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ArribaAbajoEnsayo


ArribaAbajoHerminio Almendros


ArribaAbajoMartí, innovador en el idioma

De la riqueza, el arte y el dominio del idioma que en Martí admiramos, se han dicho elogios en tonos y modos distintos según el mérito que han dado en resaltar quienes le han elogiado: «auténtico renovador de la prosa castellana»; «artista supremo»; «de estilo original inconfundible»; «gran artista de la palabra»; «el de más deslumbrante don de frase»; «creador de propios medios de expresión, de lengua y estilo»; «supremo varón literario»... Sería largo apuntar tanta alabanza; pero he aquí, por fin y resumen, aquello del escritor español Díaz Plaja, reproducido en libros distintos y que copio del suyo El poema en prosa en España: «Pero el enlace con el modernismo no nos lo da Montalvo, sino Martí, ese gigantesco fenómeno de la lengua hispánica, raíz segura de la prosa de Rubén y, desde luego, el primer 'creador' de prosa que ha tenido el castellano»7. Muy parco se ha sido en España en reconocer los altísimos méritos de Martí, pero el elogio de Díaz Plaja nos parece nacido de un auténtico e irrefrenable entusiasmo. No osaría uno ni tocarlo; sin embargo, no puede menos que pensar: ¿Raíz segura «sólo» de la prosa de Rubén? ¿Cómo habría sido también el verso del gran poeta sin Martí? ¿Por qué el primer «creador» de prosa, y no de idioma? ¿Y por qué las comillas en lo de creador?

No son por cierto iguales, ni lo han sido sin duda en cualquier tiempo, la prosa escrita y la lengua hablada, pero aquella es reflejo de ésta, como arte derivado de ella. Hoy sentimos que la diferencia entre una y otra se va achicando cada día más. Leyendo escritos de los tiempos preclásicos tenemos la impresión como de una expresión renqueante, y así, tarda y trompicada caminaría y progresaría la lengua hablada común. En inmediatos tiempos anteriores a Martí la prosa era, en general, aunque correcta, ordinaria, invertebrada, bien avenida con el descuido y el desaliño, como sería el hablar corriente. ¿Qué cambios, qué germinar poderoso, qué vientos removieron y empujaron para que tiempos de castellano indeciso y moroso se abrieran floridos en arte literario de época clásica? ¿Qué hubo de pasar para que el castellano común escrito -y el hablado-, reumático y sin distinción, cobrara en América en el último cuarto del siglo XIX una agilidad y un vigor nuevos, se oreara y se llenara de luz, se preciara de parecer bien, decoroso y noble, y creciera y se ensanchara como para poder abarcar un mundo nuevo? Ese crecimiento y ese florecer del   —166→   idioma, cambio constante que a veces fuerza el paso, ¿no es en sí un proceso de creación? ¿Espontánea creación del idioma? ¿O quién crea en él y lo transforma? ¿Y cómo? Cosas son ésas que uno trata siempre de explicarse.

Uno concibe el idioma como una entidad sui generis, un curioso organismo que, claro está, no funciona y vive por sí, sino que vive y funciona en la mente y en el comportamiento de los que lo usan y ejercitan, que son los que insensiblemente lo amoldan de continuo, lo fuerzan y ensanchan y lo van creando con el uso. ¿No hubo creación patente del idioma en aquel final de siglo en que floreció el llamado modernismo? ¿No fue creador de lengua Martí, «gigantesco fenómeno» de aquel proceso? ¿Quedó tan sólo como algo mudo e inerte, en las páginas de su prosa y de sus versos, lo que él dijo de manera original y nueva? ¿Quién de los cultivados de América que han hablado y escrito después no ha consumido con algún elemento, algún giro, algún eco de aquel vigoroso y galano modo de decir que sembraron por estas tierras Martí y otros innovadores en la prosa y en el verso? Además de la colectividad en general que se sirve del idioma y lo maneja, adapta y cambia, ¿no hay individuos especialmente dotados que innovan en él con artes personales? Del idioma hablamos como si él fuese algo concreto o manifiestamente definido, y, sin embargo, luego nos damos cuenta de que apenas lo podemos concebir como una entidad vaga, sin contornos, sin sostén radical. Los elementos están ahí como los ha ordenado y clasificado el hombre en los diccionarios y en las gramáticas; pero las palabras mismas no dicen en sí nada concreto y definido; son posibilidades de significado, y sólo lo adquieren cuando alguien las dice para comunicar algo a alguien en una situación determinada. ¿Cuál es la realidad del idioma? ¿Dónde está y aparece realmente como nacido y vivo, si no es cuando toma forma y se actualiza en el acto de hablar? El decir de un individuo, el habla, es, por tanto, la radical realidad idiomática. Para manifestar lo que piensa, lo que quiere, lo que siente, el hombre utiliza formas del idioma que son como patrones o moldes expresivos que encuentra ya hechos y establecidos en el uso general de la lengua. Personas hay a quienes esos patrones verbales les sirven y aún les vienen holgados para decir su intimidad, sin más perentorias exigencias; pero las hay que aspiran a manifestar modos de pensar y sentir hondamente personales, que no encuentran apropiada expresión en las formas verbales usuales. Entonces violentan las habituales maneras de decir, asignan metafóricamente nuevo sentido a palabras comunes, procuran el encuentro insólito de tales otras, aventuran la originalidad de tal giro sintáctico, el uso novedoso de un término, la modificación de otros, la invención de nuevas locuciones... Claro está que, junto a esta acción individual, y muchas veces dirigiéndola, hay factores de orden general que influyen en el funcionamiento y en la organización de la lengua. No hay que olvidar que ella es un instrumento social, creación colectiva, en relación con los estados y cambios y necesidades de la sociedad, influido por superestructuras culturales dependientes de infraestructuras básicas.

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Los trances y aspiraciones de cambios políticos y sociales en la vida de su tiempo, los progresos técnicos de entonces, los crecimientos culturales percibidos en el pensamiento y en el estilo de distintos países y distintas lenguas, fueron sin duda factores que promovieron en Martí su actitud de innovador en el idioma; pero sus mismas condiciones personales, su singular y gran memoria, su mente tan firme y bien guarnida, su capacidad verbal prodigiosa, las raíces bien seguras con que se basó y creció su lengua materna, hicieron posible aquella gran aventura expresiva. Era él, su tesón, su sentido de la libertad, su pensamiento abundante de intrépido curso jalonado de refuerzos emocionales, su formidable dominio del idioma y su gusto en hacerle adquirir cadencias, sonidos, ritmos nunca sentidos, el ejemplo del inglés, idioma intrépido que llegó a conocer bien, el apoyo en el conocimiento de otras lenguas: francés, latín, griego...; era su singular personalidad lo que determinó, en definitiva, aquella sorprendente obra suya de escritor, «gigantesco fenómeno» de nuestra lengua.

Quienes se dediquen -envidiable empresa- a hacer el estudio amplio y a fondo -aún sólo iniciado- de los recursos, caracteres y casos estilísticos de Martí, hallarán un mundo sorprendente de originalidades felices en su sistema expresivo. Es cierto que el individuo encuentra la lengua ya hecha, y que, con aprender a usarla, expresa las ideas establecidas que las voces y giros llevan a su mente. Parece así como si el que habla, al decir lo que le mueve, estuviera reducido a expresar, con las voces y locuciones adquiridas, meros clisés mostrencos de ideas que la lengua impone, cuando lo cierto es que, en el acto de hablar hay, en unos más, en otros menos, la voluntad de decir no siempre como dicen todos, o como se dice, sino de esforzarse en disponer de palabras, de sintagmas complejos, de giros y estructuras, y de manejarlos y ordenarlos de modo que expresen con carácter personal matices del sentimiento, de la idea o del gusto. El acto de hablar es así un acto de expresión original, un momento artístico, legítimo en cuanto los demás puedan entender. Ese acto puede llegar a peculiares aciertos de auténtica creación: Martí.

Al margen del manuscrito de Versos libres, Martí escribe: «Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje».

«No se adapta, se innova», dice en otra ocasión; «la medianía copia; la originalidad se atreve».

Quienes se han resuelto hasta ahora a estudiar el arte de la obra escrita de Martí, se habrán tenido que disponer a entrar como en una selva. No les habrán servido de mucho en ella los cartabones de la antigua teoría retórica; por el contrario, cuando hayan intentado recoger y ordenar y sistematizar datos y hechos estilísticos, se habrán hallado como ante una formidable construcción barroca en que los múltiples elementos de la composición rompen de pronto con la norma del conjunto e imponen un sello particular, como obra de la inspiración del momento.

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No es sólo, por ejemplo, que salte a cada paso el adjetivo justo que ilumina con la más viva luz el objeto a que va derecho; es la feliz disposición de ellos, el hallazgo sorprendente de alguno con el que se cierra al final de la cláusula el ritmo y la armonía del conjunto, como en pincelada maestra. De tantísimos casos, no hay ni que escoger, sino echar mano del que se presenta:

El que habla es bello mozo, de pierna larga y suelta, y pies descalzos, con el machete siempre en puño, y al cinto el buen cuchillo, y en el rostro terroso y febril los ojos sanos y angustiados8.

El amo, de espaldas, me cubre con los ojos redondos desde su sillón, de botín y saco negro, y reloj bueno de plata, y la conversación pesada y espantadiza9.

Cogemos flores, para Rafaela, la mujer de Ramírez, con sus manos callosas del trabajo, y en el rostro luminoso el alma augusta10.

Ya está hueca, y sin lumbre, aquella cabeza altiva, que fue cuna de tanta idea grandiosa; y mudos aquellos labios que hablaron lengua tan varonil y gallarda; y yerta, junto a la pared del ataúd, aquella mano que fue siempre sostén de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde11.

De carnes seco, dulce de sonrisa; la camisa azul y negro el pantalón...12.



¿Será posible distinguir y precisar no ya una norma, sino sólo un asomo de tendencia y regla que expliquen ese feliz acierto en disponer las palabras con el gusto de que vayan unas antes o después, o la admirable construcción de frases y periodos con la distribución de acentos en una armonía que ilumina la idea y da gozo sentirla?

Es -va también de mera sugerencia al paso- aquella propensión, cada vez más acentuada, a aprovechar la fuerza expresiva de la elipsis, y de ella se encuentran sembrados en los escritos de Martí aciertos sin cuento, como si no fueran, además, intencionados artificios, sino congénitas economías de la lengua, y gusto propio. Natural es que se prescinda de expresar el sujeto de oraciones en cuyo verbo la desinencia   —169→   lo revela y manifiesta, y es propio del español el prescindir de él, si no hace falta. He aquí:

Fue (don Jacinto) prohombre, y general de fuego: dejó en una huida confiada a un compadre la mujer, y la mujer se dio al compadre: volvió él, supo, y de un tiro de carabina, a la puerta de su propia casa, le cerró los ojos al amigo infiel13.



Sólo hay un pronombre para personificar al protagonista de ese drama en tres líneas. Pero... ahora habla del cura Hidalgo:

Al otro día juntó al Ayuntamiento, lo hicieron general, y empezó un pueblo a nacer. Él fabricó lanzas y granadas de mano. Él dijo discursos que dan calor y echan chispas, como decía un caporal de las haciendas. Él declaró libres a los negros. El devolvió sus tierras a los indios. Él publicó un periódico que llamó El Despertador Americano14.



Cinco pronombres iguales, innecesarios, repetidos uno después de otro. Y, sin embargo, qué vigor de encarecimiento y qué gracia da esa repetición a la cláusula. O véase esta repetición de forma verbal, con igual propósito ponderativo y de sugestión:

Ésta es máquina de hacer seda; ved el hilo, ved la trama, ved el coloreo, ved el estampado, ved ya el pañuelo, que a nuestros ojos hacen, y os dan por unos reales.



No sería mucho tampoco volver sobre la elegante soltura con que Martí construye como nadie frases adverbiales de singular gracia expresiva: ir a millas; llegar a marcha y a galope; cruzar a paso de ansia; subir la loma a zapatos nuevos; ir acercándose a monte puro; andar a paso de monte; llevar a látigo; echar abajo a garfio y a saeta; avanzar a grata sombra...

¡Oh! sí; son inacabables y sorprenden gozosamente, como aquellos menudos caprichos de lengua expedita y graciosa: el diminutivo riíllo; los así formados poetillo y diosillo; el precioso arbolón del cuento «Meñique»...

Gabriela Mistral dice que la originalidad de Martí tiene estos tres trazos: originalidad de tono, originalidad de vocabulario y originalidad de sintaxis.

Aparte el tono, que es como la fuerza y la vibración afectiva del decir, extraordinaria es y libre la sintaxis de Martí; más libre no quiere decir anárquica e infiel al sistema de la lengua; por el contrario, la libertad de la construcción nace como de un   —170→   arte y donaire, en el que no queda frustrado y manco el significado, sino por virtud realzado. En la sintaxis de vuelos originales está quizás la más firme fuerza creadora del estilo de Martí, y el inspirado hipérbaton, las elipsis, las repeticiones, las cesuras en el ritmo de la frase,«los grupos de acentos, dispuestos vagamente o apiñados de súbito», las inversiones a que lleva el gusto del oído, el refuerzo de una parte de la cláusula a costa de las demás, el traer la luz y rodearla de matices...; todo eso que constituye la dinámica arquitectura original en la prosa martiana, es, creemos, novedad y creación. El idioma aumenta así su capacidad de cambio, se hace más rico en formas, más ágil y mejor servidor; deja en el sistema de la lengua virtudes contra la demasiada rigidez y ejemplos de giros nuevos y de nuevas alas. ¿No es eso auténtica creación en el idioma?

Mas esa sintaxis de vuelos originales en la que reside el mayor mérito del estilo de Martí, se completa con el vocabulario, en el que también amplía y crea. «Usaré lo antiguo -dijo- cuando sea bueno y crearé lo nuevo cuando sea necesario.» «No hay por qué invalidar vocablos útiles, ni por qué cejar en la faena de dar palabras nuevas a ideas nuevas.» Sí, palabras nuevas; y no hay cuidado de que traicione al crearlas el genio de la lengua; su lenguaje se mantiene siempre fiel a un firme sentido idiomático. Ya lo dijo del idioma que había que crear en América: «Lenguaje que del propio materno reciba el molde, y de las lenguas que hoy influyen en América soporte el necesario influjo». Está bien claro.

Martí conocía muy bien su idioma, que era firme sostén de su pensamiento e instrumento de que podía servirse y se servía como de brazo fiel. Lo había aprendido de sus padres, españoles; lo había pulido y le había sentido el gusto con su maestro Mendive; vino a afirmarlo luego en el habla de España, sobre todo en la de Aragón, en su germinal estancia en Zaragoza; lo enriqueció hasta lo increíble con sus lecturas de clásicos y modernos, ayudado de su prodigiosa memoria, y lo hizo mutable con moldes legítimos del castellano y de lenguas clásicas y con el ejemplo de otras modernas. Además del genio revolucionario, era también suya una inteligencia verbal privilegiada. Con aquella firme y amplia base, la formación de palabras era en su ánimo cuestión de ruptura con trabas escolásticas, y de decidido impulso de libertad junto a su profundo sentido de la lengua.

En el prólogo al Poema de Niágara, de J. A. Pérez Bonalde, escribe: «Y Pérez Bonalde ama su lengua, y la acaricia y la castiga; que no hay placer como este de saber de dónde viene cada palabra que se usa, y a cuánto alcanza; ni hay nada mejor para agrandar y robustecer la mente que el estudio esmerado y la aplicación oportuna del lenguaje. Siente uno, luego de escribir, orgullo de escultor o de pintor».

Y en sus cuadernos de apuntes se leen notas como ésta: «En las palabras hay una capa que las envuelve, que es el uso: es necesario ir hasta el cuerpo de ellas. Se siente en este examen que algo se quiebra, y se ve lo hondo. Han de usarse las palabras   —171→   como se ven en lo hondo, en su significación real, etimológica y primitiva, que es la única robusta que asegura duración a la idea expresada en ella».

Con ese sentido reverencial del idioma, su aventura de nuevas construcciones sintácticas, como de formación de palabras, no obedecía, claro está, al capricho, sino al trance de decir algo o destacar algún matiz, y a la precisión de hacerlo con giros y voces que mantuvieran fidelidad a la estirpe de la lengua. ¿Normas? No, no es cuestión de reglas pensadas y obedecidas, que tienen poco que ver con la naturaleza y el funcionamiento del idioma. La lengua no es, por cierto -permítasenos esta leve digresión-, un sistema que la mente hace funcionar por los patrones demasiado formales y rígidos que ha logrado aislar en él, con mayor o menor fortuna, la gramática; la lengua es un hecho exterior al individuo, creación social que se impone a éste por la fuerza del uso colectivo y que ha de aprender en lo que oye decir, y ha de usar en trato e intercambio con los demás. Sería mucho pretender que ese complejo instrumento de creación y uso colectivo, que cada cual ha de emplear en servicio del pensamiento y de la vida, fuese un tejido verbal sometido a pautas uniformes, a las que cada uno hubiera de atenerse al hablar. La verdad es quizás otra, que nos muestra una realidad más dinámica y viva, menos dirigida por reglas previstas que impulsada por mecanismo en gran medida inconsciente.

Es la lengua un sistema cuyos elementos se presentan relacionados por afinidades y repulsiones; se acercan y convienen unos con conformidad de los que hablan, como si hubiesen acordado dar por buena esa unión, y se rechazan otros en un enlace imposible. En el sistema del habla existen entre las palabras como afinidades electivas, así como repugnancias que las hacen incompatibles. Y esa dinámica interna de atracción y de repulsión en que se sustenta el andamiaje del idioma, la siente y la percibe el que habla como sensibilidad lingüística que ha ido penetrando y germinando en él conforme ha ido apropiándose del idioma en la imitación y la práctica y no con el aprendizaje de reglas. Con la lengua materna, aprendida como la aprende el niño antes de ir a la escuela, penetra ya en él como un sistema de reflejos verbales organizados, mucho más seguros y fieles que los que pretenden imponer artificiosos métodos gramaticales. El que habla responde de manera automática a ese acuerdo entre las palabras y esquiva con seguridad el aparcar las que se repelen; complicada y sutil relación de las formas verbales que se efectúa de manera desembarazada y admirable en el acto de hablar.

En el sistema de la lengua las relaciones entre las palabras exigen en ellas adecuadas estructuras sintácticas y variaciones morfológicas, relaciones que resultan de concordancias y oposiciones en lo que las palabras designan o significan. Y el que habla emplea esta compleja y sutil trama sin que de ordinario se dé cuenta del admirable artificio de construcción que hay en ella; sin percibir conscientemente más que los sonidos, con una especie de instinto analógico o espíritu de la lengua, llámese   —172→   como se quiera, capacidad al fin, adquirida a la manera como se fijan en el comportamiento los usos: por la práctica de lo convenido y aceptado por todos.

Ese espíritu de la lengua, que se adquiere aprendiéndola y usándola; ese mecanismo asociativo o virtud analógica, es lo que permite que almacenemos en la memoria un caudal considerable de voces con las que decimos lo que es necesario o lo que se nos antoja; pero además hace posible que contemos también con un amplísimo vocabulario potencial, de palabras que no usamos, e inclusive que no se usan, y cuyo significado nos es claro. Por ese sentido idiomático de analogía puedo entender el significado de la voz gordez, referida al atambor de la conseja del Rey Sabio, por asociación a delgadez, vejez, rojez... o de la voz perecear, si haraganear es hacer el haragán, y holgazanear es hacer el holgazán, puedo inducir, ayudado también por el contexto de la frase en que la palabra está usada, que perecear será hacer el perezoso...

Ese sentido idiomático de la analogía uno percibe que lo poseía Martí tan lozano y rico como íntimamente conocido y riquísimo poseía su idioma, y lo manifestaba vivo y pronto, a flor de su portentosa capacidad expresiva de verba justa a la vez que libre y lujosa, en la que saltaban voces nuevas, construidas cuando hacía falta. Al final de su libro Vida de don Quijote y Sancho, pone Unamuno un vocabulario con unas cuantas voces -dos docenas- que, según él, no se encuentran en la última edición del Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española -la que él manejaba en 1905 cuando escribió su libro-, y que tampoco son de uso corriente entre escritores. De esas voces sacamos como ejemplos estas dos: pedernoso y sotorreírse. De ellas dice Unamuno:

PEDERNOSO: «Ésta es la otra voz que he inventado, por analogía con pedernal y empedernido. Equivale a pétreo, que no me gusta, y es muy fácil que haya sido usada».

SOTORREÍRSE: «Es voz que he formado yo para decir reírse so capa, reírse entre dientes».

Amplia y laboriosa tarea habría sido para Martí, de haber podido hacerla, el haber reunido y expuesto, como Unamuno, las voces que inventaba; las que, igual que Unamuno, usaba por haberlas oído al pueblo, o sacaba a luz nueva con avivadas significaciones, o construía y creaba con fino sentido analógico, y que no se encontraban en los diccionarios de la lengua. Habría sido, sí, labor amplia, pues Martí se servía bien del idioma hecho, pero lo obligaba a la vez a no ser rígido, a hacerse, como el hierro al fuego, capaz de adquirir nuevas formas, y en eso era de una decisión de ánimo ejemplar y de una fenomenal abundancia.

He aquí una serie de voces, apuntadas de aquí y de allá en la lectura de páginas de Martí. Son voces poco usadas, o voces nuevas formadas por el escritor; voces que   —173→   no están en los diccionarios de la lengua, y que son muestras de nuevos vocablos con que contribuía a la innovación en la lengua como creador ejemplar. Juan Marinello ha señalado ya la abundancia de palabras como recién acuñadas que sorprenden, audaces, en las páginas de Martí. Nosotros no hemos incluido en este vocabulario muchas de las que hemos ido apuntando, que si son de muy escaso uso, han tenido vida en pasadas épocas, o la tienen tan sólo en regiones restringidas de América. Asimismo hemos eliminado las usadas con original sentido figurado -en verdad numerosas-, pues habría sido quehacer de nunca acabar el intentar registrarlas, y también palabras usadas en su prístino sentido, como, por ejemplo, rebañar, en la frase... «un arzobispo galán, que viene de Londres a rebañar damas...» (T. 9, p. 455).

En la amplia relación de voces que en parciales lecturas hemos ido apuntando, reducida a la que viene a continuación, hemos advertido la abundancia de las derivadas con función adjetiva, y, en ellas, como una preferencia por las formadas con el sufijo -oso/a. A veces porque el adjetivo terminado en -oso, -osa determina con más precisión que los demás adjetivos ya formados. Se fija Martí en una caja sucia de una capa de polvo, que hay sobre una consola, y dice que hay una caja ¿polvorosa?, ¿Polvorienta? No; una caja polvosa, o con polvo por encima, como una caja con moho sería una caja mohosa. Aparte casos así, de precisión semántica, los demás con ese sufijo los consideramos como preferidos por mero gusto: amarilloso, haraposo, alborotosos, cienoso, invernoso, perfumoso, festosa, marginosa...

FESTOSA: «...la festosa muchedumbre que llenaba las calles...» (T. 10, p. 78).

CIENOSO: «...ese color cienoso que Meissonier emplea en sus cuadros...» (T. 19, p. 318).

PERFUMOSOS: «...la vaga columna de humo de su tabaco permuso» (T. 9, p. 362).

MOMENTOSA: «...para la comida del mediodía, que era la momentosa, ¡qué pavo y con qué adornos!» (T. 10, p. 128). Importante, sustancial. «...se entran (los alumnos) en su discurso por las más severas cuestiones del momento y por otras de física y de psicología, momentosas siempre» (T. 8, p. 441).

TORTUGOSOS: «...alemanes cuadrados y tortugosos...» (T. 10, p. 144). Tardos, pesados, como tortugas.

AJARIOSO: «Vinieron aquellos días en que la tristeza prestó la hermosura que casualmente falta a este pueblo ajarioso de los Estados Unidos» (T. 13, p. 164). Agitado y discordante.

INVERNOSOS: «Como se dan a la libertad los pueblos oprimidos, así a la luz los pueblos invernosos» (T. 9, p. 458).

CUIDOSAS: «Como se lleva un niño tierno en las cuidosas manos...» (T. 16, p 134). Cuidadosas (siglos XVI y XVII).

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ASPOSA: «...unos músicos pálidos entonaban una Lucía asposa y famélica» (T. 11, p. 123). Maltratada, quejumbrosa.

TAMAÑUDO: «...y lo más numeroso y tamañudo es lo que les parece más eficaz» (T. 10, p. 108).

SENUDA: «...al ver pasar senuda moza...» (T. 15, p. 143). Como cabezuda, de cabeza grande, senuda, de seno grande.

SELVUDOS: «...árboles selvudos a que se abrazaban...» (T. 9, p. 354). Selvosos, propios de la selva.

OGRESCAS: «Hay naturalezas ogrescas, que necesitan ver la sangre» (T. 19, p. 317). De ogro.

IDOLESCO: «...de rostro idolesco» (T. 19, p. 52).

NIÑESCOS: «...niñescos y colosales a la par...» (T. 10, p. 144). Como niños.

SERMONÍACAS/CATECISMALES: «...que no les enojen con pláticas sermoníacas de virtudes catecismales...» (T. 10, p. 60). Por analogía con voces como demoníaco (de demonio), y bautismal (del bautismo) se forman sermoníaco (de sermón) y catecismal (de catecismo).

VOCÍFEROS: «...alegre el cielo parece lleno de espíritus vocíferos que invitan a la animación...» (T. 9, p. 300). De vociferar, o hablar a grandes voces.

TERRÍVOROS: «...como los terrívoros, los que acaparan, para mera especulación la tierra pública...» (T. 9, p. 359). Como carnívoros, comedores de carne, terrívoros, en sentido figurado, comedores de tierras, acaparadores de tierras.

ANTIÁTICA: «...entre la muchedumbre antiática de las calles...» (T. 16, p. 237). Falta de delicadeza.

REGÍMANOS/TEÓLATRAS: «...que vino a defender de regímanos o teólatras al hombre libre...» (T. 12, p. 257). Fanáticos del gobierno y el poder y adoradores de dioses.

MANDARIEGA: «...las libertades racionales sujetas a conveniencias y caprichos de gente mandariega...» (T. 14, p. 502). Mandona, dada a mandar.

AFINOJADA: «...era el obispo que se entraba caballero en un caballo negro por entre la grey afinojada...» (T. 9, p. 456).Afinojada, ahinojada, puesta de hinojos, arrodillada. Voz usada del siglo XV al XVII.

BLANDÍLOCUO: «...no había en Guatemala un hombre más bello, cortés y blandílocuo que el ministro de la Guerra...» (T. 8, p. 105). De blando hablar o hablar suave.

PROCLAMARIA: «...no la libertad nominal, y proclamaria, que en ciertos labios parece lo que la cruz de Jesús bueno en los estandartes inquisitoriales...» (T. 2, p. 318). De proclama tan sólo.

ETERNADOR: «...estudiadores nobles roídos del apetito eternador de la verdad...» (T. 15, p. 372).Que hace eterno, eternizador.

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FESTUAL: «Y cuando se reúnen los hombres en torno a una mesa festual...» (T. 12, p. 376). Por analogía con voces como ritual, anual, se forma jestual, de fiesta.

POÉMICO: «...la excelente escuela de indios de Carlyle, en que se están fundiendo las dos civilizaciones con cierto color poémico...» (T. 11, p. 153).

AURIALADO: «...el armonioso y aurialado poeta inglés Keats...» (T. 13, p. 433). De auri, forma prefija del latín aurum: oro, y alado: de ala de oro.

OMNICURANTES: «...vendedor de baratijas, piedras mágicas y medicinas omnicurantes...» (T. 9, p. 90). De omni, todo, y curante, que cura. Curalotodo.

AURITENIENTE: «...y esta nueva realeza de que todo hombre vivo, guitón o auriteniente, forma parte...» (T. 10, p. 184). Vagabundo o adinerado.

GANSESCAS: «...lo que deja a estas gentes gansescas muy llenas de halago...» (T. 10, p. 109).Que se manifiesta con gansadas o sandeces.

REYECÍA: «...han dejado de ser esclavos de la reyecía...» (T. 7, p. 237). Monarquía, realeza.

HOJERÍO: «...se ve en los poetas verbosos, en cuyo hojerío lo ideal se diluye...» (T. 10, p. 63). Hojarasca.

FRIVOLEOS: «...estos reboses de júbilo, y desperezos y alborotos del cuerpo en el invierno entumecido, y frivoleos y son de amores...» (T. 9, p. 461). Aunque derivado de frívolo, no son frivolidades.

COLEGIAJE: «...era Henry Garnet, que vuelto de trabajoso colegiaje lucía por vez primera en público sus facultades oratorias» (T. 13, p. 235). Como coloniaje, período de tiempo en situación colonial, colegiaje, período de tiempo colegial, en el college o universidad.

PEPISABIDILLO: «...como los hombres que saben no son por el hecho de saber, pepisabidillos» (T. 8, p. 444). Si hay marisabidilla, mujer presumida de sabia, puede haber también pepisabidillo, hombre presumido de sabio.

BLOQUEADAS: «...un pueblo que no fabrica piedra a piedra, sino a enormes bloqueadas» (T. 13, p. 140). Por bloques enteros.

NONENTE: «No es Harrison el presidente libre, sino el nonente tímido a quien llevará Blaine por sus pasiones, que son muchas, a la política sin escrúpulos» (T. 12, p. 134). De non y ente. Persona poco firme; de poco espíritu.

NATIVEZ: «Tiene los desdenes, la penetración, la ingenuidad, la audacia, la dureza, la nativez del pueblo en que ha nacido» (T. 10, p. 187). Condición nativa.

ENVOLVIMIENTO: «De la rudeza patriarcal por despacioso envolvimiento, los pueblos del mundo han venido espiritualizándose y puliéndose» (T. 8, p. 187). Del mismo origen que evolución.

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CRIAVIRTUD: «...la comedia nueva Little Ford Fauntleroy que es un gusto del alma, una dedada de miel, una criavirtud...» (T. 12, p. 139). Que hace virtuoso, que es edificante,

DEGREGACIÓN: «...con degregación de los republicanos deshechos entre sí...» (T. 12, p. 132). Degregar: apartar de la grey. Usado en el siglo XV, Cancionero de Baena.

MENUDEZ: «Jamás sufrimientos del hombre honrado, ni celestiales dolores de mártir, fueron contados con mayor menudez que las palabras y actos de este reo...» (T. 9, p. 319). Minuciosamente, o por lo menudo.

DUEÑEZ: «...los republicanos, que lo ofenden con sus alardes de dueñez...», (T. 9, p. 349). Condición de amos o dueños.

LECTURISTAS: «...a los lectores que bien pudieran por cuanto a cosa tan nueva como ésta, y tan especial y genuina, llamarse lecturistas, debe llamarse con palabra nueva. Y lector es el que lee, y principalmente lee lo ajeno, en tanto que el lecturista no lee generalmente más que lo suyo» (T. 9, p. 47). Del inglés lecturist: conferenciante que lee.

ESTATUADOR: «Como un estatuador un Cristo roto» (T. 16, p. 218). Que hace estatuas, estatuario.

HONDEZA: «Hablo de esa fuerza de la doctrina, de esa hondeza de pensamiento...» (T. 19, p. 449). Si hay alteza por altura, ¿por qué no hondeza por hondura?

PRIMERÍAS: «Y así se mezclan aquí... las primerías feroces de la vida virgen...» (T. 9, p. 457). Lo opuesto a Postrimerías. Usado del siglo XII al XV y por Fray Luis de León. Primer período de algo.

PUGILADOR: «Funerales excesivos de un Pugilador» (T. 13, p. 246). «Portero hay de ayuntamiento que fue pugilador de fama» (T. 9, p. 415). Púgil o pugilista.

TIGRAL: «para vivir en un tigral...» (T. 16, p. 223). Lugar de tigres.

