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ArribaAbajoCapítulo III

Zorrilla278


Un siglo tan turbulento y agitado como el XIX había de contravenir, por fuerza y en más de una ocasión, el principio estético del arte por el arte. El poeta es un ser vanidoso y soberbio que se cree a veces llamado a realizar misión distinta de la que le compete. No es extraño que en días difíciles abandone la poesía, su oficio propio, y se haga didáctica, política o filosófica. Los poetas intentan la reforma y mejoramiento de la sociedad, e inspirados por alguna musa providencial o semidivina, irrumpen en la arena ardiente de la política, proponiendo soluciones, excitando al pueblo, de suyo irritable e impetuoso, y presentándonos, bajo la magia del estro poético, una vida más honrada, próspera y gozosa.

No seré yo quien vaya, rebenque en mano, contra esta inclinación irresistible de buscar el bienestar y perfeccionamiento humanos, de dar fórmulas a la política militante o de vestir de lenguaje rítmico los más intrincados problemas filosóficos. Lo cierto es que ninguna de estas propensiones, tan en boga a la sazón, aquejaron al ilustre cantor de Granada, y si padeció alguna vez el prurito de la filosofía, fue más bien expansión natural de su genio literario, arrebato de su potente fantasía, que propósito magistral y docente.

Fue Zorrilla un poeta desinteresado, antidoctrinal, juglaresco, que componía versos a impulsos de su corazón o de su fantasía. A nadie mejor que a él le vendría bien el nombre de trovador. Tal es la espontaneidad de su numen y la delicadeza de sus afectos, y sobre todo, su predileción por los asuntos medioevales, en los que se emplea, con verdadero éxito, su imaginación reconstructiva y creadora a la vez, y sus sentimientos españolistas. En este aspecto de su múltiple fisonomía, no tuvo par. Le aventajará Espronceda en apasionado lirismo, y el duque de Rivas y García Gutiérrez lograrán triunfo más resonante e indiscutible en la escena, pero nadie le sobrepuja en su poder de evocación, en fantasía soñadora y, particularmente, en esa facultad, más intuitiva que científica, de ver las cosas pretéritas en su propio ambiente o escenario. La impresión exacta y veraz que Walter Scott nos daba de un determinado momento histórico y de su marco local, procedía del estudio paciente y prolijo. Zorrilla, sin alcanzar la precisión arqueológica del ilustre escocés, que peca en muchas ocasiones de farragosa, reconstituye el pasado de manera incomparable, envolviéndolo en un halo poético y evocador.

Para sentir las cosas hay que llevarlas dentro. Sólo así se puede descubrir el misterio de cada una, penetrarlas hasta su raíz y destilar gota a gota, como quien las pasa por alambique, su recóndita idealidad. Zorrilla pintaba magistralmente las ciudades vetustas, y los castillos abandonados, y las ruinas disimuladas entre espesos y hostiles zarzales, y el elegante ajimez, como nimbado de luna, porque todo este mundo inerte, a trasmano del tráfago de nuestros días, lo llevaba muy metido en los entresijos de su alma.

Asistido de estas condiciones, forja, allá en el fondo de su conciencia estética, una multitud de héroes legendarios o históricos, dándoles su ser auténtico, imprimiendo en cada uno las actividades necesarias a su destino inmortal. Fue, pues, Zorrilla el animador de este mundo olvidado de figuras descomunales y fastuosos acaecimientos. Nadie ha sentido como él la tristeza de lo viejo, ni ha descrito con tal variedad de tonos, la soledad y el misterio de las ruinas, los almenados muros, el chirriar de rotas y desvencijadas puertas, las aguas verdosas de los fosos o de los estanques, el coraje del viento al penetrar por saeteras y matacanes, y las apariciones pánicas de trasgos, endriagos y vestigios...

¡Con qué honda voluptuosidad se zambulle su espíritu en todo esto! Roqueños alcázares se yerguen bajo las sombras de la noche o entre las luces melancólicas del crepúsculo. Suenan las trompas de caza y los aullidos de ahilados lebreles, o los clarines anunciando justas y torneos. Se llena la plaza de villanos, de pajes, de escuderos. Brillan los recios coseletes y afiligranados arzones al herirlos fuertemente la luz. El aire se puebla de gritos, de voces jubilosas, cuando los enjaezados palafrenes, con carga de gentiles damas o apuestos y aguerridos jinetes, desfilan braceantes, nerviosos, engallados por las angostas calles de Toledo ante una plebe embobada. En la paleta de Zorrilla no falta un color. Su imaginación poderosa va reconstruyendo la visión histórica o legendaria. Brocateles, tapices, arquetas, adustos sillones frailunos, almetes y yelmos, perlas de riquísimo oriente, reposteros y damascos, airosos penachos, tizonas de labrada empuñadura toledana, mosquetes, azagayas, tahalíes, petrales, rendajes y cabezadas fabricados por los más famosos talabarteros de Córdoba, gualdrapas de púrpura, jubas y albornoces esmaltan de reflejos, de austeridad, de colorido las leyendas de nuestro poeta. Fluye el lenguaje rítmico con la abundancia de una vena lírica y narrativa que nunca se agota. Aunque Zorrilla fue, como es sabido, hombre de pocos estudios279, pues si de mozo se le atravesaron el Heineccio y las Pandectas, en su madurez no se sintió nunca inclinado a ninguna clase de disciplinas, manejaba nuestra lengua con el desenfado e incluso la pericia de un buen hablista. Supo sacarle todo el jugo que a fuerza de exprimirla daba, y combinar las palabras con intuitivo acierto hasta lograr la mayor musicalidad. Como los grandes imaginativos -Víctor Hugo, por ejemplo- conocía los senos más difíciles de la retórica para emplear los artificios literarios de modo que las cosas descritas se hermosearan por alto estilo mágico y soñador.

