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Sarmiento y Mariátegui: dos tradiciones intelectuales en diálogo1

Mónica Scarano





[...] Por isso, quem quiser ver em profundidade,

tem de aceitar o contraditório.


Antonio Candido.                


Entre las agendas problemáticas que dominaron el campo de la literatura y el pensamiento crítico latinoamericanos en los últimos decenios, entrecruzadas con otros conflictos sociales e históricos seguramente mucho más acuciantes, Antonio Cornejo Polar incluyó como una de las tres tareas más urgentes, la reivindicación de la

[...] heteróclita pluralidad que definiría a la sociedad y cultura nuestras, aislando regiones y estratos y poniendo énfasis en las abisales diferencias que separan y contraponen, hasta con beligerancia, a los varios universos socio-culturales, y en los muchos ritmos históricos, que coexisten y se solapan inclusive dentro de los espacios nacionales.


(Cornejo Polar, 1994: 12)                


Sin lugar a dudas, esta demanda se relacionaba estrechamente con las otras dos agendas -la del cambio por la vía revolucionaria que marcó la década de los sesenta y la de la búsqueda obsesiva de la identidad nacional o latinoamericana que comenzó a insinuarse desde las postrimerías de la colonia y sobre todo desde principios del siglo XIX, impactó en nuestros países con mayor o menor fuerza según los períodos y las regiones involucrados, se hizo más intensa durante buena parte del siglo XX y bajo otras formas se mantiene vigente en nuestros días. Ese reclamo supone dos instancias que no necesariamente se han dado siempre en forma simultánea. Por una parte, la inevitable percepción de las disparidades y contradicciones de las imágenes y representaciones de América Latina y de las realidades identificadas con esta noción, ha contribuido a presentarla como una configuración plurívoca y conflictiva, y por otra, la valoración positiva de esa urdimbre de desencuentros, quiebras y discontinuidades, bajo la cual también se anudan soterrados lazos comunicantes con la consiguiente aceptación de esa construcción híbrida y plural, en respuesta a la búsqueda incesante de nuestra identidad, ha permitido enhebrar muy laxamente redes sociales de pertenencia y legitimidad.

Con perspicaz agudeza, el intelectual peruano describió de ese modo esa fragmentación de los espacios acompañada de una superposición de tiempos históricos divergentes, que él mismo había preferido llamar «heterogeneidad cultural». Muy pronto, esta noción que le permitía abarcar con su mirada crítica una diversidad de modos de producción económica, de tiempos, racionalidades y campos simbólicos aglutinados en «totalidades contradictorias», se convirtió en un instrumento indispensable para comprender mejor las contradicciones inmersas en ciertos fenómenos literarios de nuestros países como el indigenismo, o en el campo del lenguaje como el plurilingüismo y la dialéctica entre oralidad y escritura, y al mismo tiempo para reformular más acabadamente las concepciones sobre los espacios nacionales y los sentidos que éstos tienen de acuerdo con los sujetos sociales que los enuncian2. Se trata, en suma, de una categoría crítica que dialoga con otras a las que suele recurrirse para abordar distintos recortes del objeto de estudio, con matices ciertamente diferenciadores. Nos referimos a las que circulan bajo una amplia gama de denominaciones, tales como «transculturación» (Ortiz 1978, Rama 1982), «alteridad», «otredad», «heterología» (Todorov 1987 y 1991, Bendezú 1982, de Certeau 1986), «prácticas culturales alternativas», «literatura alternativa», «diglosia cultural y literaria» (Lienhard 1990, Ballón 1990), «culturas híbridas» (García Canclini 1989)3 y «diversidad cultural» (Bonfil Batalla 1993, Montiel 2003; entre otros).

No obstante, sin desconocer el reciente uso más asiduo del término y del concepto, y el crédito creciente que ambos se han ido ganando últimamente, y sin menoscabo tampoco del necesario deslinde que ya apuntamos entre percepción y aceptación de realidades e imágenes identitarias, es evidente que el proceso al que hace alusión ya existía desde mucho antes, aunque había permanecido hasta entonces desplazado, oculto, negado o ignorado con la consecuente desatención de las contradicciones que lo constituyen. Desandar ese camino o, más bien, volver a recorrerlo con otras inquietudes, transitando otras rutas y explorando, o tal vez abriendo, nuevos senderos a la luz de las premisas teóricas que acabamos de mencionar, ha sido -conviene precisarlo de antemano- el móvil que ha guiado el presente trabajo y el que ha impulsado nuestro interés por indagar sobre dos situaciones extremas de reconocimiento y reflexión acerca de la heterogeneidad cultural y discursiva de nuestro subcontinente, encarnadas en dos figuras prominentes y polifacéticas de la historia intelectual latinoamericana: el escritor polígrafo, educador y político argentino, Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), y el escritor, ideólogo, crítico y político peruano, José Carlos Mariátegui (1894-1930).

