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De ese mismo haz surgió Irene de entre las tinieblas de su ensueño perpetuo sentada bajo la santarrita florecida y se transformó en una mujer joven, la esposa a quien Eduardo no pudo abandonar y que se hundió en el infinito abismo de su desolación cuando la desgracia abatió sus alas sobre ella.

El mismo Ilaudino Gavilán dejó de ser un estereotipo para ocupar lugar preponderante en el aguafuerte de la historia al escapar de las entrañas verdes de la selva hasta que un buen día los encuentro a todos aquí, a mi alrededor.

Irene bebiendo una naranjada con Rolando y Soledad del Niño Jesús, en tanto Eduardo fuma meditabundo. Algo alejado forman corrillo don Fermín, su esposa, Ilaudino Gavilán y Anita. Reían de los chistes que contaba Gavilán -no le conocía ese aspecto. Faltaba Elvira, que por lo visto sigue enojada conmigo porque no encontré la forma de que se salga con la suya, llevándose a Eduardo, como ella quería y la transformé en una vieja fea y algo atolondrada.

Pero fuera de ella, todos estaban allí, esperando a ver cómo seguía la cosa, cuchicheando entre sí y lanzándome cada tanto miradas de soslayo, como divirtiéndose a mi costilla. Susurraban frases insinuando algún modo de salir del atolladero en que nos encontramos y que motivó esta reunión.

Quieren ayudarme cuando me encuentro así, sin ideas y cuando hasta su propia existencia me resulta molesta, por no decir desagradable. A veces puedo controlarlos. Me basta con fruncir el ceño y enseguida callan y me observan sorprendidos, reconociendo mi autoridad, pero en otras ocasiones, como ésta, vienen todos juntos, como actores en huelga en demostración de fuerza, para protestar contra su jefe al que consideran demasiado tranquilo o indolente.

Entonces me veo obligado a ceder algo a cada uno de ellos y el resultado es una serie de apuntes inconexos, hechos a toda velocidad. Alguna idea que se le ocurrió a Lelia, el desánimo de Arnaldo, un destello fugaz que ilumina otro pasaje de la vida de Eduardo, bosquejos del destino de Rolo o alguna hecatombe en el solitario viaje interior de Irene, que es susceptible y con frecuencia se enfada conmigo y me dice:

-Desde que me hiciste sentar bajo la santarrita me parece que hasta te olvidaste de mí. ¿Te ha de gustar a vos estar aquí y que te coman las hormigas? ¿Jhe? Decime... ¡Y sin que a nadie le importe si vivo o no! ¿Qué te parece?... ¿Te va a gustar a vos?

Trato de apaciguarlos, los engatuso, les digo que para qué van a ponerse así, si me conocen desde no sé cuánto tiempo. Cuántas veces nos detuvimos, les digo, acaso porque me absorben otras preocupaciones y me veo obligado a dejarlos temporalmente de lado. Los mimo, en especial a Anita que se disgusta porque siendo uno de los personajes que determinan el curso de la novela, le corresponde tan poco sitio en ella. A veces, y en especial si estoy tranquilo, vuelven a visitarme las sombras aquellas a las que destiné un lugar muy transitorio y casi mítico en esta obra. Tengo que explicarles que aun cuando su aparición es esporádica, sin ellos sería imposible construir el edificio que llegó a este punto y ya es irreversible, que no tienen por qué molestarse si no los desarrollo más, que está bien así porque si no la novela se volvería un mamotreto insoportable que nadie querría leer y eso resultaría contraproducente para todos, pues si se lee, aunque el lugar que le corresponda en ella sea breve, es importante, etc., etc.

Nos miramos una vez más en silencio y les dije:

-Bueno, pónganse serios de una vez... ¡qué embromar! De lo contrario no vamos a ir a ningún lado...

Se callaron mirándose unos a otros y volvieron a ocupar el lugar que les correspondía, aunque Anita se alejó mascullando entre dientes algo que no pude entender y supongo que no habrá sido nada halagüeño para mí.

Eduardo terminó de fumar y Arnaldo se sirvió un vaso de agua.

-No es que queramos crearte problemas, viejo -dijo Ilaudino Gavilán acariciándose el bigote en forma de acento circunflejo que se dejó crecer cuando terminó la revolución-, sólo que a veces nacen algunos resquemores que vos no podés entender...

-Si es por eso -dijo Eduardo- yo soy el que tendría que estar más molesto, pues a mí me condenó de entrada a ser una especie de pasado sin esperanzas y aunque aparezco por todos lados, lo hago como un espectro. A mí no me ocurre nada. Toda esta historia cuenta lo que me sucedió alguna vez..., a mí ni siquiera me deja alternativas.

-Es que vos estás muerto -le dijo bromeando Arnaldo-. Yo en cambio, soy un personaje antipático y medio tonto, que va y viene sin hacer nada.

-Y a mí me pintás como a un monstruo persiguiendo hormigas... ¡Yo jamás las quemaría ni las metería en botellitas para que mueran enterradas!... No creo que le caiga simpático a nadie que lea tu novela...

Se abrió la puerta y entró Aidée toda sofocada.

-Tengo una idea genial que darte -exclamó-, pero después que se hayan ido todos los curiosos, ¿viste? -miró a su alrededor. No podía quitarse el acento que se le pegó en Buenos Aires-. Estos pichones siempre se están quejando y no aportan nada positivo -agregó haciendo un mohín de despecho- y a mí, la verdad, la verdad, hace tiempo que me tenés olvidada. Se te hizo muy larga la historia que contás de los otros... Ya te digo. Te vas a llevar una sorpresa con lo que te voy a decir. Te dará la solución de cómo terminar la novela -los demás se volvieron hacia ella protestando y hablando todos juntos. Levantó la mano-; no se enojen, pichones, que lo que voy a decirle a Casola no me lo capité para desmeritarlos en nada, al contrario, al contrario...

Terminaron por alejarse y entonces Aidée se sirvió un trago, fumó uno de mis cigarrillos y tomando entre las suyas mis manos, me explicó cuál era su idea.

-Es difícil llegar a una conclusión si uno sigue tus consejos, Aidée -le dije-. Tenés que considerar que apenas nos conocemos vos y yo...

-Porque me tenés olvidada, pichón, ¿viste? -respondió haciendo un coqueto mohín-. Nunca me quisiste demasiado. De eso ya me di cuenta.

-No, no -me apresuré a responder mirándole directo a los ojos-, sos vos la que nunca toma una forma definitiva. Es la primera vez que nos encontramos. Te conozco un poco por las cartas que le solés enviar a Lelia..., pero son bastante oscuras ¿no te parece? Eso no me vas a negar. Es como si quisieras esconderme algo...

-Para mí que esas ideas te las metió Lelia en la cabeza..., y Lelia, bien mirada, no pasa de ser un ama de casa adocenada, como tantas, una señora gorda más... Yo soy en cambio una mujer independiente ¿viste? Tengo experiencia de la vida en Buenos Aires que vos no conocés, perdoname que te lo diga, pero las dos veces que estuviste por allí..., lo hiciste como turista..., ¿viste? Nunca viviste el ambiente, ¿me entendés?

-No... -respondí pensativo, mirando cómo revolvía con un dedo el hielo de su trago de whisky.

-Entonces ¡no podés juzgarme!

-Ni pretendo hacerlo, Aidée. Te voy a ser sincero. Te tengo hasta un poco de miedo.

-¿Miedo? -exclamó asombrada levantando las cejas y llevándose el vaso a la boca-. ¿Por qué miedo, pichón? Pero si yo te quiero mucho. Lo que pasa es que nunca te molestaste en acercarte a mí y me buscás, sin embargo, en todas esas mujeres que parecen monigotes que se mueven de aquí para allá en tu novela... Por eso es que ahora estás atrapado y no sabés qué hacer... Yo no te pido nada, o casi nada..., sólo quiero que me tomés más en cuenta y no tratés de hacerme desaparecer como tantas veces. A mí también me gustaría vivir contigo..., pero no es lo que pensás ni mucho menos. Soy una mujer como cualquier otra..., y no digo que mejor porque podría parecer vanidosa. Piola, si querés...

-No digo lo contrario -respondí sonriendo.

-¿Alors?

-Entonces, nada -respondí-. Vos estás un ratito aquí y después te vas... Si me entusiasmara contigo tal vez me comenzarías a gustar y voy a querer conocerte mejor... Podría convertirme en una especie de Eduardo... -insinué sin dejar de sonreír.

-Los paisajes de Eduardo son los senderos de la muerte. Yo, en cambio, estoy viva. Probablemente sea la única mujer en tu novela, realmente viva. Conozco las alegrías del amor, las tristezas del desengaño. Anduve por caminos tortuosos hasta llegar a vos... No sé por qué me rechazás, si desde un principio estuve a tu lado. Tanto como Rolo o Arnaldo o Eduardo y hasta más que algún otro de esos nuevos personajes que metiste ahora en la novela... -bajó la voz hasta hacerla un susurro- como ese campesino revolucionario medio loco que no sé de dónde lo sacaste... Yo te acompañé siempre y eso por lo menos ¡tenés que reconocerlo!

-Sí -respondí-, estuviste conmigo desde el comienzo.

-Y una vez hasta llegué a vivir con Lelia y Arnaldo. ¿Te acordás de eso, pichón?

-¡Claro que me acuerdo! -respondí algo irritado por su insistencia-. Yo me acuerdo de vos muy bien...

-Y nunca te fui simpática. Eso es lo que ocurre. Cuando buscás la forma de hacerme participar encontrás algo que te molesta y como te es más fácil, me hacés vivir en otro país y tengo que enviarle a Lelia esas cartas que a más de uno habrá hecho pensar que no estoy del todo en mis cabales -hizo una pausa-, pero no estoy enojada contigo. ¿Me servís otro traguito, por favor? Gracias.

