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ArribaAbajoBajtín y la teoría de la historia literaria: el caso de la picaresca

Fernando Cabo Aseguinolaza


(Universidad de Santiago de Compostela)

Desde la consagración de Bajtín como una referencia insoslayable de la reflexión teórica a partir de mediados de los años setenta, se han ido consolidando muy distintas dimensiones de su presencia intelectual al socaire del progresivo y azaroso acceso a sus escritos. Se ha visto en él una figura clave para el desarrollo de una semiótica social que habría de fundarse en su translingüística. De manera muy llamativa, su nombre ha sido esgrimido en la confusión derivada de la crisis de fe formalista e inmanentista, y no sólo con una orientación pragmatizante. Algunas de sus categorías -heterología, dialogismo, cronotopo...- son hoy lugares comunes, casi malillas, en los estudios literarios, desde la narratología al análisis estilístico. En el marco de los estudios culturales, sus concepciones de la cultura popular, de la risa o del carnaval constituyen el principal acicate de un sinfín de estudios y reflexiones...

Y sin embargo con frecuencia queda en un segundo término la circunstancia de que muchas de las formulaciones más asendereadas tienen su plasmación -aunque quizá no su origen último- en una articulación   —78→   historiográfica muy definida que constituye un aspecto sustancial de su configuración teórica, sobre todo en la medida en que ésta se identifica -en los años treinta- con una teoría de la novela. Ello permite reclamar para Bajtín un lugar destacado en la Teoría de la historia literaria, puesto que, forzando un tanto las cosas, cabe afirmar que su teoría de la novela se halla en relación de interdependencia con una teoría subyacente de la historia literaria, que, por el contrario de la primera, tiene una presencia sólo tácita en sus escritos17.

Los trabajos centrales en este sentido -La poética de Dostoievski, la mayor parte de los estudios incluidos en Teoría y estética de la novela, las notas del trabajo dedicado al Bildungsroman...- implican inextricablemente teoría e historia de la novela. Y la razón de ello no radica -nótese bien- en el hecho de que la novela sea para Bajtín una noción histórica; más bien ocurre que la ahistoricidad última del concepto de novela determina una teoría de la historia sub specie novelística, y por tanto ancilar con respecto a la petición de principio teórica implicada en la concepción de la novela que Bajtín desarrolla de modo primordial en los trabajos aludidos.

La novela es para Bajtín antes un principio cualitativo que una forma literaria definida históricamente. Puede también decirse que, en la línea de la tradición romántica en la que se inscribe18, la novela es la plasmación de una entidad poética absoluta, que en su caso se identifica con la plenitud de la palabra dialógica. Y en tal sentido la novela se convierte, como asegura J. M. Schaeffer (1983: 92), en «plus qu'un objet littéraire courant». Porque, en efecto, la novela, como entidad absoluta, es irreductible a cualquier manifestación concreta. En «Épica y novela», por mencionar apenas un caso, la contraposición entre ambas formas literarias concluye con la afirmación de que «el proceso   —79→   de formación de la novela no ha acabado» (Bajtín, 1975: 485). Aun cuando se la identifique con la expresión por excelencia de la época moderna, predomina su inacabamiento esencial, el cual parece ser, por tanto, mucho más que un mero rasgo coyuntural propio de una forma que se halla aún en pleno desarrollo o que mantiene en plenitud su vigencia. Sólo de este modo adquiere sentido la capacidad de la novela para subvertir el orden genérico tradicional y la radical excentricidad que con respecto a la literatura como conjunto orgánico se le atribuye.

Es así también como su estudio histórico se convierte en una empresa imposible, de modo que no sorprende en absoluto el encontrarse con la sustitución subrepticia, e inevitable, de la novela por la «novelidad» -la novelness, en palabra de G. S. Morson y C. Emerson- como objeto de una «poética histórica» (acuñación ésta que introduce Bajtín en el subtítulo de «Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela»). Y la «novelidad» no es tanto la cualidad abstracta que hace de una novela lo que es, según parecen pensar Morson y Emerson, como un devenir indefinido con algunos momentos culminantes y representaciones especialmente felices: Cervantes, el Bildungsroman, Dostoievski... Éstas y aquéllos remiten -y tampoco de forma necesaria- géneros novelescos y novelas, pero no son la Novela, entidad que como tal es ajena a la historia (M. Holquist, 1990: 72).

Esta disociación conceptual, que constituye a juicio de Schaeffer un paralogismo y que podría entenderse también como una forma particularmente escurridiza de homonimia, tiene repercusiones muy notables desde el punto de vista de la Teoría de la historia literaria. Una de las más destacables apunta a la orientación teleológica que caracteriza un modelo historiográfico que adopta como protagonista de su relato una entidad concebida al tiempo como horizonte del desarrollo histórico y como principio cualitativo subyacente en sus manifestaciones más conspicuas (¿canónicas?), sean éstas los diálogos socráticos, la sátira menipea o los distintos géneros novelísticos.

La noción de novela remite una vez más hacia un principio abstracto -la plenitud dialógica de la palabra-, que se hace particularmente palmario, dejando a un lado ahora las relaciones entre los miembros del círculo de Bajtín, en algunas páginas de El marxismo y la filosofía del lenguaje (V. N. Voloshinov, 1929: 160 y ss.). Pienso de modo particular en aquellas que se dedican a la interrelación a lo largo de la historia entre la palabra ajena y la autorial y que, de acuerdo con el predominio de una u otra, concluyen proponiendo la consideración de cuatro épocas, la última de las cuales significa la disolución completa   —80→   del contexto autorial en favor del discurso ajeno19. En discrepancia con lo que ocurre en los textos firmados por Bajtín, no es aquí la novela como tal la que protagoniza el progresivo dominio sobre el ámbito literario, sino la palabra ajena, en el marco de la preocupación fundamental del texto de Voloshinov por la problemática enunciativa. Pero el paralelismo es diáfano, y permite entrever la justeza de la apreciación de que, a partir de los años treinta, la novela y el género -frente a la palabra ajena y las épocas de Voloshinov- se convierten en prismas por los que se filtran buena parte de los conceptos y preocupaciones anteriores de Bajtín (G. S. Morson y C. Emerson, 1990: 271). Esta circunstancia, junto con la impronta de la teorización romántica sobre la novela y hasta un cierto trasfondo religioso20, ayudan ciertamente a explicarse ese teleologismo que impregna la visión histórica que tan íntimamente se asocia a la teoría bajtiniana de la novela. Una visión histórica que se plasma en la traza de una narración «genética» en la que se asigna a cada una de las formas novelísticas un papel muy determinado, pero también muy diferente del que les corresponde en las historias literarias tradicionales.

Al lado del componente teleológico -eso sí, sutil y en extremo cautivador en la pluma de Bajtín-, hay que considerar el evidente monismo de la concepción historiográfica que estamos considerando. En buena parte, se trata de un rasgo que va aparejado con el anterior. La relevancia de la palabra dialógica, identificada con la novela, como protagonista en torno a la cual se configura el modelo historiográfico, o, de otro modo, la elección de la perspectiva histórica para fundamentar una muy específica concepción del concepto de novela, conducen casi por fuerza al monismo. Pero un monismo de tipo particular: no el tradicional de la Geistesgeschichte u otros modelos historiográficos cercanos, entre ellos el pergeñado por Voloshinov, que buscan atribuir «la totalidad de aspectos, porciones y pormenores de una sección temporal a un solo concepto» (C. Guillén, 1989: 123), sino uno más flexible y plural en apariencia, que, partiendo de una polaridad conceptual, da cuenta del triunfo de uno de sus aspectos sobre el otro sin renunciar a   —81→   la consideración de situaciones intermedias y de conflicto. Tal circunstancia, indubitable, ha llevado a algunos exégetas de Bajtín a contraponer los planteamientos del teórico ruso con los de Hegel y el primer Lukács, mucho más unitarios y progresivos en su conformación interna (M. Holquist, 1990: 75).

Ocurre, sin embargo, que, en última instancia, el triunfo se traduce en suplantación. Y, así, aunque se admiten dos grandes líneas en el desarrollo de la novela, ésta termina por identificarse sólo con una de ellas, con la que incorpora la heterología y el dialogismo. Y la otra, la monológica, ha quedado reducida al papel de trasfondo limitado a dejar que brille con mayor fulgor la peculiaridad heterológica del discurso novelístico: «La palabra novelesca sólo ha desarrollado todas las posibilidades estilísticas específicas, exclusivas de ella, en la segunda línea. La segunda línea ha revelado definitivamente las posibilidades de que dispone el género novelesco; en esta línea, la novela se ha convertido en lo que es hoy» (Bajtín, 1975: 229).