ANTAÑERÍAS: «Se dan clases de Geografía Antigua, de reglas de Retórica y de antañerías semejantes en los colegios...» (T. 8, p. 298). Antiguallas, cosas de antaño.

BERBEDERÍA/SEDENTALES: «Iba de bebedería en bebedería, pagando de beber a todos los sedentales» (T. 10, p. 41). Bebedería, taberna; sedentales, sedentes, o que están sentados.

VERBAJES: «Ni partículas ni verbajes...» (T. 10, p. 327). Se refiere a que no hay que enseñar minucias gramaticales ni metas palabras: palabrería.

CUELLIPARADOS: «...magníficos cuelliparados del patriotismo...» (T. 4, p. 303). En sentido figurado, gallardos, valerosos dignos. Cervantes, en el Viaje al Parnaso, usa cuellierguido, por tieso y levantado de cuello.

CAZANUBES: «...en nuestro tamaño real que no es de presuntuoso, ni de teorizante, ni   —177→   de salmodista, ni de melómano, ni de cazanubes, ni de pordiosero» (T. 4, p. 278). Quimerista.

ALZACOLAS: «...a lindoros, a olimpos, y alzacolas, les diremos» (T. 4, p. 278). Aduladores, servilones.

FILOCLASTAS: «...esa generación pueril de filoclastas que anda, por esclavitud de la moda, con traje de cinismo» (T. 11, p. 235). Dados a negar y destruir.

TRENODIA: «...la mística trenodia que Whitman compuso a la muerte de Lincoln» (T. 13, p. 134). Como salmodia es canto para los salmos, trenodia es composición de trenos o lamentaciones.

VINERÍA: «La vid crece allí de manera, y de tan ricas uvas, que, con poca labor de vinería, van a obtenerse sólidos y gratos vinos» (T. 8, p. 297). Arte de hacer vino.

SUBSERVIENCIA: «...que mantenían la política gamonal, de disciplina, acometimiento y despojos, de subserviencia de sus adversarios...» (T. 10, p. 205). Del inglés subservience: sumisión, subordinación.

COMEDIFICAR: «...pero no sabe todavía esta obra lastimante y dolorosa de comedificar un alto espíritu» (T. 15, p. 40). Puede significar moderar, contener, comedir, significación que tuvo comediar desde el siglo XVIII.

ENFORMAN: «...y la idea humana misma, que ellos enforman y manejan» (T. 10, p. 87). Del latín informare: informar. Usado desde el siglo XIII en el sentido de dar forma.

ACORALAN: «...esas gotas de sangre que acoralan los dedos afanados de la madrecita buena...» (T. 9, p. 98). Acoralarse, ponerse como el coral. En los siglos XVII y XVIII se usó también como transitivo.

TRASTOJADO/AMALA: «...el verso que no ha sido sajado ni trastrojado. Porque el trigo es más fuerte que el verso, y se quiebra y se amala cuando lo cambian muchas veces de troje» (T. 7, p. 235). Trastrojar: mudar o cambiar de troje. Amalar: hacer mala una cosa (Siglos XVI y XVII).

PARADEAN: «...que paradean por las calles los procesionarios» (T. 10, p. 108). Exhibir en parada o desfile.

CAMAREOS: «La virtud no liga a los hombres tan estrechamente como estos compadrazgos y camareos ocultos...» (T. 13, p. 161). Tratos y componendas de cámara o antesala.

ESPASMAN: «Con él los americanos se espasman...» (T. 9, p. 99). Pasmar, usado del siglo XV al XVIII.

RETACEA: «...de esas fuerzas del espíritu que la vida moderna ofusca y retacea...» (T. 9, p. 269). Retacear o retazar: hacer pedazos, dividir. «Retaceándole la pena, como si no hallaran manera de imponérsela...» (T. 8, p. 144).

  —178→  

VELOCEARON: «Jamás manadas de potros, arremolinadas por vientos de tormenta, velocearon con cascos alados y ardientes por las hondas pampas...» (T. 9, p. 353). Corrieron veloces.

CODEA: «El que vive de la infamia o la codea en paz, es un infame» (T. 5, p. 168). Usado aquí como transitivo.

ENMONTAÑAN: «...los frutos se enmontañan en las estaciones de embarque» (T. 9, p. 323).Enmontañarse: acumularse en montañas. No se amontonan; se enmontañan.

DEPLETA: «En la armonía universal inmensa, el que acapara y abusa, depleta luego y no tiene qué usar» (T. 9, p. 491). Depletar, del latín deplere: expulsar, desocupar.

INERMIZA: «...que el valor humano obedece a una influencia física, que lo inermiza...» (T. 19, p. 46). Inermizar: dejar sin arma, o desarmado.

ANDANTEAR: «¡...dan deseos de salir de nuevo por la tierra a andantear hazañas!» (T. 9, p. 369). Hacer como los caballeros andantes.

COLOQUIAR: «...se sienta a ver hervir los mares y a coloquiar con el espacio vasto» (T. 8, p. 168). Conversar platicar.

CRONICAN: «...cronican las amistades y enemistades de los pretendientes...» (T. 14, p. 315). Refieren o cuentan en sus crónicas.

BUITREAN: «...con miradas ávidas, y tacto seguro, buitrean los 'trabajadores' de los bandos contendientes...» (T. 10, p. 110). Ir como buitres.

ESPADEANDO: «...echan abajo, royendo como gusanos o espadeando como guerreros, las fortalezas...» (T. 13, p. 47). A golpes de espada.

Fue Martí innovador, remozador, renovador del idioma. Ya desde joven se le veía en la audacia, la intrepidez y vuelo de su estilo. No tuvo par en su generación ni en nuestra época.

El atuendo y el acervo idiomáticos cambian de generación en generación, y ello es natural a las novedades del mundo y a la función de la lengua. Parece que, de tiempo en tiempo, se adelantan con ambición de nuevo estilo escritores que aspiran a usar el idioma con modificaciones, podas y aditamentos de instrumento nuevo. Aquí, en los países de América, como en España, se han manifestado tanto nobles y perdurables esfuerzos, como pujos de vanos «ultraísmos». Lo noble y útil se ha hecho cuando el intento ha respondido a aquella actitud ejemplar con que Martí trabajaba: «Usaré lo antiguo cuando sea bueno y crearé lo nuevo cuando sea necesario». Que no hay placer como este de saber de dónde viene cada palabra que se usa, y a cuánto alcanza, y nada hay mejor para agrandar y robustecer la mente que el estudio esmerado y la aplicación oportuna del lenguaje.» Ante esa noble, ejemplar actitud «del primer creador de prosa que ha tenido el castellano», viene al ánimo, al cerrar estas notas, el deseo de transcribir unas líneas que Manuel Azaña,   —179→   gran conocedor del idioma y notable estilista, escribió en elogio de Pérez de Ayala, otro escritor admirable:

Pérez de Ayala es uno de los pocos (poquísimos) escritores contemporáneos que pueden dar razón cabal de los vocablos y giros que emplean. Es todo lo contrario del alarido, de la arbitrariedad, de las piruetas, del descoco, en suma, de la barbarie. Me parece que una cosa es renovar el idioma, y otra escribir mal, a secas; y está uno harto de ver que, no sólo jóvenes principiantes, sino gente madura, y hasta viejos maestros, rivalizan en humillar el castellano a la bajeza de los medios de expresión de una mente cerril, encubriendo con pretendidas ansias de remozamiento lo que no es sino brutalidad natural o dominio insuficiente del habla. Pérez de Ayala apura la capacidad expresiva del idioma al servicio de una sensibilidad y una cultura modernas, sin romper su estructura clásica.



Creemos que a eso Martí no habría puesto ningún reparo.

Revista Casa de las Américas, La Habana, VII, 41 (marzo-abril de 1967), pp. 31-44.





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ArribaAbajoJuan Chabás


ArribaAbajoVives y el pensamiento español de la paz

A Europa, «que necesita de grande y casi total reparación ninguna cosa le es tan necesaria como una paz y concordia que se extienda a todo el linaje humano».

Los tristes restos de las grandes cosas en ruinas esparcidas por las naciones de Europa están pidiendo a gritos reparación; «pero cuando todas esas cosas se repongan al estado de esplendor de donde cayeron, de seguro que no podrán conservarse mucho tiempo si no se basan en la paz y concordia». «No hay nada tan necesario hoy para conservar el mundo en su equilibrio y no perecer del todo, como la concordia. Ésta sólo basta por sí para reparar lo quebrantado.»

Estas palabras fueron escritas hace más de cuatro siglos. Al releerlas nos estremece la patética actualidad de su advertencia. Con ellas comenzaba Juan Luis Vives la carta que desde Brujas, la quieta ciudad de Rodenbach, escribía al César Carlos V para dedicarle, en instantes en que su política de guerras parecía «arrancar a España de sus raíces», mes de julio de 1529, la obra De Concordia et discordia in humano genere.

No ignora Luis Vives el gran poder del César y no le desafía sin rebozo. Se desliza a veces en la prosa de su dedicatoria el escorzo verbal de alguna lisonja; pero no es difícil para cualquier lector que conozca los giros de la cortesanía seiscentista para esquivar iras de monarcas y sevicias del Santo Oficio, comprender que los halagos no son rendimiento, sino hábil juego de malicias y cautelas para que entre ellas pasen sin sanción las verdades que Juan Luis Vives no quiere dejar sin voz. Al exponer el plan de su obra el acento de la epístola se ennoblece orgullosamente: el humanista escribe al emperador «sin mirar a la adulación de la vanidad o al temor del poderío». «Escribo sobre lo único que todos desean y por lo que suspiran; por lo que algunos hasta lloran; a saber, sobre la concordia del género humano». Y como no hay mejor modo de estimar los bienes de la paz que conocer y haber sufrido los estragos de la guerra, Vives anuncia que en los cuatro libros de su obra añadirá algunas ideas sobre la discordia para que por comparación «deduzca cuál es la fuerza y el valor de la paz».

La obra no se consagrará únicamente a la advertencia del monarca español; «no escribo para ti sólo -dice Vives-: me dirijo a todos, hombres públicos y privados, a fin de que todos concurran a reparar lo perdido antes que (Dios no lo permita) no puedan conseguirlo aunque lo intenten de veras».

Lejos de su patria, este español compone su libro con la vehemente efusión de quien tiene el convencimiento de hablar a sus contemporáneos, de hombre a hombre y ejerciendo una misión. Sus palabras son recias. Si en la dedicatoria tienen alguna   —181→   vez dejes de prudencia, en el texto las enciende sin desmayos la pasión de la verdad y ese aliento que empuja al alma cuando se mueve rumbo al cumplimiento de grandes deberes históricos.

Aceptando la etimología de Festo (bellum, de bellua, bestia), Vives afirma: «La guerra es más propia de bestias que de hombres, ya que éstos fueron conformados por la naturaleza para la bondad, para la humanidad, y las fieras para la lucha. Pero nuestros delitos han conseguido que el mal, propio de las bestias, ellas no lo hagan y que nosotros hagamos lo más ajeno y más contrario a nuestra naturaleza».

Vives opone la paz a la guerra y vitupera de ésta la bestialidad, en defensa de la dignidad del hombre. Esa dignidad, concepto tan renacentista, es para el filósofo español la verdadera hombría, la condición esencial del ser hombre. Si éste comete actos por los cuales la pierde, negará su naturaleza, la suplantará por la inferior de la bestia -natura bellua inferior, inhumana natura, barbarie homine indigna. La guerra, concluye Vives, supone «una caída tremenda del hombre, que se sale de su órbita, sucediéndole lo que a los frutos, que cuando cambian degeneran».

Conviene que nos detengamos un momento a considerar cómo fue posible que en una época tan contenciosa, en momentos de tan poderoso auge imperial, pudiera un filósofo español cumplir con entusiasmo tan sostenido el deber de denunciar la guerra como un crimen contra el hombre. ¡Y con qué plenitud de conciencia! «Mi obra no va a ser una filosofía simulada con materiales de las circunstancias; sino una obra para los hombres y por consiguiente, duradera, como los hombres; ello me obliga a ser como la voluntad: imparcial y valiente».

Habremos de preguntarnos qué raíz vital le infundía a Vives savia tan generosa y filantrópica para alimento de su pensar y, cuando hayamos encontrado esa raíz, todavía será necesario que nos interroguemos si la condenación viviana de la guerra era una hazaña excepcional de su filosofía o, por el contrario, se nutría de tradición española y formaba parte de esa dirección del pensamiento español que cristaliza legándonos la teoría de la sociedad de pueblos en la construcción filosófica que levanta Suárez, y el fundamento de la imaginada sociedad internacional, de Vitoria. Buscar la respuesta a esas cuestiones será el objeto de estas líneas.

Nació Vives en año portentoso e inolvidable: 1492. El viento de utopia y renovación que sopla sobre el siglo XV, ha hinchado las velas descubridoras de un nuevo mundo. El humanismo renacentista ha comenzado a liberar a la filosofía de su papel de criada de la teología. La tierra en la cual Vives nace es una de las más penetradas por el espíritu del humanismo. Croce afirmará, acopiando testimonios, que Valencia es en el siglo XV una gran capital de cultura. En el Mediterráneo valenciano ve la luz nueva de la vida nuestro filósofo. Sus padres son de una bella tierra apacible, rica de huertas y abierta a los caminos marineros del nuevo comercio. El padre es labrador y mercader, buen comerciante. La madre desciende de uno de los más ilustres linajes   —182→   literarios en la poesía española: Ausiàs March, de quien aprenderá dulzuras del sentimiento la lírica del XVI. Paisajes de claridades contemplan los ojos del futuro maestro; pueblos asomados al mar, desde las montañas cuyas ásperas rocas suaviza la escalonada verdura de los bancales: Jávea, Denia, Vergel, Gandía. En la casa de los Vives no hay discordias ni miserias. Se vive allí aprendiendo a amar la vida. Lo recordará Juan Luis en sus cartas a Erasmo, quien con menos fortuna de hogar, no se complace mucho en esas evocaciones familiares. «Blanca, mi madre -cuenta Vives- llevando quince años de matrimonio, nunca vi que diese enojo ni recuerdo que rifiese con mi padre». Y éste, que gustaba de las lecturas históricas y tomaba muchas veces a Tácito o Tito Livio entre las manos, solía según su hijo disgustarse de las breves paces que sucedían a las guerras y comentaba: «Yo de tal manera estoy con mi mujer, que no me acuerdo haber hecho las paces y amistad, porque no se halla que en ningún tiempo rifiésemos».

Este modo de vivir su infancia había de influir en su estilo de ser hombre tanto como su educación humanística de adolescente y de joven. La cultura humanística del gran pensador hispánico no fue sólo una formación letrada, sino un entendimiento de la vida humana. La sabiduría, para Vives, es prudencia, sensatez, cordura, y, sobre todo, solidaridad entre los hombres. De ahí su desprecio por los sabios turriebúrnicos, que miden su grandeza por el grado de su desprecio de los demás. «Cómo se conducen -se pregunta Vives con indignación- aquellos a quienes su ciencia separó del vulgo, y que son tenidos como seres superiores. Me da vergüenza decirlo... pero la cosa es demasiado sabida para que se pueda disimular. En todas sus disputas, la soberbia se crece, se hincha, se enciende la bilis... Y no siempre la disputa de estos sabios es por cuestión de ciencias; se discute por dinero, o por captar un alumno; es decir; por lo que es materia y lucro».

Palabras actualísimas, en las cuales se descubre la raíz egoísta de toda posición intelectual aristocratizante y la bajeza de sobornados de quienes piensan, como afirma Ortega y Gasset, que «la masa cocea y no entiende». Como a esos sabios, dice en otro lugar Vives, les ocurre a los teólogos: «se atacan unos a otros con encono de gladiadores, mientras están discutiendo sobre la caridad. ¡Deben haber aprendido tanta moderación en las obras de Sócrates y tanta 'humanidad' en los estudios de las 'humanidades'!» Y del mismo modo que acontece así a los individuos que se creen o se fingen superiores y de esa superioridad hacen privilegio y negocio, acontece a los pueblos que se consideran señalados por un providencial destino histórico que les autoriza a la depredación de los demás: «ciertos pueblos, que alardean de estar educados humanamente y viven en plena inhumanidad». Cuando leemos hoy estas palabras, ciertas persecuciones ideológicas, ciertos crímenes racistas, nos hacen oír en ellas el bisbiseo de una alusión contemporánea.

Concibiendo así al hombre y lo humano, Vives había de considerar la guerra   —183→   como negación de su esencia. Pero el hombre no está solo ni vale en su soledad. Es el mismo por su destino y por su alrededor. Contra su destino va también la guerra, que hace de él, animal santo como dijo Séneca, un animal llorable, como Cervantes lo llama en el Persiles, Vives recuerda la definición senequista al decir: «Si analizamos profundamente al hombre, ese animal santo, hallaremos que no sólo ha nacido capaz de una religión y una sociedad, sino que está hecho, conformado, dotado para ella». La guerra, pues, según Vives, atenta a la dignidad del hombre y destruye su destino social.

Miden el alcance de ese atentado contra la naturaleza humana estas preguntas del filósofo: «¿Puede haber algo más bárbaro que deleitarse con las riñas, las luchas, y los espectáculos destinados a demostrar crueldad? Libre el espíritu de estas grandes enfermedades, se forma para la mansedumbre y humanidad, puesto que los antiguos llamaron humanidades a la educación de las buenas gentes... ¿Puede ser digno de llamarse humano aquel espectáculo donde los hombres exhiben cualidades propias de fieras y no de hombres?»

Vives no se contenta con afirmar la naturaleza sociable del hombre para concluir que la guerra, vulnerándola, desnaturaliza al ser humano. Pone gran empeño en demostrarla. Y de esa voluntaria y tenaz paciencia con la cual saca a la luz de su razonamiento nuestras virtudes sociables, va naciendo el fruto de su concepto de humanidad y su condenación de la discordia, que es el descorazonamiento de la vida. La guerra es un medio de arrancarle al hombre su entraña más viviente: el corazón.

Los dones más altos del espíritu, las facultades mejores hacen al hombre ser sociable. Por la memoria se distingue de las bestias; mas ese don preclaro de la evocación y el recuerdo constituye un vínculo social. Los brutos no poseen memoria afectiva; «no recuerdan a sus padres, ni guardan la imagen de lo mejor, ni se afectan con el deseo de la patria, o con el amor a ella; por eso viven salvajes, sin leyes, guiados por la inclinación y el instinto; adaptándose sólo al momento presente. El hombre, en cambio, guarda memoria de todo ello». La memoria da al hombre sentido histórico: le hace vivir en su presente el pasado y el futuro; en todo tiempo, los recuerdos le animan la solidaridad de los afectos y le afirman en la vida social.

Del mismo lenguaje, por el cual también nos diferenciamos de las bestias, puede decirse que no se nos dio para comunicarnos con Dios o para hablar a solas. «El lenguaje se le dio al hombre en atención a los hombres», dice Vives, adelantándose así a las concepciones modernas de la lingüística, ya se orienten en la dirección de Cassirer o Saussure, de estirpe positivista, ya hacia los rumbos idealistas de un Vossler.

La inteligencia, propiedad tan privada de cada ser, es también patrimonio social. Por la inteligencia es llevado el hombre a realizar inventos; pero éstos no los restringe a sí exclusivamente, sino que ha de comunicarlos a todos los demás, y darles   —184→   valor social, aun cuando sin pensar en la sociedad los hubiese realizado. «De donde se deduce que el hombre -insiste Vives- aun cuando no obre como ser social, por signos que surgen espontáneamente manifiesta su clarísima naturaleza social».

El amor a la libertad, que es el más alto signo del ser humano, es igualmente ansia particular y necesidad de comunicación. Con la guerra, afirma Vives, se pierde la libertad; como en la cárcel, donde «la falta de comunicación la hace más odiosa, puesto que muchos reclusos prefieren a la cárcel el suicidio».

Del amor individual a sí mismo y del amor social a sus semejantes, está hecha la naturaleza social del hombre. «Empiece éste a conocerse a sí y las cosas que le afectan y como por una ventana abierta al mediodía, entrará la luz que le hará ver la claridad en todo». Contra esa claridad, necesaria para el espíritu, la guerra, ceguedad enfurecida, arroja la mortal oscuridad de sus crueldades.

La consecuencia de ese carácter sociable del hombre, no lobo de su semejante como dirá más tarde el filósofo inglés, sino su hermano, pone entre las cualidades de la guerra una que para Vives es sobre todas odiosa. «Todas las guerras son civiles, porque todas son entre hermanos».

He ahí la suprema razón ética de la defensa de la paz, de la concordia: «porque así como un ciudadano no puede ofender a otro ciudadano sin ofender a la patria, madre común de ambos, así un hombre no puede perjudicar a otro, sin perjudicar a la naturaleza humana, madre común de todos».

Tras la alabanza de los beneficios de la concordia o la paz, y el vituperio de la discordia o la guerra, Juan Luis Vives comienza a estudiar cuáles son los motivos de las guerras y quiénes sus promotores. Al llegar a este punto, su obra adquiere a veces violencia condenatoria que hace vibrar su prosa latina con acentos de anatema. Vives se alza contra el logrero afán de lucro de los príncipes, que quieren ensanchar sus imperios a costa de los demás pueblos y de los propios. Frente a las grandes conquistas de Alejandro, ante las cuales la admiración de los historiadores a las fronteras holladas hace exclamar «Hasta aquí llegó Alejandro», él siente deseos de escribir: «Hasta aquí llegó robando». Por un instante Vives parece esquivar la condenación de la política imperial de Carlos V cargando sobre Alejandro sus denuestos. Pero recuerda su promesa: ser imparcial y valiente. Y aunque no cita a su emperador escribe sin rebozo: «Hoy dos reyes poseen lo que ayer tenían veinte. Pues compara estos dos poderosos con aquellos régulos: aquellos levantaban obras maravillosas, hermoseaban edificios sagrados, profanos, dotaban espléndidamente a los centros de artes y de industrias, sostenían muchas familias, hacían magníficos donativos, se contentaban con impuestos módicos, no pensaban en contribuciones extraordinarias, en una palabra: vivían en la abundancia y eran felices, ellos y los súbditos. Éstos de hoy, no sólo no edifican, sino que destruyen, no dotan a las asociaciones   —185→   sino que las saquean, no sostienen sino a pocos, inútiles o vagos, por no llamarlos otra cosa. Quitan a todos y no dan a nadie; los impuestos cada día son más altos; las contribuciones extraordinarias, cada vez más y mayores. No se sacian nunca, ni con nada; siempre hambrientos a pesar de lo que comen; siempre sedientos a pesar de lo que beben. ¡Es curioso! ¡Los reyes no quieren ceder a otros reyes, amigos antiguos y en atención a la paz de los pueblos, un pedazo de tierra y ceden gran parte de sus reinos a los rufianes embusteros! Porque los reyes suelen ser muy espléndidos con esa clase de gentes!»

Bastaría sustituir en estos párrafos algunas palabras (reyes por monopolios, industriales y financieros, por ejemplo) y tendríamos un cuadro exacto de las consecuencias de miseria económica y moral que lleva, ahora como entonces, aparejada una política de guerra.

Pero los reyes que de esa manera proceden no tienen muy segura su corona y las tempestades que ellos desencadenan pueden volver los vientos contra sus imperios. ¡Que cuiden muy bien los reyes aventureros de arrojar a sus pueblos a las hogueras de la guerra! Lo advierte Vives, esta vez como hablando de tú a tú con el César: «Hay quien cree que es lo mismo reinar que llamarse Rey. Pero también se llama rey en las comedias a quien hace el papel de Agamenón, o de Príamo, y no de otro modo es rey el que ignora lo que es reinar. Ser rey es mirar por muchos, o tutelarlos. Si es lo que buscas cuando piensas ampliar los reinados, buscas una cosa hermosa y sublime. Pero yo te pido que antes te mires y te estudies, a ver si sabes gobernar a los reinos que hoy posees. Si has conseguido esto, con razón puedes aspirar a gobernar fuera de tus dominios. Pero si no aciertas a gobernarte, ni a gobernar tu sola casa, ni a administrar un pequeño reino, ¿qué locura es esa de pedir que se te entreguen los reinos de muchas naciones y ciudades?»

Cuando admite que el emperador pueda tener derecho a la tutela de otros pueblos para protegerlos, Vives, como lo hará más tarde Sepúlveda, parece dejar un resquicio para justificar las guerras de conquista. Pero inmediatamente da un golpazo a la entreabierta mampara y condena toda guerra por injusta, cualquiera que sea la intención esgrimida por quien la declare.

Otro motivo de discordias y guerras entre pueblos es el fanatismo religioso. Contra él se levanta también el pensador valenciano. «Un cristiano -escribirá sin vacilación- no puede desear para los que están separados de la Comunión de Cristo una desgracia, ni un infortunio, ni la muerte. ¿Qué barbarie es esa de creer que es propio de un cristiano odiar a los turcos, o a los agarenos y calificarse de mártir por haber dado muerte a muchos de ellos? ¡Como si esto no pudiera hacerlo mejor un indigno y cruelísimo ladrón! Hay que amar a los turcos. Sí. Tienen que amar unos hombres a otros hombres, si quieren obedecer aquel precepto: amad a vuestros enemigos».

  —186→  

Este sentido de la coexistencia pacífica en el mundo de ideologías diferentes es una de las grandes aportaciones de Vives al pensamiento de la paz y ya veremos luego, hasta que se afinca así en la tradición española, que la estructura entrañable de la de la nuestra historia no es la de una pendenciera y fanática intransigencia, sino la de la humana y concordante tolerancia.

Pero esa tradición no podía regir la política imperial de Carlos V, no sólo porque se hallaba contrariada, precisamente, por la idea del imperio, sino porque la Iglesia alentaba esa política. Vives observa muy claramente la raíz catastrófica de esa conducta de la Iglesia española, que él considera furor vesánico. «¿Vimos alguna vez -se pregunta- que los agarenos lucharan contra su pueblo mandados por jefes cristianos? Pues nosotros estamos tan dominados por el furor vesánico, que llamamos a los infieles para que nos auxilien contra otras naciones cristianas. Y vivimos y dormimos con ellos, en los mismos campamentos, en guerras con los que preparan y llevan a cabo la ruina y exterminio del nombre de Cristo [se refiere a las guerras de Italia]. Es tanta la rabia de nuestros odios, que consentimos en quedar tuertos con tal de ver ciego a nuestro enemigo. Más aún: con frecuencia aceptamos gustosos el perder ambos ojos con tal que nuestro enemigo quede tuerto».

De tan vesánicas empresas no le cabía duda a Vives que la responsabilidad descargaba sobre el alto clero y los instrumentos de persecución de la Iglesia, como el Santo Oficio. Contra quienes ejercían la represión terrorista e inquisitorial arremete Vives: «esos que se llaman profesores de la Fe y de la Caridad absoluta, pero tan crueles que quienes se sienten perseguidos por ellos llegan a pensar en el turco y prefieren ser súbditos de éste antes que de los turcos disfrazados de cristianos».

Claro está -lo estaba para Vives- que el Santo Oficio no hubiese podido ejercer sus persecuciones con esa crueldad si no hubiese tenido el sostén del emperador de un lado y de otro el apoyo de todo el clero. Pero el filósofo español, que se ha prometido a sí mismo decir toda la verdad al escribir su De Concordia, no calla la denuncia justiciera: «hoy el clero tiene su jurisdicción, su procedimiento, sus fórmulas acusatorias, sus testigos, sus jueces, su policía, sus cárceles, sus verdugos, su espada, su fuego y su veneno. ¡Y este clero es el sacerdocio de aquel Cristo que siendo juez de vivos y muertos, a alguien que pedía que aconsejara a un hermano que partiera la herencia, contestó: ¡Oh, hombre!, ¿quién me ha nombrado juez entre vosotros?»

El espanto de que el Imperio y la Iglesia puedan hipócritamente hacer la guerra en nombre de Dios, le conturba a Vives el alma. Largamente trata de esa abenación injuriosa para la piedad y la religión. Imagina hasta qué punto puede llegar la audacia de esa farsa, poniendo en boca de capitanes, aventureros de esas guerras, palabras pronunciadas de rodillas ante Dios: «Me ordenas amar a mi hermano como a mí mismo, por amor a ti; me mandas amar también, por lo menos con voluntad, a   —187→   mi enemigo, y hacer bien a quien me haga mal. Pues bien: yo he determinado contra todas tus leyes, contra tus mandamientos y ejemplos, perseguir con hierro y fuego a mi hermano, o porque pienso apoderarme de algo o porque veo un camino de extender mi reino, o porque así doy satisfacción a mis pasiones. He determinado llevarle la desgracia a él y a sus bienes como sea. Exterminarle por cualquier camino, por mar y por tierra [hoy diríamos por aire, con bombas atómicas bendecidas por monseñor Spelmann y por Pacelli], de hecho y de palabra, como pueda. Te ruego Padre clementísimo, que para ello me des fuerzas, me abras el camino con tus inspiraciones, con tus consejos, y me des éxito en la lucha; si vuelvo vencedor, adornaré tu templo con las banderas capturadas, con el botín robado; yo y mis soldados después de triunfar, chorreando aún de sangre y sin lavarnos de las muertes hechas, iremos en procesión alrededor de tu templo, dándote gracias y celebrando tu poder, porque dejamos en el campo de batalla, tendidos y muertos, a tus hijos y hermanos nuestros».

Si es posible que tal crimen se cometa y que un pueblo pueda ser arrastrado a cometerlo no por ello puede concluirse que esté en la condición de los hombres ni de las naciones esa fanática bestialidad. Por el contrario (una y otra vez lo repetirá Vives y no sólo en esta obra sobre la concordia y la discordia en el género humano sino en otros libros), la tolerancia es necesaria a la sociabilidad y ésta es consustancial a la condición humana. ¿Cómo tal condición puede ser contrariada y pervertida con tanto daño? Vives nos lo dice con un brío acusatorio que no alcanzó nunca la mordacidad quemante y burlona de un Erasmo ni logró la apasionada indignación elocuente de un Valdés. Parece su pluma un escalpelo disecando la plaga: «La divergencia en opiniones y en la conducta, y lo que es peor en religión, han prevenido de los vicios y desvergüenzas de los sacerdotes, de su avaricia, de su lujo, de su fausto, de su soberbia, de su lujuria, de su infinita ansia de todo». Ante esta degeneración moral del clero, se consideraron bienes principales el dinero y las glorias. Y por ese dinero y esas glorias, en vez de amor se predicó el odio, en vez de la conciliación de las opiniones, la guerra ideológica.

Creo que no sea necesario espigar en el texto ejemplar de Vives otras citas, para que podamos decir que el gran moralista español llegó a estructurar, mucho más orgánicamente de lo que suelen sistematizar su pensamiento los filósofos españoles, una ética política de la paz y la guerra. No sería difícil tampoco, encontrar los hilos que van tramando esa ética a toda la filosofía renacentista viviana. Mas si esa tarea está más allá del límite que el tiempo y el propósito nos señalan en esta ocasión, no podemos, sin embargo, olvidar ahora una pregunta que antes nos hemos hecho. Y es ésta: el pensamiento de Vives sobre la guerra y la paz, ¿es la excepcional postura intelectual de un hombre insigne o está trabado a una tradición española, a un modo de ser hispánico y es, además, parte de lo que ya hemos llamado pensamiento español de la paz?