Se nos acercó Eduardo con un gesto burlón en el rostro y me dijo:

-¿Y después? ¿Vuelvo a mi divertido lugar de esparcimiento? ¿Qué hay de nuevo, Aidée? Qué gusto verte por aquí, después de tanto tiempo. ¿Qué chismes corren por Buenos Aires? Debe haber cambiado mucho desde la última vez que estuve por allí.

-¡Claro que cambió mucho! -respondió Aidée distraída-. Vos estuviste en la época de las vacas gordas.

-Ahora sólo me queda recordarlo, encerrado en un ataúd -comentó Eduardo mirándome con intención.

-Es una manía que tiene el autor de esta novela -comentó Aidée-, nos hace existir a todos pero en el pasado. Miedos secretos, digo yo..., obsesiones no superadas. ¿Culpa, tal vez?

-Es una búsqueda -la interrumpí ya molesto, porque me daba cuenta que el whisky estaba haciendo su efecto-. La búsqueda de la razón de ser del amor. Yo creo que el amor es lo único de positivo que tenemos en el mundo. Cualquier clase de amor. La mayor parte del tiempo somos seres indiferentes. Vamos de un lado a otro haciendo cosas, diciendo cosas, argumentando sin ton ni son, sólo para no quedarnos callados, queriendo silenciar nuestras conciencias que desea hablarnos en un diálogo franco, señalarnos defectos e imperfecciones que todos tenemos dentro y son mucho más espantosas y repulsivas que los defectos físicos, fáciles de localizar y hasta curar.

-Nadie puede eludir sus culpas ni escapar de sus recuerdos -dijo Fermín.

-Los recuerdos somos nosotros -terció Eduardo encendiendo un cigarrillo-, los únicos reales.

-Y todo está tan quieto... -dijo Irene- tan helado y quieto... y yo estoy obligada a seguir por esos corredores... y desde el punto en que me encuentro, en la perspectiva que los veo, los rostros queridos no me parecen afectuosos sino malignos, como si me odiaran y quisieran hacerme daño.

-¡Desolador! -exclamó Aidée con aire irónico y llenado de nuevo su vaso-, pero sigo insistiendo en que a mí me tuvieron injustamente alejada... ¿Vos me tenés miedo?

-Sí -respondí sin mirarla.

-Preferís hacer como si no nos conocemos.

-Sí.

Suspiró, se puso de pie y se alejó de nosotros que la miramos viendo como se le hacía dificultoso el caminar, balanceándose levemente de un lado a otro.

Salió dando un portazo y sin volver la cabeza. Todos quedamos en silencio.

Los camiones irrumpieron con violencia atravesando las calles calcinadas por el calor de enero en una de sus siestas más agobiantes.

El día anterior, cerca de la seis de la tarde, las últimas escaramuzas concluyeron con el triunfo total y aplastante de la revolución sobre los baluartes del gobierno que aún ofrecían escasa resistencia, casi de compromiso y con deseos de llegar al final de esa guerra civil loca dirigida por un gobierno de imbéciles incapaces de comprender la grandeza de Ilaudino Gavilán.

TRIUNFA LA VERDAD, TRIUNFA EL PUEBLO. LOS MÁRTIRES DE LA JUSTICIA ¡VENCIERON!

Esa revolución que al principio no pasaba de meros ataques desordenados de hombres y mujeres hambrientos contra los centros de abastecimiento del gobierno, bastante bien surtidos, en especial en los puntos donde tenían concentrados los grupos de incondicionales dirigidos por comandantes que juraron fidelidad ciega a sus amos y movidos por intereses personales que no tenían ninguna grandeza.

La revolución comenzó cuando la presión de las injusticias se hizo abominable y la angustia fue tan desesperada, ante la magnitud de la miseria en que se revolcaba el pueblo, que sacudiendo su abulia de siesta inconclusa, hamaca y cuchillo, caña, mujerío y guitarra, empezó a moverse, primero, con reticencia, con la inercia propia de una gran roca por largo tiempo inmovilizada, amordazados bajo el peso de un poder tiránico y autoritario, sumado a la particular manera de ser, su idiosincrasia pasiva y acomodaticia, ladina y haragana, más dados a estarse ahí, sin hacer nada y sin el impulso de ambiciones que fueran óbice para buscar un modo de vida mejor, la que de todos modos, les era desconocida.

Los abusos y arbitrariedades del poder que al principio sólo afectaba a quienes se oponían abiertamente al régimen comenzaron a extenderse hacia pacíficos habitantes del campo destruyendo sus capueras, robando sus gallinas matando las vacas lecheras (siempre flacas y abusando o maltratando a sus mujeres y a sus hijos).

El pueblo se vio forzado a reaccionar, casi a disgusto, pues nuestros campesinos de piel morena es, con su forma de ser alegre y despreocupada, hospitalaria y gentil, más dado a la haraganería que a la lucha.

El alma del pueblo, sin embargo, es una masa imprevisible, tumultuosa, vivaz, despierta, como el mismo vientre fértil de un volcán ardiendo en lava humana, inesperado y cruel.

Esa raza mestiza que conservó a través de los siglos el carácter de su origen, mezcla explosiva de aventurero español y hembra selvática, encargada de transmitir a sus hijos no el respeto hacia el hombre que lo engendró sino hacia la tierra roja y la sangre pura de temperamento indómito.

Casi sin influencias foráneas, se encerró la raza morena dentro de la voluntaria celda creada por la tupida vegetación de sus selvas que formó y desarrolló el carácter de ese hombre y esa mujer originarios del blanco conquistador, ambicioso, sin escrúpulos, casi siempre cruel, y por contraste dueño de una fe a toda prueba, obtusa, basada en la creencia sincera del alma y su salvación más que en los representantes mundanos que los acompañaron, tan torcidos como ellos o más, aun cuando de en medio del pantano surgieran aquí y allá algunas flores solitarias nimbadas con la aureola de la santidad.

La india, aportó su parte, sumisa en apariencia, era el motor de esa raza de hombres nómadas, hieráticos, de rostros carente de sonrisa y cuya densidad intelectual superaba en mucho la vasta ignorancia de sus conquistadores y cuya lengua, tan rica en matices y sonoridad, no pudo ser aplastada por la palabra extranjera del invasor, sosteniéndose incólume en su pedestal secreto.

Lengua única, que no pudo ser abatida ni por los capitanes de la conquista quienes conscientes de su propia impotencia, terminaron por adoptarla como idioma.

La conjunción de esa retorcida herencia blanca, mezcla de astucia encubierta no menos retorcida del natural de estas tierras, creó en su crisol la nueva raza, conjunción de flor silvestre y resplandor de espadas, de ambicioso materialismo y sutil trascendencia, casi siempre mimado por la mujer que ve en su hombre a otro hijo egoísta, ella abnegada, siempre dispuesta a dar lo mejor de sí y el hombre, adormilado a causa de la interminable siesta de sus días, abotagado de tanto escuchar el chirrido de la cigarra, el canto de las aves, el denso susurro del matorral, de pronto se levanta violento, armado del puñal que reivindica o el machete que exige venganza, dispuesto a enfrentar aun la muerte cuando presiente el peligro que quiere arrebatarle lo que es suyo, lo que ama: su mujer, su tierra, sus hijos, su reposo.

Así. La revolución fue adquiriendo cuerpo.

Una crueldad aquí, otra arbitrariedad allá, el abuso del poder por parte de los hombres endiosados por los culícidos de su alrededor, embriagados de poder, incapaces de discernir, en sus obtusas mentes entre lo conveniente y lo peligroso, convencidos de su impunidad, fueron cavando cada vez más la profunda fosa de su propia perdición.

Cuando Ilaudino Gavilán logró reunir a sus primeros seguidores, todo el país era un hervidero de rebelión. El andamiaje estaba podrido y no existía posibilidad de encauzar ni detener la descomposición. El cadáver, aún con apariencia humana, supurando hediondez, se hallaba carcomido por miles de gusanos gordos y estúpidos que ni siquiera se percataban de la carroña con que se alimentaban.

El día que entraron los camiones, las paredes de las fachadas de las casas de la ciudad cambiaron de aspecto de la noche a la mañana. Parecía como si durante las horas de la oscuridad, se hubieran abatido sobre los restos aniquilados de los defensores del régimen destrozado y fugitivo, miles de manos sueltas de sus ataduras, para expresar, en esa primera oportunidad que se les ofrecía después de tantos años de silencio, toda la esperanza y el odio cautivo que los sostuvo, aguantando de firme los embates del poder alucinado y enfermo que, en sus postreros estertores, fue aún más cruel e implacable en su insensato afán por mantenerse sobre la fetidez del pantano creado por el mismo poder que ahora los devoraba.

Cada inscripción en las paredes semejaba, con sus trazos gruesos y chorreando de pintura, profundas heridas abiertas en las fachadas de las casas de las viviendas del centro y de los alrededores, donde se podían leer mensajes que decían:

VIVA GABILÁN

PRESIDENTE ILAUDINO GAVILÁN

FUERA LO LADRONE

BIVA LA LIBERTAD

VIVA LA PAZ

La ciudad entera respiraba el aire olvidado de la tranquilidad.

Cuando la última escaramuza acabó, ya lejos de la casa de gobierno y de la policía, que se había rendido, cayó sobre la ciudad un silencio espeso, intranquilo, tenso. Los rumores corrían de zaguán a zaguán, de portón a portón, arrastrados por el viento suave que empezó a soplar hacia las ocho de la noche.