Así las cosas, la historia de la novela se convierte en prehistoria, como quiere C. Segre (1984: 62), y la delimitación de ésta en un acto de profecía retrospectiva (H. Broch, 1955: 305) dedicada a rastrear los atisbos parciales de una plenitud por venir. No es extraño, pues, que hayan surgido ciertas discrepancias en este sentido. Puede decirse incluso que, en el contexto de una recepción fundamentalmente acrítica de la obra de Bajtín, algunos de los principales, y también primeros, desacuerdos han surgido con respecto al papel concedido a la historia literaria en el sistema del teórico ruso. T. Todorov (1981: 118) califica como analítica la labor historiográfica de Bajtín por emplear una serie restringida de categorías para describir hechos históricos. J. M. Schaeffer (1983: 89 y ss.) profundiza en la herencia romántica de las concepciones bajtinianas y destaca la escisión profunda que separa la vertiente historiográfica de la teórica o, como también dice, programática. C. Segre (1984: 61), de otro lado, insiste en la subordinación de la historia con respecto a la teoría de la concepción de Bajtín, y aun considera que tanto una como otra se hallan al servicio de la crítica, como demostrarían los libros dedicados a Dostoievski y Rabelais.

Estos tres autores apuntan la cuestión clave, pero a mi juicio no aciertan a plantearla en términos adecuados. Más que de subordinación o escisión, habría que hablar de la interrelación profunda entre historia y teoría literarias. La una no se concibe al margen de la otra; y, de hecho, toda labor historiográfica implica una teoría del hecho literario, del mismo modo que toda concepción teórica tiene su traducción   —82→   en los términos de una teoría de la historia literaria. Y estas conexiones resultan particularmente perceptibles en la obra de Bajtín: teleologismo y monismo son, en este caso, las consecuencias historiográficas de una concepción esencialista de la novela y de su absolutización como manifestación literaria por antonomasia de la época moderna.

La historiografía no define un ámbito autónomo con respecto a la teoría. De manera que el identificar la primera con una suerte de empiricidad pura sólo puede dar lugar a confusiones indeseables, las cuales explican, por otra parte, algunas de las carencias en que incurren ciertas críticas dirigidas a Bajtín. Altamente significativos resultan, por ejemplo, los comentarios de Todorov a propósito de la relación de géneros novelísticos que el teórico ruso utiliza en su esquema histórico del desarrollo de la novela. Su reiteración muy aproximada en trabajos distintos y el carácter abierto que sin duda posee esa relación, lejano de una sistematicidad rigurosa, le llevan a afirmar que las categorías genéricas manejadas no son consecuencia de la deducción a partir de algún principio abstracto, sino el resultado de «une donnée préalable»21. No hay nada que objetar en este sentido. Pero sí con respecto a las conclusiones ulteriores que Todorov (1981: 142-143) extrae de estas circunstancias y que afectan a la supuesta naturaleza del carácter previo de las formas genéricas:

l'histoire a laissé un certain nombre d'oeuvres, lesquelles se sont grouppées, dans l'histoire également, selon un petit nombre de modèles. Il s'agit là d'une donnée empirique. Et le travail de Bakhtine ne consiste pas à établir des genres mais, les ayant trouvés, à les soumettre à l'analyse... La pratique de Bakhtine ne fait donc que confirmer son attachement à l'histoire analytique, et, au-delà, sa conception des études littéraires comme formant une partie de l'histoire.



La historia de la literatura y sus categorías parecen tener para Todorov la consideración de hechos empíricos previos a la teoría, y, en esa medida, de representantes de una «realidad literaria» que contraponer a la artificiosidad de las nociones teóricas. Sin duda esto dista de ser así. Y el caso de la novela picaresca, una de las formas novelísticas incorporadas al esquema historiográfico de Bajtín, lo ilustra con aceptable   —83→   nitidez, además de sugerir algunas observaciones útiles para la Teoría de la historia literaria. Quizá la primera sorpresa en este sentido proceda del hecho de que la picaresca constituya, no obstante un aparente reconocimiento, poco más de un blind spot en la concepción diacrónica bajtiniana. Su papel, en efecto, es muy poco relevante, no se cuenta desde luego entre los géneros favorecidos en la trayectoria teleológica tan íntimamente ligada a la caracterización teórica del concepto de novela, y, además, algunas de las observaciones que se hacen con respecto a ella resultan sorprendentes desde una perspectiva hispánica.

Su presencia en los panoramas históricos que Bajtín traza es esporádica. En comparación con los comentarios correspondientes al diálogo socrático, a la novela sofística, a la sátira menipea, a los géneros autobiográficos, a la novela barroca francesa o al Bildungsroman, las menciones que se le dedican apenas pasan de meros apuntes. Es cierto que al mismo tiempo se le asigna en-«La palabra en la novela»- un papel capital en el comienzo de la segunda línea novelística, pero es un papel, por así decirlo, preparatorio de la «gran novela» heterológica posterior22. Además, las desconcertantes razones que justifican esta importancia acrecientan la sorpresa. Evitando los detalles, la novela picaresca figura, junto con la «gran novela barroca», entre los ascendientes fundamentales de la «nueva novela de aventuras». Pero, al tiempo, novela barroca y picaresca aparecen enfrentadas, puesto que, a la «palabra patética» de la primera, se opone una supuesta palabra alegre y desinhibida del pícaro -situado junto por junto con el tonto y el bufón- que de forma voluntaria malentiende la «Mentira patética» como medio de «engaño gracioso». Ello conduce a valorar la novela picaresca a partir de la novedad -única- que se le reconoce: la de situar la palabra de su héroe al margen de cualquier pathos retórico y, en consecuencia, en antagonismo con la que se identifica en «las biografías (glorificación, apología), en las autobiografías (autoglorificación, autojustificación), en las confesiones (arrepentimiento), en la retórica jurídica y política (defensa-acusación), en la sátira retórica (desenmascaramiento patético), etc.» (Bajtín, 1975: 211).

Lo desencaminado de tal punto de vista, al menos en lo que se refiere a las principales obras de la picaresca española, es tan patente, que no precisa abundamiento. Importa más el preguntarse por sus razones.

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Y quizá éstas -que no pasan de hipótesis- sugieran algunos puntos de reflexión para la Teoría de la historia literaria como disciplina, al tiempo que ponen en evidencia ciertos rasgos del esquema historiográfico bajtiniano. Se me ocurren tres aspectos que, a través de su confluencia, dan cuenta en cierta medida del lugar tan peculiar que la novela picaresca ocupa en él.

El primero de ellos tiene que ver con el planteamiento teleológico que guía la asignación de distintos papeles a cada uno de los géneros y formas novelísticas históricas. De un modo más o menos inadvertido, a cada género le corresponde una función bien delimitada en la articulación narrativa histórica que se trama muy especialmente en «La palabra en la novela». Y ese papel delimita en muy alto grado los rasgos que van a ponerse de relieve en cada caso. Por lo que a la picaresca se refiere, le va a corresponder cubrir un hueco muy destacado en la réplica de la palabra patética, la cual se identifica fundamentalmente con la gran novela barroca23. Un género éste capital en la trayectoria de la novela de la primera línea. La integridad de la palabra patética va a encontrar su respuesta en el antipatetismo de las figuras emblemáticas del pícaro, el tonto y el bufón, surgidas del fondo de la cultura popular. Pero de los tres, sólo el pícaro admite la identificación con una tradición específica: la novela picaresca de aventuras. Por tanto, y arrastrada por la lógica interna del modelo historiográfico, la picaresca pasa a ocupar el lugar de «primera gran forma de la novela de la segunda línea» (M. M. Bajtín, 1975: 220) en virtud de un muy discutible carácter antipatético y antirretórico que se le atribuye a través de la identificación deductiva -a pesar de Todorov- con la figura predefinida del pícaro o, acaso, con la categoría dialogística correspondiente del «engaño gracioso».

El segundo aspecto que me interesa resaltar afecta a cuestiones relativas a la historia de la teoría literaria. Bajtín -como Lukács- es heredero de la gran tradición, esencialmente romántica, de la teoría de la novela que se construye como una teoría del Bildungsroman. De hecho, es a este último al que le va a corresponder ocupar un lugar casi   —85→   simétrico al ocupado en la primera línea por la novela barroca. Si ésta se identificaba con la idea de la prueba, aquélla va replicar con la de formación (M. M. Bajtín, 1979a: 225 y ss.); y el papel crucial desde el punto de vista histórico de la novela barroca en la primera línea será equivalente al desempeñado por la novela de formación en la segunda. Ello inevitablemente redunda en detrimento de la picaresca -mucho más explícito aún en el trabajo de Bajtín (1979a: 213-215) sobre el Bildungsroman-, que se ve relegada en esta distribución de papeles por razones de tradición teórica. Lo cual contrasta con la tradición de la historiografía literaria, sobre todo española, donde la noción de novela picaresca -de ahí su protagonismo-, se fragua en estricta confluencia con la propia idea de novela, y en la línea de un entendimiento de ésta próximo al de argumento retórico -frente a historia y fábula-; esto es, como una narración básicamente «realista» sobre hechos verosímiles (J. M. Pozuelo, 1988: 158 y ss.).

