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I. Del sentimiento que los buenos tienen en las caídas de sus prójimos, y de la fiesta y alegría de los malos

     Lo que hasta aquí se ha dicho sirve para remediar el daño que de estas caídas se suele seguir, que es perderse el crédito de la virtud. Mas agora trataremos de los otros efectos que de aquí suelen seguirse (segun arriba tocamos), que son: llorar los buenos y reír los malos y desmayar los flacos.

     Y tratemos primero de las lágrimas de los buenos; las cuales proceden de la naturaleza y condición de la caridad, de la cual virtud dice el Apóstol que no se alegra con la maldad, mas alégrase con la verdad. Porque, como los buenos aman a Dios sobre todas las cosas y a los prójimos como a sí mismos, no pueden dejar de sentir los males de ellos, y mucho más los espirituales que tocan más en lo vivo; y por esto tienen muchas causas por qué llorar.

     Lloran porque sienten la muerte del ánima que cayó. Lloran porque el justo se desvió del camino de la justicia. Lloran por ver que el que era hijo de Dios se hizo, pecando, esclavo del demonio. Lloran por ver que aquel lobo infernal arrebató una oveja de la manada de Cristo, y se la tragó. Lloran por ver disminuido el Reino de Cristo, y acrecentado con un vasallo más el del demonio. Lloran por ver que una estrella que resplandecía y alumbraba con la luz de su buen ejemplo, se eclipsó y escureció. Lloran por ver que el ánima, que era esposa de Cristo, se hace sierva del demonio. Lloran por el grande daño que el ánima de un justo recibe pecando, porque a la hora se sale Cristo de ella por una puerta y el demonio entra por otra y se apodera de la posada, de modo que la que era templo vivo del Espíritu Santo se hace cueva de serpientes y basiliscos. Ésta es, pues, la causa del dolor y sentimiento de los santos cuando ven los pecados de sus prójimos, mayormente los de aquellos que habían de ser luz y guía de los otros.

     De aquí procedían las lamentaciones de Hieremías, en las cuales lloraba tan amargamente los pecados de su pueblo, que vino a decir aquellas palabras de tanto sentimiento: ¡Oh vosotros que pasais por este cansino, mirad si hay dolor semejante a mi dolor! Y no menos llora Esaías esta calamidad, sin querer admitir consolación, sino hartarse de llorar los males de sus prójimos y los castigos de ellos. Y así dice: No trate nadie de consolarme, porque mi dolor es grande que no admite consolación. De aquí también procedieron las lágrimas del Apóstol que él derramaba por los que pecaron y no hicieron penitencia de sus pecados, como lo escribe a los de Corinto. De aquí el dolor que muestra en la Epístola a los de Galacia, diciendo: Hijuelos míos, que torno a pariros de nuevo con dolores hasta que Cristo sea formado en vosotros. Mas todo esto es poco en comparación de lo que escribe a los romanos, haciendo un solemne juramento y trayendo al Espíritu Santo por testigo de lo que afirmaba, diciendo que era continuo el dolor y tristeza de su corazón, por ver la ceguedad de los judíos, sus hermanos, ofreciéndose a ser anatema de Cristo por amor de ellos, que es carecer por algún tiempo de todos los bienes y riquezas que esperaba de Cristo por sus trabajos.

     ¿Pues, qué diré de las lágrimas de los santos del Testamento Nuevo? ¡Con qué lágrimas llora San Cipriano las caídas de los que por temor de los tormentos de los tiranos habían renegado la fe! ¡Cuál era el sentimiento de nuestro padre Santo Domingo, de quien se escribe que se derretían sus entrañas como la cera en el fuego, con el dolor y celo de la gente que perecía por sus pecados! ¡Cuál el de su hija santa Catarina de Sena, la cual, con un nuevo y extraño encarecimiento y dolor de la perdición de los hombres, pedía a su Esposo que atapase con ella la boca del infierno para que ninguno entrase allá!

     Pero sobre todos estos sentimientos es admirable el del santo profeta Esdras (que redujo el pueblo de Israel del cautiverio de Babilonia a Hierusalem), el cual, viendo el pecado que el pueblo había hecho casándose con mujeres hijas de gentiles, contra la ley de Dios, fue tan grande su sentimiento que rasgó sus vestiduras, hasta la túnica interior, y arrancó los cabellos de su cabeza y los pelos de la barba, y, postrado ante la presencia de Dios, extendiendo sus manos, dijo que se confundía y avergonzaba de levantar sus ojos ante la Divina Majestad; y esto no por sus pecados propios, que no los tenía, sino por los de su pueblo.

     Para que por este ejemplo vean los hombres desalmados que triunfan y hacen fiestas en la caída de sus hermanos, cuán lejos están de este afecto y sentimiento. Lo cual tengo por una gran señal de reprobación, así como lo contrario es señal de predestinación. Y esto se puede entender por aquella visión del profeta Ezequiel, en la cual le mostró Dios en espíritu seis hombres con armas en las manos, entre los cuales venía uno vestido de blanco con un tintero en la cinta. Y a este escribano mandó Dios que fuese por medio de la ciudad de Hierusalem, y pusiese una señal, que llaman Tau, sobre las frentes de los hombres que hallase gimiendo y llorando por las ofensas y abominaciones que se hacían contra Dios. Y a los seis hombres armados mandó que sin ninguna piedad pasasen a cuchillo todos los moradores de la ciudad, sin perdonar a viejos ni mozos, ni vírgenes ni niños ni mujeres; mas que no tocasen en aquéllos que viesen señalados en la frente con aquella señal susodicha; que comenzasen de su santuario, que es de los sacerdotes y ministros del templo. Por lo cual entiendo (como dije) ser este gemido y sentimiento una gran señal de predestinación.

