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Senderos de ida y vuelta, España e Italia en el Siglo de las Luces (1700-1759): itinerarios, presencias y recepciones culturales1

Franco Quinziano



El siglo XVIII hace referencia a una de las fases más intensas y provechosas en el campo de las relaciones culturales que estrecharon España e Italia El presente estudio examina, en apretada síntesis, la multiplicidad de contactos e influjos, las fuentes, la recepción y los canales de transmisión y penetración de ideas literarias y estéticas que aproximaron a ambas culturas a lo largo de los seis primeros decenios de la centuria.

En tal sentido es posible reconocer una polifacética cultura hispano-italiana que remite a un amplio espacio de contactos, asimilaciones, recepciones e influjos recíprocos en el que conviven, interseccionándose en varias ocasiones, múltiples intereses culturales y literarios. Si bien los años de los reinados de Carlos III y el de su sucesor remiten a uno de los momentos de mayor esplendor y fertilidad en el campo de las relaciones hispano-italianas, no cabe duda que fueron en estos seis primeros decenios del siglo en los que comenzó a forjarse el humus que décadas más tarde habría de fertilizar en la sucesiva fase de renovación cultural Carolina.

Nuestra atención se halla orientada a explorar y valorizar las novedades, los contactos y los procesos de asimilación reconocibles a lo largo de esta primera fase de influjos y contactos, que en líneas generales se corresponden al reinado de los dos primeros Borbones, Felipe V y Fernando VI, y en los que, entre otros, destacan la penetración, recepción y asimilación del modelo teatral de Metastasio y de las ideas estéticas y literarias de Muratori en la España del período. De este excursus emerge un amplio itinerario de influjos y recepciones que corroboran la importancia y la vastedad de contactos y asimilaciones entre ambas penínsulas durante la primera mitad y algo más del siglo XVIII, caracterizando una fase de novedades y estímulos culturales que habrá de sentar las bases del sucesivo proceso de renovación estética que caracterizó el último tercio de la centuria.






Introducción: continuidades y rupturas

Al aludir a los vínculos hispano-italianos en el siglo XVIII, Mario Di Pinto apuntaba en los lejanos años 70' que los lazos entre ambas penínsulas habían sido múltiples y fecundos2. Más recientemente y en esta misma línea que ahonda en las mutuas presencias culturales, revalorizándolas como elementos constitutivos primordiales en la definición de una original cultura hispano-italiana en gestación, Fabbri nos ha recordado que a partir del Setecientos, con la entronización de los Borbones, las relaciones entre España e Italia acabaron siendo «cada vez más amplias y articuladas», destacando que en esta fase histórica, a la ya conocida y tan estudiada influencia francesa, «se incorporó la italiana»3. En esta misma perspectiva, Pérez Magallón indica que «lo cierto es que la cultura italiana es y será [ya desde los primeros decenios de la centuria] la de mayor influencia en prácticamente todos los ámbitos»4, introduciendo el gusto 'italianizante' en el reino, sobre todo en ámbito arquitectónico, artístico y musical, y que revela una de las notas distintivas del Setecientos español.

Es posible reconocer, en efecto, a lo largo del siglo XVIII la génesis de una polifacética cultura hispano-italiana que remite a un amplio espacio de contactos, asimilaciones, recepciones e influjos recíprocos de gran relevancia, en el que confluyen, entremezclándose en diversas ocasiones, variados campos disciplinarios y en el que conviven múltiples intereses culturales. A este respecto, al referirse al campo cultural, el historiador J. Pradells Nadal nos advierte que:

«proyectar la imagen de las relaciones hispano-italianas requiere dimensiones de cinemascope, en cuanto afectaría a materias tan diversas como las artes plásticas y arquitectónicas, el arte, la literatura, la música, los saberes científicos y humanísticos, y en particular la historia»5.



La crítica ha insistido sobre esta última fase, que se corresponde a los años que ocupan el último tercio del siglo XVIII y los inicios del XIX y que remiten a uno de los momentos de mayor intensidad en el campo de las relaciones culturales que vincularon a ambas penínsulas. Dicha coyuntura se halla signada por múltiples presencias, por significativos influjos e importantes recepciones en ambas direcciones. Ello no significa de ningún modo es conveniente aclarar que hayan desaparecido los desencuentros y las incomprensiones, como nos revelan las enconadas polémicas culturales hispano-italianas que caracterizaron el debate en los últimos decenios del siglo y que se prolongaron hasta bien entrado los primeros decenios del Ochocientos.

Aunque la contienda entre ambas culturas se haya mantenido a la orden día arreciando incluso, como no podía ser de otro modo en un siglo polémico como el Setecientos en el que no escasean los debates teñidos por las enemistades y las rivalidades personales, los contactos a lo largo de la centuria no sólo aproximaron a ambas naciones, sino que concurrieron a superar tópicos, enemistades y prejuicios ampliamente arraigados. En dicha perspectiva merece señalarse de modo especial la valiosa aportación procedente de las diversas experiencias viajeras que constituyen una marca significativa del nuevo Siglo de las Luces6. En efecto, fundamentales se han revelado las aportaciones que en ambas direcciones nos ha legado la literatura viajera dieciochesca, entre los que destacan los textos del monje lombardo Caimo, quien transitó los caminos de España durante los últimos años del reinado de Fernando VI, y los textos que, entre otros, nos dejaron Baretti, Malaspina, Alfieri, Leandro Moratín, Juan Andrés, Lasalla, Baena, Viera y Clavijo, Nicolás de la Cruz, Francisco Miranda y José García de la Huerta, hermano del autor de la célebre tragedia Raquel.

Del mismo modo no debe soslayarse la inestimable labor de divulgación cultural promovida por aquel numeroso grupo de jesuitas expulsos que, a raíz de la Pragmática Carolina de 1767, habría de afincarse mayoritariamente en los territorios pontificios de la Emilia Romana, dejándonos como herencia una apreciable obra de valor erudito y de carácter enciclopédico (teatro, estudios filológicos, historia, crítica literaria, ideas estéticas, música, arte, temas científicos, etc.), redactada gran parte de ella no en español, sino en lengua italiana. Andrés, Arteaga, Llampillas, Eximeno, Montengón, Lasalla y Masdeu, entre otros, con su incesante labor en los más diversos campos del saber, promovieron la constitución de una original cultura de matriz hispano-italiana, cuya amplitud de intereses ha sido estudiada principalmente y de modo exhaustivo por Batllori7.

Si la literatura derivada de las experiencias viajeras acometidas por religiosos, intelectuales y hombres de cultura que transitan la Italia del XVIII y la producción de los jesuitas desterrados españoles nos ofrecen un cuadro de indudable interés en clave comparativa de la situación social y cultural que domina la Península, notables fueron también las presencias y los influjos procedentes de la cultura italiana en la España del Siglo de las Luces. A este respecto, se ha observado que en el XVIII español el influjo italiano fue amplio y profundo, abarcando los más diversos campos del saber. Las huellas de este privilegiado y recíproco intercambio en efecto pueden reconocerse en los más variados campos disciplinarios, a saber el económico, el jurídico, el filosófico, el artístico y, de modo especial, en la producción literaria, con especial atención a la poesía y el teatro.

Las presencias y la vigencia de algunos nombres, como los de Metastasio, Goldoni y Alfieri en el campo del teatro, el de Muratori en las ideas estéticas, el de Beccaria en el de la nueva jurisprudencia y los que proceden de la poesía arcádica, de Tasso y Parini -por citar tres ejemplos que aluden a diversos momentos en el itinerario lírico en la España del XVIII, nos ofrecen un panorama sugerente de esta privilegiada relación cultural. Del mismo modo, el aplauso que siguen concitando nuestros autores áureos (Lope, Moreto y especialmente Calderón) en los escenarios italianos cuyas obras, adaptadas y refundidas, gozaron del favor del público hasta bien adentrado el XIX, la nada desdeñable recepción que registra en la cultura italiana Cervantes, cuyo Quijote origina una innumerables serie de adaptaciones, imitaciones y refundiciones, proporcionando una inagotable fuente de temas y motivos al teatro musical, constituyen otros ejemplos evidentes de la riqueza y variedad que se derivan de estos contactos a lo largo del siglo.

Las presencias recientemente aludidas, las numerosas traducciones, imitaciones y adaptaciones de piezas teatrales, las traducciones de tratados de preceptiva y obras de crítica, en ambas direcciones, al igual que las importantes relaciones de amistad personal y epistolar, basadas en el mutuo respeto y la estima recíproca que fueron saldándose a lo largo de la centuria, (Metastasio Luzán, Muratori Mayans, Isla Baretti, Leandro F. de Moratín Napoli Signorelli, por citar algunos de los más emblemáticos) fueron sin duda importantes canales de penetración y de asimilación de ideas estéticas y literarias, de nuevos motivos y modelos y al mismo tiempo espacios de saludable confrontación entre ambas culturas en contacto a lo largo de la centuria.

Como es sabido, esta mayor presencia, tanto de españoles en la Italia del Settecento como de italianos en la España de la Ilustración, deviene más amplia y copiosa con la llegada del tercer Borbón al trono de España. Carlos III (1759-1788), hijo de un Borbón francés y de una noble italiana perteneciente a la corte de Parma, se hallaba vinculado de modo directo a la cultura italiana, y en particular a Nápoles, donde había ejercido como monarca por cinco lustros, de 1734 a 1759, en un largo reinado que se caracterizó por una fase de relativa estabilidad y de indudable prosperidad económica y cultural8.

Es a partir de los años sesenta, en efecto, cuando España intensifica, multiplicándolos al mismo tiempo, sus vínculos con Italia, concebida esta última, más allá de su conocida fragmentación política, como una indisoluble unidad cultural, plenamente asentada, «unida en su lengua de cultura», según palabras del hispanista italiano Meregalli9.

Sin embargo, es necesario aclarar que, ya desde los primeros decenios del XVIII es posible reconocer una renovada atención hacia Italia y su cultura. No debe olvidarse que no eran pocos los cortesanos, políticos y eruditos que ilustraban con su presencia la corte de Nápoles y los reinos borbónicos del sur. Al mismo tiempo numerosos españoles, sobre todo eclesiásticos, habían decidido afincarse en Roma, concentrándose principalmente en torno a la curia pontificia, a los establecimientos y las administraciones de eclesiásticos, a la Academia de la Arcadia y la Embajada de España.

