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Señor D. Juan Manuel de Rosas1

José Mármol

Teodosio Fernández (ed. lit.)





Montevideo, octubre 26 de 1851

SEÑOR:

Dentro de algunas semanas os encontraréis en condición tan desgraciada, que sería innoble entonces por parte de vuestros enemigos el abusar del triunfo para mortificar vuestra conciencia, una vez que os viesen en el destierro o bajo la vigilancia de la justicia. Pero cuando estáis todavía en el poder, quiero apresurarme, antes que salgáis de él, a buscar en los recuerdos mismos de vuestro pasado algunas verdades con que pretendo acusaros de ingrato y malo para con vos mismo, como lo habéis sido para con la patria.

Es una idea nueva, general Rosas; nadie hasta ahora se ha tomado el trabajo de acusar a vuestro sistema por los males que os ha inferido a vos mismo.

En otra ocasión os hice conocer la criminalidad de vuestra conducta para con vuestra hija, único afecto que se os concedía en la tierra; y si ahora logro demostraros que no habéis sido bueno ni para con vos mismo, podremos obtener por resultado que habéis venido al mundo con la triste misión de no poder ni saber obrar el bien en beneficio de nadie, ni aun de vos mismo.

Vuestros enemigos han repetido hasta el fastidio una acusación con que más creían demostrar vuestra sistemática tiranía; han dicho que cuando entrasteis por primera vez al gobierno en 1829, tuvisteis la ocasión y los medios de construir el país y afianzaros en el gobierno, por la constitución, y por la vocación del partido federal a vuestra persona.

Yo os defiendo de ese cargo, general Rosas.

En 1829, el partido federal era más fuerte que vos; y cualquiera constitución que hubieseis dado al país, no hubiera servido sino para perderos personalmente, haciendo más sólido el poder de los federalistas, con los derechos que les otorgase la ley pública, como a ciudadanos argentinos. Deseasteis perpetuaros en el gobierno y habría sido un grandísimo error de vuestra parte el circunscribiros un círculo legal para ejercer vuestra autoridad, pues que en ese círculo el partido federal os habría sofocado bien pronto, porque las aspiraciones de él no dieron fin con la caída del poder unitario. La constitución no habría durado más tiempo que el que dispensase una guerra civil en vuestro mismo partido; y ni el país, ni vuestra persona habrían ganado gran cosa con el pensamiento constitucional.

Fuisteis hábil entonces, es decir, tuvisteis la adivinación o el instinto de vuestra conveniencia, porque entonces, como en toda vuestra vida pública, no ha habido jamás combinación política, sino instintos, inspiraciones de vuestra organización y vuestro carácter.

En mi opinión, sólo habéis tenido tres épocas de trabajar, en beneficio de vuestra persona, de vuestro gobierno y de vuestro nombre futuro. Y esas épocas son:

  • En 1838.
  • En 1847.
  • En 1850.

En 1838, el partido unitario estaba completamente muerto como cuerpo político. El partido federal, constitucionalmente hablando, no existía tampoco como cuerpo, era tan solo una degeneración chocante de la federación constitutiva lo que existía en la república, en millares de hombres que invocaban la palabra federación sin cuidarse en nada de la importancia de la práctica del principio federativo; no había nada de unitarios, ni de federales propiamente hablando: no había otra cosa que amigos y enemigos de vuestro gobierno.

Pero durante los años que habían transcurrido desde el encarnizado debate de los dos grandes partidos de la república hasta ese año de 1838, una generación nueva había crecido y puéstose en edad y en ocasión de tomar parte, o por vuestros amigos, o por vuestros enemigos. Porque ni había partido de federación o de unidad por quien tomarla, ni esa juventud era unitaria, ni federal tampoco.

Era una juventud ilustrada, entusiasta con los recuerdos del pasado, activa, pura y con aspiraciones de figurar en las carreras brillantes de la sociedad de su país, en política, en literatura, etc.

Enojada con la guerra civil que había extinguido tantas bellas esperanzas en su tierra natal, esa generación se hizo oír de vos por el órgano de muchos de sus principales miembros, y con ese candor que caracteriza a la juventud, os ofreció su cooperación para realizar los grandes destinos de su patria.