Así como hay filósofos y pensadores, hay dos géneros de poetas épicos. El filósofo -Platón, Santo Tomás, Kant- ordena todas sus doctrinas hasta constituir un todo armónico, un cuerpo científico que llamamos sistema. En él está comprendida la interpretación trascendental de los tres grandes objetos de la Metafísica: Dios, el hombre y el universo. Los pensadores -Pascal, Balmes, Keyserling- no llegan a crear un verdadero cuerpo de doctrina en donde hallemos cumplida satisfacción a los problemas que tiene nuestra conciencia planteados, pero aportan una serie de profundas meditaciones sobre las cosas. El poeta épico en toda la extensión de la palabra, canta una civilización, un ideal clásico o al menos un gran acontecimiento histórico o religioso que eche hondas raíces en la humanidad. Ahí están Valmiki, Homero y Dante. El autor del Ramayana da forma rítmica a una civilización: la oriental. Homero al ideal clásico, y el vate florentino al espíritu religioso de la Edad Media. Pero aquí diríamos que termina el verdadero ciclo de los poetas épicos. Y hasta es posible que algún severo preceptista excluya de éste al autor de La divina comedia por cuanto en los días en que se compone este admirable poema, la religión, la filosofía, la política, las artes, la historia, las ciencias físico naturales y todo lo que es objeto de las actividades del espíritu tiene sus propios intérpretes y divulgadores, y para nada es necesaria ya la presencia del poeta épico, como compilador y vocero de tan complejo arsenal humano. El poeta narrativo es un poeta épico menor. Su campo de acción es más reducido. Limitase a cantar hechos particulares, bien sean de comprobada autenticidad histórica, ora caigan dentro de lo tradicional y legendario. Pero todo este acervo poético reunido, si está avalorado por la inspiración y la belleza, tanto en lo que atañe al héroe, como al ropaje de las situaciones, afectos e ideas, puede destacar la personalidad del poeta en proporciones, si no descomunales como las del épico, sí lo suficientemente considerables para atraer y subyugar la atención de los demás.

No es otro el caso de Zorrilla. El gran vallisoletano puso su inspiración al servicio de la raza. Se sentía predestinado: poeta misional en perenne exaltación glorificadora de nuestros héroes. Con todo lujo de retóricas se ha definido a sí mismo. Pocos vates habrá, por no decir ninguno, que hayan puntualizado tan reiteradamente el alto destino estético a que se veían impelidos. Nuestra Historia, henchida de fastos brillantes, le ofreció copioso manantial en que ahitarse. Los libros de devoción, como el David perseguido, la tradición oral, tan prolífica en elementos de honda poesía popular, las Cantigas de Alfonso el Sabio, los Reyes nuevos de Toledo y las Soledades de la vida y desengaños del mundo, de don Cristóbal Lozano, Las mil y una noches, el Cronicón del moro Razis, y tantas otras fuentes históricas o artísticas, proporcionaron a Zorrilla material adecuado para sus primorosas leyendas. Margarita la tornera tiene su antecedente literario en las Cantigas de Sancta María ya citadas y en el falso Quijote, La princesa doña Luz, en los Reyes nuevos de Toledo, El capitán Montoya en las Soledades de la vida y en el romance del estudiante Lisardo. A buen juez mejor testigo en los Milagros de Berceo. Nuestro poeta desenterraba las tradiciones y las espolvoreaba de la luz meridional de su numen. Ramillete de bellas evocaciones del pasado con sus reyes, próceres, freiles, hidalgos, damas, dueñas, huríes, pajes y villanos, y sus torres desmochadas, en cuyas profundas grietas hay secas higueras retorcidas, y sus bosques rumorosos, umbríos, pánicos, poblados de seres fantasmales, y sus tajos y roquedos. Un mundo redivivo, que surge otra vez a la luz esplendorosa del día o bajo los astros misteriosos. Con la sonoridad de los cuernos de caza, de los timbales y de los clarines bélicos. Habitado también por brujas e íncubos. Tributario de una religión en cuyos floridos campos caben Santa Teresa y Juan Ruiz; el amor divino y la pasión arriscada del Arcipreste. Vena caudalosa en que abrevó a morros la fantasía del autor de la Leyenda del Cid. ¡Qué íntima comunión se establece entre su alma y este ancho mundo histórico o legendario! ¡Con qué cálido fervor se enfrenta con todo lo viejo y desusado, en sus búsquedas a través de los libros devotos, de las narraciones polvorientas, de las crónicas trasolvidadas! Acude a la Historia de España del padre Mariana y a la de Dunham, traducida y continuada por don Antonio Alcalá Galiano; a la Crónica Sarracina de Pedro de Corral, al Desiderio y Electo de fray Jaime Barón. Le atrae irresistiblemente esta vida feudal, el lujoso atuendo que la circuye como un marco maravilloso. Las regias comitivas con su marcial estruendo, el deslumbrante atavío morisco, los añafiles hendiendo el espacio con sus sones, el agreste y bronco paisaje de la Alpujarra y de la serranía de Córdoba, la arquitectura árabe, pródiga en calados, cinceladas maderas y mórbidas curvaturas. Los alhajados arneses, el duro y luciente espaldar, los jubones, las calzas, el ferreruelo, el capotillo, la escarcela, la garzota y el airón; las mancerinas de oro obrizo, las vajillas y preseas, los candelabros de plata, mecheros y lámparas; el brial de crujiente seda, los almaizales y turbantes, las gumías de rica ataujía o embutido de metales finos; las alcándaras con sus aves de cetrería: azores, neblíes y gerifaltes...

