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Constatada la importancia que tuvo la edición de textos autobiográficos en torno a 1975 (Caballé, 1995) y los factores que sin duda alentaron tal explosión (Romera Castillo, 1991), se puede hablar de algunas características generales que afectan a este tipo de escritura en el último cuarto de siglo, en España. Importa resaltar entre ellas la imposibilidad de sostener, después de los años cincuenta, el carácter reivindicativo que tenía la literatura de mujeres en el XIX: tampoco es válida la atribución de la escritura intimista como determinante de la expresión literaria femenina, puesto que los escritores acusan esa misma necesidad narrativa y todos -autores y autoras- van a practicar abundantemente en las últimas décadas la incursión autobiográfica en sus creaciones. Otro dato que debe tenerse en cuenta es que la moda de escribir sobre uno mismo no se agotó en una superproducción coyuntural, sino que su cultivo ha seguido aumentando hasta los noventa; así como que escritores pertenecientes a todas las generaciones que hoy publican en nuestro país se acercan de una u otra forma a lo autobiográfico.

 

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El término lo puso en circulación S. Doubrovsky en 1977, utilizándolo para dar nombre a una narración cuyo protagonista lleva el mismo nombre y apellidos que el autor y donde todos los datos atribuidos a este personaje son históricos y comprobables, si bien el autodiscurso se ensambla en una invención lingüística que lo desvía del enunciado autobiográfico, Doubrovsky seguirá poniendo el acento en la estrategia de ficcionalización del discurso en sus novelas posteriores: Un amour de soi (1982) y Le livre brisée (1989).

 

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Para diferenciar teóricamente un autodiscurso como expresión autobiográfica de una novela cuyo protagonista es el propio autor resulta imprescindible recurrir a los conceptos de dicción y ficción de Genette (1982), que se apoya a su vez en los de enunciado serio y no serio de Searle; éstos explican exactamente por qué dos discursos literarios y narrativos se leen sin embargo en diferente clave.

 

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El descrédito en la linealidad, tanto del progreso cultural como de la vida del sujeto, lleva al escritor a buscar otros órdenes a la hora de autorrelatarse; de ahí que Semprún (1995) se proponga seguir un ritmo narrativo a imitación de los movimientos del jazz, algo que también atrae a Muñoz Molina, autor que trata de imprimir a la narración de su novela un orden musical. Lo mismo puede decirse de la tendencia a realizar la figura del sujeto siguiendo un sistema analógico; este mismo novelista entiende la metáfora como modelizadora del mundo creado, teoría que supone precisamente el concepto básico del ideario estético seguido por Luis Goytisolo, quien cierra su arte sobre la analogía en busca de una ordenación arquitectónica para su escritura. Si bien, Goytisolo encuentra su modelo en ciertos arquitectos clásicos y, en cambio, Muñoz Molina (1995a: 74) piensa que la metáfora es el lenguaje de la arquitectura actual.

 

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Además de algunos otros recursos para lograr la superposición de máscaras, es, precisamente, la doblez discursiva que impone un narrador al aplicar la visión irónica hacia el personaje, el factor de ficcionalización más importante en un autorrelato como La vida de Torres Villarroel. Esta obra está dominada por lo que Starobinski (1974) llama tono picaresco, y que él opone al tono elegíaco; ambos extraídos por el crítico en su análisis de las Confesiones de Rousseau. El tono elegíaco expresa allí el sentimiento de la felicidad perdida; por eso, en tanto que supone un refugio en los días de la juventud, el acento cualitativo favorece al pasado. Por el contrario, cuando aparece el tono picaresco, será el pasado el que esté en desventaja. La ironía es, por tanto, un elemento distanciador que con frecuencia sirve a la autoficción en su proyecto de enlazar con el personaje de vida vulgar, marginal o disidente, oponiéndose así al sujeto de la autobiografía, en cuanto género dedicado a los grandes hombres, a las genialidades (Doubrovsky, 1977).

 

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La reelaboración de los mitos y la reinterpretación de elementos culturalistas suele desviar el texto del sentido del hipotexto, ya que la recurrencia se presenta como reescritura, independizándolo arbitrariamente del discurso primitivo. Este nuevo tratamiento surge desde la ironía, como rasgo configurador de la nueva significación que se superpone a la de los modelos petrificados, lo que supondrá un factor restrictivo más que el texto culturalista de nuestros días impone a la competencia lectora, a la hora de realizar la descodificación en clave irónica que domina las equivalencias en la obra.

 

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En el caso de las novelas impersonales o aquellas otras que juegan con un seudónimo u otro tipo de enmascaramiento nominal, no habrá denotación sino connotación. La posible interpretación autobiográfica se deberá aquí sobre todo al esfuerzo del receptor, en cuanto que la presencia del nombre propio en la novela es un elemento al alcance de todo lector, mientras que las que no lo facilitan logran una lectura de realidad dependiendo del conocimiento e información que tenga éste sobre el escritor.

 

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Este libro, cuya fórmula viene a conjugar biografía y autobiografía, llegará a ser una historia narrada en colaboración. El proyecto es hacer una obra con la figura de Francisco Ayala, pero, en el transcurso de la entrevista que servirá de base al libro, la conversación llevará a la consecuente inversión de roles, para acabar presentando un contraste biográfico con ambos testimonios: el del intelectual exiliado y el de quien se formó en la España del franquismo, resultando el texto de una doble biografía generacional (Molero de la Iglesia, 1998: 533-534).

 

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En rigor, en la semiótica peirceana las imágenes eran uno de los tres tipos de hipoicono, junto a las metáforas y los diagramas (C. P 2.277).

 

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Dos reflexiones muy agudas sobre la noción de semejanza, que descubren su profundidad sin pretender acotarla, son la de Walter Benjamin (1991: 85-89) y la de Michel Foucault (1981) a propósito de Magritte. Afirmaba, por ejemplo, Benjamin en un texto de 1933: «La penetración en los dominios de lo «semejante» tiene una importancia fundamental para el esclarecimiento de amplios sectores del conocimiento oculto. El premio no será tanto el hallazgo de afinidades, como la reproducción de procesos que las generan. [Y] La percepción de lo similar está siempre ligada a un reconocimiento centelleante. Se esfuma para ser quizá luego recuperada, pero no se deja fijar como sucede con otras percepciones. Se ofrece tan fugaz y pasajeramente a la mirada como las propias constelaciones. Pareciera ser que la percepción de la semejanza está amarrada a un momento del tiempo».