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ArribaAbajoCapítulo II

El liberalismo político y el Romanticismo. La melancolía. Rousseau, Senancour, Chateaubriand, Lamartine y Gautier, contempladores de la naturaleza.


El romanticismo era el fruto podrido de un momento universal también podrido. Cuando la atmósfera en que vivimos nos parece que no corresponde a la estirpe de nuestro espíritu, se produce en nosotros una irritada decepción que, primero se condensa de un modo intelectivo y racional, esto es, en los libros y después adopta el tono polémico, irascible, demoledor, de las revoluciones. En el primer caso tenemos a los enciclopedistas y en el segundo a la Revolución francesa. El espíritu en cuanto es una fuerza activa inmoderada, va siempre más lejos que el elemento en que se desenvuelve, que es su propio fruto, pero con los límites fatales, impuestos por la realidad. Digámoslo con la sencilla precisión de este paradigma: la vida es el blanco alcanzado por la flecha, pero el espíritu es el arco tenso, vibrante, dispuesto a dispararse hacia un blanco ideal que suele estar por cima de nuestras posibilidades humanas.

Los pueblos de más rango cultural habían sufrido la terrible decepción de su sistema político. Puede decirse que Europa, víctima de un largo proceso bélico, desgarrada por hondas disputas internas o fronterizas, pretendía reconstruirse mediante la instauración de un nuevo régimen.

Para llegar a este punto el descontento había tenido una primera fase discursiva, que por su propia naturaleza presentaba un campo de acción limitado. Vino después la otra fase explosiva, en que las fuerzas ciegas, fanatizadas, del populacho intervinieron para plasmar con material humano lo que hasta entonces había sido más bien una lucubración.

Este batallar de las naciones más cultas y fuertes de Europa, una por establecer un sistema político inédito y las demás por abatirlo antes de que se enraizara y consolidase, con el grave peligro, además, de su poder expansivo, trajo un estado de angustia, de sombrío desasosiego, de enfermiza inquietud, cuyo testimonio literario fue el romanticismo. El apogeo del arte helénico era casi un proceso paralelo respecto de su madurez política. Como lo fue también el Renacimiento. Pero ahora las fuerzas que actuaban, aun cuando su objeto fuese la reconstrucción de Europa de acuerdo con otro patrón social, eran fuerzas anárquicas, disociadoras y el choque entre sí producía cierto desaliento escéptico, cierta propensión pesimista y misantrópica, que vino a ser como la alquitara del romanticismo.

En esta situación desalentadora, pues a los hombres de este momento histórico les falta la perspectiva o lejanía en que aparece ya redondeada su propia acción constructiva, la nueva estética tenía que prosperar y abrirse paso prontamente. La liquidación de un largo período político y el advenimiento de nuevos moldes donde la fusión de las antiguas sociedades había de conseguirse merced al fuego lento de una revolución, inclinó el espíritu hacia la melancolía.

Rousseau fue el primero en sufrir este mal terrible. Su pernicioso ejemplo influyó poderosamente en los verdaderos románticos que vinieron después. Senancour, Chateaubriand, Lamartine, por no citar sino a los más próximos y conocidos, padecieron la misma atenazante y honda misantropía. ¿Habla en esta grave dolencia espiritual llamada «el mal del siglo» una exageración convencional y estudiada? Puede ser que sí. Pero aun admitida la tendencia hiperbólica de aumentar esta enfermedad del espíritu, lo cierto es que las modalidades de carácter, las costumbres e incluso los elementos internos de las obras románticas, confirman que el mal era verdadero y que había echado fuertes y profundas raíces en quienes lo padecían.

Contribuyó considerablemente a todo esto el grande cataclismo social de la Revolución francesa53. Adviértase el hecho de que en Alemania, donde el movimiento romántico fue coetáneo de la Revolución, los poetas renovadores, como Goethe y Schiller, por ejemplo, mostraron una salud moral, una robustez y ponderación de espíritu que, reflejándose por entero en sus concepciones, dieron a éstas el carácter clásico, armónico y severo que las distingue de las de Víctor Hugo, Musset y Jorge Sand, hierofantes de la nueva escuela54.

Ya se me alcanza lo difícil que resulta encerrar en una fórmula simplista, las causas de un movimiento literario tan vasto y complejo como el romántico. Más de un elemento generador de esta revolución quedaría fuera. Pero es innegable que el paralelismo que Víctor Hugo trazó entre el romanticismo y el liberalismo político55, no es un exabrupto más de los muchos que cometiera el impetuoso poeta francés. ¿No podríamos aducir, como una prueba de cuanto venimos sosteniendo, el mismo caso de Víctor Hugo, si Beranger con sus poesías satíricas y demagógicas, Jorge Sand con sus utopías noveladas y sus ardientes anhelos palingenésicos, y su idealismo, y su teosofía, Lamartine con su tributo al humanitarismo sansimoniano, y en un orden inferior en cuanto al arte se refiere, Sué y Soulié con sus novelones socializantes, no denotaran el ascendiente revolucionario?