La relectura que proponemos del pseudodiálogo textual entre ambos, parte de la declaración unilateral -sería imposible buscar una valoración precedente del argentino, puesto que estos autores no fueron coetáneos- de J. C. Mariátegui acerca de Sarmiento en la «Advertencia» que precede su libro capital, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928). Junto con el Facundo (1845), de D. F. Sarmiento, este libro forma parte de la constelación de densos textos-signos de nuestros pueblos que consideraremos en su papel de discursos culturales, en el doble sentido programático y autorreferencial de esta noción, buscando tomar distancia de otros abordajes críticos más transitados que los inquieren en su sentido más explícito y con una mirada anclada en lo estrictamente conceptual4.




Sarmiento/Mariátegui: un binomio imposible y dos tradiciones en diálogo

En consecuencia, apartándonos un poco de las interpretaciones más tradicionales que estos dos textos por lo general suscitaron y aún siguen suscitando en la actualidad, nos interesa indagar sobre la representación de la trama compleja y heterogénea de nuestra cultura que cada uno de ellos aporta y, en particular, sobre las políticas culturales que contienen y promueven respecto de la alteridad (el otro/lo otro/los otros) y la propia identidad colectiva, y al mismo tiempo sobre el lugar desde donde estos letrados/intelectuales reflexionan y escriben. Preguntarse por esos textos en su condición de metatextos culturales (Sègre 1981, Lotman 1979)5, de miradas autocontemplativas de nuestra fisonomía cultural, exige atravesar las urdimbres textuales no solamente en sus capas más obvias y visibles como lo son sus franjas temáticas compartidas, sino sobre todo en aquellos pliegues menos evidentes y explorados, es decir, en los gestos enunciativos comunes que, vistos desde esta perspectiva, se nos revelan portadores de nuevas significaciones y ofrecen nuevos flancos de ingreso para releerlos e interpretarlos, incluso a contrapelo de la deliberada formulación programática que cada texto propone.

Inscriptos de algún modo en la tradición indagatoria inaugurada por las crónicas de Indias y deudores de la fuerte impronta ensayística que asumió la escritura latinoamericana en el contexto de la vida independiente de nuestras naciones, los textos elegidos para ilustrar nuestra hipótesis nos permiten poner en suspenso provisoriamente los horizontes ideológicos en los que se inscriben, para ahondar en las crispaciones del diálogo de las tradiciones contrastantes que en ellos se ponen en juego.

Por encima de las diferencias ideológicas y formales que separan y enfrentan sus respectivos programas y sus prácticas escriturarias, culturales y políticas, y aún admitiendo notorias diferencias entre los contextos históricos, geográficos y culturales en los que cada uno intervino, sus autores -cada cual a su modo- irrigaron fecundamente el paisaje intelectual latinoamericano de la segunda mitad del siglo XIX y de las primeras décadas del XX hasta nuestros días, retomando y renovando tradiciones intelectuales ya consolidadas o por consolidarse. Sarmiento apeló al horizonte ideológico de la ilustración y del liberalismo europeo y americano decimonónico para sentar las bases de la nación argentina y delinear un territorio en términos no sólo políticos sino culturales, resaltando los bordes y volviendo a trazar las fronteras entre civilización y barbarie, ciudad y campo, Europa y América, nación y desierto, escritura y oralidad, en tanto que el «Amauta» recurrió explícitamente al utillaje mental del materialismo histórico para ensayar siete interpretaciones en clave marxista de diferentes aspectos de la nación peruana en formación, desde la economía, el problema de la tierra, la educación, el factor religioso, la cuestión del indio o de la raza, la tensión entre el regionalismo y el centralismo hasta la literatura.