José Zorrilla

José Zorrilla

[Págs. 280-281]

Aguas aprisionadas en tazas de jaspe o libres en saltaderos y azarbes, entonarán a todas horas su canción cristalina. Los pájaros de la Alhambra y del Generalife llenarán de acordes el aire perfumado. Prepararán bohordos en Bibarrambla los granadinos. Un embarullado sonar de atabales y chirimías anuncia el paso de la cabalgata. Alfanjes y broqueles despiden cegadores reflejos. El populacho invade las calles, y el señorío se agolpa impaciente y ávido a los miradores. ¡Qué brillante cortejo! ¡Cómo repiquetean los cascos de la moruna caballería -tordillos y alazanes pisadores- en el duro y polvoriento suelo! Los panderos y sonajas, y la recia algarabía de la heterogénea muchedumbre contribuyen también a este desacordado estrépito. Un vientecillo dulzón, cargado de azahar, mueve los blancos alquiceles. Y en los regios aposentos -recamos, esmaltes, bandejas de afiligranados dibujos, voluptuosos y adamascados divanes- todo está ya preparado para recibir al señor. Mirra y esencias de flores arden en áureos pebetes. Las ricas alcatifas apagan el ruido de los pasos. Apenas entra la luz por las tupidas celosías de la estancia. En el patio, las fuentes azafranadas dicen bellas estrofas de cristal.

Encerrad todo este cúmulo de elementos pictóricos y musicales, de aromas, de visualidad, de belicismo, en una centelleante dicción poética y tendréis Granada280, las Orientales, primorosas muchas de ellas, como la que empieza así: «corriendo van por la vega...» La sorpresa de Zahara, El paso de armas de Beltrán de la Cueva, Los borceguíes de Enrique II y tantos otros lindos romances. Si el duque de Rivas nos deslumbra por la precisión arqueológica, la elegante sobriedad rítmica y el primor de algunos retratos y escenarios de la acción apretada y severa, Zorrilla nos cautiva por su numen proceloso. ¡Qué bellas descripciones de paisajes! ¡Cómo se palpan las cosas bajo la carnosidad de su inspiración! Con una incontenida sensualidad del espíritu, se regodea en la pintura del campo, de los templos, de los castillos y torres con hurañas saetías y ajimeces de lindos parteluces en que se quiebra la claridad estelar... La margen del arroyo, Soledad del campo, Recuerdos de Toledo, La torre de Fuensaldaña. ¡Qué retrato más admirable nos hará del capitán Montoya en la leyenda de este mismo nombre! Su pincel es harto inclinado a holgarse en la pintura de las cosas y se detendrá goloso y prolijo en la de don César.

Insistamos. El duque de Rivas es un romancerista clásico. Aristócrata de nacimiento, adviene a la literatura con un sentido también aristocrático del arte. Nada falta en sus romances, pero nada sobra tampoco. Si tiene fantasía la sabe embridar. Su verbo creador tiende más a la severidad que al desorden. Es un excelente, atildado narrador que se ciñe con sobria elegancia al hecho histórico o tradicional. Su colorido es fuerte, no por la multitud de matices en que podemos descomponer la luz, sino por la intensidad del color elegido. Bellísima es la descripción de los toros, de las máscaras y cañas del sarao, de los tres primeros tiempos o romances de El conde de Villamediana. No se queda atrás, por lo exacto y castizo de la prosopografía, la primera parte de Amor, honor y valor. La dicción poética se le engalana a la menor fricción de su fantasía. Su plasticidad es, a no dudarlo, un poco barroca. Cuando se desborda su numen -como los ríos cuando se salen de su álveo- hay que dejarlo que vuelva, por imperativo de su natural cansancio, al orden y a la medida, que siempre vienen algo anchos a las cosas, pero que pese a todos los escrúpulos de una crítica asaz severa, nos atraen incluso en su antojadiza desproporcionalidad.

En resumen: el duque de Rivas es un Van Dyck, un Ticiano de nuestra poesía, por la señoril elegancia de sus trazos y colores. Zorrilla es un Rubens por lo carnoso y sensual de su estilo poético.

Granada salió a la luz en París, en el año ya mentado, precedido de La leyenda de Alhamar. Deseosos de conocer el poema algunos amigos de Zorrilla que, con éste, se hallaban en la capital de Francia, fueron convocados por el poeta en casa de don Bartolomé Muriel. Asistieron a la lectura, entre otros, don Fernando de la Vera y don Cayo Quiñones de León, descendientes de los gloriosos personajes a los cuales Zorrilla consagró en sus versos múltiples recuerdos. La estrecha amistad que existía entre el dueño de la casa y el autor del poema, y la circunstancia de que los aposentos del señor Muriel aparecieran adornados de hermosos cuadros y artísticas curiosidades, fueron causa de la Fantasía -fechada en Bruselas el 21 de Febrero de 1852- que precede a la obra.