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Para contestarnos a esta pregunta habríamos de revisar sobre este punto la obra de numerosos teólogos y juristas de los siglos XVI y XVII: los Cano y los Vergara, los Valdés y los Carranza, los Lerina y los Virués, los Suárez... Y no se podría, en modo alguno, prescindir de algunos testimonios literarios que derraman su luz, esparciendo la claridad estética trascendente de sus textos insignes, sobre el pensamiento moral español. De la necesidad de tan dilatado examen puede ahora excusarnos el recuerdo, que ante doctas memorias será apenas preciso apuntar, de la obra de tres varones ilustres. Uno, Luis de Molina. Su libro De justitia et jure es, entre los compuestos por los tratadistas de derecho natural del siglo XVI, uno de los construidos con mayor rigor teórico. No podía faltar en él el planteamiento de la licitud de la guerra; y lo hallamos en efecto, de manera muy parecida al más complejo de Ginés de Sepúlveda, del cual no he de hablar siquiera porque es más que conocido, familiar para los lectores y estudiosos de la historia colonial de América, ya que su polémica con el padre Las Casas llena de interés la teoría sobre las guerras justas e injustas. Lo notable de la doctrina del autor de De justitia et jure es que, establecida la licitud de las guerras defensivas contra la agresión invasora o depredativa, afirma ser también justa la guerra solidaria de otros pueblos para ayudar al agredido. Más que lícita, para Luis de Molina la guerra solidaria y defensiva de los pueblos contra los agresores injustos es obligada, constituye un deber. Acaso hoy no nos causará gran extrañeza ese postulado, cuando nuestra conciencia, al lado de la de todos los pueblos libres del mundo, se yergue combatiente contra todo provocador de guerra y al defender frente a ella la paz, considera que habrían de ser justos y patrióticos los levantamientos populares contra el agresor, al lado de las armas que le hicieran frente. Pero piensen ustedes que Molina escribía cuatro siglos antes de que tanta sangre tan reciente y el escarmiento de las invasiones nazis y fascistas, hubiesen enseñado a todos a diferenciar sin confusiones los imperialismos guerreros de las democracias pacíficas15. Las palabras de Molina son sentenciosas, casi aforísticas: «El pueblo que no quiere intervenir auxiliando a otro pueblo agredido injustamente, comete un delito de derecho natural». Este deber es la dimensión colectiva de una obligación individual, por la cual se afirma la condición del hombre como ser social; como hermano del hombre, según Molina, por ser todos los humanos igualmente criaturas de Dios. Esta vez, la sentencia de Molina nos trae al recuerdo aquella en que Martí califica de cómplice del delito a quien lo ve cometer sin protesta. «El hombre -dice el jurista español- no puede eludir la ocasión de beneficiar a los demás, pues sabe que la omisión no puede tener lugar sin violar las leyes de la naturaleza».

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Otro gran pensador español, casi contemporáneo de Vives, que dedicó lo mejor de su pasión intelectual a reflexionar sobre los bienes de la paz y los daños de la guerra, es Vitoria. A pesar de su ordenación y profesión religiosas y su formación teológica, a pesar de respirar el aire antierasmista de la Universidad salmantina y de su orden, Vitoria, como Vives, es un espíritu renacentista.

Vitoria considera la guerra como una gran calamidad. Ni la más afortunada para los vencedores es mejor que la paz. Nunca se conquistarán por ella más bienes que males. De todos modos, y malaventuradamente, puede llegar el caso, admite Vitoria, en que un pueblo se vea forzado a hacer la guerra y sea de justicia mantenerla. El filósofo advierte inmediatamente el grave peligro que implica considerar que en algún caso pueda ser lícita la guerra. Y para hacerle frente a ese peligro, con circunstanciado rigor establece normas severas. En primer lugar, distingue entre quiénes hacen las guerras y quiénes las declaran y dirigen. Las hacen los pueblos; pues bien: ningún pueblo podrá hacer con justicia una guerra si no es en extrema ocasión de legítima defensa, contra una agresión injusta que no pueda rechazarse por otro medio. Esa agresión puede ser una invasión territorial o una injuria grave a la soberanía. No admite más casos Vitoria.

¿Y quién ha de declarar la guerra, quién decidir si es lícita o no y dirigirla? El príncipe. Pero el príncipe, según Vitoria, no puede lanzar a su pueblo a esa calamidad que es una guerra sin más ni más. Primero, el príncipe ha de ser un buen príncipe, con autoridad conquistada por su buen gobierno y con mando sobre una república organizada. «Carecen del derecho a declarar ni hacer la guerra los potentados que no gobiernan república perfecta», afirma Vitoria.

Pero el buen príncipe, el que reúne esas condiciones por él y por el objeto de su gobierno tampoco puede decidir por sí mismo si es justa o no la guerra que se propone y a la cual llevará a su pueblo. De esa licitud no puede decidir el príncipe «ni aun pesando los motivos, sin oír y discutir ex aequo et bono, con los varones de ciencia y conciencia libres de ira, codicia y odio».

La advertencia de Vitoria, y su minuciosa casuística, no son una construcción intelectual, filosófica y política, elaborada como un bello silogismo escolástico, en puro ejercicio del pensamiento. Vitoria siente la necesidad de ese rigor ante las crueles realidades que vive. Le duelen al profesor salmantino las guerras de su tiempo, en las cuales España se desangra y arruina, aunque para el sol de su imperio no tenga la tierra horizontes de tramonto. Ni para España, ni para las naciones con las cuales ella se encuentra en guerra, es éste justo quehacer de pueblos sino negocio de príncipes. He ahí lo que a Vitoria le hiere; al tratar sobre la guerra habla por esa herida. Por eso la voz, a pesar de los riesgos que al levantarla le amenazan, se le robustece de indignación y se le hace tan firme para exclamar verdades; por eso puede decir: «Las guerras no se inventaron para bien de los príncipes, sino de los pueblos, y si esto es así,   —190→   como es, ¡véanlo, buenos hombres, si nuestras guerras son para bien de España, o Francia, o Italia o Alemania! Son para destrucción de todas ellas. Ándense ahí jurando que nosotros no tenemos ninguna culpa. Dios se lo perdone a los príncipes, que no se lo perdonará».

Las que él veía pelear eran guerras injustas. Por mucho que los emperadores y príncipes y sus poetas de corte y los prelados afirmaran otra cosa, y buscaran en la religión o en los conceptos de honor la razón de la cual carecían. ¿Qué juicio han de merecer quienes tal hacen? «El príncipe que obliga a sus súbditos a derramar su sangre cuando no lo exige el bien público, es un tirano y los trata cual a míseros siervos», ésa es la sentencia de Vitoria. Pero ahí estaban ante él, a pesar de todas sus condenaciones, las guerras constantes e ilícitas, sembrando destrucción, esparciendo males y muerte. Por eso Vitoria, al lado de su construcción filosófica y jurídica en torno a la licitud de las guerras, procura reglamentar éstas, en general. Todas sus ordenaciones pueden resumirse en algunas normas concisas; la primera: ni los niños, ni las mujeres, ni los no beligerantes deben ser alcanzados por los daños de la guerra, ni siquiera per accidens y praeter intentiones. Y seguidamente: a nadie se le puede privar de la libertad ni de la vida por pecado futuro, ni recelo de mal. Ni en caso de extrema necesidad han de producirse mayores males que los que amenazan a los beligerantes. Vitoria crea así un derecho humano de la conducta de la guerra, que él, como Vives, considera de todos modos contraria a la naturaleza humana.

Este pensamiento de Vitoria es una anticipación notable, en muchos extremos, del de Mariana, que vive y escribe un siglo más tarde. La aportación más notable de Mariana es su concepto del tirano, que perfecciona el del mal príncipe de Vitoria. El libro fundamental, De rege et regis institutiones, comienza con estas solemnes palabras: «No hay más que abrir la historia para comprender lo que es un tirano. Trastorna un tirano toda la República, se apodera de todo sin respeto a las leyes, condena a sus ciudadanos a vivir una vida miserable, despoja de sus posesiones a los súbditos para dominar solo y señor en la fortuna de todos. Arrebatados al pueblo todos los bienes, ningún mal puede imaginarse que no sea una calamidad»...

Los tiranos, que arrastran a sus pueblos a la miseria, los lanzan también a las guerras. Éstas traen aquella, pero intercausalmente, cuando la ambición de los menos produce el despojo de los más, caminan los príncipes hacia la guerra. Como no puede comprenderse el pensamiento de Vives sobre la concordia y discordia del género humano sin tener en cuenta su pensamiento económico y sociológico -De subventione pauperum y De comunione rerum- tampoco sería fácil entender del modo mejor a Mariana si se descarta de su obra la preocupación por el reajuste de la propiedad, principalmente de la tierra. «Arrebatados al pueblo todos los bienes...» Esa frase que acabamos de citar, con la cual Mariana señala que el peligro de guerra nace de toda política que atente contra el bienestar popular, no es en él ocurrencia episódica.   —191→   En muchas de sus páginas aparece todavía con más alcance y rigor el mismo pensamiento, hasta precisarse a veces con claridad tan nítida como en estas palabras: «La primera razón que debe tener un príncipe para aliviar la miseria y socorrer la plebe, consiste en que si los ricos se viesen obligados a derramar lo que sin medida alguna acumularon, pertenecerían aquellas riquezas a muchos y no faltarían a nadie alimentos que para todos nacen». Este concepto tiene importancia capital en el pensamiento de Mariana porque de él va a desprenderse, de una parte, su famosa teoría del tiranicismo justo y, de otra, la consideración de la injusticia social como causa de guerra. Y en una y otra hallaríase como fundamento la legitimidad de la voluntad del pueblo y la ilicitud de cualquier autoridad que la contradiga. «La autoridad real -afirma Mariana- tiene su origen en la voluntad de la República». Cuando el príncipe, convertido en tirano, va contra ese origen y «se hace intolerable por sus vicios y por sus delitos, está sujeto a ser asesinado no sólo con derecho sino hasta con aplauso y gloria de las generaciones». Si esa teoría nos parece justa en el siglo XVI, ¿por qué ha de parecer hoy injusto y antipatriótico el levantamiento de los pueblos contra las guerras injustas?

La teoría de Mariana, que suscitó la protesta de los príncipes extranjeros y dentro de España le valió persecuciones y vejámenes, obtuvo, en cambio, la más alta confirmación de su vigencia popular. El dramático levantamiento de Fuenteovejuna contra el comendador, aquella sublevación de todo un pueblo -todos a una- contra su tirano, que inmortalizó la tragedia de Lope, elevándola a símbolo de rebeldía nacional, punto por punto se justifica en los versos del poeta con las razones de Mariana16.

Esto nos indica que el pensamiento de los filósofos españoles del siglo XVI y de la primera mitad del XVII no era una construcción ideológica que se levantara sin apoyarse sobre un pueblo, sino que éste le imprimía rumbo y le prestaba savia para su raíz nacional. Por eso hablamos de un pensamiento español, no de algunas teorías de españoles.

Pensamiento español es el de Mariana sobre la guerra. ¿Acaso no nos parece estar oyendo a Unamuno cuando leemos estas palabras?: «No estoy tan destituido de razón, que pueda preferir la guerra a la paz, sabiendo como sé que sólo se hace con razón la guerra cuando tiene esa misma paz por objeto, y sé que se ha de buscar no la guerra en la paz, sino la paz en la guerra».

Por esto, y a pesar de algunas contradicciones del pensamiento de Mariana, cuando el gran historiador habla de los Ejércitos, que él considera necesidad del Estado de su época, escribe estas palabras, dirigidas contra el imperialismo militar de   —192→   su tiempo: «Es preciso que tanto el Ejército como la Armada, y todos los utensilios militares, puedan mantenerse en tiempo de paz sin necesidad de arrancar un suspiro a los ciudadanos, pues de otro modo han de surgir grandes peligros». ¿No vuelve a sorprendernos ahora, como al leer las primeras palabras de la dedicatoria de Vives a Carlos V, la dramática actualidad de ese consejo? ¿No sentimos hoy los grandes peligros que Mariana avisa, y no están costándonos suspiros los utensilios sin tasa con que algunos ejércitos se arman y el dinero que más y más se pide para poner en pie de guerra, en pueblos que apenas pueden vivir en su pobreza, armadas con que adelantarse a la muerte?

Es indudable que las referencias de Vives, de Molina, de Mariana y de Vitoria que hemos leído, apenas bastan para conocer este que venimos llamando pensamiento español de la paz. Sirven tan sólo para indicarnos que ese pensamiento existe, que tiene entidad filosófica indiscutible y que por haber llegado a expresión tan alta en el instante histórico en que España aparecía en el mundo como una nación guerrera, puede sorprender a muchos como una contradicción vital. A ese pensamiento español de paz podría oponerse, por quienes pretendiesen oscurecerlo o torcerle la significación, una literatura con el acento de jactancia del célebre soneto carolingio de Acuña: «un monarca, un imperio y una espada». Tal hacen hoy los historiadores y los ideólogos del fascismo español.

Pero cuando se contempla a España vivir en su historia, ese pensamiento, que significa profunda fe en la dignidad y la personalidad del hombre, espíritu de tolerancia, crecimiento popular, se aparece como verdadera voz de la tradición española.

No lo entenderá así quien ignore que las contradicciones del pensamiento como de la expresión literaria hispánicos, reflejan la dramática torsión de la historia nacional a partir del siglo XV. Quiso encubrirlo el gran Marcelino Menéndez Pelayo y la evidencia vital de la verdad le venció su voluntad reaccionaria en libros como Los Heterodoxos y La ciencia española. Después de él se han hecho otros muchos ensayos más perversos de intención, en los cuales, como en los trabajos de Vossler, Pfandl, y sus falangistas discípulos Montoliú y Díaz Plaja, se han querido mostrar como expresión del verdadero espíritu nacional el fanatismo religioso, la voluntad de imperio, el encumbramiento aristocratizante. No han podido negar la dislocación agónica de la historia de España. Pero han considerado que la salvación estaba representada por Felipe II, ocultando cómo se desgarraban las entrañas de nuestra patria desde Lepanto a la Invencible. Se ha invocado la grandeza de nuestra literatura del siglo de oro para demostrar que se correspondían la magnitud de las empresas imperiales y el esplendor de las letras; se ha pretendido establecer una igualdad existencial, producto del venturoso cumplimiento de un destino histórico perfecto, entre el poderío de las armas y las letras. Pero bien claro está que si a tan encumbrada cima   —193→   se elevó desde el siglo XV al XVII nuestra expresión literaria, no fue porque buscara sus temas en las empresas imperiales de la monarquía española desde los Reyes Católicos a Carlos III. Si nuestra literatura de esos siglos es una de las más ricas y fértiles del mundo, es porque su teatro encontró más vitales temas en la epopeya nacional anterior a los monarcas citados y en la cantera de los romances, porque la poesía reflejó la angustia del hombre español en una tierra herida por la desgarradura de su historia -¡esa tremenda agonía de Quevedo, ese quejido en fuga de nuestra mística!- y nuestra novela arañó la pobreza y le buscó el sabor amargo y desdichado a la vida miserable de una nación arruinada por las guerras, y nuestro drama en sus mejores y culminantes piezas supo hallar la grandeza poética de la rebeldía popular -piénsese en Peribáñez, en Fuenteovejuna, en El mejor alcalde-, frente a la depredación feudal. Está por hacer, todavía, sistemáticamente, una historia de España que sea la historia verdadera de su pueblo y del espíritu de grandeza que en él reside. Cuando esa historia se haga, el capítulo más dramático, el que explique la torcedura del destino hispánico al final del siglo XV podrá ilustrarse con una fotografía del sepulcro del infante don Juan, el hijo de don Fernando y doña Isabel, las católicas majestades que comenzaron a destruir las conquistas democráticas de Castilla y a avivar el fanatismo religioso. El infante don Juan, el hermano de doña Juana la Loca, loca no sólo de amor, sino de vigilancia y sevicia del Santo Oficio, que la receló de hereje. Sobre el sepulcro del infante, que se conserva en la Iglesia de los dominicos de Ávila, no hay ninguna imagen suya. En el mármol, cruzados, unos guantes. Las manos que ellos cubrían hubiesen tenido que empuñar el cetro de España; ellas quedaron guardando un destino vacío. Y la corona de España fue a parar a Carlos I, de Alemania.

Los Reyes Católicos ya habían comenzado el gran viraje que realizó el Emperador de los Fúcar. Antes de la conquista de Granada, las luchas de la Corona con la nobleza habían necesitado el apoyo de la villanía, de los pequeños hidalgos, de los labradores. Ahí está el ejemplo de los payeses catalanes y de las sublevaciones rurales de Aragón. Pero con la conquista de Granada se fortaleció la riqueza de los nobles, y los Reyes Católicos pudieron aliarse a éstos contra los villanos, contra los concejos... Necesitaron dineros para las guerras, sin embargo; y lo buscaron en la bolsa de los judíos, para apoderarse de la cual lo mejor fue expulsarlos. ¿Era antisemita el pueblo español? ¿Era ésa su tradición? ¿Cómo había de serlo, si España, que inicia su historia verdaderamente nacional en el siglo VII, se encuentra entre dos mundos, el islámico y el romano germano cristiano, y emprende su reconquista territorial, que ha de convertirse en una guerra de independencia de siglos, penetrándose culturalmente a la vez que aquellos dos grandes mundos de cultura? Ahí está la Ley de Partidas: «Por buenas palabras, y convencibles predicaciones, deben tratar los cristianos de convencer a los moros, para hacerles creer nuestra fe. Non por la fuerza ni por premia, ca si voluntad de nuestro señor fuese de los aducir a ella, e de gelafacer   —194→   creer por fuerza, él los apremiaría, si quisiese. Mas él non se paga del servicio que facen los homes a miedo, mas de aquel que se face de grado».

No fue contra los judíos verdaderos, sino contra los renegados enriquecidos, aliados de los reyes, contra quienes se encendió a veces la ira popular española. El antisemitismo fanático fue creado por los Reyes Católicos como un arma económica.

El sentido de tolerancia que nutre el pensamiento de Vives o el de Vitoria tiene, pues, raíz nacional, es de tradición española. Tradición que persiste en nuestro pensamiento más allá todavía de Felipe III, a pesar de otra gran campaña de fanatización, también levantada por necesidades económicas, cuando ese monarca, de quien Velázquez nos ha dejado en testimonio de su torva degeneración retratos tan patéticos, necesitó apoderarse del dinero de los moriscos y los expulsó cruelmente para continuar la guerra de Flandes, cuando rompiose la tregua alcanzada por su padre.

El otro gran valor tradicional que hemos visto latir con fuerza en el pensamiento español es el sentido de la dignidad del hombre. Ya sabemos todos que ese sentido -nos lo está diciendo el título de un libro de Pico de la Mirandola- es de carácter bien renacentista. Pero en el pensamiento hispánico tiene raíz más honda. Esa dignidad del hombre es lo que en Castilla se llama hombredad, hombría, esas palabras que no tienen par en ningún romance, ni en ninguna otra lengua. ¡Ser hombre! Hombría de bien: ser por sus propias obras. No valer por la riqueza, ni por el linaje, sino por virtud de varón, como dice Alonso de Cartagena, el traductor de Séneca, mucho antes de que escriban Vives, o Mariana, o Vitoria. Son sus palabras a los ingleses en el Concilio de Basilea: «Los castellanos no acostumbraron a tener en mucho las riquezas, mas la virtud; nin miden la honor por la cuantidad del dinero, mas por la cualidad de las obras fermosas. Por ende, las riquezas no son de allegar en estas materias, ca por si las riquezas mediésemos los asentamientos, Cosme de Medicis, u otro muy rico mercadero, precedería por ventura a algún duque. Non quise alegar fortuna de tierra porque me pareció alegación baja, e muy apartada de nuestro propósito. Non la fartura del campo, mas la virtud del varón, es el honor debido».

Tanto en nuestra poesía, como en nuestra literatura de ficción, como en la de pensamiento, si alcanzan su mayor temperatura, encontramos esa presencia de varonía, esa hombredad pareada con el sentido democrático castellano. Es cabal el hombre cuando es a par de otro, igualándose por la virtud de varón chicos y grandes. Los siglos de guerra de independencia que dura la reconquista, fueron formando ese concepto del hombre que respiramos desde el Poema de Fernán González:


Venían los castellanos a su señor ver;
avíen chicos e grandes, todos con gran placer.
Fabló con sus vasallos en que se acordarían:
quería oír a todos qu'el consejo le darían.



  —195→  

Cuando Carlos V quiere prescindir de ese consejo, desoyendo y ultrajando a las Cortes, se alza Castilla, con aquel ímpetu de rebeldía que ya está también patente en el Poema:


mantuvo siempre guerra con los reyes de España;
non dava más por ellos que por una castaña.



No será fácil comprender las querellas internas entre los reinos castellanos y los de León, sin ver en ellas la lucha entre ese espíritu castellano y el orden visigótico de los leoneses. Triunfó el espíritu de Castilla. Y ese triunfo, y las condiciones en la tierra hispánica de las fuerzas sociales que en el siglo XVII en Inglaterra, y en el XVIII en Francia, hicieron posibles las dos grandes revoluciones democrático-burguesas de la historia de Europa. Del siglo XII al XIV la artesanía española es una de las más desarrolladas. Aún quedan en la lengua de Francia vestigios. Ahí está ese cordornnier, que no es, como podría imaginarse, quien cose zapatos con cordón, sino el courdonnier, el que hace zapatos tan bien elaborados como en Cordoue, Córdoba. Las papelerías de Játiva fueron las mejores en la Edad Media. Las forjas de hierro, la imaginería, la ebanistería más artística, las de España. Las organizaciones gremiales de oficios, en Valencia, las más progresivas. Los telares de Cataluña hasta Alcoy, los más adelantados. Cuando la monarquía absoluta española aplasta sangrientamente las Germanías de Valencia, le cercena a España su ímpetu mejor de progreso. Es inútil querer ocultarle al movimiento rebelde ese carácter. Basta con recordar sus capitanes: Juan Caro, oficial de un obrador de confitería; Estellés, carpintero; Sorolla, un tejedor; Lorenzo, un cardador; Onofre Perís, alpargatero; Vicent Mocholí, campesino. Ayora caracteriza bien las fuerzas sociales del movimiento cuando, refiriéndose a su condición trabajadora y pidiendo justicia para sus demandas, dice: un estado de cuya industria y trabajo todos se sustentan. Y expresa la virtud revolucionaria y progresiva de ese estado con estas palabras que le caracteriza: descubridor de las cosas.

La otra fuerza progresiva cercenada por la monarquía absoluta fue la de los caballeros, los pequeños nobles y los labradores medios castellanos. Eran las fuerzas de las comunas y ayuntamientos, representadas por Juan Bravo, Padilla y Maldonado. En Villalar quedó aplastada la primera revolución democrático-burguesa de Europa. Desde entonces, la historia de España es la historia de la frustración de los nuevos intentos revolucionarios de la misma índole que no acaban de triunfar. Ahí está ese siglo XIX turbulentamente exasperado, con sus carlistadas y sus guerras civiles. El alma de Villalar empuja el ansia hispánica. Y mientras tanto el poder real absoluto, lanzado a la aventura de su dominio imperial, destrozándose en ella, hunde a España en miseria, ciega las fuentes de su cultura, pero no puede cortarle al pueblo español el ímpetu de su heroísmo creador.

Me parece que si se cierran los ojos a esta dramática y notable realidad histórica   —196→   española, o torcidamente se la interpreta, no es posible comprender que nuestra cultura y nuestro pensamiento, más que cultura alguna, como ningún otro pensamiento, estén acentuados, escorzados a veces violentamente por esa angustia, esa contradicción íntima y a la vez clamante, que se queja en Fray Luis, rechina a veces en Quevedo, centellea en Gracián, se desgarra en Larra, arde en Ganivet, nos tortura en Unamuno, y alcanza esa culminante serenidad llena de melancolía que representa la obra de Cervantes o adquiere esa violenta presencia popular que nos conmueve, por encima de las burlas y las veras del enredado episodio, en la obra de Lope de Vega.

Así podremos explicarnos que coexistan en el barroco la refulgencia de la más estilizada adivinación verbal lujosa y la suprema contorsión sintáctica, al lado de la lenguaraz llaneza chispeante de las letrillas que dualizan la personalidad de Góngora o del gran don Francisco.

Así también llegaremos, y esto es lo que yo deseo ahora, a explicarnos la contradicción que entraña en un Estado imperial y guerrero lanzado a las guerras de depredación o de conquista, la rebeldía del pensamiento español de la paz.

Todos sabemos que si una cultura -con sus representaciones más expresivas, la literatura y la filosofía-, es principalmente el índice ideológico y el latido de sensibilidad de las clases dominantes, también, y a veces por sus más vibrantes signos, expresa las corrientes de rebeldía que manan desde otras clases que se elevan con ímpetu vital a su conciencia revolucionaria. Esto es lo que acontecía en España. Frente a las formas vitales coaguladas en el poder del nuevo Estado, y su expresión literaria y filosófica, se levantaban las voces, cargadas de tradición, de las fuerzas nacionales desviadas y vencidas, pero latentemente vigorosas, representadas históricamente por las guerras de las Germanías y las Comunidades, por las luchas de las nacionalidades catalana y portuguesa, por la actitud de tolerancia entre las creencias, que se había hecho conciencia popular a través de la interviviencia de las culturas islámica y cristiana, de la coexistencia laboriosa y la fusión familiar de judíos y moriscos. La miseria acentuó esas contradicciones culturales; la política de represión religiosa las exasperó; el temor al derrumbe nacional les infundió patetismo. Nuestros pensadores comprendieron que las guerras destrozaban a España. En 1645 escribía Quevedo: «Muy malas noticias escriben de todas partes, y muy rematadas. Y lo peor es que todos las esperaban así. Hay muchas cosas que, pareciendo que existen y tienen ser, ya no son nada sino un vocablo y una figura». Mariana advierte la caída de España y grita: «Parece a los prudentes y avisados que, mal pecado, nos amenazan graves daños y desventuras». En el Chitón de las maravillas -citamos otra vez al autor de los Sueños- se refleja el estado de miseria que esas desventuras causaron desde los Reyes Católicos: «Dice el real de plata que él valía cuatro reales en tiempo de don Fernando el Católico; que vino el glorioso emperador Carlos V y   —197→   las necesidades, o las revueltas, o la desorden (que no afirman cuál de estas cosas fue) le quitaron un real y quedó valiendo tres. Vino don Felipe II y quitáronle otro real y valió el real de plata un real de cuartos».

Contra las protestas que esta miseria hacía fermentar, las persecuciones de signo religioso se convertían en formas de terror político. Se prohibían los estudios en universidades extranjeras, se disolvían en territorio español las asambleas de erasmistas, se empobrecía el pensamiento científico. Se vivía a par de muerte. No es mía la frase de agonía. Es de Mariana, comentando el proceso inquisitorial contra Fray Luis de León: «El Santo Oficio nos hace a todos vivir a par de muerte».

Pues en ese vivir a par de muerte, en ese vivir muriendo sobre las ansias que se tienen siempre de vivir más -«vivo sobre las ansias que tengo de vivir», dirá Cervantes en ocasión solemne- se levanta el pensamiento español de la paz. Ese pensamiento, lleno de tradición en un pueblo que hasta el siglo XV no ha hecho más guerras que las justas de independencia -las guerras entre monarcas cristianos no fueron nunca verdaderamente populares- es genuinamente nacional, como era nacional y popular la protesta contra el Santo Oficio que ascendía hasta las capas cultas, resentidas de que la persecución religiosa atentara contra la libertad del espíritu. Sólo dos testimonios insignes para probarlo: uno de Góngora, poeta tan cortesano y de sentido tan aristocrático, pero al mismo tiempo de voz frescamente popular en gran parte de su poesía. Cuando se le reprocha su escasa cultura teológica replica: «He tenido por mejor ser condenado por liviano que por hereje». Otro, el del Buen Humillos, el personaje cervantino que replica a Algarrobos cuando le pregunta si sabe leer:


No, por cierto
ni tal se probará que en mi linaje
haya persona tan de poco asiento
que se ponga a aprender esas quimeras
que llevan a los hombres al brasero
y a las mujeres a la casa llana...



Ahora creo que nos será fácil concluir que ese pensamiento español de la paz, que nace en medio de tantas guerras, y crece entre patéticas contradicciones de la historia de España y de su cultura renacentista, es el que verdaderamente se alimenta «de las mesmas vivas aguas», como diría Santa Teresa, de la misma viviente sangre, que podríamos decir hoy, del pueblo español.

España sólo tiene una tradición guerrera: es el pueblo que no ahorró jamás esa sangre para defender su independencia y que la dio siempre para ganar su libertad. Pero de esa tradición guerrera es de la que nace el odio a la guerra injusta y el amor a la paz. Por la libertad y la paz, ese pueblo de Vives y de Mariana, de Juan Bravo y de Estellés,   —198→   el pueblo de Villalar en el siglo XVI y del Ebro, en nuestros días, ha dado al mundo entero un nombre para la táctica de la lucha armada contra la tiranía: las guerrillas.

El pueblo de las guerrillas odia la guerra y ama la paz. Creo que tal odio y tal amor constituyen las pasiones creadoras de todos los pueblos, pero permitidme el orgullo de creer que ninguna nación ha dado ejemplo de vivir esas pasiones con más alta temperatura. En la lucha por la paz, que es hoy la lucha de todos los pueblos, el de Vives, el de Las Casas, el de Vitoria y Suárez, sabrá ser hermano leal de los demás pueblos. Que nadie, por millones que entregue a Franco, piense que podrá conducirle a una guerra injusta de agresión. Mi pueblo sabe que sólo tiene que hacer una guerra: la de su liberación.

Con los mismos ojos, La Habana, Editorial Lex, 1956, pp. 11-41.





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ArribaAbajoIsabel Fernández de Amado Blanco


ArribaAbajoLos afeites y los clásicos españoles

Ni la sabihonda latiniparla ni la dama discreta ni la alegre tapada ni la dueña buscona hacían caso alguno de los encendidos sermones, de las duras sátiras y de las mesuradas recomendaciones que les dirigían frailes devotos y sesudos estadistas. Las mujeres del siglo XVII, como las mujeres de todos los siglos que en el mundo han sido, hacían caso tan sólo a los poetas y quizás por escucharles demasiado extraviaron algunos de los rectos senderos. Ser poeta en el Siglo de Oro representaba algo más que hacer versos; por la escala de la poesía se alcanzaban cumbres escarpadas y se forzaba la entrada de secretos recintos. Un soneto oportuno abría las rejas de la cárcel o mandaba un hombre a galeras. No es extraño, pues, que estos cuasi extraordinarios seres fuesen oráculos para los oídos femeninos, harto propensos a escuchar siempre el rumor de lo maravilloso.

Clorinda, Estrella o Isabel, vivían atentas a la estrofa y trataban de acomodar sus vidas y sentimientos al último patrón dictado por los poetas en las largas tiradas de los dramas y comedias, en los madrigales y hasta en las coplillas populares que saltaban decidoras y alegres por las calles y mentideros de la Villa y Corte. ¡Patrón para la vida! ¡Patrón para los sentimientos! No era difícil acomodarse a él por lo elástico y vario. En el terreno espiritual los tipos eran tan diversos y seductores que la recatada y la frívola, la ardiente y la discreta, la intrépida y la tímida podían elegir sin titubeos su modelo. Pero si bien era fácil estar a la moda, encajar el propio sentir, dentro del ideal literario espiritual, no sucedía otro tanto en el terreno del ideal físico. Por un extraño fenómeno, en el que jugaban ocultos impulsos raciales, los poetas del siglo XVII crean, para su uso particular, un tipo de belleza femenina diametralmente opuesta y distante de la realidad española.

A poco que se espigue en la literatura, nos encontraremos con que los cabellos rubios eran los más preciados. El oro se desparramaba a manos llenas sobre las fingidas damas de sus pensamientos y los rayos del sol se transformaban en sutiles guedejas. Los ojos negros estaban poco menos que proscritos, y en cambio ocupaban los verdes un primer plano, con la condición precisa de ser rasgados o como entonces se decía «adormecidos». Lope de Vega en su comedia El desprecio agradecido señala el feliz contraste de ojos y pestañas:


¿Qué piensas, Mendo, que son
aquellas negras pestañas?
Lanzas que guardan las niñas
que en dos camas de esmeraldas
están durmiendo, que como
son reinas, duermen con guarda.



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Donosa manera de encomiar los ojos verdes de la beldad, muy propia de don Félix.