No ignoramos, por cierto, la dificultad que nos plantea la equiparación o el apareo de estos dos «héroes culturales» que componen lo que Elizabeth Garrels describió como un mito, un «matrimonio de conveniencia» (Garrels 1982, 46), lo que equivale a descalificarlo como un binomio imposible. Tampoco soslayamos la inevitable estilización y cristalización de sus figuras, como resultado de la consabida atribución de rasgos que estas operaciones activan con la idealización de sus biografías y la sacralización de su legado. En cuanto a sus diferencias, nadie discute que los enfrenta, sobre todo, la postura que cada uno sostuvo frente a la cuestión del «indio» o (dejando el léxico utilizado tanto por Sarmiento como por Mariátegui, para evitar la connotación desvalorizante que aún hoy conserva aquel término) el problema del nativo autóctono de estas tierras, cuyos ancestros ya las habían habitado desde tiempos inmemoriales, mucho antes de la conquista y de la imposición del poder colonial. El antiindigenismo de Sarmiento, confesado y nunca disimulado ni negado por el propio autor, y su acérrimo racismo (baste recordar su reseña de la memoria sobre la conquista redactada por José V. Lastarria (1844), comparable sólo con las afirmaciones más xenófobas de su «Facundo de la vejez», Conflicto y armonías de las razas en América (1883)6, difícilmente concilian con la tenaz voluntad del peruano de incluir al «indio» en su proyecto modernizador. Como lo señala Françoise Pérus (Weinberg-Melgar Bao 2000), Sarmiento fue en esta cuestión lo que Mariátegui caracterizó como un «zootécnico» (7e, 343), por su ostensivo desprecio programático hacia el indio, su fe ciega en la superioridad de la raza blanca y su firme convicción acerca de la existencia de razas inferiores.

Lo que en realidad debería sorprender no es precisamente ese ideario ampliamente compartido, en particular, en la porción más austral del continente, durante la época en la que vivió Sarmiento, sino la total ausencia de referencias al racismo del argentino que se advierte en toda la obra de Mariátegui, aunque conviene tener en cuenta que, a comienzos del XX, incluso en Latinoamérica, el racismo todavía formaba parte del air du temps, en tanto que pervivían rastros del darwinismo social en la escena intelectual dominada por el positivismo y en ese entonces disputada por vitalistas y pragmáticos, e inclusive por el marxismo llamado a socavar los cimientos del racionalismo burgués. Sin embargo, es difícil imaginar que Mariátegui pudiera haber ignorado el antiindigenismo de Sarmiento, dado que los más conocidos textos de este autor se difundieron por todo el continente americano desde fines del XIX y, además, los escritores de la época a menudo citaban pasajes de las obras sarmientinas (tal es el caso del positivista peruano Javier Prado y Ugarteche, a quien Mariátegui leía). Es más probable tal vez que el Amauta disculpara el racismo de quien se había ganado su respeto y admiración por otras tantas buenas razones. Por otra parte, como lo ha estudiado en profundidad Nelson Manrique (Weinberg-Melgar Bao 2000) especialmente en el escrito de Mariátegui titulado «El problema de las razas en América» (1929), la perspectiva mariateguiana respecto de esta cuestión adoleció de serias inconsistencias, como lo ilustran la tendencia a adoptar un léxico positivista -la «sangre tropical y caliente» del negro peruano (7e, 334)-, la estimación de los incas y aztecas por su capacidad superior a la de los otros grupos étnicos aborígenes, la marcada indefinición en sus enunciados sobre cuestiones raciales, la creencia en la inferioridad no de algunas razas sino de la cultura, entre otros.

Volviendo a las diferencias, precisamente a raíz de esas mismas coloraciones contrastantes que los separan, los dos libros más conspicuos de estos autores: el Facundo, de Sarmiento, y los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, de Mariátegui, se nos presentan como instancias paradigmáticas, portadoras de matrices interpretativas de sendas líneas de pensamiento frecuentemente leídas como antagónicas y que, sin embargo, al mismo tiempo, pueden entablar un diálogo posible. Naturalmente, los límites razonables en la extensión de este trabajo nos impiden abundar en referencias a otras obras de estos autores que sin duda podrían enriquecer y ampliar nuestro planteo. Es por ello que en adelante nos centraremos exclusivamente en las dos obras mencionadas.

