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Siempre fui y seré un exiliado: José Triana por Christilla Vasserot

Christilla Vasserot





Christilla Vasserot: Mirando hacia atrás, ¿qué ha cambiado desde los primeros momentos en que empezaste a escribir? ¿Qué ha cambiado en tu manera de abordar la escritura? ¿Por qué volviste a escribir algunas obras como La Muerte del Ñeque?

José Triana: En mi primera versión de La Muerte del Ñeque, me perdí en lo psicológico. Mirando hoy la obra, de la misma manera que miro Medea en el espejo, la estimo un cuadro social, la miro con una perspectiva que me da la historia, el hecho de haber analizado más a fondo qué cosa era el mundo cubano, qué era la sociedad cubana, dónde estaba insertada, cuáles eran las corrientes políticas, sociales, económicas y también filosóficas que la movían. Por una parte he buceado en el sensualismo, el hedonismo y el deseo mítico del cubano. A menudo nuestros compatriotas se nos vuelven insoportables cuando los tratamos por primera vez, por la cantidad de historias, la mitomanía que se despliega. Esa mitomanía es una búsqueda del mito. En el cubano está muy asentado el deseo del mito, de la historia. Cada criatura en Cuba trata de inventarse una historia. Y eso supone al mismo tiempo la asimilación de miles de otras historias que ocurren a su alrededor. La mitomanía nuestra es la locura del mito. Buscamos historias, cada cual más delirante, como para construirnos sendas interpretaciones, para crearnos una identidad y posiblemente estemos muy lejos de ello, pero de ello formamos parte. En La Muerte del Ñeque, los personajes se exacerban. Uno trata de mitologizar al otro, mientras se mitifican a sí mismos. Esto es una observación que debo a los años que he vivido en Francia. Aquí encuentro el mismo fenómeno pero de una manera más vaga, más excepcional. Sin embargo en Cuba te lo encuentras a patadas. La obra ha ganado porque no me he vuelto a perder en lo psicológico como en la versión inicial.

C. V.: Tú mismo haces que algunos personajes se vuelvan mitos, como el Perico Piedra Fina de Medea en el espejo, que en los relatos Fragmentos y humo se ha vuelto un mito, un personaje colectivo, del cual se ha apropiado una colectividad inventada por ti.

J. T.: Es que deseo -y espero que los años me den fuerza y la alegría de seguir escribiendo- inventar nuevas referencias en torno a todo lo que he desarrollado ya: por ejemplo, en Candelaria Ortiz, el último relato que he escrito, hay variaciones, puntos complementarios sobre un sujeto, y un personaje añade noticias de otro que intervino en La Muerte del Ñeque y en el delirio descriptivo aparece Cachita Burundanga bailando junto a Silvia Pinal y Arturo de Córdoba. Te puede parecer extraño pero no lo es. Yo quisiera ir construyendo un universo muy especial en el cual todos los personajes se vayan encontrando unos a otros. Ahora mismo estoy trabajando un relato en el cual quiero meter a los muchachos de La Noche de los asesinos.

Los relatos de Fragmentos y humo están todos situados en el lugar donde yo nací. Todos los personajes y los lugares pertenecen al mundo de esos años. Los he retomado y he inventado toda una serie de historias a partir de lo que oía, lo que se contaba cuando era un niño. Ese fantasmear lo he incorporado al relato.

C. V.: ¿Qué diferencia concibes entre la escritura teatral, la escritura poética y la de un relato?

J. T.: Yo me acerco al teatro porque para empezar me seduce la historia. He tenido una gran obsesión con la historia del país, mi historia, la historia de lo que los cubanos hemos vivido. Acercarme al teatro es buscar un medio expresivo en el cual yo vaya hacia una síntesis, lograr expresar esa complejidad que me da la historia, que me da la vida cubana. Al principio, cuando pequeño, a los seis u ocho años, en mi precocidad infantil, me embarullaba en los relatos. Me inventaba historias, pequeñas historias como las de los ventrílocuos. Posiblemente en aquel momento estaba yo repitiendo el acontecer inmediato. Yo trataba de trasponerlo y volverlo una historieta. Esas historietas se transformaron a medida que fui creciendo, a los diez o doce años, y organizábamos representaciones en la casa. Jugábamos. Y ese juego me llevó a una búsqueda mayor, a los dieciocho o veinte años; vivía enajenado por el teatro, me fascinaba -algo que posiblemente mi madre me inculcó, esa idea del teatro y del cine. Pero desde pequeño mi intención fue narrativa y al mismo tiempo poética. Y luego fui encontrando una vía para manifestar algo que se transforma en teatro. Lo teatral ha estado funcionando dentro de toda mi obra porque siempre busco una síntesis expresiva. Mis diálogos están concebidos para que el carácter se defina. Yo hago una definición sin saberlo, buscando esa síntesis donde un personaje esté dando una imagen muy clara de lo que es él, de lo que son los personajes. En mis relatos los personajes hablan como si estuvieran definiéndose, buscando una definición de sí mismos. Eso se lo debo al teatro, al ejercicio de largos años. La poesía y el teatro buscan síntesis, mucho más que lo narrativo. La prosa puede ocupar páginas y páginas de reflexión. Para mí, las reflexiones están muy reducidas. Lo que yo veo siempre es el barullo, la confusión humana. Por lo regular, en la prosa el escritor se alarga demasiado. Yo condenso, atrapo al personaje, lo tomo en sus momentos significativos, los momentos en los cuales hay una contradicción y una lucha que se manifiesta y que puede aclararle algo al lector o al espectador. Se trata de una síntesis de raíz poética.

