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Como ilustración de esa diversidad de estructuras a la que me refiero puedo citar la narración básicamente lineal de la novela histórica romántica, que sigue el modelo tradicional de los romances de caballerías y en la que las anacronías están al servicio de la intriga y de la creación de efectos sorpresa en los lectores; la historia evenemencial de los Episodios galdosianos en los que los acontecimientos se suceden y se encadenan en el discurso por medio de fuertes lazos de causa-efecto; la anulación del tiempo histórico en favor de una temporalidad intrahistórica en Paz en la guerra de Unamuno; la circularidad del tiempo en las novelas de El Ruedo Ibérico de Valle-Inclán; la subjetivización del tiempo histórico al presentarlo como recuerdo y evocación de un narrador-protagonista como en Urraca de Lourdes Ortiz o en Memorias de Adriano de M. Yourcenar; la ruptura fantástica de la dimensión temporal finita del hombre porque el pasado vive o se revive en la eternidad del arte y de la literatura como en Bomarzo de Mujica Láinez, hasta llegar, en fin, a la disolución de la gran ficción del orden histórico para mostrar la simultaneidad de todas las épocas, el desorden y el caos del devenir humano como en Los perros del paraíso de Abel Posse.

 

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Esta distancia da lugar además a distintas formas de relación entre el lector y el texto. Las épocas muy alejadas del presente se cargan de connotaciones de exotismo, misterio y aventura, o se vuelven objeto de contemplación estética, mientras que la implicación emocional e ideológica se acentúa en las novelas cuya diégesis se aproxima a la historia conocida o vivida por el autor y el lector.

 

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Estos dos tipos de anacronismos verbales funcionan en diferentes relaciones textuales: el arcaísmo marca la distancia entre el lenguaje actual de los lectores y el antiguo de los personajes del pasado; la modernización indica la incongruencia temporal entre el habla moderna de los personajes y el mundo diegético del pasado al que pertenecen. La arcaización apunta pues al nivel pragmático, mientras que la modernización lo hace al nivel diegético.

 

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Como ejemplo puede citarse la novela Extramuros (1978) de Jesús Fernández Santos, narrada en primera persona por una monja de un convento de clausura en la España del XVI y cuyo estilo remeda el de los místicos renacentistas.

 

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Sobre esta cuestión han escrito interesantes reflexiones G. Lukács (1937: 65) y Amado Alonso (1942: 13-23), quienes censuraron la novela histórica arqueológica. Umberto Eco (1983) toma precisamente el uso del anacronismo como criterio para diferenciar tres formas de contar el pasado: una es el romance, desde el ciclo bretón hasta las historias de Tolkien, en la que el pasado es una construcción fabulosa que permite dejar libre la imaginación; otra es la novela de capa y espada al modo de Dumas, en la que se recrea un pasado «real» pero los personajes expresan sentimientos que podrían atribuirse a personajes de otras épocas; y la tercera es la novela histórica propiamente dicha, que recrea el pasado respetando su historicidad, apoyada en un conocimiento cabal del periodo evocado y preservando una lógica verosímil entre los personajes y la época. No obstante, afirma Eco, «una novela histórica no sólo debe localizar en el pasado las causas de lo que sucedió después, sino también delinear el proceso por el que estas causas se encaminaron lentamente hacia la producción de sus efectos».

 

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Esta doble situación comunicativa implicada por el discurso ficcional la explica Walter Mignolo distinguiendo entre «el mero acto de enunciar del autor (utterance act) que es verdadero, del acto ilocutivo del narrador (illocutionary act), que es simulado o pretendido» (W. Mignolo, 1980: 87) Acerca del carácter «doble» del discurso ficcional hay diversas explicaciones: Martínez Bonati, por ejemplo, habla de la doble fuente de la palabra del autor y del narrador, lo cual implica aceptar un «hablar ficticio» tan pleno y auténtico como el del autor, pero proveniente de otra fuente (Martínez Bonati, 1978: 137-144). Esta postulación de Martínez Bonati intenta corregir la afirmación de Searle referida al tipo de actos ilocucionarios efectuados por el autor de un texto de ficción, según la cual, el autor finge realizar tales actos, esto es, actúa como si afirmara, interrogara, etc., pero sin comprometerse con las convenciones normalmente implicadas por los significados de las frases enunciadas (J. Searle, 1975: 319-332). Con respecto a la naturaleza del discurso ficcional y su relación con el discurso literario, otros intentos similares de abordar el problema se encuentran en Ohmann (1971: 1-19); Pratt, (1977: 201-223); Herrnstein-Smith (1978: cap. 2); Dolezel 1980: 7-25); Martínez Bonati (1981: 67-89).

 

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Sobre las implicaciones y límites de las elecciones estilísticas véase Ullmann (1968), en especial, el capítulo VII de la II parte.

 

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En el marco de un esclarecedor estudio sobre la descripción, L. A. Pimentel dedica un apartado al valor icónico del nombre propio. Sus afirmaciones pueden extenderse al caso que nos ocupa, esto es, aquél en el cual el nombre del autor se inserta en el universo de ficción del texto. «El nombre de una ciudad -sostiene la autora-, como el de un personaje, es un centro de imantación semántica al que convergen toda clase de significaciones arbitrariamente atribuidas al objeto nombrado, de sus partes y semas constitutivos, y de otros objetos e imágenes visuales metonímicamente asociados» (Pimentel, 1992: 113). Y más adelante agrega: «De este modo, podríamos hablar de una verdadera relación intertextual, del texto ficcional que hace suyos los valores del texto cultural, y cuyo disparadero inicial es el nombre propio» (Ibidem: 115). En consecuencia, el nombre propio no sólo posee una referencia sino que remite a un complejo de significaciones inscritas en el texto de la cultura.

 

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A este respecto afirma M. Butor (1967): «La forma más espontánea, fundamental, de la narración es la tercera persona; cada vez que el autor utilice otra, será en cierto modo una 'figura', nos invitará a no tomarla al pie de la letra, sino a superponer la otra sobre ésta, siempre como sobreentendida.» Para un desarrollo más amplio de la función de los pronombres personales en la narrativa véase Romberg (1962); Tamir (1976: 403-429); Kuroda (1976), etc.

 

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Sobre los fundamentos teórico-metodológicos de P. Ricoeur puede consultarse, entre otros, Balaguer (1994).