En el Facundo encontramos al primer Sarmiento, todavía más europeísta que admirador de los Estados Unidos, aunque las sucesivas reediciones del libro publicadas en vida del autor dieron lugar a un complejo proceso de mutilaciones, reacomodos y restituciones que atravesaron distintas etapas de su biografía (desde la primera aparición del Facundo como folletín de El Progreso, de Santiago de Chile, en mayo de 1845, hasta la edición francesa de 1874), todas ellas acompasadas por las vicisitudes de la escena política cambiante donde una y otra vez el libro reaparecía con distintas estrategias generalmente controladas por el propio autor. Por su parte, 7e es una de las dos únicas obras editadas en forma de libro durante la breve vida del Amauta (se publicó dos años antes de su temprana muerte) y reúne trabajos que aparecieron en las revistas Mundial y Amauta, y que fueron compilados a posteriori, «organizados y anotados en siete ensayos sobre algunos aspectos sustantivos de la realidad peruana» (7e, 11), pero que habían sido escritos durante o a partir de la fecunda y decisiva experiencia de su estadía europea, donde confesó haber hecho su mejor aprendizaje.

En ambos casos, los libros fueron en su momento la resultante de un proceso de escritura que no se presentaba como definitivo ni acabado, sino que, por el contrario, había sido realizado «espontánea e inadvertidamente», bajo las órdenes de un «imperioso mandato vital» (7e, 11), o «a prisa, lejos del teatro de los acontecimientos» (F., 5), «fruto de la inspiración del momento» (F., 23) y de la necesidad de «hacinar sobre el papel» sus ideas, tal como se le presentaban, obedeciendo a un «interés del momento, premioso y urgente» que lo obligó a «trazar rápidamente un cuadro que había creído poder presentar algún día» en forma más acabada7, refundiendo su «obrita» «en un plan nuevo» (F., 5). En 7e también reconocemos la misma promesa de retomar más adelante el curso de su investigación para convertir cada ensayo en «un libro autónomo» (7e, 12), la misma idea de lo provisorio e incompleto -meros ensayos, bocetos o esquemas nunca definitivos ni cerrados y siempre sujetos a adiciones y modificaciones- que debe ser expandido o repensado con un instrumental teórico apropiado, en una instancia superadora posterior. Sin embargo, diferentes motivos en cada caso impidieron alcanzar la tan anunciada concreción: si la muerte lo sorprendió dos años después a Mariátegui, a los treinta y seis años, en la etapa de madurez de su producción, en Sarmiento una atávica obstinación, tal vez no del todo deliberada, le arrebató la posibilidad de concretar el confesado deseo de otorgarle mayor sistematización y contextura científica a la indagación social que dio a la luz pública el Facundo.




Facundo y 7 ensayos...: la heterogeneidad y sus gestos

En la nutrida constelación de textos «doxológicos» (Angenot 1982), consagrados a la ardua tarea de reflexionar acerca de la realidad americana, de sedimentar una identidad colectiva y construir la nación en regiones muy diversas del subcontinente, estos dos «grandes textos» -recurriendo a la expresión valorativa acuñada por Dominick LaCapra para reconocer el importante rol que este tipo de textos cumple en la historia intelectual- inauguran y representan, en conglomerados densos de significado (LaCapra 1982), dos corrientes opuestas de larga y reconocida trayectoria: antiindigenismo vs. indigenismo, colonialismo vs. anticolonialismo, homogeneización cultural vs. respeto y reivindicación de las diferencias, denostación y defensa del mestizaje, entre otras.

Desde el comienzo, ambos textos se sitúan en una zona limítrofe de tensiones, cruces y negociaciones entre dos espacios culturales -europeo y latino(/hispano/indo)americano-, ambos pensados o deseados como occidentales. Mediante constantes deslizamientos de perspectiva y de lugares de enunciación, en los dos textos se traza una frontera que opera como lugar de fundación de identidades, donde elementos heterogéneos cohabitan a menudo conflictivamente. El mismo gesto, con modulaciones y énfasis diferentes en cada texto y encuadrado en programas políticos divergentes, alienta las remisiones intertextuales que marcan idas y vueltas e instalan mediaciones y filtros textuales. Es precisamente ese modus operandi el que anima las traducciones, comparaciones y confrontaciones en ambos textos, así como las antítesis, los binarismos y las interpretaciones por analogía o por contraste de una realidad a la luz de la otra, que se reconocen frecuentemente en ellos. Así lo evidencian las fuentes citadas en los epígrafes del Facundo8 -algunas notoriamente de segunda mano como los textos de Shakespeare en francés en los capítulos X y XI, y otras adjudicadas a autores equivocados9-, las comparaciones desvalorizantes de la España americana con el África bárbara y con la España rezagada y oscurantista (F., 12), y los cotejos con modelos procedentes de las naciones más civilizadas de Europa o de la tradición universal, poniendo en evidencia las carencias y atrasos de aquélla.