Casi no se veía a nadie por las calles, más desiertas y calladas que nunca, luego de la euforia general. Protegidos tras las persianas cerradas o a través de las rendijas de las ventanas, los curiosos veían algunas figuras deslizarse furtivas bajo la sombra de los balcones y las marquesinas. Otras veces grupos de hombres que pasaban gritando consignas y hurras que repetían el nombre de su líder o lanzando vituperios contra el tirano derrotado y sus cómplices.

Después de casi cuatro años, la revolución había triunfado.

LA REVOLUCIÓN LIBERTADORA LLEGA A ASUNCIÓN. LOS MÁRTIRES ESTÁN VENGADOS. ILAUDINO GAVILÁN ORGANIZA SU GABINETE.

Profundas disputas entre los políticos y el jefe de la revolución triunfante reducen la credibilidad de su objetivo. ¿Respondía Gavilán a intereses inconfesables?

El poder se divide. Los políticos exigen espacios y réditos para sostener al gobierno de Gavilán.

A poco de concluir la revolución triunfante de Ilaudino Gavilán, los diferentes partidos políticos que son tradicionales en nuestro país, se enfrentan en una nueva lucha por hacerse de lo que dan en llamar espacios de poder.

Tanto los derrotados, que ahora niegan su compromiso con el anterior gobierno como los opositores, que desean ubicarse lo mejor posible, hacen gala de su participación en la caída del régimen.

Ilaudino Gavilán se muestra indeciso.

GAVILÁN NO PUEDE EXPLICAR CIERTOS ACONTECIMIENTOS DE SU REVOLUCIÓN

Los políticos, al expresar que son conscientes de su deber para con la Patria, objetan a Gavilán que no haya recurrido a ellos para organizar su esquema de gobierno.

Algunos personeros del antiguo régimen, acusan al actual presidente de hechos de barbarie y crueldad para con los soldados que, al decir de ellos, «no hacían otra cosa que cumplir con su deber».

«Las gloriosas fuerzas armadas de nuestro país, laureada con la gloria de sus héroes, no pueden ser objeto de vejaciones y ofensas lanzadas por un advenedizo de la política como es Gavilán (Ilaudino). Somos nosotros los políticos que entendemos de la administración del país quienes hemos de cargar sobre los hombros la responsabilidad de su reforma democrática».

GAVILÁN SE EXCUSA

El jefe de la revolución triunfante reconoce su incapacidad para gobernar por no haberse adecuado a los requerimientos de los políticos que saben más que él acerca de las conveniencias del pueblo y sus necesidades.

Los políticos destacan la ingenuidad del líder revolucionario.

EL PASADO NO EXISTE

Así lo asevera el nuevo jefe del Parlamento que recurre al buen criterio de la clase política para administrar el caos al que sumió Gavilán al país con su insensata revolución.

«No podemos supeditarnos a las alucinaciones de un caudillo que sólo se interesa en el bienestar del pueblo descuidando las necesidades de la clase política». Así se expresó uno de los líderes del Parlamento, saliendo al paso a las declaraciones inconsultas de Ilaudino Gavilán, conocido como subversivo que quiso imponer ideas propias en lugar de asumir las universalmente aceptadas de la política y la convivencia armónicas con el ejército y la iglesia.

Los representantes de todos los partidos políticos de la República, en un acto realizado frente al Panteón de los Héroes, luego de la entonación del Himno Nacional y un homenaje floral a los caídos en la infausta revolución comandada por Ilaudino Gavilán -un campesino ignorante y obtuso, surgido de las masas populares y que alcanzó cierto renombre con el golpe de estado que derrocó al gobierno anterior, puso en claro la vocación de los políticos que olvidando sus diferencias ideológicas, se unieron en un abrazo de hermanos, dispuestos a darse mutuo apoyo, señalando que las palabras de Gavilán, que hace hincapié en la necesidad de servir al pueblo de la República, es mera demagogia, la cual no debe entrar a formar parte de un gobierno consolidado con la sangre de tantos paraguayos a quienes debemos todos el homenaje eterno de recordación y gratitud.

Se hará una misa en la catedral en memoria de los mártires caídos durante la revuelta de Gavilán, que enlutó a tantos hogares paraguayos. Uno de los oradores manifestó en un encendido discurso: «No necesitamos más héroes, necesitamos políticos solamente interesados en la cosa pública», recalcó.

GAVILÁN SE ESCONDE Y LUEGO HUYE

El revoltoso Ilaudino Gavilán, luego de verse envuelto en una serie de situaciones que no supo explicar, huyó del país, temeroso acaso de que la justicia encuentre en él al causante de tanto sufrimiento en la población civil de la República.

Los grupos políticos que se hicieron cargo del gobierno insisten en señalarlo como el causante principal del golpe que derrocó al gobierno constituido. Se comenta que representantes de diferentes tendencias políticas están en negociaciones para distribuirse los cargos de un modo armónico que permita el desarrollo nacional, libre de advenedizos y alucinados.

Un parlamentario manifestó «tenemos pruebas suficientes para afirmar que Gavilán no quería otra cosa sino levantar a los nobles y sacrificados campesinos para que éstos, una vez armados, tuvieran suficiente fuerza para derrocar a las clases políticas, indispensables para la buena administración de la República».

Y el mismo destacado ciudadano se pregunta «¿qué sería de un país donde no haya políticos?».

LOS POLÍTICOS ACUSAN A GAVILÁN DE SUBVERSIVO Y COBARDE LUEGO DE SU HUIDA

Tras aclarar que su postura es la de un demócrata intransigente, el representante del gobierno constituido manifestó que Gavilán ha dado una vez más muestra de su cobardía al huir de nuestro país para no afrontar los cargos que los grupos políticos y las fuerzas armadas le plantean.

No podemos seguir soportando a alucinados que se creen semidioses, dijo el político en cuestión. Nosotros somos los únicos que podemos salvar a la Patria, porque somos los políticos, los únicos interlocutores válidos para analizar y discutir las necesidades del pueblo, porque comprendemos cabalmente el profundo sentido del pueblo y las necesidades emergentes de su condición de campesinos varias veces frustrados por engañosos líderes como Gavilán.

Se sintió ingrávido.

Era todavía capaz de percibir la presencia de su masa informe, ajena a él a pesar de haberlo cobijado durante tanto tiempo en un tiránica y veleidosa unión entre lo más espiritual y lo más físico revolcándose con las pestíferas emanaciones del tembladeral de pasiones y mezquindades de su cuerpo.

Supo que ahora llegaba la separación definitiva y le embargó cierta melancolía, semejante a aquella dulce y triste que se apoderaba de él cuando las tardes de invierno se revisten del abrigo denso y gris de las nubes y las calles permanece húmedas a causa de la llovizna que sin falta acompaña al viento del este.

Ya no más desasosiego, ni dolores para ese cuerpo inerme, sin expresión, sin emociones, una figura de alfarería que busca reproducir en sus facciones de músculos muertos, las huidizas expresiones de la vida, esa constante mutación del semblante inquieto e insatisfecho del alma escondida en su interior.

No más inquietudes, ni dolor, vibraciones alertas al placer o al sufrimiento. En fin, la presencia absurda de su ausencia.

Una vez sepultadas las casi insoportables angustias del amor, la voluptuosa satisfacción del deseo, la búsqueda renovada de sensaciones para los nervios tensos, la piel, esa vasta superficie que nos limita y nos faculta a percibir la sensualidad de la vida, las flores de la primavera y las voces tiernas de los niños mal pronunciando las palabras, la risa de las mujeres llenando el aire de grandes carcajadas cadenciosas, satisfechas de felicidad por tantas cosas sencillas y agradables que motivan en ellas la contagiosa algarabía de su risa, no queda nada.

¡Qué lástima!

Eduardo captó ese sentimiento separándose de él. Diluyéndose en el humo de coloración azul que ascendía después de rodearlo un instante. Qué lástima no poseer capacidad para apreciar mejor ese maravilloso concierto en medio del cual somos arrojados al nacer. Ese mundo concreto de bosques y seres vivos, de sonidos infinitos en su variedad y mutación, en sus vaivenes de luz, como luciérnagas que ondulan en la oscuridad de la noche campesina como estrellas alucinadas de una cosmogonía ignota.

Habrá sido una oportunidad que se me ofreció, sentado en la penumbra de una lámpara a kerosén, que iluminaba desde la pieza de hospedaje nuestras figuras expuestas al rocío, conversando de cualquier cosa, el río corriendo cerca con su murmullo invisible, con el vaso de caña áspera cortada con pomelo y refrescada con abundante hielo, observé (estaba allí, no tuve más que fijarme en ella) una nebulosa de luciérnagas, algunas inmóviles en su sitio, otras desplazándose en circunvoluciones medidas y ajustadas a una lógica superior a mi corto entendimiento.

Se diluyó el resplandor de la tristeza causada por esa conmiseración tardía y ello permitió a Eduardo expandirse más, surcando a velocidad constante la cavidad abierta en el enigmático éter que lo sorbía sin percatarse de ello.

El miedo, en varios tonos de gris y cierto tinte que lo hace repulsivo y pringoso se posesionó de él por un instante. Eduardo captó la presencia de un violento estremecimiento, más intenso que esos escalofríos que tantas veces le causaron la paralizante conciencia de ir cayendo en el abismo sin fondo de un sueño espantoso mientras su corazón se encogía, atrapado por las redes crueles del miedo. Era eso, esa luminiscencia opaca que escapaba alrededor suyo, ese humo cada vez menos denso. Despreciable, se dijo Eduardo, vano y despreciable miedo que ni siquiera posee la espontaneidad del horror, ni su grandeza. Es apenas una culebra fría y obtusa, tan desagradable a la vista que al sólo pensar en la posibilidad de un contacto ya se incrementa la repulsiva sensación de su forma pastosa y repelente.

