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Si el concepto de icono propio de la jerga semiótica es tan controvertido, tan monstruoso en todos los sentidos posibles, qué decir del más popular término imagen. Como ha señalado con acierto José Luis Pardo (1989: 21-22) en «imagen» se conjugan al menos tres acepciones distintas: 1) el objeto formal de un órgano sensorial, es decir, los datos que llegan a nuestros órganos sensorios (sería el iconismo primario de la percepción de Peirce); 2) la representación de un objeto (habría que precisar: representación por semejanza, por imitación: el hipoicono) y 3) el aspecto exterior o la apariencia superficial (el look, en expresiones tales como «campaña de imagen», «imagen de producto» o «derecho a la propia imagen»), fuertemente connotada social y culturalmente. Como en el caso de «icono», ninguna de las tres remite con exclusividad a lo visual.

 

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Sin duda, las distintas «escalas de iconicidad», propuestas, por autores como Abraham Moles, Ugo Volli o René Thom y establecidas atendiendo habitualmente a criterios geométricos, han contribuido también a consolidar el expediente del (hipo)icono en tanto signo visual.

 

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Una exposición muy esclarecedora de esta polémica sobre el iconismo puede leerse en Santos Zunzunegui (1995: 55-72) y en Omar Calabrese (1987: 143-164). Y una discusión y revisión competentes de la posición de Eco se encuentran en Jean-Marie Schaeffer (1990: 22-35) y Groupe m (1993: 109-166).

 

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Al hablar de función semiótica productiva, me estoy refiriendo a aquellos signos caracterizados por Eco en La estructura ausente como dotados de «especificidad semiótica», es decir, producidos expresamente para significar y no primariamente para desempeñar otras funciones o satisfacer otras necesidades distintas de las comunicativas.

 

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Precisamente Peirce dejó dicho: «Un icono tiene un ser que pertenece a la experiencia pasada. Sólo existe como una imagen en la mente. Un índice tiene el ser de la experiencia presente» (C. P. 4.447), En cambio, «un símbolo es una ley, o regularidad, en el futuro indefinido» (C. P. 2.293).

 

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En rigor, volver a la posición sostenida en «De los espejos» (Eco, 1988: 39-40): «Ahora bien (y este principio podría ser válido también para la serie de espejos que reflejan una imagen a distancia), la diversidad espacial entre referente e imagen es precisamente lo que crea, más o menos inconscientemente, una sospecha de ausencia potencial. El objeto debería estar, pero también podría no estar. Sin tener en cuenta un elemento por lo demás fundamental: que la práctica de la emisión diferida provoca en cada destinatario desconfianzas sobre la emisión de la emisión directa. ¿A lo largo del canal, ¿cuántas y cuáles manipulaciones pueden haber intervenido? Y cuánto cuentan, no sólo el encuadre, sino el montaje que se nota incluso en la emisión directa, mediante el cual la cámara decide qué aspectos del referente real explorar y por el que el mensaje puede crear efectos Kuleshov a cada instante?»

 

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Antes, el directo; ahora el directo-directo con fragmentación de la pantalla en vistas simultáneas, el directo-directo de la CNN, el directo interactivo; en un futuro cercano, acaso, la pre-visión del directo mediante la tecnología infográfica como proyecto de realidad visual, por no hablar de la previsible cotidianidad de la realidad virtual.

 

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Barthes, en cambio, en una breve alusión, cifra su inicio en Francia durante el XVI: «en el siglo XVI, cuando se empezaron a escribir, se les llamaba, sin reticencia, diaire (diarios)» (Barthes, 1975: 104).

 

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En palabras propias, respectivamente: «hasta convertirse en un género literario, trabajado como tal, por escritores» (Freixas, 1996: 5); «Por eso no creo que sea casualidad que el 'diario íntimo', como género literario, haya empezado a existir en esa misma época» (Catelli, 1996: 94); «Disponemos de muy pocos estudios en profundidad acerca de la naturaleza y desarrollo de este género en España» (Caballé, 1996: 105). Por su parte, el editor del monográfico al que remiten todos estos artículos sobre el diario ha publicado un fragmento del autor considerado pionero teórico de esta forma de escritura, Alain Girard, quien en una temprana fecha publicó el libro considerado punto de partida en la teoría, Le journal intime, en versión abreviada de la introducción bajo el significativo título de «El diario como género literario».

 

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En palabras de Girard (1996: 35): «Si el individuo se interroga con tanta avidez sobre sí mismo, es porque su situación se tambalea y necesita encontrar las bases de un nuevo equilibrio. No es seguro que las haya encontrado todavía hoy, pero es indudable que el diario íntimo, en tanto que género practicado y reconocido, expresa la interrogación del individuo frente a su nueva posición en el mundo. En este sentido aparece como un rasgo característico de una sociedad, como síntoma de una época de transición».