Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

II. De la gravedad del pecado del escándalo y del azote con que Dios lo castiga

     Mas ¿quién declarará con palabras la gravedad de este pecado que llamamos escándalo? Y por escándalo no entendemos aquí la admiración y espanto que los hombres conciben con semejantes caídas, sino por este término entendemos, en rigor de Teología, cualesquier palabras y obras con que damos a otros motivos para pecar y apartarse del bien. Pues cuán grande sea este pecado, decláralo el Salvador en el Evangelio por estas palabras: Quienquiera que escandalizare uno de estos pequeñuelos que en Mí creen seríale mejor que le atasen una piedra de molino al cuello y lo sumiesen en el profundo de la mar. ¡Ay del mundo por razón de los escándalos porque, supuesta la malicia de los hombres, no pueden faltar escándalos; mas, ¡miserable de aquél por quien el escándalo viene!

     Ni faltan ejemplos para declarar la gravedad de este pecado. Todos sabemos cuán grande fue el pecado de David cuando tomó la mujer ajena y mató a su marido; y lo que Nuestro Señor encareció en este pecado fue el escándalo, diciendo: Quonian blasphfemare fecisti inimicos nomen Domini. Esto es, Porque diste motivo a las naciones comarcanas de blasfemar el nombre del Señor, poniendo mácula en Él, y diciendo que era injusto, pues había escogido para rey de su pueblo un hombre que cometió un tan gran pecado. Y por esto le envió el mismo Señor a decir que el niño que había nacido de aquel adulterio moriría en pena de este escándalo. Y por más oraciones que hizo David y más lágrimas que derramó y más extremos que hizo por la vida de aquel niño (tanto que sus criados no le osaban dar la nueva de su muerte, pareciéndole que reventaría de dolor); con todo esto, nunca Dios lo quiso oír.

     Y aunque éste es un grande argumento de la malicia de este pecado, otro os contaré mayor de dos sacerdotes, hijos del sumo sacerdote Helí; los cuales usaban tan mal del oficio sacerdotal que retraían los hombres del culto y servicio de Dios. Y así dice la Escriptura: Erat igitur peccatum puerorum grande nimis coram Domino, quia retrahebant homines a sacrificio Domini. Y en este tiempo apareció Dios de noche al niño Samuel, mandándole que dijese a Helí que Él haría un tan gran castigo en el pueblo de Israel que quienquiera que lo oyese le retiniesen las orejas; porque sabiendo el escándalo que sus hijos daban al pueblo, no los castigó con el rigor que el caso pedía. Y el castigo que de ahí a poco se siguió fue que, viniendo los filisteos a hacer guerra a los hijos de Israel, en la primera batalla les mataron cuatro mil hombres; por lo cual los capitanes del ejército enviaron por el arca del Testamento, en que tenían puesta su confianza, para que los defendiese de sus enemigos. Traída, pues, el arca, sucedió el negocio tan al revés de lo que pensaban que, travada la batalla (cosa de grande admiración), los filisteos mataron treinta mil hombres de los hijos de Israel, y prendieron la misma arca del Testamento, y los dos sacerdotes, hijos de Helí, que venían con ella, murieron en la misma batalla; y la mujer de uno de ellos, oída la muerte de su marido, murió de parto; el sumo sacerdote (que era ya muy viejo), oídas estas tan tristes nuevas, y más la prisión del arca, estando sentado en una silla, cayó de espaldas, y se hizo pedazos la cabeza. Por donde se entenderá con cuánta razón dijo Dios que haría por aquel pecado de escándalo un castigo tan grande, que a quienquiera que lo oyese le retiniesen las orejas.

     ¿Pues quién, oyendo éste tan terrible azote, no temblará de este pecado; el cual, en cierta manera, podemos decir ser el mayor de los pecados por grandes que sean? Porque todos los otros pecados, aunque sean grandes, no dañan más que al hombre que los hace, mas éste daña a sí y daña a los otros que aparta del camino de Dios. ¿Pues, con qué se satisfará este daño, que es matar una ánima que Cristo compró con su sangre? Porque si oro es lo que oro vale, sangre de Cristo es lo que esa sangre costó.