La leyenda de Muhamad Al-Hamar, el Nazarita, primer rey de esta dinastía, se divide en cinco libros: de los Sueños, de las Perlas, de los Alcázares, de los Espíritus y de las Nieves. El segundo refiere en hermosos e inspirados versos la aparición de Azael.

El autor derrocha fantasía, bella dicción, imágenes y tropos del más subido valor poético. En la leyenda alternan las más diversas estrofas: octavas reales de excelente forja la mayor parte, octavillas con su combinación métrica usual, tomada como es sabido de la octava italiana, o ya rimando a capricho, entre otras variaciones, el primer verso con el tercero y el segundo con el sexto o el séptimo; cuartetas formando una octavilla; romances; bermudinas; serventesios de alejandrinos que constituyen una octava con acento agudo los pares y dos solas consonancias; octavillas con el primero y quinto esdrújulos y agudos el cuarto y octavo, tan empleadas, entre otros románticos, por García de Quevedo; octavas con versos de catorce sílabas y de rima perfecta e imperfecta en cada una; versos desde el alejandrino hasta el de una sílaba, si bien bisílabo por razón del acento, como en La lanera, o a la inversa, del monosílabo al tetradecasílabo.

El asunto del poema Granada es la conquista de esta bella ciudad andaluza, último baluarte de los árabes en España, por Fernando e Isabel. Consta de nueve libros. Sus principales personajes femeninos son: Zoraya (doña Isabel de Solís), y Moraima, y entre los varones Abu-Abdil, don Juan de Vera y don Rodrigo Ponce de León, amén de otros personajes como Aixa, Aly-Macar y Muley que ofrecen alguna particularidad notable.

La máquina o maravilloso del poema nada tiene que ver con la Mitología; procede de la religión que profesaba el poeta. Documentóse éste para componerlo, en las obras de Ginés Pérez de Hita, el autor de las Guerras civiles de Granada, y de Irving. Deseoso Zorrilla de que su poema no fuese considerado como fruto de la improvisación, achaque tan generalizado entre nuestros románticos, ilustróle de numerosas notas sobre las tradiciones, costumbres, lenguaje y usos de los árabes. «Quiso demostrar -dice un comentarista suyo- que a la factura de los versos había hecho preceder un estudio de la lengua árabe, de la historia del reino de Granada, de las vicisitudes de la conquista y de cuantos personajes iban a figurar en los diversos libros del Poema»281.

Al final del volumen se insertaba también una prolija vida de Mahoma, traducción en su mayor parte, de libros franceses.

Cuando Zorrilla fue coronado en la ciudad del Darro y del Genil, en 1889, manifestó que concluiría el poema, añadiendo un tercer tomo a los ya publicados, si se le permitía vivir un año en la Alhambra282.

El lenguaje rítmico es muy brillante; el poema está lleno de color. La fuerza evocadora de Zorrilla, su mágico pincel descriptivo, la sonoridad y elegancia de los versos, de impecable hechura en su mayoría, son bien notorios en esta su obra maestra. Se ha dicho ya, y es cierto, que todo cuanto se relaciona con los moros está mejor visto y pintado que lo que respecta a la otra parte contendiente.

Aunque inficionado nuestro poeta, como todos, del romanticismo foráneo, al que debe acaso sus tanteos y experiencias moceriles, pronto se desentiende de él, pues no aparece por ningún lado la vaguedad idealista y sombría del Norte y, muy de pasada, el escepticismo.

Por muy arraigadas que estén en nosotros las virtudes consustanciales del alma española, no es posible que nos desprendamos de ciertos resabios pegadizos, del ambiente en que vivimos. Zorrilla sintió a lo español. Llevaba en el tuétano las cosas de España, y tuvo siempre por manantío de su inspiración nuestras tradiciones y hechos heroicos más notables. Pero ¿cómo no había de pagar tributo también en el pensar a las imposiciones de la moda? No constituyen estos hábitos su verdadera naturaleza y habrá que considerarlos como manifestación de la imperante filosofía racionalista.

Lo contradictorio y tornadizo que era Zorrilla en este aspecto de su obra, es cosa que no cabe negar. Su espíritu soñador, andariego de todos los mundos, ya se arrojaba en brazos de un pesimismo sombrío, como el que alienta en la fantasía A una calavera, ya flotaba dulce y aéreo en sus lindas composiciones El amor y el agua, digna de Lope por su ternura y sencillo ropaje, y La noche de invierno, dedicada a don Jenaro Villaamil.

Si el escepticismo también clavó sus dientes carniceros en nuestro poeta, cúlpese de ello a la influencia del ambiente, a ese prurito de aparentar fortaleza de espíritu para enfrentarse con las cuestiones más graves e incluso para hacerles una sarcástica mueca de impiedad. Su escepticismo no proviene de la razón. Los desengaños y las vicisitudes de larga y azarosa existencia, prolijamente enumerados en los Recuerdos del tiempo viejo y Cuentos de un loco, abatieron más de una vez el ánimo de Zorrilla y es probable que esta circunstancia haya malquistado, si bien pasajeramente, su espíritu con la fe cristiana. No se busque, pues, la raíz de esta torpeza en la conciencia de Zorrilla, en su concepción filosófica de las cosas. El autor de Indecisión, La orgía, Ira de Dios, Vigilia, no es un descreído que se burle de todo, o que guste de los placeres y vicios, ni siquiera con un sentido epicúreo y anacreóntico, sino amargo y huraño; que exprime el mal para bebérselo gota a gota, cual si fuera néctar de los dioses.

