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ArribaAbajoCapítulo V

La Avellaneda y La Coronado


Frente a este naturalismo erótico, con sus caricias enervantes, y su voluptuosa laxitud, floreció la poesía religiosa, aunque sin el arrebato y la inmaterialidad sublime de los siglos XVI y XVII.

El romanticismo había proclamado la superioridad de la idea sobre la forma y condenado al olvido a los dioses fabulosos y a los héroes gentiles, a cambio de la nomenclatura religiosa de vírgenes, santos, ángeles y serafines.

Por otra parte, la espontánea propensión del espíritu hacia lo vago y etéreo, como si cansado de peregrinar de una realidad en otra, anhelase vida más suprasensible, dio alientos a la poesía religiosa, encargándose de entronizar de nuevo este tema en el arte, una mujer de singular mérito: la Avellaneda297, de la cual se ha dicho en su honor, por un crítico, de ella coetáneo, que nada desmerecería junto a Safo, Corina y Victoria Colonna298.

Los poetas románticos sentían el amor de las cosas indeterminadas. Se les consumía el alma en íntimos e inexplicables coloquios. Eran víctimas de un sentimentalismo enfermizo que les hacía desvariar a menudo, y que buscaba su desahogo y expansión en el lenguaje rítmico. La agostadora corriente racionalista, de un lado, y la decadencia y desbarajuste nacionales, que malograban todo brote de optimismo y sana alegría, habían desorientado al espíritu, arrancándole de cuajo sus ilusiones más nobles y echándolo a los perros de la impiedad, para que cebasen en él su ansia devoradora. La duda se enseñoreaba del mundo. La poesía, que como producto de la imaginación y del sentimiento, debe ser más constructiva que demoledora, abandonó su natural destino y fue desde este instante el lenguaje del escepticismo y del hastío. La vida era odiosa; la verdad trascendental, inasequible al entendimiento humano; y el dolor y la desesperación, dueños del universo. Faltaba la fe en Dios y las leyes morales se tenían por espantajos de la razón, que poco segura de sí misma acudía a la moral por inspiraciones o normas de conducta. El desenfado de los poetas al tratar de Dios es bien notorio. El Dios de Goethe, por ejemplo, no es el Dios del Sinaí, dictando a Moisés el Decálogo, en medio de trepidante y pavorosa tempestad. Es un Dios pacífico, benévolo, inclinado siempre a la indulgencia, que comprende cuán débil es la naturaleza humana y en lugar de atosigarnos y asustarnos con la terrible perspectiva del profundo, se complace en darnos ánimos para nuestra regeneración y enmienda. Un Dios que departe con el diablo; que escucha, bondadoso y apacible, sus cuitas y travesuras, y que hasta bromea con él, convencido de su inofensivo talante299.

Pero aunque todo esto arraigase más o menos en nuestra conciencia, en el fondo de ella germinaba el bien y seguía escrita la ley moral, ya que el tedio, la desesperación y el escepticismo, obedecían más al prurito de ir a la moda en el pensar, que a natural y espontánea expresión del espíritu de nuestros poetas. La bondad inmanente que había en ellos, a falta de objeto preciso y supremo al que dirigirse, se desparramó en el goce de las cosas que nos atraen con su poderoso incentivo, o vagó indeterminadamente de una a otra parte, como voluntad indecisa que no sabe qué camino tomar, porque no siente el imperioso mandato de la razón. Nos enamoramos del silencio augusto de la noche, de la suave y argentada claridad lunar, de los seres extraños y misteriosos que pueblan el aire, de lo ideal en que se consume el alma, pero con amor confuso e incierto, como si los sentimientos apareciesen sumidos en una penumbra o neblina, al menos, que desfigurase su verdadera naturaleza300.

Gertrudis Gómez de Avellaneda

Gertrudis Gómez de Avellaneda

[Págs. 304-305]

El romanticismo se penetró de esta vaguedad e inconsciencia de las cosas, y llegamos a creer que nada era realizable en este bajo mundo, como no fuese lo prosaico, grosero y servil de nuestra persona. Sufrimos, pues, el horrible desencanto de esta impotencia. ¿Nos dimos por vencidos al reconocer la desproporción que existía entre nuestros anhelos y los medios para verlos satisfechos? Nada de eso. La imposibilidad aguzó el ingenio, estimulando vivamente las ansias del espíritu, y de esta lucha titánica nació, sin duda, la vaguedad idealista, la actividad del espíritu sin norte alguno. Cedíamos como a un impulso ciego, irracional que nos arrastraba hacia las cosas, de modo confuso e indeterminado. Es decir, que la voluntad, provista de todos sus recursos, estaba propicia a servir y apoyar al alma en sus operaciones y actos, pero la razón no acertaba a discernir, clara y distintamente, lo que nos era apetecido, y todo se quedaba en devenir, en codiciar las cosas sin llegar nunca a poseerlas.