En un estudio pionero publicado a inicios de los lejanos años sesenta y dedicado a trazar un panorama de las relaciones hispano-italianas a lo largo de la centuria, Franco Meregalli se refiere a la situación por la que atraviesan Italia y España, reconociendo en ambas penínsulas en los albores del siglo una similar situación de depresión política y cultural10. Aunque percibe que los vínculos entre ambas culturas no se vieron interrumpidos con la llegada al trono español de la nueva dinastía vinculada al partido filofrancés, el hispanista italiano explica con razón que las presencias, los contactos e influjos se hicieron mucho más amplios y abundantes a partir de la segunda mitad de la centuria, coincidiendo con los nuevos estímulos culturales que afloran en Italia y con el proceso de renovación cultural que ostentan los últimos años del reinado de Fernando VI y los de sus dos sucesores. Ello puede corroborarse de una simple comparación entre la primera y la segunda mitad del XVIII, en la que resaltan de modo asombroso las diferencias cuantitativas y cualitativas entre ambos períodos. Para tener una idea clara de ello, basta aproximarse al amplio entramado de presencias, de traducciones y recepciones que ostentó la segunda mitad del siglo y que fue configurando una privilegiada simbiosis italo-hispánica. Frente a los más contados nombres y más limitados contactos y presencias que ostenta la primera mitad del siglo (Zeno, Metastasio, Luzán, Muratori, Mayans, Feijoo, entre los más destacados), mucho más amplios y decisivos se nos revelan los nombres y los contactos que caracterizaron los últimos decenios del siglo.

Ahora bien, conviene tener presente que varios de estos autores vinculados a la fase de la Ilustración temprana reconocen una activa presencia, y sus obras una no desdeñable vigencia, que se proyecta sobre los sucesivos decenios, corroborando su actualidad e importancia durante la fase del reformismo carolino. Desde esta perspectiva puede aseverarse que sus textos y aportaciones en cierto modo nutrieron el humus sobre el que se asentó sucesivamente la floreciente fase cultural que acompañó el reinado de Carlos III y parcialmente la de su sucesor, Carlos IV. Es posible pensar en este sentido, y por citar sólo algunos ejemplos, en la vigencia que manifiestan las ideas de Muratori a través de los escritos y traducciones de Luzán y Sempere y Guarinos, en la popularidad de la que gozó el drama musical de Metastasio en los escenarios de España hasta bien entrado el Ochocientos y en la importancia que adquiere la poesía arcádica de derivación italiana que había dejado sus huellas en la formación cultural de Luzán y una estimable presencia en las reuniones que a mediados del siglo habían tenido lugar en la Academia del Buen Gusto en los debates que habrían de animar el brillante cenáculo madrileño que celebró sus encuentros en la Fonda de San Sebastián.

Del mismo modo hay que tener en cuenta que en estos primeros decenios del Setecientos fueron sentándose las bases de la futura renovación cultural, fomentando la penetración del influjo italiano en varios ámbitos, de modo especial en el del teatro musical, cuyo modelo acabará incidiendo en la definición de nuevos gustos estéticos en la Península. Por lo que respecta a la cultura española en la Italia de principios del XVIII, en parte por el relativo atraso que aún manifiesta el proceso de reflexión y renovación cultural en la Península Ibérica respecto al italiano donde ya a partir de las primeras décadas del siglo se respira un clima de mayor apertura cultural en algunas de sus ciudades, como Milán y Nápoles, las novedades y presencias provenientes de España en estos primeros decenios son aún menos importantes e incisivas. En tal sentido merece constatarse sobre todo la perduración del drama de derivación áureo (Calderón, Moreto, Tirso y Lope, de modo especial), por lo general adaptado a los cánones que había fijado la afortunada tradición de la commedia dell' arte y algunas presencias y contactos que años más tarde se revelarían cruciales en la configuración de la nueva estética en España, como la del preceptista Luzán.

Con el propósito de valorizar más adecuadamente la importancia de esta primera fase de contactos e influjos a lo largo del siglo, nuestro trabajo se halla orientado a explorar, en apretada síntesis, algunos de los contactos reconocibles y los influjos de autores y textos más significativos en ambas direcciones de los primeros decenios de la centuria que, en el caso español, coincide en líneas generales con los reinados de los dos primeros Borbones: Felipe V y Fernando VI.

No puede dejar de pasarse por alto que fue precisamente en la activa política de promoción cultural, inaugurada en el reinado de Felipe V (1700-1746), quien abre el camino al conocido mecenazgo borbónico, y orientada a conferir mayor estabilidad económica y un mayor orden administrativo, y en la sucesiva fase fernandina (1746-1759), promotora de un decisivo renacimiento de las letras y de las artes, donde debe buscarse el sustrato ideológico que sentará las bases de la renovación estética e ideológica y del proceso de laicización cultural que experimentó la Península en el último tercio de la centuria.




Emigraciones y presencias en la primera mitad del siglo XVIII

Si desplazamos la mirada al ámbito cultural, no cabe duda que el acontecimiento clave que abre la centuria, la guerra de Sucesión, representó un momento de desconcierto y quiebre en un segmento considerable de los letrados y hombres de cultura. Ahora bien, a despecho de lo que por largo tiempo un sector de la crítica conjeturó, Benedetto Croce11 entre otros, enfatizando la pérdida de poder e influencia, y, por consiguiente, de prestigio político de la monarquía española en el mosaico de la Italia del Settecento, somos de la opinión de que el triunfo del partido filofrancés y las nuevas alianzas que la corona española fue estrechando con la familia real francesa a través de los sucesivos Pactos de Familia de ningún modo supuso un debilitamiento ni mucho menos una suspensión de los lazos políticos y culturales que Italia y España habían estrechado en los siglos precedentes.

Conviene tener presente, en efecto, que, a pesar del triunfo del sector filofrancés y de la asignación de los territorios del Milanesado a la corona de Austria -acontecimientos que sancionaron el claro predominio de la corte de Viena en el norte de Italia y el consiguiente debilitamiento de las posiciones españolas en la Península-, los vínculos entre ambas penínsulas de ningún modo se vieron interrumpidos. Al aludir a los años conclusivos del XVII y el primer cuarto del XVIII, Pradells Nadal observa que la primera mitad del siglo constituyó «un excelente caldo de cultivo para animar la presencia de italianos en España», reconociendo en «la guerra de Sucesión, primero, el posterior enlace matrimonial de Felipe V con Isabel Farnesio en 1715 y la decidida política de reconquista de los espacios perdidos en Italia tras los tratados de Utrecht»12, que instauró una nueva situación de equilibrio en el mapa político del continente, los tres factores decisivos que habrían impulsado una revitalización de los contactos entre Italia y España. Meregalli13) ha puesto de relieve con razón que dichos vínculos de ningún modo decayeron, sino que siguieron cultivándose a lo largo de la centuria, trazando en campo cultural un inestimable itinerario de transmisión y de recíproca recepción de «ida y vuelta». Pérez Magallón, por su parte, observa que «frente a unas relaciones culturales con Francia que oscilan en función de las circunstancias y que generan reacciones apasionadas por las implicaciones político-militares que se ventilan a lo largo de todo este período, la mirada hacia Italia es permanente y no sufre ninguna alteración radical, precisamente porque, desde España, Italia no constituye una amenaza política o militar»14.

En esta misma línea Fabbri nos advierte que, junto a la introducción de la literatura, de la filosofía y de las ciencias francesas promovida por Felipe V, durante su largo reinado no puede soslayarse el influjo determinante que ejerció la cultura italiana; la cual dejó improntas significativas en los diversos campos del saber, de modo más acusado en el literario y artístico15. Coincidiendo con estas consideraciones, es preciso notar que, a pesar del redimensionamiento de la presencia española en la península itálica, como consecuencia de las condiciones que habían decretado los acuerdos de Utrecht de 1713, y en lugar de aludir a posibles rupturas o eventuales fracturas, creemos que debe hablarse más de continuidades y pervivencias, lo que no significa que no haya existido un replanteamiento de algunas de las coordenadas sobre los que dichos vínculos se habían ido anudando o habían ido consolidándose en las precedentes coyunturas histórico-culturales.

Somos de la opinión que los contactos entre ambas penínsulas no se interrumpieron con la llegada del nuevo siglo; por el contrario, ellos reconocen una presencia constante a lo largo de toda la centuria. Como anota Pérez Magallón, la cultura italiana es y será en la España del XVIII «la de mayor influencia en prácticamente todos los ámbitos»16, introduciendo principalmente el gusto 'italianizante', sobre todo en ámbito arquitectónico, artístico y musical.

Debe recordarse que la misma guerra de Sucesión, lejos de producir una ruptura en los vínculos entre ambas penínsulas hespéricas, hace referencia a otro momento importante en la comprensión de las relaciones hispano-italianas, puesto que la contienda daría lugar a un continuo flujo de migraciones en ambas direcciones. En efecto, la pérdida de territorios italianos promovió una notable afluencia de políticos y administradores italianos a la Península Ibérica para el desempeño de varias funciones en la renovada administración de los Borbones, algunos de los cuales llegaron a revestir roles de primer orden en el estado, procedentes en su mayoría de los territorios napolitanos y sicilianos recientemente perdidos.

Del mismo modo, el triunfo de la causa felipista dio lugar a una significativa emigración de algunas destacadas familias españolas que habían permanecido leales a los derechos del archiduque Carlos de Austria y que embarcaron junto a su séquito de nobles, como, entre otros muchos, el príncipe napolitano Cariati o el milanés conde de Stampa17. Junto a esta oleada de exiliados, es posible reconocer la masiva emigración a principios de 1713 de algo más de 3.000 eclesiásticos, que en su condición de austracistas, «los más sin pasaportes ni letras dimisorias, unos huidos desde Barcelona, otros desterrados»18, marchan a Italia como perseguidos políticos, estableciéndose en su gran mayoría en Roma y engrosando de este modo la ya importante colonia española afincada en la Ciudad Eterna.

Si la emigración española hacia Italia constituye un aspecto considerable en estos primeros decenios del siglo, es necesario recordar que igualmente significativa se nos revela la presencia de los italianos en la Península Ibérica. Desde los primeros años del XVIII, acompañando el traslado a tierras españolas de la nueva consorte italiana de Felipe V, y más tarde, durante los reinados de los primeros dos Borbones, comenzaron a radicarse en la corte madrileña, junto a ilustres eruditos y artistas, destacados políticos de gran capacidad, llamados a desempeñar cargos de suprema responsabilidad en la vida política y en la administración del reino. Entre las personalidades de mayor reputación en ámbito político destacaron Giulio Alberoni (1664-1752); el abate Girolamo Grimaldi (1674-1733) y Leopoldo di Gregorio, marqués de Squillace (1708-1785).

En campo artístico pueden mencionarse algunos nombres significativos. Entre otros, y a título de ejemplo, se recuerdan el pintor de Corte Giambattista Tiepolo (1696-1770), el arquitecto turinés Juan Bautista Sacchetti, responsable del proyecto que erigió el Palacio Real iniciado en 1737 y que décadas más tarde, en tiempos de Carlos III sería completado por el célebre Francesco Sabatini, además de los músicos Luigi Boccherini (1743-1805) y Domenico Scarlatti (1685-1757), quienes cosecharon fama y prestigio durante sus años en España.

Enorme popularidad en la corte madrileña obtuvo también el cantante de ópera Carlo Broschi (1705-1782), más conocido como Farinelli, quien alcanzó gran notoriedad durante el reinado del primer Borbón, y luego en el de su sucesor, Fernando VI, del que fue uno de sus cantantes predilectos, favoreciendo la difusión del melodrama italiano, sobre todo el metastasiano, en los escenarios de la Península.