El romanticismo fue la hipertrofia del yo, el replegarse sobre sí mismo en un total desasimiento de lo objetivo y permanente56. Faltó ya el equilibrio, la ponderación, el orden, la medida, a cuyo través todas las cosas aparecen con su faz auténtica. Fuera se había roto también la armonía social y nuevos factores trataban de restablecerla, pero atendiendo a otros postulados de los que hasta ahora habían movido a los hombres en el orden moral y político. Dentro de la conciencia creadora se daba igual fenómeno. Había ocurrido allí un desgarramiento, se había hecho trizas la unidad del pensamiento clásico, y surgían por donde quiera nuevas celulillas cuya arbitraria urdimbre se reflejaba en un nuevo orden estético. Así fueron entrando en el alma del poeta las imágenes, un tanto falseadas, de las cosas y se tuvo una concepción tan subjetiva del universo, que la verdad se tornó vaga, huidiza, cambiante. El poeta opta por la soledad, que es el regusto de la vida interior. Pero no a la manera de Lope, cuyas alusiones a la soledad carecen de contenido real, sino a la manera de Rousseau o de Senancour, taciturnos, huraños, misántropos, que huyen del trato social para concentrarse más en sí mismos y paladear con mórbida avidez el brebaje de su hipocondría. ¿No recordamos a Larra, solo y malcarado, allá en un rincón del Parnasillo, mientras en el extremo opuesto sus compañeros de cafetín disputan y vociferan sobre cualquier apasionante tema político o literario? Y no bastó su agrio gesto, sino que hubo de atentar contra su vida, como el poeta alemán Heinrich von Kleist atentó contra la suya a los 34 años, después de habérsela quitado también, de un pistoletazo, a Henriette Vogel. Este sentimiento enfermizo de la vida cambia casi por completo la fisonomía de las cosas. Cuando la razón de inmutabilidad es tan grande que no cabe modificarlas en su estructura o en sus rasgos característicos, toma de cada una solamente la parte que concuerda con dicho sentimiento. Si no es hacedero arrancarle al sol la fuerza, la alegría, el optimismo cósmico que se trasvasa de su potente luminosidad, en cambio al crepúsculo sí. Por eso los románticos prefieren los tintes desvaídos y melancólicos, de la puesta de sol a la exaltación cenital del astro, e incluso a la lívida luz del orto, que es promesa de ardiente llamarada. Y exprimirán, con una morosidad casi patológica, el tema de la noche, ya porque se la puede pintar con negros y sombríos tonos, ya porque la tibia claridad de la luna rodea el paisaje de un halo poético y maravilloso57.

Rousseau abrió el camino a los contempladores de la naturaleza. La hurañía enfermiza y roedora apartó al poeta de la vida de relación, y la soledad en que se encontraba, ya fuese convencional o verdadera le enfrentó con el paisaje. Vino a ser éste como una esponja gigante que absorbiera todas las actividades del espíritu. Las agrestes montañas, la línea sinuosa del horizonte sensible, los valles angostos y húmedos, la bizarría alpina con sus nieves perpetuas y sus ventisqueros y sus dulces cañadas, y sus bosques umbríos, despertó en estas almas enfermas de melancolía y de tedio, un hondo sentimiento panteísta58. Quizá lo más bello del Obermann sea el fervor casi religioso con que el protagonista se compenetra con el paisaje, sus descripciones de la naturaleza alpestre. Hay en estas páginas descriptivas una morosidad voluptuosa y entrañable, una como identificación ideal entre el contemplador y las cosas que le rodean. Se establece entre ambos factores la corriente recíproca que nace de una comunión perfecta, absoluta. No es el paisajismo palabrero y relumbrón de Chateaubriand en su Genio del Cristianismo -obra que, dicho sea de paso, se nos cae hoy de las manos- y en su Atala. En las descripciones de Senancour hay más sinceridad de sentimientos. La naturaleza está más llena de poesía y de misterio. Se oye mejor «el estremecimiento de los abedules» y el ruido suave, deleitoso, de «las hojas de los álamos» al caer al suelo, y «el acento solitario, único y repetido» del ruiseñor. Se suceden los lagos, y los torrentes, y las cimas nevadas o ceñidas de vagarosos cendales de niebla. Refléjase la luna sobre «el esquisto de las rocas», aparecen «prados cerrados por vallas, a lo largo de las cuales crecen altos cornejos y grandes perales silvestres»59.

Desde Chateaubriand a Gautier el elemento descriptivo se dilata en una multitud de modalidades y matices. El naturalismo tuvo su antecedente más vigoroso en la literatura romántica. Aquí vinieron los grandes novelistas franceses de la segunda mitad del siglo XIX a nutrirse de elementos pictóricos. Hay en Los trabajadores del mar y en la poesía arqueológica de Nuestra Señora de París una riqueza de pormenores, una fuerza plástica, un poder de evocación que nadie superó después.