De aquí proviene el fondo de melancolía y descorazonamiento de la poesía romántica. Leopardi y Heine han dado forma sensible e imperecedera a estos estados de conciencia. Por lo general, el desengaño y el tedio no derivaban hacia la resignación, sino que inflamado el espíritu en cólera, adoptaban formas violentas e hirientes, llenándose la poesía de apóstrofes.

De nuestros poetas románticos, ninguno como Espronceda ha expresado, con tanta viveza y arrebato, estos afectos. Su voz adquiere patética sonoridad, y los acentos más desesperados subrayan todo este fondo de pesimista y sombría decepción.

En la Avellaneda, este sobresalto sempiterno y desorden de las ideas, procedentes, como ya queda dicho, de la frustración total o parcial de nuestros deseos más caros y de difícil logro, tuvieron en la poesía un punto fijo adonde dirigirse. Mientras los demás poetas, ayunos de sentimiento religioso o muy trashijado y enclenque, se afanaban por conseguir la realización de sus sueños, reflejando en los versos, como consecuencia de este recóndito fracaso, el hastío y la melancolía, cuando no la desesperación y la ira, la ilustre autora de Dios y el hombre, Soledad del alma y Canto triunfal encuentra dulce compensación y regalo inefable en el objeto divino adonde se encamina. Pero para esto era preciso ser mujer, no tener el alma corrompida, advertir prontamente los efectos de la Providencia en el curso de la vida, y estar en posesión del único secreto de donde depende la humana felicidad: tener fe en Dios.

Malos tiempos corrían para pensar y sentir así. La moda del pensamiento filosófico había tirado por el camino racionalista y ateo. Dios había sido desterrado de la conciencia de los hombres, que, convencidos de su destino fatal, para nada le necesitaban. El vacío que dejó la fe en el espíritu se llenó de sombrío escepticismo, de terrible desesperanza, de condenación y desprecio de la vida. Los poetas, penetrados de este mal colectivo, realzáronlo con el arte, dando forma sensible y eterna al hastío301 y a la incredulidad, y proclamando como ley punitiva, de la que no es posible escaparse, al dolor. Los filósofos pretendieron obtener de todo esto consecuencias trascendentales y fraguaron la teoría del pesimismo. Contra esta arriada impetuosa sólo podía alzarse el corazón de la mujer, donde siempre está tensa y dispuesta a vibrar, la cuerda del sentimiento religioso.

Dos testimonios nos bastarán para ver comprobada nuestra tesis: el Sardanápalo, de Byron y el Baltasar, de la Avellaneda. Siendo muy parecidos en el fondo estos dos personajes, coincidiendo en muchas cosas, fuera de aquellos detalles que, por ser más externos que íntimos, en nada afectan a lo esencial; ¡qué diferente modo de verlos e interpretarlos, qué resultados más antagónicos deducirá cada poeta! Byron, inclinado a la impiedad, víctima de amargo y desconsolador escepticismo, ausente de su alma la alegría, bajo cuyo amable imperio todo se perdona, pinta al celebérrimo personaje como un héroe irresistible, lleno de radiante juventud y de soberana hermosura, enamorado del placer y catador insaciable de todos sus secretos, y lo esgrime como símbolo, por decirlo así, del triunfo de la naturaleza terrena, que para nada necesita de la gracia sobrenatural. Byron no quiere cuentas con Dios. Concibe al personaje como producto vigoroso y pujante de la naturaleza, pero le desprovee de toda significación providencial. No le interesa aprovecharse de las circunstancias y vicisitudes del héroe, para obtener una lección ejemplar. Y no se atribuya el hecho a un elevado sentido del arte, al que no convienen, como es sabido, razones de utilidad educativa, ni corolarios morales, sino simplemente al fluir natural del verbo creador, cuya virtud plasmante no se emplea en la corroboración de tales o cuales principios, que en nada distraen, ni mucho menos apasionan al vate inglés.