La tercera consideración apunta de lleno al carácter no empírico -de nuevo, a pesar de Todorov- de la picaresca como género. En el uso que de ella hace Bajtín, se trata de un género crítico (F. Cabo, 1992: 291 y ss.), que resulta, en consecuencia, inexplicable sin atender a procesos semióticos de transducción (L. Dolezel, 1990: 167 y ss.). La imagen de la picaresca que el teórico ruso utiliza no es concebible de no apreciar en ella, por ejemplo, la mediación interpretativa del roman comique francés; de las traducciones y adaptaciones de que fueron objeto los principales textos españoles en la Francia del XVII; e incluso de la apropiación nacional de la tradición española, como hace el propio Charles Sorel en su Bibliothèque Françoise. El sentido de esta compleja tarea transductora es relativamente claro en sus líneas generales; y una de ellas es la que lleva a morigerar la vileza y deshonor de los antecedentes familiares del protagonista, convertido a veces, si no en el hijo de un escudero elevado a la nobleza «malgré lui», como ocurre en el Gil Blas, a menos en alguien capaz e alcanzar la redención burguesa de una acomodada posición social, como sucede con Pablos en la traducción de La Geneste (A. Sanz Cabrerizo, 1993). El pícaro, así, admite un entendimiento mucho menos definido desde un punto de vista social y hace más comprensibles algunas de las observaciones de Bajtín. Observaciones sobre las que pesa también la recepción inglesa de la picaresca española, muchas veces realizada a través de la intermediación patente del roman comique francés (R. Loretelli, 1984: 97 y ss.). En todo caso, siempre en la línea del aligeramiento «patético» de estas obras, favoreciendo lo anecdótico y simplificando al extremo desde una perspectiva retórica la posición discursiva del narrador   —86→   protagonista. El ineludible peso retórico-patético de la palabra de los principales pícaros españoles queda de este modo preterido, y se hace posible sostener que el pícaro se halla «situado más allá de las categorías -esencialmente retóricas- que constituyen la base de la figura del héroe en la novela de prueba: más allá de todo juicio, de toda defensa o acusación, de la autojustificación y el arrepentimiento» (M. M. Bajtín, 1975: 221).

Desde los intereses de la Teoría de la historia literaria, estas circunstancias apenas esbozadas acaso contribuyan a mostrar la inconveniencia de suponer el ámbito de la historia como antagónico, o siquiera ajeno, del de la teoría. Y, por tanto, también la de ver en Bajtín una especie de empiricidad deturpada por prejuicios teóricos. En sus trabajos sobre la novela, historia y teoría son ámbitos interdependientes. La teoría se apoya en la historia, y ésta se articula en virtud de designios teóricos. La especial situación de la picaresca lo revela con suficiente nitidez, y permite atisbar además cómo la articulación entre una y otra se muestra conectada con determinadas tradiciones específicas del campo de estudio y con la complejísima conformación semiótica y cultural del conocimiento literario.


Referencias bibliográficas

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ArribaAbajoEscritura, espacio, arquitectura: una tipología del espacio literario24

Jesús Camarero


(Universidad del País Vasco)

Trabajar sobre el espacio implica una reflexión permanente sobre las maneras diferentes como se presenta y representa ese espacio, porque una realidad o un texto provocan al menos una interrogación nueva que no cesa de interrogar a su vez de modo fascinante a todo aquel que escribe, lee o contempla el mundo con una visión inteligente. Así, trabajar sobre el espacio implica ante todo hacer el espacio, es decir, ser conscientes de la dimensión espacial de nuestra existencia. Pero, ¿qué es el espacio? Georges Perec, en su libro Espèces d'espaces nos facilita algunas definiciones. Una primera definición concierne el trabajo del ojo, de la mirada, es decir, la actividad de la percepción, del trabajo intelectual de base: «Utilizamos nuestros ojos para ver. Nuestro campo visual nos desvela un espacio limitado» (1974a: 109). Luego realiza una aproximación a la dicotomía funcional sujeto/objeto   —90→   de esta percepción cuando el hombre piensa ese espacio percibido: «Nuestra mirada recorre el espacio y nos da la ilusión del relieve y de la distancia. Así construimos el espacio: con un arriba y un abajo, una izquierda y una derecha, un delante y un detrás, un cerca y un lejos. [...] El espacio es lo que frena la mirada, es aquello con lo que choca la vista» (ib. ant.). Y también: «el espacio es una duda: tengo que delimitarlo sin cesar, lo tengo que designar, nunca me pertenece, nunca se me otorga, tengo que conquistarlo yo» (1974a: 122). El espacio puede ser un objeto pero también un fenómeno, puede ser percibido pero también re-construido o representado. En todo caso se trata siempre de aquello que es cercano al hombre, la cosa primera, el lugar del origen, del destino y de la actividad del hombre. Cuando del espacio se trata, las primeras ideas que vienen a la memoria son la abstracción, la inmensidad, el infinito... Pero el hombre se ha acostumbrado a concretar esas ideas vagas y peligrosas en muchas ideas asociadas a su existencia y, aquí, una vez más, Espèces d'espaces constituye el catálogo de esas ideas concretas perfectamente clasificadas, explicadas y transformadas ellas mismas en espacio de la escritura. El espacio constituye la materia que la actividad incansable del hombre transforma sin cesar. Antes era el espacio, después es el espacio también, y no el espacio de antes, sino otro que ya no es el primero. La transformación del espacio da sentido a la existencia humana, sin el espacio no hay vida... y Perec lo había entendido perfectamente al escribir La Vida instrucciones de uso. Pero el espacio no es la única figura que podría servir para explicar las cosas del mundo, también está el tiempo. Una contraposición espacio/tiempo como la que propone G. E. Lessing (1990) en el siglo XVIII no es pertinente ya, porque el espacio y el tiempo van siempre juntos, porque el objeto puede ser aprehendido de dos modos diferentes y complementarios a la vez, porque la yuxtaposición y la linealidad no son categorías estancas y pueden aplicarse a todos los tipos de objeto. Lessing estaba en un error, ya que hay muchos cuadros que cuentan historias (tienen entonces una dimensión temporal) y hay muchos poemas, como Un coup de Dés... de Mallarmé, o Alphabets, de Perec, cuya singular disposición espacial organiza la significación del texto. No se puede percibir el tiempo, lo que se percibe es el espacio. La instantaneidad del espacio nos permite acercarnos a los objetos que contiene, es la evidencia, lo real, la posibilidad de la referencia, el acto de la representación. El tiempo pasa y desaparece sin parar (por ejemplo los segundos transcurridos desde el comienzo de este párrafo ya no volverán jamás); por el contrario, el espacio atrae al espacio, un espacio es siempre el comienzo de una dimensión en que otros espacios son posibles, el espacio crece a medida que se transforma   —91→   y las cosas contenidas en él no se agotan jamás, pues su materia no tiene ni principio ni fin. El espacio es lo que se puede percibir: materia, referencia, elemento, indicio... Todo lo que es susceptible de ser modificado por una actividad, todo lo que se presta a la transformación operada por la energía del saber-hacer humano. Cuando del espacio se trata, también es cuestión de la creación: un fenómeno que se produce siempre a partir de algo cuya materia permitirá una acción. Y la percepción implica lo visual, porque el ojo es el instrumento más importante para la percepción -la mayoría de la información que recibimos viene por los ojos- y la mirada, la acción que implica la vista, porque los modos de esa mirada son ya una forma que cuenta para el producto final de la percepción. Después habrá que decir el objeto percibido anteriormente. Pero cuando se dice el objeto del mundo que es el espacio o que ocupa el espacio, el objeto ya no está allí y el espacio tampoco. Decir el objeto del espacio ya no es ese espacio, salvo para la escritura que se escribe sobre el espacio de la página y que construye otro espacio artificial incorporando una teoría del signo y de la significación. Escribir es hacer el espacio, porque el texto se hace también objeto: ocupa un lugar, una dimensión, es un volumen, es objeto de una percepción, de una lectura, es comprendido y puede ser transformado o reescrito. Primero está la página blanca que delimita un espacio virgen pero significante, ya que el vacío cuenta también para el balance escritural (piénsese en el Coup de Dés mallarmeano o en el Passage de Milan butoriano). Luego está el conjunto de signos de la escritura que se inscriben sobre la página y en la página. Si los signos significan porque hay un código preestablecido y una significación arbitraria, la disposición u organización de esos signos sobre la página también adquiere significado. He aquí pues otro tipo de espacio significante y artístico tal como lo había definido Yuri M. Lotman (1982: 270-271) en la idea siguiente: «la estructura del espacio del texto se convierte en modelo de la estructura del espacio del universo, y la sintagmática de los elementos en el interior del texto, en el lenguaje de modelización espacial».