La piel había de ser tan blanca que compitiese y aun eclipsase a la nieve. Mil y mil ejemplos se podrían citar, acaso de los más expresivos sea este elogio que Francisco de Rojas hace en Del rey abajo, ninguno:


Ésta es blanca como el sol,
que la nieve, no.
Ésta es hermosa y lozana
como el sol
que parece a la mañana;
como el sol
con quien es la nieve negra
y del almendro la flor.
Ésta es blanca como el sol,
que la nieve, no.



En contraste con esta nívea blancura las mejillas de las bellas necesitaban vivos colores y en El mejor alcalde, el rey, Lope lo afirma en un momento dramático con estas inspiradas estrofas:


Paréceme que su rostro
lleno de aljófares veo,
por las mejillas de grana
su honestidad defendiendo.



El dibujo de la boca rasgada o menuda no podía conformarse con el pálido tono natural:


Mirad el sangriento labio
que fino coral vertiendo,
parece que se ha teñido
en la herida que me ha hecho.



Así ve Moreto la boca de Cintia, en un delicioso pasaje de El desdén con el desdén.

Tales encomios cantados hasta la saciedad despertaron en el mundo femenino un deseo irreprimible de transformar sus naturales encantos para acomodarse al gusto de los escritores. Y así, pelo, ojos, labio y piel, hubieron de transformarse, de donde las damas verdaderas tuvieron que imitar a las fingidas por vías de artificio, cayendo de lleno en el uso y hasta el abuso de afeites.

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No existía en la época un arte de la cosmética más o menos científicamente desarrollado como ahora, y por tanto los resultados del postizo embellecimiento no podían ser ni medianamente perfectos. Todos los viajeros de Europa se hacían lenguas de la exageración con que se pintaba y barnizaba la mujer española. Si hemos de creer al pie de la letra el relato de Madame D'Aulnoy -y en este capítulo conviene tratarla como testigo veraz, pues hasta el duque de Maura y González de Amezua lo admiten17- las damas más linajudas se embadurnaban materialmente de colorete, que extendían con un pincel sobre el rostro, cuello y orejas por lo menos dos veces al día.

La ceremonia de pintarse, o como entonces se decía «afeitarse» una dama, era tarea prolija. En el «tocado» o gabinete dedicado a las abluciones diarias -por cierto ligerísimas desde un punto de vista higiénico- se acumulaban en bufetes y escaparates, de maderas preciosas, gran cantidad de pomitos de fino cristal, arquetas marfileñas y búcaros de barro, conteniendo agua de rosas, aceite de violetas, jaboncillo de Venecia, pasta de albayalde, tuétano de corzo, pastillas de alcózar para perfumar el aliento, «blanduras» o ungüentos para blanquear la tez, y «mudas» para colorearla. Entre las «mudas» que más citan los escritores figura el «color de Granada», tinto rojizo de indudable origen árabe que poseía magníficas cualidades de impregnación, siendo preferido en forma líquida para la base de las uñas, y extendido en papelillos se aplicaba también a las mejillas. Las pestañas y cejas se ennegrecían o «alcoholaban» con una solución de antimonio, sistema bastante peligroso pero que no detenía a las intrépidas beldades.

Como la moda poética exigía «finos arcos en la frente» entraba en juego la depilación de las cejas para luego trazarlas a capricho, casi siempre exagerando la línea hacia las sienes. Volvió a renacer, entonces, la clásica ocupación de depiladoras a domicilio, oficio que ejercían por lo general mujeres viejas, dueñas y celestinas que en el va y viene por las casas principales arrancaban vellos y honras en su doble función de correveidiles. El uso del peine ya se había hecho popular, y las españolas desplegaban espléndidas cabelleras que de endrinas se hacían rubias a la fuerza de lejías y sahumerios. Para realzar el falso colorido colocaban plumas rizadas en la cabeza, con un arte tan peculiar que daba envidia a las francesas. El escaso uso del sombrero en España compensaba con la profusión de lazos, flores, joyeles y graciosos prendidos de los mantos, habilidad característicamente española que ha pasado y perdurado en la mujer hispanoamericana.

Si el rostro y el cabello se componían, no quedaban atrás las manos:


Dadme a besar vuestra mano,
en cuya copa de nieve
el aura candores bebe.



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No era, don Pedro Calderón, muy dado a frivolidades y, sin embargo, señala, como antecedente, la delicada hermosura de las manos femeninas. Sólo cándidas palomas se posan sobre el halda y la sayuela. Para conseguir la nitidez no se recurría al agua y el jabón. Los untos y sebillos contaban en primer término, y para que surtiera efectos más duraderos se recomendaba -igual que ahora- el uso de guantes por la noche, impregnados de pastas embellecedoras (?) que las mantenían en largo y prolongado contacto con la piel. Cuando se repasan los comentarios de la época se encuentran recetas tan pintorescas como la siguiente: «Tomaréis tocino como un huevo, que sea todo grueso, y ponedlo con vinagre fuerte, que esté nueve días. Tomaréis sain de culebra...», etc., etc. De más está el decir que tocino, vinagre y sebo de culebra servirían, en el mejor de los casos, para componer un aderezo poco atractivo y más que repugnante, dándole la razón al satírico:


La leche con jabón verás cocida,
y de varios aceites composturas
que no sabré nombrarlos en mi vida.
Aceite de lagartos y rasuras,
de ajonjolí, jazmín y adormideras;
de almendras, matá y huevo mil mixturas
[...] Otros afeites hay que no los sumo,
porque en imaginallos tanto hieden
que de congoja y rabia me consume;
ni ser nombrados todos aquí pueden
porque, como se inventa cada día,
en infinito número proceden18.



Y como nunca se sabe a ciencia cierta cuál es el primer punto de una circunferencia, héteme aquí que los instigadores e inductores al pecado del afeite, se convirtieron en sus máximos jueces. Los poetas más severamente que los moralistas, dieron en fustigar el desmesurado uso del artificio que ellos mismos habían propiciado al crear en sus heroínas un tipo falso y físicamente opuesto a la castiza belleza española, más morena que rubia, más pálida que arrebolada, y más ojinegra que esmeraldina. Y lo que habían alcanzado los predicadores, lo consiguieron los literatos. La mujer comenzó a moderar el uso de los afeites y, sobre todo, el abuso de los mejunjes y ungüentos malolientes, por muy mágicos que fuesen. El castigo de la sátira fue duro. Quevedo utilizó prosa y verso sin duelo, y tras de admitir en Las capitulaciones matrimoniales: «Ítem, se le permite que se afeite y barnice con tal que no sea de   —203→   calidad que su marido la desconozca por la mañana», vuelve al ataque en La hora de todos y la fortuna con seso del modo siguiente:

Estábase afeitando una mujer casada y rica. Cubría con hopalandas de solimán unas arrugas jaspeadas de pecas; jabelgaba como puerta de alojería lo rancio de la tez; estábase guisando las cejas con humo, como chorizos; acompañaba lo mortecino de sus labios con munición de lanternas a poder de cerillas; iluminábase de vergüenza postiza con dedadas de salserilla de color...



Acaso más severo aún en verso, afirma:


Tu mayo es bote, ungüentos chorreando,
y esa tez, en que brota primavera,
al sol está y al cielo estercolando.



Mas si Clorinda, Estrella e Isabel se afeitaron para agradar a su merced el poeta, y por lo excesivo agrado hallaron cruel castigo, no faltaban tampoco en el Siglo de Oro mesuradas mujeres que por sí mismas supieron apreciar el valor de una belleza natural, fuese cual fuese el colorido, coincidiese o no con los cánones de la moda reinante. Moreto lo reconoce así al poner en boca de dos damas el siguiente diálogo, lleno de sutil gracia y donaire, cuando pretenden desilusionar a dos galanes no gratos:

DOÑA INÉS
-¡Ay Leonor! ¿Cómo podremos
hallar las dos un camino
de parecerlos muy mal?
DOÑA LEONOR
-¡Apelar al artificio!:
Mucho moño y arracadas
valona de cañutillos,
mucha color, mucho afeite,
mucho lazo, mucho rizo,
y verán que mala estás;
porque yo, según me he visto,
nunca saco peor cara
que con muchos atavíos.
DOÑA INÉS
-Tienes buen gusto, Leonora;
que es el demasiado aliño,
confusión de la hermosura,
y embarazo para el brío.


De donde se colige que con afeites o sin ellos, el eterno fin de las transitorias modas consiste en mantener encendido el atractivo entre los sexos, única necesidad perdurable.

Lyceum, La Habana, vol. VIII, 26 (mayo de 1951), pp. 75-81.





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ArribaAbajoEduardo Ortega y Gasset


ArribaAbajoDiálogo de la Mezquita de Córdoba y de la Catedral de Santiago de Compostela

Paseábame con Benarque por el campo de La Merced y nos dirigimos hacia el río atravesando el dédalo de callejuelas de la Córdoba musulmana. Benarque, con su gran ropón que semejaba albornoz y su rostro, notoriamente árabe, tomaba parte de aquel ambiente y me hacía pensar en que acaso estábamos en la época de los califas.

La fe, decía Benarque, entre musulmanes y cristianos del siglo IX al XII era de una plenitud, de una profunda realidad de la cual nuestro horizonte mental de hoy no puede formarse idea. La gente creía en los dogmas religiosos como en la luz que veía y aun acaso con mayor firmeza. ¡Cuántos musulmanes deseaban morir en la batalla para ir inmediatamente al paraíso de las huríes! ¡Cuántos cristianos también deseaban la muerte para entrar en los cielos con la palma del martirio! Es éste uno de los elementos que hemos de tener en cuenta para comprender los acontecimientos pasados. Esta fe luego va decreciendo y transformándose lentamente. Hoy hasta las personas más sinceramente creyentes podríamos decir que se hacen la ilusión, o se imponen el deber, por razones sociales o morales, de creer y practicar la religión. Mas la creencia de hoy es muy diversa de la antigua. Ni el musulmán ni el cristiano vacilaban en aquellos tiempos en morir para ir derechos al paraíso de las bellas mujeres de ojos rasgados y de virginidad perpetua, o al cielo del Dios trino para disfrutar de la bienaventuranza, también muy apetecible, aunque acaso no tan claramente prometedora como la del paraíso de Mahoma.

-Es muy exacta su observación, Benarque -dije yo-, hay que colocarse en este ángulo de contemplación para entender la vida antigua. En las calles que nos ayudan a evocarla resonaron las predicaciones de los mozárabes. Perfecto y Álvaro que insultaban al Profeta para obtener el inmediato martirio que les abría las puertas del cielo. La hija de Ibn Hafsum, es decapitada porque habiendo sido musulmana, renegó haciéndose cristiana. La apostasía tiene en el Corán pena de muerte. Entonces no había nacido la fe en la ciencia, ni en la razón, que es la que nos embarga a nosotros y que posiblemente será tan inocente como la otra. Ya empieza a nacer otra nueva fe, la de la intuición, en cierto modo emparentada con el instinto.

-La cultura de nuestro tiempo exige no considerar como antítesis, ni aun como oposición, la religiosidad cristiana y la musulmana. Eran el mismo fanatismo con dos caras de siluetas bastante parecidas. La España de la Edad Media musulmana ha sido la que más libros admirables ha escrito, en ese período. Andando los tiempos también los escribió la España cristiana, pero en parte alguna se han hecho más hogueras que llamaremos literarias. En cuanto alfaquíes o curas se inquietaban en su bien guardada fe, empezaban a arder los libros. Almanzor para bienquistarse con los   —205→   fanáticos permite quemar la biblioteca de Al-Akan II con más de cuatrocientos mil volúmenes que contenían las maravillas de la ciencia y la poesía antiguas. Lo mismo hace unos siglos después -lo cual por ello es más grave- el cardenal Jiménez de Cisneros en la plaza de Bibarrambla de Granada. Ya verá, Ortega, hasta dónde llega este paralelismo fanático que produce en la sociedad española los mismos efectos de atraso, de paralización del progreso, de quietismo que en las sociedades islámicas. Esta cerrazón de alfaquíes y de curas vulgares, aleja a nuestras sociedades de lo que Jasped ha llamado tiempo eje actual.

-En realidad, amigo Benarque, el engranaje, más que lucha, del islamismo y del cristianismo, lo materializo en dos gigantes construcciones religiosas que estaban frente a frente y que posiblemente aún lo están. Me refiero a nuestra Mezquita de Córdoba, hoy convertida en catedral con arabescos en los que aún cantan las suras del Corán y la también gigante por la piedra y por el espíritu Catedral de Santiago de Compostela. En ellas, se ha cultivado el fanatismo con hombres diversos y con fórmulas, en su fondo, nada distintas. Los sacerdotes católicos han logrado producir en el mundo cristiano una concepción de radical alejamiento entre el islamismo y el cristianismo de honda repulsión, casi como si aquel fuese una extraviada abominación idolátrica. Son, por el contrario, los musulmanes, cultivadores de una religión depuradamente espiritual, los que motejan a los cristianos de trinitarios y de idólatras. Y así se han alejado sentimentalmente olvidando que, unos y otros, han creado sectas religiosas que tienen su origen común en la Biblia. Mahoma se presenta como el último profeta, pero acepta a Cristo por ser el sublime profeta que le precedió. San Juan Damaseno, que fue obispo entre los musulmanes de Damasco, y que los conocía bien, afirmaba que el islamismo era como una de tantas herejías del cristianismo, apenas discrepante en su doctrina y absolutamente identificada en su moral. El misticismo cristiano y el musulmán han nacido en la misma cuna y han sido forjados en la misma espiritualidad religiosa. Este aspecto fundamental ha de ser objeto en esta obra de un análisis más directo y minucioso. Por lo pronto y para seguir el hilo de nuestro razonamiento, diremos, de manera sintética, que el islamismo adoptó, de los primitivos anacoretas cristianos, de los monjes de la Tebaida, las nociones fundamentales de su mística. Mas ésta se desenvuelve muy largamente con prodigiosa sutileza. Un testigo de mayor excepción, el sabio sacerdote e insigne arabista Miguel Asín Palacios, nos muestra en un erudito trabajo que un místico musulmán español, Abu Abd Allan, que nació en Ronda en el año 1371 de nuestra era, fue el creador del genuino misticismo que solemos llamar español. Ronda es una ciudad colgada en las alturas de la sierra malagueña que, por su aislamiento, gozó de un ambiente pacífico en el que los musulmanes pudieron desenvolver su vida religiosa. Pertenecía este santo varón musulmán a una de las más nobles y antiguas familias rondeñas, en la que siempre se había cultivado una acendrada piedad. El padre de Abu Abd Allan fue un jurisconsulto eminente y un orador sagrado de altos valores. Recibió Abu Abd   —206→   Allan una enseñanza religiosa que fomentó su profundo fervor siempre bajo la dirección de algunos sabios sufíes. No podemos ahora detenernos en la exposición de la vida de este místico rondeño. Nos limitaremos a decir que es él quien, ochenta años antes de San Juan de la Cruz, crea lo que llamaríamos el vocabulario místico que flamea en el amor de Dios del Santo, así como en la clara ternura castellana de Teresa de Ávila. En la dirección espiritual de los novicios y en las clases de ascética que daba los viernes en la Mezquita, se adelantó Ibn Abd, más de un siglo, al maestro Juan de Ávila. La biblioteca de El Escorial conserva un precioso manuscrito del epistolario de Ibn Abd en el que campean los mismos conceptos místicos de amor a Dios, de humildad y reverencia, de gratitud por los sinsabores y desgracias, los carismas, con los que Dios prueba a sus elegidos. Sus palabras de «estrechura», de «nada te turbe», «sólo Dios hasta», son las mismas que esmaltan los escritos místicos de Santa Teresa.

De suerte que si el islamismo, menor de edad respecto de la doctrina de Jesús, recibió las primeras inspiraciones de los primitivos monjes y ascetas de la Tebaida y del monte Athos, fue luego el maestro de los místicos cristianos en España dado el desarrollo que permitió la mayor cultura arábiga en aquella época.

El estudio de los fenómenos de mutua penetración, de ósmosis y exósmosis, alcanza trascendencia muy grande para poder penetrar en la médula y en la comprensión de la Historia de España. Incluso para explicar esta análoga parálisis de la España actual, sometida a un cristianismo de Estado, a un gobierno teocrático, y el retardo también de las sociedades musulmanas en las que, asimismo, la política y la religión están fundidas. Para la mentalidad de este cristianismo peculiar que se ha impuesto en España frente a una mayoría progresiva, es tan necesaria la unión del poder religioso y del político como entre los musulmanes, en los que el califa es el pontífice y el gobernante. El mundo islámico empieza a avanzar también. Estos ligamentos son ya un trasunto arcaico. Mas sobre todo en la península ibérica asistimos durante el pasado siglo y lo que va del presente a la disputa de dos Españas, unas veces de dos titánicas Españas, otras de una siempre grande, iluminada por la libertad y la cultura y, otra, pequeña y mezquina, ensotanada, con un miope fanatismo de alfaquíes, de tribus que confunden los ideales y aun las más elevadas tradiciones de la historia peninsular, con sus feroces manías retrógradas.

-Buckle ha dicho que de todas las naciones civilizadas la crónica más aleccionadora, que nunca debe ser olvidada, es la del pueblo español.

«Entre nosotros -dice Rogelio Pérez Olivares en su libro La mezquita de Córdoba-, han nacido todas las civilizaciones, pero cuando comenzaron a desenvolverse, súbitamente, ha surgido una atmósfera asfixiante y empobrecida que las ha derrumbado. La tradición que un torbellino de pasiones y de sufrimientos ha envuelto siempre, no ha sido respetada y, en consecuencia, no ha podido ser transmitida como base sólida de las modernas instituciones para consolidar nuestro porvenir».

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Y, sin embargo, como orienta Hegel, para estudiar propiamente la Historia, para contrastar lo que es positiva tradición hay que inquirir los eternos documentos del pasado.

Esta luminosa norma, faro de hechos históricos, nos permite comprobar que, en España, se han falseado las tradiciones. Tradición arraigadísima es la de las diversas nacionalidades ibéricas, cada una viviendo con fuerte personalidad dentro de sus fronteras y de sus ambientes históricos, con sus parlamentos y sus instituciones de vieja democracia que han debido ser la base de la actual. Por el contrario, teniendo nuestra entraña, por un esnobismo que más bien debe ser llamado ignorancia, los actuales reaccionarios españoles, los que se llaman tradicionalistas, han olvidado esas profundas, arraigadas y verdaderas tradiciones ibéricas. Llaman tradición al absolutismo que importaron los Borbones, dinastía francesa que impuso el uniformismo contrario a la estructura fundamental de Iberia y que sus seguidores de hoy llaman unitarismo.

Además, los sectores que se llaman de izquierda, no sólo en España, sino en las repúblicas hispanoamericanas, han incurrido en el mismo error de intentar asimilar instituciones exóticas. Nuestras democracias han imitado a Francia y a Inglaterra. Buenos son los consejos del exterior, las elevadas líneas de algunas estructuras fundamentales. Pero cada pueblo dispone de una pequeña capacidad para asimilar cosas extrañas. Sólo son fecundas, sólo reverdecen, cuando el injerto está hecho en el tronco de las viejas tradiciones. El gran error que ha desviado la política ibérica ha sido el de imitar a los demás cuando debiéramos imitarnos a nosotros mismos o, mejor dicho, continuar nuestra propia evolución. Tenemos ejemplos tan altos como los de Inglaterra. El parlamento aragonés es setenta años anterior al de Leicester, al cual también precedió el parlamento castellano. Asimismo, las arcaicas tradiciones democráticas de los consellers de Cataluña y de Valencia nos ofrecían un ejemplo de instituciones internas populares y representativas. Yo vislumbro la esterilidad de nuestros sistemas políticos en que hemos querido hacer una democracia de estilo francés. También nos dieron una postiza monarquía de Versalles. Aunque no es completo el paralelismo de lo material y lo social o político sí diremos, a título comparativo, que de la misma manera que los olivos andaluces no dan aceitunas en París, tampoco las instituciones parlamentarias de la gran capital francesa florecen en el clima social de Castilla.

-Nos hemos desviado hacia problemas que parecen muy lejanos de nuestra Córdoba. Son, sin embargo, los mismos, aunque diversos los elementos por originarse en distintas épocas también. Hemos olvidado estas ascendencias culturales de la luminosa Córdoba musulmana de la misma manera que las tradiciones de los reinos ibéricos, únicas que pueden guiarnos hacia la estructura política que demanda el cuerpo nacional.

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Tiempo es de que enfilemos el rumbo hacia esa cuestión trascendente de la compenetración del islamismo y del cristianismo ibérico como llave interpretativa de los que sin ella parecen desconcertantes fenómenos históricos.

El problema es de una complejidad que merece ser desarrollada en obra de extensa erudición y de análisis científico que, con escrupulosidad y exactitud, elimine los deformativos contagios pasionales. Nadie ha formulado esta preocupación como nosotros lo hacemos ahora. Creemos ser los primeros en percibir que el catolicismo islamizado por el contacto histórico de nueve siglos puede ser la causa de este retardo y anquilosis de las sociedades ibéricas actuales en que se ha impuesto el teocratismo islámico. El título de una obra, de desarrollo luminoso en este sentido, del ya citado Asín Palacios nos impulsa hacia esta vía de comprensión y la enriquece con enorme suma de datos. La obra a la que aludimos es la de El Islam cristianizado. Su lectura apasionante funda la convicción de este complicado embridamiento de las dos religiones que para luchar, más que teológica, políticamente, se abrazan y se confunden. Citemos además los admirables estudios de Menéndez Pidal y los del insigne arabista francés Levi-Provenzal. A este último debemos el que se haya completado la Historia de España, no sólo en el sector de los musulmanes españoles, sino en la vida del Cid contada por sus enemigos con odio y admiración.

Vamos a expresar esta que llamaré la identificación forjada por la lucha, de la que ya antes hablamos de la Mezquita de Córdoba y de la Catedral de Santiago de Compostela. Bajo sus lámparas latía un fanatismo que, siendo enemigo, era el mismo. Y tenía que serlo para trabar el combate. Los adversarios se imitan para vencerse. Ésta es la grieta por la que se produce la compenetración religiosa. Las invasiones, las ideas habrán en parte venido de fuera, serán más o menos exóticas, pero el fanatismo de Santiago o de Mahoma era perfectamente nuestro, ibero o berebere, no importado. Él ha sido la causa de la serie de desintegraciones, de las continuas sangrías de este doctor Sangredo del que habla Ganivet y que nos ha conducido a practicar un cristianismo cruento anticristiano y un islamismo antimahometano. Su deformación pasa, entre musulmanes como entre cristianos, las cuentas del mismo rosario, que no suele ser el de las magnas creencias del heroísmo hispánico sino el de una vida ramplona, de un rosario en el que las cuentas son garbanzos representando oraciones mecánicas y fanatizadas.

Desde el siglo IX una antiquísima tradición hacía venerar en la vieja ciudad romana de Iria Flavia (actual Padrón, en Galicia) un sepulcro que se decía guardaba el cuerpo del apóstol Santiago. La opinión eclesiástica admitía que el apóstol era Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo. Mas la verdadera leyenda popular mezclaba a ambos Santiagos en el llamado Evangelio de San Mateo, hermano del Señor. Esta tradición existía desde la época visigoda. Según ella el Apóstol había predicado la buena nueva en Iberia y cuando fue degollado en Palestina, su cuerpo, metido en un   —209→   saco, fue milagrosamente transportado a España por sus discípulos amparados por un ángel. Añade la leyenda que querían enterrarlo en España por ser donde comenzó sus predicaciones o el lugar más lejano al que habían llegado.

Sería de una inocencia absurda el discutir la posibilidad de tal hecho. Cuando se trata de leyendas y creencias populares su fuerza y su fecundidad no estriban la verdad histórica. San Julián, Arzobispo de Toledo en 686, antes de la invasión árabe, conocía esta leyenda y en manera alguna la aceptaba. Hasta la impugnó por herética. De no haber sido España sumergida en el Islam, si no hubiera necesitado reforzar con acero sus creencias religiosas para neutralizar el ímpetu enemigo, el culto a Santiago no habría prosperado. Por eso vemos cómo la España cristiana tuvo genialmente que hacerse una religión capaz de enfrentarse con el Islam. El contacto de la lucha, el instinto colectivo de defensa, empezó a minar lo que los conceptos cristianos tienen de humanitario, de serenidad y persuasión, para convencer a los neófitos. La violencia es anticristiana. Sin darse cuenta, este instinto de defensa colectivo imitó los impulsos militares del Corán. El guerrero es un mártir. El campo de batalla es la antesala del paraíso. Mahoma combate sobre un caballo blanco con las huestes sarracenas; Santiago, también con su caballo y su estandarte, blande la espada al lado de los cristianos, frente al alfanje musulmán.

Esta prodigiosa adaptación que señalamos ahora con un trazo, pero que está saturada de innumerables y expresivos pormenores, marca una profunda desviación religiosa que llega hasta nuestros días. Lo sorprendente es que aún no se haya penetrado el sentido trascendental ni se haya aislado en el laboratorio de la ciencia histórica este morboso matiz del cristianismo fanático de la península ibérica. Hemos dicho y debemos repetir que su trascendencia estriba en que ha teñido el fanatismo español de las mismas taras que históricamente han paralizado el avance de las sociedades musulmanas. ¡Oh!, sorprendente paradoja del analista. ¡Resulta que los guerreros que aún tienen que luchar con ese «fanático catolicismo islamizado» son los hombres progresivos de España, los que han practicado el humanitarismo que mana de la doctrina de Jesús, y pasan por anticristianos!

La última victoria contra los musulmanes no será la conquista de Granada, sino la de volver al positivo y depurado cristianismo, o al menos al cristianismo civilizador aunque no sea religioso, cordial, humano y comprensivo. Que el rosario de garbanzos sea un rosario de perlas y de corales engarzados en el oro de modernas aspiraciones.

Otra paradoja: los que han tomado del islamismo lo que tenía de peor, lo que su espíritu fanático podía asimilar, repugnan en cambio cuanto ha iluminado con admirable esplendor a la civilización árabe de España. Hasta en eso continúan las semejanzas. Hubo dos Españas musulmanas como ha habido y aún perduran dos Españas cristianas. Estas calles que contemplamos, este patio de los naranjos que   —210→   hoy parece dormido, estas ilustres torres que han cantado casi con las mismas palabras aunque en distinto idioma si bien con el mismo amor, Aben Hazam y Góngora, han sido marco de una de las más grandes y sutiles civilizaciones de la tierra, cuando en Europa aún reinaban las tinieblas y la ignorancia.

Mas volvamos a nuestro paralelo: entre los musulmanes, el califa, el imán, el alfaquí, el mismo soldado son, esencialmente, más que militares, religiosos, sacerdotes monjes, que luchan por imponer la verdadera fe con sus alfanjes y sus gumías. Los cristianos del norte de España convierten también a sus sacerdotes en guerreros. Los arzobispos van armados con corazas y con espadas nada evangélicas. Recordemos que Jesús en el huerto de Los Olivos quitó su espada a Pedro y pegó milagrosamente la oreja que éste había cortado.

Las órdenes religiosas de Santiago de Calatrava, de Alcántara, fueron imitación de las Rábidas árabes, compuestas asimismo de monjes guerreros que guardaban las fronteras.

Y sobre todo Santiago surge como coloso para pelear frente al coloso Mahoma. Esta tradición procede de remotos tiempos. Menéndez Pidal ha revelado sagazmente que la leyenda de Sandago viene del culto pagano de las divinidades gemelas de Cástor y Pólux, hijos de Júpiter, o sea, Dióscuros, uno de los cuales ascendía del cielo mientras el otro permanecía en la tierra para proteger a los hombres. Ya los romanos han ganado batallas en Iberia apareciéndose en su caballo Cástor, el hijo del trueno. Por eso la creencia popular, hábilmente aguzada por los obispos, sumaba a los dos apóstoles Santiago el Zebedeo y Juan, hermano de Jacobo el Justo, el mismo después de todo que en la leyenda romana aparecía en las batallas también precedido del trueno. La Catedral de Santiago se hace así apostólica. Con nuestra mentalidad de hoy no podemos comprender la trascendencia nacional de disponer de un apóstol, de poseer una sede apostólica pontificial. Por eso el Poema de Fernán González refiriéndose a España dice:


De Inglaterra y de Francia quísola mejorar:
Ved que non yaz apóstol en todo aquel logar



Por tener el cuerpo de un apóstol en aquella Edad Media de tradiciones, de ingenua fe, la Catedral de Compostela logra jerarquía de pontificado y atrae a las peregrinaciones de Europa. El obispo Sisnando se llama Pontífice. El obispo Cerescomio en 1049 fue excomulgado por el Concilio de Reims «porque contra todo el derecho divino escalaba la cúspide del nombre apostólico». Mas el Pontificado de Roma aún no tenía de hecho la autoridad suprema. En 1140 el magnífico arzobispo Diego Gelmires instauró en su Corte honores pontificales, nombró cardenales que se vestían de púrpura y recibía a los peregrinos como si fuera el Papa.

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Sólo así pudo proteger al mundo cristiano Santiago Matamoros, fodando una creencia análoga en la fuerza de la fe y del sacrificio a la de los mártires mahometanos. Y tal fue el motivo de haber hecho a Santiago hermano gemelo de Jesús. A punto estuvo de nacer en Compostela una nueva religión o un cisma que adorase al hermano gemelo de Cristo y que modificase el dogma de la concepción. En la prodigiosa iconografía medieval se le representa con las facciones de Jesús y hasta se llega a formular un Evangelio de su pasión y muerte. Un paso más y surge un nuevo profeta; Jesús primero, Mahoma que se dijo el último y postrer ladrillo de la Aljama, y Santiago que, gemelo de Jesús y con el mismo rostro, monta en el caballo, flamea el estandarte blanco, truena, fulgura y empuña en la batalla de Clavijo la espada que destruye a la morisma.

Por eso es admirable la epopeya en la que viven, con vida tan real y aun acaso más vigorosa que los soldados de uno y otro lado, estos dos grandes héroes fantasmales que traban singular batalla, Mahoma y Santiago sobre las cabezas de sus respectivos mártires, los cuales combatían con una fe apenas discrepante.

En el análisis de Asín Palacios que tituló Ibn Masarra y su escuela nos había del contenido que él llama paupérrimo del dogma musulmán: el que, por su misma sencillez, se propaga rápidamente. De ahí su sublime elevación espiritual. Todo el dogma se encierra en afirmar que Dios es uno. Bastó eso a Maimónides, el filósofo hebreo cordobés, cuando los intolerantes almohades le quisieron matar, para que tal declaración de fe que en nada se oponía a su dogma hebraico, le salvase la vida. Sólo se sabe que Dios existe. Que es Uno y que premia y castiga. Fueron los no árabes, los persas, como en el cristianismo los hombres de cultura helénica, San Pablo, los que dieron a estas religiones su fuerza de expansión, de amplia humanidad.

Los musulmanes andaluces tuvieron claro concepto de esta imitación que llamaremos táctica de los cristianos del norte. El famoso historiador cordobés Ibn Hayyan, merced al cual han podido reconstruir Levi-Provenzal y Menéndez Pidal hechos esenciales de la vida del Cid y que había sido secretario de Almanzor, Aben Ami, Al Mansur, dice respecto de Santiago de Compostela: «Es una ciudad en la región más apartada de Galicia y uno de los santuarios más visitados, no sólo por los cristianos de España, sino de Europa; para ellos, Santiago es tan venerable como para los musulmanes las Kaaba de la Meca pues, en el centro de su Kaaba, se encuentra también el objeto de su suprema adoración. Juran en su nombre y van allá desde los lugares más apartados de la cristiandad. Pretenden que el sepulcro colocado en aquella iglesia es el de Santiago, uno de los apóstoles y el más amigo de Jesús porque no se separaba de él. Dicen que fue obispo de Jerusalén y que anduvo predicando la religión y haciendo prosélitos hasta llegar a aquel remoto lugar de España. Volvió luego a Siria donde murió a la edad de ciento veinte años solares. Pretenden igualmente que después de su muerte, sus discípulos lo trajeron y lo enterraron en aquella iglesia por   —212→   ser el lugar más lejano donde había dejado la huella de su predicación. Ningún rey musulmán pensó nunca en penetrar hasta allá para someter a la ciudad al Islam, a causa de lo inaccesible de la posición y de los peligros del camino. Esta empresa estaba reservada a Almanzor».

