Doll cuando valora a Sarmiento: «Y el escritor que deja estos testimonios puede ser reconsiderado, pero repuesto nunca».





 
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