No nos atemoricen por lo tanto estas terribles fulminaciones de su pensamiento. Ni la eternidad vacía que proclamaba Zorrilla en El ángel exterminador, como fin del mundo, ni la muerte que tarda en llegarle, ni los recuerdos que se agitan en su mente como «fantasmas de maldición», ni los reproches a Dios porque robó al poeta «cuanto los hombres adoran», porque llamó hermano a nuestro semejante y él no encuentra ese nombre «en sus recuerdos de hiel», son cosas que haya que tomar demasiado al pie de la letra. Frente a estas irreverencias y desahogos, que parecen más disculpables bajo la forma rítmica porque son como chispazos de la vesania que, según Demócrito, debe aquejar al verdadero vates, pueden aducirse innumerables testimonios de su religiosidad.


Yo creo en Dios, sí, en verdad:
humillé ante él mi cabeza...

.

- (A. P. Ant.º de Alarcón. Museo Universal, 19 Agosto 1866)                



Mas mi fe en Dios es completa,
cristiano soy.... (Ibidem).
Réstame empero Dios y mi fe entera
..............................
réstame aún mi corazón cristiano.

.

(Cuentos de un loco. Clásicos castellanos, t.º 63, Madrid, 1925)                



No hay más poder que el del Señor. En vano
el orgullo del hombre se le opone.
Dios tiene al orbe en su potente mano,
y Él solo fin a los principios pone.
Dios está encima del poder humano:
sólo Él juzga, posterga y antepone;
Dios es el rey que está sobre los reyes:
Dios escribe su ley sobre sus leyes.


(Ibidem)                


Se podrá argüir tal vez, que las poesías de Zorrilla son una urdimbre de unos y otros pensamientos. Que tan pronto pregona su escepticismo como rinde al Ser Supremo fervorosa e incondicional sumisión. Que lo ve todo negro, en un anárquico desorden, sin esperanza alguna de otra vida mejor, como si tras el azul infinito desde donde los astros irradian sus destellos no hubiera más que el vacío desolador, o canta la armonía universal y ve a través de ella la mente ordenadora. Ya desdeña cuanto existe en torno suyo, y prorrumpe en lamentaciones o en sarcasmos, ora viéndose perdido en la selva oscura de su pensamiento ateo, torna los ojos a la Verdad suprema y le suplica así:



Espíritu soberano,
tiéndeme siempre tu mano,
y mi afán, mi pensamiento
endereza al firmamento,
¡oh, espíritu tutelar!
y en la noche silenciosa
si brota mi fe dudosa
alguna plegaria impía,
con tu aliento de ambrosía
purifícala al pasar.

Ángel cuya sombra adoro,
cuyo santo nombre ignoro,
cuyo semblante no veo,
y en cuya presencia creo,
y cuya existencia sé,
muéstrame el camino cierto
de este mundo en el desierto
y ¡guay! que sin fin no vague
y con los vientos se apague
la lámpara de mi fe.

.

- (La fe. Obras completas, tomo I. Madrid, 1905)                


Verdad es que su espíritu está hecho de luz y de sombras, que tan pronto habita esta morada el bien como el mal, la certidumbre como la duda, la alegría pagana, como la tristeza, el malhumor y el pesimismo. ¡Ah!, pero toda esta zarabanda de encontrados pensamientos y afectos es obra de su inseguro juicio:


Loco estoy, me lo dicen los doctores:
yo mismo reconozco mi demencia,
y es inútil buscar pruebas mejores
que las que suministra mi conciencia.
Ya revelado en bárbaros furores,
ya de calma y salud con apariencia,
mi mal existe siempre, y mucho o poco,
el hecho en realidad es que estoy loco.

.

- (Cuentos de un loco)                


La educación religiosa de nuestros románticos era poco sólida y en cambio mucha la influencia de la filosofía racionalista. Nada de particular tiene que allí donde la fe es débil y la mente asustadiza, las contrariedades e infortunios nos aparten del camino verdadero, induciéndonos al error y la impiedad. Espronceda y Miguel de los Santos Álvarez confirman nuestra tesis. El mal estaba tan generalizado en todo el siglo XIX que podríamos allegar abundantes ejemplos. Pero esta crisis de desconfianza, escepticismo y hurañía tenían en el ilustre autor de La azucena silvestre un valor transitorio y convencional. Su voluntad apetecía el bien y su carácter bondadoso granjeábanle la simpatía y estimación de todo el mundo. En Méjico fue querido y admirado del emperador Maximiliano, y en París franqueó el corazón de Dumas y Gautier. Ganado de la andante inquietud española recorrió Sub América cantando nuestras glorias verdaderas o soñadas, como Herodoto las del pueblo griego. Y a su retorno España entera le festejó con ardoroso entusiasmo. Las ciudades más cultas y populosas se lo disputaban para rendirle pleitesía. En El Liceo de Granada coronáronle con el laurel simbólico del Tempe283. Bien se lo había merecido quien, según él mismo nos dice en su composición La ignorancia, había cantado a la patria sesenta años. En este largo discurso de su vida saboreó las mieles del triunfo. Pero también probó la cicuta de la ingratitud, del desdén y del olvido. No se enturbió por esto el claro manantial de su alma. A los dardos venenosos de la ironía replicaba sin indignación, ni malhumor siquiera:


Yo nunca he sabido odiar;
quienes me ultrajaron sé,
pero sus nombres eché
con sus ultrajes al mar.