La noción del espacio del texto con una disposición del soporte y de los signos es, quizá, un invento de Mallarmé. Después vinieron Apollinaire y sus Calligrammes, Raymond Queneau y sus Cent mille milliards de poèmes, la poesía espacial, el Inismo... Pero también está Perec con el conjunto de su poesía heterogramática (Alphabets, Ulcérations, La Clôture, Métaux), donde la fórmula permutacional de una secuencia de signos (por ejemplo: E-S-A-R-T-I-N-U-L-O) permite desarrollar configuraciones textuales absolutamente legibles, comprensibles   —92→   y significantes, una especie de reinvención del lenguaje y del lenguaje poético. Igual que la reinvención de la escritura del relato en La Vie mode d'emploi: toda una maquinaria de constricciones relacionadas unas con otras construye las novelas de una estructura perfecta en la que el autor ha previsto todos los movimientos de ocupación y organización, una representación del espacio del mundo por medio de un espacio narrativo. Sin olvidar Espèces d'espaces, donde se podrá encontrar de modo explícito una teoría general del espacio humano contemporáneo y, también, un libro de los espacios diferentes de nuestra civilización, cuya organización jerárquica se justifica por las dimensiones que ocupan en el conjunto infinito de un espacio desconocido. La calle sería el nivel número seis de esta clasificación que va de la página al mundo. Su definición es la siguiente: «...la calle es un espacio [...] bordeado por casas» (1974a: 65). Al final del capítulo, el trabajo en curso del escritor concierne La rue Vilin: «sentado en un café o andando por la calle, con un cuaderno y una pluma en la mano, me esfuerzo en describir las casas, las tiendas, la gente que se cruza conmigo, los carteles y, en general, todos los detalles que atraen mi mirada» (1977: 2). Se trata de la ciudad, del barrio, de la calle... Los lugares de la actividad del hombre que transforma el espacio, los objetos, el mundo. Entonces, si el lugar de la calle pasa a un texto que es un signo, hay que tener en cuenta al menos tres niveles de este fenómeno de representación:

1) La calle Vilin, el lugar parisiense visitado por Perec, una entidad física, urbanística y arquitectónica, un objeto para la percepción del escritor, una realidad de tres dimensiones susceptible de ser percibida y de convertirse luego en objeto artístico, es el espacio del referente.

2) Un texto que se llama también La rue Vilin (la cursiva marca la distancia respecto del objeto), un conjunto de signos acumulados en un texto de dos dimensiones, un gran signo que representa ese objeto durante un tiempo que va desde el 27 de febrero de 1969 hasta el 27 de septiembre de 1975, un espacio que se transforma y cuya transformación es percibida en un lapso temporal, es el espacio del significante.

3) La historia velada de una vida, sin dimensión, que constituye otro fragmento de la autobiografía perecquiana, la degradación y la desaparición de una calle donde Perec vivió, el recuerdo que ya no es la existencia, es el espacio del significado.

Éste es el signo espacial que resume el texto de Perec, un signo de la escritura (espacio de dos dimensiones) que representa otro espacio   —93→   vivido (de tres dimensiones). Desde este punto de vista La rue Vilin es un homenaje al espacio, hay una especie de funcionamiento pictórico: la escritura se hace pincel de la representación. Además la calle Vilin, entidad urbanística y arquitectónica, no existe ya; pero ese espacio no ha desaparecido del todo, sino que es un espacio transformado por la acción del hombre que reconstruye las ciudades sin cesar; y, paradójicamente, lo que queda de un modo más firme y permanente es su representación: un texto que se llama La rue Vilin, una película que se titula En remontant la rue Vilin (de Robert Bober) y otros textos que representan ese texto o esa película. Es decir, los signos que re-presentan el espacio primero del mundo real o ficticio. De este modo, a través de los signos, la permanencia del objeto está asegurada.


El espacio del objeto

Es el espacio del referente, del mundo exterior, lo que nos rodea, el dominio de la existencia humana, donde la literatura y el arte en general podrían encontrar la fuente de su inspiración; pero el objeto de este espacio no es totalmente literario, no pertenece a la esencia de la literariedad porque es el objeto de las ciencias puras y, sobre todo, porque está siempre ausente del texto y sólo se da indirectamente, por medio de otra cosa que no es ese objeto (el signo que es el texto). Este espacio referencial constituye, según Bollnow, «la manifestación de la vida humana concreta» (1969: 25), no es algo psíquico, sino lo real vivido o viviéndose, el mundo tangible cuya materia es el objeto de la actividad del hombre; se trata pues de la relación implícita del individuo y del entorno, que a veces pasa a la literatura, bien sea representando al hombre que transforma el espacio de su existencia, bien sea imitando el espacio mismo que determina a veces la acción del hombre. Es la vida del escritor relacionada con el mundo que contiene los objetos bajo la forma acumulativa y proliferante de nuestra contemporaneidad; lo cual provoca algunas patologías en este tipo de espacio, como en la historia bastante explícita de Les Choses: esta permanencia agobiante de los objetos determina y modifica la presencia y la acción de los personajes en la novela, un conflicto que se resuelve con la sumisión del sujeto al objeto (Jérôme y Sylvie son dos personajes sin carácter y su presencia se justifica más por el amontonamiento material que ellos ansían poseer que por su decir o su hacer).

  —94→  

La arquitectura es la ciencia del espacio. Un arquitecto diseña los espacios que contendrán los objetos, las personas, la vida. Según R. Bofill, ser arquitecto significa comprender el espacio organizado del hombre y la arquitectura es ese lugar de una teoría en que la vida del hombre queda ligada a los objetos del mundo, susceptibles de ser representados o referidos por los signos del arte o la literatura, una alusión al objeto que es una cosa diferente del objeto mismo. El texto de La rue Vilin cuenta una descripción de esta calle del 20º distrito parisiense a comienzos de 1970. Entonces este texto representa un objeto determinado del espacio: el objeto espacial de una calle, de un barrio, de una ciudad. El espacio del texto sirve para dibujar, reproducir, incluso simular el espacio real de ese lugar parisiense; pero el objeto no está en el texto, no es el texto, ya que el texto es su signo y sustituye a la calle. En La rue Vilin el texto se hace el espacio de una descripción y, al mismo tiempo, esta descripción es la descripción del espacio urbano, urbanístico y arquitectónico de esa calle. Además, las características del texto de La rue Vilin están muy en la línea de la obra de Perec. La proliferación y la acumulación de objetos (casas, comercios, pocas personas) es absolutamente normal si tenemos en cuenta otros textos como Les Choses, las «tentatives d'épuisement» o La Vie mode d'emploi, y la enumeración del conjunto se hace por las palabras, por los significantes del texto con función denotativa subrayada, como diciendo: «esto no es una calle» (Magritte sería tajante en este caso).

La escritura no es solamente el espacio de la representación, o no tanto, sino sobre todo la representación del espacio: lo que hay que poner de relieve no es la forma espacial de la escritura (que luego se verá), sino sobre todo su función tradicional, ya que representa algo antes de representarse a sí misma, y lo que representa es el espacio de lo exterior y el espacio arquitectónico. Se trata pues de una escritura transitiva que denota un «complemento de objeto directo» saturado por su función mimética abusiva. Esta descripción detallada de la minucia no es algo gratuito y sus implicaciones llegarán hasta el espacio del significado. De entrada está la anécdota de la mesa de relojero sobre la que trabajaba Perec, un tipo de mesa bastante pertinente para el trabajo con muchos objetos casi insignificantes por su dimensión, pero absolutamente importantes para el funcionamiento de la maquinaria.

Una escritura con función tradicional representativa exige un tipo de lectura lineal en principio, pero esta constricción de la descodificación textual no es la única posibilidad de acceso al universo representado.   —95→   Es posible, por ejemplo, elaborar un recorrido diferente por el repertorio descriptivo disponiendo verticalmente los elementos de la descripción de cada visita, para obtener seis listas autónomas y verticales que se pueden leer transversalmente para verificar, número a número de la calle, la transformación sufrida a partir de la segunda visita. De este modo la linealidad impuesta por las visitas sucesivas que produce seis estados diferentes y consecutivos del lugar, se convierte en una co-presencia de seis listas simultáneas, instantáneas cuya lectura tabular, y no ya lineal, permitiría la comprensión de la estructura taxonómica del relato, así como el proceso de degradación del que hablaremos después. La lectura tabular permite el consumo feliz del conjunto taxonómico en esta descripción exhaustiva de la desaparición de una calle. Y dentro de ese conjunto están, por ejemplo, los componentes del mundo sensible: los colores (el azul de la lavandería de fachada deslavazada, el azul cielo y amarillo de la fachada de un comercio, el rojo de las paredes, el amarillo de la casa del n.º 49, el velomotor abigarrado, el ocre de una panadería) y los sonidos (música de jazz, música árabe, un ruido de máquina de coser). Pero la lectura tabular permite ante todo la representación perfecta del objeto arquitectónico: los elementos de la construcción, la disposición de esos elementos, el cuidado de las casas; es decir, el relato de una historia arquitectónica de la calle Vilin del 20.º distrito parisiense.