No era una pobre cosa, era toda una generación de hombres nuevos, fuertes e inteligentes la que ofrecía su auxilio, en cambio solamente de recibir de vuestro gobierno una constitución para el país, que definiese siquiera los derechos más naturales de sus hijos, dejando asegurada la vida, la propiedad y la emisión libre de las ideas.

A tiempo que recibíais esa oferta valiosa, que podía decidir de los destinos de vuestro gobierno y de vuestro nombre histórico, la emigración unitaria estaba reducida a unos cientos de hombres en la República Oriental, muy llenos de mérito y muy acreedores al respeto de los hombres, pero en completa impotencia para hacer sombra a vuestro poder.

Los acontecimientos del Perú, cualesquiera que fuesen sus resultados, no podían afectar directa y seriamente vuestro gobierno.

La cuestión francesa que comenzaba, era un asunto de fácil solución en un arreglo diplomático, desde que hubiese en él sinceridad y buena fe por parte vuestra.

Los sucesos interiores del Estado Oriental, abandonados que fuesen así propios, eran insuficientes, aun con el triunfo del general Rivera, para trastornar el orden de cosas que establecieseis. No teníais que hacer sino evitar las complicaciones, aflojar vuestro sistema dictatorial, y conquistar de ese modo la cooperación del poderoso elemento que se os ofrecía, es decir, la cooperación en toda la república de veinte o treinta mil hombres nuevos, que debían constituir vuestra potencia intelectiva y material, desde el momento en que compraseis su auxilio al precio que se os pedía.

La nueva generación no se quería encomendar de la reivindicación de ningún partido, ni hacerse exclusivista en beneficio de ningún hombre, ni de ninguna idea.

A las demasías anteriores de vuestro gobierno, la juventud habría bañado su memoria en el Leteo de la paz futura; y clasificándolas, acaso, como consecuencias desgraciadas pero fatales de la anterior lucha de partidos, se habría hecho intransigible con todo aquello que no conviniese a la tranquilidad pública y al pacífico ejercicio de la ley que dieseis al país, cualquiera que fuese su extensión en los primeros momentos.

Vuestro poder, apoyado en el auxilio de esa juventud, habría servido para hacer respetar el código político; y esa misma ley podría haber sido escrita de tal modo que no pudiese ser atacado vuestro gobierno, o más bien, vuestra persona, sin ser atacada y violada la ley.

¿Pero qué hicisteis, general Rosas, en ocasión tan favorable a vuestros intereses y a vuestro nombre? Comprometisteis los unos y echasteis lodo sobre el otro.

Era el momento de purificaros un poco, de establecer sobre una base sólida y legal vuestro gobierno; pero preferisteis mancharos más, y haceros un déspota insufrible, pudiendo haberos hecho un presidente constitucional.

Hijo legítimo de las ideas retrógradas, en los jóvenes no mirasteis sino muchachos; e incapaces los ojos de vuestra inteligencia de extenderse más allá de las paredes de vuestro gabinete, no comprendisteis que esos muchachos habían de crecer más, habían de ser hombres formales, y de más o menos valer en los negocios públicos o en los sucesos de la revolución. Y, bajo esta falsa apreciación, empezasteis por despreciarlos y acabasteis por perseguirlos, por encarcelarlos, por arrojarlos del país a fuerza de humillarlos con vuestro torpe y extravagante sistema de divisas, de bigotes, etc., etc.; todas esas irrisiones, a nada conducentes, con que habéis tenido el mal sentido de enajenaros la voluntad de millares de hombres que os veían ocupado en profanar su dignidad y en haceros aborrecer, en vez de emplear vuestro tiempo en ser útil al país y en haceros amar.

Desesperanzada de que fueseis capaz de otra cosa que de ser un tirano vulgar, grande solamente por el tamaño de vuestros delitos y no por las combinaciones de vuestro sistema, la juventud de la república estableció entonces su programa de conducta futura.

Una parte de ella pasó a Montevideo, no a hacerse partidaria de los unitarios, sino a buscar en ellos amistad y unión para haceros la guerra.

En las provincias, el resto de esa juventud empezó a fomentar con actividad lo que había de constituir más tarde la gran Liga del Norte.

Y el sol de 1840 vio a toda esa generación que tuvisteis el mal sentido de no comprenderla, ni en su importancia ni en sus miras, formando la gran masa de vuestros enemigos, en todos los ángulos de la república.