.

(A. P. Ant.º de Alarcón)                


Reconocía con una liberalidad que mejor estaría en esos poetastros ramplones y ripiosos que andan por ahí prodigando ñoñeces y naderías, sus defectos y fracasos, y todo lo más que se consentía alguna vez que otra era exclamar así:


El genio egregio, mientras vive, lidia
con los ruines mosquitos de la envidia.


que si dicho con motivo de la muerte de Narciso Serra, en una improvisación el día de ocurrir el óbito, podía pensarlo también de sí mismo en aquellos años.

Pésimo administrador de su exhausta hacienda malvendió a la casa Baudry284 la propiedad de sus obras, cuyo rescate y en especial las dramáticas, ha producido y produce pingües rendimientos a los herederos.

Aquella fantasía, como corcel sin freno, ningún valor daba al dinero. Tenía a mano cuanto precisaba. La naturaleza, las ciudades antiguas, las cosas vetustas le proporcionaban los elementos necesarios, después la imaginativa, como un arquitecto a quien le estuviese permitido atropellar todas las leyes de la edificación, construía mundos fantásticos, difíciles de imaginar o presentir, y los poblaba de seres sobrenaturales y extraños, que recrean la vista o que nos atemorizan y repugnan.

Salvada la debida distancia entre Lope y Zorrilla, tanto en la calidad del genio como en lo que tiene de fecundo y vario, no sería ningún desatino establecer cierto paralelismo respecto de ambos poetas. Lope fue un precursor romántico y Zorrilla recogió en plena madurez esta corriente brava y arrolladora del romanticismo. Se aprovecharon de igual cantera, que si ya había sido explotada por Juan de la Cueva, Artieda y Guillén de Castro, tenía incólume sus filones más ricos. Y tanto la lira como la trompa épica vibraron delicada y virilmente al conjuro del mismo sentimiento españolista.

No hay menos habitud en lo embarullado del genio: condición característica de la mayoría de nuestros escritores, que son más prolíficos que hondos y que faltos de educación científica y filosófica, tienen más de inspirados que de reflexivos. La literatura española sorprende por lo original; por la multitud de elementos estéticos que la integran y hermosean, pero el genio español, de tan desparramado y voluble, no ahonda en los caracteres, ni forja héroes de una sola pieza, sino en contadas ocasiones, ni tiene la intención filosófica de otros poetas: Goethe, Schiller, Byron.

El ilustre autor de Las dos rosas es también desordenado, palabrero, incoherente, compone sus poemas sin plan alguno; dejándose llevar tan sólo de la fantasía. Sus poesías, admirables por el color y la fastuosidad de las descripciones, y el poder potentísimo de la imaginación, presentan mil imperdonables defectos de técnica literaria. De aquí proviene, sin duda, el poco apego de nuestro poeta a sus obras, pues descontento de casi todas ellas, escribía días antes de morir: «Borrar mi nombre en las nueve décimas partes de lo que he escrito, sería mi sueño dorado».

A través del espeso bosque de su lenguaje tropológico se advierten las repeticiones y sobre todo la tiranía que ejercen sobre él determinadas palabras, como por ejemplo, cóncavo e inmoble, que siempre le están propicias en los puntos de la pluma. No será muy correcto al emplear las voces: cualesquiera, apercibir, dintel, bardo y otras o la segunda persona del pretérito indefinido, como ya le hemos reprochado a Espronceda también285.

Zorrilla cultivó con éxito todos los géneros poéticos, pero fue más narrativo que lírico o dramático. Carecía de la subjetividad necesaria para arrancar a la lira sus acordes profundos y sutiles. En su espíritu no había esas íntimas reconditeces donde moran nuestros sentimientos más delicados o sublimes, y la parvedad de sus estudios no indújole nunca al saboreo de las ideas abstractas. Indecisión, La soledad del campo, Cadena, Gloria y orgullo, Pereza y algunas de sus Odas son poesías líricas muy bellas, pero que quedan por bajo del ramillete inmarchito de sus leyendas y romances. El poeta objetivo, dotado de una pujante fantasía y narrador fastuoso y opulento, que espolvorea de imágenes el relato y de vida inmortal a sus héroes dentro del arte, está bien presente en El capitán Montoya, A buen juez mejor testigo, Para verdades el tiempo y en los Cantos del trovador, riquísimo joyel de nuestra poesía.