     Estas lágrimas eran de varones santos y moradores de Dios. Mas, ¿qué diremos aquí de las lágrimas del mismo Señor de los santos? El cual sabemos que lloró sobre la ciudad de Hierusalem, no tanto por la destrucción de ella cuanto por la causa, que era el pecado de no haber recibido a su Salvador, ¿Pues qué cosa más admirable y más digna de la bondad de Dios que llorar el mismo Juez, ofendido, los pecados que contra Él se cometieron, y las penas con que los había de castigar? ¿Qué diré también del sentimiento de los mismos ángeles, especialmente de los de nuestra guarda, cuando ven miserablemente caídos a los que ellos tan solícitamente guardaban? Sobre lo cual dice San Agustín, hablando con Dios: «Señor, cuando hacemos buenas obras alégranse los ángeles y entristécense los demonios; mas cuando las hacemos malas, alegramos a los demonios y privamos (cuanto en nos es) de su alegría a los ángeles.» Porque como ellos se alegran cuando un pecador se levanta y hace penitencia; así los demonios se alegran cuando un justo cae y desampara la penitencia.

     Y para confirmación de esto, no dejaré de referir aquí lo que acaeció a uno de aquellos santos padres del yermo: el cual después de haber llegado a la cumbre de todas las virtudes, comenzó a envanecerse, y atribuir a sus merecimientos y trabajos la santidad que tenía; y conociendo esto el demonio y entendiendo cuán cerca está la caída de quien así se levanta, tomó forma de mujer muy bien parecida y llegando a boca de noche a la cueva del monje, lloraba y rogábale le diese lugar en ella porque aquella noche las bestias fieras no la despedazasen. Vencido, pues, él con este color de piedad la recibió. Entonces el enemigo comenzó a inflamarlo con ardores de un fuego infernal; y tanto pudo, que finalmente el desventurado, vencido de aquella furiosa pasión, extendió sus brazos para abrazar la mujer. Y entonces el demonio dio un grande y terrible aullido y deshízose en el aire como sombra que era, dejando burlado al miserable cautivo. Estaba a la sazón allí una gran cuadrilla de demonios esperando el fin de la batalla; y, vista la victoria, levantaron las voces en el aire con grandes risadas y alegrías, diciendo: ¡Ah monje, monje, que te levantabas hacia el cielo, cómo has caído en el infierno! Aprende, pues, aprende, que el que sé levanta será humillado. ¿Veis, pues, por este ejemplo el alegría y fiesta que hacen los demonios en nuestras caídas? ¿Veis cumplido lo que dice San Agustín, que como los ángeles se alegran cuando un pecador hace penitencia, así los demonios, capitales enemigos nuestros, se alegran y triunfan cuando un justo desampara la penitencia?

     Pues si esta alegría es propia de los demonios, enemigos de Dios y nuestros, ¿qué podemos juzgar de los que en estas caídas se alegran, sino que tienen el mismo espíritu de ellos, pues así se alegran como ellos? Y si la alegría de los demonios nace de ser enemigos de Dios y nuestros, ¿qué podemos aquí juzgar de los que en estas caídas se alegran, sino que tienen el mismo espíritu de ellos, pues así se alegran como ellos? Y si la alegría de los demonios nace de ser enemigos de Dios y nuestros, ¿qué podemos aquí juzgar de los que así se alegran sino que son enemigos de Dios y nuestros? Porque si fueran verdaderamente amigos, llorarían nuestros males y no se alegrarían como ellos. Dijo Nuestro Salvador que Zaqueo, el públicano y de linaje de gentiles, era hijo de Abraham, porque imitaba la santidad de él; ca de aquél se llama uno en la Escriptura hijo cuyas obras imita. Pues ¿cuyos hijos llamaremos a éstos, que imitan al demonio y se alegran de lo que él se alegra y hacen fiesta de lo que él la hace, sino del mismo demonio?

     Estos, pues, con sus escarnios, son impedimiento, de la virtud, ponzoña del mundo, escándalo de los flacos, compañeros de Herodes, que buscan a Cristo recién nacido en las ánimas de los nuevos para matarlo; lobos vestidos de piel de oveja para engañar; zizania que ahoga la simiente de la palabra de Dios para que no crezca en las ánimas; hombres desalmados, que no tienen de cristianos más que la crisma, y la fe y esperanza muertas para que, por esa fe que tienen, sean juzgados cuando de esta vida partieren.

     ¡Cuán diferente era el espíritu y ánimo del grande emperador Constantino, de quien se escribe esta memorable sentencia: «Si viese caído un sacerdote en algún pecado, yo mismo le cubriría con mi mano por evitar el escándalo y mal ejemplo que de aquí se sigue a los flacos! Pues considerando el Apóstol estas caídas, y sintiendo el escándalo que de aquí se seguía a los flacos, dice: ¿Quién está flaco que yo no lo esté? Y ¿quién se escandaliza que yo no me abrase? ¡Quién tuviera ojos para ver de la manera que ardían las entrañas de este apóstol cuando veía una ánima por quien Cristo derramó su sangre, caer del estado de la gracia en las uñas y garganta del dragón infernal! Y no menos sentía esto el real profeta, cuando decía: Vidi prevaricantes et tabescebam. Dando a entender que se deshacía y consumía su ánima cuando consideraba las ofensas que se hacían contra Dios.

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