Del mismo modo, en los 7e advertimos un mecanismo sucesivo de traducción ejercido por el sujeto del discurrir ensayístico que permite equiparar e interconectar los distintos órdenes analizados en los siete «estudios», en torno a una misma idea y un mismo esquema histórico como la continuidad del coloniaje y sus secuelas -la feudalidad y el gamonalismo-, durante la República, que es señalada en las diferentes esferas de la vida social y cultural -económica, administrativa, educativa, religiosa, literaria y artística, así como en la cuestión agraria y en el problema del «indio»10. Por otra parte, los espacios en los que se concentra la reflexión -la costa y la sierra- se hallan inmersos en temporalidades históricas diferenciadas y superpuestas -la de la aldea prehispánica y la del feudo colonial- «de "comunidad" y latifundio» (7e, 65), realidades que perviven y aparecen imbricadas a la hora de configurar un espacio nacional o regional11. A su vez, la articulación de esos tiempos se lleva a cabo a partir de comparaciones con otros períodos históricos (Medioevo, etapa prerrevolucionaria, comienzos de la modernidad y época revolucionaria, etc.) y con otros espacios, incluso de latitudes muy distintas. Por otra parte, las teorías sociales subyacentes en sus planteos introducen relaciones que desbordan los límites territoriales e históricos del Perú y establecen cotejos con el Oriente -India y China, en particular-, con Rusia y los países antibolcheviques de la Europa Central y Oriental, además de las naciones de la Europa Occidental, llegando incluso a marcar contrastes y comparaciones -las más de las veces desvalorizantes- entre el Perú y otras zonas de nuestro subcontinente (7e, 66).

En consecuencia, esta disparidad de ritmos resultante de las yuxtaposiciones referidas trastoca profundamente la formación histórica y congela el devenir temporal (la persistencia del feudalismo más allá de la República y la postergación del corte definitivo con la Colonia, por ejemplo), o lo disuelve. Así la organización del espacio natural y social en el tiempo configura la idea de cultura, mediante una compleja dinámica de movimientos internos y externos que producen tensiones, rupturas y discontinuidades en los distintos planos. Es por ello que, al no estar sólidamente sedimentados ni cohesionados los componentes de la cultura para conformar la nación, se debe recurrir a diferentes modos muy particulares de configurar la imagen del otro y la del sujeto mismo de la enunciación.

En el Facundo, la heterogeneidad aparece connotada con un registro en clave romántica, como un «misterio» (F., 11), un «arcano» (F., 19), un «enigma» (F., 10) que urge resolver, en la medida en que es presentado de entrada como un problema y se reclama que el libro sea el fruto de un estudio prolijo de «las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman» (F., 10) y el resultado de la búsqueda en los antecedentes nacionales, la fisonomía del suelo, las costumbres y tradiciones populares, con el propósito de desatar el nudo y descifrar «el enigma de la organización política de la República» (F., 10). No sorprende entonces que se refiera a la Argentina de esa época, como un «espectáculo» (F., 13) digno de ser estudiado detenidamente, y que lo describa como una «vorágine», un «torbellino fatal» (F., 13), el «centro en que remolinean elementos tan contrarios» (F., 11), y al «poder americano que desafiaba a la gran nación» (Francia) como una catástrofe natural, con «lavas ardientes que se revuelcan, se agitan, se chocan bramando en este gran foco de lucha intestina» (F., 11), sin dejar de advertir que algunos ilusos veían en él «un volcán subalterno, sin nombre, de los muchos que aparecen en América» (F., 11) y auguraban su pronta extinción. Es por esta razón que Sarmiento insiste en la necesidad de la América del Sur, y sobre todo de la República Argentina de contar con un Tocqueville premunido de los instrumentos conceptuales necesarios, como el conocimiento de las teorías sociales en boga, para

[...] penetrar en el interior de nuestra vida política, como en un campo vastísimo y aún no explorado ni descrito por la ciencia, y revelase a la Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las diversas porciones de la humanidad, este nuevo modo de ser, que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos...


(F., 11)                


Allí la condición heterogénea que da origen al conflicto de los pueblos hispanoamericanos «inquietos y revolviéndose sin norte fijo, sin objeto preciso» (F., 13), es recurrentemente registrada en el desentrañamiento de «[u]n mundo nuevo en política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos de la vida salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos» (F., 12), toda vez que se insiste en la necesidad de explicar y arrojar luz sobre el «misterio de la lucha obstinada que despedaza a aquella República» (F., 11), y de clasificar «los elementos contrarios, invencibles, que se chocan»: hábitos engendrados por la configuración del terreno, barbarie indígena, tradiciones españolas y conciencia nacional plebeya, heredadas de la Inquisición y el absolutismo hispano, nuevas ideas revolucionarias, civilización europea, democracia consagrada por la revolución de 1810 (F., 11-12).