La Avellaneda, sin premeditación o premeditado de tal manera que ningún menoscabo sufre el arte, deduce de su obra conclusiones definitivas. Ha puesto sus ojos en el rey de Babilonia, por descubrir en él la compleja psicología del hombre del siglo XIX. Baltasar está enfermo de la misma dolencia espiritual de Heine y de Bécquer. Aborrece la vida, duda incluso de que el amor pueda ofrecernos nuevos goces e inquietudes nuevas, y mira todo cuanto le rodea con tedio y desilusión, como quien ha apurado el amargo contenido de las cosas y recela de ellas, impotentes ya para calmar nuestros anhelos...

Oigámosle a él mismo:


Si quieres vencer
este infecundo fastidio,
contra el cual en balde lidio,
porque se encarna en mi ser,
¡muéstrame un bien soberano,
que el alma deba admirar!...
y que no pueda alcanzar
con sólo extender la mano.
¡Dame, -no importa a qué precio-,
alguna grande pasión,
que llene un gran corazón
que sólo abriga desprecio!
¡Enciende en él un deseo
de amor... o de odio y venganza,
pero dame una esperanza,
de toda mi fuerza empleo!
¡Dame un poder que rendir,
crímenes que cometer,
venturas que merecer
o tormentos que sufrir!
¡Dame un placer o un pesar
digno de esta alma infinita,
que su ambición no limita
a sólo ver y gozar!...
¡Dame, en fin, -cual lo soñó
mi mente en su afán profundo-,
algo... más grande que el mundo!
algo... más alto que yo!.


(Baltasar, acto II, escena IV)                


Este panorama del espíritu, lleno de claroscuros, es un filón de preciosísimo metal, que el talento poético de la Avellaneda explota en beneficio de sus creencias católicas, pero sin que se vea, como ya queda apuntado, la traza tosca y grosera del utilitarismo doctrinal. La inspiración soberana de la autora y el profundo sentido poético que imprime a la tragedia, salvan perfectamente el escollo que representa para el ideal estético toda tesis o tendencia, por elevada y magistral que sea.

Como vemos, la hija de los trópicos encontró felizmente, en medio de la penumbra miedosa de un siglo descreído y materialista, hermoso y sin igual fin adonde dirigir los afectos de su alma. No se dejó contaminar del negro pesimismo imperante, ni sintió desmayo alguno para expresar estos sentimientos cristianos que, o no existían en ningún poeta de la época o, de existir, aparecían entreverados de dudas, como en Zorrilla, por ejemplo.

Las poesías religiosas de la Avellaneda están bien impregnadas de este aroma embriagador y reconfortante de la vida interior. No alcanzan la plenitud insuperable del maestro León, ni el desfallecido acento amoroso de San Juan de la Cruz, pero tienen sobrados méritos, ya por lo recóndito y conceptuoso del sentido, ya por la ternura de la frase, cuando no por la exaltación lírica y el íntimo arrebato, para satisfacer el gusto más depurado y exquisito. Son expresivas, elocuentes y vigorosas, están llenas de pasión y de entusiasmo, lo mismo cuando manifiestan lo humano que lo divino, en la vaguedad misteriosa de afectos sin objeto conocido, de ideas inciertas y confusas que giran desorientadas en torno de sí mismas, a falta de un fin determinado adonde dirigirse, y en la exteriorización de sentimientos claros y definidos. promovidos por la presencia de Dios en nuestra alma y que a Él vuelven, presurosos, como el río al mar.

Pero esta elocuencia y brío son a pesar de todo más femeninos que varoniles. La ternura y delicadeza del sexo están bien patentes en la febril exaltación lírica de nuestra poetisa. Y es que se puede sentir arrebatado y como en ascuas el espíritu, sin que en la expresión de sus afectos y emociones falte el sello característico de la femineidad, la blandura íntima del instinto maternal, que rara vez permanece callado y como escondido, en la mujer, sino que bastará cualquier pretexto para que se manifieste. En esta mezcla de bizarría viril y de ternura femenina -ya se dijo de ella: «Es mucho hombre esta mujer»302-, estriba, a mi juicio todo el mérito de la Avellaneda.

