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Es ya presente, al menos, en el «Grand Siècle», como lo demuestra Mme de Sévigné; la epistológrafa elogia a su hija por haber sabido invertir «Nous n'avons pas assez de force pour suivre toute notre raison», de La Rochefoucauld, en «Nous n'avons pas assez de raison pour employer toute notre force», subrayando que La Rochefoucauld «serait honteux [...] de voir qu'il n'y avait qu'à retourner sa maxime pour la faire beaucoup plus vraie» (carta del 14 de julio de 1680).

 

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El resultado: «L'amour, aussi bien que le feu, ne peut subsister sans un mouvement perpétuel», y «La bonne grâce est au corps ce que le bon sens est à l'esprit», ambos ejemplos son tomados de La Rochefoucauld.

 

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Se recordará a propósito el precepto pascaliano según el cual el «yo» (la expresión desnuda del pensamiento) es odioso. Una larga tradición, en la literatura francesa (especialmente la moralista) defiende precisamente el uso del pronombre «on» con el fin de evitar la primera persona, ya sea del singular (considerada inoportuna), ya sea del plural (calificada de petulante cuando concierne a un sujeto único).

 

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Por ejemplo, dice Lewis a propósito del proceso enunciativo generado por el pronombre, si escogemos la máxima 38 de La Rochefoucauld («Nous promettons selon nos espérances, et nous tenons selon nos craintes»), «we can distinguish between two temporal dimensions, the immediate present of the enunciatory process and the durative present of the stated universal, and correlatively between two subjects, we who read or write this statement and we who, as Men, act in accord with the principle that is enunciated. The appareance of the enunciatory dimension poses a problem which one encounters in the act of reading».

 

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Se diría que la cuarta y última parte del libro de Todorov (1978: 223-310), dedicada a los géneros no literarios, está inspirada en el estudio de Jolles, a pesar de la perspectiva netamente diferente que adoptan uno y otro (socio- o etnológica el alemán, y más estrictamente retórica el búlgaro). El excelente artículo de Tiefenbrun (1980) demuestra que máxima y wit (el equivalente inglés del witz), pese a las diferencias, operan dentro de un mismo campo formal y conceptual.

 

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Son, asimismo, interesantísimas las consideraciones con que Compagnon (1979: 133) vincula, a partir de la noción de verosimilitud, la ----- aristotélica con el mito platónico; aquélla habría venido a suplantar a éste último -sustituyendo su origen mágico o religioso por el consentimiento universal de la humanidad-, pero sin cambiar su función (dar una imagen de la realidad).

 

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Quizás a la luz de estas remarcas podremos comprender por qué la clara frontera que tanto la máxima como la adivinanza establecen entre ser y parecer (pues ambas se erigen en contra de la definición normativa) es de signo contrario; en efecto, mientras que la adivinanza se encuentra en el lado del parecer -se basa en un conocimiento perceptivo de las apariencias: le preocupa lo que parece lo que es-, la máxima se encuentra en el lado del ser -pretende decir lo que es lo que parece, es decir, lo verdadero-.

 

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Opresiva y represiva (evidente), la doxa es Medusa, que petrifica a quien la mira. Contra los productos «endoxales» de la cultura de masas, la solución barthesiana es bañarse y lavarse acto seguido con un poco de discurso detergente. Barthes sostiene, como escritor que es, que su espacio es el de la paradoja, y recuerda de la mano de Diderot que la palabra significaba en el siglo XVIII «une proposition contraire à l'opinion commune».

 

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Este escrito tiene una deuda confesable: algunas de las ideas que en él expongo las sugirió la lectura de un sutil estudio de Dolors Oller sobre «el significado de la forma» (Oller, 1995). Al estudio le precedió, en el tiempo, una conferencia de tema similar pronunciada en el VI Congreso Internacional de la AES (cf. Oller, 1996) y en la que, sirviéndose de Wittgenstein y del poema de Cernuda «Estoy cansado», Oller exploraba «la construcción (deconstrucción incluida) del sentido de la escritura a través de la observación del significado de su forma». En determinados poemas, en efecto, la forma lógica del discurso mimetiza el contenido intencional. Lo iconiza.

 

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Mujeres y días (Barcelona, 1979) no contiene todos los poemas de Les dones i els dies: si mi recuento no es erróneo, faltan en él diecinueve poemas (el total suma ciento catorce). No obstante, el volumen (1) no se presenta al lector como una antología (por mucho que en su cubierta posterior se nos diga que la edición reúne una «amplia muestra» de Les dones i els dies, y por mucho que el título sea no Las mujeres y los días sino, sólo, Mujeres y días), y (2) contiene un interesante prólogo de Arthur Terry cuya comprensión cabal exigiría no una muestra sino la totalidad del libro (pues el autor -y ello es muy lógico, por otra parte- considera en su análisis no Mujeres y días sino Les dones i els dies: muchos de sus comentarios lo son a textos ausentes, con lo que nos es vedada la posibilidad de contrastarlos). Las versiones son obra no de una sino de tres sólidas plumas: Pere Gimferrer (quince poemas), José Agustín Goytisolo (dieciocho poemas) y José M. Valverde (los sesenta y dos poemas restantes, entre ellos «Teseo»).