Al ocuparse de las relaciones ítalo-españolas en los albores del siglo no puede soslayarse la crucial figura de Isabel de Farnesio, hija del duque de Parma y segunda consorte de Felipe V. La reina palmesana llegó a ejercer una notable influencia sobre la política española, de modo incontrastable hasta la muerte del monarca:

«La influencia de Italia en la política española del XVIII -observa Pradells Nadal- resultó mucho más indiscutible durante el reinado de Felipe V, sobre todo desde la llegada de la Palmesana y la ascensión de Alberoni, en cuanto que de ella resultó una política de intervención armada directa. Un programa de reconquista de Italia que la Farnesio y los destacados miembros italianos de su camarilla se encargaron de mantener vivo hasta el reinado de Fernando VI, con la Paz de Aquisgrán (1748) y el Tratado de Madrid (1752), verdadero acuerdo de estabilización de las pugnas entre Saboya, Austria y España»19.



El proyecto político puesto en marcha por los Borbones, centrado en los intereses familiares, implicó una mayor presencia italiana en la corte y, según las acertadas palabras de Franco Meregalli, promovió «un indirecto regreso del reino de España en Italia»20. Dicha política fue llevada a cato sin titubeos por su valedor, el ministro italiano Giulio Alberoni. En los años en que fue dueño absoluto de los derroteros de la política exterior española, entre 1714 y 1719, el cardenal italiano favoreció sin vacilar las ambiciones dinásticas de la reina palmesana. De este modo volvían a anudarse los lazos con la península italiana, aunque es evidente que ello de ningún modo implicó la reanudación del mismo tipo de vínculo privilegiado que había caracterizado las relaciones hispano-italianas a lo largo de los siglos áureos, lo que por otra parte, en virtud de las mutadas condiciones políticas, ya no era más factible21.

En dicha fase un minoritario grupo de intelectuales, guiados por un claro afán utilitarista, oponiendo la fuerza de la experiencia y de la razón a la tradición y a la escolástica imperantes y persiguiendo la idea de progreso y de felicidad pública como presupuestos básicos de una nueva praxis en la esfera pública, se propuso, según las acertadas palabras de Elena Catena, «transformar la vieja monarquía de los Austrias en una nación más acorde con las corrientes de pensamiento europeo del llamado Siglo de las Luces»22. Ello implicó una mayor conciencia de la necesidad de superar el atraso económico y social y el aislamiento cultural en que se hallaba el reino respecto a las naciones europeas más avanzadas. Este proceso de 'autorreflexión', que comienza a gestarse con fuerza en los últimos años del reinado de Felipe V, deviene explícito durante el último tercio del siglo, coincidiendo con los años del reformismo carolino, cuando se instala una relación privilegiada de colaboración entre intelectuales y hombres de saber con la esfera de lo público.

Prosiguiendo con la política de mecenazgo que había ya iniciado su predecesor, Fernando VI no sólo dedicó sus esfuerzos en promover el progreso agrícola, comercial e industrial, sino que apoyó con convicción la ciencia y las artes, protegiendo a los talentos, muchos de los cuales comenzaron a ponerse al servicio del proyecto reformador puesto en acto por la corona. El reinado fernandino, anota François López, «gracias a los inteligentes gobernantes que hubo entonces, fue una época de muy activo fomento de las letras, ciencias y artes»23. Es allí, en efecto, en los prósperos y pacíficos años del «reinado de transición»24 del segundo Borbón, más que en el prerreformismo de los años de Felipe V, donde fructificaron los esfuerzos orientados a la renovación económica y cultural y se forjó la nueva relación privilegiada que los intelectuales entablaron con la esfera del poder político, instalando una nueva ecuación poder político/intelectuales. Estos breves años, entre 1746 y 1759, en definitiva, echaron los cimientos del reformismo borbónico que promovió las innumerables empresas científicas y literarias que caracterizaría la España del último tercio del siglo25.

No sorprende, pues, que esta nueva praxis política se halle marcada por una serie de iniciativas gestadas desde las mismas instancias del poder real, o de algún modo favorecidas y apoyadas por la monarquía. Ello determinó el nacimiento de importantes instituciones culturales (Real Academia Española de la Lengua, la Academia Nacional de Historia, la de Buenas de Letras de Barcelona, la Academia Sevillana de Buenas Letras y las de Bellas Artes de Barcelona, de Sevilla y San Fernando, por citar las más relevantes), la mayoría de las cuales, surgidas en principio como iniciativas privadas, acabaron siendo reconocidas más tarde de modo oficial y, por consiguiente, puestas bajo la protección de la Corona, con todas las ventajas que ello suponía.

Asimismo, más que notable fue la participación de artistas y literatos en la plasmación de la nueva política de promoción cultural fernandina. Así la obra de Feijoo es favorecida y defendida desde las mismas instancias del poder, a tal punto que el monarca en 1750 prohíbe que las obras del monje benedictino sean impugnadas, mientras que Luzán se convierte en funcionario y colaborador de la política oficial.

Pradells atestigua que si «la actividad cultural de los italianos fue muy importante durante el reinado de Felipe V, será durante el reinado de Fernando VI cuando cobren especial relevancia las figuras relacionadas con las artes plásticas y musicales»26. En efecto, en este breve período, que abarca algo más de un decenio, de 1746 a 1758, destacan de modo especial las presencias de algunas personalidades italianas de renombrado prestigio, entre las que pueden señalarse el decorador Galuzzi, favorito de la reina palmesana, el escultor de corte Olivieri (1708-1762), los pintores de corte Corrado Giaquinto (1703-1766) y Jacopo Amigoni (1682-1752), quien se desempeñó como director de la entonces recién creada Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y los arquitectos Giacomo Bonavia (1675-1758) y Andrea Procaccini (1671-1734). A ellos es posible añadir los ya mencionados Scarlatti y Farinelli, este último encumbrado por el segundo Borbón al cargo de director de los espectáculos líricos de corte, y exponentes ambos de primer plano del llamado italianismo musical, quienes gozaron del favor del público a lo largo de este breve reinado hasta que Carlos III, rey más aficionado a la caza que a la ópera italiana, decidió alejar de su cargo al célebre soprano italiano.




Piezas y autores áureos en la Italia del XVIII vigencia y apropiación de un modelo teatral

El influjo español en aquellos primeros decenios del siglo se dejó sentir también en las letras italianas. En primer lugar destaca la presencia de huellas significativas procedentes de la afortunada tradición del drama áureo, Calderón en primer lugar, en el teatro italiano del Settecento, de modo especial en el drama para música, a través de la reelaboración libre de temas, motivos y fuentes.

Si desplazamos nuestra mirada a los escenarios italianos, en los tablados de la Península de los primeros decenios del XVIII, se observa que continúan representándose -traducidas, adaptadas o refundidas algunos autores de relieve que han modelado nuestro teatro clásico (de modo especial Calderón, Moreto y Lope). Fabbri opina que la mayor contribución de la cultura italiana «en la primera mitad del siglo, se manifestó sobre todo en el teatro, con la puesta en escena de las obras de los más distinguidos dramaturgos barrocos -Calderón de la Barca, Montalbán, Moreto, Ruiz de Alarcón, Lope de Vega y otros-, las cuales fueron representadas y publicadas en versiones variadamente refundidas»27. A este respecto Meregalli nos recuerda que en 1722 se representa en la ciudad de Venecia Gli eccessi della gelosia de Domenico Lalli, fuertemente emparentada con la célebre pieza calderoniana El mayor monstruo, los celos, confirmando de este modo la pervivencia de una tradición teatral en la Italia del XVIII, cuyo arraigo, como se ha observado, desde las referencias indirectas en los dramas musicales de Zeno y Metastasio llegará prácticamente sin solución de continuidad hasta las piezas de Gozzi28.

El amplio tema de la recepción del drama español aurisecular en la Italia de los siglos XVII y XVIII constituye una parcela amplísima en el campo de las relaciones literarias hispano-italianas y al que sólo, por cuestiones de espacio, aludiremos en estas líneas tan sólo brevemente. Baste sólo recordar que las obras de los grandes dramaturgos españoles, Lope y Calderón en primer lugar, pero también Moreto, Vélez de Guevara y Tirso, en su proceso de adaptación a los escenarios italianos sufrieron en muchos casos modificaciones de no poca entidad, alejándose en numerosas ocasiones del texto original a tal punto que terminaron por modificar el mensaje y el perfil de los personajes, tergiversándolos, como es posible corroborar en las diversas versiones de Il convitato di pietra, de derivación tirsiana, y de La vita è sogno de Calderón, por citar dos textos claves de nuestra dramaturgia áurea, ampliamente conocidos y estudiados, aunque algo menos por lo que atañe a la presencia y recepción de ambos textos en la Italia del Settecento29.

Este proceso de reelaboración y de apropiación de temas y motivos del drama áureo en función de los moldes que había popularizado la commedia dell' arte se mantiene vigente a lo largo de toda la centuria, de modo más acusado en los teatros venecianos y napolitanos. Leandro Moratín, testigo privilegiado de la vida teatral que se respiraba en la Italia de finales del XVIII, recuerda en sus anotaciones viajeras numerosos ejemplos, acompañados de interesantes observaciones, de este proceso de apropiación y tergiversación de textos españoles en los escenarios italianos, en los que aflora la deliberada acentuación de los componentes dramático espectaculares. El joven comediógrafo ponía de realce la mayor carga de inverosimilitud y la falta de decoro que, en este proceso de adecuación a las fórmulas que había fijado la commedia dell'arte, se había apoderado de la versión italiana, distanciándose del modelo original:

«Es traducción de la del Maestro Tirso de Molina, tan desatinada e indecente como su original, pero más necia todavía a causa de las tonterías y despropósitos de Pulcinella en los pesados episodios que le han añadido para hacer lucir a este personaje»30.



Ahora bien, salvo los casos bien conocidos de Lope y Calderón, quienes, como se ha encargado de resaltar la crítica, gozaron de considerable popularidad en los escenarios de la Península hasta bien entrado el XIX, conviene tener presente que el conocimiento que los hombres de cultura italianos poseían del drama español y en general de la cultura española del Setecientos y de su producción cultural era más bien superficial y fragmentario, cuando no despectivo. La causa principal radica sin duda en los tópicos antiespañoles que recorrían la Europa de aquellos años. El piamontés Giuseppe Baretti, que llegó a visitar la Península Ibérica en dos oportunidades durante los años iniciales del reinado de Carlos III y uno de los viajeros más perspicaces del siglo, dotado de indiscutible espíritu de curiosidad, aludía en su famosa carta LVII a esta situación que delataba el escaso conocimiento que acerca de la realidad cultural hispana manifiestan sus conciudadanos, aferrados a los consabidos lugares comunes ampliamente difundidos en el continente en los que afloraba la imagen de una España sumida en la incultura y aún dominada por la escolástica.