Sobre estas tradiciones como cimiento, más que sobre cimiento de piedra y de tierra, construye Alfonso III en los años del 866 al 906 la Basílica. «Et fizo la eglesia de Sant Yague toda de piedra taiada con pilares de marmol, ca antes de eso de tierra era fecha».

Y así Santiago el Mayor y Santiago el Justo o el Menor y los Cástor y Pólux que en el 445 antes de Jesucristo decidieron con sus blancos caballos y sus petulantes truenos la victoria del dictador Postumio, tuvieron en una secuencia de tradiciones que son como viejísimas raíces que atraviesan las capas de la tradición, de la creencia o de los siglos, una gran catedral. ¡Lo viejas que son las cosas y el tesoro que significa a pesar de los descreídos (que son más ilusos que los creyentes) el contar con la alianza de una fe, de una grande y bella ficción que arrastre a las muchedumbres a la realidad de una victoria!

A veces se han asociado también San Millán y Santiago. Y así nos canta Gonzalo de Berceo:


Vieron dues personas fermosas y lucientes
mucho eran más blancos que las nieves recientes
vinien en dos cavallos plus blancos que cristal
descendien por el aire a una gran presura
espadas sobre mano, un signo de pavura...



En el Evangelio de San Marcos se dice que Jacobo, el hijo del Zebedeo, y Juan, hermano de Jacobo, se apellidaban «Bonaerges», que viene a significar «hijos del trueno», raíz hebrea, vocablo de expresión análoga a la de Dios-Kouroi, o sea, Dióscuros, es decir, hijos de Júpiter. Juan Ramón Mélida comprobó la existencia de esta relación de tradiciones en las monedas ibéricas representando a Cástor y Pólux los que, al aparecer en ellas, revelan algo semejante al patronato cristiano de Santiago.

Para definir estas opiniones vamos a fijar algunos de los puntos fundamentales del mutuo influjo de ambas religiones de que derivamos consecuencias políticas y sociales que hasta nosotros llegan:

a) Identidad de fuentes religiosas entre el cristianismo y el mahometismo, lo que explica una medular semejanza estética y moral.

b) Oposición del mundo musulmán y del cristiano, lo que provoca, de una parte, mutua repulsión que se hace fanática en la palabra de alfaquíes y obispos, pero   —213→   que, paradójicamente, suscita una corriente imitativa inspirada por la misma lucha que intenta superarse absorbiendo las armas materiales y morales del adversario.

c) Teorías sobre las asimilaciones mutuas de los grupos en pugna que muchas veces, luchando, se funden en el calor de la pelea.

d) Esta pugna dista mucho de ser continua: tiene largos periodos de pacífica convivencia en los cuales, respectos de los reinos cristianos, domina la atracción de la superior cultura que en aquellos tiempos poseían los musulmanes de Córdoba.

e) Necesidad de defenderse con armas que se neutralicen o se superen.

f) Origen de la deformación jacobea: las cruzadas son imitación de la guerra santa. Los cristianos son declarados mártires cuando luchan en la cruzada, lo que es imitación del martirio de los musulmanes luchando contra los infieles.

g) Estos factores fundamentales, a los que habría que sumar otros muchos en un análisis más completo, han producido en el mundo cristiano peninsular la identificación de la religión con la política. Los demás países europeos y cristianos no han sufrido el peso muerto del teocratismo gubernamental. Los sistemas teocráticos de musulmanes y cristianos españoles han sido causa de su retardo.

Son ya varios los escritores que se han entregado a la pintoresca descripción de los paralelismos cristiano-islámicos. Casi todos ellos y especialmente Américo Castro en su libro La realidad histórica de España copian al orientalista Asín Palacios, mas ninguno alcanza la positiva trascendencia de la cuestión. La identidad de las fórmulas religiosas, la casi literalidad de las palabras piadosas de cristianos y árabes en España ha sido puesta en relieve por Asín Palacios, distinguido investigador, el cual ha alcanzado meritísimas alturas en su análisis, si bien y como ahora veremos, en ocasiones no ha sostenido su elevación. En un pequeño trabajo circunstancial y en el que tuvo la flaqueza el ilustre presbítero de servir conveniencias de una política inferior, encontramos un ramillete de estos paralelismos y la autorizada confirmación de nuestras opiniones sobre esta, en cierto modo lamentable, concentración de fanatismos islámico-cristianos. Ese ramillete de paralelismos se encuentra esparcido a lo largo de los importantísimos estudios de Asín Palacios en sus libros Ibn Masarra y su escuela y El islamismo cristianizado. Sin necesidad de espigarlos en tan largo camino de lectura, Asín Palacios nos los presenta reunidos en un curioso panfleto publicado en el Boletín de la Universidad Central del año de 1940.

«De los elementos que integran una cultura, el más típico es la religión; su influjo penetra hasta el fondo del alma entera haciéndole gustar las emociones puras». Así nos prepara el cultísimo presbítero para formular sus observaciones encaminadas a demostrar (tal es el título de su trabajo) Por qué lucharon con los falangistas los musulmanes marroquíes.

«El Islam no es, como el vulgo indocto supone -dice-, una superstición idolátrica   —214→   y un grosero sensualismo en cuanto a la moral. Hijo verdadero y real, aunque espurio del judaísmo y del cristianismo, su credo, su liturgia y su código ético deben a la revelación divina del Antiguo y del Nuevo Testamento, la porción mayor y más típica de sus elementos integrantes. Un santo padre de la Iglesia oriental, San Juan Damaseno, que había sido ministro de un califa de Damasco, consideraba el islamismo como una simple herejía cristiana que niega la Trinidad y la Encarnación. Fuera de estos dos artículos de la fe católica todo el resto de su teología dogmática y moral y una gran parte de las ceremonias de su culto son, en efecto, un calco más o menos fiel, del credo y la liturgia cristiano-judaica».

Asín Palacios desenvuelve el paralelismo de ambas religiones que, en su mayor parte, es identidad y comunidad. Hace el cuadro esquemático muy autorizado, no sólo por tratarse de un hombre de gran cultura específica sino de un sacerdote, de las típicas analogías entre la dogmática cristiana y la musulmana. La religión islámica se preocupa mucho de simplificar su credo para que llegue a los fieles más ignorantes que no puedan alcanzar la precisión teológica. Mas esta dificultad ha llevado también a la Iglesia cristiana a aproximarse a la mentalidad del vulgo y nos dice el padre Asín: «Trátese del labriego castellano o del tosco soldado marroquí no pueden ni necesitan razonar y analizar los dogmas para que éstos influyan en su conducta: basta para ello la raíz de la fe, la adhesión sincera, ciega y humilde a las verdades reveladas. Porque no es -añade en sincera confesión muy rara en un sacerdote- el espíritu crítico que analiza y discute, resorte eficaz para la acción sino frecuentemente lo contrario: freno que la paraliza. En cambio la fe del carbonero es la que transporta más fácilmente las montañas y levanta las almas a las sublimes cimas de la santidad o a las heroicas decisiones del sacrificio y la abnegación». «Ahora bien -continúa- para el problema que aquí discutimos, esto es lo que nos interesa, pues basta y sobra con las analogías demostradas entre el fondo de nuestro credo y el islamismo. Sin la demostración minuciosa de sus respectivos dogmas para que, unos y otros, produzcan sus efectos en la conducta y creen así una estrecha hermandad espiritual entre las almas de los fieles que profesan ambas religiones».

Si Jesús para un musulmán no es Dios, ni hijo de Dios, es en cambio el modelo supremo de santidad humana, además de Profeta inspirado directamente por Dios, el Mesías anunciado en la Biblia y el Verbo en palabra divina. El famoso místico Ibn Arabi de Murcia afirma el carácter sobrehumano de Jesús, creado directamente por Dios como Adán, nacido de la Virgen María, Virgen y Madre también para los musulmanes. Esta definición es la de uno de los grandes místicos del Islam español, Ibn Arabi de Murcia, la memoria del cual es aún venerada en Oriente. Él atribuía su propia conversión a la vida religiosa a la inspiración y guía del Corazón de Jesús. Y a esta similitud se acoge el padre Asín para «disipar la extrañeza que al observador desprevenido» le producía la imagen del Sagrado Corazón prendida al pecho de los   —215→   soldados regulares de Marruecos. ¡Llega a decir que es una supervivencia, un concierto de esta veneración religiosa que los musulmanes todos profesan a Jesucristo!

He aquí sintetizadas analogías ceremoniales: la oración ritual obligatoria y la limosna o azaque; las cinco horas canónicas equivalen a las cinco que tenía el oficio divino entre los monjes de Siria y Mesopotamia en el siglo V y otros en ritos análogos en las plegarias judías. El ayuno del Ramadán es copia de las austeras privaciones de la primitiva Cuaresma cristiana. El Alcorán no hizo más que dar valor oficial a aquellas creencias y prácticas que los árabes ante-islámicos aprendieron en los cenobios cristianos.

Santones musulmanes que fundan verdaderas órdenes terceras o cofradías; conventos en el Egipto musulmán de la Edad Media; cofradía marroquí de los saidiles.

El ángulo desde el que estamos examinando la vida de España, guiados por el hábito sacerdotal lleno de cultura y de altas concepciones históricas del presbítero Asín Palacios es de trascendental importancia ya que supone una rectificación esencial en los rumbos que han predominado durante la Reconquista y hasta el momento presente. ¿Cambiarán estos rumbos porque han cambiado los intereses? Se crea un Santiago, patrón de España, mientras el buen apóstol con toda su milagrosa tradición es útil a la causa. Luego se le jubila y hasta se pretende suplantarlo con otros santos. Santiago sólo recibe ya la ofrenda anual, que viene a ser como su pensión de santo jubilado. ¿Por qué, durante ocho siglos que duró la Reconquista hasta lograr la brutal expulsión de los moriscos se ha sostenido por los obispos y sacerdotes cristianos el carácter satánico, repelente del islamismo para que, al cabo de los tiempos y cuando los regulares musulmanes ayudan a la causa de la reacción española, un sacerdote, ilustre y culto, nos pruebe con elementos teológicos históricos y eruditos que ambas religiones tienen un sentido idéntico de moral y de doctrina en lo esencial?

«El Alcorán -nos dice Asín Palacios- no hizo más que dar valor oficial a aquellas creencias y prácticas que los árabes ante-islámicos aprendieron en los cenobios cristianos». Casi todas las fórmulas piadosas que a cada momento repetimos son o traducción exacta del árabe andaluz o repetición de la palabra árabe apenas deformada y que repetimos sin saber lo que significa. ¿Cabe nada más familiar en nuestro lenguaje que decir «olé» al encontrar una persona y «olé» como interjección entusiasta? Pues bien, son transcripción exacta de la palabra árabe «wa Allah» que significa «por Dios»; o «ya Allah» que significa «oh Dios» y que nosotros repetimos al decir «ala ala» para acelerar la marcha; «ojalá» «was-sa a Allah» que significa «quiéralo Dios», que es también el significado de nuestro «ojalá». Por eso los españoles cristianos hablan muchas veces en árabe musulmán sin que lo hayan sabido hasta que ahora uno de los más cultos y eminentes sacerdotes cristianos nos hace pensar en que no fue justo ni conveniente el que españoles de uno y otro bando, musulmanes o cristianos se hayan estado entre-matando durante ocho siglos. «Los marroquíes piadosos   —216→   de hoy siguen teniendo exactamente ideas iguales a las nuestras sobre los hábitos morales, el vicio, la virtud, el pecado, la tentación y la gracia y emplean métodos semejantes a nuestros ascéticos para corregirse y frenar la sensualidad, la gula, los vicios de la lengua, la envidia, la pereza, la avaricia, la soberbia, la hipocresía y la vanidad».

Triste experiencia que al final de la vida me llega. Sin embargo, desde hace muchos años estaba convencido de que, en España, tanto en la cristiana como en la musulmana y de ahí esta disputa y pugnancia ecuestre de Santiago y de Mahoma, la religión es sólo un instrumento político. Es lógico que así ocurra. Los gobiernos teocráticos son trasunto de estadios primitivos de la conciencia de la colectividad. Por desdicha perduran en pueblos que, aunque extremadamente aptos para el progreso y los grandes hechos, como lo han demostrado en la Edad Media y principios de la moderna árabes y españoles, se encuentran hoy desplazados de los cauces progresivos modernos por este apego a la semejante doctrina que hemos venido exponiendo en el diálogo de la Catedral de Santiago de Compostela y de la ilustre Mezquita de Córdoba. Y seguimos diciendo, cuando vamos a emprender un acto importante, «en el nombre de Dios» de la misma manera que los marroquíes dicen «pi-isi Allah». «Dios me haya perdonado», «rahina-hu Allah»; o también «Allah alam», «sábelo Dios»; o «sea lo que Dios quiera»; más allá a un pobre, «Dios te ampare», «Allah ira hmeca», lo cual se dice también entre los árabes cuando alguien estornuda así como nosotros en tal caso «Jesús». La comida la bendicen en nombre de Dios.

Pero después de esta copia pintoresca, curiosa y erudita, y de la inmensa labor del gran orientalista Asín Palacios, de su obra ingente que a mí me inspira admiración, me causa inmenso dolor, desolada angustia, decepción mortal, el comprobar que, desde tan elevadas alturas como un ícaro de alas pegadas con cera, Asín Palacios se derrumba en una tan tosca y vulgar apreciación sobre el porqué los semisalvajes marroquíes de la tribu de Beni Aros han ayudado a la obra de reacción española. Según Asín estos moros decían a los hombres de izquierda españoles: «Tú no estar de Mahoma», «Tú no estar de derecha». A juicio del cura-alfaquí, del en otros momentos insigne orientalista, esta fórmula grosera sintetiza el alcance de la pasada contienda en la que, según él, se ventilaba, para los musulmanes como para los cristianos, la suerte de lo más preciado de ambas religiones: la fe en un solo Dios remunerador y en una vida futura. Qué amarga experiencia la que se deriva del paralelismo que este sacerdote al cual su gran conocimiento no impide ejercitar un fanatismo más político que religioso. Trasunto del Santo Oficio de la Inquisición. En ésta ardía el rencor político, también disfrazado de fe católica en las hogueras que quemaban rebeldes y no herejes.

En el presbítero Asín al cabo de los siglos vemos cómo canta su sabia sotana la ingenua palinodia en la que se invierten los términos. Ahora, los feroces musulmanes   —217→   rústicos y semisalvajes de la tribu de Beni Aros le ayudan a mantener su fanatismo españoles que él cree enemigos. Entonces ya son para este sacerdote, musulmanes y cristianos, casi iguales. Esta doctrina, mantenida en los siglos X al XIV y aun posteriormente cuando fueron expulsados los moriscos, preciosos elementos integrantes de la cultura hispánica, habría sido salvadora. Ahora la consignamos con dolor y vergüenza de sus tardías e interesadas confesiones. Toda la historia de España que se ha escrito se halla tachada de esas hipócritas evoluciones. Aquí se disfraza de tolerancia, de «comprensión» para sumar a islamitas y cristianos en una nueva intolerancia. Cuando el fanatismo ha hecho todo su daño, cuando ha impreso la huella irreparable en surcos seculares, se rectifica confirmándose sin que sirva más que para aumentar la desolación de los españoles que contemplan con amor y libre espíritu a su tierra. Precisamente esos mismos bereberes a los que el padre Asín coloca el escapulario del corazón de Jesús fueron los mismos que destruyeron Córdoba y en sucesivas avalanchas de fanática barbarie la gran civilización del andaluz omeya.

Una de las angustias de nuestro tiempo es la de dudar de que la ciencia y la cultura sean bastante para alejarnos de la animalidad y de las ínfimas pasiones. Nuestro ingenio humano, ¿es algo más que una pirueta espiritual, tiene o no una profunda raíz ese matiz que llamamos humanidad? ¿Es algo más trascendente que el trabajo de las abejas o de la convivencia de sociabilidad de las hormigas? ¿De qué le sirve toda su ciencia histórica, lingüística, teológica al cura Asín? Sólo para proceder como un ser primitivo de instintos de tribu, con una positiva barbarie a cuyo servicio están hipócritamente adheridos y no asimilados los conocimientos más sutiles y especializados. ¿Qué tipo de hombres son éstos en los que la cultura no excluye la barbarie y que diríamos son incivilizables? Dominan las ciencias y las artes y... ¡siguen siendo salvajes!

Nos hemos detenido en este episodio de la actitud del insigne presbítero arabista porque significa una de las pruebas más autorizadas y palpitantes del punto de vista que tratamos de esclarecer. Lo estimamos de inmensa trascendencia. Es como una nueva llave de comprensión histórica que hasta el presente no había encontrado cerradura.

La contaminación del cristianismo de la Reconquista con el islamismo merece un análisis exhaustivo. La consecuencia es lamentable: en ese fondo de mestizamiento religioso es en donde vemos -de ahí su trascendencia- la causa del atraso de la esterilidad de los elementos reaccionarios que vienen tradicionalmente dominando España. ¡El cura Palacios nos lo dice aunque solo sea para aplaudir a los rifeños!

Contemplamos un problema complejísimo muy dado a confusiones. Hay que cortar finamente con el escalpelo capas delicadísimas para evitar sensibles confusiones. Lo cierto es que esa misma realidad de religión y cultura, que generalmente se   —218→   colocan en antítesis, ha existido, paralelamente en el mundo musulmán, como en el cristiano. En la época de la Reconquista era tan elemental y primaria la cultura de los reinos cristianos que apenas se advertía ese dualismo. Mas en la Córdoba de altísima cultura de los musulmanes se contempla esa contienda, así como periodos de oscilación de la tolerancia y el fanatismo. Los sabios Ibn Roch, Aben Hazan, Ibn Tofail, tienen que envolver sus ideas en el artificio de los dogmas coránicos. Pero, en realidad, la civilización musulmana, prodigiosamente compleja y delicada, ha estado siempre rodeada por la amenaza del salvajismo. En esto se asemejan también las sociedades cristianas, que llegan hasta nuestros días con esas duales tendencias que, queman la gran biblioteca de Alakan y, en los sectores cristianos, no sólo queman los libros, sino también a sus autores en las «purificadoras» hogueras de la Inquisición.

Cuadernos Americanos, México, año XV, vol. LXXXIX, 5 (septiembre-octubre de 1956), pp. 131-148.





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ArribaAbajoGustavo Pittaluga


ArribaAbajoTodos los muertos

Por vez primera, desde la cruenta y efímera victoria, la representación diplomática de la España del general Franco ha convocado a los fieles a una misa por el alma de todos los muertos de la guerra civil, el 18 de julio de este año. De «todos los muertos».

El gesto tiene su importancia, y merece ser comentado.

Hace aproximadamente un par de años, cuando pasaron por aquí tres poetas de la joven generación española -que ellos llaman, si no me equivoco, «generación del 38»-, publiqué yo en esta misma revista un artículo intitulado «Poesía del arrepentimiento». «Este drama de España -decía yo entonces- no se resolverá jamás, ni la paz será posible para una alta empresa renovadora, mientras no surja en España la voz de un hombre de Estado que grite a los españoles» todos los muertos de la guerra civil son sagrados. Todos. No sólo 'nuestros muertos', como ellos dicen. Pues España vive de sus muertos. De todos. Los pueblos creadores de Historia perviven de esa memoria hecha carne, de esa muerte hecha vida». Y en efecto, en estos últimos años, en el recato de una libertad cercenada, han comenzado a revivir en el alma de los jóvenes los nobles valores espirituales de la España de los primeros treinta y cinco años del siglo. Ya no es solamente Federico García Lorca -sangre demasiado roja y ardiente de la vieja España para ser envuelto en los denuestos contra los «rojos»-; ya es Machado, y otros que han muerto en el exilio con la herida de España en el corazón; ya son los no es los nombres y los ejemplos de los maestros que en la ciencia, en las artes, en las letras, nutrieron la mente de las generaciones anteriores a la guerra civil; ya es todo ese mundo cuyo ensueño reverdece ahora, asoma en el pensamiento de los que frisan ahora, por tierras de España, en los veinte, en los veinticinco años, como si quisieran apoderarse de él, enlazarlo nuevamente con su propia vida, con la vida espiritual de España. Las señales son muchas; y no se escapan ciertamente al juicio ojoavizor de los censores oficiales y extra-oficiales, que quieren sofocarlos, reducirlos al silencio. No pueden. Dentro de poco, ya no podrán. Tendrán que ceder.

Porque no tienen nada que oponerles. Ni una doctrina de Estado; ni una teoría de la Sociedad; ni un programa valedero para el futuro de la Nación; ni una conducta ejemplar en la honestidad de la Administración; ni una continuidad en el criterio de una Política internacional. Todo ha sido, desde la aparente victoria de la facción, un tortuoso manejo para sostenerse, sobre un país tan dolorido y maltrecho que ha perdido, por fuerza, la sensibilidad para su propia dolencia y la voluntad indispensable para curarla.

Pero con tales manejos no se fragua la historia; no se prepara el porvenir. Sólo   —220→   se sobrevive. Con la perenne zozobra de un guardián de cementerio, que nunca puede sustraerse a la visión pavorosa de los fantasmas.

Y ya que estamos en trance de sinceridad -trance peligroso para el régimen, que deja entrever sus grietas; y para mí y otros como yo, que no tenemos mucho tiempo por delante-, seamos leales en la crítica y en los propósitos. Hablo sub specie aeternitatis; porque entre aquellos muertos por los cuales se ha ofrecido una misa el 18 de julio hay algunos que me tocan de cerca.

Más, mucho más que la guerra civil, aborrecemos estos trece o catorce años que han pasado desde que ellos la ganaron; y durante los cuales no han sabido ni formular un pensamiento, ni pronunciar una palabra, ni hacer un gesto que expresara la intención de restablecer la cordialidad entre los españoles. Otras guerras civiles ha habido, en otras partes. ¿Para qué recordar a Lincoln? Y la guerra civil de los Estados Unidos fue tan dura, quizás, como la nuestra. No tuvieron, desde luego, los del Norte la ayuda de alemanes, italianos y moros, que contaminaron la victoria del general Franco. Pero esto ya es lo de menos. Una guerra civil puede ser, históricamente, justificable. Una dictadura, también. En el derecho público romano, estaban en cierto modo previstas las condiciones de una eventual dictadura. Algunos la emplearon rectamente. Otros abusaron de ella. Todo eso está juzgado. Pues ha llegado el momento también de que se juzgue el modo como ha sido empleada la dictadura de que fuera investido el general Franco por sus compañeros de armas; único título en virtud del cual la obtuvo y la detenta.

Y el «modo», la «manera», lo son todo. Ni siquiera los fundamentos jurídicos -en este caso la carencia de toda legitimidad y de toda legalidad- importan tanto para el común de las gentes como la forma con que se ejerce el poder. Por no haberlo ejercido en forma -con la moderación debida, pues «moderación» es condición de «modo»-, se perdieron irremisiblemente en otros países hombres que tenían grandes cualidades de mando. Aludo a historias bien recientes. No necesito citar los nombres. Pero «mandar» es función pasajera, solamente «actual»; y el hombre de Estado es el que debe «dirigir»; no sólo «mandar»... Y dirigir es mirar hacia el futuro; no ejercer una acción coactiva sobre los hombres; sino una acción persuasiva, coordinación del pensamiento, de los sentimientos, de los intereses y de la voluntad de todos, de la «comunidad»; no de un grupo privilegiado que cobije bajo su bandera de partido el lastre de los forajidos dispuestos siempre a la violencia.

No se puede ganar una guerra civil, y luego continuarla con ofensas reiteradas cada día, durante años y años, contra los vencidos. Los vencidos en una guerra no son los vencidos ante la Historia. Nunca jamás lo son. La Historia exige, impone fatalmente la asimilación de los vencedores por los vencidos. Es un sino dramático que no falla. Porque el vencedor representa el presente, cargado y auxiliado por todas las fuerzas preexistentes del pasado. Anhela, sin duda, un porvenir. Proclama sus propósitos   —221→   renovadores, inventa fórmulas ficticias para una nueva organización de la comunidad nacional. Inútiles esfuerzos -aunque se intente afincarlos sobre una inaudita coacción de las conciencias y una inhumana sanción contra los adversarios. Inútiles. Porque el vencido, desintegradas en su alma, por la derrota, las tradiciones de ese pasado -que eran y son las suyas también-, representa en verdad el porvenir, cargado de esperanzas y exaltado por el rencor.

No se puede ganar una guerra civil -ni otra guerra cualquiera, por supuesto- sin respetar el alma del vencido. Mas en una guerra civil, este menosprecio ostentado del vencedor es una afrenta a la historia y al destino del país. ¿Quién ha renovado y levantado el crédito espiritual de España en América durante estos últimos diez años? No ciertamente la vana retórica de los preconizadores de la Hispanidad desde el viejo solar de los conquistadores, empequeñecidos ahora por la ingrata imagen de los victoriosos de la guerra civil. No. De esa retórica se ríen -cuando no se indignan- todos los americanos, desde las cataratas del Niágara hasta la Patagonia. No. Los que han reconquistado espiritualmente América, los que han logrado su respeto y su estimación para España, somos nosotros: los millares de obreros, agricultores, técnicos, ingenieros, médicos, pedagogos, poetas, literatos, artistas y hombres de ciencia exiliados de España, emigrados por fuerza o por propio designio de una España que no ha dedicado siquiera un recuerdo a los que entre ellos se han muerto en el exilio. Muchos de los mejores, no sólo de los más viejos, los que habían sido maestros de generaciones de españoles, sino de los jóvenes, que habían llegado apenas a la madurez y no pudieron darnos los frutos que prometían. Son docenas y docenas, centenares. No quiero nombrarlos. No quiero responder con esta afrenta a la ofensa que ellos -los del régimen, los de la «victoria»- han hecho con su conducta, con su olvido, a la historia de España.

Ahora procuran, por lo visto, enmendarse de sus errores. Comienza a actuar -junto con otros motivos menos cristianos- ese sentimiento depresivo del remordimiento que acaba por achicar, en su propia conciencia, la personalidad del vencedor. También hay una obsesión del enemigo, que sigue y persigue al vencedor, sobre todo cuando se apoya sobre la evidencia biológica de la convivencia, de la inexorable comunidad natural.

Y aquí asoma el tema. El tema que desde España, desde los rectores del régimen, se insinúa y sugiere a todos los de fuera, amigos y adversarios. La tesis de la «reconciliación». La misa para «todos los muertos».

En el alma de los vencidos -de esa «otra media España» de que ahora hablan ellos mismos, los vencedores-, sobreviven, modificándose paulatinamente en varias proporciones, cinco sentimientos igualmente penosos, no sólo por el peligro que entrañan, sino por la triste influencia que pueden ejercer sobre el porvenir inmediato de España: la venganza; el odio, el rencor; la repugnancia; la indiferencia. No   —222→   quisiera caer en la pedantería del psicólogo capaz de valorar la eficacia de estos estados de ánimo sobre las actitudes colectivas. La indiferencia, desde luego -el más extendido extendido entre ellos-, es el peor de todos. Porque en los momentos decisivos se vuelca hacia la pasión más desenfrenada. Pero también podría ser diluida, llevada hacia una aceptación de un estado de cosas que, habiéndose declarado transitorio y provisional, se resolviera a dar las pruebas de esta autodefinición. Cuanto más tiempo pierda en hacerlo, tanto más se le escapará la adhesión de los indiferentes. La indiferencia se transformará en repugnancia. Porque la causa especial de una repugnancia consiste en una antítesis moral frente a alguien que quiere disimularla. Y un día dijo Juan Ramón Jiménez -de quien sé que se acuerdan mucho los de allá- que «no hay odios irreconciliables, sino repugnancias invencibles». La venganza, el odio, el rencor, pueden aplacarse. La indiferencia y la repugnancia no admiten cambios de grado en su calidad intrínseca. Tienen que «resolverse» en algo, por algo, en virtud de algo. Exigen, en suma, el «cambio» objetivo de la situación.

Y éste es el problema central. La tesis de la reconciliación no puede sostenerse, ni proponerse siquiera, si no mudan radicalmente, en sus representaciones cimeras, los que viven, prosperan y mandan en España como consecuencia de una guerra civil.

Yo podría evocar aquí una anécdota -de las muchas que me guardo, con cierta reserva y dignidad de médico, que procura abstenerse de toda referencia a las personas con quien ha tratado, o a quien ha tratado-; una anécdota de los días dramáticos del armisticio firmado en Burdeos entre Francia y Alemania, la Alemania victoriosa de Hitler, en junio del año 1940. Podría apelar, por más seña, al testimonio del embajador don José de Lequerica, con quien me une una vieja amistad personal. Podría demostrar cómo en aquella fecha hubiera sido posible, y hasta qué punto hubiera sido posible, la reconciliación. Pues en aquellas circunstancias, que no hay por qué recordar, yo traté -en nombre de otros, en un mismo día, en la angustia de las horas históricas- con Azaña y con Lequerica. Y después, al día siguiente, hube de hacerle decir a Azaña, personalmente, por uno de mis hijos -pues él no vivía en Burdeos-, que se marchara a otro sitio más seguro, al interior de Francia; y que no había nada que hacer.

Me he ceñido estrictamente a lo esencial. Me abruma, me duele en el alma el hablar de ello. Han pasado doce años. Y al frente de los destinos de España siguen los mismos nombres, con el mismo jefe, que rehusaron entonces, desdeñosamente, la reconciliación. La política, en medio de muchas frivolidades y pequeñeces, tiene esta ineludible condición de severidad (hablo de alta y noble política): que las mudanzas en los principios, los programas y los métodos exigen el cambio de las personas. En la escena, el personaje, con su máscara, puede variar de actitudes momentáneas; pero no puede cambiar el estilo. Para cambiar el estilo tiene que quitarse la máscara,   —223→   ponerse otra; otra indumentaria, otro atavío; ofrecer otra imagen; ser otro; pensar y sentir de otro modo. Tener en verdad otra alma.

Y estas sustituciones hay que aceptarlas y prepararlas con lealtad.

Me esfuerzo -mis lectores sin duda lo advierten- en adoptar un lenguaje mesurado y sereno. ¿Han pensado allá, lealmente, en las sustituciones? No formularé ningún juicio. La respuesta es harto evidente. Y no basta apoyarse en una sustitución de público. Las nuevas generaciones -el nuevo «público» en España- no se deja ya engañar. Sabe Dios por qué ocultos y profundos caminos, los valores de la España vieja y nueva, que hemos soñado, resurgen en su alma. Ya no cree nadie, entre los jóvenes, en la validez de esas grotescas ficciones, remedos del fascismo italiano y del nazismo alemán, con que se ha construido el castillo de naipes del falangismo trashumante.

Y ahora le pasa a los que todavía mandan en España lo que le pasaría a alguien que después de haber matado a disgustos al cónyuge -a su «mitad», a la «otra mitad» de España, como dicen ellos mismos ahora-; y después de haberse complacido durante quince años en maldecir de su memoria, viniera a darse cuenta de pronto de que el difunto le había dejado una herencia, una cuantiosa herencia, una herencia de valores inagotables; y entonces, por vez primera, a los quince años, encomendara una misa por su alma.

¿Qué diría la gente?

Que es tarde. O bien, que se preparan, arrepentidos, a bien morir. Lo más grave, es que, de momento, el gerente de la herencia es el Tío Sam.

Bohemia, La Habana, año 44, 34 (24 de agosto de 1952), pp. 4-5.