Se diluyó como antes la lástima y siguieron separándose de Eduardo y de su cada vez más incierta realidad los distintos colores que antes integraban el viejo cuerpo que yacía lejos de él.

Él era esos colores difuminados. Él era ese amor y esa tristeza, esa breve sensación de ausencia. Todo se fue dispersando mientras avanzaba por un espacio silencioso que le permitía conocer (libre ya de casi todas las pesadas capas de su personalidad), cual era el sustituto de esas costras terrestres: la calma invariable, la quietud luminosa del vacío. Esa caverna sin recuerdos, sin los dédalos de la memoria, el final de ese largo purgatorio cuyo comienzo fue señalado por la sorpresa que sustituyó todo tipo de conjeturas, hijas espurias del raciocinio humano, tan ágil en su dialéctica como ingenuo en cualquiera de sus síntesis, humanas también, hasta alcanzar este nuevo estado de conciencia clara, sencilla, la anhelada paz que tanto había perseguido, la felicidad completa y límpida, ese ser Eduardo, transparente, sin colores bellos o repulsivos que hasta entonces lo habían conformado dándole nombre y apellido, forma e historia, existencia al fin, de la que carece ahora, de vuelta a su origen primero, a su realidad fundamental, pasando de ser Eduardo a ser esa unidad sin memoria, sin comienzo ni final, integrado-desintegrado, siendo todo al dejar de ser, una vivencia absoluta, un espíritu original de regreso. Eduardo sin Eduardo, luz sin emisor, despertar al amanecer crepuscular y retorno a la completa entropía del alfa y el omega.

Toma tiempo el ser olvidados, Eduardo, siempre dejamos algo que de nuevo nos hace surgir a la vida cuando esa gente que nos conoció, nos amó, nos tuvo envidia, odio o desprecio, vuelve a rememorar, por casualidad, lo que alguna vez fuimos. Toma tiempo, Eduardo, que todos esos recuerdos desaparezcan, que todas aquellas personas y a veces hasta sus descendientes nos olviden por completo.

Sólo entonces puedes librarte de ese universo opaco, denso y sin luces al que te viste arrojado, donde tuviste tiempo para revisar, como en un caldo de cultivo, todas las contingencias de tu vida, hasta sus más inocentes segundos, hasta los recuerdos más ocultos.

Allí estuviste, Eduardo, recorriendo tu sendero, revisando las cuentas que quedaron pendientes. Vuelves a tu madre para poder constituirte en lo que eres, una onda, una renovada posibilidad, otro círculo con otro radio que volverá a perderse en el ruidoso mundo de los sentidos, de la realidad manifiesta de dolor y angustia, de amor y alegrías, de esperanza.

Se sintió en paz. Un silencio inmenso lo abarcó todo y se deshizo hecho hilachas en la inmensidad abierta a un universo desconocido e inexplicable, tras cuya integración, sólo existe el misterio.

Eduardo había desaparecido.

La cabeza de la muñeca de trapo decapitada le sonrió al entrar:

-Hola, Arnaldo -dijo con voz de falsete-. ¿Ya venís?

Estaba en la cuna de Rolo (el cuerpo en el suelo, de cualquier forma, desparramado), y a su alrededor, con los ojos cerrados, las cabezas de Lelia, Petronila y Eduardo teñidas de un color verde pringoso.

Cerró la puerta y se recostó contra ella.

La escena se le antojó grotesca pero no dijo nada. Los ojos de la muñeca -botones verdes- colgaban de sus cuencas de tela, descendiendo el de la izquierda hasta la boca sostenido por un hilo.

Arnaldo se acercó para ver mejor.

Pisó el cuerpo de trapo y la sonrisa desapareció de los labios de la muñeca y se transformó en una mueca de dolor.

-¿Te duele? -preguntó.

-A ellos también -respondió.

Se fijó pero ninguno de los otros rostros cambió de expresión.

-No sienten nada -dijo Arnaldo con acento despectivo.

-Les duele pero no se pueden mover -dijo la muñeca que volvió a sonreír cuando el hombre levantó el pie de sobre su cuerpo de trapo-. Gracias -dijo como disculpándose-, yo no tengo la culpa..., pero siento igual...

-¿Qué les pasó? -hizo un gesto con el mentón señalando las cabezas.

-Estaban aburridos, entonces vino Rolito y les dijo si no quieren sacarse los brazos o una pierna. Si te vas a la otra pieza vas a encontrarlos... Están todos esparcidos porque Rolo se aburrió de jugar y los dejó así, tirados en cualquier parte. Pero enseguida vas a saber de quién es por su forma.

-¿Y Rolo?

-Se fue al patio.

Arnaldo pasó a la otra habitación. Allí vio que dos piernas de un mismo lado descansaban sobre la almohada de su cama. Las manos de Lelia, con las palmas hacia arriba, sostenían las de Petronila.

Vio el torso de Eduardo ubicado en la silla, pero no pudo hallar, con la ojeada rápida que hizo, el resto de las partes.

-Yo tenía miedo que ya hubieran llegado esos tipos y me estén esperando -dijo Arnaldo en voz alta-. Quieren que cumpla lo que les prometí o que les devuelva su plata... y no tengo.

Se fueron sumando los compromisos y a Arnaldo le parecía que el mes se acortaba hasta que no supo discernir entre el principio y el final de cada uno de ellos.

Frente a su casa lo esperaban sus acreedores, quienes al verlo acercar, se dirigían hacia él armando una algarabía infernal de gritos y reclamos que acabaron por convertirse en el entretenimiento diario de los vecinos, ya que al acercarse la hora de volver Arnaldo a su casa, los vecinos se acomodaban en la vereda con alevosa hipocresía, queriendo dar a entender que su presencia en los sillones o el estar apoyados en las murallas de sus casas era algo fortuito.

Cuando por fin Arnaldo lograba entrar a su hogar, allí lo esperaba Lelia llorando.

Comenzaba a recriminarlo por su desgracia de ella y la inutilidad de él, atormentándolo hasta en la cama, donde volvía a llorar un poco, tratándole de desgraciado e inútil hasta que quedaba dormida.

Esto siguió así hasta el día en que se deshizo todo ante los ojos aterrorizados de Arnaldo.

Los marcos de las puertas y ventanas de madera empezaron a desprenderse en explosiones silenciosas. Del vientre de la madera salían en tropeles los cupi-i, desordenados, negros y repulsivos montones con sus panzas blancuzcas, los que por años habitaron el interior de la madera carcomida, ocultos en ella.

Contuvo un grito y salió al patio, viendo cómo los insectos se apoderaban del piso y las paredes, libres al fin en esa libertad horrorosa de moverse sin un plan definido, pesadas y torpes, cruzándose en sus caminos o agrupándose sin objeto, en conciliábulos extraños.

-Rolo dijo que iba a venir ahora después para ponerle bien, pero seguro que se olvida. Él con lo único por lo que piensa es para hacerle sufrir a esa su hormiga cuera que rejunta por ahí -le llegó la voz de Petronila, desde la otra pieza.

-Es capaz que lleguen y ya no va a haber nadie para atender la puerta y decirles que no estoy -susurró Arnaldo, restregándose las manos y haciendo sonar los huesos de sus nudillos.

-La vez pasado también jugaron pero Petronila y Lelia nomás. Se ríe mucho. Petronila puso las piernas de Lelia sobre la cama, muy separadas, después los brazos también alrededor de su cintura y cuando estaba descuidada...

-Me dijeron que tenía veinticuatro horas. Les prometí que iba a estar listo pero no pude y ya gasté la plata. Ayer me estuvieron esperando a la salida. Yo tardé pero lo mismo..., seguían allí.

-A veces es por Rolo que quiere jugar Petronila -siguió diciendo la muñeca-. Le acaricia, siempre está que le quiere besar y abrazar, pero vos no ves luego nada..., ¿verdad?

-Si no les devuelvo la plata van a comenzar a gritarme otra vez y es capaz que se entere el jefe. Pero ya gasté todo..., no sé qué lo que voy a hacer -Arnaldo se sobresalta al escuchar que golpean a la puerta-. ¡Ahí ya vienen!

Los golpes se repiten fuertes e insistentes y hasta él llega el sonido de voces airadas, llenas de amenazas. La cabeza de Petronila abre sus ojos y los deja clavados en Arnaldo.

-Yo les quiero -dice quejumbrosa-, vos nunca vas a poder darle lo que tengo..., lo que soy..., lo que siento...

-Vas a ser siempre eso que estás ahí -dice Lelia sin abrir los ojos-, ¡un pelele miedoso!

-Tengo que irme. Son capaces de romper la puerta -escucha el ruido de vidrios que caen-. No pude cumplir..., no tengo la culpa. ¿Por qué tengo que ser yo el que pago todo? Cuando consiguen lo que quieren ni me saludan después..., ni me miran, me tratan como si fuera una mierda...

-Sos un inútil que no servís para nada... Tenés miedo de tu jefe, tenés miedo de esos asquerosos que te pagan... tenés miedo hasta de...

-¡Hipócrita! -grita Petronila-. Te hacés el honrado y sos un sinvergüenza vendido. Si te pide que te ponga de cuatro ¡te va a poner también!

-¡Chupamedia!

-¡Infeliz!

La muñeca rompió a reír entre aullidos. Las bocas de las otras dos cabezas seguían insultándolo sin cesar. Arnaldo observa sus labios abrirse y cerrarse como ventosas y las lenguas rosadas ir y venir entre los dientes, revolcándose bajo el paladar para escupir nuevos insultos. Sólo Eduardo sigue con los ojos cerrados y con la piel verdosa en su palidez incierta.