No es cosa fácil conseguir el equilibrio de estos elementos tan dispares. Si la inspiración y el estro poético son muy potentes, como fuerza ciega e irracional que no conoce freno alguno, resultarán pisoteados los caracteres distintivos del sexo, sin que aparezca por ninguna parte esa ternura, suavidad y templanza que transpira el alma femenina o por el contrario estará ausente la bizarría varonil como en la Coronado y la obra de arte denotará su excesiva blandura. Enmaridar y combinar con exquisito tino ambos factores es fenómeno que suele darse con demasiada sobriedad.

¿De dónde proviene la tendencia religiosa de la Avellaneda? ¿Se trata de un impulso natural, de un producto espontáneo de su alma o procede más bien del choque del espíritu con las adversidades humanas?

Las desgracias y contrariedades de la vida, que es valle de lágrimas y no edén, son los mejores estimulantes del sentimiento religioso. Cuando sufrimos la pérdida irreparable de un ser querido o hemos fracasado rotundamente en empeño hacia el que nos movía la vocación o la necesidad imperiosa, es cuando más nos acordamos de Dios y le rendimos los tesoros de nuestro afecto. La alegría y el triunfo nos hacen fuertes, optimistas, audaces y esta presuntuosa y vanidosilla seguridad de nosotros mismos es la causa de que nos olvidemos de nuestros deberes cristianos. Pero así que las tribulaciones y los infortunios nos ponen en situación apurada, despojándonos de todo bienestar material y espiritual contento, tornamos a Dios, cuya gracia reconfortante es único remedio de nuestros males. Aparte también de que la fiebre romántica nos hacía más afectivos e impresionables, teniendo, pues, el dolor más franco el camino para apoderarse y enseñorearse de nosotros. Hasta puede decirse que sentíamos la voluptuosidad de la desgracia, saboreándola como manjar dulciagrio que nos atrae y repugna a la vez. Si en cualquier momento los pesares de la tornadiza fortuna nos impresionan y acongojan, dejando profunda huella en nuestro ánimo, en esta época y en virtud del ambiente en que se desenvolvían las actividades del espíritu, el menor contratiempo hería nuestra pobre alma, tan inclinada de suyo al dolor.

La Avellaneda enviudó por dos veces, circunstancia que la apartó de la vida mundana y triunfal, pues debido a su talento y amable trato, había sido siempre muy querida y festejada; pero es posible que su pena más grande fuese el verse incomprendida por el sevillano Ignacio de Cepeda, de la familia de la Santa de Ávila, al que amó con inflamada pasión, sin ser correspondida en igual moneda.

No será aventurado pensar que tan graves vicisitudes predispusieran su corazón al amor de Dios, de donde no cabe esperar desengaños e incomprensiones, si no todo lo contrario; perfecta inteligencia y fidelidad absoluta.

Hayan influido o no, cuantas circunstancias quedan enumeradas, en la elaboración de las poesías religiosas de la Avellaneda, lo cierto es que pocas veces vibró con tan íntimos acordes el sentimiento cristiano, ya se emplee en cantar aquellos sublimes sucesos de la vida de Jesús, en cuanto se refieren a la redención de la pecadora e incorregible humanidad, ya tienda a la contemplación del ser infinito y se abisme en el disfrute de su bondad y de su hermosura, cifrando todos estos raptos y desfallecimientos del alma enamorada, en conceptos abstractos de primorosa forma rítmica vestidos.

La Dedicación de la lira a Dios es una felicísima composición, llena de fervoroso empeño, matizada por las ilusiones más nobles de nuestro espíritu que, atraído por la peregrina y soberana belleza del Ser Supremo, prorrumpe en un canto vigoroso y sutil a la vez, donde no falta ninguna nota de cuantas pueden sonar en obsequio y gloria de Dios.

La Cruz, El Miserere, A la Asunción, Las siete palabras, Grandeza de Dios, imitación del Salmo 103, y varios sonetos de asunto religioso también y torneada forma clásica, siguen en primor, arrebato y conceptual trascendencia la predicha composición, inspirada, como es sabido, en una invocación de Lamartine303.