El fenómeno que marca sin duda alguna la lectura de este texto es el aspecto material de la descripción, tanto en su versión positiva como negativa. Desde el punto de vista positivo tenemos los siguientes componentes: el proceso de construcción de los «HLM» en la calle Couronnes, el revestimiento de fachadas (sobre todo al principio de la calle), la reconstrucción de una casa en el n.º 12 o de un comercio en el n.º 6, las expresiones que delatan un estado determinado («toujours intact», «toujours », «toujours debout»). Y en el lado negativo: el deterioro de las casas (sinónimo de degradación), el carácter «destripado» de los n.os 23 y 25, las expresiones «plus rien», «la rue s'arrête ici», «rien au-delà»; el carácter «demolido» o «destruido» constatados en la visita de 1972 se convierte en «empalizadas» y «solares» en 1974. La transformación del espacio arquitectónico implica a veces el vaciado de la calle; lo que queda es el indicio de una presencia anterior (la empalizada, por ejemplo) que a su vez se hace signo. Y hay también una cierta historia de «comercios cerrados». En su primera visita al barrio, el n.º 1 de la calle lleva ya la inscripción de «cerrado» y «todavía no ha encendido las luces»; la cerrazón y la oscuridad muestran la ausencia bien de vida, bien de actividad, y ello constituye el retrato   —96→   hiperrealista realizado a partir de una experiencia visual intensa que, además, se continúa a lo largo de todo el relato: en el n.º 7 hay también otro comercio cerrado «desde hace tiempo», luego en el n.º 9, en el 11, en el 16, en el 22, en el 24 (por supuesto, ya que se trata del comercio de su madre, que no ha vuelto a abrirse). Sólo hay un contrapunto, cuando Perec vuelve a las siete de la tarde ya anochecida y obtiene una visión ciertamente diferente del entorno. La visualización de los comercios es más rápida, de una instantaneidad casi pura, como de extrema urgencia: es el ojo que trabaja intensamente y que encuentra su objeto enfrente, absolutamente próximo, sin posibilidad de fuga, un círculo vicioso que se repite sin parar en la vida urbana y que muestra el proceso de producción y desaparición de los barrios y de las casas, la transformación del espacio de la ciudad. La calle se hace cada vez más vieja, los vecinos mueren o se marchan, los comercios ya no son rentables y cierran, las casas y los comercios abandonados se estropean muy deprisa, finalmente llega la expropiación forzosa. Estos son los avatares del espacio referencial tal como ha sido representado por el texto de Perec.




El espacio del texto

Es el conjunto de signos de la escritura depositados sobre el soporte de otro espacio: la página. Es el espacio ocupado por los significantes, por la materialidad de la escritura inscrita sobre el soporte y las configuraciones25 obtenidas en el momento de la inscripción. Es un espacio que tiene en cuenta los signos, bien para imitar la disposición de los objetos en su lugar específico -es la representación-, bien para obtener otras formas cuyo referente podría estar ausente -es la metarrepresentación- (ambos términos son de Jean Ricardou 1987: 5).

El espacio «textual» es una suerte de disposición geográfica de los grafos, el texto es el tejido de una configuración o de una forma, algo material que se puede tocar y manipular. Se trata del juego de la escritura que quisiera reproducir una cierta disposición de lo real para representarlo lo mejor posible. Es la descripción. La escritura desaparece a medida que los edificios desaparecen. Si el espacio-inmueble   —97→   de la arquitectura se degrada, el signo del espacio escritural ya no desciende sobre la página y, del mismo modo, la cantidad de espacio construido que queda en pie todavía se corresponde con la cantidad de signos acumulados en el texto; tal es la correspondencia del espacio arquitectónico y del espacio escritural operada por medio de la descripción taxonómica. La taxonomía comporta una forma del texto tal que reproduce un cierto orden de lo real; el orden o clasificación de los componentes del texto se corresponde con el orden percibido del espacio referencial (es la idea de Lotman expuesta anteriormente).

Pero el problema es el paso de las tres dimensiones del espacio referencial a las dos dimensiones del espacio textual o escritural. Según Greimas y Courtés (1979), la taxonomía es «un procedimiento de organización sistemática de los datos observados y descritos»; entonces, si se reproduce el amontonamiento de los objetos contenidos en el espacio de la calle Vilin y se organiza una escritura de catálogo para contar esto, el texto se convierte en una forma de tabulación cuya estructura tabular paradigmática requiere una lectura tabular que funciona verticalmente y que se adapta al efecto de enumeración. La forma tabular produce entonces algunos tipos de configuración de la escritura del texto, unos topoi de la puesta en discurso de una descripción semiótica del espacio arquitectónico que evocan cierta tridimensionalidad:

a) La enumeración taxonómica de todos los edificios y de los comercios constituye una serie de «tablas», donde los significantes se inscriben en secuencias homogéneas del tipo: «au n.º 1, au n.º 2, au n.º 3...», o «du côté pair, du côté impair...», o «sur la gauche, sur la droite...», o «au fond, en face...».

) Las seis visitas al lugar son los seis capítulos del texto, es decir, lo temporal del referido produce lo espacial del signo.

e) Del mismo modo, la disposición del texto reproduce la disposición de los edificios: el lado par y el lado impar aparecen alternativamente en la mayoría de los casos.

d) La frase corta, a veces sin verbo, constituye un cierto estilo tabular, una especie de lenguaje telegráfico acompañado de un protagonismo total de lo nominal, de modo que se puedan construir secuencias de fotogramas relacionadas con una cierta memoria.

e) La inscripción especial, de carácter intertextual, de anuncios, cartelitos, rótulos, letreros, «inscripciones», siglas, anuncios oficiales, placas, grafitti, reproducidos todos ellos tal cual, como una cita, constituye   —98→   una especie de catálogo casi autobiográfico de algunos fragmentos que pertenecen al objeto real del espacio referencial.

Lo cual supone una inscripción de los signos de la escritura como una red (de acuerdo con la clasificación precedente) en que las relaciones de intersección (a), adición (b) o alternancia © cuentan para la significancia, en que el estilo sustantivo (d) muestra un semantismo subrayado, en que el diálogo con los textos añadidos (e) exige una lectura más allá del texto. Es pues una suerte de metalenguaje, un desvío operado a partir de la lengua, un lenguaje gramatical que describe el objeto que ya no es la lengua misma, sino el conjunto integrado de las operaciones de la significación y de la significancia. Y el resultado sería el fenómeno ricardoliano de la metarrepresentación, pues la representación, que era la función primera de este texto descriptivo, se mezcla con el acontecimiento de la escritura, se une a la manipulación de los componentes escriturales para obtener una significación añadida que tiene en cuenta la forma, que tiene en cuenta el juego de posibilidades de organización del lenguaje y de la escritura, un trabajo sobre la materia escritural que invita al lector a una aventura de interpretación y quizás, por qué no, a una reescritura.




El espacio del significado

Es el fruto de la imaginación, de la representación mental: percibimos los objetos de lo real y nos construimos una imagen de ellos; del mismo modo, cuando leemos un texto, la traducción-traición de las palabras por un código de lo arbitrario nos hace representar los objetos referidos por esas palabras. Los objetos están en el espacio de lo real y del mundo, y las palabras están en el espacio del texto y de los volúmenes, pero las ideas elaboradas a partir de esos objetos y de esas palabras constituyen un espacio imaginario o simbólico cuya existencia escapa a nuestra percepción. No podemos tocar las ideas, no leemos las ideas, no las vemos, no las podemos manipular... salvo si se hace por medio de las palabras por ejemplo. Es la presencia de una ausencia (un eco es como una idea y leer es ante todo saber provocar esos «ecos»).

A medida que avanza el relato de La rue Vilin, la degradación de los edificios se va convirtiendo en el agotamiento de la escritura en su propia materialidad. La sexta visita es demasiado breve, tiene lugar   —99→   de noche-vers 2 h. du matin»- y su descripción es lacónica, telegráfica. Los signos de la escritura se ausentan de la página del mismo modo como los edificios desaparecen del lugar referencial a causa de la actuación de los obreros encargados de la demolición; a medida que el texto avanza la escritura se hace esquelética, es la agonía del referente, el vacío, la desaparición. Las seis etapas de la degradación de la calle Vilin suponen una especie de evolución metastática de los comercios y de las casas, una visión del espacio como una materia que se transforma sin cesar, el principio heraclitiano que nos habla de una característica esencial del espacio: un espacio que no cambia no es un espacio. El espacio del significado supone el encuentro de la arquitectura y de la escritura, un encuentro autobiográfico que reproduce las imágenes de una memoria cuyos recuerdos están asociados al devenir de una calle. El producto final de esta ocurrencia concierne al escritor y su actividad, concierne la vida y la escritura: el n.º 1 «c'était [...] l'immeuble où vivaient les parents de ma mère»; el 24 es «la maison où je vécus»; la forma de la calle es como dos eses, las siglas de la policía nazi; la mujer del 36, que se acuerda de la peluquera del 24... Lo que queda es el recuerdo hecho escritura. El espacio del significado es el espacio de la degradación, del deterioro, de la demolición, cuyo único signo es la escritura. Por ello, la escritura que representa el objeto dibuja a veces algunos signos de esta degradación: los muros y las empalizadas son las fronteras del espacio vaciado y suponen el «borramiento» arquitectónico; las ventanas y las puertas clausuradas son el «cegamiento» del edificio abandonado o expropiado y la transformación de la ciudad; la palabra vilin se pronuncia [vilé], igual que la palabra vilain (feo, malo, negativo). La significación global de este texto es la imagen o la figura de la degradación. No queda ya ninguna posibilidad de salvar ese espacio material que constituye el objeto de la referencia, pero nos queda la escritura de una historia sobre los últimos días de un fragmento del espacio parisiense donde algunas vidas fueron posibles: las de los vecinos de la calle Vilin y la de Perec mismo.

