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No se debe de olvidar el carácter humano de Efraín -ni tampoco, que sea dicho de paso, el de María-. Sus emociones amorosas, su cuidado por todo lo familiar, su interés generoso en lo social, su ternura por el paisaje patrio, sus costumbres y sus gentes sitúan a los jóvenes muy cerca del lector ingenuo. Una muestra de la humanidad de Efraín podrían constituir el placer sencillo y sensual a la vez en los baños que toma, solo o en compañía de amigos, en el campo, a lo largo del hilo narrativo en diferentes circunstancias. Baños en aguas claras de ríos, arroyos, remansos y estanques del Valle del Cauca, en medio de naranjos, de flores, de perfumes agrestes y de las flores que pone en el agua (capítulo 4.º); baños compartidos con amigos (capítulo 9.º), o con Salomé (capítulo 49.º), en medio de garzas y chicharras y sardinas plateadas (capítulo 19.º), baños que a veces se califican de «oriental» (capítulo 4.º) o de un «orientalismo salvaje» (calificativo oximórico del capítulo 57.º). Vid. Vich-Campos (1984).

 

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El bíblico Libro de Ester cuenta la historia, en siglo V.º antes de Cristo, de la sobrina de Mardoqueo, de la raza de Benjamín, hijo de Jair. Muerto Abigail, el padre de la niña, así como la madre, Hadasa, el tío Mardoqueo recoge a Ester, quien vivía, pues, en Susa, Estado de Elam, en tiempos de Asuero, rey de Persia. Con otras jóvenes, Ester fue presentada al rey, quien la prefirió y se casó con ella, volviéndose así reina de Persia. Ignorando que su esposa era de raza judía, Asuero mandó que exterminaran a los judíos, impelido por las intrigas de su consejero Aman. Mardoqueo suplica a su sobrina para que intervenga ante el rey. Ester, después de haber ayunado durante tres días, aunque el rey no la había llamado a su lado, se presentó ante él y lo invitó a un festín, junto con Aman. Durante el banquete, Ester emprendió la tarea de explicarle al rey cuán injusta era la orden de exterminio y cuán responsable era Aman en ello. Asuero se dio por convencido ante los brillantes y veraces argumentos de Ester y suprimió la orden; es más, Aman fue colgado en lugar de Mardoqueo. Ester había salvado a los judíos con la ayuda de Dios.

El tema del personaje bíblico Ester figura en la literatura clásica a través del relato de Flavio Josefo (37-95), y, para muestra de la dimensión literaria del personaje, baste con citar, con total arbitrariedad,la Tragicomedia de la hermosa Ester, de Lope de Vega, y Esther, de Racine. Boleslao Lewin señala la importancia de esta figura entre los criptojudíos en América Hispánica y recuerda que algunas de las víctimas más tristemente célebres del Santo Oficio en México, Luis de Carvajal y sus hermanos, lo fueron por haber celebrado a Ester en la noche del Purim, fiesta religiosa y nacional por lo dicho antes. Purim, ('suerte' etimológicamente), es promesa de tiempos mejores, mesiánicos, visionarios.

 

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Es a mi parecer, el retrato más completo, más simbólico de todos: su casta sensualidad, dualismo oximórico decimonónico, marca la novela con el sello ejemplar del genio del cristianismo, a la vez que posee la eficacia narratológica de situar a los héroes el uno frente al otro: ella, poesía armoniosa vital y espiritual, él, voz fecunda en cuanto que se la ofrece a sus «hermanos» como ejemplo de perfección cristiana. Véase, también, el cap. 47).

 

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Resulta evidente que Isaacs recuerda la tradición bíblica de las azucenas y de las rosas, flores de la virginidad espiritual y física, alegorías del amor puro del alma por su Creador. Este amor es el centro arquetípico de la perfección a la que tiende el espíritu en su aspecto fértil, receptivo a la fuerza creadora de lo divino. Las rosas y azucenas en María son símbolo de las virtudes virginales de la heroína, de su armonía interior, la cual se refleja en los demás personajes de la novela. Respecto del simbolismo de dichas flores, brevemente se ha de señalar que las cuentas del rosario son las rosas de la Virgen, quien como rosa mística es la figura del alma que, en su perfección se entrega confiada a Dios. A las azucenas las ve San Mateo como las alegorías del entregarse al Creador (6, 28). El lector recibe la carga sugerente de este simbolismo tradicional y la misma armonía lo gana. Suyo es, pues, el imperativo mensaje armónico del enunciado de Isaacs, y de aquél mana la nostalgia por un mundo de orden y de amor. Amor puro (cap. 4), árbol de la fidelidad amorosa (cap. 45), el rosal. Las rosas son también alegorías de la sensualidad, de la pasión, del «magnetismo» del ser humano en plena armonía espiritual y física (caps. 5, 6, 11). Las azucenas son las acompañantes naturales en este mundo alegórico del amor sublimado (caps. 11, 24, 45, 56), que se concreta en la virginal y mariana aparición final de María en el sueño de Efraín.