¿Por qué empiezo a trabajar en el relato? El relato empezó a aparecer en forma definida en el monólogo Cruzando el puente. Eso fue en el 1991. Anteriormente yo había garabateado esbozos de relatos, pequeñas cosas que estaban entre el poema y el relato. Pero en Cruzando el puente me vi con la necesidad personal de realizar un acto teatral que incluyera lo narrativo. Se trata de un monólogo en que hay momentos casi narrativos. Esa experiencia me lleva a ejercitar al lector que soy de novelas, cuentos, relatos: eso me apasiona. A finales de los 70 hice la adaptación de la novela de Miguel de Carrión, Las Honradas, en la obra Palabras comunes. Naturalmente era una búsqueda. Luego viene Cruzando el puente e inmediatamente se me aparece cierta claridad sobre cómo abordar lo narrativo. Tú sabes, Christilla, el exilio tiene sus exigencias. En verdad, toda sociedad exige, y no es fácil encontrar las condiciones que uno desea para ver su obra en el escenario. A partir del año 68 en Cuba, y luego aquí, he tenido dificultades para montajes, dificultades para ponerme en contacto con el mundo del teatro, etc. La vida del exilio no es fácil. Y así empecé a pensar en abordar el relato.

Eso me costó Dios y ayuda, como dicen en Cuba. La narrativa tiene sus leyes y me costó trabajo incorporarme al acto narrativo. Pero era una manera de replantearme a mí mismo una continuidad con lo teatral y lo poético. Y últimamente en la narración he sentido una enorme libertad para trabajar. Aquello que me ofrecía tanta resistencia, aquello que me parecía muy difícil hoy día lo voy superando. Es un ejercicio, un aprendizaje, busco zonas inéditas dentro de mí mismo que sería incapaz de plantear teatralmente, aun cuando haya dentro de ese mismo relato sugerencias o evidencias puramente teatrales. ¿Has visto y comprobado la diversidad teatral en el Quijote? Además no confío en la puridad de los géneros; las cosas se intercambian. En la novela de Virginia Woolf hay un gran sentido teatral. Lo hay también en el Ulises. Muchos escritores han incorporado lo teatral a lo novelesco. Ahora recuerdo el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, en que pululan los hallazgos teatrales. Todo eso me da una mayor libertad imaginativa. Tanto en el teatro como en la poesía me siento atado. En la narración desato cabos, hay un proceso de liberación. La memoria me asalta...

C. V.: O sea que sigues siendo el mismo ventrílocuo...

J. T.: El mismo... Además yo siempre he trabajado con la memoria. Es algo tan evanescente, tan fragmentario, y eso es lo que conforma nuestra historia. Residuos, fulguraciones construyen lentamente ese universo muy especial que es la memoria. Por ejemplo, en los relatos que me estoy planteando en este momento, todo sucede en Bayamo, la ciudad de mi niñez. Bayamo se convierte en un pequeño pandemonio cargado de determinadas significaciones míticas. E incluso lo inserto como parte de esa mitomanía nuestra. Y posiblemente yo me estoy inventando. En estos últimos años lo que hago es inventarme.

C. V.: Se ha publicado una versión bilingüe de Vueltas al espejo. ¿Cómo acogiste esa confrontación de tu texto con su traducción al francés?

J. T.: De golpe se trata de una cosa emocional. Luego fue hermoso admirar cómo el traductor había logrado una intensidad en el uso del francés para darle salida al texto en español. El acto de traducir implica traicionar y debe, no obstante, regalar una imagen novedosa y jubilosa del texto. Para mí es una proeza. Sin duda alguna no soy un perito en lengua francesa. La parte emocional me suple el conocimiento del idioma, y sentí correspondencias entre los poemas de una lengua y otra.

C. V.: Se te conoce a menudo como el autor de La Noche de los asesinos, considerada como una obra experimental y de vanguardia. Tal vez el público se sorprenda leyendo los sonetos de Vueltas al espejo...

J. T.: Pero son sonetos infieles... porque la gente olvida que hay formas antiguas que pueden ser renovadas. Mi pretensión quizás ha sido demasiado exagerada, pero pienso que frente a una forma clásica el escritor debe tratar de arriesgarse..., a qué se atreve. Para mí, todo es fundamentalmente lenguaje. El hombre funciona por sus actos y por el lenguaje. El lenguaje es una manifestación de su ser. Y eso lo da la poesía. La poesía busca ese internarse en el lenguaje, ir a conquistarlo, atreverse a decir cosas muy contemporáneas y personales pero dentro de formas establecidas, con sus propias reglas. Eso fue también una de las preocupaciones que tuvieron poetas como Góngora o Quevedo: expresarse ellos, buscar en el lenguaje una forma en la cual su identidad no estuviera traicionada. Esa regla les permitía una libertad que antes no conocían. Es buscar dentro de las estructuras lingüísticas una libertad, buscar quién es uno. Ése es un ejercicio interesante. En mis sonetos dedicados a Gastón Baquero, Hölderlin en su celda, hay una libertad en el tratamiento del soneto, justamente, que yo no había logrado.