No fue, pues, Zorrilla un poeta íntimo e introspectivo, de los que abriendo las poderosas alas de su inspiración se abisman en los senos recónditos de la conciencia. Para ser así hace falta concentrarse mucho en sí mismo, hurtarse a las tentaciones superfluas de la vida objetiva y estrujar el corazón hasta arrancarle sus secretos más hondos. El autor de El día sin sol y Tarde de Otoño, apenas puede estarse quieto en el centro de su alma, abrir los ojos a sus abismos insondables e ir descubriendo, con arrebatado estro, cuanto allí se contiene. A poco de iniciarse el tema lírico de una poesía, le veremos salirse de su yo y recrearse parsimoniosamente en la pintura de todo lo externo y objetivo. El pincel sustituye a la pinza o mejor aún el alambique donde el buen poeta lírico destila pensamientos y afectos. Lo cardinal se diluye en la copiosa linfa retórica, en las descripciones y juegos de imaginación. El quebradizo esqueleto de las ideas revístese de pulpa, y los contornos y aristas de cada concepto desaparecen casi por completo bajo la opulencia del estilo. Diríamos, quizá exagerando un poco, que las poesías líricas de Zorrilla son como un precioso marco sin cuadro, como un áureo estuche sin joya. Cuando atrapamos en ellas una idea sutil es a fuerza de apretar entre los dedos la carnosidad literaria que la cubre, como cuando provistos de guantes de mucho abrigo sólo aprehendiendo fuertemente los objetos nos damos cuenta de su forma.

El poeta lírico tiene una dimensión con preferencia a las otras: la profundidad, ya sea sentimental o intelectiva cuando no ambas a dos, que sería miel sobre hojuelas. Las composiciones generalmente son breves, porque las esencias cuanto más extractadas más exquisitas. Las rimas de Bécquer, A sé stesso de Leopardi, los lieder de Heine, los pequeños poemas de Campoamor, confirman nuestra aseveración. Tan pronto como damos paso libre por el angosto portillo de la poesía lírica a las otras dos dimensiones -la hinchazón y la largura- el contenido se dilata, como ciertas sustancias sobre la superficie del agua, y la poesía, que ha perdido todo su hechizo esencial, se hace farragosa.

La poesía cuanto más aeriforme e inaprehensible, más nos cautiva y sobrecoge. Las estatuas griegas que comenzaron llevando, con Myrón y Policleto, una elegante túnica de airosos pliegues, acabaron en la espléndida desnudez de la Venus de Gnido, sorprendida por Praxiteles al salir del baño. Las palabras no deben ahogar los latidos del corazón o de la mente bajo una pompa oriental. Un pensamiento es más bello cuanto más desnudo se nos presenta. Desconfiemos de los efectos de todo ornato ampuloso y graso. De los varios órdenes arquitectónicos que existen, el capitel dórico es el más hermoso por la sencillez y fortaleza de sus líneas. Después vienen las volutas jónicas, las cariátides del Erecteo como columnas y las tres filas de hojas de acanto del capitel corintio. La esbeltez y la fuerza varoniles del orden dórico se complican y tienden a afeminarse bajo la influencia de un arte asiático menos elegante y menos viril.

Zorrilla se enredaba demasiado en la vegetación de su fantasía, y el tema lírico en vez de concentrarse, como el jugo de los frutos antes de mezclarse con otro líquido, aparecía volatilizado a lo largo de la composición. ¿Quién sujetaba aquella imaginativa que se enseñoreaba de todo sin que bocado ni maniota alguna pudieran reprimir sus audacias?

Las hojas secas son un buen testimonio de cuanto venimos observando. Es la madre de Zorrilla el tema de esta poesía. Las amargas vicisitudes de este mundo que tan pródigas fueron con nuestro poeta, han acibarado su corazón y llenado de negrura su espíritu. Luchó bajo la tempestad de las pasiones más fuertes, sintió en su pecho el zarpazo de adverso destino, se desvanecieron sus ilusiones más queridas, pero a través de este sombrío paisaje interior, la brasa del amor filial brilla cada vez más roja y cegadora. Y el poeta, inflamado de tan pura pasión que agigantó la distancia y la adversidad, arranca a su lira los acentos más dulces y hondos.

Pero este tema lírico tan hermoso no se desenvuelve con la rectilinidad patética de los sentimientos profundos y verdaderos, como en El ama de Gabriel y Galán o en El poema del hijo de Enrique de Mesa. Los afectos y sacudimientos del espíritu se debilitan bajo el ampuloso ropaje literario y el efecto lírico carece de conexión, de densidad, de fuerza. La línea melódica del verso da la impresión de un perfume que se hubiera volatilizado por haber tenido abierto mucho tiempo el esenciero que lo contenía.

Por el contrario ¿quién se atrevería a reprocharle a Enrique de Mesa falta de contenido lírico en las lindísimas estrofas de su poema?

O a Antonio Machado en aquella poesía suya tan alta y tan honda, que empieza:


Anoche, cuando dormía,
soñé, ¡bendita ilusión!,


¡Aquí si que hay substancia lírica! ¡Y en qué ternura y sencillez de lenguaje envuelta! Cuando se sienten estas cosas tan del meollo de nuestra alma, tan de su raíz o centro, sobra la retórica y los juegos de la fantasía, como huelgan los chales de Cachemira o las ricas sedas de Shangai en la Venus del espejo, de Velázquez y en la Dánae, del Correggio.

