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Sergio Ramírez, el cuentista

Marco Antonio Campos





Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) empezó como cuentista y no hay libro del género en el cual no destaque su gran talento. Ya desde sus 18 años se percibía una precocidad de asombro con un par de cuentos publicados en la revista Ventana -publicación que él mismo dirigió-, trazados con líneas escuetas y exactas: «El estudiante», que deja una sensación final de ahogo, y «La tarjeta», que tiene el sabor acre de la ingratitud filial.

Desde entonces, desde sus inicios, con algunas excepciones, ciudades y pueblos nicaragüenses han sido el principal centro irradiador de sus ficciones como escenario o como mera referencia. Aquí las historias se desarrollan ante todo en Managua, León, Masaya, El Sauce, Santa Teresa, Puerto Cabezas, Corinto, Bluefields, Masatepe, Estelí, Jinotega, entre otras, pero sentimos como si hubieran pasado en cualquier país latinoamericano o caribeño, ayer, hoy mismo.

De una u otra manera dos países, Estados Unidos y México (mucho más Estados Unidos), se hallan en los cuentos de Ramírez como presencia o influencia en la vida diaria nicaragüense. Estados Unidos lo está de muy variadas formas: en la política, en los mitos mediáticos, en las leyendas cinematográficas, en los deportes... En la política se halla ante todo en la protección de los gobiernos estadounidenses a los tres Somoza que fueron presidentes de la república -padre y hermanos alargaron la dinastía, de facto o legalmente, por cosa de 45 años-, en la presencia de militares y en trabajos secretos de la CIA; respecto a los mitos se encuentra, por poner un ejemplo, en el divertido caso de la supuesta llegada de Jacqueline Kennedy Onassis a tierra nicaragüense, que mueve y alucina a la clase alta del país que quiere darle una recepción inolvidable, y la cual se vuelve una parodia o una farsa que empieza en el despropósito y termina en el despelote, y por poner otro, en la visita de un nicaragüense obstinado a Charles Atlas, «el hombre más fuerte del mundo», a cuyo método le debe tener un cuerpo perfecto, y a quien logra, no sin horror, verlo en el helado noviembre de 1931 en Nueva York en su denodada y terrible decrepitud, y lo cual tal vez, en una segunda interpretación, pueda leerse como una metáfora del imperio estadounidense y su final destino; también está en los filmes, que crean héroes y divas artificiales, pero que se vuelven modelos para millones de hombres y mujeres en el mundo, y en los deportes, ante todo el béisbol, el deporte por excelencia estadounidense, donde hallamos dos relatos tristísimos: uno, equilibrado en dos planos estructurales, acerca de un ex beisbolista torturado y muerto por colaborar con la guerrilla -su hijo combatía en ella- y quien de continuo tenía imágenes y recuerdos de los partidos que jugó o pudo jugar («El centerfielder), o el de un pitcher bisoño que está a punto de lograr la hazaña de tirar un día de 1958 un juego perfecto.

Devorado desde muy joven por el demonio de la política, Ramírez se caracterizó por ser un denodado opositor a las tiranías somocistas tanto en Nicaragua como en su largo exilio costarricense, y fue miembro de la Junta de Gobierno durante los primeros años posteriores al triunfo de los sandinistas en 1979, vicepresidente de la república de 1986 a 1990 y líder de la bancada sandinista en la Asamblea Nacional de Nicaragua, pero terminó rompiendo en 1995 con el sandinismo, o más precisamente, con el orteguismo, cuando luchó por querer reformar la Constitución de 1987 para volverla más democrática. En 1996 lanzó su candidatura para presidente por el partido Movimiento Renovador Sandinista (MSN), pero perdió ante Arnoldo Alemán. Desde entonces se retiró de la política. Qué bueno, nos decimos, porque la literatura ganó de tiempo completo a un excelente narrador. La izquierda crítica que encarna Sergio Ramírez tiene de alguna manera nexos con la que José Revueltas personificó en México. ¿Escritor político? En una vía lo es, pero pese a su ideología y actividad políticas, no hay sombras en ningún cuento de esta antología de ideologización, de consignas vociferantes o de parcialidad obvia (tan común en Mario Benedetti), que tanto dañan las narraciones. Técnicamente, de manera admirable, Ramírez sabe utilizar el lenguaje conversacional, crear en el lector una avidez que lo lleva en vuelo desde la primera línea hasta el punto final del cuento, introducir en los momentos precisos la historia que corre debajo de la historia, combinar lo real con la fabulación, y aun en ocasiones partir de un hecho que parece nimio (un sorteo o conversaciones inadvertidas) para desarrollar situaciones, no exentas de espléndido humor, que terminan en tragedias. En los cuentos sobre béisbol y box logra a tal grado adentrarnos en las atmósferas y vicisitudes de un partido o de una pelea que sentimos estar viviéndolos.