A este proceso de valoración y exacerbación de los aspectos dramático espectaculares de las piezas áureas, se añade sucesivamente la predilección hacia algunos de esos mismos motivos y aspectos para su representación ahora en el teatro musical (óperas, dramas jocosos y óperas bufas). En dicho sentido debe destacarse la temprana incorporación de temas y personajes quijotescos para el teatro musical, como nos atestiguan ya algunas piezas de finales del XVII, entre los que se recuerdan los dramas para música de Morosini (Don Chissiot della Mancia, Venecia 1680) y Gigli (L'Amore fra gli impossibili, Roma, 1693), textos que preanuncian lo que será una de las notas distintivas a lo largo del XVIII , a saber la clara vocación del teatro musical hacia motivos y episodios cervantinos.

Como hemos apuntado en otra ocasión, tomando como punto de referencia los ejemplos que llegan de los escenarios franceses, «los italianos comienzan a asimilar también tempranamente temas y episodios cervantinos en función dramática, ensalzando sobre todo lo que en la genial novela había de burlesco y paródico en su proceso de adaptación a los cánones que había fijado la afortunada tradición de la commedia all'improwisa, facilitado muy probablemente por las deudas que la novela había contraído con el modelo cómico italiano [...]. De este modo la dupla cervantina, así como temas y episodios aislados del célebre texto se convierten en modelos aptos para la escenificación de bailes y comedias de tipo burlesco, en los que predominan las pantomimas, las tapicerías, las farsas, las óperas cómicas y mascaradas»31.

Distinto es el panorama que ofrece el Quijote en cambio en el campo de la traducción y de la recepción crítica, donde no se perciben novedades dignas de destacar. En la primera mitad del siglo se sigue reimprimiendo la primera -y hasta entonces única- traducción de Franciosini (1622-25), que en no pocos pasajes constituía una versión defectuosa y aproximada. Más limitado y menos fértil -cuantitativa y cualitativamente- se nos revela también el espacio que trazó la crítica italiana sobre la inmortal novela cervantina, la cual, como es bien sabido, se halla salpicada de motivos y referencias procedentes de la literatura renacentista italiana.

Volviendo al ámbito del teatro, en el XVIII el ejemplo más claro de imitación hispánica en los escenarios italianos nos lo ofrece el teatro hispano-véneto de Carlo Gozzi. Meregalli asevera que «gran parte del teatro gozziano es una refundición y reelaboración del teatro español, que no respetaba las reglas»32, mientras que más recientemente Froldi ha recordado que el veneciano representa «el autor que más significativamente se inspiró en el teatro español en el siglo XVIII»33. Se ha observado que los componentes más relevantes de su modelo dramático, a saber, la ingeniosa técnica teatral y la comicidad e ironía sobre los que se asienta su producción, han sabido captar «los aspectos positivos de los modelos españoles»34. De todos modos, el dramaturgo veneciano, en relación a los autores originales que tomó como ejemplo (Moreto, Calderón, Tirso, Juan Hoz y Mota, Rojas Zorrilla), no siempre logró asimilar en sus piezas de modo adecuado la riqueza y elegancia del teatro lírico de los que bebió; con todo es posible reconocer en algunas de sus obras un interesante proceso de apropiación de temas áureos, de modo especial en sus piezas de clara derivación calderoniana, en función de precisos propósitos de crítica de la sociedad de su tiempo.

Gozzi conocía perfectamente el Don Quijote, y en sus dramas resaltan temas y recursos dramático espectaculares privativos de las comedias auriseculares de Lope y de Calderón, de modo más marcado este último. Sin embargo, su presencia excede los límites cronológicos aquí abarcados, puesto que sus piezas de mayor relieve y las que se hallan vinculadas a la imitación y rifacimento de los modelos áureos del drama español ven la luz a partir de los años sesenta -no se olvide que su contacto con el teatro español comienza hacia 1767 por sugerencia de su amigo Antonio Sacchi, dando inicio así a su último período de actividad teatral- por lo que su nombre entra de lleno en la segunda mitad de la centuria.




Popularidad y triunfo del drama metastasiano en la España del XVIII

Por lo que atañe a los primeros años del Setecientos, es posible documentar la significativa presencia de temas y modelos derivados del drama aurisecular español en las letras italianas a través dos prestigiosos autores que popularizaron el nuevo drama musical en el XVIII: Apostolo Zeno (1668-1750) y, sucesivamente, Pietro Metastasio (nombre helenizado que alude a Pietro Trapassi (1698-1782), vinculados ambos a la corte imperial de Viena. En el caso del autor veneciano, que residió en la ciudad cesárea desde 1718 hasta 1729 y de quien, entre otras obras, se representaron en los escenarios de Madrid su Cayo Fabricio, Sesostris (rey de Egipto) y El severo dictador, traducidas y adaptadas ambas por el popular dramaturgo Ramón de la Cruz, es bien conocida su admiración hacia el teatro de Agustín Moreto. Zeno, quien asigna dignidad literaria al drama musical, es autor asimismo de algunas adaptaciones tempranas de temas hispánicos, pudiéndose recordar especialmente sus libretos referidos a dos imitaciones cervantinas, Don Chisiotte in Sierra Morena (1719, en colaboración con Pietro Pariati) y Don Chisciotte in corte della ducchessa (1727, conjuntamente con Claudio Pasquini), representadas ambas en los coliseos de Viena. En estos dos dramas el poeta cesáreo reelabora libremente temas y personajes procedentes, respectivamente, de la primera (las aventuras que tienen lugar en la venta, el episodio de la locura del hidalgo manchego en Sierra Morena y las aventuras amorosas de Luscinda y Cardenio y Dorotea y Fernando) y segunda parte (centradas en las aventuras de la dupla cervantina en la corte de la Duquesa) de la genial novela, abriendo la larga lista de piezas de innegable derivación quijotesca en los teatros italianos del Setecientos, sobre todo en el teatro cantado (ópera seria, ópera bufa, intermezzi musicales, contrascene per musica, etc.).

Más evidentes resultan aún las huellas del drama áureo en la obra de Metastasio, quien, a través de sus cuidadosos melodramas, ejerció un dominio incontrastable en los escenarios españoles durante los últimos años del reinado de Fernando VI y los primeros de su sucesor Carlos III. Conviene precisar que, gracias al apoyo y al interés hacia el drama cantado que manifiestan las dos primeras familias reales, Felipe V e Isabel Farnesio primero, y Fernando VI y María Bárbara de Braganza sucesivamente, arriban a la Península varias compañías italianas del teatro cantado, de modo especial pertenecientes a la escuela napolitana, que recitan en italiano. Entre los diversos actores canoros que llegan a España destaca el célebre cantante Carlo Broschi, más conocido con el nombre de Farinelli, quien acabará imponiéndose como la personalidad más significativa en el teatro musical de corte de Felipe V y, sucesivamente, de Fernando VI.

La presencia del teatro italiano en el XVIII español reconoce en Metastasio a uno de sus mayores exponentes. Numerosas fueron las piezas del dramaturgo romano que se volcaron al español para su impresión y representación. Las piezas del poeta cesáreo, al igual que las de Goldoni, aunque en fases y modalidades diversas, reconocen una presencia significativa en los años finales del reinado de Fernando VI; presencia que en ambos autores se hace aún más evidente a medida que avanza la centuria, para alcanzar su mayor vigencia en los últimos decenios del siglo35. Es bajo el reinado del segundo Borbón, que el teatro cantado en los ámbitos cortesanos experimenta un cambio significativo, trazando un nuevo itinerario que marcará profundamente los destinos de la música y de la escena nacional. Un rol de primer orden en tal sentido habrá de desempeñarlo el gran amigo de Metastasio, el antes citado soprano Farinelli, responsable y organizador de los espectáculos palaciegos que tuvieron lugar en los Reales Sitios bajo Fernando VI, entre 1747 y 1758, y artífice de notables cambios en la organización del mercado musical, y a quien al mismo tiempo se le atribuyen notables mejorías orientadas a acrecentar la calidad de los espectáculos36.

Confirmando este fecundo «camino de ida y vuelta» que han comenzado a recorrer ambas culturas, la crítica ha puesto de relieve la popularidad del teatro musical italiano y, de modo especial, del melodrama metastasiano en los teatros dieciochescos. Es precisamente en aquellos años, en efecto, cuando brilla en los tablados españoles el drama musical del poeta cesáreo. Sus piezas alcanzan un considerable éxito en los coliseos de la Península en los años que preceden y suceden la mitad del siglo. Estos años coinciden en parte también con la fase en que hace su introducción en la Península el teatro de Goldoni, cuya presencia irá imponiéndose en los primeros años del reinado de Carlos m, entre los años 60' y 70', para alcanzar su definitiva consagración en los años a caballo de entre siglos, entre 1790 y 1808.

Chávez Montoya y De la Flor precisan que antes de que «la poética del autor [romano] llegara a constituir una auténtica fuente de símbolos y de imágenes que cimentan lo que es la base progresiva y culta del movimiento teatral cortesano de la segunda mitad del siglo XVIII», sus obras maestras ya se encontraban «al alcance de los públicos populares madrileños a través de traducciones de los textos originales»37. Por su parte Arce ha advertido que «a la vista de tan largas notas repletas de datos eruditos, bien pudiera creerse que España era la 'fiel sirvienta' [como suponía el erudito A. Farinelli] de la cultura italiana. Pero lo único que puede resultar más convincente aclara enseguida el distinguido italianista es el conocido e indiscutido influjo del melodrama, especialmente de Metastasio [y...], en el orden rigurosamente literario, un afortunado logro métrico debido al prestigio de Italia: la octavilla [...] italiana»38, de clara derivación metastasiana, que acabará imponiéndose como modalidad predominante en la lírica dieciochesca.

El modelo del dramaturgo romano concitó el interés de dramaturgos, traductores y preceptistas ya tempranamente, a partir del reinado de Felipe V y su popularidad prosiguió, incrementándose, durante el reinado de Fernando VI. Profeti39 ha estudiado las modalidades de penetración del drama del italiano en la primera mitad del siglo, precisando que su primera aproximación a los escenarios españoles se registró a partir de la segunda mitad de los años treinta, entre 1736 y 1738, a través de traducciones, pero especialmente a través de adaptaciones. Sin embargo, con el pasar de los años, fue haciéndose cada vez más imperativa la necesidad de atenerse a la fidelidad de los textos originales, por lo que es posible reconocer en muchos casos la pervivencia de los dobles títulos o la edición y presentación de los libretos a través de versiones bilingües.

Diversos fueron los dramaturgos que se empeñaron en difundir el drama del dramaturgo cesáreo a través de traducciones, adaptaciones y refundiciones para las compañías madrileñas40. Del mismo modo que en el caso de su compatriota Zeno, varias de las piezas del autor romano fueron traducidas o adaptadas por Ramón de la Cruz41, quien llegó a volcar al español además varias comedias y dramas jocosos goldonianos.

Además del recién aludido caso de Ramón de la Cruz, cuya importancia con la excepción de un lejano texto de Meregalli, publicado en 1959 como traductor de dramas metastasianos y goldonianos no ha sido hasta hoy valorada en sus justos términos, se ocuparon por ejemplo en volcar, adaptar o imitar textos del autor italiano los dramaturgos Trigueros (La muerte de Abel), M. F. Laviano (La isla desierta), López de Sedano (Ser vencido y vencedor, Julio César y Catón), Rodríguez de Arellano (Temístocles, La Atenea, Semíramis reconocida), Ignacio García Malo (Demofonte, rey de Tracia), L. Moncín (Ambición, riesgo y tradición vence una mujer prudente) y el periodista y preceptista F. Mariano Nifo (Hypsípyle, No hay en amor finezas)42.