Con una actividad y una abnegación que la historia sabrá recomendar en los anales de la emigración argentina, esa juventud se dividió todos los trabajos de la actualidad: engrosaba los ejércitos, dirigía la prensa, la política, el debate; propagaba en toda la América los sanos principios de la revolución a que había entrado, y consiguió con su propaganda haceros conocer del mundo entero, en toda la deformidad de vuestro carácter y de vuestro gobierno.

La fortuna os fue propicia, sin embargo: vencisteis; no hay necesidad de decir cómo ni por qué; vencisteis militarmente de las grandes cruzadas de 1840, y vuestros triunfos siguieron extendiéndose y propagándose.

¿Pero cómo quedasteis después de vuestros triunfos, general Rosas? Quedasteis sobre un trono de cráneos, con una aureola de espíritus ensangrentados en vuestra frente, expuesto al odio, a la repugnancia de la humanidad entera, dibujándose a vuestros ojos, en el horizonte de los siglos, la reprobación de las generaciones futuras. Quedasteis cubierto de lágrimas y sangre, temblando de la luz, del aire, de vuestra propia sombra, augurando en vuestra misma conciencia la hora de la venganza del pueblo, o la punta de un puñal sobre vuestro pecho. Quedasteis como una boa del Indo, harto con las entrañas que habíais devorado, hidrópico con la sangre de vuestras víctimas, tendido en el fango de vuestros propios delitos.

¿Habíais trabajado en vuestro daño o en vuestro beneficio? Es muy sencillo: después de vuestro triunfo conseguisteis lo que os acabo de decir, y sin pretender ese triunfo habríais conseguido, dos o tres años antes, una vida llena de quietud, de gloria cívica y de un gobierno tranquilo y duradero, con solo el trabajo de haber hecho alianza con las ideas de la generación nueva.

Trabajasteis, pues, en vuestro daño, porque os pesa sin duda, por una fenomenal disposición de vuestra organización, el ser bueno aun para con vos mismo.

Veamos otra época.

Las armas de vuestros contrarios, en este o en otro lugar de la república, no dejaban de atacar vuestra dictadura, pero a fines de 1847 la batalla de Vences pone el sello a la desgracia de ellos.

En esa jornada quedasteis libre de vuestros enemigos.

La república estaba cansada de la guerra. Los pueblos querían la paz, el trabajo, el orden. Vuestros contrarios mismos estaban desesperanzados para lo futuro. Vuestro poder acababa de ser solidificado de un modo que parecía hacerlo inconmovible.

Una cuestión exterior complicaba entonces las relaciones de vuestro gobierno con un estado poderoso de la Europa.

Pero esa cuestión no afectaba de modo alguno las conveniencias ni los derechos de la República Argentina. Ésta no tenía el mismo interés en destruir la independencia oriental, llevándole presidentes en la punta de las bayonetas; y cualquier sesgo que se diera a esa cuestión, no importaba un antecedente deshonroso al país: era un asunto puramente vuestro, que ofrecía una facilísima solución, con solo el retiro del ejército nacional, aceptando cualquiera de las tantas concesiones que para tal efecto ofrecía la potencia interventora.

Fuera de esta cuestión no había ninguna otra de gravedad en nuestras relaciones exteriores; y en su interior, la república estaba tranquila.

¿Qué necesitabais pues, general Rosas, para haceros a vos mismo el brillante beneficio de reconquistar para vuestro gobierno la legalidad que le había faltado siempre, de haceros amar del mismo pueblo que os había temido, y de establecer para vuestra persona un gobierno radicado en la confianza pública y en el deseo de paz que reinaba en toda la nación conmovida y dilacerada por tantos años? No teníais que hacer más que responder a la franca necesidad de los pueblos, a la larga ambición de dos generaciones, que consistía en una constitución para la república.

¿Quién hubiese dejado de elegiros para la presidencia del Estado estando como estabais en el apogeo de vuestro poderío? Y si la constitución hubiese establecido diez o quince años para el ejercicio de la presidencia en la persona electa, ¿quién se abría atrevido a intentar sacaros del poder antes de ese tiempo, desde que los pueblos estaban aburridos de la guerra civil, y en vuestras manos el poder de sofocarla fácilmente?

Si vuestra ambición es la de mandar, mandando quedabais. Si vuestras antiguas pasiones os inspiraban odio contra vuestros enemigos, demasiado satisfecho quedabais con el triunfo militar de vuestra causa y con el desmentido político que les dabais constituyendo el país.