     Mas, con todo esto, procure el hombre descargarse de esta culpa en la manera que le fuera posible. Del santo fray Raimundo (que recopiló las Decretales, por las cuales hoy día se gobierna la Iglesia) se escribe que tomó el hábito de nuestra Orden. Y la causa fue porque, estando en el mundo, había persuadido a un mancebo que no fuese religioso; y, herido con este escrúpulo, parecióle que no tenía otro medio más conveniente para satisfacer este daño que tomar él el mismo hábito que había impedido. En la Ley antigua mandaba Dios que el que hiriese a una mujer preñada y la hiciese abortar y malparir estando ya la criatura en el vientre animada, que pagase con su propia vida la que había quitado a la criatura. Pues esto mismo hacen los que con escarnios y vanos temores ignominiosos retraen del buen camino a los que han concebido en sus ánimas a Cristo, que es el buen propósito de servirlo. De donde se sigue que si estos hombres se condenaren, no sólo padecerán penas por sus propias culpas, sino también por las de aquellos que pervirtieron. Por lo cual todo entenderá el cristiano cuán justo fue aquel ¡ay! y aquella exclamación de Cristo, cuando dijo: ¡Ay del mundo por razón de los escándalos!

     Y con ser esta culpa tan grande, no faltan algunos cristianos que, o por ser faltos de devoción o por su particular inclinación, tienen una manera de hastío y asco a todos los ejercicios de devoción, y a las personas que los ejercitan, diciendo que son devocioncillas y cosas de mujercillas. Y de aquí nace que, cuando sucede alguna caída de éstas, luego se alegran y hacen fiesta, y se confirman en la mala opinión que tienen de estas cosas. A los cuales está ya promulgado el azote de Dios por Salomón que dice: El que se alegra en la caída de su prójimo no quedará sin castigo; porque o en esta vida o en la otra será más rigurosamente castigado.

     Y no faltan algunos predicadores que tienen el mismo afecto y disgusto de aquestos; y aún pasan tan adelante, que vienen a revesar en los púlpitos la poca devoción que tienen en sus corazones. Los cuales parece que de mastines que habían de guardar el ganado, se hacen lobos que los derraman; pues habiendo de animar y esforzar a los flacos y reprimir las lenguas de los maldicientes, los ayudan con algunas puntadas que dan en sus sermones con que desmayan y escandalizan los pequeñuelos.

     Y para afear esto no dejaré de referir aquí una providencia notable del Serenísimo rey de Portugal don Enrique; el cual, siendo cardenal y Inquisidor General de este reino, tenía cuidado (cuando alguna persona que profesaba virtud y devoción era castigada por el Santo Oficio) mandar a todos los predicadores que no hablasen palabra alguna con que se pudiese entiviar y enflaquecer la devoción del pueblo. Este era pecho verdaderamente cristiano, muy semejante al que el Apóstol tenía cuando decía: ¿Qué está flaco que yo no lo esté? ¿Y quién se escandaliza que yo no me abrase? Pues así temía este príncipe el escándalo que los pusilánimes conciben con las palabras dicha de aquel lugar de verdad. Y si a los predicadores parece bien el celo de este cristianísimo príncipe, procuren imitarlo; y entiendan que su oficio es esforzar los flacos en estas ocasiones y no desmayarlos, pues basta al diablo su malicia sin que ellos la acrecienten, favoreciendo a los que por su poca devoción condenan la devoción de los otros.