Según la sentencia de Wittgenstein, «el nombre significa el objeto» (1989: 33), es decir, la organización de signos estructurados por la descripción significa la acumulación organizada de esos elementos arquitectónicos y urbanísticos que componían aquel lugar de la calle Vilin. El espacio vivido, real, de una vida pretérita, ya no está aquí y es remplazado por el espacio textual de la descripción de su recuerdo. La calle Vilin (una pequeña calle de París) es La rue Vilin (el título de un relato ecfrástico), la calle es el texto. De este modo el espacio limitado   —100→   del texto26 reproduce el objeto infinito del espacio. Según el matemático Aleksandrov, citado por Lotman (1982: 271), «el espacio es el conjunto de los objetos homogéneos [...] entre los cuales se pueden establecer relaciones como las de las relaciones espaciales corrientes (continuidad, distancia, etc.)». El texto es el modelo del universo porque reproduce su materia al mismo tiempo que la imita y, entonces, las palabras del texto sirven para representar y significar lo que nunca estará en el texto. El núcleo del problema es semántico: la descripción equivale a la representación. Si un objeto descrito obtiene una significación en el interior de la secuencia textual correspondiente es gracias al código de la representación, ya que la alusión a este objeto obliga al sujeto a reproducir su imagen y, de este modo, el sujeto puede apropiarse de algo que antes no le pertenecía. La tabulación del interior del texto reproduce el orden de los elementos en el espacio externo. Pero la escritura no es el espacio total, no es como el espacio de tres dimensiones. En La rue Vilin esta limitación de la escritura (puesto que se hace en las dos dimensiones de la hoja) ha sido compensada por la representación de un espacio de tres dimensiones: el de las casas, los comercios, la calle, el espacio infinito. Es la función de la referencia objetiva: una palabra en relación con un objeto. El texto no es el objeto (Magritte), pero el texto significa los objetos (Wittgenstein). A efectos del fenómeno de la representación, el espacio del significado es secundario porque no añade nada esencial a ese lazo que une la palabra y el objeto. Mientras que hay una relación inmediata entre la palabra y el objeto, el significado exige una traducción del significante que a veces es una traición (piénsese por ejemplo en los problemas de la polisemia o la homonimia) y la relación que Aristóteles había establecido entre los tres términos, objeto-palabra-idea, quizá no sea ya un triángulo sino una pirámide truncada, porque sólo queda la base formada por el objeto y la palabra en una relación que se va extendiendo a medida que la escritura se materializa y se acerca al objeto. Como representación del objeto y como configuración textual, la escritura es signo. Por su parte, esa entidad arquitectónica múltiple relatada en La rue Vilin es un referente complejo en su doble dimensión biográfica y sociológica. Y entre ambos estadios del proceso sígnico (o semiosis) se halla el espacio: el espacio es primero un referente, es el referente, la calle Vilin, el objeto en que el artista apoya el acto creador; pero también   —101→   es signo, porque la escritura, al inscribirse y materializarse, se hace objeto a su vez. De este modo, el espacio se convierte en una dimensión polivalente que justifica quizá la extensa base de esa pirámide (truncada y sin embargo) cada vez más rica en posibilidades de articular un discurso con gran capacidad significante.




Referencias bibliográficas

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  • ——(1980). La Clôture et autres poémes. París: Hachette-POL.
  • ——(1988). Métaux. París: Atelier RLD.
  • QUENEAU, R. (1961). Cent mille milliards de poèmes. París: Gallimard.
  • RICARDOU, J. (1987-1990). «Éléments de Textique I, II, III, IV». Conséquences 10, 11, 12, 13/14.
  • WITTGENSTEIN, L. (1989). Tractatus logico-philosophicus. Madrid: Alianza.




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ArribaAbajoLas voces en La boda de Ángela, De J. Jiménez Lozano

Emilia Cortés Ibáñez


(Grupo de Investigación de la UNED, Madrid)

La obra está ordenada en nueve capítulos y, a lo largo de ellos, conocemos la historia de una familia venida a menos: la rigidez de sus normas (Jiménez Lozano, 1993: 106, 231), su religiosidad (Jiménez Lozano, 1993: 107-108) y el acomodo a los nuevos tiempos políticos y sociales (Jiménez Lozano, 1993: 15) que les ha tocado vivir. El eje de la familia es la madre27, «mamá» como constantemente la denomina su   —104→   hijo, el menor de tres y único varón, que es a la vez personaje y narrador «visible» (Bal, 1977: 117) de la novela. El narratario es su hermana Tesa, personaje ausente, a quien cuenta el asunto de la boda de Ángela -sobrina de ambos-, motivo de la narración, por lo que la novela es muestra de narrativa oral (Chatman, 1990: 272-73); mientras familia e invitados esperan el inicio de la boda, el narrador cuenta a Tesa cómo se está desarrollando el acontecimiento.

La narración de lo que ocurre a la puerta de la ermita, que aparece en pretérito, la alterna con retrocesos al pasado, a la vez que va estableciendo un paralelismo entre dos personajes y su situación: Tesa y Ángela28 -tía y sobrina- (Jiménez Lozano, 1993: 36, 38, 99, 107, 113, 133), lo que lleva a un paralelismo entre el pasado y el presente, y ello da pie a la alternancia temporal que domina toda la obra. Estamos ante una narración consonante (Beltrán, 1992: 155-59), en la que los dos planos temporales, pasado y presente, pertenecen al narrador. Desde el punto de vista de la posición temporal, se trata de una narración ulterior, en la que no se indica «la distancia temporal que separa al narrador de la narración del de la historia» (Genette, 1989: 277). Estos dos planos temporales están dominados desde un aquí y un ahora que aparece siempre en presente, marcado por expresiones del tipo «ya sabes», «¿te acuerdas?», que tienen una clarísima función fática o de contacto.

El hecho de que la situación física del personaje narrador sea fija favorece su inmersión mental. Este narrador homodiegético cuenta desde dentro; su focalización es interna (Reyes, 1984: 102), de posición fija porque todo pasa a través de su filtro. Nos ofrece una selección, visión y presentación (Bal, 1977: 119) de los hechos, lo que aporta parcialidad y limitación a la historia (Bal, 1990: 110-111). De él sabemos muy poco, ni siquiera su nombre, lo vamos conociendo a lo largo de la obra, precisamente por su perspectiva y por cómo actúa en las secuencias en que se manifiesta como un personaje activo. A Jiménez Lozano no le interesa este personaje salvo para que sea el sujeto perceptor de la historia y muestre al lector el mundo de la novela, siempre a través de los ojos de su conciencia (Garrido, 1993: 135). Estamos en el 1.er nivel de focalización (Bal, 1990: 118); el objeto focalizado es «no perceptible» (Bal, 1990: 115) o «interno» (Vitoux, 1982: 360), ya que se trata de pensamientos, recuerdos, sentimientos; todos ellos en torno a su familia. Aunque, si seguimos la opinión de Vitoux (1982: 364), es   —105→   «perceptible», ya que la memoria y el sueño dan un objeto «perceptible» aunque ausente. Este focalizador personal puede percibir el objeto imperceptible porque forma parte del mismo, es decir, de esa familia (Bal, 1990: 117). Esta combinación de focalizador y objeto focalizado es constante a lo largo de la novela; no obstante, hay secuencias -la espera a la puerta de la ermita- en que el objeto focalizado es «perceptible» o «externo», al estar formado por los invitados, la situación y lugar en que se encuentran.

Este narrador testigo (Bal, 1990: 131) se mantiene aparte, observa lo que ocurre y nos cuenta la historia. Su función, a lo largo de la obra, es doble: comunicativa y testimonial o de atestación (Genette, 1989: 308-312); como consecuencia, destacan las funciones fática y emotiva. Entre narrador y personaje hay una relación de equisciencia y el que sea un narrador desde dentro hace que su punto de vista, su focalización sea espontánea y natural, no forzada. La diferencia entre narrador y personaje se diluye debido a que la identificación entre el saber de uno y del otro va acrecentándose, por lo que se llega a «una conciencia que fluye», es decir, al monólogo interior del narrador-personaje (Tacca, 1978: 86-7). Ello muestra la exploración de la conciencia de este narrador-testigo y de la imagen que tiene del mundo (Tacca, 1978: 107).

El discurso que ofrece la obra es doble (Senabre, 1993: 11). Un discurso externo, sencillo, de fácil comprensión, que está unido a las personas que aguardan el comienzo de la boda y que se da siempre en el presente, aunque aparece oculto bajo el pretérito. Otro, interno, no tan sencillo como el anterior, que corresponde al narrador, a su familia, y nos lleva al pasado, a las evocaciones, a conocer los componentes de la misma.

Estos dos discursos ponen de manifiesto los dos mundos, distintos, diferentes, que subyacen en el fondo de la novela: el mundo en general y el mundo cerrado, interno, íntimo de esta familia que muestra el autor29.

  —106→  

El discurso externo, al igual que el mundo que refleja, es superficial, frívolo, «ligero», mediocre; lo vemos en las actitudes y conversaciones de los invitados, que giran en torno a las dietas de adelgazamiento y a la celulitis y cirugía estética (Jiménez Lozano, 1993: 74-5, 136-37). Los únicos personajes que se escapan de este mundo son las dos mujeres que viven en él pero sin pertenecer a él: Ángela y su madre, Lita. Esta última: ligera, juvenil (Jiménez Lozano, 1993: 110); la primera: una niña (Jiménez Lozano, 1993: 61, 93). La focalización del narrador nos da su visión del mundo30:

«Era como si todos aquellos burgueses se hubieran ido a parar a un lugar extraño».