C. V.: Estás preparando una antología de teatro cubano en un acto, para las ediciones Ollantay. ¿Cuál es tu relación, hoy día, con el mundo teatral cubano? ¿Cuál es la meta de esa antología?

J. T.: Se trata de mostrar que el teatro cubano es uno, es teatro cubano en el interior como en el exterior. Es necesario que se reconozca que lo que se escribe en el extranjero es tan importante como lo escrito dentro de la isla y sigue siendo auténticamente cubano. Sea en Cuba, en Nueva York o en París, hay una manera particular de contar, un quehacer propio. Está el circunloquio, están las maneras amañadas que a veces tenemos nosotros para expresarnos. Nuestro contar es diferente. Si comparamos nuestro teatro con el teatro francés o el teatro norteamericano, en éstos últimos hay estructuras que son «sólidas». Ocurre que nuestras obras parezcan extrañas, no se sabe adónde van, y después nos damos cuenta de que nos cuentan una historia muy clara, pero que los métodos no corresponden a una línea prefijada, a una estructura demostrativa. Las obras de Pedro Monge como las de Carmen Duarte, Joel Cano, José Corrales o las obras mías corresponden a esa forma de contar como a golpetazos. Lo que siempre salva es el aliento poético que tienen las obras. Hay una verdad dentro de todo eso, una pasión extraña, un amor por los personajes. Tampoco hay una tiranía de lo cubano. Cada uno da su versión. Hay tanta variedad como hombres. Y todo eso aporta claves desinteresadas a nuestra cultura, teatro, novela, ensayo, poesía. Visiones algunas opuestas pero contribuyen a crear ese entramado fascinante que es nuestra cultura, nuestro actuar, nuestro vivir, a pesar de la distancia, entre unos y otros.

C. V.: ¿Por qué no se han montado nunca obras como Ceremonial de guerra o La Fiesta?

J. T.: Ceremonial de guerra es una obra que no le ha interesado a nadie. La gente no le ha dado ningún valor. Por otra parte, recuerda el contratiempo que significa montar obras como Revolico en el Campo de Marte o Palabras comunes, que necesitan un gran equipo de actores, escenografía, danzas, bailes. No es lo mismo que montar La Noche de los asesinos, que consta de tres personajes y donde se necesita poco dinero para la escenografía. La obra no ofrece problemas económicos. Ya es sólo un problema, el de los actores. Mira, por curiosidad el caso de La Fiesta, nueve actores en el escenario. Además demanda una escenografía muy especial, transformable. Es compleja y supone ciertos riesgos para quien quiera montarla. Es un homenaje al teatro popular cubano y pide y reclama esa sandunga, esa gracia. Y al estar yo inscrito dentro de otra sociedad, desde el punto de vista social y público, es muy difícil que alguien se ocupe de mi teatro. Además, siempre el teatro está vinculado a la cultura de un país. Entonces mi teatro viene siendo como una curiosidad, una extravagancia.

C. V.: Medea en el espejo se montó en Inglaterra en el 96. ¿Qué ha cambiado desde la puesta en escena de Francisco Morín en el 60?

J. T.: Todo. La puesta de Morín estaba eminentemente enraizada en nuestra sambumbia. Se hizo en un pequeño teatro de La Habana, la sala Prometeo. Fue un montaje excelente, maravilloso, que yo siempre recuerdo con ternura. El grupo inglés Talawa la mira y la interpreta desde una perspectiva mucho más continental, abarcando el área del Caribe. Ellos incorporan rituales negros, ya sean haitianos, ya sean de Jamaica, conjurando voces inquietantes y efectos sorprendentes. Eso no excluye la grandeza del montaje de Morín, sino que le da un nuevo componente a la obra, enriqueciéndola.

C. V.: ¿Cómo se acogió la obra?

J. T.: En Inglaterra fue un éxito por las actuaciones, por la dirección, por la puesta en escena. Pero el público estaba limitado: gente interesada, gente de teatro, gente de origen antillano. En Cuba sí fue un verdadero éxito. Fueron como siete u ocho meses de montaje. El público pedía la obra. Luego se hicieron dos versiones en la televisión. Fue una sorpresa, pero me hizo seguir por el camino del teatro, y escribí El Parque de la Fraternidad, La Casa ardiendo y La Muerte del Ñeque.