-Me tengo que ir -dice Arnaldo y pasa a la otra habitación.

Las piernas de su mujer se cruzan ante él y lo hacen trastrabillar hasta casi caer al suelo. Se mueve inseguro y sale al patio. Escuchó todavía las risotadas de la muñeca de trapo y las exclamaciones airadas de Lelia y Petronila.

Rolo se volvió a mirarlo, sin sonreír. La abuela pasó sobre él sus ojos ciegos, tendiendo una mano macilenta y huesuda que sostenía un puñado de hongos blancos.

De la garganta de Lelia escapó el vómito verdoso que la venía atormentando y al chocar contra el piso se esparció salpicando las botamangas del pantalón de Arnaldo.

-¿No querés agua? ¿Un poco de agua? Jhe...

-Sí.

Lelia cerró los ojos y tras sus párpados explotaron destellos intensos y dolorosos. Sentía retortijones en la boca del estómago. Le traspasó otro punzada que la tiró hacia atrás, mordiéndose los labios para evitar un grito. Sudaba.

-Voy a llamar un taxi para llevarte al hospital -dijo Arnaldo.

-¡Papá... papá! -gritó Rolo-. ¿Qué le pasa a mamá?

-Nada -responde Arnaldo-. Andá a jugar en el patio. Mamá se siente mal. Ya va a venir tu hermanito..., por eso nomás..., bueno, andate...

El niño mira el rostro húmedo, las mejillas pálidas, los labios temblorosos y el cuerpo tenso que vuelve a levantarse el tronco y la cabeza para vomitar de nuevo.

-Ahí viene otra vez -gime la mujer-. ¡Ay, Dios mío...!, Arnaldo -se toma del brazo del marido-, decile a esta criatura que salga. No aguanto más.

-Andate, Rolito, tu mamá se siente muy mal -el niño obedece de mala gana yendo hacia el patio donde minutos antes interrumpiera la cacería de hormigas.

-Y justo hoy que no está Petronila -se queja Arnaldo-. Voy a llamar un taxi.

-No..., no me vayas a dejar sola, Arnaldo. Ahora está pasando un poco. Traeme otro vaso de agua, por favor ¿querés?

-¿Te pasó?

-Sí -lo mira-. Voy a prepararme.

Faltan tres días.

Ya no es un hombre. Sólo carne, manos crispadas y la cabeza que golpea sin cesar contra la almohada empapada de terror.

Faltan dos días.

Vive envuelto en la fetidez que emana de su cuerpo, del orín y la defecación incontroladas de su organismo demente.

Ayer ya se estuvieron peleando ya otra vez. Se pelean mucho por ahora y yo tengo miedo cuando gritan. Ayer me levanté y me fui a su pieza porque me asustaron. Papá gritaba como un loco y mamá también, pero llorando y le decía si porque era así y porque lo que ya no le quería más a ella ni a su hijo, que ella no tenía ni bombacha para ponerse y él sí que andaba por ahí con mujeres y le veía todo el mundo, que a él no le importaba luego porque se cree no sé qué y es un pobre infeliz que no tiene ni dónde caerse muerto. Papá gritaba como un loco y le decía cosas feas. Yo no entendí pero sabía que eran cosas feas por la cara de mamá y porque la boca de papá se movía como siempre que le dice groserías. Repetía y repetía no sé qué de Petronila y le contestó que por lo menos le daba calor (o amor), no entendí bien porque hablaban los dos juntos. Entonces fue que papá agarró la frazada nueva y tiró en el suelo hacia el patio y mamá le dijo ¿por qué no alzás la frazada nueva para que no se descomponga? Cuando me vieron que les miraba y lloraba, ella dijo mirá cómo está tu hijo y él tu hijo ha de ser, entonces me puse más triste y tuve más miedo todavía porque ninguno quería que yo sea su hijo...

Se pelean mucho, siempre igual y dicen lo mismo, ella empieza a llorar o grita más fuerte. Al día siguiente no se hablan. Papá suele venir a dormir conmigo -pero tampoco me habla- o si no viene mamá. Ayer, después que se pelearon, mamá agarró la frazada que papá tiró en el suelo y vino a mi pieza. Yo me callé pero seguía teniendo miedo cuando sentí los ruidos que papá hacía en la otra pieza. Mamá se mueve despacio ahora que está tan grande. Ayer durmió conmigo. Seguía haciendo ruido con la nariz. Hoy no se hablaron. Comimos temprano, antes que papá venga y nos acostamos para dormir la siesta. Yo no quería pero me callé. Cuando están así, mejor no digo nada. Si es posible, mejor que no te vean luego. Por eso estuve jugando en el patio con mis hormigas. Agarré muchas que se subían por la pierna de la abuela.

Cuando me cansé de estar solo en el patio, salí a sentarme en el cordón de la vereda. Hacía un poco de frío y mis manos estaban heladas. De vez en cuando me agachaba para tomar alguna piedrita y la tiraba contra la columna que está enfrente de la casa de doña Elisa. Pasó también doña Raquel que venía del mercado, con su bolsón y su cabello enrulado que parece que no se peina nunca. Se quedó a charlar conmigo. Cuando me ve, ya se queda a hablar conmigo de cualquier cosa, un ratito. Es una vieja buena, siempre me está regalando caramelos o galletita, cualquier cosa. Pero siempre parece despeinada y mal vestida.

Le visto a papá cuando venía y tuve miedo otra vez porque seguro que no se van a hablar. Me tocó la cabeza y me dijo hola. Tiré otra piedrita contra la columna y acerté. Hizo un «tan». Después entré a casa. Mamá me llamó y me dijo que duerme la siesta. No sé qué hacer, no tengo sueño y me aburro así. Dentro de un rato me voy a levantar y me voy a ir al patio. Por suerte hoy no tenemos clase.

-Ya hice pedir el auto.

-Y no tenemos nada..., ni un camisón.

-Te voy a comprar uno cuando estés internada.

-Quedate conmigo, Arnaldo -dice la mujer entre sollozos.

-No me voy a ir a ninguna parte. Doña Elisa va a pedir el auto. No te preocupes.

-Me pasó más..., pero tengo un feroz malestómago. Te dije luego que estábamos sobre la hora.

-Y..., bueno, Lelia, vamos a arreglarnos. Cuando te deje en el hospital voy a ver de conseguir dinero para comprar las cosas.

La mujer va y viene colocando sobre la cama pequeños trozos de tela de diversos colores. Culeros, pañales, una sabanita bordada con la figura de Bambi, el escarpín que había sido de Rolando, dos baberos. Hace un paquete con todo y lo coloca en el bolso de plástico sin agarraderas.

-¿Eso es todo lo que tenemos? -preguntó Arnaldo-. Cuando iba a nacer Rolo había el doble por lo menos...

-Ya te dije -respondió Lelia sin mirarlo-. No pude comprar nada. Apenas pude tejer esta colchita y todavía no terminé -Lelia se sienta en una silla para dominar la punzada que recorre su cintura y de sus labios escapa un sonido tenue, inarticulado.

-Viene otra vez...

La bocina del taxi suena en la calle.

Falta un día.

Pudieron sentarlo en la mecedora de mimbre y bañarlo. Vio a su alrededor caras conocidas y descubrió en ellas que lo observaban con miedo. ¿Le tenían miedo a él? ¿Por qué?

-Hoy me siento mejor -dijo don Eduardo cuando volvieron a acostarlo en la cama limpia.

-Qué suerte, tío Eduardo -exclamó Lelia sin sonreír.

-No me acuerdo de nada -dijo el enfermo.

-Ahora tiene que descansar, don Eduardo -comentó Arnaldo.

-Sí -respondió Eduardo-, estoy cansado... ¡tan cansado!

-Ahí ya está el coche.

-Esperá que pase un poco más..., no puedo...

-Aguantá un poquito más..., vos siempre fuiste guapa..., mamita.

El dolor se abre en sus entrañas con una nueva explosión de galaxias enloquecidas que giran ante sus ojos.

De nuevo suena la bocina.

-Andá decile que espere -Arnaldo se dirige hacia la puerta con el bolso de las ropas.

-Está pasando, dame el brazo, me parece que ya puedo caminar.

-No te apures, si querés esperar más...

-No, mejor vamos ya...

Llegan a la calle. El chofer abre la puerta del vehículo. Lelia sube. Rolo mira la hormiga que tiene entre los dedos. La coloca en la palma de su mano y el insecto, patas arriba, se agita, hundido en un huequito de la línea del corazón. Es un torbellino. Levanta la cabeza, el trasero negro, mueve las patas. Rolo comienza a reír divertido. El auto se aleja. Vuelve a presionar el pulgar sobre el insecto. Quita el dedo y ve un pequeño ovillo inerte.

-Se habrá muerto -piensa, pero enseguida los movimientos de la hormiga recobran urgencia con el terror ciego del que sabe que su muerte está cercana-. Si la aplasto, se muere y va a seguir estando en mi mano, después la tiro. Pero vive todavía, mueve las patas y vive, un minuto más. Cuento hasta cien y después le aprieto fuerte y se muere. La tiro al suelo y me olvido de ella. Pero ahora está viva y quiere huir para seguir viviendo...

-Cuenta:

-Uno..., dos..., tres..., cuatro...

-Creo haber elegido el camino correcto, el más conveniente para todos -dijo Rolando dirigiéndose a quienes lo escuchaban con atención-, para ninguno de nosotros esta vieja casona tiene valor sentimental. A mí en especial, me resulta hasta odiosa. Ana Inés ni siquiera la recuerda. Creo que vivió dos o tres años en ella, ¿verdad? -exclamó dirigiéndose a su hermana, que estaba frente a él-. ¿Cuántos años tenías cuando ocurrió la desgracia de papá? Dos o tres, lo máximo...