Esta fecunda recepción en las letras hispanas del 'inmortal Metastasio', como solía llamarle Leandro Moratín43, se halla ampliamente documentada y su prestigio en las letras hispánicas se mantiene vivo en los últimos decenios de la centuria, hasta bien adentrado el siglo XIX. Innumerables son los comentarios elogiosos que preceptistas, críticos y dramaturgos españoles del período le dedican, desde Luzán hasta García de Villanueva, actor español e historiador teatral de finales del XVIII, quien recuerda que el poeta cesáreo, «por su vasta erudición y gusto es bien conocido y estimado en la república literaria»44. Como ejemplo representativo de un sentido común de admiración arraigado en los dramaturgos alineados en la corriente neoclásica, pueden ser de utilidad recordar las palabras de estima y de veneración que dejó estampadas el jesuita desterrado José Andrés. El ex jesuita alicantino declaraba su convicción de que el dramaturgo romano se hallaba en condiciones de competir con los mejores tragediógrafos en cuanto a virtud dramática, al tiempo que le vaticina un lugar honorable en el altar de los grandes poetas trágicos, al situarlo en el panteón junto a Cornelio, Racine y Voltaire.

El poeta cesáreo no sólo despierta la admiración del autor de las Cartas familiares, sino también, por citar otros tres autores representativos del mundo cultural vinculado a la diáspora jesuita afincada en Italia -Eximeno, Arteaga y Llampillas-, quienes en reiteradas oportunidades manifiestan su alta valoración hacia el autor romano y su obra, al tiempo que el dramaturgo Colomés, ampliamente influenciado por sus piezas, habrá de consagrarle en 1785 sendos trabajos. Del mismo modo, bien conocidos son los estrechos vínculos que Metastasio entabló con algunos literatos españoles, de modo particular con el autor de la Poética, Ignacio de Luzán (traductor él también de algunas piezas metastasianas, entre ellas la famosa La clemenza di Tito), y con el poeta, dramaturgo y fabulista Tomás de Marte, como atestigua la amplia relación epistolar que por largos años el acreditado autor romano mantuvo con ambos. La vigencia y popularidad del drama metastasiano ocupó los últimos años del reinado de Felipe V y prosiguió con mayor fuerza bajo los años de su sucesor. En este sentido bien conocida en los escenarios y en las letras de la España del XVIII ha sido al mismo tiempo la presencia y recepción en la España de Fernando VI de las piezas de quien Feijoo llamó «príncipe de los poetas dramáticos»45 y, algunos años más tarde el hispanista partenopeo Napoli Signorelli «hijo de las armonías y la gracia»46.

Si el drama de Metastasio comportó el inicio de la existosa estación del italianismo musical en los teatros de la Península, introduciendo en España, entre otros, los dramas cantados de Da Ponte, Calzabigi, Lorenzi, Bertati y Casti, debe tenerse en cuenta la significativa presencia que alcanzó en los escenarios españoles, aunque en una fase sucesiva y por tanto fuera del marco temporal aquí tratado, otro nombre prestigioso de la dramaturgia italiana y europea: Carlo Goldoni. Sus obras, cuyo primer ingreso a los teatros de España es posible reconocer en los últimos años del reinado fernandino al igual que algunos decenios más tarde, a caballo entre el XVIII y XIX, las tragedias de Alfieri, proponían la configuración de una nueva preceptiva dramática y se hallaban orientadas a la promoción de reformas en los escenarios italianos. Los esfuerzos de Goldoni se hallaron dirigidos a suprimir gradualmente los canovacci y los modelos ya predeterminados de las máscaras de la commedia all'improwisa. En menor medida que Metastasio, el comediógrafo veneciano gozó también de todos modos de considerable éxito en la España del XVIII, si bien su mayor penetración pertenece a una fase más tardía, hacia finales de la centuria Aunque la introducción y recepción del drama goldoniano en las tablas españolas comienza en los años finales del reinado de Fernando VI, su popularidad y consagración, de modo especial sus piezas para el teatro musical, pertenecen de lleno a la fase de Carlos III y continúa en los años a caballo del reinado de Carlos IV. Sus comedias y sus dramas para música, traducidos y adaptados, fueron representadas en los coliseos de Madrid y Barcelona con significativa asiduidad y en menor medida en algunas de las ciudades de mayor importancia -Sevilla, Cádiz y Valencia especialmente-, reconociendo una importante presencia en los escenarios españoles, hasta bien adentrado los primeros decenios del XIX, como es posible deducir del Catálogo dedicado a las representaciones en la capital catalana compilado por Suero Roca47.

Ahora bien, estos datos, aunque demostrativos de la importante recepción de Goldoni en la España de aquellos decenios, en gran parte debido a sus dramas jocosos con música, no debe llevar a conclusiones absolutas. En tal sentido debe desestimarse un arraigo de sus ideas dramáticas o una comprensión real de los componentes innovadores que ostenta el modelo teatral goldoniano en la cultura española del período. Respecto a la recepción de la cultura y del teatro españoles en su formación artística, las presencias y huellas hispanas en su obra son mucho más limitadas respecto a la que podemos reconocer en los dramas de Zeno, Metastasio o, en el de su gran adversario, Gozzi. Meregalli asevera al respecto que los influjos del teatro áureo en el autor de La locandiera se hallan presentes en sus primeras piezas -de modo especial Lope de Vega- para luego desaparecer48. De su amplio repertorio la única obra que atestigua claramente su deuda con el drama español es su libre reelaboración del mito del Don Juan de Tirso -que en cambio el veneciano creyó autoría de Lope de Vega-, y que plasma en 1736 en su Don Giovanni Tenorio o Il dissoluto. Goldoni traza en esta pieza un Don Juan menos perverso y con trazos de los caracteres más mesurados. Al despojar el texto de un componente insustituible del mito tirsiano, como era el encuentro del protagonista con la estatua de piedra y sustituyendo esta última con la aparición de un rayo prodigioso, el texto del italiano se distanciaba radicalmente del motivo sobre el cual se había modelado la historia del burlador tirsiano, eliminando uno de los aspectos más significativos, como era el componente sobrenatural de la estatua del comendador, sobre los que se había ido forjando la popularidad de la obra y la propagación del mito literario.




Muratori en la España del XVIII: la estética del «nuevo gusto»


Luzán y Muratori: influjos y nueva estética

Además de la indiscutible presencia del drama metastasiano y de la introducción del modelo goldoniano, presencias que se amplían en la sucesiva fase de Carlos III, otro ejemplo evidente de los renovados contactos que se verifican en la primera mitad de la centuria, nos lo ofrece Ignacio Luzán, el más agudo y perspicaz de los preceptistas del dieciocho español y uno de los exponentes más destacados de la vida cultural en las décadas centrales de la centuria. Conviene recordar que el autor de la célebre Poética (1737) había residido durante su juventud en Italia, adonde se había trasladado desde Barcelona, escapando del reino en virtud del apoyo que su familia había brindado al heredero de la casa de los Habsburgo en la Guerra de Sucesión y, por tanto, oponiéndose a los derechos de la nueva dinastía de los Borbones.

En su prolongada estancia italiana de más de tres lustros, que desde 1715 se prolongó hasta 1733, Luzán residió en las ciudades de Génova, Milán y Nápoles. Más tarde, en sus últimos años en la Península, se afincó en Sicilia, morando en las ciudades de Palermo y Catania, donde prosiguió sus estudios de latín y retórica, graduándose en Filosofía y sucesivamente en Derecho en 1727. Durante estos años el preceptista aragonés, admirador, amigo y traductor del poeta cesáreo Metastasio, tuvo ocasión tanto de perfeccionar el conocimiento del idioma de Dante como de ampliar sus conocimientos de la cultura humanista italiana, estudiando a los grandes autores clásicos y modernos. En sus últimos años en la capital siciliana, Luzán tuvo ocasión de participar además desde 1718 en los debates literarios que ocuparon la prestigiosa Accademia del Buon Gusto, que se reunía en el palacio de Retro Filangieri, y sucesivamente en sus últimos años en la isla en la Accademia degli Ereini, instituida en 1730.

Al mismo tiempo su larga permanencia en Italia le ofreció la posibilidad de estrechar sólidos lazos de amistad y de colaboración literaria con diversos escritores y hombres de cultura italianos, asimilando de este modo directamente varios componentes estéticos e ideológicos que habrán de modelar la cultura illuminista. Ello ha llevado a Batllori, por su familiaridad con la cultura italiana del tiempo, a considerar al preceptista español como autor hispano-italiano y privilegiado mediador entre ambas culturas en contacto49.

Aunque la presencia y asimilación de la cultura y del pensamiento franceses en el literato español constituye un aspecto conocido y ampliamente estudiado, cabe recordar que la misma se halla referida más bien a sus últimos años, estrechamente vinculados a su experiencia en París en calidad de diplomático del reino. Su fructífera estancia en la Italia del Settecento nos habla en cambio de que no fueron pocos los influjos del clasicismo italiano recibidos en aquellos años, de modo especial en sus años de madurez en Nápoles y Palermo, y que los mismos colaboraron de modo decisivo en la formación cultural del aragonés y en el posterior desarrollo de sus ideas estéticas. En un iluminador estudio dedicado a precisar la colocación estética y el significado de la obra del preceptista en la cultura del Setecientos, Froldi nos advierte que «resulta evidente que la educación del autor de la Poética fue totalmente arcádica y que él mismo, en el ámbito de la renovación de la literatura italiana de principios del XVIII, adhirió a la polémica muratoriana del buen gusto contra el llamado 'mal gusto'»50.

El influjo de los autores de la antigüedad clásica y de la estética italiana, y de modo especial de la tradición arcádica, en el ilustre preceptista aragonés son tan innegables que Meregalli ha indicado que su obra se haya inspirada más en los modelos italianos que en los franceses, representando el español el «momento arcádico» de la literatura española51. Cian, insistiendo sobre dicha presencia y la consiguiente italianità del autor de la Poética, ha indicado por su parte que su obra mayor se halla salpicada de influjos italianos, concluyendo que si su nombre «ocupa un lugar eminente en la historia de la literatura española, aún mayor es tal vez el que le compete en la historia de las relaciones literarias que España entabló con Italia»52.

En dicha perspectiva, son numerosos los ejemplos italianos, por lo general vinculados a la poesía arcádica, que salpican su Poética, punto de referencia indiscutible de la nueva estética neoclásica en las letras españolas. Sin embargo, como ha sido puesto de relieve por la crítica, destaca principalmente por sobre el resto la influencia que ejercieron las ideas del filólogo y crítico literario Ludovico Muratori (1672-1750) y su problemática literaria, condensadas en dos textos claves: Della perfetta poesia italiana (Venecia, 1706) y las Riflessioni sopra il buon gusto (Venecia, 1708), orientados ambos a promover una profunda renovación del gusto y de los hábitos literarios hasta entonces imperantes, y cuyos preceptos estéticos Luzán en buena medida acabó acogiendo en su obra mayor.