Por su parte, Mariátegui confirma en los 7e la presentación de aquella misma condición del espacio-tiempo peruano como problema o conflicto que urge resolver para construir la nación -«la unidad peruana está por hacer» (7e, 206)-, definido por la dualidad de raza, de lengua, de sentimiento religioso, por el conflicto entre el Perú costeño y español y el Perú serrano e indígena (7e, 207)12 y, en términos más amplios, por la coexistencia en América de dos sociedades diferentes y antagónicas: la feudal y la capitalista (7e, 34). Sin embargo, al mismo tiempo en ese mismo texto tienen lugar otros cruces de ingredientes antagónicos: ciertas rémoras teñidas de un reconocible racismo heredado y criterios liberales que persisten en su pensamiento no sin conflicto, al ser ambos cristales interpretativos ajenos al marxismo.

Contemplada la relación desde otro ángulo, se reconocen idénticas operatorias que vinculan en ambos textos el saber letrado, racional, con el saber emanado de la experiencia vital, de la política y del presente histórico. Si por una parte, en el Facundo, el recurso al analogon orientalista opera en un doble sentido: como legitimación discursiva con recursos de la estética exotista en boga en ese período, que sirve para otorgarle rango literario y universal a un «paisaje» local y, en gran medida, desconocido e ignorado, y paralelamente como homologación con lo otro percibido y representado por la mirada y la pluma del viajero y conquistador/contemplador europeo13, en 7e la idea reiteradamente desarrollada del «comunismo andino», «comunismo inkaico» (7e, 54) entabla vínculos entre el comunismo occidental y el «comunismo agrario del ayllu» (7e, 63), entre el indio del altiplano peruano y el mujik de las estepas rusas, entre la literatura indigenista y la literatura «mujikista» del período pre-revolucionario ruso (7e, 48), que muestran claramente lo que venimos señalando.

Según lo ya anunciado, la elección de vincular a estos dos autores no ha sido inmotivada ni casual sino que surge de una alusión directa y explícita de Mariátegui al Maestro sanjuanino, incluida en la «Advertencia preliminar» de 7e, donde confiesa:

No faltan quienes me suponen un europeizante, ajeno a los hechos y a las cuestiones del país. Que mi obra se encargue de justificarme, contra esta barata e interesada conjetura. He hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales. Sarmiento que es todavía uno de los creadores de la argentinidad, fue en su época un europeizante. No encontró otro modo mejor de ser argentino.


(7e, 12)                


Hay que señalar que la función tutelar que se le asigna a Sarmiento en esa referencia, ya se anticipa en un primer indicio que aparece en el epígrafe del libro, tomado de la obra de Nietzsche, Der Wanderer und sein Schatten (El caminante y su sombra), donde se introduce sugestivamente una reflexión del filósofo acerca de la condición que deben cumplir los «modelos» que Nietzsche evoca bajo la figura de la sombra en el contexto más amplio de la fuente citada: el pasaje que antecede a la «Advertencia...» nos permite pensar que no es casual ni aleatorio que Mariátegui invoque a la figura fantasmal de Sarmiento en las páginas iniciales de 7e. En efecto, en un gesto doble, revela a la vez su admiración por el ilustre argentino, a quien otorga un lugar privilegiado en el panteón de héroes modernos, y su entusiasmo por la Argentina liberal, al mostrarse indudablemente encandilado por la fama de ese país y los logros de su proceso de desarrollo, sin advertir quizás por ello sus profundas contradicciones. Por tanto es de notar como una señal significativa, desde la entrada misma del libro, la declaración de cierta afinidad entre dos temperamentos y dos modos de plantear una política y una estética de la escritura14.

Pero cabría preguntarse en qué otro sentido podemos hablar de una continuidad o de una afinidad entre esos dos textos que nos conduzca a pensar en la presencia inequívoca de un intercambio simbólico posible y explícito entre ellos y entre las tradiciones intelectuales que representan.