 

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Aquí quizá valga la pena detenernos en este detalle, el de la enfermedad de María, la epilepsia heredada de su madre, Sara. Se habrá de recordar, pues, el carácter simbólico de esta enfermedad, por ejemplo, leyendo a Fray Luis de Granada en su tratado de los Símbolos (II, 32) de 1582, obra que conoció mucha difusión en el XIX. La terrible enfermedad (en griego 'rheuma', es decir, escurrimiento de líquido coral, la epilepsia es desde el XVI un mal de corazón que derriba al que lo sufre), dice Fray Luis, puede manifestarse de manera violenta: espasmos, llantos, ahogos, mordeduras de lengua, espuma que sale por la boca. Tales manifestaciones se consideraban misteriosas y por su carácter mortífero provocaban a la vez respeto y ansiedad. A las convulsiones se las llamaba auras epilépticas o histéricas, y se sabe que uno de los significados del vocablo aura es el de 'hálito', irradiación luminosa de carácter paranormal que se sitúa, por lo general, alrededor de los cuerpos humanos, animales o vegetales, y a su presencia se le atribuye un valor de signo divino de sacralización. Se la llamaba «mal sagrado», o, como en francés, «mal Saint-Jean». Un detalle léxico: un aura es también un ave negra de la familia de los cuervos, de mal agüero, como el bujío de la novela de Isaacs.

En la época del Dr. Jean-Martin Charcot tanto la histeria como la epilepsia eran males eminentemente femeninos. Se consideraba, pues, que la epilepsia predisponía a la fragilidad emocional y afectiva, y quien sufría de ella era alguien que podía refugiarse en la religiosidad, el paroxismo de los sentimientos, el choque circunstancial. Era frecuente que el enfermo, por su sensibilidad ante sucesos traumáticos, desarrollase un mundo fantasmagórico en el que resucitasen viejos comportamientos heredados y que predispusiesen al sufrimiento. A este carácter paranormal alude Efraín en el cap. 11 cuando dice que María lo «magnetiza», con las investigaciones, como referentes, que a finales del siglo XVIII había realizado en La Sallepetrière de París, Franz Mesmer, y ya entrado en siglo XIX, Jean-Martin Charcot en el mismo hospital parisiense.

María está en la edad en que, efectivamente, los ataques epilépticos y un comportamiento exacerbado de sensibilidad se manifiestan, y el alejamiento de Efraín resultará lo suficientemente traumático como para que el mecanismo de la enfermedad se agudice. Efraín lejos, ella irá marchitándose, de ataque en ataque, como el emblemático rosal del jardín de la finca (cap. 62), hasta que «la visita de Dios» llega y ella la acepta «sin haber exhalado una queja». Esta muerte tan serena, de un enfermo convulsivo, sugiere la paz que logra en esos momentos un ser puro de corazón en su condición de elegido de Dios, de predestinado. Es como si la epilepsia estuviera mostrando que el amor de Efraín y de María tampoco es de este mundo.

Isaacs, quien había querido ser médico, ¿habrase detenido a considerar las manifestaciones que caracterizan la epilepsia antes de decidirse a aplicársela a su heroína, prefiriendo esta enfermedad a la tisis, acostumbrada en los personajes femeninos románticos? Ésta es la que causa la muerte de Léa (1832), de Jules Barbey d'Aurevilly; o de La Dame aux camélias (1852), de Alexandre Dumas, hijo; por no citar más que a dos heroínas célebres de la época. Pero, de la tisis se sabía que el desenlace era siempre fatal, en cambio, con la epilepsia se entraba en un ámbito más ambiguo: no se moría forzosamente de este mal. Se podía crear en el lector zozobra, espera angustiosa. En cuanto a la economía del relato, la enfermedad introduce la presencia constante de la muerte. ¿Acaso las apariciones del pájaro negro a lo largo de la historia pueden ligarse simbólica y esencialmente con ella, más allá que el valor de mero presagio funesto? El matiz tiene su peso, desde el punto de vista del suspense que se crea en el relato. Teniendo en cuenta lo dicho sobre la epilepsia, ¿de qué se muere María, y por qué? ¿De qué mal muere? ¿Muere María de amor, del liebestod romántico? ¿Es María víctima de sus sentimientos: es decir, muere como la Princesse de Clèves (1678) o la Religiosa portuguesa (1669), como el pobre Werther (1776), o el Gonzalo de Córdoba (1801) de Florian?, ¿se puede calificar la muerte de María de liebestod? María muere de algo que les roba a los suyos, a pesar de ella (no, por ejemplo, como Virginie, quien decide arrojarse al agua para salvar su honor), y que tiene su causa indirecta en el amor frustrado por los familiares. Muere angelicalmente, como un ser fuera del mundo.

Luis Alberto Sánchez (1953: 147) dice que «Esta Elvira no se muere de amor; María se muere de mal del cuerpo: su salud es precaria y se extingue contra su voluntad». La «mala suerte» acompaña a los jóvenes a pesar de los esfuerzos que realiza Efraín, como «buen semita». De todas maneras, María muere marcada por el destino, es una heroína, un paradigma. Su muerte posee un sentido, que es lo que impresiona a los lectores, éstos intuyéndolo más que definiéndolo. Porque, ¿quién podría darle su sentido a la muerte de María?