(Jiménez Lozano, 1993: 10)                


El discurso interno es más complejo. En muchas ocasiones su contenido no está explícito, el autor se sirve de paralipsis, y la imaginación del lector debe suplir lo no escrito: no se nos da información completa, sobre todo en torno a la figura de Tesa31: su actividad después de la salida del convento, el accidente que la llevó a la situación actual, país en el que se encuentra y, finalmente, el regalo que hace a Ángela y que resulta ser decisivo para que la boda no se lleve a cabo. Pero no es extraño que, sobre este último extremo, el narrador no actúe como un perfecto informante: él también desconoce este punto, tal y como muestra a lo largo de la obra (Jiménez Lozano: 1993: 34, 52, 63, 83,   —107→   87-88, 135, etc.), por lo que no se manifiesta como omnisciente. Recogiendo las palabras de Vitoux (1982: 363), diremos: «un personnage focalisateur ne permet de faire passer dans le récit que ce qu'il est en mesure de connaître de l'histoire comme acteur, c'est-à-dire ce qui est objet de perception».

El narrador se mueve en distintos niveles del pasado que enlaza mediante una frase (Jiménez Lozano, 1993: 117, 118), los rostros de las personas (Jiménez Lozano, 1993: 105), los niños (Jiménez Lozano, 1993: 93), una sonrisa (Jiménez Lozano, 1993: 99), algún personaje -Luzdivina, Lita (Jiménez Lozano, 1993: 60, 19)-, la humillación (Jiménez Lozano, 1993: 32-3), el canto del cuco (Jiménez Lozano, 1993: 111), la diadema de la novia (Jiménez Lozano, 1993: 10), algo que dice mamá (Jiménez Lozano, 1993: 25) o el tono de su voz (Jiménez Lozano, 1993: 93), para hacer repentinas incursiones en el presente, al que llega gracias a una música (Jiménez Lozano, 1993: 138), o por el tema de la moda en el vestir (Jiménez Lozano, 1993: 106). Y de dos situaciones, separadas por el tiempo y, aparentemente, independientes sacamos simultaneidades, relaciones, referencias, que nos permiten llegar más profundamente al interior del narrador y su familia. Este discurso interno es el del mundo interior del narrador, que se mantienen fuera del mundo en el que está inmerso el resto de personajes, de mortales; actitud en la que se reafirman los componentes de la familia, al final de la obra, al provocar la ruptura del compromiso y, por consiguiente, la no celebración de la boda. Éste es un discurso más profundo con claros ejemplos de intertextualidad (Plett, 1993: 65-91), al aparecer recogidas otras voces; unas veces por medio de cita manifiesta, con marcadores explícitos, por ejemplo, la referida a Ovidio (Jiménez Lozano, 1993: 94). Otras, son citas ocultas que, siguiendo la tipología fijada por Morawski (Plett, 1993: 76-8), consideramos eruditas; así, escuchamos las voces de Plinio el Joven, Gracián y Quevedo (Jiménez Lozano, 1993: 72), tal y como Senabre (1993: 11) recoge.

No es extraño que el discurso interno, y el mundo en el que se da, sea más rico y profundo que el externo porque en él está sumergido el narrador y éste es el que él defiende y propone como válido y auténtico. Este mundo está conformado por la casa, el hogar de los personajes de la obra, donde realmente se sienten ellos mismos: es el espacio de la familia, de lo privado, de lo íntimo. Ni el espacio externo ni el interno presionan al narrador, más bien lo «envuelven», le ofrecen el clima propicio para su vuelta a la infancia. Tienen una función simbólica, claramente apreciable cuando actitudes o estados de ánimo de los personajes se manifiestan en un lugar, en un ámbito concreto, rodeados   —108→   de objetos con un efecto sentimental claro (Jiménez Lozano, 1993: 11-2, 13). El espacio físico de la obra traduce oposiciones personales e ideológicas: dentro/fuera, verdad/mentira.

La novela ofrece dos situaciones lingüísticas diferentes. El hecho de que el narrador esté implicado en su objeto lo coloca en una situación lingüística personal32 -en el sentido en que se refiere a su posición-; la situación narrativa de la novela está conformada por este tipo de lenguaje y en él destacan la función actualizadora y memorística, puesto que sirve para aproximarnos a vivencias pasadas. El monólogo interior, en el que se alterna cognición y percepción (Chatman, 1990: 194-99), es la base del discurso narrativo, sirve para mostrar el mundo interior del personaje: recuerdos, vivencias, evocaciones; y está conformado por formas directas libres. Nos encontramos ante un monólogo autonarrado (Beltrán, 1992: 164-67), que entra en los límites de la conciencia del personaje narrador. En palabras de Tacca (1978: 138), el «yo» narrativo «[...] cuenta hechos de su pasado pero contemplados con la relativa "ajenidad" que impone el tiempo», se da «el apego de la propia identidad» y «el despego de la distancia temporal».

En la primera mitad de la novela el narrador emplea una 2.ª persona, cuya función es la de esconder el «yo»; es muestra del monólogo autorreflexivo (Beltrán, 1992: 176-85), del que tenemos numerosos ejemplos (Jiménez Lozano, 1993: 27-9, 61, 65, 93, etc.). En estos casos, es yo, es decir, «el interlocutor ha sido sustituido por el sujeto de conciencia» (Beltrán, 1992: 183). La relación íntima entre narrador y narratario actúa en el primero, que elige registros, formas y normas de expresión (Bobes, 1992: 75) en un tono conversacional, confidencial, familiar33. Así, el presente de la narración aparece marcado con verbos en 2.ª persona, del tipo «ya sabes», «¿Te acuerdas?» (Jiménez Lozano, 1993: 31, 45, 49, 53, 73, etc.), que tienen una función claramente fática, y que ya hemos recogido anteriormente. Son formas indicadoras de emotividad34; expresividad que, por otra parte, se ve reforzada con el   —109→   empleo de vocativo (Jiménez Lozano, 1993: 102) e imperativo, que ponen de manifiesto la intimidad de la relación entre los hermanos (Jiménez Lozano, 1993: 15). Se da un abundante empleo de laísmo a lo largo de toda la obra, además de dos casos de loísmo (Jiménez Lozano, 1993: 98 y 138), lo cual entendemos no sólo como muestra de la atmósfera familiar del relato, sino también como rasgo caracterizador de la estrecha relación entre el paisaje y el paisanaje de la obra, ya que se desarrolla en Ávila35 y su provincia. Debemos señalar que el laísmo aparece tanto en el monólogo del narrador como en boca de otros personajes (Jiménez Lozano, 1993: 74, 105, etc.).

La situación lingüística personal de la obra se alterna con otra impersonal36, en el sentido de que gira en torno a los otros, no en torno al yo/tú. A lo largo de la obra se produce la alternancia de los dos niveles narrativos -personal e impersonal-, por lo que nos encontramos ante constantes interferencias textuales entre el texto del narrador y el del actante. En el discurso base de la novela, tanto el nivel narrativo como el de focalización están en el l.er nivel. Cuando se pasa a la situación lingüística de los personajes, estamos ante una situación de lenguaje personal de 2.º nivel, ante una situación dramática, ante el diálogo (Bal, 1990: 142-47).

El narrador se sirve de este proceso de interacción (Bobes, 1992: 66) para dar la voz a los personajes y, así, aproximarlos al receptor y hacer más viva la situación. A este nivel llegamos mediante indicadores concretos -dos puntos, comillas, etc.-; los verbos más frecuentes, que se emplean como signos de cambio de nivel, son verbos de dicción: «contestar», «añadir», «preguntar»..., que no muestran expresividad en el hablante. Verbos que indican el estado anímico del sujeto, como: «advertir», «excusarse», «susurrar», «suplicar»..., son menos abundantes. Para llegar a un tercer bloque, muy reducido, formado por verbos de mandato, como «ordenar», que aparecen en boca de mamá (Jiménez Lozano, 1993: 50) y del vizconde, su yerno (Jiménez Lozano, 1993:   —110→   111, 132), -auténticos antagonistas- que muestran el carácter de ambos; en boca de mamá, personaje difícil de doblegar, también aparece el verbo «quejarse» (Jiménez Lozano, 1993: 99). El diálogo es muy frecuente a lo largo de la obra, por lo que se producen constantes alternancias o encabalgamientos entre el monólogo interior del narrador y el diálogo (Beltrán, 1992: 84), y hay que señalar que, la mayoría de las veces, el cambio de nivel narrativo implica cambio de focalizador. Estos cambios son frecuentes y el 2.º focalizador es cualquier miembro de la familia, sin seguir un orden preestablecido. Dichas alternancias dan lugar a superposiciones temporales y a un paralelismo de las acciones, lo que produce «simultaneidad rítmica», es decir, que «en un presente único de lectura» percibimos «lo que ha ocurrido en dos tiempos distantes» (Bobes, 1992: 234-35).