C. V.: ¿Cambiaron los montajes de las obras tu manera de escribir teatro?

J. T.: No, nunca. Lo que quiero decir lo digo en la manera en que me viene dado. Es una cosa que a uno le viene dado de lo que conoce, ve, aprende, de las experiencias que tiene. Lo que sí es interesante es que tanto El Mayor General hablará de Teogonía como La Noche de los asesinos, como la pequeña obra Ahí están los tarahumaras, están vinculadas de un modo muy extraño, como si enfocaran una misma proyección, como si yo las ensamblara a escondidas, o hurgara en una zona espiritual que me obsesiona. Las tres obras son tres alaridos. El Mayor General habla del desamor. La Noche de los asesinos es un arreglo de cuentas pero también habla del desamor entre hermanos. Ahí están los Tarahumaras es también un alarido sobre el desamor. Parece que eso me perturba bastante: cómo los sentimientos humanos nunca están bastante bien colocados para que una relación cobre su mayor intensidad, su mayor proyección entre los seres que están ligados. Siempre hay un desajuste sentimental, amoroso. Nadie sabe cómo y dónde colocar el amor, ni si se ajusta, se amolda, se sincroniza de un modo adecuado para que se haga algo trascendente para las personas que lo viven. Siempre está ese resquicio, esa hendidura que impide que los seres humanos logremos una fusión. Es como si todo el mundo defendiera su retazo de diferencia.

C. V.: La Noche de los asesinos es sin embargo una obra aparte dentro de tu repertorio, al menos por las reacciones que ha desencadenado y sigue provocando...

J. T.: La obra va cargada de toda una aureola. Está el atrevimiento de la obra en poner a los hijos a soñar la muerte de los padres, que posiblemente sea una de las enormes obsesiones que tenga toda sociedad, es decir cómo deslindar el mundo primario de la adolescencia y llegar a ser adulto. Por eso tal vez la obra se monte tanto, vaya caminando sola.

Te decía antes que la obra era un arreglo de cuentas entre hermanos. En un determinado momento me equivoqué pensando que se trataba de saldar una cuenta entre una generación y la otra. Pero se trata más bien del enfrentamiento de esas tres criaturas, sin que esté suficientemente claro qué tipo de relación tienen. Entonces toman la excusa de lo invisible y llevan a cabo todo ese ceremonial para tratar de agobiarse y maltratarse. Hay cierto instante en que el iniciador del juego se retira, ya estima que ha terminado el juego, y son las dos hermanas las que le dan continuidad a ese juego inconcluso. Ellas mismas lo van torturando y el hermano en revancha asume sea la madre, sea el padre, sean los otros personajes ambientales que configuran la obra; en concreto, un arreglo de cuentas. Creo que eso está claro cuando Cuca le dice a Lalo: «Sé por dónde vas y no te lo voy a permitir». Entonces asume ella otro papel. Es un juego endiablado que con el tiempo he ido descubriendo y encarando.

Esto no lo tenía consciente en el momento en que escribí la obra. La escribí en un estado de ánimo muy especial: vivía en un apartamento de La Habana Vieja y todo el tiempo oía la repetición de cosas que ya en la infancia, en la casa de Bayamo, había oído. En Bayamo uno de los vecinos, el hijo mayor, agobiaba a su familia. Uno nunca sabía exactamente quiénes eran los que buscaban las disputas, si era él quien la imponía o si eran los demás. El caso es que ese sentirse uno agraviado por lo exterior lo constaté en mi apartamento de La Habana Vieja. Los vecinos contiguos tenían esa misma relación entre ellos. Era horrible. Eso quizás fue el motor que me permitió enfrentarme a mí mismo y enfrentarme a todo lo vivido anteriormente, que es lo que yo rechazo de las relaciones humanas. Porque en el fondo es un acto de limpieza también, de rechazo, de mirada crítica, de establecer un puente, una lejanía.

C. V.: Obsesiones que se repiten a lo largo de toda tu obra...

J. T.: Tomemos El Mayor General hablará de Teogonía y la visión de la familia que doy en la obra. Después lo que se da en Medea en el espejo. Luego lo que se da en El Parque de la Fraternidad, que es una pequeña obrita que da muchas claves sobre la vida cubana -el desarraigo, el no saber dónde está la gente, andar un poco en el vacío, cómo la juventud se pierde en el vacío, cómo no sabe a qué aferrarse, qué buscar, qué apoyo tener. Más tarde te encuentras La Noche de los asesinos. Recuerda la visión que se da en Revolico en el Campo de Marte, y la visión que se da en Palabras comunes. Y finalmente La Fiesta, que a mi parecer es una hermosa obra y ha sido mirada injustamente. Tú te das cuenta de que hay un concepto centralizado. En todas esas obras desarrollo mi concepción de lo que son la sociedad y la familia cubana. Si tú coges a Higinio y si coges al personaje abstracto de Ahí están los tarahumaras, te das cuenta de que es una misma línea, el mismo desajuste del hombre y la misma postura de la mujer. Elisiria y Ella, el otro personaje de Ahí están los tarahumaras, están enlazadas. Es el mismo personaje que encuentras en Cuca y en las hermanas de Palabras comunes. Y de cuando en cuando me pregunto: ¿No tendrá el personaje de Higinio también una referencia inmediata con Julián, que se quiere ir? Y Julián, ¿no tiene relación con Gastón, que con una francesa abandona el país? ¿No hay ese mismo desamparo, el mismo desajuste que les impide a esos personajes insertarse cabalmente dentro de la sociedad, que hace que algo falle? Son sugerencias que se me ocurren, el hecho de una constante o línea sutil que unifica a los personajes.

