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Aunque no una imagen definitiva, ni absoluta, puesto que el objeto deviene luego plural. La solicitud de Yakub concierne a la perfección estética. De las posteriores enumeraciones de las visiones de Yakub puede extraerse que este personaje fluctúa entre el deleite estético y el ansia de conocimiento. En el campo de lo estético Yakub no encuentra nada que de por sí sea único en su género. Tales objetos pueden multiplicarse produciendo el mismo efecto: deleite estético. La naturaleza de lo absoluto en Borges, veremos, va más allá de la mera estética: entra en el campo de lo cognoscitivo. Cuando adquiere la visión de «cosas imposibles de describir», «la ciudad que se llama Europa», al entablar un contacto perceptivo con lo que otros sudaneses del siglo XIX no podrán ver jamás, entonces se entromete en las visiones esa figura del Enmascarado, esa trampa del hechicero que instigará el ansia de Yakub por saber: el deseo de conocer la identidad de la figura descubriéndola.

 

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De forma semejante ocurre con la figura del Enmascarado, que se tratará más adelante.

 

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En este sentido, puede decirse que el contenido de las preferencias de Yakub es en realidad secundario, aunque, irónicamente, se le muestre al tirano todo lo que desea.

 

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«Le pregunté si percibía con claridad su reflejo en el círculo y respondió que sí. Le dije que no alzara los ojos. Encendí el benjuí y el cilantro y quemé las invocaciones en el brasero» (HUI, 126); «Entonces ordené que desnudaran al condenado y que lo sujetaran sobre la estirada piel de becerro y que le arrancaran la máscara. Esas cosas se hicieron. Los espantados ojos de Yakub pudieron ver por fin esa cara -que era la suya propia. Se cubrió de miedo y locura» (HUI, 129).

 

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En cuanto a las «cosas imposibles de describir», esta expresión nos conduce a un equívoco. Desde luego, en el momento en que aparecen en el espejo, estas cosas serán imaginables y concebibles, en el sentido de que se crea una imagen que se interpreta perfectamente. Es decir, que del comentario de Abderrahmen, «deleites del verdugo y del cruel», se deduce que se ha interpretado una imagen que es perceptible y reconocible en el horizonte de expectativas mentales del receptor. No es preciso tomarse en su sentido estricto «cosas imposibles de describir», sino entenderlo como el uso de la desgastada hipérbole romántica de la indescriptibilidad.

 

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No un proceso comunicativo corriente, claro está, sino como producto de un ritual mágico que fundamenta la intriga de la narración.

 

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Bastante habitual, al menos, en la literatura romántica. Así, por ejemplo, el episodio de la mina en Enrique de Ofterdingen, de Novalis, de obvias resonancias virgilianas, donde el joven protagonista halla un libro escrito en provenzal que es un compendio de sus hechos futuros como trovador.

 

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Particularmente célebre es el final de Cien años de soledad, donde el último Buendía lee, poco antes de morir, el final de la historia de su familia en el libro de Melquíades, un episodio que, a su vez, remite más o menos directamente a «El hundimiento de la casa Usher», de Poe.

 

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Esta irrupción de la virtualidad en lo empírico se produce también en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», una irrupción tan atroz como para conquistar nuestro universo mental, tan banal como para que el receptor de los contenidos de la enciclopedia virtual comprenda que éstos no resisten a su propia ilógica.

 

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Tal como se expresa en las palabras de Tzinacán, esa sentencia vendría a ser algo parecido a la causa causarum aristotélica. Nuevamente se trata de una entelequia (vid. supra, n.130 ). Nótese por otra parte la semejanza de esta idea de la sentencia divina con el pensamiento cristiano: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio en Dios. Por él fueron hechas todas las cosas; y sin él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas» (Juan, 1: 1-3) o «La fe es la que nos enseña que el mundo todo fue hecho por la palabra de Dios; y que, de invisible que era, fue hecho visible» (Hebreos, 11: 3). Es decir, que la palabra divina es el principio esencial de la divinidad y a la vez el medio por el que Dios realiza su voluntad creadora.

Al respecto de la sentencia divina como identidad del mundo, nótese la semejanza temática con La Biblioteca de Babel, donde el llamado «libro total» viene a ser un resumen o compendio del universo. En uno y otro caso, la sentencia divina y el libro total vienen a ser una suerte de conjuros para la existencia absurda de unos personajes.