     Estos son los que suelen decir que basta rezar un Pater noster y comulgar una vez en el año y no curar de esas novedades y santimonias. ¿Pues qué dirán éstos a San Pablo, el cual quiere que los hombres hagan oración en todo lugar, y en otra parte nos aconseja hacer oración sin cesar? Y, en otro lugar, repite la misma sentencia, diciendo: Daos a la oración con toda instancia, velando y perseverando en ella con hacimiento de gracias. Pues si San Pablo, en quien Cristo hablaba, nos pide tan continua oración, ¿cómo decís vos que basta un Pater noster? Y si no os mueve lo que dice San Pablo, muévaos el mismo Cristo, el cual, en un lugar, dice que conviene orar siempre sin cesar; y en otro, apercibiéndonos y previniéndonos para el día de la cuenta que todos habemos de dar (pues todos habemos de ser presentados ante el tribunal de Cristo), nos manda que velemos y hagamos oración en todo tiempo para que seamos merecedores de escapar de todas las plagas que han de venir al mundo antes del juicio final. Cotejemos, pues, agora estas palabras y consejos de Cristo con vuestros pareceres. Vos decís que basta un Pater noster en este tiempo; Cristo dice tantas veces como habéis oído, que hagamos oración sin cesar. Una de dos ha de ser: o el Evangelio yerra o vos erráis, pues los pareceres son contrarios; mas el Evangelio es imposible errar, luego síguese que vos sois el que erráis y os engañáis. Mas, replicaréis vos diciendo que en esta sazón de tiempo conviene lo que decís. Bien sabía esto el Hijo de Dios, que es Juez de todos los siglos, y no hace esa distinción que vos hacéis. Antes cuanto los tiempos fueren más peligrosos, tanto mayor necesidad hay de estas armas espirituales; como lo mostró el mismo Señor, cuando, al tiempo de su pasión, armó sus discípulos con ellas, diciendo: Velad y orad porque no caigais en tentación. Pues luego ¿qué tan grande desatino es al tiempo de la batalla rendir las armas cuando las hubiérades de tomar? Porque si es gran peligro hacer esto en las batallas corporales, ¿cuánto mayor lo será en las espirituales, que son más peligrosas y donde se aventura más que es perder la vida eterna?

     Mas a todo lo que hasta aquí se ha dicho me podréis responder: padre, esta continuación de oración que vos alegais de San Pablo y del mismo Cristo, no pertenece a los preceptos y mandamientos divinos, sino a los consejos, a que no estamos obligados, porque en la Iglesia cristiana hay perfectos e imperfectos, hay flacos y principiantes, a los cuales San Pablo da leche de doctrina como a niños; y ésta es la mayor parte del pueblo cristiano. Respondiendo pues a esto, querría yo dar aquí un grande y necesario desengaño a todos los que desean salvarse. Sabed, pues, que por flacos y principiantes que sean los hombres, están obligados a evitar todo pecado mortal, so pena de estar en mal estado; y entre los mortales, el de la fornicación que es el más ocasionado. Por donde en el primer concilio que se celebró en el mundo, en que se hallaron los Apóstoles, fue muy detestado este vicio. Porque, moviéndose en el principio de la Iglesia una grande duda sobre si los que se convertían de la Gentilidad a la fe estaban obligados a guardar la ley de Moisén, en este sacro concilio se determinó que no estaban obligados a esta guarda, sino que les mandasen que se apartasen del pecado de la fornicación, y de comer las carnes sacrificadas a los ídolos. Y es cosa mucho de notar que, habiendo otros muchos pecados mortales que todo fiel cristiano está obligado a evitar, de solo éste se hizo mención en aquel primer concilio del mundo. Preguntaréis la causa. Ésta es ser este pecado el más ocasionado de cuantos hay; porque tiene el hombre al enemigo de sus puertas adentro, por donde, aunque no haya demonio que le tiente de fuera, la concupiscencia y la mala inclinación de su carne basta para hacerle guerra continua. La cual inclinación es tan vehemente, que confiesan los teólogos que en ninguna parte quedó la naturaleza humana más cruelmente herida por el pecado original que en esta inclinacion que sirve para la propagación del género humano; pues como los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, entendían muy bien esta Teología, aquí pusieron mayor recaudo, donde reconocían mayor peligro. Y, conformándose el apóstol San Pablo con este decreto apostólico, escribiendo a los de Tesalónica, les encomienda esta misma guarda por estas palabras: Hermanos, ruegoos y pidoos con toda instancia que procureis agaradar a Dios y vivir de la manera que yo os enseñé, pues bien sabeis, dice Él, los preceptos y mandamientos que de parte de Cristo os tengo dados. Porque la voluntad de Dios no es otra que la santificación de vuestras vidas, y ésta es apartaros de toda fornicación; para que sepa cada uno conservar su cuerpo con santidad y honra y no con deseos apasionados, como hacen los gentiles, que no conocen a Dios los cuales andan sumidos en el cieno de este vicio sensual. En las cuales palabras veréis cómo resume el Apóstol la voluntad de Dios y la santificación del hombre en apartarse de este vicio carnal. Por donde, considerando aquel grande monje Antonio el estrago que este espíritu de fornicación hacía en el mundo, tuvo deseo de ver cosa que tanto daño hacía; al cual apareció en figura de un negrillo muy feo; y así le dijo el santo: «En figura vilísima me has aparecido y por eso de aquí adelante no tengo de haber miedo.»