Al entrar a la casa, ninguno de ellos observó nada en particular, a no ser las viejas paredes despintadas, los vidrios rotos, empañados por la suciedad, las esquinas recubiertas con densas capas de telaraña, que llegaban hasta el cielorraso.

Algunas puertas, cuyos goznes estaban rotos, no se podían ni abrir ni cerrar del todo y el patio se había transformado en un impenetrable muro de malezas.

-Ha de haber hasta víboras aquí -exclamó Ana Inés con cierto aire de desprecio que encubría el temor-, no sé cómo nadie pudo vivir alguna vez en una casa como ésta...

Del sitio donde se acumulaban antiguos muebles provenía el olor nauseabundo de papeles y desperdicios olvidados dentro de ellos. Papeles viejos, libros y diarios enmohecidos y apelmazados, cuyas hojas, soldadas unas a otras, era imposible separar sin destruirlas.

-Son de la época en que vivíamos aquí -dijo Rolando.

-¿Y de eso cuánto hará? -quiso saber Ana Inés.

-Ya te digo..., vos habrás tenido dos años más o menos cuando nos fuimos de aquí.

-Mirá, éste es un libro de poesías -exclamó Ana Inés abriendo por el medio el tomo de hojas soldadas unas a otras-, se puede leer algo todavía, pese a que la humedad casi ha borrado las letras, escuchá:



Cuando vibra tu cuerpo
Se encienden los lapachos
En agosto florecidos
Y al ser dos
En esa soledad tan nuestra
Brota el brillo que ciega los sentidos

Al calor de los cuerpos
Las soledades se hacen una
Y somos tú y yo
-Desconocidos-
En esta primavera
Que desnuda su anhelo
Y oculta su desvelo

De esas soledades
De tu cuerpo y del mío
Brotó la chispa
Y me dio vida.

Nadie le prestó atención. Ana Inés arrojó el libro entre otros papeles viejos y se sacudió las manos.

-¿Y desde entonces no se volvió a ocupar la casa? -preguntó asombrado el hombre de la inmobiliaria que estaba cerrando el trato de compra venta.

-No -respondió Rolando-, ni se volvió a abrir. La verdad es que nunca nadie entró más aquí. Mire nomás usted la muralla del fondo, la que da a la otra calle... Se habrá caído hace años, cuando una de las plantas de mango se derrumbó sobre ella. Yo ni me enteré hasta unos días atrás cuando hablé con usted para cerrar el trato. A lo mejor los vecinos ni saben a quién pertenece ahora esta casa. Todo el barrio está cambiado. Es un lugar comercial y creo que ese programa de propiedad horizontal que tiene su inmobiliaria va a resultar un éxito total.

-En la planta baja pensamos construir un supermercado -explicó el hombre-. Sobre él irán cinco pisos de oficinas y luego la torre de diez pisos más para departamentos. Será uno de los edificios más altos y de mayor categoría de la ciudad.

-Buen negocio para todos es buen negocio siempre -terció el marido de Ana Inés.

-Sin duda -dijo Rolando-. El terreno es grande y la ubicación inmejorable. Sale a ambas calles. Supongo que pronto van a comenzar la demolición de este cucaracherío -expresó Myriam, sonriendo.

-Bueno..., si el doctor firma mañana los papeles, creo que la demolición se iniciará el lunes -opinó el de la inmobiliaria.

-Mi esposa siente especial aversión hacia este caserón viejo -dijo Rolando sonriente-. Así que iré a firmar mañana, de modo que no queden ni rastros de su existencia. No sé por qué le tomaste rabia -dijo dirigiéndose a Myriam.

-Me da escalofríos -respondió la mujer, sacudiéndose.

-De cualquier manera, tuvieron suerte, doctor, de no llevarse una sorpresa desagradable -comentó el de la inmobiliaria-. Algunos propietarios que como ustedes dejan sus casas abandonadas, cuando deciden ocuparlas o quieren venderlas, se encuentran con que en ellas están afincadas una o más familias y aparte de descubrir eso, tienen que enfrentarse con problemas judiciales los que de suyo son engorrosos y a veces, les plantean hasta recurso de amparo y los dueños legítimos son tratados como monstruos de inhumanidad por una prensa escandalosa, amarilla, cuyo máximo triunfo consiste en mantener a sus lectores al tanto de cuanto chanchullo le hacen a la gente decente, ya que no pierden oportunidad de mostrar a los desamparados e indeseables inquilinos en fotografías que exhiben su patética situación de desamparo..., gentuza de la peor calaña, digo yo..., pero ahí están y los legítimos propietarios convertidos en comidilla de la ciudad, vapuleados por unos, defendidos por otros -los menos-, pues con esa astucia artera que les es propia, los periodistas transforman lo que no pasa de ser intromisión en la propiedad privada, en un melodramón que envidiaría la tele, donde los villanos son aquellos a quienes asiste todo el derecho del mundo de disponer lo que es suyo.

-En realidad -terció el marido de Ana Inés-, yo ni sabía de la existencia de esta propiedad... Vos nunca hablaste de ella -dijo dirigiéndose a su mujer.

-Para decirte la verdad, mi amor -respondió Ana Inés-, ya ni me acordaba hasta que vino Rody a decirme que estaba con ganas de venderla y era preciso que diera mi aprobación -hizo una pausa-, al principio me quedé mirándole como una boba, ¿verdad? -dijo dirigiéndose a su hermano-. No tenía idea de a qué caserón se estaba refiriendo. Después me explicó que era la casa de los viejos, que se estaba viniendo abajo y que creía el momento oportuno para venderla, pues el barrio se había transformado en un centro comercial. Y con el auge de las construcciones que hay ahora, podríamos sacar buen dinero por la casota ésta...

-Y tenía toda la razón del mundo, señora -dijo el de la inmobiliaria-. Desde luego que el doctor es nuestro cliente desde hace años y en más de una oportunidad nos cupo apreciar su sagacidad en los negocios.

Todos lanzaron una carcajada.

-Después Rolando habló conmigo -dijo el marido de Ana Inés-, me explicó que nunca volvió a pensar en la casa, que era algo así como una reliquia de familia, ya que fue propiedad de una especie de tío abuelo de su madre y ella nunca quiso separarse del inmueble, aunque tampoco volviera por allí desde la muerte de su marido, a quien yo no conocí... Doña Lelia sufrió mucho. Sí, sufrió mucho mi pobre suegra con esa espantosa parálisis que la tuvo atada a una silla los últimos años de su vida...

-Lo cierto es que esta casa se viene abajo -dijo Ana Inés, mirando de un lado a otro.

-A Jorge le gustó la idea -dijo Rolando dirigiendo una mirada a su cuñado y volviéndose luego al de la inmobiliaria-, y hasta le pareció una suerte haberla tenido olvidada por tanto tiempo, pues ahora este lugar vale mil veces más que hace tres años.

-Date cuenta nomás Rolando -dijo Jorge con entusiasmo-, hace cinco años no hubieras sacado gran cosa del terreno. Sin duda la propiedad es valiosa, ancha de fachada y comunicando dos calles importantes... Ideal. Fijate nomás que en ese lapso ya se levantaron varios edificios de departamentos y oficinas. Dentro de una semana van a venir las máquinas y en un año nadie va a recordar que alguna vez existió esta casona..., el avance implacable del progreso y la civilización... -agregó con cierta pedantería.

-Vamos, hombre -rió Rolando de buena gana-, que no estás frente a tus electores ni haciendo campaña proselitista...

-Lo que dice el señor es muy cierto, de todos modos, don Rolando. Es más, ya tenemos clientes interesados en las oficinas y cuando arranque la construcción, se van a pelear por las reservas -dicho esto, el hombre estrechó las manos de los demás, despidiéndose de ellos-. Lo esperamos en la inmobiliaria mañana, doctor. Yo tendré todos los papeles listos para su firma..., si puede ir con usted su hermana, adelantaríamos mucho las gestiones -sonrió por primera vez-, para mí también es un negocio satisfactorio. Me significó un ascenso... usted tiene fama de ser un cliente difícil, doctor.

-Las malas lenguas -dijo Rolando riendo-. Mañana estaremos los dos por la inmobiliaria.

Cuando el hombre se retiró, Rolando se puso serio y dijo como pensando en voz alta:

-Cuando papá murió, mamá ya no quiso vivir más en la casa.

-Le resultaría muy doloroso -opinó Myriam-. Hasta a vos te resulta penoso recordar esa desgracia -agregó-, ni siquiera el fallecimiento de tu madre fue tan duro...

-Es diferente -dijo Ana Inés-. La muerte de mamá era algo previsible.

-Sí, lo de mamá fue diferente -quedó pensativo-, tantas cosas suceden y uno ni se da cuenta del tiempo transcurrido. Uno se pregunta, al mirar hacia atrás ¿qué necesidad tenía de hacer esto o de que ocurriera esto o lo otro?

-Los recuerdos son como los puercoespines -acotó Jorge-. Creo que lo leí en algún lado. Siempre están clavando sus espinas, te encuentres donde te encuentres. El puercospín lanza sus púas que a veces clava en sitios muy dolorosos como al acertar el lugar de las cosas que se dejaron de hacer con un ser querido, algún pequeño favor, esas condescendencias que por lo general les negamos a nuestros padres, no sé por qué, pero es así... Son púas de puercoespín.

-Sí -respondió secamente Rolando.

Cada pareja subió a su automóvil y se separaron dándose sendos besos de despedida.

Comenzaba a oscurecer.