Lamartine

Lamartine

[Págs. 64-65]

Lamartine aporta al paisajismo literario todo el contenido ideal de su espíritu. Había pasado una buena parte de su vida en el campo, en estrecha comunicación con la naturaleza. Conocía sus secretos más hondos, el murmullo de sus bosques, el agreste perfume de sus valles y riberos y la lujuriosa muchedumbre de sus colores y matices. No era un contemplador objetivo del paisaje, como tantos otros poetas que no compenetrados con la naturaleza sólo aciertan a ver sus formas, sin descubrir la íntima poesía que encierra. Lamartine era ante todo un poeta lírico y calaba en el alma recóndita de las cosas. Su paisajismo es la naturaleza vista a través de su alma. No se trata, pues, de un observador desinteresado y sereno, que va describiendo y enumerando todo cuanto le rodea, con sus caracteres y rasgos auténticos. Al autor de las Harmonías y de las Meditaciones no se le podía exigir tal impersonalidad, tal solución de continuidad entre la naturaleza y él. Sus descripciones están llenas de lirismo, porque entre el objeto y el sujeto existe una mutua y profunda correspondencia. «Hay sitios, climas, estaciones, horas, circunstancias exteriores, tan en armonía con ciertas impresiones del corazón, que la Naturaleza parece que forma parte del alma, y el alma de la Naturaleza...» 60. De aquí, precisamente, esa dulce vaguedad que toman los valles, y las cumbres, y los bosques de pinos, y los lagos, con sus cascadas ensordecedoras y espumantes, y la tonalidad del cielo en los crepúsculos. Aportó al paisaje la resonancia espiritual de las cosas, el efecto lírico, desmesurado, inabarcable, que, ya se las mire aisladamente o de conjunto, producen en nosotros cuando nuestra alma está bien dispuesta a recibirlos. Rafael, Graciela, Jocelyn61 ofrecen ricos testimonios de este sentimiento lírico de la naturaleza. Las cosas emergen como de un fondo crepuscular, y se van llenando de luz entre girones de bruma. Sus contornos se debilitan en una sucesión de formas imprecisas. Hay en todo esto como una estilización del paisaje, el cual adopta un tono de melancolía, de misterio, de vaguedad. Los elementos de la naturaleza se desvanecen o se agigantan, hieren con cierto vigor las cuerdas de nuestra sensibilidad o las pulsan con una dulzura infinita. Los tonos fuertemente luminosos, se tornan sombríos, sin matices intermedios que preparen el ánimo a recibirlos. Las aguas de un lago tienen en determinado sitio, «ese color bronceado, esa semejanza al metal fundido, esa pesada inmovilidad que les da siempre la sombra de las altas peñas tajadas»62. Las montañas de las costas de Nápoles, las aguas y el cielo parecían «nadar en un fluido más límpido y azul que durante los meses de los grandes calores, como si el mar, el firmamento y las montañas hubiesen sentido ya ese primer calofrío del invierno que cristaliza el aire y le hace brillar como la nieve de los ventisqueros»63. Los terrados cubiertos de higueras -higueras de anchas hojas doradas-, los altos bosques de encinas y de brezos, la estremecida superficie de los lagos y las polvaredas de nieve que el viento levanta en torbellinos, completarán este amplío y admirable cuadro de la naturaleza.

Con Gautier, el paisaje recobra toda su objetividad. Desaparece el sentimiento lírico, en donde está encerrado lo más sutil y bello de nuestra emoción. Las cosas vuelven a ser como son ellas de por sí, sin la injerencia de nuestro idealismo. Lo incierto, lo vago, lo etéreo, que transforma en cierto modo a la naturaleza, que espiritualiza cuanto toca, infundiéndole un sentido extrarreal y maravilloso64 , se trueca ahora en una visión exacta del paisaje, con sus tonos verdaderos, y sus luces, proporciones, rasgos, modalidades, reproducidos con matemática puntualidad. La naturaleza se mira aquí como en un espejo. Parece algo así como si el artista literario hubiera ido midiendo los árboles, las peñas, la anchura de los ríos, la proceridad de las montañas, y calculando la densidad o transparencia del aire, la fuerza del viento y la vibración de los sonidos campesinos. Como si se hubiera detenido a comprobar los colores y matices de las flores silvestres, del crepúsculo, del mediodía, ya en la atmósfera que nos circunda, ya en el cielo o en el mar. ¿Qué era todo esto sino los primeros barruntos del naturalismo, un allegamiento al modus operandi que va, después, desde Balzac hasta Zola? Abundantes ejemplos de cuanto decimos encontrará el lector en Viaje por España, El capitán Fracasa y La novela de la momia, páginas minuciosas, y veraces, de un realismo que, aun siendo incipiente respecto de su posterior florecimiento, es en sí de una densidad considerable.

Pasemos ahora de esta parte externa del romanticismo al estudio de sus elementos fundamentales.