     Digo, pues, que por nuevo y principiante que sea un cristiano, está obligado a vencer este enemigo tan familiar y tan poderoso, guardando castidad. «Y sabemos (como dice San Agustín) que entre todas las batallas de los cristianos las más recias son las que militan contra esta virtud; donde es cotidiana la batalla, y muy rara la victoria.» Y lo que es aún más de temer, que no sólo estamos obligados a guardar castidad en el cuerpo, sino también en el ánima. Ca por esto dijo el Salvador: quien viere una mujer y la codiciare, ya tiene cometido adulterio en su corazón. Porque en el juicio de Dios todo es uno, la obra y el deseo determinado de ella, así en el bien como en el mal. Por donde tanto mereció Abraham estando aparejado para sacrificar su hijo, como si de hecho lo sacrificara; y así no menos peca el que desea cometer este pecado, que si por obra lo cometiera. Pues según esto, como Sant Hierónimo dice, Quis gloriabitur castum se habere cor? Quiere decir: ¿Quién se gloriará de tener casto y limpio su corazón, si no procura todas las otras diligencias que se requieren para la guarda de esta limpieza?

     Entre las cuales, la primera es la oración (de que arriba tratamos), que es arma general contra todas las tentaciones del enemigo. Otra, es la templanza en el comer y beber; porque enflaquecida la carne con la templanza, enflaquécense también los apetitos y encendimientos que nacen de ella. Otra, es la guarda de los ojos, que son puertas del ánima, por las cuales muchas veces entra la muerte: como entró a David, y a nuestra primera madre. Otra es, y muy principal, huir las ocasiones de este vicio, y la comunicación de personas de sospechosa edad, aunque sean virtuosas; porque éstas afecionan más los corazones con la muestra de la virtud. Y es tan grande esta tentación, que San Agustín afirma que en su tiempo vio por esta ocasión caídos cedros del monte Líbano y guías de la manada y grey de Cristo, esto es, personas de grande opinión de santidad caídas en pecado: «de cuya caída no dudaba yo más, dice él, que de Ambrosio y Hierónimo». Ved, pues, agora vos, qué debe de hacer la vara tierna del desierto, cuando ve caídos cedros del monte Líbano. Quiero decir, qué deben sentir los flacos, que son como caña vana que se muda a todos vientos, cuando ven éstos tan fuertes y tan levantados en santidad, tan feamente caídos.

     Pues si éstos, por solo no evitar la ocasión susodicha, dieron tan gran caída, ¿qué será de vos, hombrecillo flaco, que tan lejos estáis de esta santidad, y decís que para ir al cielo basta un Pater noster, sin esas novedades y santimonias de algunos? No quiero alegar contra vos otro testigo sino vuestra misma consciencia. Meted la mano en vuestro seno y examinad los secretos y rincones de vuestro corazón y ved los que esto decís y hacéis de la manera que guardáis la limpieza de vuestra ánima; y muchos hallaréis en quién se verifica lo que dice un apóstol: Habentes oculos plenos adulterii, et incesabilis delicti, esto es, «que tienen los ojos llenos de adulterios y de delitos que nunca cesan». Y dice esto, porque están tan desapercibidos y desproveídos de armas espirituales contra este vicio, que apenas abren los ojos para ver cosa de codicia, que no la codicien. Y esto es lo que llama este apóstol delicto que nunca cesa; porque, por maravilla, se ofrece a los tales esta ocasión, que no den de ojos en ella, por no andar apercibidos con estas armas susodichas.

Arriba