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ArribaAbajoMariano Ruiz Funes


ArribaAbajoOcaso de la hispanidad

Antología

El que quiere caracterizar al actual régimen político español tiene que acudir a su única fuente que es el Generalísimo, que asume la totalidad de los poderes. Toda dictadura se nutre de la sustancia que quiere infundirle el dictador. Se dijo de don Juan de Austria, el que venció en nombre de la Cristiandad en la batalla de Lepanto a los pueblos infieles, que «era un hombre puesto por Dios». Así piensa de sí mismo el Generalísimo español, que se cree heredero de los grandes capitanes. Aunque defiende, como en su tiempo don Juan de Austria, la civilización occidental, gusta de serle infiel con los infieles, es decir, de pactar con los vencidos en la batalla de Lepanto. Sus coqueteos protestantes, panárabes y marroquíes constituyen una distorsión del mundo histórico que cree representar. Ese mundo es la hispanidad. Es ocioso que alegue como antecedente su condición de español universal. La universalidad es el rasgo característico e histórico de lo hispánico, que es a la hispanidad lo que lo italiano a la italianidad, neologismo creado por Mussolini con designios tiránicos y voluntad de Imperio, «o lo que es el vinagre al vino». Más afortunados los italianos que nosotros, han recuperado su carácter y su genio tradicional, después de unos años sombríos y paranoicos, precisamente por obra suya, no de las democracias.

Hispanidad es una palabra que adquiere carta de naturaleza en el código oficial de nuestros idioma, es decir, en el Diccionario de la Lengua, que construye, con afanes más eruditos que populares, la Real Academia Española. La Academia Francesa no incorporó jamás a su denominación el adjetivo correspondiente a la forma de gobierno predominante en su país, real o republicana. La española, que funda Felipe V, nació con la denominación de real, dejó de serlo durante la República, y lo vuelve a ser al triunfar el falangismo, por falta de decisión para titularse imperial, que era lo que procedía en un régimen que se llama a sí mismo el imperio nacional-sindicalista. La Academia de la Lengua del Imperio es simplemente real, lo que no le ocurre al régimen, que es un Imperio sin Emperador.

La decimosexta edición del Diccionario de la Lengua Española incorpora a su texto varias novedades, el escudo de la nueva España imperial, un prólogo injurioso, en el que afirma la existencia de ese imperio (prólogo que ha desaparecido posteriormente) y la palabra hispanidad, que se conserva en sucesivas ediciones. Esta palabra se incorpora a nuestro idioma exclusivamente a partir de esa edición. Lo español es lo hispánico; ¿pero qué es la hispanidad? «El carácter genérico de todos los pueblos de lengua y cultura españolas». Los exégetas del régimen ofrecen diversas interpretaciones de este neologismo; constituye la expresión de un nuevo sistema político   —225→   que tiene fundamentos negativos, los contra, contra el Renacimiento y contra la Reforma; los antis: el imperio falangista es antidemocrático, antiliberal, anticapitalista, antisocialista, anticomunista, antisemita y antimasónico. ¿Cuál es su contenido positivo?

El jefe del Estado ha definido en diversas interpretaciones públicas, más o menos balbuceantes y contradictorias, los rasgos más relevantes de su monólogo imperial. He aquí algunos de los más dispares en apariencia: la fe antes que la paz y que el bienestar, como su fundamento espiritual; el traje negro y austero como su rango suntuario. No sería excesivo afirmar, sin ningún propósito humorístico, que es un Imperio sombrío, es decir, oscurantista.

En una ocasión, el jefe del Estado se irrita públicamente contra los Borbones, a los que obsequia o hace justicia con sus denuestos. Ellos interrumpieron la buena historia y sustituyeron ese símbolo del traje negro y austero por el raso, los dorados y los afeites, convirtiendo en muñecos a los que antes habían sido autores de la historia. Autor es todo el que causa una conducta y los autores de la historia crean a la vez lo malo y lo bueno, el heroísmo y el crimen; lo que sin duda olvida Su Excelencia. ¿Qué otros rasgos tiene la hispanidad? Es una continuación de la Casa de Austria. Giménez Caballero (un Malaparte de menor cuantía) afirma que Carlos V es un precursor de Hitler y del racismo, conceptos que actualmente no dejaría pasar la censura. Un ministro de Educación Pública, sustituido en su cargo, que además es profesor de Historia de España, sostuvo en un homenaje al gran rey católico Fernando de Aragón, que su obra eminente se agotaba en él y que después de cuatro siglos la había reanudado el Generalísimo, si bien, comentamos nosotros, no hay ahora Maquiavelos que lo elogien. Por su parte, el nuevo Fernando el Católico ha denostado con publicidad a los países liberales diciendo que se cubrían con una forma política podrida y en desuso; ha sostenido en público que había que utilizar la radiodifusión como instrumento al servicio exclusivo de una sola propaganda, cortando la lengua a los enemigos peligrosos, lo que no es sólo una metáfora, y ha elevado a institución modelo la cárcel, forma simbólica de cortar la lengua, o de reducir a un silencio forzado, proclamando con una inscripción grabada en sus muros que debe tener «la disciplina de un Cuartel», «la seriedad de un Banco», «la caridad de un Convento». En una visita a Sevilla el protagonista del Imperio Español escribió en el libro de visitantes del Archivo de Indias estas aleccionadoras palabras: «ante las reliquias de nuestro Imperio con la promesa de otro». Después veremos en lo que ha quedado esta promesa.

Para no incurrir en anacronismos ni olvidos culpables, el nuevo Imperio Falangista ha realizado sus autos de fe, fusilando herejes y quemando libros y periódicos, y una asociación estudiantil, ante el crecimiento del protestantismo, ha abogado porque se resucite la Santa Inquisición.

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Relaciones internacionales

Las vicisitudes de la política internacional del falangismo han sido graves quebrantos a su voluntad de Imperio. Esta voluntad nace del agradecimiento y de la imitación. En 1936, al comienzo de la sublevación española, hay dos imperios en Europa: el imperio fascista de Abisinia, agregado a la Corona de Italia después de la conquista de este territorio, y el Tercer Reich nazi, que es la voluntad de imperio, pero de ningún modo un imperio efectivo. Con ambos colaboradores se emprende la rebelión española a la que ayudan con armas, con hombres y con doctrinas. A estas doctrinas se vincula la imitación. El jefe del Estado español adula a Hitler y a Mussolini, acepta sus ideas, aplica sus métodos, logra una victoria sin derrota, piensa en la felicidad del subalterno, al que le basta obedecer las órdenes del jefe, ahorrándose la difícil tarea de crear y se deja penetrar por una imitación consciente o inconsciente, llena de comodidades, puesto que no exige ningún esfuerzo.

En esto viene la guerra. Su política internacional es la de los agresores y a ellos ha venido correspondiendo la iniciativa de esta política. La lucha bélica alcanza triunfos clamorosos. Parece que la Alemania nazi se va a asegurar en sus continuas victorias las riendas de un Imperio Universal. La Italia fascista marcha, en cambio, a la deriva, con las torpezas y con la timidez de una parienta pobre. No ofrece la menor duda que la guerra será ganada por Alemania y hay que asegurarse su amistad para gozar más tarde de su protección y del botín. Ahí está Gibraltar acusador y el África divisible, de la que pueden recogerse unos restos, gracias a la derrota francesa. El intuitivo genial, desaparecido en la Cancillería del Reich, declara un día la guerra al comunismo. Es la euforia. La lucha cambia de rumbo y el imperio naciente puede convertirse, por la dura ley de la necesidad, en un beligerante activo. Hasta entonces se ha contentado el tutor triunfante con pedirle al pupilo propaganda y ayuda económica y el sometido con llenar los ámbitos de un país dolorido y ensangrentado con el panegírico de Hitler. España tiene diversidad de instituciones nazis, más o menos exóticas, desde una Gestapo, apadrinada por Himmler, hasta una propaganda alemana, que lo penetra todo.

Cuando hay que ir a batirse en las estepas se crea la Legión Azul, que ofrece una doble colaboración de sangre y de cobardía: las adulaciones democráticas resbalan en la dura piel del imperio. La voz amistosa de Roosevelt («mi querido general»), la política flexible y desdeñosa de sir Samuel Hoare, toda ella concentrada en el tungsteno, la acción diplomática del historiador Mr. Hayes, que llega con afanes de conversión democrática y que acaba por convertirse a la nueva ortodoxia totalitaria.

El imperio presta importantes servicios laterales. Ahí está el caso de Filipinas: el tratado secreto Franco-Tokio, por el que la Falange de Filipinas pasaba a depender directamente del Centro General de Falange en el Japón. Los deberes que imponía el jefe, vínculo político, y el odio común a Norteamérica, vínculo afectivo, acabaron   —227→   por hacer de esta Falange hispano-filipina la quinta columna de la guerra del Japón contra los Estados Unidos. Los españoles de Filipinas actuaron a las órdenes de los consejeros japoneses. El movimiento hispanista, entre los españoles de sangre, consistente en una profunda propaganda contra Norteamérica, obtuvo considerables ingresos, que se emplearon en la ayuda japonesa.

La política internacional del Imperio con respecto a Francia fue marcadamente germanófila. Por ella se despreció su independencia, se pensó en arrebatarle una parte de su imperio colonial, se pactó con Pétain, del que se obtuvo todo, incluso la entrega de españoles para fusilarlos, y acaba de descubrirse en estos días una inteligencia con Laval, que merece capítulo aparte.

Terminada la guerra, Laval se refugió en España. Por una complacencia con los aliados victoriosos fue hecho prisionero, de un modo ciertamente original. Recluido en una prisión militar de Barcelona, se le permitía diariamente la visita de su esposa, que acabó, ilegalmente, por hospedarse en la prisión, recibiendo del exterior incluso servicios de belleza. Los franceses reclamaron su entrega y se denegó la extradición, alegando que era un delincuente político. No obstante este alegato, fue privadamente librado a los norteamericanos, que lo pusieron en manos de los franceses para que lo ejecutaran. Lo que pudo ser un acto lícito de soberanía, se convirtió en una traición que recordaba los premios públicos ofrecidos para la denuncia y captura de los malhechores, que ya condenó Beccaria. El premio pudo ser una sonrisa del historiador converso: «Por una sonrisa un mundo» (Bécquer).

En este caso, por una sonrisa una vida. Pétain ha alcanzado en la propaganda falangista la jerarquía de héroe y por él han derramado lágrimas, en su vida y en su muerte, las plañideras del régimen, comenzando por el autor de La Malquerida. A Laval se le ha sepultado en el silencio. Su recuerdo serviría de acicate a un complejo de culpabilidad, sepultado en el inconsciente. Ahora acaba de descubrirse que a través de los representantes diplomáticos alemanes, pretendió concluir un convenio amistoso con Francia. Contaba con la colaboración de Pétain; se proponía instaurar en Francia un régimen autoritario y ofrecía el envío a España de periodistas de izquierda, que con su crédito desorientaran a la opinión, mostrando a favor de Franco veleidades que podrían dar a sus elogios una apariencia de justicia e instalar cerca de la frontera francesa una potente emisora de radio que propagara desde España las ventajas de un régimen autoritario. La propaganda desde el extranjero apoyada por el Generalísimo, en una palabra.

La última fase de la política internacional del Imperio de la hispanidad es norteamericana. Hitler y Mussolini quedan sepultados en un pasado inconfesable. Toda la propaganda actual, que penetra hasta la fatiga y los últimos repliegues del país, se hace en favor del jefe de la nación norteamericana. El Generalísimo es flexible. Cuenta Samuel Hoare que cuando presentó sus cartas credenciales tenía sobre su   —228→   mesa, en dos marcos de plata repujada, para mayor honor, los retratos de Hitler y Mussolini y cuando fue a despedirse, a la entrada de los aliados en París, en los mismos marcos habían sustituido a los hombres, cuya estrella declinaba, por el presidente de la República Portuguesa (después fallecido) y su santidad el Papa. Seguramente hoy, junto al heredero del trono de San Pedro, se encontrará la efigie del presidente Truman. Es lo obligado en la estancia donde sonó estridente la voz de un senador de Texas, que gritaba: «Allo, Franco, estamos contigo». ¡Qué tuteo más simpático y qué tierna camaradería!

Antiamericanismo

Esta larga palabra tiene como fundamento unos textos. Los programas de la segunda enseñanza española son oficiales. No existe la libertad del catedrático para redactar el de su asignatura. La ciencia está vestida, por ministerio de la ley, con el uniforme falangista. Hay algunas ciencias que han merecido por parte del Estado una atención más escrupulosa. Tal era obligado que ocurriera con la historia que, como testigo de los tiempos, según la conocida expresión ciceroniana, puede ser testigo peligroso, que importa convertir en un testigo falso y amañado.

En el cuestionario del tercer curso de Historia de los centros de segunda enseñanza españoles, declarado oficial por Orden de 14 de abril de 1939, figura el tema que literalmente reproducimos:

II. Los Estados Unidos de Norteamérica. Sentido materialista inferior de la civilización norteamericana. Falta de fundamento y de unidad moral. Inmoralidad financiera. Su agresión injusta a España y a los países hispanoamericanos. Nicaragua. Haití. Superioridad moral de Hispanoamérica sobre Norteamérica.



No hay en la España falangista más que escritores oficiales. No escribe el hombre, escribe la censura. Cuanto se publica es la obra que la censura ha dejado sobrevivir en la obra del hombre. Uno de estos escritores oficiales, voz y ortodoxia de Falange, en cuyo pontificado intelectual ocupa un lugar de relevancia, es Pemartín. Pemartín es un enemigo personal de la Reforma y ha proclamado que el bolchevismo nació con Lutero, lo que implica la filiación bolchevique de las masas inmensas de protestantes norteamericanos.

Los ideales imperialistas de la hispanidad se han declarado incompatibles, por un nutrido coro de voces, entre las que figura la infalible del Caudillo, con el falso patriotismo democrático y con el iluminismo predominante en América. Hay que reconocer que Su Excelencia continúa clavado en su sitio. El falso pacifismo democrático le ha tendido la mano y el iluminismo ha pretendido incorporar el traje negro y austero, las joyas de un empréstito, no sabemos si con el designio de borbonizar a   —229→   la España de los Austrias, cuya continuidad se rompió durante siglos, para reanudarse con el Caudillo, nuevo Felipe II.

Estos sucesos contemporáneos, ¿son el ocaso de la hispanidad o el ocaso de la democracia? Parecen el primero, pero es lo cierto que, salvo la supuesta sustitución de retratos, la propaganda del presidente Truman que invade España y los dólares que se hayan incorporado al torrente circulatorio de la economía nacional, no nos consta que se hayan rectificado los fundamentos más o menos ideales de la hispanidad, ni cuanto se gestó por impulsos nazis-fascistas en sus entrañas más o menos fecundas, aniquilando la vida nacional.

Los hechos recientes abogan en pro del ocaso de la hispanidad, pero no se ha rectificado una tradición de once años, a pesar del oro que aspira a cubrir la sangre, ni aun en relación con el tema transcrito del programa oficial de historia. Lo que en todo caso se ha renovado es la historia misma.

Soy un español universal y libre que cuenta entre sus postulados de moral con este magnífico concepto de Kant: «no quiero violar en mi persona la dignidad del género humano». Con la distancia que separa a un hombre humilde y sin patria oficial, pero español por la sangre y por las entrañas, de una de las figuras señeras de la historia y de la democracia norteamericanas, tengo la satisfacción de declarar que me enorgullece este parecido con Lincoln.

Bohemia, La Habana, año 43, 49 (16 de diciembre de 1951), pp. 55, 219 y 220.





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ArribaAbajoJesús Vázquez Gayoso


ArribaAbajoCultura y civilización

Se dice que vivimos una ingente crisis histórica de proyecciones incalculables, y que de nada vale tratar de esquivar lo que de modo inexorable está trazado en el destino del hombre de tal manera que sólo importaría dejarse llevar a lo desconocido, al incierto futuro. Pero no; en esa incertidumbre hay siempre un conjunto de circunstancias que, analizadas y puestas en la balanza, pueden inclinar el fiel según el querer humano, y así es fácil ver actuaciones que, si no pasaran a integrarse en la resultante final, hubieran ya cedido al peso de un «dejar hacer» equivalente a un agudo pesimismo dominando la razón. Y he ahí, en todos los trances de la Historia, intentos de salvar un cierto status en tal o cual medida, que se traduce en el momento presente en ese cúmulo de reuniones, conferencias, asambleas, en cuyo ambiente flotan anhelos, ansias de superar la crisis que agobia al mundo y salvarlo de la encrucijada a que le empujó la bamboleante política de los últimos años, consecuencia de un hecho cuyas raíces calan muy hondo en el alma de la humanidad y que podemos definir como la inestabilidad de una época, de todo un complejo de ideas que se entrecruzan, discuten y chocan, de un modo de entender la vida que lucha desaforadamente contra lo inevitable, pues que tras de ello, surgiendo de sus escombros, se encuentra la nueva concepción a que camina el mundo, para afrontar la cual es preciso envolverse en una paz espiritual que solamente en el análisis filosófico de los postulados esenciales de la sociedad puede dar como fruto la adecuada solución que podrá no estar en ninguna de las fórmulas a que llegaron por un lado Laski y los teóricos liberales y por otro Huxley y los filósofos del conservatismo religioso y «apolítico»; esto es, marxismo versus pacifismo de tono fundamentalmente anarquista, cuya divergencia indica la necesidad de hallar un cauce para esta peligrosa transición que nos lleva abiertamente a un mañana de características difíciles de esclarecer.

Todos los acontecimientos indican con claridad meridiana, y la historia lo constata, que las grandes crisis en que la depravación, el atropello y el delito se entremezclan con el progreso y la civilización en manifiesta pugna, son síntoma cierto de un avance en la evolución de la humanidad hacia su perfección. Es que, como indicara E. Benes: «La lucha entre los sistemas de gobierno imperantes, la democracia, el fascismo, el nacionalsocialismo, el comunismo -combinada con los conflictos políticos por el poderentre las grandes potencias y los intentos de esclavizar de nuevo a las naciones menores de Europa- es la fórmula que expresa fielmente la presente crisis europea y la tragedia de la postguerra» (nosotros generalizaríamos supuesto que ese estado abarca por igual a todos los pueblos del orbe); y sigue diciendo: «Buena parte de la política del periodo de guerra y de las consecuencias de la postguerra constituyen una ganancia para la humanidad, moral y políticamente, y un indudable progreso moral y político en la historia de la civilización».

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Hace tiempo, en la propaganda electoral del año 1933, decía yo que se hallaba el mundo ante un magno acontecimiento: la rapidez con que se desenvuelven todas las manifestaciones del humano quehacer, el péndulo de la vida oscilando con acelerado ritmo describiendo un arco en el cual hay posiciones que adoptan posturas que no son otra cosa que su propia antítesis, son indicio evidente de la profunda y radical transformación en la que, tras el naufragio de lo existente, resurgirá, como el Ave Fénix, el potente sentido de la vida con una sociedad mejor, ansiada por los soñadores e idealistas, en la que, apagados los apetitos particulares, se piense en el servicio de los intereses de todos. Pues hoy, como ayer, seguimos en esa línea, pendientes de esa nueva aurora, de luz y de gloria, a que aboca el mundo. Y es que la Historia se valora en tanto la época y el hecho se corresponden, explicándose ambos por la trascendencia que marca su paso en el libro de Cronos.

En todos los momentos culminantes de la vida de los pueblos se presentó el fenómeno de sus mayores grandezas alternando con sus más grandes miserias: en el recorrido triunfal de su ciclo histórico, la cúspide de la romanización coincide con la desorbitación imperial tras de cuyas cenizas brota la Edad Media, época de grandes creaciones, en la que se perfilan ideas, modulan sistemas y busca concreción toda una gama cultural, que se convierte en legado para la posteridad, pero en cuyo álgido momento cede el paso a nuevas formas en el «desconcertante» desconcierto de una cultura renaciente, potentísima, que, renovando la base de la sociedad, desbroza el camino de la lucha por las libertades civiles echando los cimientos a una concepción occidental del mundo, de que nace en Francia el movimiento comunal que dará el predominio al tiers état en los Estados Generales de 1355 y en la Asamblea de 1357; impulso que pasa a España, a Italia, a Escocia..., prendiendo el fuego del ideal en que se afinca el régimen parlamentario y democrático. Régimen que se erige en pleno furor de las persecuciones azuzadas por las luchas socialreligiosas en que se ventila la suerte de la ciencia, con las muertes de Wycliffe y de Huss, los reformadores cuyo antecedente está en Marsilio con su tesis de la soberanía del pueblo, de la mayoría, en el Estado; de Savonarola, el combativo sustentador de la tiranía religiosa florentina, del que se dijo que tendió el velo del medievalismo sobre el Renacimiento, ansioso de experiencia y lleno de amor a la belleza; el levantamiento de Lutero por la independización del pensamiento al elevar sobre el dogma el principio de la razón; de Enrique VIII o de Isabel, con sus reformas de trascendencia a todos los ámbitos de la organización en la Inglaterra tradicional; la lucha, en fin, entre la idea y la fuerza que durante cierto tiempo había de sentar sus reales, con leves alternativas.

Idea y fuerza; espíritu y materia; voluntad de vivir y realidad de cada momento histórico. ¡Cuántas reflexiones despiertan esos conceptos, tradicionalmente antagónicos cuando debieran complementarse para hacer posible el asentamiento de la   —232→   razón, la poderosa fuerza de la idea! Pero volvamos al tema: la lucha, dijimos, llevó al triunfo de la fuerza, con leves alternativas, organizándose a su socaire verdaderas compañías integradas por turbas sedientas de aventuras, sin ideología, vendidas al mejor postor, que hoy actuaban aquí, mañana acullá, y siempre pensando en el botín aunque para alcanzarlo haya que llegar al crimen. Eran tiempos de transición que se caracterizan por la destrucción, el saqueo, la devastación, el crimen, y, revolucionando todo lo existente, producen un shock inaudito capaz de paralizar la marcha de la civilización, no obstante lo cual sigue la progresiva evolución en el devenir histórico que abre la época moderna. Estamos, en cierto modo, frente al contraste que produce la propia reacción ante los hechos.

Y es en tal momento cuando se logra la unidad interna y el impulso que nunca antes se había alcanzado. Frente a la idea medieval, la estructura de un mundo nuevo: «El Estado, la teoría política, la ciencia, las relaciones legales, la economía, la concepción del hombre, fueron estudiados partiendo de la base de unas ideas directoras uniformes y moldeadas en una unidad nueva. El orden mundial universalista medieval que dirigía los pensamientos del hombre hacia el mundo futuro se encontraba ahora con la oposición del universalismo de este mundo. El mundo se había hecho, finalmente, mundano, y la razón, situada en un plano nuevo, se convirtió en su instrumento». La revolución gloriosa, de 1688, el nuevo racionalismo, la teoría del Estado absoluto, estaban en marcha; nuevamente los elementos en pugna chocarían; la filosofía política de la época, discurriendo entre los polos opuestos de unos conceptos que tratan de fundamentar un sistema adecuado al hombre, abre paso a las corrientes del espíritu que serán aventadas en la Gran Revolución. De nuevo la contradicción evidente, la pugna entre los elementos vitales que no han logrado su síntesis: cuerpo y alma siguen integrando una transitoria unidad, ficticia, por así decir; pareciera que la natural separación señala el permanente estado de vigía y lucha entre la materia y el espíritu, y la razón y la fuerza persisten en la búsqueda de solución que no sea, precisamente, la idea de la fuerza.

En efecto, en el momento actual sufrimos los impactos del mismo fenómeno de desintegración, en pro de un resurgir, cuyo origen está en el ominoso siglo XVIII con sus dudas, alimentadas por el descontento, que a su vez analiza lo propio en contraste con los signos de los tiempos nuevos que harán pasar el antiguo régimen al pozo del recuerdo, obligando a Francia a empuñar el látigo bienhechor en la enorme conmoción que propiciaron la Enciclopedia, la obra de Bentham y la filosofía política, inclinados del lado del pueblo, de las clases oprimidas por el absolutismo realista que había concentrado en sus manos el poderío antes compartido con la Iglesia y el feudalismo como entes con jurisdicción derrotados por el apoyo burgués a la monarquía que, por un momento, pretendió sojuzgar a su antiguo aliado destapando la fibra de la violencia contra lo que un día fue estimada institución permanente de la sociedad   —233→   política. La bancarrota estatal lleva a la revolución, cuyas fuentes tan variadas habían de producir sentimientos encontrados y su legado de Libertad, Igualdad y Fraternidad será bandera tremolada eternamente por cuantos aman la vida y suspiran por el universal imperio de la razón. Por eso la revolución, que abre la ruta de la moderna democracia, desata apetitos: Marat, Danton, Robespierre, sucumben a manos de la revolución misma, aureolados en sus principios, y los postulados que habían forjado el ambiente propicio se encarrilan por cauces utilitarios, de donde, si los comités de 1793 identificaron la soberanía nacional con el absolutismo de la mayoría, el fruto estaba tan maduro que se caía de su propio peso a la mano de quien asumió la responsabilidad ante la Historia de ser el vehículo de aquella conmoción; y en el caos, arrogándose la encarnación del ambiente nacional, Napoleón recoge el legado y si, efectivamente hizo posible que la Revolución llegara a dar la vuelta al mundo, la armazón de su régimen no resuelve nada porque fue la preponderancia falsa de un hombre que al someter las ideas a su dictado estaba negando los postulados que decía defender; no respondía, en suma, a la idea y proyecciones de la obra revolucionaria con su profundo sentido espiritual, con su acendrado fundamento humano, no obstante insistir él mismo, en su defensa, que las circunstancias lo llevaron a establecer la dictadura y a sostener un estado bélico no querido ni buscado: «¿Ambición? Sin duda se encuentre en todo ello, y mucha, pero de la más alta y de la más grande que se pueda concebir: la de establecer, de consagrar el imperio de la razón y el pleno ejercicio, el entero juego de las facultades humanas». El genio de la guerra, como antes los ideólogos y hombres de acción que hicieron posible las revoluciones francesa y americana, ofrendaba al «culto de la razón», que viene a ser el signo distintivo de la época, desarrollado, madurado y establecido tras cinco centurias de ensayos y esfuerzos intelectuales y políticos tratando de desterrar la escolástica para implantar la teoría universalista de la filosofía de la humanidad. Desde ese momento, libre el hombre para pensar, empieza una carrera de obstáculos empecinados en estrangular la razón. Sobre todo un proceso histórico se abre el capítulo de incertidumbres de nuevo signo: la calma, la paz, el sosiego tan ansiados siguen siendo concepciones utópicas; en vez de entendimiento, los recelos cimentan sublevaciones y asonadas que se suceden sin descanso caracterizando una etapa de la Historia.

Revolución y contrarrevolución; avance y retroceso; la estructura social, económica, política que emerge de la Gran Revolución, prepara el cambio; y, cuando se vislumbra nuevo aporte de la democracia liberal, su propia esencia da vida al cuarto estado, cuya fuerza numérica supera a todos, recabando su intervención en el tinglado de la política activa. La democracia liberal burguesa se desintegra y el nuevo orden social perfila un sistema democrático que tiene su apoyo en los órdenes social y económico. Es un aspecto de la lucha del hombre por la consecución de una auténtica democracia; es la aplicación a lo social, a lo económico, de las ideas luminares   —234→   de la revolución; es la pugna por el respeto a la soberanía, que, a su vez, cede ante la fuerza hegemónica de las grandes potencias; es, en suma, un estado latente de incertidumbre, de desasosiego, en el que se suceden, como hemos apuntado, sublevaciones y asonadas que mantienen la inquietud en el ambiente político -nacional e internacional. Ya se dijo que «la revolución francesa fue universalista y pacifista; pero con las guerras napoleónicas creó por primera vez en Europa el ejército popular de masas, dando al mundo moderno el concepto de la guerra, no de ejércitos, sino de pueblos». Es que una conmoción tan grande no podía por menos que dejar como legado la pugna entre los principios y las realidades, venciendo éstas por su mayor fuerza de imposición, al menos en tanto no se haya logrado revisar todo el proceso histórico, purificando a los hombres y a los pueblos para una vida de relación fraterna y humana,

Lo cierto es que todo el siglo XIX es un vasto mar de pasiones encontradas que buscan un escollo donde batir con furia o una playa que acariciar. Lucha de ideas y regimentación política; se pretende poner en marcha el espíritu revolucionario, y, en sucesivos bandazos, se pasa del romanticismo político a la dictadura, y, a través del ambiente intelectual, se producen hechos de verdadera historia colectiva que culminan en el caso Dreyfus con la gallarda contrapartida de Emilio Zola; ofreciendo las enseñanzas del positivismo, y la oposición, el odio al intelecto que tan bien estudió Julián Benda en su obra La trahison des clercs. Todo ello como síntesis de un momento de la historia que busca afanosamente su destino y recoge, en cierto modo, el taciturno Thiers caracterizando la revolución como el triunfo del gran principio de la diferencia del voto de la mayoría de las cámaras, afirmándose su conciencia liberal y política, a pesar de todos los embates y de todas las vicisitudes, con fortaleza suficiente para superarlos y persistir, poniendo sus lacras al descubierto y fijando el antídoto adecuado. Las luchas, manifestándose por doquier en las más diversas formas, con prodigalidad suma, en el mundo de las ideas y en el de los hechos, mantienen la falta de estabilidad que cuaja en las masas y produce en toda Europa revoluciones que son acalladas por el férreo brazo de un Estado de dominantes que ha suplantado en la dirección de los negocios públicos las elevadas ideas que realizaron el movimiento liberal de fines del siglo XVIII. Pero el pueblo no ceja en la reclamación de sus privativos derechos, y el Manifiesto Comunista viene a echar más leña al fuego en que hierve la olla política que es la Europa de 1848; sus postulados prenden en las conciencias extendiéndose como reguero de pólvora, dando lugar a un cambio en la actitud burguesa por temor al socialismo después de la sublevación proletaria y las luchas en las calles parisinas entre obreros y soldados. Pensadores, filósofos, políticos y hombres de Estado se lanzan al análisis y a la diatriba. La discusión se entabla. La hidra pseudotradicionalista se defiende con todas sus fuerzas y lanza al mundo, en ocasiones varias, a la catástrofe, buscando la conservación de un status que se halla en descomposición y sólo en la tumba tiene su lógico acomodo.

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La baraúnda se ceba en la tierra; ideas viejas, revestidas de llamativos colores, pretenden salvar la cultura spengleriana que representa. Son ensayos necesitados de una definición de principios que supere los viejos moldes, sin lo cual la base no tiene consistencia. Y esto no se encuentra en las formas políticas, que se imponen sin permitir la exteriorización de los sentimientos y de las ideas, atenazadas por el Estado, elevado a su más alta sublimación frente al individuo. Ya se ha dicho que «la sociedad contemporánea es una sociedad capitalista que, más o menos libre de adiciones medievales, más o menos modificada por el desarrollo histórico particular de cada país y más o menos desarrollada, existe en todos los países civilizados. El Estado contemporáneo, por otra parte, es distinto dentro de cada frontera. Es distinto en el Estado germano-prusiano y en Suiza, distinto en Inglaterra y en los Estados Unidos. El Estado contemporáneo es, pues, una ficción». Por su parte el hombre, que luchara en todos los tiempos por su liberación, ¿cómo podría soportar la nueva tiranía brutalitaria de las formas nazi-fascistas del Estado-gendarme? Qué razón tenía Goethe al profetizar sobre el carácter y los peligros del momento histórico al que se acercaba el mundo: «La riqueza y la velocidad es lo que el mundo admira y por lo que todo el mundo lucha. Ferrocarriles, correos expresos, barcos de vapor y todas las facilidades posibles de comunicación, constituyen la aspiración del mundo culto que se sobreeduca manteniéndose por ello en un nivel mediocre. Es un sigilo de hombres capaces, de hombres prácticos, despejados, que poseedores de una cierta agudeza, sienten su superioridad sobre la muchedumbre, aunque no estén bien dotados por lo que respecta a las cosas más altas. Aferrémonos todo lo posible a la tradición en la que hemos crecido; nosotros y acaso algunos más seremos el último vestigio de una época que tardará en volver». Por eso, quizá, la intuición de Mazzini que, como Nietzsche y Whitman, pensaron en una transformación de la naturaleza humana, sin exigir el cambio constitucional, lo que se corresponde, en cierto modo, con la filosofía política del «futurismo» desarrollada como sistema intelectual bajo la órbita de B. Croce.