Como confirmación de esta importante presencia, en la primera edición de la Poética luzaniana (1737), y según el recuento que efectúa Sebold P. Russell53, es posible identificar unas 28 autoridades italianas citadas (Muratori -que con 25 referencias es el mayormente citado54-, Metastasio, Gravina, Crescimbeni, Scaligero, Minturno, Vettori y Vico, entre otros), frente a los 27 nombres que proceden del clasicismo greco latino y los 13 de la preceptiva francesa. En la sucesiva edición, que vio la luz en 1789 (Madrid: A. de Sancha), las autoridades italianas a las que se aluden ascienden a 32, seguidas por los autores clásicos, que se mantienen en el mismo número, mientras que los franceses ocupan el tercer lugar con 24 autoridades citadas.

El mismo Sebold advierte que no habría que cargar más de lo debido las tintas sobre dichas estadísticas, precisando «que por sí solo el número de autoridades citadas significa relativamente poco»55, salvo corroborar la sorprendente capacidad de asimilación de lecturas por parte del autor español. El hispanista estadounidense aclara además que «con las tablas también queda muy claro que el número de críticos que representen una determinada cultura extranjera sólo está relacionado de modo muy insignificante con el grado de influencia que esa cultura haya ejercido sobre la doctrina de Luzán»56. Son, de todos modos, en nuestra opinión un indicador importante para despejar cualquier duda sobre la aludida preponderancia del influjo francés, que se revela secundario, sobre las ideas que informan el texto luzaniano, el cual, por el contrario, reconoce la primacía, en ese orden, de las ideas literarias procedentes de los clásicos y los preceptistas italianos.

El preceptista español había entrado en contacto con la obra del autor modenés en sus años en Italia y su óptimo conocimiento de la lengua italiana le fue sin duda de gran ayuda para asimilar directamente, sin mediación o traducción alguna, sus ideas estéticas y literarias que, en oposición a la poética barroca, en el plano formal volvía a beber en la fértil fuente del clasicismo renacentista. En esta perspectiva, la crítica ha subrayado el influjo que las ideas de Muratori ejercieron sobre la Poética, destacando las coincidencias que acomunan el texto del español y el tratado Della perfetta poesia del literato modenés: diferenciación entre las imágenes de la fantasía y las del intelecto; finalidad de la poesía, orientada a suscitar la utilità y el diletto; delimitación de los conceptos de 'ingenio' y 'fantasía', guiados por el juicio, concebido este último como potencial instrumento insustituible en todo proceso de creación literaria; desarrollo de los conceptos de 'imitación' y de 'perfeccionamiento de la naturaleza', voluntad de renovación de las ideas estéticas, entre otros aspectos.

Ahora bien, si las similitudes entre ambos textos se nos revelan irrefutables, empeñados los dos autores en afirmar el concepto clave del 'buen gusto' en contraste con 'el mal gusto' que para ellos representa la tradición barroca y sus epígonos, no se olvide que es posible percibir también algunas divergencias, comenzando por los propósitos que guían ambas obras y que inciden en el desarrollo y tratamiento de los temas. En efecto, los dos textos delatan finalidades diferentes: en el caso de Muratori, refutar las injustas acusaciones que los críticos franceses habían lanzado contra la poesía barroca -quienes de este modo ponían en tela de juicio a toda la poesía italiana-; dotar a España de un sistemático y bien ordenado tratado de poética, por lo que respecta el autor español57.

En esta misma línea, que pone de relieve el influjo italiano, sobre todo de la poesía arcádica, Checa Beltrán opina en un estudio reciente que el texto de Luzán «debe más a los autores de la antigüedad y a los italianos de los siglos XVI y XVII que a los teóricos franceses». Sin embargo, a renglón seguido aclara que «el tratado de Luzán es de 1737, y todavía faltaba bastante para que la influencia francesa llegase a su plenitud [...] con la llegada del último cuarto del siglo ilustrado», para concluir que «aún así, también en la Poética de Luzán es patente, aunque todavía débil, el influjo francés»58. En todo caso, advierten con razón Froldi, Meregalli y el mismo Checa Beltrán, el influjo procedente de la estética francesa acabará siendo determinante recién en la última fase de la producción del autor aragonés, acentuada en virtud de su experiencia personal en la capital francesa en calidad de funcionario de Fernando VI, primero como Secretario de Embajada entre 1747 y 1749 y, sucesivamente, como encargado de Negocios.

Ignacio de Luzán constituye por lo demás un claro ejemplo de colaboración directa con los círculos de poder a la que aludíamos en las páginas precedentes y que vio a diversos hombres de cultura anudar vínculos de estrecha participación con el poder político y los ministros fernandinos que lo representan, erigiéndose el autor de la Poética en «uno de los mayores exponentes de la política cultural oficial»59 en los años centrales del siglo. A su regreso a España, después de sus fructíferos años en Italia, el literato español apoya activamente el proyecto reformador de Fernando VI, al que se suman varios escritores e intelectuales, identificados con los propósitos renovadores del segundo Borbón, orientados a restituir a la Nación el prestigio perdido en todos los campos, entre ellos el cultural. Numerosas son las instituciones promovidas desde el poder oficial en las que el preceptista, a caballo entre los años 40' e inicios de los 50', participa activamente. Al mismo tiempo, de regreso de su breve experiencia parisina de tres años, el autor aragonés habrá de participar en la gestación de la célebre Academia del Buen Gusto que, entre 1749 y 1751, justamente en los mismos años en que la muerte acogía en su seno al autor modenés, instauró en la capital un espacio privilegiado de debate y divulgación de las nuevas ideas estéticas, de las que el preceptista acabará convirtiéndose en uno de sus más prestigiosos animadores. La acreditada tertulia madrileña, que se reunía en los salones de la Marquesa de Sarria y de carácter más elitista de lo que algunos años más tarde fue el brillante círculo literario de la fonda de San Sebastián, constituyó otro punto de referencia inestimable por lo que atañe el influjo de la lírica y de las ideas literarias italianas, de modo especial de derivación muratoriana. El prestigioso cenáculo, gracias a la activa participación del autor de las Memorias literarias de París, habría de erigirse en otro importante canal a través del cual habría de penetrar también el pensamiento del autor italiano en las letras españolas, favoreciendo la difusión de sus innovadoras ideas literarias y los preceptos del nuevo clasicismo, sin olvidar que ambos aspectos habrán de cuajar en los escritos y en las preceptivas que nos legaría, a caballo entre los años 60' y 80', la siguiente generación vinculada al reformismo carolino.

Como muchos de sus compañeros de generación que participan en la vida cultural de los últimos años de Felipe V y de la sucesiva fase fernandina, advierte Froldi, «Luzán se detiene en el umbral de las novedades más revolucionarias y radicales», por lo que, como observa acertadamente el hispanista italiano, no es posible «considerar su figura como la de un verdadero y prototípico representante de la España moderna»60. Sin embargo, su voluntad de trazar un nuevo camino estético acorde al 'nuevo gusto', su rechazo a las tendencias derivadas del barroco, apoyándose en las ideas que había asimilado en su larga estancia italiana y tomando como modelos la poesía arcádica y los ejemplos que le suministran el siglo XVI español, sumado a su moderado reformismo orientado a rejuvenecer la cultura de su tiempo, lo instalan como uno de los hombres de saber de mayor proyección cultural e intelectual de mediados del siglo. Sus ideas y activa participación en la vida cultural fernandina preparan en cierto modo la gestación y plasmación de los nuevos ideales y gustos estéticos que delatan una significativa preponderancia de la matriz italiana en aquellos años centrales de la centuria y que habrán de imponerse en la sucesiva fase de renovación que impulsó el reformismo ilustrado de Carlos III.




Muratori: otros influjos, traducciones y recepción

Si las huellas que Muratori dejó en la obra del literato aragonés fueron notables, cabe recordar que el influjo de sus ideas en la cultura española del XVIII excede el marco de los gustos artísticos para abarcar otras parcelas del saber, como la filosofía, la historia y el pensamiento religioso. En tal sentido, Joaquín Arce ha ampliado la vigencia y el alcance del preceptista italiano en la España del Setecientos, precisando que «Muratori no sólo importa como crítico literario, sino también, a juzgar por el número de sus traducciones, por sus obras de carácter religioso y moral»61. En esta misma línea, más recientemente Froldi, quien ha analizado de modo acabado el significado y el valor de la obra del literato modenés en la cultura española, anota que:

«Muratori constituye una de las figuras más significativas en cuanto a la recepción de la cultura italiana en la España del XVIII, tanto por la cantidad de obras que, ya sea directa o indirectamente y a través de sus traducciones, han penetrado en España, tanto por la persistencia en el tiempo. Una presencia, la de Muratori, variada y articulada [...] y siempre [...] estimulante y constructiva»62.



El autor italiano, en efecto, constituye una presencia casi permanente en las letras españolas del dieciocho y, conforme avanza la centuria, su influencia no hace más que acrecentarse, imponiéndose como uno de los puntos de referencia más estimables en campo estético y literario63. Además del ya aludido influjo que ejerce sobre las ideas estéticas que modelan la Poética luzaniana, no puede dejar de mencionarse la importante relación epistolar y de colaboración intelectual que Muratori estableció por decenios con el más prestigioso exponente del grupo de los novatores valencianos y autor de la primera biografía cervantina, Gregorio Mayans i Siscar (1699-1781); contactos sobre los cuales la crítica -Peset, Batllori, Froldi, y de modo especial Antonio Mestre-, se han detenido de modo exhaustivo64.

Respecto a las concomitancias entre ambos autores en el panorama de la cultura del siglo, Froldi pone de relieve que «Muratori en Italia y Mayans en España desbrozaron el camino a la renovación religiosa, filosófica, literaria y civil en la primera mitad del siglo, ofreciendo ambos autores ejes de reflexión y temas de discusión al pensamiento de la segunda mitad de la centuria»65. El erudito de Oliva admiró al autor italiano, hacia quien demostró aprecio y alta estimación, erigiéndose en mediador y difusor de su obra en la cultura española del tiempo. Como nos recuerda una vez más Froldi, tengamos presente que Mayans fue «quien, en 1732, leyó por primera vez las Riflessioni y difundió su conocimiento entre sus amigos»66. Cabe recordar que años más tarde, entre 1736 y 1737, Mayans acomete la traducción de las Riflessioni del buon gusto, aunque debido al temor a la Inquisición, el erudito valenciano acabaría desistiendo sucesivamente en tal empeño y no se animó a publicar la obra. Si bien el texto de Muratori se introdujo tardíamente en España, la crítica se ha mostrado de acuerdo en precisar que su influjo en el campo de las ideas estéticas y literarias ha sido significativo, de modo especial a través de Luzán y de la importante labor de divulgación llevada a cabo por el grupo de novatores valencianos, nucleados en torno precisamente a la figura señera de Mayans.