Pero estas reconditeces del corazón humano, estos afectos tan intensos y entrañables, que nos sacuden poderosamente como un escalofrío de la conciencia, no siempre están a mano, y cuando la imaginativa prepondera sobre las otras potencias, el poeta se entretiene en multitud de arabescos retóricos, de imágenes rutilantes que nos deslumbran como los fuegos de artificio, pero que apenas hieren nuestra sensibilidad. Estos vates se enamoran de todo lo grande y descomunal, como el mar, el espacio, la naturaleza. No les gusta comprimirse, sino dilatarse. Les ahogan las cosas pequeñas, atómicas, aunque sean tan grandes desde un punto de vista sentimental o trascendente, y prefieren enseñorearse de los abismos de la naturaleza, como hace Zorrilla en su oda A un águila, o de sus primores y hechizos -forma, color, sonido, aroma- como en su bellísima composición Prestadme el dulce canto. Los poetas épicos, como los astrónomos subyugados por la grandeza sideral, optan por el telescopio. Los poetas líricos, que son como si dijéramos los hombres de ciencia del espíritu, optan por el microscopio.

No sabemos o al menos los biógrafos de Zorrilla no nos lo dicen, que nuestro poeta tuviera en su vida una de esas fuertes pasiones amorosas que, llenando de patetismo erótico el corazón, trasciende a los libros cuando quien la sufre es un poeta o un escritor. Prendado estaba Zorrilla de una joven de Lerma, llamada Catalina Benito Reoyo, pues así lo proclaman sus poesías moceriles A una joven y Amor del poeta. Contrajo nupcias en 1839 con doña Matilde O'Reilly, viuda y madre, y de bastantes más años que él. Durante su estancia en París tuvo un amoroso devaneo con una jovencita de quince abriles, Emilia Serrano, bautizada por Zorrilla en sus poesías con los nombres de Leila y Beida, y en América le tiranizó cierta dama perteneciente a distinguida familia mejicana. Ninguna trascendencia lírica han tenido estas mujeres. De las relaciones matrimoniales, las noticias que poseemos son poco favorables a la paz conyugal. ¡Ay, el caso de nuestro Balart con su poetizada Dolores -después de muerta- y de John Stuart Mill con Mrs. Taylor, no es muy frecuente por desgracia! En tropel vienen a nuestra memoria los matrimonios infortunados: Catalina Salazar y Miguel Cervantes, dieciocho años mayor que su mujer, Casta y Bécquer, Pepita Wetoret y Larra, Dolores Delavat y Valera, que doblaba en años a su esposa.

Una de dos: o faltó a Zorrilla una gran pasión amorosa o si la hubo faltó el eco lírico de esa gran pasión. La cuerda de la lira llamada a vibrar con los más dulces y hondos acentos del corazón, sí sonó en manos de nuestro poeta no tuvo la resonancia y el hechizo del Canto a Teresa, de Espronceda, y de Il pensiero dominante o Amore e morte, de Leopardi286. Sólo cuando el amor nos llega muy adentro, como aguda saeta que va a hincarse en nuestra alma, los acordes se llenan de ternura, de misterio, de patetismo. Nos revienta el corazón en explosiones y se queman las palabras en la propia lumbre que nos devora. Todo refulge en nuestro interior como si lleváramos un sol dentro, y cada estrofa, cada verso, cada sílaba se envuelve en una ráfaga de luz.

En 1868, Zorrilla publicó los Ecos de las montañas. Aunque se diera el caso extraño de estar compuestas estas leyendas bajo el pie forzado de unas estampas de Gustavo Doré287, no impidió ciertamente esta circunstancia que brillase de nuevo, con la pujanza de siempre, la fantasía cálida y exaltada de nuestro poeta.

La leyenda del Cid, dada a las prensas en 1882, ni la de Don Juan Tenorio aparecida en 1885, vinieron a apuntalar la fama de Zorrilla ya un poco tambaleante en estos años en que las modas y los gustos literarios habían cambiado tanto. Más bien son como mojones o hitos en esa ruta de descenso que han de recorrer generalmente todos los ingenios, por altos y fecundos que sean, cuando la senectud rebaja los quilates del espíritu y abate el águila real de la inspiración.

Como no hay nada tan tentador como la escena, ya sea porque en ella el homenaje del público es más directo e inmediato, ya por lo remunerador del género, Zorrilla no se contentó con ser en nuestra Historia literaria el mejor poeta narrativo y buscó en el teatro nuevos y resonantes triunfos, dando forma dramática a situaciones y personajes de sus leyendas, como en El puñal del godo, Traidor, inconfeso y mártir, Don Juan Tenorio y El zapatero y el Rey288.

Ni fue un portento en esta modalidad más de su prolífico ingenio, ni tan vulgar y despreciable como pensó él mismo, dejándose llevar de su natural modesto. Sus obras dramáticas, como veremos a su debido tiempo. adolecieron del defecto común a todas las escritas en aquellos días. Los caracteres, fin primordial del arte así en el teatro como en la novela, faltaban de la escena romántica, donde la improvisación, el excesivo abultamiento de las situaciones dramáticas, la música o rotundidad del verso y cierta ampulosa interpretación por parte de los actores, suplían la ausencia de tipos recios, vigorosos y bien trazados.

Si se exceptúan Don Juan Tenorio, Traidor, inconfeso y mártir y El zapatero y el Rey, las demás obras dramáticas289 de Zorrilla no merecen en verdad holgado comentario. Digamos por último en honor del Don Juan, que es la obra que en determinada época del año se representa en España290, y aunque contribuya mucho a ello lo que hay de costumbre y tradición en estas representaciones, alguna virtud debe de tener el drama, pues pese a la irracionalidad de los fallos del público ignaro, ahí está Don Juan desafiando al tiempo, seguro de vencerle.