La emigración, cansada, envejecida, pobre, deseosa de morir en su país, habría vuelto en el acto a sus hogares.

La Francia y la Inglaterra, que tanto interés estaban mostrando por conquistar vuestra amistad, se habrían aliado entonces del mejor modo a vuestra política; y los lazos de ella, tan relajados en la América, se habrían anudado sin dificultad.

La situación de la Europa, en el interregno en que pudisteis realizar aquella idea, se combinaba con el rápido florecimiento que podía tener la república bajo el nuevo impulso que pudisteis darle. Pues que el grande incendio que conflagró la Europa, habría precipitado una copiosa emigración a las riberas occidentales del Plata; y el primer período de vuestro gobierno constitucional habría sido marcado por una superabundancia de población y riqueza en el país.

Abiertos los ríos a la navegación libre, os poníais a la expectación del mundo comercial y político, y hacíais a vuestro país el emporio del movimiento, del comercio, de la emigración y del porvenir de esta región meridional de la América.

Todo eso iba a reflectar los rayos de su luz espléndida sobre vuestro nombre, quedabais inapeable en vuestro gobierno, y la historia habría sido muy circunspecta para juzgar los hechos anteriores de él, que allá en las lejanías del tiempo habrían sido avalorados, quizá, como medios conducentes al fin que os proponíais; porque la historia clasifica la importancia de ciertos hechos siempre por sus resultados, y rara vez por su origen.

Pero, os lo repito, estáis destinado, general Rosas, a no ser bueno ni con vos mismo; y en vez de preferir la grande y fácil obra que os acabo de indicar, preferisteis tenderos como un turco en vuestro serrallo de Palermo, jugar con la tigre, fusilar a Camila O'Gorman, salir en mangas de camisa a recibir a los plenipotenciarios europeos, ponerles ópera y coche a las mujeres, hacer y representar comedias con vuestros diputados, robar los caudales públicos, perder el tiempo en extraer los hormigueros de vuestra quinta, en hacer cavar grandes zanjas a las que llamáis lagos, por la manía que os ha dado de haceros hombre de gustos regios, formar una especie de posada en vuestra casa para embobar con cerveza y pasteles a los infelices que os iban a pedir un poco de lo mucho que les habéis robado; y dormiros como un pampa a esperar que os cayera del cielo el santo advenimiento para tomar la plaza de Montevideo, encantado con la música de vivas y alabanzas extravagantes que os tocaban al oído los titulados representantes y los necios de vuestros periodistas.

Y entre tanto, no os acordabais, general Rosas, que a vuestros pies fermentaba un volcán en la situación pública que desatendíais. No os acordabais que los mismos hombres que os habían ayudado a vencer a vuestros enemigos, habrían, más o menos tarde, de reclamaros otro orden de cosas diferente. No os acordabais que teníais un ejército poderoso y aguerrido en un destierro de doce años, y que más o menos tarde habría de estallar en él el deseo de volver a su patria y concluir por su propia cuenta las campañas eternas a que lo destinabais. No os acordabais que habíais hecho ensangrentar los pueblos a nombre del principio federativo que exigían, y que más o menos tarde habrían de reclamaros la realización de ese principio. No os acordabais, en fin, que no se gobierna indefinidamente a los pueblos, que no se está al frente de sus destinos, con los solos méritos de matar hormigas, de fusilar mujeres, de abrir zanjas, de dar coches, ópera y cerveza, de engañar al género humano, de mantener guerras interminables sin motivo alguno, y de hacerse llamar héroe y grande por los tontos o los prostituidos. No os acordasteis, por último, que los hombres públicos no pueden mantener largo tiempo su popularidad con sólo la tontería de mostrarse de cuando en cuando entre los árboles de una quinta, con calzones muy anchos y ordinarios, chaquetón viejo y sombrero de paja con las alas caídas.

Y eso y no más es todo cuanto hicisteis desde la batalla de Vences hasta 1850 en que comienza otra época.

Con sólo haber querido ser bueno para con vos mismo, el año de 1850 os habría hallado tranquilo en vuestro gobierno, en paz con todo el mundo, llena de prosperidad la república, sin un solo enemigo capaz de alarmaros, y sostenido en mando por la conveniencia de la paz pública y por el mismo orden regular de cosas que pudisteis establecer. Pero como nada hicisteis, sino lo que antes os he dicho, el sol del año 50 empezó a encapotarse a vuestros ojos.