 

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Se reúnen lo paranormal y lo religioso, según el ánimo sintético decimonónico. Respecto de esta Imitación de la Virgen, resumo lo dicho en Marini (1984). Es difícil de saber a ciencia cierta si se trata, por un lado, de la traducción de la que escribió Alexandre-Joseph de Rouville (de 1766): Imitación de la Santísima Virgen María, bajo el modelo de la Imitación de Cristo, de 1838 o de 1847 o de una de las múltiples reediciones del «Tratado quarto» de la Imitación de Nuestra Señora la Soberana Virgen María, que ocupa desde el cap. 6, p. 257, hasta el cap. 56, p. 499, de la 2.ª parte del Aprovechamiento espiritual del Padre Francisco Arias, impreso en Valencia, en casa de Pedro Patricio Mey, a la plaça de la Yerua, año de 1588. Mc Grady, en nota a su edición de María (Cátedra versión corregida de Labor, 1970) señala que La Imitación de la Virgen es: «Posiblemente un error por La Imitación de Cristo de Thomas a Kempis»); afirma erradamente que la obra de Rouville es un «extracto», es decir, un resumen del libro del Padre Arias. En realidad, Rouville alude a la obra del Padre Arias en el prólogo de su libro para indicar justamente las diferencias entre ambos libros, diferencias relativas particularmente a la forma del desarrollo y de la presentación y no al enfoque del contenido.

 

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Dimensión dada tanto por la carga referencial que conlleva para la época la epilepsia, como por la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 1854 en la bula papal Ineffabilis, confirmada por el documento llamado Syllabus, del 8 de diciembre de 1864. Por la Gracia de la Concepción Inmaculada, la Virgen no participa de la maldición que pesa sobre la descendencia de Adán y se acoge a la Redención crística (Génesis, 3, 15; Lucas, 1, 28). El SyIlabus poseía también una dimensión política evidente, puesto que condenaba los mismos errores teológicos que la encíclica Quanta Cura, también de 1864; errores inherentes al progreso y al liberalismo modernos: el racionalismo, el socialismo, el comunismo, las sociedades secretas, las sociedades bíblicas, la civilización moderna desacralizada en general. Estas condenas concernían también al pensamiento del padre Vigil, peruano que defendía hacia 1848 la supremacía de la razón humana respecto del pensamiento divino, ideas que la Santa Sede ya había atacado en 1851 (The Catholic encyclopedia).

La Concepción Inmaculada de María es una convicción defendida desde muy antiguo, que el XIX esgrime como una bandera para contrarrestar al espíritu racional y materialista que resultaba no sólo de las ideas ilustradas sino de los efectos del progreso industrial. De este dogma saca su esencia el concepto que reviste gran importancia en la mentalidad decimonónica, y que preconiza que la Virgen interviene también en la obra mesiánica del Hijo de Dios.

 

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Siendo la más conocida la princesa también llamada Jesca, hija de Harán y hermana de Lot, esposa de Abraham. Otra es una nieta de Jacob, llamada también «Tesoro preciado» por su prodigiosa memoria respecto de la liberación de los judíos de Egipto. Además, están la esposa de Tobías, el joven, y una hija de Efraín.

 

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Ambas ramas genealógicas judeocristianas proponen campos semántico-etimológicos muy ricos para el nombre María. Así, el Dictionnaire de la Bible, de F. Vigouroux, indica que existen 67 etimologías diferentes de él: la del mar, la del maestro, la de la mirra, la de la esperanza, la de lo brillante y la de la iluminación, siendo por este último aspecto María una de las figuras proféticas del Antiguo y Nuevo Testamento (cfr. Tomo IV, 1.ª parte, 1962).

Es verdad que el árbol genealógico de la Virgen es de difícil determinación, ya que, fehacientemente, sólo se tiene el testimonio de San Pablo, quien afirma que Ella es de la tribu de David. En la Chronica, de la Historia eclesiastica del Venerable Beda, se lee que su padre, Joaquín, desciende de Barfantar y éste, de Pantar, quien, por Leví y Natán, desciende de David. En cuanto a Ana, su madre, nacida en Belén, pertenece a la tribu de Judá, según la Historia de la Natividad de la Virgen, texto atribuido a San Jerónimo, pero considerado apócrifo. Sin embargo, inspiró a Jacopo da Voragine para su Leyenda áurea, libro que desde el siglo XIII conoce un éxito que no se desmiente en el siglo XIX y que cimentó la vida legendaria de la Virgen.

 

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En un trabajo dedicado a estudiar las relaciones entre autobiografía y realidad, analiza Eakin (1992) el hecho de que la negación del sujeto y las teorías deconstruccionistas de P. de Man o M. Sprinker, que se imponen en la crítica de estos años, no traiga sino mayor interés por explorar los modos de la referencialidad literaria, como muestra el Roland Barthes par Roland Barthes. Similar objetivo movió a S. Doubrovski a escribir Fils (1977), texto con el que el novelista busca anular la definición de pacto autobiográfico que en 1975 diera Ph. Lejeune.