-Y qué querés que te diga, Rolando -exclamó Jorge-, no sé..., es tu casa... Ana Inés y yo estábamos convencidos que ustedes formaban una pareja bien avenida.

-Llega un punto en que ya no es posible seguir, Jorge. Uno aguanta lo más que puede. Por el hijo, por la familia, por el qué dirán, pero llega el momento de sentirse harto y entonces ya no hay nada que hacer. Todo está acabado.

-Tal vez existe alguna posibilidad...

-No, ya está decidido -Rolando encendió un cigarrillo-. Yo ya trasladé las cosas indispensables a un hotel hasta tanto acabe este maldito asunto de la separación..., no tengo inconvenientes en que Myriam lleve lo que le corresponde..., y hasta algo más ¡con tal que me deje en paz!

-Todo comenzó con ese asunto de las hormigas -exclamó Miryam entre sollozos-, no sé cómo, Ana Inés..., no sé ni por qué... No entiendo más nada. Lo único que sé es que estoy desesperada.

-Pero así tan de repente -intervino Ana Inés-, éstas cosas pues no surgen así nomás..., se van armando..., tienen su proceso -hizo una pausa para aspirar el humo de su cigarrillo -Jorge, servile un whisky a Myriam, por favor.

-Gracias -dijo Myriam-, para mí todo fue tan sorpresivo... Un balde de agua fría...

-Ahora se aclaró todo -exclamó Jorge dejando su saco en el respaldo de una de las sillas del comedor-, Rolando anda con una mujer mucho más joven que Myriam..., la pobre... ¡Así de simple! De ahí viene todo este lío.

-No te puedo creer -dijo Ana Inés.

-Ayer lo vieron cenando muy orondo con la joven dama...

-¡Dios mío!

-Con lo que te quiero decir que para este asunto no hay remedio. Al menos, por ahora... Cuando a un hombre de su edad le da por ahí... ¡la cosa es brava!

Ana Inés quedó pensativa.

Rolando abrió la puerta de su auto, un hermoso Volvo Sedán color azul eléctrico, con aire acondicionado y equalizador Pioneer de cuatro parlantes que había hecho colocar al mes de adquirido el vehículo. Apretó el casete y después de dos primeros acordes el aire se llenó de la voz tibia de Daniela Carrá.


Encontrarnos tú y yo
Es un juego fantástico
El amor es más que amor
Como en un sueño mágico

A Rolando le gratificaba sentir bajo sus manos el volante cubierto con un protector de cuero y bajo sus pies los pedales, en especial el acelerador que, apretando a fondo, transformaba al vehículo en un bólido, aun cuando dentro de él, con las ventanillas cerradas, casi no se percibe la increíble velocidad de doscientos kilómetros por hora con que se desplaza en la ruta.


Descubrirnos tú y yo
Palmo a palmo, idénticos
Es vivir más que vivir
Es vivir todo al máximo

Era algo más de las siete de la noche. Oscurecía y la gente, sudorosa y cansada, se dirigía a sus casas. Los restaurantes comenzaban a llenarse. Él tenía una cita con Marina.

Tuvo varias semanas de depresión después de haberse concretado su divorcio con Myriam. No podía dormir y cuando lo hacía, llegaba hasta él el rostro serio y sin expresión de Rolito mostrándole una botellita llena de hormigas que corrían desesperadas dentro de ella. Despertaba sobresaltado, transpirado. Permanecía por lago tiempo a sentado en su cama, en la oscuridad, reponiéndose de lo que le resultaba una pesadilla pavorosa.

-Te quiero dedicar una canción, Rolando -le dijo Marina algunas semanas después de conocerse-; para mí, es la única que vale la pena de la colección..., pero expresa mis sentimientos hacia vos..., inequívocamente.

-Ah -exclamó Rolando-, Daniela Carrá...


Cariño mío..., cariño mío...
Dos aguas van formando un mismo río
Tu sueño se va haciendo sueño mío
Y ya no hay diferencias entre tú y yo...

-Ésta que te dedico, se llama «Yo no sé vivir sin ti».

-Bueno... -dijo Rolando- el nombre ya me gusta.


Yo no sé vivir sin ti
No sé cómo decírtelo
Porque uno como tú
No podría inventármelo...

Encendió el motor que rugió con toda su potencia dando cumplimiento a la orden. El aire acondicionado llenó enseguida el ambiente y el auto se desplazó raudo entre el tráfico y la gente.

Por la tarde cayó un ventarrón seguido de aguacero y granizos. Fue tan súbito que empapó a los transeúntes sin darles tiempo a protegerse. La tormenta se apaciguó tan de repente como había empezado y permitió que el sol, antes de ocultarse, lanzara esos rayos anaranjados que marcan un contraste destacado entre la luz y las sombras.

De golpe se derrumbó la noche y se encendieron los faroles de células electrónicas que reaccionan ante cierto nivel de oscuridad.

Ya lo habían hecho antes, engañadas por la noche artificial creada por la tormenta y daba risa ver a los focos encenderse y apagarse cada vez que resplandecía un relámpago.

Los riachuelos aún corrían por la calle, el agua seguía goteando de las cornisas y la gente volvió a transitar, conversando, riendo o sólo yendo de un lado a otro. Se posesionó de Casola la sensación de hallarse incrustado en alguna ciudad extranjera.

Estaba en el centro cuando se vino el chubasco y entró a una librería cualquiera donde se entretuvo hojeando los libros y revisando sus precios pero sin intención de comprar nada. Había salido esa tarde para cumplir con algunos menesteres atrasados. Llevaba puesto el viejo impermeable de plástico, incómodo y caliente pues al sudar se le pegaba a la piel de los brazos. Se mojó como todos porque no tuvo tiempo de encontrar protección y el cabello sobre la frente y goteando dentro del impermeable le confería un aire descuidado y de abandono.

Miré a mi alrededor sin ver a ningún conocido. Me sentí fuera de lugar, inmóvil junto a una columna de la esquina en medio del ir y venir de tantas figuras que no me decían nada.

Podría haber pasado por otro atardecer lluvioso de verano pero no era así porque me sentía preso en la esquina donde me encontraba y aunque intenté, no pude obligarme a dar un paso.

Poseído por la hora, cuanto se cruzaba frente a mi mirada atónita adquiría una vivencia particular, pero sin encontrar en ello ninguna magia o premonición.

Como si fuera invisible, veía a los demás, los escuchaba sin entender sus palabras, adquirían personalidad un segundo y luego desaparecían. La gente, los autos, las vidrieras, el denso clamor de la ciudad que me orilla remoto enfrentándome de golpe a esa desconocida llena de ruidos y edificios nuevos.

Se apoderó de mí una ansiedad sorda y desesperada que me hizo recurrir a una gran fuerza de voluntad para no extender la mano y asir del brazo a cualquier transeúnte, hombre o mujer que pasaba a mi lado, sólo para cerciorarme de ellos.

Con los cabellos canosos caídos sobre la frente, mi impermeable demasiado grande y el haber estado en la esquina por más de una hora ya me volvía bastante sospechoso y si le tomo a alguien del brazo, es capaz que grite, pensé. Decidí que estaba de más en ese lugar.

Extraje un cigarrillo y lo prendí. Di unos pasos. Crucé de vereda y una vidriera me reflejó. Al principio no pude identificarme. Después me reconocí en el rostro adusto que me observaba desde el vidrio. Un rostro trajinado de arrugas que naciendo en la frente descendían a ambos lados de mis mejillas arrastrando su aridez de arroyos secos y olvidados. Era un rostro opaco, nublado, sin sonrisas.

Esas calles, esas luces, esas vidrieras, esa gente, simbolizaban mi paso irreversible, mi camino transitado, mi pretérito sin vida dentro de la nueva ciudad, ruidosa, rica y miserable a un tiempo, brillante, llena de automóviles de lujo y de niños mendigos, de hombre y mujeres cargados de ilusiones o, como yo, observadores desplazados del concierto, sin penas ni alegrías demasiado profundas que pudieran integrarnos al ritmo incesante y devorador de la noche de la ciudad.

Me encaminé a casa yendo con pasos lentos. Las calles volvieron a adquirir su modorra antigua lo que las hacía más acogedoras. Caminaba con la cabeza gacha viendo deslizarse bajo mis pies las baldosas irregulares de las veredas. Escuché risas y palabras, vi a niños que corrían, chicas y muchachos tomados de las manos, parejas cobijadas en la penumbra de los portones y zaguanes sombríos por la oscuridad creada por la copa de los árboles.

Al llegar a casa fui directo al escritorio. En la mesa de trabajo me esperaba una montaña de papeles. Los aparté y tomé un lápiz para anotar lo que se me había ocurrido durante el camino de regreso.

«Cuando Rolito comenzó a juntar hormigas y las fue encerrando en botellitas vacías o bajo las bocas abiertas por la sed de algunos vasos viejos de la alacena, sus padres habían llegado a un punto irreversible de su relación. Ni Rolando ni Myriam se soportaban más y sin atreverse a dar un corte definitivo a su matrimonio, llevaban una vida de insoportable tensión que explotaba sin motivo valedero, por cualquier nimiedad, haciendo de la vida del bonito departamento que tenían en uno de los edificios más modernos y caros de la ciudad, un infierno limitado por sus cuatro paredes».

«Era una siesta ardiente, como son siempre las de enero, abotagadas por el zumbido de los autos que corrían desaforados, perdidos en la multitud».

Me detuve.

Ya no quedaba nada por decir y me sentí muy solo sentado frente a esos papeles acumulados a lo largo de los años y que después de tanto leerlos y releerlos, acabaron por convertir su compañía en una necesidad física para mí. Algo ineludible desde el despertar hasta la noche. Eran exigentes y me obligaban a prestarle atención, a intuir o al menos presumir el oculto secreto de su existencia inmaterial.