A fuerza de hostilizar tanto al imperio vecino, por esa vuestra propensión maldita de incomodar a todos, su gobierno empezó a asumir una posición enérgica y amenazadora. Pero confiado en vuestro antiguo sistema de hacer que los demás se sacrifiquen por vos, confiasteis en que ese fenómeno se repetiría otra vez; y en lugar de hacer justicia a las reclamaciones del imperio, ordenasteis a vuestra Legación que desconociese esa justicia y asustase al gobierno de S. M. con un ejército de protestas y de amenazas, apenas conducentes a acarrear una nueva guerra a la república.

Además de esto, en la provincia de Entre Ríos se descubría claramente ya la existencia de un orden de cosas diametralmente opuesto a vuestro sistema general para la república.

Los respetos tributados por el terror a vuestro nombre, allí cedían el lugar a los respetos tributados por el cariño de su pueblo al jefe de esa provincia: allí ya no erais el primero, erais el segundo.

Un sistema de tolerancia, de paz, de industria; un despego completo de todas vuestras máximas y esos mil y un pequeños incidentes que preceden siempre a las grandes revoluciones políticas, como esas gotas de agua que salpican el mar bajo los trópicos, precursoras siempre de sus terribles tormentas, comenzaron a anunciar a todos la aproximación de grandes acontecimientos, contrarios a vuestro gobierno, en la provincia de Entre Ríos, de quien su jefe, amado hasta el entusiasmo por los habitantes de ella, debía ser necesariamente el alma de la situación que se preparaba.

Vuestro gobierno iba a ser conmovido por un peligro eminente e inmediato; y una vez en acción los elementos interiores que contra él se preparaban, por un encadenamiento natural de conveniencias, el Brasil y Entre Ríos estaban llamados forzosamente a una alianza.

¿Qué os convenía hacer en tal momento? Zanjar vuestras dificultades con el Brasil; desentenderos de la quijotesca posición que habíais tomado en defensa de las arbitrariedades cometidas contra los súbditos del imperio por un poder a quien llamabais vuestro aliado; y apresuraros a aprovechar la política de transacción que en los negocios del Plata había guiado siempre los consejos del gabinete de S. M. Imperial. Teníais allí un ministro que habría allanado en pocas horas todas las dificultades pendientes, desde que lo hubieseis autorizado a ello. Y una vez libre de la amenaza imperial, os encontrabais con más amplitud de medios para atender a la reacción interior que os amenazaba.

Pero estaba de Dios, general Rosas, que esa vez, como las anteriores, habíais de obrar en sentido contrario a vuestros intereses; y en vez de una transacción preferisteis en el Janeiro la ruptura diplomática de septiembre, primer paso falso en los sucesos de la actualidad.

A esa fecha ya no era un misterio el pensamiento del general Urquiza: la revolución encabezada por él contra vuestro sistema, ya no podía seros un secreto.

Un hombre de altura, y que entendiese lo que le convenía, en posición como la vuestra se hubiese desentendido de los medios con que contaba el general Urquiza, y hubiera dado su atención al fin que se proponía. Porque en las revoluciones los medios son siempre indefinidos; la abundancia y el valor de ellos dependen de mil eventualidades que escapan generalmente a los cálculos humanos, pero el fin es siempre determinado y preciso.

Para nadie era un misterio que el general Urquiza iba a declarar que el fin de su revolución era la convocación de un congreso general, que diese a la república la constitución federal que se había convenido dar la en los viejos tratados de las provincias litorales, y en el motivo general de las guerras anteriores.

¿Podíais calcular hasta dónde se extendería el incendio revolucionario una vez que estallase? ¿Podíais contar con la suerte de vuestro grande ejército en el territorio oriental? ¿Podíais confiar en las masas de la república, sometidas por tantos años a vuestra pesada dictadura? No, no podíais calcular ni contar, ni confiar en nada de eso; y lo más lógico era creer que el peligro debía ser mayor en cada día.