¡No!; el despotismo que sale en defensa del falso tradicionalismo, condenado está a desaparecer para siempre arrastrando consigo hasta el recuerdo de sus trágicas experiencias; la marcha ascendente de la humanidad no la trunca ningún acontecimiento, por trascendental que parezca; equivaldría a pretender ponerle puertas al mar... No importan posturas arrogantes ni definiciones tratando de aparentar un movimiento espiritual. Hoy o mañana, más tarde o más temprano, el gran movimiento histórico se producirá y su orientación es hacia el hombre que, ente superior nacido para desplegar sus energías en beneficio y al servicio de la verdad, sufre, no obstante, los atropellos y las injusticias de un falso mesianismo.

Este movimiento histórico es de envergadura tal que ni aun pensándolo podemos alcanzar cuál será su trayectoria. De la experiencia pasada grandes enseñanzas   —236→   deparan postulados que el hombre se encargará de encajar en fórmulas adecuadas. Porque hemos sentido el galopar de la bestia cabalgando sobre un mundo en descomposición, actor y testigo del enorme cataclismo en el que ni campos, ni ciudades, ni el mar ni el espacio se han librado del crepitar violento de las máquinas destructoras vomitando fuego y sembrando la destrucción y la muerte aquí y allá, que no hay distingos en la catalogación cuando las pasiones se desbordan y la razón queda relegada a segundo término. Claro que ello tuvo su causa y motivo en la aspiración totalitaria cuyo lema, «todo por el Estado; nada contra el Estado; nada fuera del Estado», adoptaron los regímenes enrolados en el que se llamó Nuevo Orden, aun con diferencia de matices que no obstan la identidad de acción y cuyo pensamiento es acorde con el que A. Hitler sentó en Mein Kampf. «Si el pueblo alemán, en su desarrollo histórico, hubiera conseguido esa unidad gregaria que tienen otros pueblos, el Reich alemán sería hoy el amo del Orbe. El curso de la historia podría haber sido diferente. Es posible que en tal caso se hubiera logrado lo que tantos pacifistas ciegos esperan conseguir hoy con sollozos y lamentaciones: una paz no apoyada por el ondear de palmas plañideras, lacrimosas y pacifistas, sino establecida por la espada victoriosa de un pueblo señor que hubiese conquistado el mundo en interés de una civilización superior», lo que, en cierto modo, es el pensar del Canciller de Hierro cuando, a las observaciones de la Comisión de Presupuestos del Landstag, replicó con acaloramiento: «Los grandes problemas del momento no se resolverán con discursos y resoluciones parlamentarias, sino con sangre y hierro». Tremenda consecuencia que, por fortuna, pudo ser conjurada, si bien de modo trágico, permitiendo que la Parca, con su guadaña siniestra, realice la obra de devolver a la tierra el fruto de un ciclo histórico cuyos coletazos últimos estamos sufriendo en propia carne. Guerra de máquinas y de ideas, destrucción y muerte en medio del confusionismo que produce la marcha ascendente de la humanidad, el progreso en todos los órdenes de la vida. Es el contraste por la reacción que se presenta de nuevo ante nosotros, produciendo el desconcierto de las grandes transiciones. Es el pasado que se resiste a llevar a su descanso eterno la experiencia macabra de sistemas y personas más macabras aún; es el anatema al cínico concepto de que «la política es el arte de lo posible» en la que se asienta la floración de los dictadores, los aventureros, los políticos ocasionales -que dijo E. Benes-, muchos de los cuales, que se consideran a sí mismos genios políticos, pertenecen a esa categoría: intuitiva, imaginativa, romántica, emocional. Toda su emotividad política está empapada de individualismo artístico y se caracteriza por una constante improvisación, por la experimentación, el emocionalismo y el egocentrismo que lleva con frecuencia a la catástrofe». Pero es, también, el futuro, un tanto incierto, en el que no caben ya ensayos a base de lo caduco y de lo muerto, pues gigante y poderoso, revivirá la esencia de la civilización para aplicarla con cariñoso empeño, en la medida precisa, a las nuevas formas de vida que la constitución del mañana entraña.

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Trágico balance para nuestra generación; pero grandioso momento por lo que representa de impulso en la carrera emprendida por la Cultura en su noble tarea de aportar al mundo las bases de una vida mejor. Por eso, al lado del dolor, conviviendo con él, está nuestro emocionado entusiasmo por formar en las filas elegidas por la Historia para dar testimonio del trascendental hecho de abrir en el tiempo las puertas de una nueva era. Porque, tremenda experiencia la pasada y grandiosa esperanza la que vivimos: el imperio de la fuerza que desataron los nuevos bárbaros totalitarios, origen del desconcierto y la incomprensión, ha pasado ya, tras una rápida agonía en la que aún restan los últimos estertores del monstruo que se disfraza de atributos dispares en su empeño de mantener lo insostenible y aplazar la nueva aurora, y cuyo entierro definitivo no se hará esperar.

¿Habremos alcanzado la hora del renacer del espíritu? ¿Estaremos en el umbral de la nueva aurora? Dijimos que la inquietud se manifiesta en la ansiedad general de resolver la crisis en que estamos envueltos, y buen signo es la idea que movió a reunir a los ejecutivos del Continente en el cónclave de Panamá, el pasado año 1956, sobre cuyos resultados prácticos abrigamos grandes reservas. No obstante la Declaración parece responder a ese deseo de rasgar las sombras y abrir de par en par la era nueva, con postulados esenciales que beben en las fuentes de la Cultura de Occidente y mira al hombre y al Estado en armónica relación, pues «el destino de América es desarrollar una civilización que haga reales y efectivos el concepto de libertad humana, el principio de que el Estado existe para servir y no para dominar al hombre, el anhelo de que la humanidad alcance niveles superiores en su evolución espiritual y material y el postulado de que todas las naciones puedan vivir en paz y con dignidad», bajo bases económicas y sociales que, además de elevar las condiciones de vida, permitan el juego de la libertad frente al totalitarismo de cualquier tono y condición, que es la negación de nuestro sentimiento, ya que «en un mundo en que la dignidad de la persona, sus derechos fundamentales y los valores espirituales de la humanidad están gravemente amenazados por fuerzas totalitarias, ajenas a la tradición de nuestros pueblos y sus instituciones, América mantiene el designio supremo de su historia: ser baluarte de la libertad del hombre y de la independencia de las naciones», lo que hace que «América unida, fuerte y generosa, no sólo ha de promover el bienestar del Continente, sino que habrá de contribuir a lograr para el mundo los beneficios de una paz fundada en la justicia y en la libertad, que permita a todos los pueblos, sin distinción de raza o credo, trabajar con honor y fe en el porvenir».

Ojalá que estos principios sean algún día, para lo cual, como ya dijimos en torno a la reunión, creemos «necesario que las fronteras sean mero alegato geográfico, que las trabas -leguleyescas y oficinescas- desaparezcan, que se integre la ciudadanía americana como paso obligado en la formación de la unidad espiritual que tanto está necesitando el mundo entero»; y añadíamos que es urgente «cambiar el   —238→   recelo por la confianza, la duda por la sinceridad, la mentira y el engaño por la verdad, para que los pueblos caloricen la empresa de ordenar las relaciones amistosas y fraternas que deben ser norma de nuestra convivencia. Suprímanse los obstáculos a la libertad de movimiento y de asentamiento; unifíquese, nivélese la economía; desarróllese la unidad cultural, espiritual, y América será lo que el destino le tiene trazado en los anales de la Historia». Entonces, en ese instante, si esto se logra, quedará sepultada una época y nacerá la que se iniciara en el gran movimiento francés de fines del siglo XVIII y tuvo eslabones formidables en las revoluciones sociales y económicas que, jalonando el siglo XIX, traen nuevos aportes en el presente y habrán de imprimir su sello en la naciente era que se columbra. Y si el descubrimiento de nuestro Continente abrió cauces nuevos al aventurerismo decadente de los viejos condottieros, hoy marcará, con su antorcha de libertad, el camino a seguir por los pueblos todos del mundo, y, esencialmente, de Europa. Es así como el hijo aconsejará al padre, en esta comunión humana de la vida que no es de poder sino de comprensión. Y el ideal de Kant será realidad. Como el precepto bíblico, pues que la nueva era a cuyo parto asistimos avizorando en el abismo de lo eterno, es la de la democracia y en ésta sólo tienen cabida los hombres de buena voluntad para los cuales se ha hecho la paz espiritual, moral y material.

De ahí que nos hayamos forjado nuestro credo: creo en la fraternidad universal que surgirá como corolario de esta gran hecatombe a que se lanzó el mundo en su desenfrenada orgía de apetitos imperialistas, de embriaguez y locura de poder; creo en el imperio del Derecho y de la Justicia como único modo de convivencia, después de las enseñanzas tétricas de los regímenes de fuerza engarzados en el Eje, de que sólo puede salir un robustecimiento del espíritu de libertad; creo, por tanto, en la Libertad como colofón precioso de una sublime aspiración del espíritu humano, presto a rebelarse contra todas las fuerzas de opresión; creo en el triunfo de la Democracia, de una democracia social con un profundo contenido económico, que pugna por imponerse, a través de los siglos, como fórmula de superación política a que no había llegado todavía la conciencia de Europa, aferrada como estaba a los viejos moldes de que derivan formas de vida social, ya superados -si bien no absolutamente sustituidos-, propios de pueblos de vida inferior y que se conjugan bajo el apelativo común de totalitarismos. Y sigo creyendo, con fe ciega, en los destinos de la Humanidad que son de hermandad, justicia y libertad, rindiendo culto a este sentimiento innato en individuos de conciencia limpia, en los que anida el deseo que hizo exclamar al Sabio Rey: «Aman y codician la libertad todas las criaturas del mundo; cuánto más los hombres que tienen entendimiento, principalmente los de noble corazón».

Libro jubilar de Emeterio S. Santovenia en su cincuentenario de escritor, La Habana, Impresores Úcar García, S. A., 1957, pp. 531-540.





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ArribaAbajoMaría Zambrano


ArribaAbajoSentido de la derrota19

Siempre ha habido más religiones de las que se sabe. Porque el hombre tiende a convertir en absolutas sus creencias, aun las que se refieren a lo que se suele llamar la «práctica». Lo grave de estas religiones subrepticias, además de su ilegitimidad, es que se deslizan y aun se apoderan del ánimo sin ser notadas, que actúan como supuestos del pensamiento y... de la conducta.

Y así, no entendemos a nuestro prójimo, a los más inmediatos, ni a la mecánica de los sucesos políticos, ni... a nosotros mismos. Si el viejo Sócrates volviera a este mundo -donde se le haría ingerir su vaso de aceite de ricino cotidiano- prescribiría como medida de rigor para el logro del «conócete a ti mismo», la persecución y de manera implacable de los supuestos que dirigen ocultamente nuestra conducta. Los supuestos que, por estar ocultos y por actuar constantemente, vienen a participar del carácter de la fe religiosa; llegan a ser su sucedáneo.

Una de estas religiones no declaradas de nuestros días, de las más actuantes y difundidas, es la que pudiéramos llamar «Religión del éxito». El éxito elevado a rango de potencia máxima, de última instancia, ante la cual toda acción ha de justificarse. Toda acción y, lo más terrible, toda persona; la persona en su valor íntimo, esencial, con su historia tejida entre las circunstancias, de las que no se es responsable, con su intimidad y secreto, con sus razones y sinrazones que sólo ante la lógica divina podrían desvelarse. La persona humana, la realidad más valiosa de todas, portadora de un designio que la sobrepasa, tan inasequible y tan cercana y frágil; lo más invulnerable y lo más conmovedor; el mayor prodigio del universo conocido: la persona humana...

A este prodigio se le hace comparecer a diario -y casi sin darse cuenta- ante un frío juez que ni siquiera pregunta, displicente, como aquel otro: «¿qué es la verdad?», sino «¿qué has conseguido?». Y si nada consigues, «¿a qué te obstinas?», «¿en qué?». Podría contestar el procesado: «En vivir quizá». Pues puede llamarse vida a esa tensión continua entre dos polos helados, el cálculo para lograr el éxito y el azar...; el azar que extravía una carta, equivoca un nombre o, más totalmente, nos ha hecho nacer en determinadas circunstancias de tiempo y de lugar que, por cierto, no hemos inventado.

Mas no hay que exagerar acerca del presente, que si nos resulta tan difícil es   —240→   porque, entre otras cosas, nos toca vivirlo. En todas las épocas de nuestra historia occidental ha existido este culto al éxito. Bajo su sombra han pasado, desconocidos y aun vejados, los valores de la persona humana. Ante él han tenido que comparecer algunos de los ejemplares más valiosos de la especie humana y frente a él se han levantado denunciándole, aun sin nombrarlo, cosas tales como la poesía, la ciencia y la ironía. Obras como Don Quijote, ¿acaso no se alzan para medir a esa opaca entidad que pretende medirlo todo?

Es la venganza del acusado; realizar algo que sobrepase la acusación, y la deje convertida en fantasma impotente. Pues el error máximo que puede cometerse frente a ciertas entidades, que ocupan plaza de jueces supremos, es el de contestar sus preguntas, el de aceptar el lugar que nos señalan en el banquillo de los acusados.

Siempre fue así... mas no tanto. La voz y la presencia del vencido -del que no alcanzó éxito- se hacía oír con más fuerza. Pero, ¿a qué comparar los tiempos? Lo cierto es que de la derrota y del fracaso han surgido las más bellas obras de la poesía y los más claros pensamientos de la mente humana.

La conciencia se ha ido afinando y esclareciendo a fuerza de fracasos. Y aun más, a cada paso realizado por la conciencia en su marcha inexorable, alguien ha pagado con el «fracaso» -aparente- de su vida.

La derrota es creadora en la historia como el fracaso individual lo es en el pensamiento, en el arte más perenne. ¿Qué sería de la historia si de ella se extrajesen las derrotas? Por ellas se da testimonio de la historia, tal como debería ser; de la conciencia que quiere corregir el simple acontecer ciego y casual, la fatalidad de la historia, según la necesidad elemental e inhumana. Y en ellas se esconde, a veces, el secreto del porvenir.

Y si no fuera tan sencilla la paradoja se podría decir que la derrota lleva consigo la victoria, como el triunfo arrastra la sombra del fracaso.

La paradoja es valedera a pesar de su simplicidad para toda nuestra historia de hombres occidentales. Mas, por razones no descifradas todavía, en ninguna historia parece verificarse tanto como en la de España. Quizá porque en el triunfo nace la obstinación, la desmesura, el ahincamiento incapaz de renovarse. Los que triunfan se envuelven en su victoria y vienen a ser asfixiados por ella. Y mientras, el derrotado medita.

En las dos grandes coyunturas históricas, en las más decisivas de su vida, España vive la paradoja de derrota y victoria.

La primera es la que marca su entrada, su incorporación a ese vasto sistema de poder, el más amplio y duradero que el mundo haya conocido: el Imperio Romano. La segunda es la de la plenitud del poder de España en función del... Imperio Romano. Y diríase que la una es consecuencia de la otra, pues la historia se articula -como Ortega y Gasset ha mostrado- en sistema.

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La conquista de España por los romanos ofrece todos los caracteres de una grande, inmensa y trágica derrota para sus rebeldes hijos. Roma se vio obligada a enviar a la áspera tierra española lo mejor de su genio militar; en parte alguna se halló tamaña resistencia llevada, como es tópico, hasta lo heroico más delirante, más increíble. Fue vencida, pues no se alcanza la categoría de vencido cuando se es simplemente allanado, atropellado o deshecho. Para ser vencido, digno de ese título, hay que haber mostrado que se merecía no serlo. Que hay una voluntad capaz de enfrentarse con la superioridad de medios, con el saber y la madurez histórica del adversario... con la adversidad misma. Y entonces, a fuerza de ser humanos, alcanzan a ser superhumanos, mitológicos. Entran a formar parte de esa historia permanente, que no pasa, que es la leyenda; engendran tradición y esperanza.

Y España fue romana. Y no sólo romana -incorporada al sistema de poder del Imperio- sino romanizada; es decir, transformada por el sistema de leyes, fecundada por el idioma y por el arte; vale decir: hecha universal.

Dos aspectos podemos sorprender en este proceso: la absorción de España por Roma y la absorción de Roma por España. Y hasta el intercambio en el nivel mismo de poder, ya que de España le llegaron a Roma algunos de sus mejores emperadores: Trajano, Adriano, Teodosio el Grande. Escritores como Lucano, Marcial, Quintiliano... y el filósofo de estampa más imperecedera: Séneca el de Córdoba.

Y estos emperadores y filósofos llegados del país vencido, fueron portadores de algo que en la derrota se aprende mejor que de modo alguno: una cierta moderación, un límite puesto voluntariamente; el de sentir, en suma, que nada humano es absoluto. El sentido de la relatividad de todo lo que el hombre hace o goza. Y hasta la ironía, esa ironía senequista que a los españoles ha sostenido en tanta derrota y vencimiento como la historia nos ha deparado: la que aflora en Cervantes y se agudiza en amargura en Quevedo, nacidos en la cumbre de tanta grandeza.

Pues esta sonrisa piadosa e irónica, nacida de la mirada que ve el conjunto de los asuntos humanos, es el tesoro que aportan los largamente vencidos de la historia. La mirada que descubre en la cumbre de la fortuna, la desgracia; y en el abismo de la derrota, la victoria y el triunfo. Porque la vida pasa y el arte queda.

«Reirá más quien ría el último», es el grito de la amargura que anticipa la venganza casi siempre destructora, ya que la venganza verdadera es arte, si no es solamente prolongación de la impiedad del vencedor. Mientras que la sonrisa, piedad e ironía del que ve la historia total y no el episodio inmediato por mucho que nos duela, anticipa el porvenir; un porvenir diferente en el que el presente quede superado. Quizá la historia entre en vía de razón cuando la conduzcan hombres dotados de larga memoria y hondo sentimiento, que conserven vivo, como si ellos lo hubiesen vivido, el recuerdo -la experiencia- de todas las derrotas.

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Pues en la experiencia de la derrota se descubre más vívida y fuerte que nunca la esperanza. El soportarla es el antídoto infalible del pesimismo. Su cortejo de tribulaciones se transforma en un desfile novelesco de la historia humana. El horizonte no ocupado por el logro se ensancha y la libertad no empeñada permite ser espectador hasta de la propia vida. Es por lo que hay que pasar para alcanzar la madurez como persona y hasta como pueblo.

En verdad, las grandes culturas, las que aun «muertas» nos siguen alimentando, son aquellas que supieron atravesar derrotas. Morir de varias muertes y renacer en forma inesperada. Así, el Imperio Romano.

La grandeza de Roma viene de que supo pasar por diferentes formas de derrota, algunas muy sutiles, en pleno triunfo. Supo entregar algo de sí, lo más valioso, a los pueblos por ella subyugados. Su dominio, una vez logrado el triunfo militar, tuvo mucho de persuasión, de donación generosa, de voluntad pacificadora. La figura de Augusto Emperador simboliza -porque lo realizó- esta voluntad de paz desde el poder. Y no hay paz sin limitación de poder. Pues querer de verdad la paz y lograrla es, en cierto modo, darse por vencido... en el triunfo, que es lo más difícil. Lograrlo es alcanzar la máxima categoría de la historia.

En esa entrega de Roma en la paz se vertió la semilla de sus dones, la semilla creadora de su espíritu destinado -como todo espíritu- a proseguir más allá de la estructura material que le sirve de soporte. Se romanizó la espléndida y áspera provincia hispánica y todas las que más tarde serían el núcleo de Europa. La llegada de los «bárbaros» no pudo destruir aquella dádiva del espíritu que resistió, acrecentándose, al modo de los vencidos. Roma vencida en Hispania, en las Galias, en Italia se preparaba para vencer nuevamente y ya al modo puramente creador. El idioma, el derecho; una estructura de moral de la sociedad.

Y aun todavía más; lo inesperado, casi el milagro. La áspera provincia llegaría un día hasta las tierras ignoradas, traspasando el umbral que a Roma había permanecido inaccesible, aun en el conocimiento. Roma renacía en la acción de España en el Nuevo Mundo, como Grecia renacía en el arte de la Italia renacentista... (Grecia y ¿por qué no, también, los etruscos?). Pues que todo lo vencido y derrotado está llamado a renacer si ha sabido mantenerse fiel a sí mismo, si ha sabido entregarse... Por eso me arrepiento a medias de algo que un día dije a uno de los más grandes escritores que Francia tiene hoy día. Le había conocido hacía unas horas alrededor de una mesa a la que nos sentábamos ese número de personas que hace una conversación perfecta -raro gozo en esta época de reuniones multitudinarias y de soledad-; amaba a España con honda y un poco desesperada pasión, y llevado de esa pasión llegó a decirme: «Porque, señora, usted sabe, yo también soy español». Y le dije: «No, no es posible; para ser español hace falta estar vencido». Pareció vacilar un momento y enseguida repitió en voz alta la frase para hacer partícipes a los demás de   —243→   lo que aceptaba como una especie de condena a la que no acababa de resignarse; pues, ¿no estaría él, acaso, un poco vencido?... Me arrepiento, porque no sólo para ser español, sino para ser hombre, hace falta estar vencido o... merecerlo; vencer, si se vence, con la sabiduría de los derrotados que han ganado su derrota.

Bohemia, La Habana, año 45, 43 (25 de octubre de 1953), pp. 3 y 135.









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ArribaFichero de autores

ALMENDROS IBÁÑEZ, Herminio (Almansa, Albacete, 1898-La Habana, 1974). Pedagogo, ensayista y narrador. En 1918 se graduó de maestro de instrucción primaria en Alicante y en 1925 de doctor en Pedagogía en la Escuela Superior de Magisterio de Madrid. A continuación dirigió la Escuela Comercial Agrícola de León y posteriormente, en Barcelona, se desempeñó como inspector jefe provincial de Enseñanza y como profesor de Pedagogía de la Universidad. Al desatarse la Guerra Civil Española tomó partido en favor de la causa republicana y al concluir la contienda se vio obligado a buscar refugio en Francia. A finales de 1939 llegó a Cuba y poco después ingresó como profesor de la Escuela Libre de La Habana, así como de asesor pedagógico del Instituto Cívico Militar de Ceiba del Agua. A partir de 1942 fue profesor de colegios privados. Junto con Ruth Robés Masses dirigió la revista para niños Ronda (1941-1942). En septiembre de 1943 tomó parte en la I Reunión de Profesores Universitarios Españoles Emigrados, celebrada en la Universidad de La Habana. Al crearse, en 1944, la Alianza de Intelectuales Antifranquistas fue nombrado tesorero. En 1949 se le designó asesor técnico de la Inspección Escolar, cargo que conservó hasta 1952. En 1950 obtuvo el primer premio en el concurso convocado por la Sociedad Franco-Americana de Cuba para celebrar el tricentenario de Descartes con el ensayo La idea de la matemática universal en la obra de Descartes. En la Universidad de Oriente, de Santiago de Cuba, fue profesor de Pedagogía y más tarde director de la Escuela de Educación, cargos a los que renunció en 1956 al incrementarse la represión del dictador Batista. Por este tiempo redactó una sección semanal sobre temas pedagógicos en el diario Información y en 1958, a petición de la UNESCO, dictó en Caracas un curso para inspectores de educación del continente americano. Tras el triunfo revolucionario de 1959 asistió al Congreso Internacional de Educación celebrado en Ginebra y se le nombró director general de Educación Rural del Ministerio de Educación. Al año siguiente fue designado director pedagógico de la Ciudad Escolar «Camilo Cienfuegos», de Oriente. En 1962 pasó a dirigir la Editorial Juvenil de la Editorial Nacional de Cuba. Desde 1970 y hasta sus últimos días presidió la Comisión de Español de la Dirección General de Formación del Personal Docente. Escribió numerosos libros de texto de español, algunos en colaboración con Francisco Alvero Francés, y se considera que fue quien introdujo en Cuba la escritura scrip en la década de los años cuarenta. Colaboró en Bohemia, Lyceum, Trimestre, Casa de las Américas, Revolución y Cultura, España Republicana y en otras publicaciones cubanas. También realizó selecciones de lecturas y adaptaciones literarias para los estudiantes, así como traducciones de textos pedagógicos.

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Bibliografía: La escritura «scrip», 1945, 62 pp.; Oros viejos. Libro de lectura para los grados superiores de la escuela primaria, 1949, 156 pp. (prólogo de Luciano R. Martínez); La idea de la matemática universal en la obra de Descartes, 1950, 55 pp.;La inspección escolar Exposición crítica de su proceso en Cuba y sugestiones para una readaptación posible, Santiago de Cuba, 1952, 337 pp.; Lecturas ejemplares. Aventuras, realidades y fantasías, 1955, 328 pp. (prólogo de Alejandro Casona); A propósito de la Edad de Oro de José Martí. Notas sobre literatura infantil, Santiago de Cuba, 1956, 268 pp.; 30 escenas de animales, 1959, 70 pp.; En torno a la Edad de Oro de José Martí, 1959, 23 pp.; Carta a un maestro de una escuela rural, 1960, 24 pp.; Cuentos de animales, 1963, 31 pp.; Cosas curiosas de la vida de algunos animales, 1964, 26 pp.; Estupendas excursiones de los animales, 1964, 30 pp.; Nuestro Martí, 1965, 250 pp.; Oros viejos. Pueblos y leyendas, 1965, 217 pp.; Pasteur y Finlay, 1965, 27 pp.; Fiesta. Lecturas para niños, Barcelona, 1967, 110 pp.; Lecturas ejemplares 2, 1968, 138 pp.; Lecturas ejemplares 3, 1968, 169 pp.; Resumen de gramática española, 1968, 226 pp.; A la cumbre más alta y al fondo del mar, 1969, 30 pp.; Cosas curiosas de animales, 1969, 79 pp.; Martí, México, 1969, 250 pp.; El Príncipe de Mazapán, 1969, 35 pp.; Niños de la Sierra Maestra, 1972, 47 pp.; La escuela moderna: ¿reacción o progreso?, 1985, 163 pp.

ALTOLAGUIRRE, Manuel (Málaga, Andalucía, 1905-Burgos, Castilla, 1959). Poeta, impresor, conferencista y guionista de cine. Desde muy joven se entregó a la literatura y a los veinte años publicó el libro de versos Las islas invitadas, al que le sucedieron otros. Fue uno de los más jóvenes exponentes de la Generación del 27 y también se destacó como impresor. Al estallar la Guerra Civil Española se situó al lado del bando republicano, fue uno de los redactores de la revista Hora de España e imprimió textos de carácter antifranquista. Al derrumbarse la República escapó a Francia y en abril de 1939 arribó a Cuba junto con su esposa, la poetisa Concha Méndez, y la hija de ambos. Gracias a la ayuda monetaria de una adinerada amiga cubana, María Luisa Gómez Mena, quien pasaría después a ser su esposa, logró adquirir una imprenta que bautizó con el nombre de «La Verónica». Fundó y dirigió las revistas literarias Atentamente (1940) y La Verónica (1942), integró el consejo asesor de Escuela de Plata y colaboró en Nuestra España, Tiempo y en la revista Universidad de La Habana. En las colecciones El Ciervo Herido, Héroe y Libertad imprimió numerosos textos de autores cubanos. Ofreció conferencias en la Institución Hispanocubana de Cultura, en el Lyceum y Lawn Tennis Club y en la Universidad de La Habana. En 1943 se marchó rumbo a México.

Bibliografía: Nube temporal, 1939, 73 pp. (con un autógrafo de Jules Supervielle y un poema de Stephen Spender).

ÁLVAREZ-SANTULLANO, José (Badajoz, Extremadura, 1901-La Habana, 1965). Poeta, crítico de teatro, conferencista y bibliotecario. Se graduó de Derecho y   —247→   de Filosofía y Letras en España y respaldó al gobierno republicano durante la contienda española. Llegó a Cuba posiblemente en 1939 y al año siguiente ofreció una conferencia en la Institución Hispanocubana de Cultura. Durante algunos años ejerció el magisterio. Colaboró en Orígenes, La Verónica, Musicalia, Lyceum, Nosotros y España Republicana. En 1962 ofreció un curso de conferencias sobre teatro clásico en la Universidad de La Habana. Poco después ingresó en esta institución como responsable de referencia de la Biblioteca Central. Integró la directiva de la Sociedad de Amistad Cubano-Española (SACE). A veces firmó como José Santullano.

Bibliografía: Gibraltares; poemas en sonetos, 1954, 44 pp.

ALLOZA VILLAGRASA, Fernando (Zaragoza, Aragón, 1912). Periodista y cuentista. Por su respaldo al gobierno republicano tuvo que escapar de España al concluir la Guerra Civil. Tras una estancia en la República Dominicana, llegó a Cuba en 1944. Durante muchos años fue jefe de redacción de las ediciones dominicales del importante diario Información. También colaboró en la revista Bohemia, publicó cuentos en Carteles y escribió, a partir de 1947, la sección «Viejo Mundo» de la revista Tiempo en Cuba. En 1958 aún permanecía en La Habana.

Bibliografía: Noventa entrevistas políticas de Fernando Alloza, 1953, 278 pp.

AMADO BLANCO, Luis (Riberas de Pravia, Asturias, 1903-Roma, Italia, 1975). Poeta, narrador, periodista, diplomático y odontólogo. Cursó el bachillerato en institutos de Oviedo y de Gijón y después de iniciarse en el periodismo, siendo muy joven, realizó en 1930 un viaje de novios a la Unión Soviética que lo impulsó a escribir el libro Ocho días en Leningrado (Madrid, 1931). Tres años antes había publicado el libro de versos Norte. En el verano de 1934 fue enviado a Cuba por un diario madrileño para recoger informaciones sobre la Revolución de 1933. De nuevo en España, se graduó en la Escuela de Odontología de Madrid y en 1935 obtuvo la licenciatura en Medicina. Pocos meses después del inicio de la Guerra Civil Española buscó refugio en La Habana, donde se estableció como odontólogo. A través de numerosos artículos apoyó la causa republicana y ofreció conferencias en la Institución Hispanocubana de Cultura, el Centro Asturiano, el Lyceum y Lawn Tennis Club y el Círculo Republicano Español. Impartió clases en la Academia de Artes Dramáticas y, como integrante del Patronato del Teatro, dirigió varias puestas en escena. En el Concurso Nacional «Alfonso Hernández Catá» obtuvo primera mención (1945 y 1946) y premio (1951) por sus cuentos «Doña Velorio», «Sombra y compañía» y «Sola», respectivamente. Por su labor periodística recibió los premios «Enrique José Varona» y «Justo de Lara», entre otros. Durante muchos años escribió crónicas y críticas teatrales en el periódico Información. Colaboró en Carteles, Bohemia, Verbum, Lyceum, Mediodía, Grafos, El Progreso de Asturias y en otras publicaciones. En 1960 las autoridades revolucionarias lo nombraron embajador en Portugal y en 1962 pasó a ser representante permanente de Cuba ante la UNESCO y   —248→   embajador en el Vaticano. Llegó a ser decano del Cuerpo Diplomático acreditado en la Santa Sede. Esposo de la escritora Isabel Fernández.

Bibliografía: Poema desesperado (A la muerte de Federico García Lorca), 1937, s/p; Claustro; poema, 1942, 43 pp.; Un pueblo y dos agonías; novela, México, 1955, 199 pp.; Doña Velorio. Nueve cuentos y una nivola, 1960, 263 pp.; Ciudad rebelde (Novela grande), Barcelona, 1967, 433 pp.; Tardío Nápoles, Madrid, 1970, s/p; Sombra y compañía, 1980, 37 pp.