C. V.: ¿Qué es entonces lo que a tu parecer explica la resonancia que tuvo La Noche de los asesinos en Cuba, pero también en el resto de América y en Europa?

J. T.: Algunos temas son tabúes dentro de nuestra sociedad humana. Por ejemplo, la parte incestuosa que tiene la obra. El no saber situar el hecho amoroso en algún lugar. La inadecuación educativa que recibe el adolescente y cómo ellos reproducen eso mismo en sus relaciones, y además reproducen las discusiones que ellos oyeron. Alguna gente ha encontrado allí una especie de claridad. Otros se quedan fascinados con el aparato de la obra. Pero la gente que va más a fondo nota esa reproducción de actos fallidos y de actos desorbitados que soñaron, pensaron, vivieron, que en un determinado momento eran como una larva interior y allí toman cuerpo y explotan. Todo eso puede inquietar a la gente. Pero tampoco te lo puedo explicar muy bien. Hay cierto momento en que la escritura se me escapa. No logro tener una conciencia clara, honesta del fenómeno.

C. V.: La obra también tuvo consecuencias nefastas para ti...

J. T.: Porque la gente interpretó la obra de inmediato asociándola a lo político y la juzgaron nociva, un ataque a la idea revolucionaria, cuando yo al contrario estaba recordando que existía un acto revolucionario de transformación que no estaba exclusivamente vinculado con leyes, sino que había un saneamiento por hacer, una reflexión interna, profunda para lograr el verdadero acto revolucionario. Todo eso se tergiversó. Otro aspecto visible nos lleva al convencimiento que el castrismo se fundamenta en la concepción pequeño burguesa de la vida y yo estaba asestándole un golpe o dinamitando esa estructura. Se pensó que yo era un francotirador, que lanzaba una obra que deterioraría lentamente el proceso de gobierno. Se ensañaron conmigo. Pero todo eso yo lo veo como un acto normal. La escritura te aporta momentos de alegría pero también tiene una parte oscura y sórdida. Ésa es la noción que uno debe saber asimilar. Si existe el elogio, existe el vejamen.

C. V.: Sobre todo cuando uno se niega a cualquier tipo de concesiones...

J. T.: No hago concesiones inmediatas. La obra mía está concebida desde el punto de vista espiritual. Es una metáfora o una aproximación. Si hablo de los actos concretos de que si voy al cine, si voy al parque o me tiré un peo, algo más me trajina. Está el exabrupto, está el peo, está la violencia de lo inmediato, pero siempre con una búsqueda de lo poético y lo trascendente. Ésa es una aspiración; no sé si lo logro verdaderamente.

C. V.: ¿Es cierto que Virgilio Piñera escribió Dos Viejos pánicos después de ver La Noche de los asesinos?

J. T.: Sí. Según él, yo me había ido muy alto y había que bajarme del trono. Pero también él hizo Dos Viejos pánicos por una necesidad imperiosa que tenía de expresarse. La Noche de los asesinos fue un incentivo para él, según sospecho. Ah, vanidad de vanidades...

C. V.: Los primeros años de la Revolución conformaron un momento de mucha creación y mucho intercambio dentro del mundo teatral cubano...

J. T.: Entre actores, escritores, directores... Había una gran vinculación y un gran respeto mutuo, una aceptación del otro. Casi te diría que nos unía una mirada amorosa. En realidad nosotros formamos un enorme equipo teatral. Los actores podían estar trabajando en una compañía u otra, pero luego todos nos reuníamos y empezábamos a comentar, a contar chistes. Era una permanente identificación en el mejor sentido de la palabra. Era realmente una fiesta, una verdadera fiesta... con todas las divisiones, con todas las segregaciones que hubo, ya que todo acto humano está vinculado con una parte oscura.

C. V.: Una fiesta que se acabó en el 68, con el llamado «caso Padilla» y el incidente de Los Siete contra Tebas. Tú formaste parte del jurado que le otorgó el premio de teatro de la UNEAC a la obra de Antón Arrufat. ¿Cómo fue el asunto?

J. T.: Fue lamentable. La obra es agresiva, pero estoy convencido de que hay que escribir agresivamente. Toca zonas que nunca antes se habían tratado, como el destierro y la igualdad de condiciones entre unos y otros. Eso en Cuba no se podía decir. El exiliado dejaba de existir, era negado. Los Siete contra Tebas es una obra que no plantea distinciones: el exiliado que viene a atacar la ciudad como el que la defiende son dos componentes importantes de la vida humana, tanto el que defiende como el que ataca. Y el que le diéramos el título de obra premiable fue calificado como una agresión, o una transgresión. Se consideró nefasta mi actitud por defenderla contra viento y marea, y a partir de allí se acentuaron mis problemas dentro de la sociedad revolucionaria. Me atacaron personalmente por escrito en el prólogo que se publicó junto con la obra en la edición de la UNEAC, pero eso sólo fue una minucia. Después me lo hicieron manifiesto en asambleas, en la calle, en los centros de trabajo. Hubo un tiempo en que fui un apestado.