¿Qué os convenía hacer entonces? ¿Qué convenía a vuestros intereses personales? Aprovecharos del mismo pensamiento de vuestro enemigo, y poner la mano antes que él en el blanco legal de su revolución; es decir, convocar inmediatamente a las provincias a la reunión de un congreso para dar al país una constitución federal, inutilizando de ese modo el motivo constitucional del general Urquiza; inhabilitándolo para llevar adelante la revolución, desde que erais vos mismo el que se anticipaba a dar al país aquello que quería darle el gobernador de Entre Ríos; de este modo, no había medio, o conteníais la revolución, o la despojabais del principio legal con que se presentaba en la república.

¿Pero hicisteis eso, general Rosas? ¿Hicisteis algo en beneficio de vuestro gobierno, en honor o en provecho de vuestra persona? No; no hicisteis nada absolutamente. Dejasteis que los sucesos viniesen, nada más que porque no supisteis qué hacer, y cuando aparecieron, cuando visteis desbordarse sobre vuestro poder un torrente de lanzas por todas partes, lo único que se os ocurrió fue llamar loco al general Urquiza, hacer muñecos de paja para quemarlos, diciendo que quemabais al loco, haciendo al mismo tiempo que vuestros prostituidos representantes os eligiesen jefe supremo, con la misma propiedad que puedo yo elegir un papa desde Montevideo, y que destituyesen como gobernador de Entre Ríos al general Urquiza, con la misma autorización y poder que tengo yo para dar o quitar el turbante imperial al sultán de Persia. Quedando muy contento con eso, y con que los archiveros y escribanos de Buenos Aires os juren que van a matar al loco, y a echar de su trono al emperador del Brasil.

Ahí tenéis, general Rosas, todo cuanto habéis hecho en política desde 1850 hasta hoy, en que figura la época actual; y si tenéis la generosidad de decir la verdad una vez sola en vuestra vida, diréis conmigo que el último cacique de patagones habría entendido mejor sus intereses en situación tan difícil.

Militarmente, toda vuestra táctica actual se reduce a hacinar hombres en la provincia; y sobre el resultado que os dará esa medida, esperad a que os lo digan los sucesos dentro de treinta a cincuenta días.

Por ahora ahí tenéis los resultados obtenidos hasta hoy por el general Urquiza: vuestro ejército grande está todo en poder suyo, contento y pronto a cooperar con su general a la extirpación de vuestro gobierno.

La República Oriental, libre completamente de vuestra opresión.

Treinta mil hombres disponiéndose a operar sobre el centro mismo de vuestro poder.

Y la ciudad de Buenos Aires, la provincia, la república entera esperando ansiosa la presencia de sus libertadores. Ved los primeros ensayos de la revolución de que quisisteis reíros, por la propensión que habéis tenido siempre a reíros de todo lo que es grande: de Dios, de la patria, de la familia y de la vida humana.

Entre tanto, ahí os dejo retratado en las tres grandes épocas de vuestra vida pública, en que los sucesos os han abierto el camino de haceros bien a vos mismo, y en que, sin embargo, no os habéis hecho sino mal.

¿Será porque vuestra organización se resiste a la idea y práctica del bien, sea para quien sea, o porque la providencia divina ha puesto una venda de plomo en vuestros ojos cada vez que la fortuna ha derramado un rayo de luz sobre la senda de vuestro destino?

Sí, es lo último, general Rosas: vuestros crímenes deben pesar demasiado en la balanza de la justicia eterna, y cuando la mano del demonio os ha allanado un camino, la mano de Dios os ha empujado de él.

Vais a descender de vuestro gobierno, y si vuestra cobardía proverbial os hace huir del peligro para evitar la mano de la justicia de los hombres, vuestra vida en el extranjero será un objeto de asco y repugnancia por vuestros crímenes, de desprecio y de burla por vuestra nulidad; pues que no fuisteis hábil ni para haceros grande cuando la fortuna os arrojó a manos llenas los triunfos, las oportunidades y los medios de serlo. Y la historia dirá alguna vez que la mayor desgracia de los argentinos no fue la de tener un tirano, sino la de que ese tirano fuese Rosas.

Ahora, el que os ha echado en cara tantas veces los males que habéis hecho a su patria, se complace en haberos arrojado sobre el rostro también los males que os habéis hecho a vos mismo, dejando que alguno de vuestros defensores se tome el trabajo de revelar a la historia, para qué o para quién habéis sido bueno en este mundo.

José Mármol





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