Su labor como Bibliotecario real entre 1733 y 1739 le facilita a Mayans el acceso a las novedades editoriales y el conocimiento de textos que aún no ofrecían una considerable circulación en los circuitos culturales de la Península. Tiene así la posibilidad de entrar en contacto con otras obras del preceptista italiano, como Del Governo della peste, Della carità cristiana y Filosofia Morale. Al respecto A. Mestre recuerda que desde la Corte el erudito valenciano le comunicaba «a su íntimo Juan Bautista Cabrera que había leído la Filosofia Morale aconsejándole, al mismo tiempo, que la tradujera al castellano»67.






Otros contactos, influjos y presencias

Si Muratori constituye una influencia decisiva en la formación cultural del erudito valenciano, no fue el único influjo o presencia de procedencia italiana reconocible en su obra y vasta actividad intelectual. Mestre, quien ha analizado los vínculos que el novator de Oliva estrechó con Muratori y Gravina, extiende el número de contactos italianos, precisando en tal sentido que la lista podría ampliarse al cardenal Passionei y al poeta Scipione Maffei68. Por su parte, por lo que se refiere a las lecturas, es sabido que, entre otras, Mayans tuvo acceso a las obras de Giannone, Mamachi y Concina, al tiempo que muy probablemente, como asevera una vez más Mestre, «la estancia de Bayer a lo largo de seis años en Roma [pudo haber servido] de enlace con el influjo que ejerció el pensamiento innovador italiano en personajes como Manuel de Roda o el caballero Azara»69.

Volviendo a Muratori, el dominio ascendente del bibliotecario de Módena en la cultura española no se restringió, sin embargo, al campo de la estética y las letras, sino que abarcó, como se ha apuntado ya, otros ámbitos del saber, como el pensamiento religioso, el económico y el de la jurisprudencia. El influjo de sus ideas excedió los límites aquí fijados (reinado de los primeros dos Borbones), puesto que prosiguió a lo largo de la centuria, reconociendo momentos y énfasis diversos. La ya aludida y truncada traducción efectuada por Mayans hacia mediados de los años 30' constituye la única de la que se tiene noticias que haga referencia a la primera mitad del Setecientos. Es en años más tardíos, durante el último tercio del siglo, cuando en efecto la casi totalidad de la obra de Muratori será traducida al español. Por tanto, la mayoría de sus textos fueron volcados al español y difundidos después de la muerte del autor modenés en 1750, de modo especial durante el último tercio del siglo70: Della regolata devozione dei cristiani, traducida por Miguel Pérez Pastor (1763), Della forza della fantasia, por V. María de Tercilla en 1777, La filosofía morale, por A. Moreno Morales (1780), Della pubblica felicità oggetto de' buon principi, volcada al español por P. Arbugech en 1790, y Dei diffetti della giurisprudenza, por V. María de Tercilla, cuatro años más tarde. Quedó sin traducir tan sólo su Cristianesimo felice (1743), en el que Muratori valora y traza un panorama idílico de la experiencia de vida y trabajo comunitario de las misiones jesuíticas del Paraguay. Si bien este último texto alcanzó una importante difusión en Europa, fue, sin embargo, poco conocido en la España del XVIII; ausencia significativa que, como puede suponerse, debe ser atribuida al clima cada vez más acusadamente antijesuita que caracterizó la España de Carlos III, lo que sin duda no favoreció su divulgación en la España del período.

Por lo que atañe a su texto clave, las Riflessioni sul buon gusto nelle scienze e nelle arti (1708), la obra despertó el temprano interés de Mayans, quien, como se ha señalado, tradujo el texto en los años 30', si bien dicha versión, en su transcripción completa, no llegaría nunca a ver la luz. En efecto, el texto traducido al español tan sólo se publicaría algunos decenios más tarde, en 1782, gracias a la labor del erudito Sempere y Guarinos, aunque esta versión se halle referida tan sólo a la segunda parte que Muratori había publicado en Colonia en 1715. Froldi ha examinado las razones que llevaron al alicantino a acometer su labor traductora y la funcionalidad de los añadidos a la edición española, advirtiendo con razón que el erudito de Elda se propuso utilizar el texto del autor italiano para trazar una reivindicación general del nuevo itinerario que había comenzado a transitar la España de los Borbones71. El traductor alicantino se apropia de muchas de las consideraciones vertidas en las Riflessioni para esbozar una amplia meditación sobre el estado de la cultura española en los últimos decenios del XVIII, exaltando especialmente el nuevo camino de renovación científica y cultural que ha comenzado a recorrer el reino al constatar «que la España de los Borbones se ha desprendido de la vieja cultura escolástica y del mal gusto»72.

A modo de apretada conclusión de este breve apartado, no cabe duda alguna sobre la valiosa aportación que Muratori dejó en la cultura española del Setecientos, sobre todo en el campo de las ideas estéticas y literarias y en la plasmación de la nueva concepción del 'buen gusto' en las letras y las artes. La del literato modenés de ningún modo fue una presencia secundaria en el proceso de secularización cultural que, con no pocas contradicciones y limitaciones y cierta prevención, caracterizó los años centrales del siglo. El influjo de sus ideas en algunos ambientes culturales de la Península Ibérica, empezando por el círculo de novatores valencianos, data de principios de los años 30' y reconocen una presencia significativa a lo largo de toda la centuria. En dicho itinerario destaca la labor de divulgación que desempeñaron Luzán, Mayans y el grupo de novatores que gravitó en torno al erudito valenciano (Burriel, entre otros), aproximando, incorporando y asimilando las ideas del literato italiano a través de referencias, comentarios y traducciones parciales a su vasta y poliédrica obra.




Otros contactos, influjos y presencias

Si Metastasio, Luzán, Mayans y Muratori constituyen los nombres más significativos que encarnan las novedades y la importancia de los vínculos entre ambas penínsulas hespéricas durante los años centrales del Setecientos, es posible reconocer sin embargo otros contactos, tal vez menos estudiados o conocidos que aquéllos, pero no por ello menos fecundos. Entre ellos puede señalarse por ejemplo el vínculo que unió al ex jesuita toscano Maffei con el poeta Gerardo Lobo, quien llegó a dominar perfectamente la lengua italiana y cuyos poemas traslucen evidentes derivaciones petrarquistas y encierran no pocas resonancias procedentes de la lírica renacentista, o también la más significativa relación de amistad literaria que el Padre Feijoo estrechó con Benedetto XIV y el cardenal Quirini.

No son pocos por otro lado los italianos que a lo largo del siglo alaban la inteligencia y el amplio saber del docto benedictino, como es posible corroborar por las impresiones que, entre otros distinguidos visitantes que transitaron los caminos de la Península, nos dejaron el monje Caimo, quien visitó la Península en los años del reinado de Fernando VI, y el piemontés Baretti, que recorrió la Península en dos ocasiones durante los primeros años de Carlos III73. Asimismo debe destacarse la considerable fortuna que su Teatro crítico universal obtuvo en la Italia de aquellos decenios y que ha llevado a algunos estudiosos a poner de relieve la obra del autor asturiano en el marco de las relaciones literarias entre ambas penínsulas74. A este respecto, Cian nos informa que «de la fortuna que obtenía la obra principal, Teatro crítico, él [Feijoo] se congratulaba con razón, mientras que se informaba gratamente respecto a las versiones italianas que venían editándose en la Península, [...] corroborando un dominio seguro de nuestra lengua [italiana]»75.

El célebre texto del monje ovetense reconoce a lo largo del XVIII dos traducciones al italiano: la primera versión (Teatro critico universale, Roma, 1744), realizada por el abate Marcantonio Franconi, integrante de la Arcadia romana, según parece no le satisfizo al monje benedictino, al revelarse el traductor, como recuerda Cian, «inexperto en la lengua española»76. La sucesiva edición italiana salió a la luz en la ciudad de Génova algunos años más tarde, entre 1777 y 1782, con traducción del abate Antonio Eligio Martínez (Teatro critico universale, ossia Ragionamenti in ogni genere di materia per disinganno degli errori comuni, Genova, Pizzorno, 1777-82, 8 vols.), confirmando el interés que la obra del prestigioso erudito asturiano concitó en aquellos decenios en algunos ambientes intelectuales italianos. Merece subrayarse por otro lado que las ideas y el pensamiento económico y filosófico del Illuminismo napolitano, conjuntamente a las novedades procedentes de la ilustración lombarda en el campo jurídico, gozaron de cierto prestigio y consenso entre los novatores y los hombres de cultura de la España del período, aunque sus efectos se hayan dejado sentir años más tarde, a través de escritos, planes y proyectos de reformas que promovieron los hombres más lúcidos y avezados en la sucesiva fase correspondiente al reformismo dirigista de Carlos III, de modo especial entre los años 70' y 80'. En especial cabe recordar las figuras señeras de Genovesi, Filangieri y Beccaria77, cuyas obras, en lengua original o traducidas al español, circularon y alcanzaron una significativa difusión y una estimable repercusión en determinados ámbitos de la Ilustración hispánica Al respecto, Joaquín Arce ha indicado que:

«[...] así como los reformadores españoles Uztáriz, Campomanes, Foronda, ejercieron influencia en Italia, las discusiones de los más calificados representantes de la ilustración italiana fueron bien conocidas en España [...]. Los dos centros principales del Illuminismo italiano Nápoles, con Genovesi y Filangieri, y Milán, con Beccaria están presentes en la preocupación reformadora española a través de traducciones y comentarios»78.



Si, como observa el destacado italianista, los dos insignes napolitanos han dejado huellas en las bases filosóficas y económicas que modelaron el pensamiento de la Ilustración española en los años centrales del siglo, el único de los grandes autores italianos que obtuvo una presencia significativa y cierta repercusión en ámbito literario fue Cesare Beccaria, autor del célebre tratado Dei delitti e delle pene. Sin embargo, debe precisarse que el texto del famoso jurista milanés vio la luz en 1764, siendo traducido al italiano diez años más tarde79, por lo que su presencia en las letras españolas excede el marco histórico-cultural escogido en estas páginas, ya que entra de lleno en la última fase correspondiente al último tercio del siglo.

El pensamiento de Beccaria, orientado a la reforma del sistema jurídico imperante, como así también su encendida condena de los duelos, de la pena de muerte y del uso de tormentos para arrancar confesiones a los presuntos reos, patrimonio todos ellos de la moderna jurisprudencia europea, pueden rastrearse en algunos textos literarios de la fase sucesiva, entre los años 70' y 80' de la centuria, y de modo incuestionable en el drama sentimental de Jovellanos, El delincuente honrado. Del mismo modo, algunos ecos del ideario de Beccaria, aunque más parcialmente y de modo menos acusado que las que se reconocen en el drama del escritor asturiano, pueden advertirse en algunos de los diálogos que enhebran la segunda de las Noches lúgubres de José Cadalso.