En los cuatro primeros capítulos, el hablante más frecuente en los diálogos es mamá, para dejar paso, en la segunda parte, a Tesa37. Los nexos de unión entre el monólogo envolvente y los diálogos transmitidos son la repetición de un mismo lexema (Jiménez Lozano, 1993: 117) o de una frase (Jiménez Lozano, 1993: 118). Y, mientras que aquél está situado en un primer plano, los diálogos se enclavan en un segundo, por lo que se presentan no como proceso in fieri, sino como un proceso acabado, un discurso cerrado, referido (Bobes, 1992: 119-23), con lenguaje directo, temporalidad en presente y espacio limitado y concreto: el de las personas que dialogan (Bobes, 1992: 238). En parte de los diálogos el narrador actúa de «tapado» (Bobes, 1992: 89-94), es decir, de sujeto oculto, lo que le permite conocer información que, de estar presente, nunca obtendría (Jiménez Lozano, 1993: 8); al estar en «zona de acecho», puede oír lo que, de otra forma, no oiría. Estos diálogos con narrador oculto son caracterizadores de los personajes y de los ambientes sociales que, en la obra, se dan.

Frecuentemente, las voces de los actores invaden el 1.er nivel, el del narrador; el aquí y el ahora del personaje hablante se traslada al aquí y al ahora del narrador. Estamos ante la interferencia textual más común: el estilo indirecto (EI), también frecuente en la obra (Jiménez Lozano, 1993: 29, 54, 58, 59, 71, etc.), y que muchas veces carece de verbum dicendi y de conjunción, aunque sí aparecen verbos de comunicación que, aun sin introducir este estilo, hacen referencia a actos de habla. En ocasiones, el narrador se adueña de la voz del personaje y asume la afirmación, pero sin adquirir las categorías de tiempo y espacio   —111→   del actor (Jiménez Lozano, 1993: 59, 61, 68-9, etc.); estamos ante la oratio quasi obliqua (Reyes, 1984: 198-206).

Otras veces, el narrador atenúa la afirmación de lo trasladado mediante el empleo del condicional (Jiménez Lozano, 1993: 40) para, con esta forma verbal, mostrarnos «su» no compromiso respecto de lo dicho por los personajes (Bajtín, 1991: 133), o la suposición de las palabras de éstos; su papel es el de simple retransmisor. La técnica empleada es la oratio obliqua (Reyes, 1984: 83-4).

En varias ocasiones el relato del narrador lo vemos salpicado de palabras o frases cortas de los personajes, que aparecen entrecomilladas (Jiménez Lozano, 1993: 22, 31, 40, 45, 86, 87, 94, 102, 103, etc.); ello es muestra de discurso del personaje disperso en la narración (Beltrán, 1992: 112-116), que sirve para darnos a conocer la concepción del mundo, el «horizonte ideológico social» de los personajes (Bajtín, 1991: 226). El hecho de que la cita entrecomillada sea una palabra o una frase corta muestra que es una transcripción fiel de lo dicho por el personaje, algo muy repetido por él, no una versión del narrador38. También se da algún caso de discurso ajeno referido por un personaje (Beltrán, 1992: 90), en donde se reproducen palabras ajenas dentro del discurso propio -de los personajes- (Jiménez Lozano, 1993: 8, 95).

El estilo indirecto libre (EIL) aparece frecuentemente; en él, el aquí y el ahora del narrador se trasladan al tiempo y al espacio del hablante, del personaje (Jiménez Lozano, 1993: 9, 29-30, 48, 55, etc.). Cuando este EIL, focalizado por el narrador y totalmente unido a la conciencia de los personajes, suprime toda referencia a la percepción o intelección, desemboca en el monólogo interior del personaje (Tacca, 1978: 80-82), en el que la perspectiva se fija en su punto de vista, ya no en el del narrador (Jiménez Lozano, 1993: 3939); no obstante, esta técnica no es muy frecuente. Dado que los dos niveles narrativos están fuertemente relacionados, en ocasiones, es difícil delimitar40 si estamos ante   —112→   EIL o ante un texto «puro» del narrador; y esta «neutralización» o «unificación» textual fortalece la unión entre personajes y narrador, además de hacernos confiar aún más en la autoridad de este último (Chatman, 1990: 222).

En el texto básico -del narrador- se intercalan otros textos, descripciones, que interrumpen la línea de la historia presentada y se insertan en la misma; los temas están dedicados a espacios y lugares cerrados. Así conocemos lo que guardan los desvanes de la casa y la atmósfera de la cocina (Jiménez Lozano, 1993: 25-8 y 94); buena muestra de estilo nominal en ambos casos y de ritmo marcado con series binarias en el primero. El cuarto de la plancha y el interior de la casa y su decoración (Jiménez Lozano, 1993: 88-9 y 101-103) son otros ejemplos de este tipo de descripciones. Espacios abiertos, como la panorámica de la finca o una cacería (Jiménez Lozano, 1993: 48-9 y 53) también hacen su aparición.

A veces, el narrador mira, observa a los invitados y reproduce lo que ve (Jiménez Lozano, 1993: 35), o recuerda a miembros de su familia (Jiménez Lozano, 1993: 36-7), por lo que hay descripciones de personas41. Su físico (Jiménez Lozano, 1993: 103-104), su conducta: caridad de mamá con los pobres (Jiménez Lozano, 1993: 56-7), actitud de papá con los servidores (Jiménez Lozano, 1993: 73). Con todas estas descripciones el discurso queda adornado, a la vez que se crea una memoria activa en el desarrollo de la acción (Garrido Domínguez, 1993: 236-237). Algunas descripciones están acompañadas de adjetivación extensa y de enumeraciones que colaboran al estilo nominal, ya indicado, y a crear un tempo lento. A todo esto hay que añadir el ritmo lento de pensamiento, con lo que tenemos una novela de ritmo emotivo.

Predominan las descripciones de elementos internos, familiares, íntimos, como lo es el conjunto de la novela. Lo descriptivo se capta sensorialmente y, aquí, los datos dominantes son visuales (Jiménez Lozano, 1993: 25-9, 69, 81-2, etc.), en primer lugar, y acústicos (Jiménez Lozano, 1993: 53, 109, 133, etc.), en segundo, sin olvidar los olfativos (Jiménez Lozano, 1993: 53). La actitud subjetiva del narrador al mostrar paisajes, objetos, personas, anteponiendo el tamiz de las impresiones   —113→   que en él provocan, es muestra de su elección estética, además de su compromiso ético e ideológico y de su visión y postura ante el mundo de alrededor.

En la obra se da una fuerte reducción temporal, en la que rememora el pasado y deja constancia de que vive en la prolongación del ambiente de su infancia y adolescencia42 (Tacca, 1978: 111-112), al igual que los otros miembros de la familia, incluida la amiga de Tesa, María. Viven aferrados al pasado; la añoranza y melancolía de esa edad perdida queda patente a lo largo de la novela:

«¿Dónde estaban allí las muertas sonrisas de la infancia y de la adolescencia cándida: la casa de muñecas, los Reyes Magos, el rubor, los pájaros caídos del tejado, los «ahorí» del escondite, tardes de lluvia con los trenes eléctricos o leyendo cuentos, el aro, el corro, la perra Nola luego envenenada?».


(Jiménez Lozano, 1993: 29)                


«Y luego, pasado el tiempo, es cuando te das cuenta, ¿no? Entonces, lo que nos entusiasmaba era envolvernos en las sábanas para disfrazarnos de Reyes Magos, de moros o de fantasmas los tres: Lita, tú y yo».


(Jiménez Lozano, 1993: 90)                


Pero lo que destaca el narrador a lo largo de toda la obra es el dolor que le produjo la marcha de Tesa al convento, cuando él, menor que su hermana (Jiménez Lozano, 1993: 102), tenía diecisiete años (Jiménez Lozano, 1993: 36); así leemos:

«Y ¿sabes? Siempre estuvo en mi corazón ese golpe, y nos contagiaste a todos, vaciaste el mundo en que vivíamos. Arruinaste la cocina, cerraste los armarios, metiste el coche en el garaje como una antigualla: decoloraste la vida entera de la casa, porque nos enseñaste que todo era innecesario al atravesar aquella puerta».


(Jiménez Lozano, 1993: 37)                


La proximidad espiritual a la infancia también la plasma mediante la técnica del contraste, al destacar lo negativo de la madurez (Jiménez   —114→   Lozano, 1993: 21); lo pone en boca de papá, con lo que una vez más muestra el mundo cerrado de la familia, en el que sus miembros comparten ideas y opiniones.

Y ya, para terminar, recogemos las palabras de Bajtín (1991: 177), al afirmar que estamos ante un híbrido novelesco, ante un «sistema de combinaciones de lenguajes organizado desde el punto de vista artístico», un «híbrido intencional y consciente». Siguiendo la teoría de dicho autor (Bajtín, 1986: 169), incluimos esta obra dentro del género retórico de la diatriba, construido «en forma de conversación con un interlocutor ausente, lo cual conduce a la dialogización del mismo proceso del discurso y del pensamiento». Las voces de la obra son «unidades compositivas fundamentales, por medio de las cuales penetra el plurilingüismo en la novela» (Bajtín, 1991: 81, 141). El lenguaje social de la misma nos ofrece una perspectiva sociolingüística concreta, nos muestra el ideologema social de la obra y, así, los discursos que en ella aparecen son símbolos de los dos mundos sociales en los que ésta se desarrolla, son puntos de vista con una significación social (Bajtín, 1991: 150 y 171-74); han perdido su intencionalidad directa para integrarse en la intencionalidad de la novela. Son voces que crean un fondo y, por encima de todas ellas, destaca la voz del narrador.


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