ANTÓN GARCÍA, Pedro (Pontevedra, Galicia, ¿1890?). Ensayista, conferencista y profesor. Ingresó en la Compañía de Jesús y, tras ordenarse como sacerdote, ofició en distintos pueblos de Galicia. También se licenció en Filosofía y Letras. Más tarde rompió con el sacerdocio, escribió el libro de denuncia Los jesuitas desenmascarados o historia verídica y documentada de un jesuita (Orense, 1931) e ingresó como profesor en el Instituto de Monforte de Lemos, Lugo. Al iniciarse la Guerra Civil Española fue perseguido por los falangistas y se vio obligado a escapar. Tras un largo peregrinaje por Portugal, Islas Canarias, Burgos, Valladolid, Guipúzcoa y otras regiones ocupadas por los sublevados, fue detenido en Segovia. Preso durante más de un año, fue canjeado y logró llegar a Barcelona, donde el gobierno republicano lo nombró funcionario. Ante el avance de los franquistas pasó a Francia y en 1940 llegó a Cuba. Ofreció conferencias en la Casa de Cultura y pronunció discursos antifranquistas en actos organizados por esa institución. En 1941 se hallaba en una difícil situación económica, pues recibía ayuda monetaria de la Sociedad de Beneficencia «Naturales de Galicia». A partir de ese momento se nos pierde su rastro.

Bibliografía: La barbarie franquista (Memorias de un preso), 277 pp. (prólogo de Juan Marinello).

CID RODRÍGUEZ, José (Cartagena, Murcia, 1919-La Habana, 1979). Narrador, pintor y poeta. En su ciudad natal cursó estudios de perito mercantil y, siendo muy joven aún, colaboró en el periódico Cartagena Nueva. Tomó parte en la defensa de la República Española y tras la llegada del franquismo al poder conoció la cárcel, los campos de trabajo forzado, los batallones disciplinarios del ejército y, más tarde, el destierro en Valencia, donde trabajó durante ocho años en una fábrica siderometalúrgica. En 1950 logró viajar a Cuba y comenzó a trabajar en una compañía de seguros. Después pasó a desempeñarse como camarero en un barco mercante noruego y con posterioridad ingresó en una firma de contadores públicos. En 1957 marchó a México en busca de mejoras económicas, pero al poco tiempo se vio obligado a regresar a La Habana. Alrededor del año 1964 se entregó con seriedad a la creación literaria y a la pintura. Colaboró en la Revista de la Biblioteca Nacional «José Martí», Granma, Mensajes y en otras publicaciones. En 1970 ofreció una muestra de sus cuadros en la Galería del Retiro Médico. Durante sus últimos años trabajó como corrector de pruebas en La Gaceta de Cuba.

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Bibliografía: El pasajero del autobús, 1969, 82 pp.; La casa, 1971, 154 pp.

CLARIANA PASCUAL, Bernardo (Carlet, Valencia, 1912-Costa Azul, Francia, 1962). Poeta, latinista y traductor. Después de cursar estudios de Filología Clásica, fue colaborador del Centro de Estudios Históricos de Madrid y profesor de Latín en el Instituto de Enseñanza Media de Irún. Durante la Guerra Civil Española luchó en defensa de la República, colaboró en la revista Hora de España y participó en el II Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura. Ante la ofensiva final de los franquistas se refugió en Francia, después pasó a la República Dominicana y en 1940 llegó a Cuba. Fue redactor del diario Información, impartió clases de Latín y colaboró en Nadie Parecía, Universidad de La Habana, Nuestra España y Mirador Literario. Tradujo y escribió el prólogo de Epitalamios (1941), de Catulo. A fines de 1942 marchó rumbo a los Estados Unidos.

Bibliografía: Ardiente desnacer; testimonio poético, 1943, 143 pp. (prólogo de María Zambrano).

CHABÁS MARTÍ, Juan (Denia, Alicante, 1900-La Habana, 1954). Ensayista, historiador literario, poeta, narrador y profesor. Se graduó de doctor en Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid en 1923 y obtuvo también en este centro la licenciatura en Derecho Civil y Canónigo. Después cursó estudios de Filología en el Centro de Estudios Históricos de Madrid. En 1927 publicó en Barcelona el libro Sin velas, desvelada. Al estallar la Guerra Civil colaboraba con frecuencia en la prensa e impartía Lengua y Literatura Francesas en el Instituto «Lope de Vega» de Madrid. Defendió con las armas al gobierno republicano y alcanzó el grado de capitán. Ante la ofensiva final de Franco escapó a territorio francés, donde fue internado en un campo de concentración. Logró pasar más tarde a la República Dominicana y de allí, en 1941, a Cuba. Incorporado ya por entonces a las filas comunistas, comenzó a desempeñarse como consejero de los dirigentes del Partido Socialista Popular (Comunista) y a colaborar en el diario de esta organización Noticias de Hoy. Logró impartir varios cursos en la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana y también ofreció conferencias en la Casa de la Cultura y en el Lyceum y Lawn Tennis Club. En 1947 se trasladó a Venezuela e ingresó como profesor en la Universidad Central de Caracas, pero al año siguiente las circunstancias políticas lo obligaron a regresar a la isla. En 1949 fue nombrado catedrático de Literatura Española de la Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, pero tras el golpe de Estado de Batista, en 1952, tuvo que renunciar al cargo, retomar a La Habana y llevar una vida semiclandestina. Colaboró en la revista Universidad de La Habana, Nosotros, España Republicana, Tiempo en Cuba y Gaceta del Caribe.

Bibliografía: La literatura y el teatro durante la guerra, 1940, 22 pp.; Homenaje de la Universidad de La Habana a la memoria de Antonio Machado. Conferencias de Juan Chabás, Antonio Regalado y Raúl Roa, 1944, 55 pp.; Nueva   —250→   historia manual de la literatura española, 1944, 366 pp.; Vives y el pensamiento español de la paz, 1948, 31 pp.; Literatura española contemporánea 1898-1950, 1952, 702 pp.; Historia de la literatura española, 1953, 452 pp.; Elementos de gramática, ortografía y composición, 1954, 120 pp.; Antología general de la literatura española, 1955, 540 pp.; Fábula y vida; cuentos, Santiago de Cuba, 1955, 186 pp. (prólogo de José Antonio Portuondo); Árbol de ti nacido; poesías, 1956, 86 pp. (palabras iniciales de Aída Valls, viuda de Chabás, y de José Álvarez-Santullano); Con los mismos ojos, 1956, 122 pp.; Poetas de todos los tiempos: hispanos, hispanoamericanos, cubanos, 195?, 489 pp.

FERNÁNDEZ DE AMADO BLANCO, Isabel (La Ferrería, Soto del Barco, Asturias, 1910). Teatrista y periodista. En 1932 se graduó de licenciada en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid y a fines de 1936 llegó a La Habana con su esposo, el poeta Luis Amado Blanco, huyendo de la Guerra Civil. Durante el periodo 1945-1955 ocupó dos veces la presidencia del Lyceum y Lawn Tennis Club y dirigió algún tiempo la revista de esta institución, Lyceum. En el Patronato de Teatro dirigió varias puestas en escena y en colaboración con Cuqui Ponce de León escribió dos comedias de ambiente habanero, Lo que no se dice, estrenada en 1946, y El qué dirán. Fue profesora de la Academia Municipal de Teatro de La Habana. Escribió los ensayos La guayabera y la bata y Medio siglo de moda, así como el libro de recomendaciones para la mujer Más belleza para ti (1968). Entre 1962 y 1975 residió en Roma junto a su esposo, embajador ante la Santa Sede. En 1996 aún residía en La Habana.

FERNÁNDEZ SUÁREZ, Domingo (Lendequintana, Villayón, Asturias, 1909). Escritor religioso y pastor bautista. En 1923 llegó por primera vez a La Habana y tuvo que comenzar a trabajar como empleado de un comercio. Después logró cursar estudios evangélicos en el Instituto Bíblico de San José, Costa Rica, que concluyó en 1935. Regresó entonces a España y comenzó a cumplir su misión pastoral. El estallido de la Guerra Civil lo sorprendió en territorio dominado por los sublevados y se vio obligado a servir, en contra de su voluntad, en las fuerzas franquistas. En 1941 pudo volver a La Habana y comenzó entonces en Cuba su labor religiosa. Colaboró en La Voz Bautista, Revista Evangélica, El Mensajero Bíblico y Mundo Masónico. Entre 1947 y 1961 tuvo un espacio dominical llamado La Hora Bautista que se transmitió por la emisora CMQ Radio. Durante varios años fue profesor de Teología en el Seminario Bautista. En 1961 marchó a los Estados Unidos, donde aún residía en 1996.

Bibliografía: El cristiano y la ley, 1944, 142 pp.; Sentenciado a muerte en la España franquista (Experiencias), 1946, 91 pp.; Destino histórico del pueblo israelita, 1947, 48 pp.; Creo en Dios, 1950, 29 pp.; Historia de la idolatría, 1951, 30 pp.; El Génesis ante la crítica, 1952, 45 pp.; La santificación, 1952, 41 pp.;La caña cascada y otras conferencias, Artemisa, 1953, 272 pp.; Libertad de conciencia, 1954, 17   —251→   pp.; Al cruzar la frontera, 1955, 24 pp.; El director de la «Hora Bautista» responde a algunos médicos que dudan de la inspiración de la Biblia y la existencia y divinidad de Jesucristo, Artemisa, 1955, 45 pp.; Jesucristo, Artemisa, 1955; Disfrazados por el impostor, 1956, 14 pp.; La santidad divina, ¿cuándo?, 1956, 16 pp.; Los libros llamados «apócrifos»; un estudio crítico-analítico, El Paso, Texas, 1956, 21 pp.; Respuesta a un católico, 1960, 101 pp.

GALBE LOSHUERTOS, José Luis (Zaragoza, Aragón, 1904-La Habana, 1985). Ensayista, poeta, conferencista y jurista. En 1921 se inició en el periodismo y más tarde cursó estudios de jurisprudencia y se desempeñó como fiscal. De ideales republicanos, contribuyó a frustrar el alzamiento reaccionario del General Sanjurjo en 1932 y tras el inicio de la Guerra Civil participó en el sitio del Alcázar de Toledo y actuó como fiscal en el Tribunal Popular de Madrid en la causa contra los sublevados fascistas. En 1938 pasó a desempeñar esas funciones en el Tribunal Supremo de Madrid y en febrero de 1939, ante el derrumbe de la República, escapó a Francia, donde fue internado en un campo de concentración. Al año siguiente logró llegar a Cuba y se dedicó entonces al periodismo y trabajó también en algunas emisoras como escritor y locutor. Fue secretario de la Alianza de Intelectuales Antifranquistas, fundada en 1944, así como representante de la Confederación de Españoles Antifranquistas y miembro de la Unión Democrática Española. En 1949 pasó a ser profesor titular de Criminología de la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba. Realizó la compilación y el prólogo de Últimos estudios criminológicos (1955), de Mariano Ruiz Funes, y colaboró en Bohemia, Carteles, Gaceta del Caribe, Per Catalunya, Tiempo en Cuba y en otras publicaciones. Tomó parte en la resistencia contra la dictadura de Batista y fue secretario del Círculo Republicano Español en Santiago de Cuba. Después del triunfo revolucionario de 1959 se le nombró director de Prisiones y profesor de la Escuela de Periodismo de la Universidad de La Habana. Más tarde desempeñó cargos diplomáticos en Italia, en Grecia y en Chipre. Publicó además algunos textos sobre derecho penal.

Bibliografía: El genio financiero de Balzac, Santiago de Cuba, 1951, 24 pp. (junto con Henry Blanchenay); Obras maestras de la literatura universal, 1951, 503 pp. Gunto con Evelina Pujadas); Causas célebres y vidas extraordinarias, 1954, 387 pp.; El del espejo; poesía, 1967?, 102 pp.; Guión para el estudio de la historia de la diplomacia, 1969, 72 pp.

GONZÁLEZ-REGUERAL VALDÉS, José Ramón (Gijón, Asturias, 1924). Cuentista y periodista. Después de haber presenciado los horrores de la Guerra Civil y la represión franquista llegó a La Habana aproximadamente en 1942. Su cuento «Arriba... abajo» obtuvo primera mención en el Premio Internacional «Alfonso Hernández Catá» en 1948. Junto con el camarógrafo y director de documentales Manolo Alonso realizó varios noticiarios y también trabajó como periodista en la   —252→   radio y la televisión. Colaboró en Carteles, Crónica, Germinal y en otras publicaciones. Mantuvo posiciones antifranquistas y tomó parte en la lucha contra la dictadura de Batista. Después del triunfo de la Revolución de 1959 se vinculó a agrupaciones opuestas al nuevo gobierno, por lo que fue encarcelado. Tras ser puesto en libertad, aproximadamente en 1963, se marchó de Cuba.

Bibliografía: La noche ancha, 1960, 239 pp.

JIMÉNEZ, Juan Ramón (Moguer, Huelva, 1881-San Juan de Puerto Rico, 1958). Uno de los más importantes poetas de la lengua española en el siglo XX. Premio Nobel de Literatura en 1956. Ya disfrutaba de un alto prestigio cuando en noviembre de 1936 arribó a Cuba, tras escapar de los horrores de la Guerra Civil. Impartió conferencias en la Institución Hispanocubana de Cultura y en el Lyceum y Lawn Tennis Club. Por iniciativa suya se realizó un Festival de la Poesía Cubana que dio como resultado el volumen La poesía cubana en 1936 (Colección) Prólogo y apéndice de Juan Ramón Jiménez (1937). Durante su estancia en Cuba colaboró en Verbum, Grafos, Revista Cubana, Carteles, Bohemia, Universidad de La Habana, Mediodía, Pueblo y en otras publicaciones. También escribió el prólogo de varios poemarios y estableció estrechas relaciones con numerosos intelectuales cubanos. Tomó parte en actos de apoyo a la República Española y se marchó definitivamente de la isla en enero de 1939.

Bibliografía: Ciego ante ciegos, 1938, 23 pp. (introducción de José María Chacón y Calvo).

LÁZARO MACHADO, Ángel (Velle, Orense, Galicia, 1900-Madrid, 1985). Poeta, dramaturgo, periodista, ensayista y narrador. A los catorce años arribó a La Habana y siendo aún muy joven comenzó a colaborar en la prensa. Más tarde publicó poemas en el Diario de la Marina, Galicia, El Eco de Galicia y en Chic. En 1924, aproximadamente, retornó a España y en Madrid cosechó éxitos como dramaturgo. El estallido de la Guerra Civil interrumpió su carrera artística en la capital española y en agosto de 1937 desembarcó nuevamente en el puerto de La Habana. Poco después ofreció varias conferencias en la Institución Hispanocubana de Cultura e inició una activa campaña en defensa de la causa republicana a través del diario Pueblo. En 1938 asumió la dirección del decenario antifranquista Revista de España y tiempo después ingresó como periodista en la revista Carteles. En 1947 el Patronato de Teatro presentó su pieza teatral Las bodas de Camacho y escribió, junto con Manuel Millares Vázquez, el programa radial Páginas de España. Aproximadamente en 1949 viajó a México, donde permaneció alrededor de un año, pero al cabo regresó a Cuba. Asiduo colaborador de la prensa, publicó textos en Bohemia, Social, La Verónica, Facetas de Actualidad Española y en otras revistas. Posiblemente en 1958 retornó a Madrid, donde lo sorprendió el triunfo de la Revolución Cubana. No volvió más a la isla.

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Bibliografía: Cancionero español, 1937, 20 pp.; Romance de Cuba y otros poemas, 1937, 121 pp.; La verdad del pueblo español, Puerto Rico, 1939, 158 pp.; Antología poética, 1940, 204 pp. (prólogo de Manuel Altolaguirre); Sangre de España; elegía de un pueblo, 1941, 97 pp. (prólogo de Bernardo Clariana); Diálogo de Juan y Pedro, 1943, 28 pp.; Retratos familiares, 1945, 137 pp.; Epistolario y otros poemas, 1952, 148 pp. (prólogo de Jorge Mañach); Canción de Martí, 1953, 57 pp.; Español de dos riberas; poemas, Madrid, 1955, 64 pp.; Lejos; lonxe; poemas, 1957, 46 pp. (cartas de Ramón Otero Pedrayo y Antonio Rey Soto); Imagineros; tragicomedia en tres actos y en prosa, divididos en cinco jornadas, 1958, 88 pp.

LÓPEZ ALARCÓN, Enrique (Málaga, Andalucía, 1891-La Habana, 1963). Poeta, dramaturgo y periodista. Realizó estudios en la Universidad de Granada, sin llegar a graduarse, y más tarde se trasladó a Madrid, donde fue redactor de varios periódicos, llevó a escena algunas obras teatrales que le proporcionaron gran popularidad, como La tizona, y publicó el libro de crónicas Melilla en 1909 (1911). También llegó a ser director del Teatro Español de Madrid. Al iniciarse la Guerra Civil se situó al lado de la causa republicana, que defendió a través de numerosos artículos. Ante el derrumbe del gobierno legítimo se trasladó a Barcelona y en 1939 pasó como refugiado a Francia. En los meses finales de ese año llegó a La Habana y poco después comenzó a trabajar en la radio. También se desempeñó como profesor de varias escuelas privadas e impartió conferencias en la Institución Hispanocubana de Cultura. Colaboró en El Mundo, Bohemia, Diario de la Marina, El País, Combate, Mundo Masónico y Mañana, entre otras publicaciones. Perteneció a la Asociación de Ex-Combatientes Antifascistas Revolucionarios, al Círculo Republicano Español y a la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Dirigió algunas presentaciones teatrales y entre 1945 y 1947 residió en Panamá.

Bibliografía: Soy español. Madrigales y otros sonetos, 1940, 44 pp. (pórtico de Manuel Serafín Pichardo); Reflejos del sur, 1953, 44 pp.

MÉNDEZ, Concha (Madrid, 1898-México, 1986). Poetisa, teatrista y narradora. Después de haber publicado varios libros de versos en Madrid, entre ellos Inquietudes (1926) y Vida a vida (1932), llegó a Cuba en 1939 como exiliada republicana junto con su esposo, el poeta Manuel Altolaguirre, y la hija de ambos. Colaboró en las revistas La Verónica y Lyceum, ofreció una conferencia en el Lyceum, y Lawn Tennis Club y reimprimió su obra de teatro para niños El carbón y la rosa. En 1943 se trasladó a México.

Bibliografía: Lluvias enlazadas; poemas, 1939, 67 pp. (retrato lírico de Juan Ramón Jiménez); El solitario; misterio en un acto, 1941, 48 pp. (prólogo de María Zambrano).

NOVÁS CALVO, Lino (Parigueiro, As Grañas do Sor, Mañón, La Coruña, Galicia, 1905-Nueva York, 1983). Narrador, periodista y traductor. A los siete años   —254→   llegó a La Habana con un tío materno y pronto tuvo que comenzar a realizar disímiles trabajos: mandadero, dependiente de fonda, empleado de limpieza, carbonero. Más tarde pasó a ser chófer de alquiler. En 1926 marchó a Nueva York, donde realizó penosos trabajos durante un año. De nuevo en La Habana, logró publicar varios poemas en la importante Revista de Avance y meses más tarde ingresó como empleado en una librería. A partir de entonces comenzó a colaborar con frecuencia en la prensa. En 1931 fue enviado a Madrid como corresponsal de la revista Orbe, pero al desaparecer ésta pasó a desempeñarse como empleado de la Biblioteca del Ateneo de Madrid. Su novela El negrero; vida novelada de Pedro Blanco Fernández de Trava, publicada en 1933, fue saludada por la crítica. Al iniciarse la Guerra Civil se situó al lado del gobierno republicano, ingresó en el Quinto Regimiento, empuñó las armas y llegó a ser oficial de enlace de la Brigada de Valentín González (Campesino). Al mismo tiempo, publicó diversos artículos de propaganda republicana. Al terminar la contienda retornó a Cuba y trabajó algún tiempo como periodista en el diario Noticias de Hoy, órgano de los comunistas cubanos. Después pasó a ser subdirector de la revista Ultra. En 1942 su cuento «Un dedo encima» mereció el Premio Nacional «Alfonso Hernández Catá» y al año siguiente su libro La luna nona y otros cuentos (Buenos Aires, 1942) alcanzó el Premio Nacional de Cuento otorgado por el Ministerio de Educación. También obtuvo los premios periodísticos «Enrique José Varona» y «Eduardo Varela Zequeira». Durante un tiempo se desempeñó como profesor de francés en la Escuela Normal para Maestros de La Habana. Impartió conferencias en la Universidad del Aire y en el Lyceum y Lawn Tennis Club. En la década de los años cincuenta fue designado jefe de información de la revista Bohemia. Entre otras publicaciones, colaboró en Orígenes, Social, Mediodía, Revista Bimestre Cubana, Boletín de la Academia Cubana de la Lengua y la Gaceta del Caribe. Tradujo al español obras de Hemingway, Faulkner, Balzac, Huxley y otros autores. Sus narraciones han sido incluidas en numerosas antologías. En 1960 participó como jurado en el Primer Concurso Casa de las Américas. Poco después, inconforme con el carácter comunista del gobierno revolucionario, se marchó de Cuba tras pedir protección a la Embajada de Colombia en La Habana.

Bibliografía: La luna nona y otros cuentos, Buenos Aires, 1945, 233 pp.; La literatura americana en 1944. Un resumen, 1945, 19 pp.; No sé quién soy, México, 1945, 48 pp.; En los traspatios, 1946, 72 pp.; Cayo canas (Cuentos cubanos), Buenos Aires, 1946, 152 pp.; Cubano en tres mundos, 1956, 9 pp.; El otro cayo, México, 1959, 184 pp.

ORTEGA FERNÁNDEZ, Antonio (Gijón, Asturias, 1903-Caracas, Venezuela, 1970). Narrador, periodista y profesor. En el Real Instituto «Jovellanos», de su ciudad natal, cursó el bachillerato y en la Universidad de Oviedo se graduó, en 1923, de licenciado en Ciencias Químicas. Durante un tiempo fue catedrático de Agricultura del Instituto de Oviedo y director del periódico local Avance. En 1931 su cuento   —255→   «Yemas de coco» mereció el premio del concurso convocado por la revista Nuevo Mundo y en 1936 con «Siete cartas a un hombre» recibió el premio del periódico Blanco y Negro. Tras el inicio de la Guerra Civil fue nombrado consejero de propaganda del Consejo de Asturias, con sede en Gijón, como representante del Partido izquierda Republicana. Poco después se le designó delegado del Ministerio de instrucción Pública en la Junta de Beneficencia de Asturias. También integró el Comisariado General del Ejército de Tierra. A fines de 1937, después de la rendición de Asturias, pasó a Barcelona, donde fue nombrado catedrático del Instituto «Maragall». Al término de la contienda marchó al exilio y a fines de 1939 arribó a Cuba. Poco después fue designado jefe de información de la revista Bohemia y ofreció una serie de conferencias sobre temas de biología en la Institución Hispanocubana de Cultura, el Lyceum y Lawn Tennis Club y la Universidad de La Habana. Tomó parte en la Primera Reunión de Profesores Universitarios Españoles Emigrados, efectuada en septiembre de 1943, y su cuento «Chino olvidado» recibió el primer premio en el Concurso Internacional «Alfonso Hernández Catá» del año 1945. También obtuvo varios premios periodísticos y, en colaboración con la escritora Anita Arroyo, compuso los diálogos del filme de Manolo Alonso Siete muertes a plazo fijo (1950). A partir de 1954 se hizo cargo de la dirección de la importante revista Carteles. En 1960 integró el jurado de cuento del Primer Concurso «Casa de las Américas». En desacuerdo con el rumbo comunista del gobierno revolucionario, poco después marchó al extranjero y se estableció en Venezuela.

Bibliografía: Alrededor de la tragedia, 1942, 39 pp.; Roosevelt; el hombre del destino, 1945, 27 pp.; Ready; novela, 1946, 214 pp.; El caballito verde. Cuentos para chicos y grandes, 1956, 116 pp. (junto con Anita Arroyo); Yemas de coco y otros cuentos, 1959, 183 pp.

ORTEGA Y GASSET, Eduardo (Madrid, 1882-La Habana, 1965). Ensayista, periodista y conferenciante. Tras obtener el título de abogado, tomó parte activa en la vida política española y propugnó la conveniencia de establecer un sistema republicano de gobierno. Como resultado de sus campañas tuvo que marchar al destierro en Francia, donde publicó el libro de denuncia La verdad sobre la dictadura (1925). Tras proclamarse la República Española fue nombrado gobernador civil de Madrid. También se le designó decano del Colegio de Abogados y colaboró con frecuencia en la prensa. En 1935 dio a conocer su ensayo Etiopía; el conflicto ítalo-abisinio. Ante el recrudecimiento de la Guerra Civil abandonó España y posiblemente en 1938 arribó a Cuba. En 1940 ingresó en el cuerpo de periodistas del diario El Mundo, donde permaneció más de veinte años. Impartió conferencias en la Institución Hispanocubana de Cultura, en la Universidad de La Habana, en la Universidad del Aire y en el Ateneo de Matanzas, así como un curso en la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana. Presidió la Asociación Masónica «Fraternidad Española   —256→   en el Exilio» y colaboró en Crónica, Mundo Masónico, en la revista Universidad de La Habana y en Cuadernos Americanos (México). Hermano del destacado pensador José Ortega y Gasset.

Bibliografía: Monodiálogos de don Miguel de Unamuno, Buenos Aires, 1958, 264pp.

PITTALUGA FATTORINI, Gustavo (Florencia, Italia, 1878-La Habana, 1956). Ensayista, investigador y famoso hematólogo. Se graduó de doctor en Medicina en la Universidad de Roma y en 1903 se estableció en España. Alcanzó un elevado prestigio profesional y fue nombrado director del Instituto Nacional de Higiene de Madrid. Al desencadenarse la Guerra Civil se declaró partidario del gobierno republicano y ante el recrudecimiento de la contienda pasó a Francia. En 1938 llegó a Cuba y ofreció en la Institución Hispanocubana de Cultura un cielo de conferencias sobre la sangre. En septiembre de 1943 presidió la Primera Reunión de Profesores Universitarios Españoles Emigrados, celebrada en la Universidad de La Habana. Por este tiempo logró revalidar su carrera e ingresó en el claustro de profesores de este centro docente. Formó parte de la Academia de la Historia de Cuba y de la Academia Nacional de Artes y Letras. Integró el consejo editor de la revista Trimestre y colaboró en la Revista Bimestre Cubana, la Revista Cubana, Crónica y Universidad de La Habana. En 1954 su ensayo Diálogos sobre el destino recibió el Premio «Veloso». Escribió además importantes obras de carácter científico.

Bibliografía: Seis ensayos sobre la conducta, Buenos Aires, 1939, 270 pp.; Grandeza y servidumbre de la mujer. La posición de la mujer en la historia, Buenos Aires, 1946, 803 pp.; Ensayo para una historia de los sentimientos, 1948, 38 pp.; Coloquios interplanetarios, 1952, 350 pp.; Diálogos sobre el destino, 1954, 426 pp. (prólogo de Jorge Mañach).

RUIZ FUNES, Mariano (Murcia, 1889-México, 1953). Penalista, jurisconsulto, ensayista y catedrático. Después de graduarse de doctor en Derecho fue profesor de la Universidad de Murcia. Más tarde pasó a ser profesor en el Instituto de Estudios Penales de Madrid y logró publicar varios textos importantes sobre criminología. Tomó parte en la Convención Constituyente Española de 1931 y durante el periodo republicano ocupó los ministerios de Agricultura y de Justicia. Poco después de iniciarse la Guerra Civil fue designado embajador en Polonia y, más tarde, en Bélgica. En 1939 llegó a Cuba y aunque al año siguiente se estableció en México, retornó a la isla en varias ocasiones para permanecer en ella largas temporadas. Ofreció cursos sobre criminología en la Universidad de La Habana, en el Lyceum y Lawn Tennis Club, en la Universidad de Oriente, de Santiago de Cuba, y en el Colegio de Abogados de La Habana. Tomó parte en la Primera Reunión de Profesores Universitarios Españoles Emigrados, celebrada en septiembre de 1943. Colaboró con frecuencia en las revistas Bohemia y Carteles y publicó en La Habana varios textos   —257→   sobre jurisprudencia, entre ellos La peligrosidad y sus experiencias legales (1948) y La crisis de la prisión (1949). Tras su muerte, José Luis Galbe se encargó de reunir sus trabajos dispersos en el volumen Últimos estudios criminológicos (1955).

VÁZQUEZ GAYOSO, Jesús (Puente Nuevo, Vilaodriz, Lugo, Galicia, 1912-México, 1970). Ensayista, conferencista, jurisconsulto, profesor universitario y periodista. Se desempeñó como profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Madrid y durante la Guerra Civil se situó al lado de la causa republicana. En 1939 logró llegar a Cuba y poco después fue nombrado director de la Sección de Estudios Jurídicos de la Escuela Libre de La Habana. Entre 1940 y 1942 ofreció conferencias en la Institución Hispanocubana de Cultura y en la Universidad de La Habana. Durante unos años integró el claustro de profesores de las universidades de Panamá y de Caracas y en 1947 fue designado cónsul general del Gobierno Republicano Español en el Exilio, pero en 1950 volvió a fijar su residencia en Cuba. Impartió varios cursos en la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana y colaboró en Nuestra España, Carteles, Revista Cubana, El Progreso de Asturias, Vida Universitaria y España Errante, entre otras publicaciones. En el diario Información escribió durante varios años la sección «Belvedere». En 1959 integró el Consejo Supremo de la organización España Errante. En marzo de 1960 aún permanecía en Cuba, pero según parece poco después se marchó de la isla.

Bibliografía: Visión de un mundo nuevo. Mensajes de España, 1941, 101 pp. (prólogo de Álvaro de Albornoz); Instituciones locales del mundo romano; nacimiento y transformaciones, 1943, 29 pp.

ZAMBRANO, María (Vélez Málaga, Andalucía, 1904-Madrid, 1991). Pensadora, ensayista, conferencista y profesora universitaria. Desde joven manifestó interés por el estudio de la filosofía y en la Universidad Central de Madrid fue discípula del pensador Ortega y Gasset. A partir de 1931 impartió clases de Metafísica en este centro docente. De ideales progresistas, fue partidaria del sistema republicano. Durante la Guerra Civil prestó sus servicios a la causa republicana como consejera de propaganda y fue redactora de la revista Hora de España. En 1939 se trasladó a Francia y meses después llegó a Cuba. A partir de entonces, y hasta 1953, permanecerá durante largos periodos en la isla, interrumpidos por sus viajes a Puerto Rico, Francia y México. Tomó parte activa en el Congreso internacional de intelectuales llamado Plática de La Habana, efectuado en 1941, y en la Primera Reunión de Profesores Universitarios Españoles Emigrados, celebrada en 1943. Ofreció conferencias en la Universidad de La Habana, en la Institución Hispanocubana de Cultura, en el Lyceum y Lawn Tennis Club, en el Ateneo de La Habana, en la Universidad del Aire y en la Sociedad de Estudios Filosóficos. También ofreció cursos en la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana. Colaboró en Orígenes, Espuela de Plata, Poeta, Ciclón, La Verónica, Carteles, Bohemia, Revista Cubana, Lyceum y   —258→   Universidad de La Habana, entre otras publicaciones. Estuvo muy ligada a José Lezama Lima y a otros poetas del grupo «Orígenes». En 1953 se marchó definitivamente de Cuba. Por la importancia de su obra recibió el Premio «Cervantes» en 1988.

Bibliografía: El freudismo: testimonio del hombre actual, 1940, 41 pp.; Isla de Puerto Rico; nostalgia y esperanza de un mundo mejor, 1940, 45 pp.