Fuera de sus versos sacros, más ascéticos que místicos y que denotan la frecuentación de textos sagrados, como el Libro de Job -en donde se inspiró para componer Dios y el Hombre, los Evangelios y los Salmos, nuestra autora compuso profusión de poesías profanas en las que rivalizan la elegancia y casticismo de la dicción, el entusiasmo lírico, la robustez del pensamiento, la pureza y hondura de los afectos y el fulgor del lenguaje tropológico. A él304, A la esperanza, A la poesía, Napoleón, que aunque sea una traducción de Lamartine no queda muy por bajo del original francés, tales son las bellezas de forma que atesora esta inspirada pieza poética y su arrebatada exaltación lírica. Al mar, Amor y orgullo, La ilusión, El insomnio y La felicidad constituyen un testimonio vivo e irrebatible del vario talento de la Avellaneda. Súmense a estas modalidades de su genio creador, las obras dramáticas que escribió, las leyendas, novelas y cuentos y la colaboración literaria con que honró periódicos y revistas de su tiempo y tendremos una idea de la ingente figura de esta mujer, sin parigual desde sus días hasta los de Santa Teresa, según afirmó el autor de Pepita Jiménez.

Y no reputamos apasionado o excesivamente galante el juicio. Quien pulsó con varonil desenfado y ardiente inspiración todas las cuerdas de la lira: el amor, la naturaleza, el hombre, Dios; empleó variedad de estrofas e introdujo en la poesía nuevas combinaciones métricas, como habían hecho otros poetas románticos de aquende y allende la frontera; quien supo elevarse de lo humano a lo divino, hasta lindar casi con los místicos, y hacer sonetos tan primorosamente torneados como el dedicado a Cuba, en el que la sobriedad de galas retóricas y lo plástico y acabado de la dicción, nos retrotraen a Horacio y Fray Luis, bien puede suscitar un parecer tan laudatorio como el de Valera. La riqueza de imágenes que ofrece su copiosa producción poética, el hondo contenido de sus versos, la ejemplaridad del lenguaje, lleno de matices y de sonidos, y el soplo de un alma que aún siendo viril y recia transpira femineidad y ternura, confirman el veredicto de la crítica, tan favorable y halagador para la ilustre cubana.

Aunque el romanticismo, en su agudeza dilacerante y torva, declinaba ya cuando la Avellaneda dio a la luz sus poesías, no pudo salvarse del todo y contaminóse de negro pesimismo y extraña tristeza, en composiciones como La venganza, La noche de insomnio y el alba, pese al triunfo final, apoteósico de la luz sobre las sombras, y El genio de la melancolía. Pero nos inclinamos a creer que todo esto fue más bien travesura del espíritu, desahogo de la imaginación que consubstancial manera de ver las cosas y testimonio de un estado de conciencia influido por el imperativo de la moda, añeja ya y casi a trasmano.

No creemos tampoco que la circunstancia de componer sus versos en las altas horas de la noche, según nos dice su prologuista don Juan Nicasio Gallego305, contribuyese a esta lobreguez del ánimo. Los poetas llevan el día o la noche dentro de su espíritu, cualquiera que sea la hora y momento en que dan forma sensible a sus afectos e ideas. Leopardi se acostaba a las once de la noche y a las siete de la mañana, como afirma en su epistolario, ya estaba entregado a sus actividades espirituales. Hay que suponer, dada la afección a la vista que padecía, que preferiría trabajar con la luz del sol, por ser menos dañina a los ojos que la artificial. Sin embargo, sus versos están llenos de pesimismo y negra melancolía. Afortunadamente estas claudicaciones del espíritu sano y vigoroso de nuestra poetisa, fueron esporádicas y pasajeras.

Menos fecunda y de talento ni tan vario, ni tan prócer, pero sin quedarse atrás en entusiasmo lírico, arrebatado acento y sencillo y natural discurso, propenso también a remansarse en la vida interior, fue Carolina Coronado306, cuya cautivadora simpatía y elegante figura, además de sus brillantes prendas morales, granjeáronle la estimación general. Si la Avellaneda despertó, con su amable conducta y raro talento poético, la admiración y embeleso de lo más florido de la intelectualidad y de la aristocracia madrileñas, la Coronado se apoderó y adueñó de cuantos la trataron, logrando fama de inspirada poetisa, como lo demuestra el hecho de su coronación en el Liceo, de Madrid, y las alabanzas de sus paisanos Espronceda y Donoso Cortes, a la par que de mujer afable, llena de interés, de poderoso atractivo.

Tan es así, que fue muy lisonjeada y festejada por todo el mundo. Contrajo matrimonio con el diplomático don Horacio Perry, a quien en vida rindió su corazón y albedrío, no faltándole tampoco este homenaje después de muerto, pues se asegura que en la hermosa finca la Mitra, denominada así por haber sido del Patriarca de Lisboa, y situada en los aledaños de tal ciudad, a la orilla del Tajo, dedicó la ilustre dama lo mejor de su vida al culto amoroso de su marido, cuyo cuerpo mortal yacía, embalsamado, en la capilla de tan suntuosa mansión.