C. V.: ¿Y cómo ves hoy a tu país?

J. T.: Mi país está ahí, me encanta, con su alegría, con su tristeza, con su nostalgia, con su melancolía, con esa parte oscura y siniestra que no sabemos qué cosa es, de dónde viene pero en la que uno fácilmente cae, un desorden de algún modo espiritual. Por lo que ves, me siento muy identificado con el cubano, con su máscara y su sombra.

Pero no olvides que fue una pesadilla y uno debe tratar de vivir una vida que sea más o menos conciliatoria, en que haya una reconciliación entre uno y lo que le rodea. Ese tipo de relaciones se llevaron en Cuba hasta la pasión grotesca, de una manera injusta, arbitraria. Y no fui yo solo. Estuvo el caso de Virgilio Piñera, de Lezama Lima, de Heberto Padilla, de Antón Arrufat, de Reinaldo Arenas y de otras personas de las que no tenemos idea porque no tenían ninguna obra hecha y fueron eliminadas. Fue un proceso de barbarie. Frente a eso, ¿de qué manera tú quieres que yo mire a los que gobiernan a mi país?

C. V.: Y cuando artistas o intelectuales cubanos te invitan, insisten en que vayas a Cuba, ¿cómo lo consideras?

J. T.: Me duele. Cómo hemos perdido el tiempo... Cómo el ser humano pierde el tiempo... Escribir es lo único que me ha permitido sobrevivir al dolor.

C. V.: Te fuiste de Cuba en un momento muy difícil...

J. T.: Muy difícil... Después del Mariel. Por eso cuando leo a Abelardo Estorino declarando que en Cuba jamás hubo persecuciones, él que pasó prácticamente diez años perseguido, lo mismo que su amigo Raúl Martínez... Dentro de ese mundo gelatinoso de lo no dicho ellos se pasaron diez años francamente en silencio. Luego se fueron arreglando las cosas porque Estorino es muy buena persona, dijo lo que no dijo, dijo lo que dijo pero no lo dijo y entonces dijo diciendo que no dijo y lo dijo pero entonces no lo dijo... Como ese galimatías funciona en Cuba, entonces Estorino, que está defendiendo su teatro y quiere terminar sus días agradablemente, es capaz de decir que él no fue perseguido, que todo eso fue una locura o una invención del exilio. Y lo terrible es que detrás hay exilados que lo apoyan. Por eso el regresar lo considero psicológicamente imposible.

C. V.: ¿Hay un gran desfase entre los que se fueron de Cuba y los que se quedaron?

J. T.: Sí, yo creo que sí. Porque unos tuvieron que mentir y están, como ya te decía, en el galimatías, en el mundo gelatinoso de la mentira, que aprendieron ya y quieren continuar viviendo tranquilamente; y los demás, al tratar de asumir la «libertad» que ofrece el mundo siempre, esa «libertad» que es muy valiosa, que es muy importante, al tratar de vivir dentro de una sociedad supuestamente democrática, tuvieron una exigencia mucho mayor. Hay un trabajo maravilloso de René Depestre en la revista Encuentro sobre Nicolás Guillén. Ahí te das cuenta de la visión de un poeta que estuvo comprometido con la revolución cubana durante años y analiza ahora su relación con Nicolás Guillén y el mundo intelectual cubano.

C. V.: Exilarse tampoco es exigir la facilidad...

J. T.: Exilarse no es fácil. Es, uno, revisión de tu pasado; dos, ¿qué es lo que tú quieres, qué vas a hacer con tu vida? Tienes que responsabilizarte con todo lo vivido anteriormente y al mismo tiempo instalar nuevas perspectivas para ti y ver cómo te vas desarrollando lentamente dentro de una sociedad que no te ha pedido que tú estés ahí, en la cual eres un extraño.

C. V.: Como exilado cubano, ¿cómo te acogieron los medios intelectuales y artísticos franceses?

J. T.: La gente a quien conocía, excepto unas cuantas personas excepcionales, me dejaron de tratar a partir del momento en que llegué aquí. La negación absoluta. Entre esas personas excepcionales están Carlos Semprún y Huguette Fayet. Tampoco puedo olvidar que llegué a finales del 80; en el 81 gana el partido socialista y Jack Lang y Robert Abirached tuvieron conmigo una reacción muy hermosa. Ellos me dieron todas las facilidades para que se fundara un grupo de teatro que se llamó Théâtre Virtuel, con el cual se empezó a montar La Noche de los asesinos. Renuncié por problemas internos con los actores, debidos a la falta de comprensión entre unos y otros. Preferí renunciar porque no he venido a Francia a buscar gloria sino a estar tranquilo, encontrar una posibilidad de vida diferente a la vivida. Yo no vine a Francia porque quería fama, ni gloria, ni nada. Ésas son cosas que me son ajenas y no me interesan.