Trazos y cartografías identitarias: programa y escritura

Atendiendo a una segunda flexión, en ambos casos la cartografía simbólica trazada sobre las naciones proyectadas asume el sentido deleuziano de «deslinde demarcatorio» de territorios físicos, espacio-temporales y culturales, en una doble articulación: como programa ideológico y como política concreta de escritura (G. Montaldo 1994). En este sentido, se advierte cómo la geografía asume un lugar importante en la «escena de identidad» (Brunner 1994, 195) que se construye en cada uno de estos dos textos15.

Desde el inicio del Facundo, la representación del escenario de la «eterna lucha de los pueblos hispanoamericanos [...] inquietos, y revolviéndose sin norte fijo...» (F., 12-13), entre la civilización y la barbarie, se construye a partir de aseveraciones descriptivas que connotan más el saber magisterial -que Sarmiento sin duda posee- que el resultado de una experiencia efectivamente vivida. Como sabemos, cuando por primera vez el libro salió a la luz pública, Sarmiento sólo conocía la región cuyana y lugares aledaños, había cruzado la cordillera un par de veces y había vivido muy poco tiempo en algunas ciudades y parajes chilenos, y solamente contaba con un saber sobre la pampa y el desierto mediatizado por los testimonios de amigos y conocidos y, sobre todo, por sus lecturas de los relatos de viajeros extranjeros que los recorrieron16. Curiosamente no introduce modificaciones al respecto en las ediciones posteriores, cuando ya contaba con vivencias personales en algunos de esos hábitats del territorio nacional, ratificando el diagnóstico que con anterioridad formulara y manteniendo el velado esbozo del proyecto originariamente trazado acerca de «aquella extensión sin límites» (F., 37):

La inmensa extensión de país que está en sus extremos, es enteramente despoblada, y ríos navegables posee que no ha surcado aún el frágil barquichuelo. El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en las entrañas.


(F., 30)                


Y más adelante, a modo de sentencia, asevera con un valor cercano al de un axioma que «[L]a República Argentina es "una e indivisible"» (F., 34). No obstante el declarado propósito unificador, deberá allanarse el camino y hacerse cargo de asimilar al otro asimilable (el gaucho) y de exterminar al otro excluido en ese proyecto de nación (el indio).

Con un sentido semejante al de la fórmula asertiva sarmientina antes citada, la escritura de los 7e retoma el mismo gesto, siguiendo la huella del Facundo. Así, la Argentina se convierte en un punto de referencia para analizar el Perú de su tiempo (7e, 19). Para el pensador peruano, nuestro país es también un modelo notable de desarrollo capitalista y de integración nacional17. A la luz de esa realidad provocadora dentro del espacio latinoamericano, la tarea de pensar los problemas peruanos adquiere nuevos alcances, especialmente en relación con la dificultad de construir una nación por su configuración heterogénea en varios órdenes, caracterizada -como lo hemos señalado- por la fragmentación espacial y la superposición de tiempos históricos diversos (7e, 69). Aunque Mariátegui no comparte algunos puntos claves del programa civilizador del argentino, como el prejuicio frente al mestizaje y el horror a las mezclas, ni se conforma con la aspiración a una fusión étnica («crisol de razas») que mejore la composición racial como una solución posible al problema de la Argentina. Por el contrario, el peruano se propone lograr la unidad sobre una base mayoritariamente indígena y campesina, que constituye las cuatro quintas partes de la población de su país (7e, 48).

Por otra parte, a contrapelo de los programas formulados explícitamente que poseen zonas de coincidencias pero también plantean una confrontación en la propuesta ideológica que sustenta la política identitaria agenciada por cada autor (combinación de asimilación y exterminio, en un caso, e integración raigal, en el otro), la escritura misma de ambos textos también admite un contraste cruzado entre ellos. Si en Facundo, la escritura desdice o al menos obliga a replantear el real propósito de dar forma al «sueño modernizador» de civilizar, lo que equivaldría -tal como lo describe Julio Ramos- a racionalizar, ordenar, disciplinar y contener (Ramos 1989, 19-34), también en el orden del discurso, en virtud de los innumerables exabruptos románticos, la argumentación vertiginosa y acumulativa, y la ráfaga de pulsiones personales y extensas valoraciones e imprecaciones que pueblan el Facundo, esto le permitirá a Alberdi hurgar en las notas bárbaras de las obras de Sarmiento, en quien entrevé un «segundo Facundo». Por lo contrario, Mariátegui en la puesta en discurso de 7e, toma distancia del proyecto de «meter toda mi sangre en mis ideas» (7e, 11) y a menudo utiliza un estilo más cercano a la monografía o al estudio académico, acorde con su criterio economicista y su perspectiva crítica socialista revolucionaria de «marxista convicto y confeso», excepto en algunos pasajes del estudio sobre el problema del indio, en cuya intensidad poética resuenan los ecos de las imágenes inconfundibles de Tempestad en los Andes, de su amigo indigenista Luis Valcárcel, y en fragmentos del último ensayo, donde aflora un estilo más literario, con cierto dejo irónico, como se advierten en las siguientes citas:

La servidumbre del indio, en suma, no ha disminuido bajo la República. Todas las revueltas, todas las tempestades del indio, han sido ahogadas en sangre. A las reivindicaciones desesperadas del indio les ha sido dada siempre una respuesta marcial. El silencio de la puna ha guardado luego el trágico secreto de estas respuestas...


(7e, 47)                


Los pocos literatos vitales, en esta palúdica y clorótica teoría de cansinos y chafados rétores, son los que de algún modo tradujeron al pueblo. La literatura peruana es una pesada e indigesta rapsodia de la literatura española, en todas las obras en que ignora al Perú viviente y verdadero. El ay indígena, la pirueta zamba, son las notas más animadas y veraces de esta literatura sin alas y sin vértebras.


(7e, 244)                


De esta manera, si en Facundo y en la obra de Sarmiento, en general, la heterogeneidad cultural estalla como un acto fallido en la construcción que el sujeto de la enunciación hace de sí mismo18, y es percibida en sus componentes más diversos (tipificación social, imágenes, rol del letrado, esferas involucradas), sin ser visualizada ni admitida como una realidad posible ni deseable -tanto en el orden sociocultural como en el discursivo-, será lisa y llanamente liquidada en el programa político que propone, mientras que su emergencia en la urdimbre textual es curiosamente mucho más notoria y estéticamente mejor lograda que en la trama discursiva de los 7e, donde no obstante aparece, por ejemplo, en el entrecruzamiento de las hebras disciplinarias que organizan la disposición textual y colocan al enunciador en el papel de traductor o mediador de las nociones y los fenómenos analizados que se registran en los diversos dominios de la realidad interpretada19.

En este sentido, como lo advirtió Juan Bautista Alberdi con inusitada lucidez, Sarmiento, como sujeto de la enunciación, se convierte él mismo, por obra de la alquimia de la escritura, en un «segundo Facundo», un «bárbaro letrado», un «gaucho malo de la literatura», y su libro -el Facundo-, en un «guijarro» lanzado para derrocar al tirano, en tanto que en 7e se trama y se admite la heterogeneidad cultural como una peculiaridad diferencial de la identidad latinoamericana, construida desde la región andina y que se muestra particularmente problemática en la realidad del Perú. No obstante, el Amauta la caracteriza desde la base, más aún, desde la raíz, lo que afecta la relación del sujeto enunciador con los propios enunciados y con la forma misma de la enunciación20.

Sin duda alguna, mirados desde el sesgo modernizador y europeísta de sus programas, estos textos comparten la modernización como una meta deseada y algunas de las vías y modelos para alcanzarla, pero enseguida surgen los matices y diferencias que los distancian: sus repertorios ideológicos, sus planteos y las condiciones de los contextos donde cada uno los enuncia: la impugnación al componente indígena y la voluntad integradora selectiva de Sarmiento ciertamente son difícilmente asimilables al pensamiento mariateguiano, tributario de la utopía andina, cercano al relativismo cultural todavía incipiente y la apreciación incluso milenarista de su propuesta socialista (Flores Galindo, 271-274). Conviene entonces recordar en esta instancia nuestro punto de partida. La referencia intertextual que inspiró nuestra lectura nos invitó a introducirnos en el territorio denso y boscoso de un diálogo que da cuenta de la complejidad de las formaciones culturales latinoamericanas, tanto en su funcionamiento discursivo dentro de la trama social como en sus relaciones internas. Y es este terreno lábil y entretejido de destiempos, simultaneidades y coincidencias, superposiciones, contrastes y contradicciones, inestabilidades e incertezas, el que nos ha incitado a abrir senderos en busca de estrategias críticas que puedan dar razón de relaciones quizás impensables en otros contextos, y a «ensayar perspectivas» interpretativas desde las cuales la identidad se construya como «una instancia abierta y porosa, oscilante entre un centro escurridizo y sus límites marginales, también borrosos», y «un espacio abierto» donde yo y el otro puedan alcanzar esa «gozosa (pero también dramática) plenitud», en el horizonte vislumbrado por Antonio Cornejo Polar21.






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