¿No se ve en todo esto la más rica traza romántica? Este apartamiento voluntario de la sociedad, este huir del mundanal ruido y de sus vanidades y glorias pasajeras, para encerrarse entre los severos muros de un palacio, ¿no es un rasgo muy elocuente de la inclinación de nuestra autora a vivir tan sólo de la propia savia espiritual, del soñador idealismo, penetrado de vaguedad y de inconsciente dulzura, con absoluta abstracción de cuanto la rodea, como si llevase dentro un mundo maravilloso y no necesitara para nada del comercio y trato humanos?

Varias primorosas poesías se deben a la inspirada musa de la Coronado, en las cuales, si sería fácil descubrir algunos defectos y descuidos, no serán tantos ni tan graves, que desluzcan y apaguen la brillantez de la inspiración, el candor y la ternura de los afectos, y la majestad y brío, aunque dentro de cierto desorden, del pensamiento.

El Amor de los Amores es una composición impregnada de místico y mareante perfume, sin el fuego abrasador de la poesía hebraica, tan rica en imágenes y metáforas, pero ahita de sentimiento, de golosa dulzura, de ingenuidad femenina y de atormentadora inquietud. Ni La Palma, ni A las nubes, ni La rosa blanca, ni Se va mi sombra, pero yo me quedo, a pesar de lo lindas que son, igualan, ni llegan con mucho a aquellas hermosas cantigas. La cuerda mística suena allí con más desmayado acento, es más abundante en matices de ternura e interior desfallecimiento.

Carolina Coronado

Carolina Coronado

A la soledad, no sabemos si por razón del metro en que está escrita o por lo leve, alado y sencillo de la dicción poética también, nos recuerda a Fray Luis, salvadas todas las distancias que median entre estas dos figuras de nuestras letras. El blando y amoroso sentimiento de la naturaleza, el regusto vuluptuoso y apasionado de la soledad, en un instante en que el alma está tan bien preparada para este disfrute, tienen no sé qué de saudade, de galaica ensoñación a través del paisaje. Tan es así, que siendo la roca el héroe colectivo del campo extremeño, no aparece aquí por ninguna parte; y los mismos encinares calientes, viriles y apretados, carecen en ésta y en otras composiciones de la autora de A un poeta del porvenir y A mi hija María Carolina, de recia y honda interpretación. La Coronado, como Rosalía de Castro, necesitaba de las dulces ondulaciones, de la vaga, aérea melancolía de la campiña gallega más concorde con el alma femenina, que nuestro paisaje extremeño, de una rusticidad varonil y arrogante.

Casi todas las poesías de la Coronado -Al otoño, A una tórtola, Canción-, constituyen el eco vago, etéreo, huidizo de una viva y suave inquietud, que va destilándose gota a gota sobre el mundo exterior. Todo tiende a deshumanizarse en una desintegración ideal. Se pierde el contorno de las ideas y de los afectos a través de esta sentimentalidad casi enfermiza, como se desvanecen las formas del paisaje bajo el tul flotante de la niebla. Nuestra tierra -la tierra de la encina y del cancho, incubadora de la inquietud andariega y triunfal de los conquistadores y aventureros del siglo VXI, y de la mística de San Pedro de Alcántara y de Morales, seguidores ambos de un ideal vigorosamente delineado en cada uno- no podía servir de marco a este idealismo poético, imprecisa y vagamente proyectado sobre las cosas, como esa luz débil y desmayada de los amaneceres y crepúsculos galaicos, que cayendo ensoñadoramente sobre valles y collados, diríamos que los desmaterializa y esfuma:

También cultivó doña Carolina el tema social, como había hecho antes que ella Quintana y después Núñez de Arce y Tassara. Pero no era éste el género de poesía que mejor le cuadraba, ya que esta clase de versos requiere más entusiasmo viril y opulento numen. Cuando se recuerde a la delicada poetisa extremeña será por la indeterminación de su pensamiento, por su sutil, alquitarada interpretación de la naturaleza, por ese sentimentalismo o saudade con que, llevando en puntillas el espíritu,


no siento la materia
es aire y luz mi pensamiento limpio,


como dijo un poeta castellano de nuestros días, se acercaba a las cosas.