C. V.: Hoy estás escribiendo mucho. Lo que has escrito últimamente ha tenido cierta resonancia...

J. T.: Está el libro de relatos, Fragmentos y humo, que afortunadamente ha gustado y Claude Bleton, el director del departamento hispano de la editorial Actes Sud, a quien Zoe Valdés le había enviado el texto, me llamó para decirme que le interesaba y que lo iban a publicar. Eso me ha dado mucho aliento. Sigo escribiendo relatos.

C. V.: ¿Cómo escribir de Cuba desde Francia?

J. T.: Mira esta casa: es Cuba. Sí, no te rías... ¡es Cuba! Aquí se habla español. Se come comida algunas veces cubana, a veces francesa, pero lo mismo sucedía en Cuba, en Bayamo y luego en La Habana. Se oye música cubana, entre otras cosas. Los amigos que tengo son la gente a quien considero esencial, personas que tienen cada una su propia mirada pero que nos acompañamos unos a otros sin tener que pensar lo mismo siempre. Tengo amigos cubanos: te tengo a ti; tengo a Joel, un excelente escritor de teatro y a quien cuento entre mis amigos; tengo a Zoe, a Ricardo, a Tania, a Samir, a Gerardo, y a otros a quienes veo con más o menos frecuencia.

C. V.: Estás viviendo en Francia, que no es Cuba ni Miami. Estás más lejos de las pasiones que por lo general animan los debates acerca de Cuba. ¿Piensas haber logrado así una mayor distancia crítica respecto a Cuba?

J. T.: Eso le permite a uno reflexionar y pensar de una manera profunda y apasionada en las cosas mejores, y desapasionada en las cosas peores. Eso te proporciona una perspectiva magnífica, te da la posibilidad de escribir a fondo sobre las cosas que para ti son esenciales, necesarias para ti. Todo me ha ayudado. Además, mira lo que me ocurre a veces: Chantal y yo estábamos el otro día en Autun, por la región de Borgoña, y le dije a Chantal: «Ay, tengo unos deseos de estar ya en La Habana...». Por supuesto La Habana es París. Y además vienen todos los personajes; se enlaza la historia cubana con la historia francesa, lo vivido actualmente con lo vivido en el pasado. Ahora veo más nítidamente a los personajes cubanos. Veo el desfase que existe, que siempre ha existido, entre el cubano en sus relaciones amorosas, amistosas, de trabajo... Lo miro con una mayor complacencia y sin reservas. Al escribir los relatos entro en una euforia verbal. Por eso es necesario que tenga este espacio.

C. V.: ¿Cuál es tu opinión acerca del fenómeno de moda, del gran interés que se está desarrollando por Cuba? ¿Qué consecuencias puede tener sobre la cultura cubana?

J. T.: Se trata de una efervescencia transitoria como la tienen todas las sociedades ricas que se preguntan cómo pasarse unas buenas vacaciones en un lugar que resulte barato. Hoy el cubano lo ha entendido y se lo ofrece por necesidad, por las dificultades económicas. Anteriormente era imposible que sucediera. Pero es una situación falsa, ficticia. El turista, o el que viaja como él, nada más está viendo una musaraña exótica. Siempre existe un desfase entre lo que piensa un cubano de un europeo y lo que piensa un europeo de un cubano. Y no se dan cuenta los dos que ambos son iguales. Es una manera muy extraña de mirarse mutuamente.

C. V.: Tú siempre te has negado a adaptarte a las exigencias de un público. Es lo contrario de lo que a menudo pasa hoy en Cuba, donde muchos procuran proporcionarle a la gente lo que ésta espera, conformarse con la imagen que esa gente tiene de Cuba...

J. T.: Idea nefasta, idea peligrosa, idea traicionera. Dar una imagen que no es. Tú puedes oír a una persona delirar durante quince minutos, y si tú no intervienes en su discurso lo estás limitando a ese garabato que tienes delante. Detesto esta actitud. Tengo un mayor respeto por el hombre, por la sociedad, por cada criatura que me rodea.

C. V.: Mucha gente, al mismo tiempo, se está afanando por promover una cultura cubana más esencial.

J. T.: Sí, hay escritores primordiales, sea en la Cuba interior como en la Cuba exterior. Está Magaly Alaban entre las grandes poetisas nuestras, y también María Elena Cruz Varela. Estaba Gastón Baquero en España que acaba de fallecer, y Manuel Díaz Martínez. Está Eugenio Florit en Miami, y Ángel Gaztelu, Orlando Rossardi, Concepción Alzola, Ángel Cuadra, Belkis Cuza Malé, Mauricio Fernández, Carlos A. Díaz -poeta y director de las publicaciones La Torre de Papel-, Fernando Villaverde, Carlos Victoria, Julio Matas, Matías Montes Huidobro, Carlos M. Luis. Maya Islas en Nueva York, José Kozer, Iraida Iturralde, Lourdes Gil, Pedro Monge y la revista Ollantay. Está Zoe Valdés en París, Eduardo Manet. En Londres Guillermo Cabrera Infante. En Cuba están José Antonio Ponte, Reina María Rodríguez, Rolando Sánchez Mejías, Lina de Feria, Antón Arrufat, Abelardo Estorino, Omar Pérez, Mirta Yáñez y César López. Aquí está Joel Cano en el teatro. En el campo del ensayo ha habido gente extraordinaria entre las cuales te nombro a Enrico Mario Santí, a Pío Serrano, poeta y ensayista, a González Echevarría, a Mario Parajón. Está ese grupo de escritores que se agruparon en torno a Jesús Díaz, novelista, cuentista y ensayista, y la revista Encuentro. Están en el exterior y pertenecen a una Cuba esencial. Te quiero decir que se está concretando una labor de grandes creadores, algo comparable con lo que venía germinándose con la revista Orígenes y que sale por diferentes vías. Esos escritores conforman una literatura netamente identificable dentro del concierto de los países latinoamericanos. Se trata a veces de una escritura silenciosa o ignorada pero que funciona. Y a la larga se darán cuenta de lo que se hace y se ha hecho.