Pero entonces no eran papel sino seres vivos que hasta ocupaban puestos importantes en mi vida diaria distrayéndome de otras que podrían ser de mayor beneficio para mí.

A veces me ponían nervioso, hasta lograban sacarme de mis casillas. A veces hasta tuve que interrumpir alguna actividad para tomar lápiz y papel y hacer veloces anotaciones, en cualquier lugar. Era lo que deseaban. Que anotara sus recuerdos, sus ilusiones o sólo sus caprichos de momento.

Ahora la novela está concluida y ya ninguno de los personajes volverá a interpelarme, a requerir mi atención, a luchar para sobresalir y volverse más concreto y definido, para captar mi interés o merecer mi amor.

Se trasformaron en letras, en palabras, en frases.

Y a quién les importa, fuera de mí, que los tuve en mi regazo, que los vi nacer y alimentarse, después sufrir, los vi hundirse en la desesperación del sin sentido de sus vidas, destrozarse para avanzar (¿hacia dónde? ¿para qué?), a veces sin comprender sus reacciones, sus emociones. Quise acompañarlos, darles consuelo, evitar que se hirieran de un modo irreversible y con tanta saña que no pudieran volverse atrás. Pero eso ¿a quién importa?

-Ahora ya no tengo nada -dije en voz alta, recostándome contra el respaldo del sillón de mi escritorio y con la mirada lejana.

Pese a la futilidad del esfuerzo, quise agregar un capítulo más, ¡como si ello importara a la historia! Luego cerré los ojos, cansado, con el cansancio injustificado que no proviene del accionar físico sino del esfuerzo cotidiano por evitar un derrumbe moral, una depresión conducente a enfrentar el absurdo vacío de encontrarme frente a mí mismo, sin poder escapar, con una conciencia exigente que trata de demostrar que todo el esfuerzo fue en vano, un desgaste inútil que podía haber sido mejor aplicado.

Suspiré y guardé los papeles llenos de signos extraños que no me decían nada. Eran letras... Volví a recostarme contra el respaldo del sillón y clavé los ojos en el cuadrito que estaba frente a mí, sobre la repisa donde guardo algunos de mis libros.

Pero no veía nada.






ArribaEpílogo

La abuela Irene dejó sobre la silla, donde había estado leyendo bajo la santarrita, la última novela de Rolando. Se apoyó en el bastón que esperaba recostado contra la mata de la planta que lucía brillante y florida después del aguacero de verano que cayó en la madrugada haciéndola resplandecer en centenares de flores brillantes.

-Habrase visto... ¡hay que tener tupé! -exclamó sin dirigirse a nadie, mientras el sol que atravesaba la red de ramas y flores y resplandecían cada vez que se reflejaba en la blanca cabellera de la anciana-. Eso de tomarme de modelo para una novela y dejarme sentada en el patio haciendo que me coman las hormigas, ya me parece demasiado. Es una falta de respeto... ¡caramba!

-Doña Irene -llamó Petronila-. Tenés que prepararte porque dentro de un rato ya ha de venir la gente.

-Ya sé -respondió la abuela, sin dejar de rezongar-, pero si Rolando cree que le voy a permitir vender la casa porque me hizo un personaje inmóvil y estúpido en este su cuentito. ¡Ahí sí que está muy equivocado!

-¿Qué decís, ña Irene? -preguntó Petronila desde el corredor- no te escucho...

-Y cómo vas a escuchar si cada día estás más vieja y más sorda vos también -musitó la anciana-. Te digo que ya me voy... ¿Preparaste todo?

-Claro abuela -respondió Petronila con orgullo-. Si para festejar tu cumpleaños que es esta fiesta...

-¡Ja...! -exclamó la vieja-. ¡A quién se le ocurrió que a mí me interesaba festejar mis 87 años...! En mis tiempos, por lo menos se le preguntaba a la gente si quería o no quería hacer algo... Lo que pasa es que ahora Rolando quiere vender la casa y se hace gua-ú el que se interesa por mí... Pero no es así... Basta leer la novela esa que me regaló para ver que lo único que le interesa es ganar plata... ¡Y el papelón que nos hace pasar a todos...! ¡No respeta nada!

-Pero parece sique a don Rolando le resulta bien su novela... Ayer leí nomás en el diario que ese crítico que es tan argel dice que é interesante...

-Los críticos no dicen cualquier cosa... Petronila, vení a ayudarme. La sirvienta se acercó ofreciendo el brazo.

-¿Vamos a comer strogonoff de pollo?

-Sí, abuela.

-Esa comida le gusta más a Rolando que a mí -gruñó la anciana.

-Bueno, abuela, pero el homenaje no es para vos...

-Hum... Bueno, de cualquier manera, Petronila, ya es hora de prepararnos. Son cerca de las 10, ¿verdad?

-Más, ña Irene..., cerca de las 11 sique ya es...

Las dos entran a la gran pieza que hace de comedor y sala al mismo tiempo. La mesa está puesta. Un auto estaciona en la vereda.

-Ahí ya está viniendo Rolo con su hijo..., ese mitaí cada día está más cabezudo.

-Sí. Tiene cuatro años ya, me parece...

-Y bueno...

Detrás del Volvo de Rolando estacionó otro auto del cual bajaron Ana Inés con sus dos hijas y su marido. Se saludaron en la calle y todos juntos se encaminaron hacia la casa de la abuela.

Petronila fue hacia la puerta cancel para darles entrada y la abuela Irene se dirigió a la cocina, todo lo a prisa que podía, para controlar los últimos detalles, como solía decir.

El primero en entrar fue Rolito, que con la espada de plástico en la mano y dando gritos extraños se dirigió al patio, no sin antes dar un esquivo beso en la mejilla de la abuela Irene que tuvo suerte en no caer al piso cuando lo atrapó en su alocada carrera.

-Hola, abuela -exclamó distraído y se zafó de las manos de la vieja-. ¡He Man...! -exclamó y se abalanzó contra el espacio vacío del patio.

-Ana Inés y sus niñas -exclamó sonriendo Rolando-, ya quisiera yo tener dos niñas tan bonitas...

-Lo único que te digo, Rolo -dijo la abuela-, es que no me gustó nada la historia de tu novela y mucho menos que vendas la casa... ¡A eso quería llegar!

-¡Abuela! -exclamó Rolando- no seas una crítica tan terrible para mi pobre novela...

-Ni qué novela ni nada... -respondió la anciana, viniendo desde la cocina con sus pasos bamboleantes ayudados por el bastón-. ¡Ja...! Toda mi vida la pasé en esta casa y ahora la quieren tirar como si fuera... como si fuera...

-Un trapo viejo -terció Jorge.

-Eso..., eso mismo.

-Pero abuela... -dijo María Inés- si vos no querés no se va a vender nada...

-Desde luego, querida..., desde luego -respondió la vieja lanzándole de soslayo una mirada astuta-, ya lo creo que no...

Rolito pasó corriendo como una exhalación gritando:

-¡Éste es el poder de Greyscol!

-Ni el poder de Greyscol me va hacer firmar nada que no quiera -acotó Irene-. Después de tanto tiempo y después de todo lo que pasó... Ah, ¡no señor!

-¿No queré un whiky, don Rolando? -preguntó Petronila servicial.

-Sí, gracias -respondió Rolando encendiendo un cigarrillo. Después de echar unas cuantas volutas al aire se acercó de nuevo a la abuela rodeándola con el brazo- -Vamos..., vamos, abuela..., no me vas a decir que te enojás conmigo el día de tu cumpleaños...

-Hum...

Jorge se sirvió generosamente el whisky y luego habló sin dirigirse a nadie:

-No sé si doña Irene tiene que enojarse contigo, Rolando... La novela es un éxito de librería... Todo el mundo quiere saber en qué terminó la abuela..., el final es un poco deshilvanado..., me parece. Para no decir que no tiene ni pies ni cabeza -lanzó una carcajada de disculpa.

-A mí no me da risa, no señor -rezongó la abuela-. Es una falta de respeto. ¡Eso, sí señor!

-Es una metáfora, caracoles -dijo Rolando-, al fin de cuentas, es sólo una novela...

-Pero pusiste mi nombre y el de toda la familia...

-Pura literatura -exclamó Jorge, riendo.

-Ña Irene -gritó Petronila-, ya está listo me parece..., vení a mirar un poco...

La abuela se alejó todo lo rápido que le permitían sus piernas. Rolando hizo unos gestos imitándola.

-No vayas a creer que no te veo, ¿eh? -dijo la abuela sin volverse-. Habrase visto...

Todos sentados a la mesa, conversaban con animación y desorden. Reían. Hasta la abuela, después de una o dos copitas de vino, se sumó a la algarabía general.

Cuando cantaron «cumpleaños feliz», todos estaban contentos y como siempre tuvieron que encender la vela de la torta tres veces para que Rolito y las niñas pudieran apagarlas.

La siesta fue adentrándose en la hora marcando sus límites bien definidos a través de las ventanas que arrojaban un triángulo de luz sobre las baldosas del piso.

Rolando fumaba sentado en el sillón de mimbre, leyendo el diario del domingo. Jorge, tendido en el sofá. Dormía dando breves ronquidos. Los niños jugaban en el patio y doña Irene y Petronila limpiaban los platos y cubiertos sucios. La vieja tarareaba el estribillo de siempre:


Para qué tantas flores
Si no son para mí
Esta niña de mi alma
Que me muero por ti...

Era de siesta y un leve viento norte comenzó a levantar polvareda en el patio. Hacía calor, pese a estar en agosto.



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