Por último, como cierre a este panorámico excursus a través de las relaciones hispano-italianas de los primeros seis decenios del XVIII, tan sólo nos queda aludir muy brevemente a los contactos reconocibles en el campo de la filología comparada y de la traducción literaria. Como es bien sabido, importantes han sido los estudios de filología y lexicografía comparada llevados a cabo en la España de las Luces. Si bien la actividad en este campo reconoce una mayor intensidad en los últimos decenios gracias a las importantes aportaciones de Terreros y Hervás y Panduro, conjuntamente con el mayor impulso conferido a la labor traductora en ambas direcciones, debe precisarse que el interés por la cuestión de la lengua se halla bien presente en España desde los albores del XVIII. Ejemplo de ello son el establecimiento en 1713 de la Real Academia y los valiosos trabajos orientados a la fijación de la lengua española que dicha institución publicó en aquellos primeros decenios de la centuria: el Diccionario de autoridades, entre 1726 y 1739, y sucesivamente la Ortografía, que vio la luz en 1741.

Por lo que atañe a los primeros decenios del siglo, es posible registrar la edición de una Gramática comparada española e italiana, compilada por Matías Chirchmair ya en los primeros decenios de la centuria, y publicada en 1734 en Florencia. Sin embargo, habrá que esperar aún algunos decenios, gracias a los estudios de Terreros y Hervás y Panduro, para atestiguar novedades y aportaciones significativas en el campo de la filología comparada. Cabe recordar que los italianos ya disponían desde principios del siglo precedente de una Grammatica spagnola e italiana, redactada por Franciosini, y cuya primera edición había visto la luz en Venecia en 1624. A pesar de la novedad que representaba la gramática de Chirchmair, las diversas reediciones del texto de Franciosini, traductor por otro lado de ambas partes del Quijote al italiano, confirman que fue el suyo, al igual que su Vocabulario italiano e spagnolo, que a lo largo del siglo registra al menos seis ediciones, el texto de gramática contrastiva que siguió dominando sin rivales en el mercado italiano hasta entrado el Setecientos.

La lengua italiana va ingresando en estos decenios como idioma prestigioso en la cultura española80, de modo especial a través de la creciente presencia y popularidad que va alcanzando progresivamente el italianismo musical en los escenarios de la Península y a su mayor dignidad como género en ámbito literario. En tal sentido, no se olvide por ejemplo que dos destacados exponentes de la cultura hispano-italiana del siglo, Eximeno y Arteaga, alabaron la musicalidad de la lengua italiana, destacando sus virtudes como idioma apropiado para el canto. En dicha perspectiva los dramas musicales de Metastasio, y sucesivamente de Goldoni y Alfieri, no sólo produjeron modificaciones en la definición del 'gusto' del público en la Península, sino que se convirtieron en privilegiados canales de penetración cultural que fueron determinando en algunos círculos culturales de la Ilustración un mayor interés y revaloración hacia la lengua de Dante. Al respecto, Félix San Vicente ha observado que este creciente interés por el italiano, «a pesar de seguir siendo fundamentalmente de orden filológico y literario, acabó por convertirse en moda y tener cierto influjo en el español de la época»81, al tiempo que notables fueron los términos y conceptos procedentes del italiano que se incorporaron al patrimonio léxico de la España del período.

En una perspectiva que insiste sobre la importancia y la centralidad de la praxis traductora, sobre todo en ámbito dramático, en el proceso de aproximación de ambas culturas, Fabbri ha enfatizado oportunamente que la traducción fue «la respuesta más noble y eficaz a los prejuicios y a la ignorancia que desde demasiado tiempo obstaculizaban las relaciones culturales entre Italia y España»82. La traducción, estrechamente asociada a las ideas lingüísticas entonces imperantes, se erigía en valioso instrumento de aculturación y de mayor conocimiento de las dos literaturas en contacto. Como resultado de este gran fervor hacia la labor traductora que se impuso en ambas naciones, promovida en España a partir del éxito del que empezó a gozar el drama metastasiano en los años centrales del siglo, y en Italia, algunos decenios más tarde, gracias a la encomiable labor acometida sobre todo por la diáspora de jesuitas expulsos en los territorios de la Península, fueron introduciéndose nuevas voces, ampliando y enriqueciendo así el patrimonio léxico de ambas lenguas.

Ya en su lejana monografía, Cian había evidenciado el alcance de las traducciones, refundiciones, imitaciones y adaptaciones de obras literarias en el marco de las fructíferas relaciones hispano-italianas del período, centrándose en particular en las versiones españolas de obras y autores italianos (Metastasio, Denina, Muratori, Goldoni, Alfieri, Filangieri, entre otros). Más recientemente, Fabbri ha destacado el valor de la actividad traductora en el trazado de los vínculos entre ambas penínsulas a lo largo del XVIII, observando que:

«una parte considerable del mérito debe ser atribuido a los traductores, adaptadores e imitadores, sobre todo de textos teatrales, que contribuyeron a divulgar en ambas penínsulas autores y obras de indiscutible valor. Pensemos en las traducciones de Calderón y Metastasio, a la difusión de Goldoni y Alfieri en España y de Moratín en Italia, a Carlo Gozzi, artífice de un estimable teatro hispano-véneto que, conjuntamente a las obras trágicas y cómicas de algunos exiliados españoles Montengón, Salazar, Colomés, Lassala, {[...] favoreció en nuestro país [Italia] la difusión de temas, personajes y atmósferas hispánicas»83.



No cabe duda de que la traducción favoreció un mayor conocimiento y una mayor difusión de autores y textos, afianzando o determinando nuevos gustos y preferencias estéticas en la cultura de la lengua traductora. Baste citar sólo, a modo de ejemplo, la importancia asignada a la ya aludida libre traducción española de las Riflessioni sopra il buon gusto del célebre Muratori, llevada a cabo por el alicantino Sempere y Guarinos. No se olvide que este texto capital constituyó un notable punto de referencia para los defensores de la nueva estética neoclásica en las letras españolas, si bien muchas de las sugerencias del preceptista italiano, como se ha apuntado en páginas anteriores, ya habían sido introducidas algunos decenios antes de modo indirecto a través de la Poética luzaniana.

La crítica ha subrayado la importancia de esta febril actividad traductora a lo largo del XVIII, sobre todo en el teatro, pudiéndose reconocer tanto la existencia de traductores de oficio, «como el conocido Bernardo M.ª de Calzada, a quien llamó Moratín 'eterno traductor de mis pecados'»84. Asimismo destaca la presencia de un grupo no insignificante de autores traductores adaptadores, nueva figura emergente en el panorama del drama dieciochesco español, entre los que en los decenios centrales del siglo -finales de Fernando VI e inicios del reinado de Carlos III- se impone la figura de Ramón de la Cruz, traductor-adaptador, entre otros, de Zeno, Metastasio y Goldoni. Como se ha observado, «el concepto de traducción era en el siglo XVIII distinto del que tenemos en la actualidad y que, en cualquier caso, concedía mayor libertad al traductor, [hallándonos...] muchas veces en el límite, impreciso, entre traducción y adaptación»85. Por otro lado, no fueron pocos los ejemplos de contaminatio lingüística y de equívocas transposiciones de vocablos, fórmulas y expresiones en ambas direcciones. Más allá de la discutible fiabilidad que pudiesen ofrecer algunas versiones, es evidente que las piezas, una vez traducidas o adaptadas, encontraban un canal más inmediato y receptivo en su proceso de difusión y recepción en la cultura de llegada.

Este mismo fervor por la actividad traductora fue imponiéndose también en la Italia del Settecento, aunque a lo largo del período aquí estudiado no abunden las novedades, puesto que en los primeros decenios de la centuria siguen traduciéndose y adaptándose piezas teatrales de derivación áurea, especialmente obras de Calderón y Moreto, al tiempo que no aparecen nuevas traducciones de textos modernos ni clásicos. Como botón de muestra de esta parcial ausencia, conviene recordar por ejemplo que el texto de las letras españolas mayormente conocido en la Italia del período, el Quijote, no registra nuevas traducciones a lo largo del siglo, pudiéndose reconocer sólo cuatro reimpresiones de la única versión italiana hasta entonces editada, la de Franciosini publicada a principios del siglo precedente (1622 y 1625). Sólo recién a inicios de la siguiente centuria verá la luz una nueva traducción mucho más fiable, a cargo de Bartolomeo Gamba; publicada en Venecia en 1818. En todo caso, habrá que esperar recién a los últimos decenios del Setecientos, sobre todo al último tercio de la centuria, para asistir a un florecimiento imponente de la actividad traductora en la Península que, además del español, incluyó numerosas iniciativas editoriales referidas a textos y autores de otras lenguas europeas, especialmente franceses, ingleses y, de modo más tardío, alemanes, y que, por lo que atañe a las piezas teatrales, reconoce en la prestigiosa colección veneciana del Teatro Moderno Applaudito una de sus más apreciables manifestaciones.

Por último, en el marco del estimable trabajo de rescate y valoración de la actividad traductora en el XVIII que ha emprendido especialmente el profesor Lafarga a través de sucesivas y numerosas publicaciones, cabe destacar que en estos últimos años han visto la luz algunos catálogos de relieve y de consulta obligatoria para el estudio de la traducción en la España del período. Por lo que se refiere al teatro italiano en la España del Setecientos y tan sólo a título ilustrativo, disponemos de algunas aportaciones dignas de mención, como el «Catálogo de traducciones de comedias italianas», compilado conjuntamente por Calderone y Pagan y otro referido a las traducciones de tragedias italianas, redactado por Garelli86, puntos de referencias imprescindibles ambos a la hora de trazar una historia de la traducción y recepción de piezas italianas en la España del período.






Conclusión

A modo de breve conclusión de este veloz recorrido a través de las relaciones hispano-italianas en los primeros seis decenios del siglo y que remiten a los reinados de los dos primeros Borbones, es posible aseverar que, a despecho de algunas opiniones que han insistido en la ruptura o en el evidente debilitamiento de contactos entre ambas penínsulas a partir de los primeros decenios del Setecientos, dichos vínculos no sólo no se vieron interrumpidos a partir del siglo de las Luces, sino que por el contrario reconocen un itinerario de continuidad que se amplía y revitaliza incluso en algunos campos culturales. Ello se debió especialmente a la política italianista llevada a cabo por Felipe V en su largo reinado y a los nuevos impulsos y más amplios contactos promovidos por su sucesor, trazando ambas fases, con modalidades y ritmos diversos, un nuevo y estimulante itinerario en el que es posible constatar una reavivación de las seculares relaciones que habían aproximado a ambas culturas en los dos siglos precedentes. Es en dicha perspectiva que en nuestra opinión deben ser examinadas y valoradas las presencias en el campo artístico y literario y los múltiples vínculos que a lo largo de los primeros seis decenios del siglo España entabló con la cultura italiana del Settecento. No cabe duda que fue precisamente en aquellos seis decenios cuando comenzó a fraguarse el humus sobre el que algunos decenios más tarde fertilizaría el proceso de renovación cultural y la fase de estimulantes e intensos contactos ítalo-españoles que caracterizó el último tercio de la centuria y que habría de reconocer en la fase del reformismo de Carlos III -signada por importantes presencias y recepciones y decisivos influjos-, su más acabada expresión.




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