C. V.: ¿Has pensado alguna vez en volver a Cuba?

J. T.: Nunca me ha tentado el regreso. No quiero estar ahora confrontándome, ni moverme entre viejas rencillas, odios, vejaciones... No... Hay que liquidar eso... Las heridas existen pero yo no voy a ir a revivirlas, andar por una calle, encontrarme con una persona y no quererla saludar porque esa persona en determinado momento me hizo un acto desagradable. No tengo necesidad de eso. A los sesenta y seis años, deseo claridad para mi vida. No tengo ningún resentimiento. Lo que no quiero es enfrentarme a ese fragmento doloroso. Quiero mirarla como un hecho humano que sucedió, que pasó. Prefiero deslizarla dentro de mi obra o sencillamente tirarla al desván de lo inútil. Pero no volvamos hacia atrás... El día que se haga el análisis de la gente que se suicidó, se verá que el número es grande. Lo que pasa es que esas cosas no se saben y todo está pintado con el color de rosa de la revolución. Hubo muchos suicidios. Yo conozco tres casos, el de Javier de Varona y el de Eduardo Castañeda, en el Instituto del Libro, y el de Alberto Mora en el Ministerio del Comercio Exterior1. Tres suicidios porque eran gente que no podía explicarse el desbarajuste y la carga de irracionalidad permanente que existía en los centros de trabajo y el sentimiento apocalíptico en la vida cotidiana: ausencia de comida, de agua, de ropa, de zapatos, de las cosas fundamentales. Y eso que ellos no eran gente agredida. Eran gente problemática. Y cuántas amistades muy cercanas, no cayeron en estados de depresión que las llevaron al suicidio. Entonces regresar al país significa retomar esa parte oscura, junto con la otra, la del jubileo, la alegría que significa el país. Pero considerando el balance de una y otra parte, no puedo traicionarme a mí mismo. Claro, también existe lo nefasto dentro de la sociedad cubana, como el castrismo, que es otra de mis referencias. Pero, excluyendo eso, que por supuesto es muy importante, si analizo la parte humana, no puedo olvidarme de que a mi hermana Gladys, por querer irse del país, la metieron en un campo de trabajo forzado. Porque ¿cuál era el problema de ella? ¿Que no quería seguir viviendo en Cuba? ¿Qué cosa es ésa...?

Y han sido demasiados años y he ido incorporando otras formas de vivir. En Cuba también viví en el exilio. El regreso no es una cosa que me seduzca tanto porque siempre estamos exilados. Hay un exilio terrible... en el cual vivimos, aun cuando estemos dentro del país. En la Biblia se dice «Dame tu ley». Ese «Dame tu ley» es preguntar: «Dime qué piensas. Dime quién eres. Dime dónde estás. Dime qué buscas. Cuál es tu proyecto. Cuáles son tus razones o tu condición de ser». Ese pedir la ley es a mi parecer una amplificación de nuestra extranjería, de estar siempre viviendo como fuera y tratar de buscar esa comunicación, incorporar al otro. Hay un juego entre la petición y el recibir. La idea de extranjería siempre me ha agobiado. De pequeño salí de mi pueblo, me fui a otro pueblo de Oriente, lo asimilé, formo parte de él. Primero Oriente, después Madrid y después La Habana. Siempre fui y seré un exilado.

Marguerite Duras hablaba de «la memoria inconsolable». Y hay cosas que están en mí de este mismo modo. Tengo una «memoria inconsolable». La grandiosa Marguerite tenía toda la razón. Esto puede aplicarse también a espacios más abiertos y definitivos. Memoria inconsolable por lo que fui, por lo que soy, por lo que seré. Los cambios que he tenido a lo largo de mi vida, fragmentos, retazos, raciones, ¿es lo que queda? O si en el instante último, al desvanecerse las palabras, sólo nos acoge el silencio, un frío silencio y olvido. Lo que más me llama la atención frente a esos pensamientos fúnebres es que se levanta como una caracola irradiante, como una gardenia o una mariposa saltimbanqui, alguien me narra otra historia, la historia que viene, que se aproxima al umbral...

París, 12 de mayo de 1997.





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