En varias historias, donde prevalece una pobreza desconsoladora, Ramírez dibuja a sus personajes con un lápiz sin fallas, personajes que son con frecuencia los olvidados de la mano de Dios, y quienes están sentenciados desde siempre para un mal destino: el estudiante que no puede cursar ni un día de universidad; el mozo de bar a quien un día le descubren un parecido con Gregory Peck y empieza a imitarlo a tal grado que se vuelve un doble irrisorio; la estrella del trapecio de un circo de pueblo que vive en plena Nochebuena un drama de maternidad; el boxeador viejo que recibe una doble paliza -en la vida y en el ring- que lo dejan lisiado para siempre... Un orbe donde la ignorancia y la ingenuidad, las pasiones mal llevadas y la mala fortuna hacen su soterrado y cruel trabajo.

Si el fin principal de todo narrador o poeta es emocionar al lector, Sergio Ramírez lo cumple cabalmente. Salvo «Un bosque oscuro», en el cual hay un lenguaje barroco que no corresponde al habitual lenguaje seco de Ramírez que hay en el conjunto del volumen, no hay ficción de él en esta antología, que no me conmueva o me inquiete. Sin embargo hay dos cuentos desoladores que siento particularmente próximos: «Perdón y olvido», que da título al libro, y «Catalina y Catalina», que a mi juicio son pequeñas obras maestras. Es sabido que México a través del cine y la canción, fue parte de la educación sentimental de España y países latinoamericanos en las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta del siglo anterior; en «Perdón y olvido» hay como fondo esencial de la trama una supuesta película mexicana de rumberas del año 1950, cuando los padres del protagonista principal, un documentalista fílmico de nombre Ernesto, vivían exiliados en Ciudad de México y solían trabajar de extras en los Estudios Churubusco. Muchos años después, acompañado de su pareja sentimental, una mexicana llamada Guadalupe, apasionada de la época del cine de oro mexicano, Ernesto ve en su casa por azar la película en casete, y descubre a sus padres en una escueta escena de cabaret, que, en un segundo plano del antro, aparecen sentados conversando en dos mesas distintas con parejas distintas. Repite una y otra vez la escena para confirmar que lo son. Una curiosa idea se le viene a la mente: ¿qué conversan ambas parejas? Guadalupe le recomienda que lo consulte con un o una intérprete de sordomudos. Mejor no haberlo hecho. La revelación de los brevísimos diálogos es devastadora en más de un sentido.

«Catalina y Catalina» -nombre de madre e hija-, está dividido en dos partes íntimamente ligadas que son narradas por la joven: en la primera, es el drama doméstico de que Catalina madre, de oficio planchadora, sea una adúltera, o al menos su padre, mecánico de tractores calificado de la fábrica Caterpillar, está del todo convencido de que lo es, y no deja pasar una sin apostrofárselo. Catalina hija sospecha, por varios motivos, de dos tipos -un mesero y un gerente de banco-, pero sin ninguna prueba concreta o indicios evidentes. Un día el padre, más furioso que nunca, echa a Catalina madre de la casa, quien vive un tiempo en Masaya, luego en Managua y finalmente en Estados Unidos. El segundo tiempo, desgarradoramente trágico, pasa cuando Catalina hija y su hermano se incorporan a la guerrilla. La joven tiene ya los 27 años que tenía su madre cuando se fue y no volvieron a saber de ella. El hermano primero y luego ella entran en la clandestinidad. Perseguida, la joven se exilia en Costa Rica. En 1979, durante la ofensiva final de los sandinistas para derrocar al último Somoza, matan a su hermano al tratar de rescatar a un compañero. Logran recuperar el cadáver. Al día siguiente del entierro, ante la gran sorpresa de Catalina, telefonea su madre desde Los Angeles, California. Las dos prorrumpen en llanto, no pueden hablar, pero cuando la madre al fin lo hace encuentra una respuesta paralizadora.

Uno de los libros de la antología está hecho de minificciones (De tropeles y tropelías) el cual seguramente Tito Monterroso, artífice de la brevedad, si alguna vez lo leyó, lo habrá aplaudido, como habría aplaudido la fábula «Terrible simetría», que tiene un desenlace estremecedor. En los breves textos, Ramírez deja caer ácido corrosivo en la figura del tirano y su familia, y desde luego en sus colaboradores, quienes se disputan entre sí la superioridad de quién es más abyecto. La cáustica caricaturización que hace Ramírez de la clase política me recuerda imágenes de grabados de nuestro José Guadalupe Posada.

He leído y releído los cuentos y minificciones de esta antología, y he admirado a menudo cómo, con materiales sencillos, Sergio Ramírez ha construido casas complejamente exactas, y me digo que si los cuentos emocionaron ayer, lo hacen aún hoy y lo harán mañana. Más allá de cualquier reparo o señalamiento, Sergio Ramírez es, por derecho propio, uno de los grandes cuentistas latinoamericanos.







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