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Anna Caballé por su parte cifra las siguientes características en el diario: «el diario está libre de acción, de contexto, de limitaciones de estilo. Nada lo sujeta, en efecto, como no sea la necesidad interior de hallar un punto de amarre. Lugar de repliegue, de confinamiento, de preservación del yo, el diario se erige como un espacio privilegiado para exprimir ese indefinible malestar que atenaza el ánimo y 'arrojarlo por la borda'» (Caballé, 1995: 56).

 

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Esta radiografía a los usos verbales de la sociedad actual, en palabras de Mainer tiene las siguientes manifestaciones: «Todo se ha convertido en comunicación privada de experiencias y, a la vez, se ha impuesto una concepción del mundo que quiere verlo como una reunión de fragmentos emotivos, un álbum de sorpresas y reminiscencias. Incluso el arte de las memorias se ha contaminado de tales características. Y han dejado de ser, como lo eran, una forma de leerse uno mismo por un modo de coherencia autojustificatoria que la dispersión de lo vivido difícilmente proporciona» (Mainer, 1994: 160).

 

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Baste mencionar en este sentido la programación televisiva de los últimos tiempos, operando cambios en los gustos receptores al programar mayormente pasatiempos, concursos participativos o programas tertulia donde un anónimo ciudadano o espectador puede participar ofreciendo su opinión de incluso el asunto más nimio, pero lo curioso es que, a diferencia del distanciamiento impuesto décadas atrás al medio televisivo, en la actualidad se ha destapado una insistente búsqueda de lo íntimo exhibicionista, impúdico, desvergonzado hasta su espectacularización. Su aparente democratización de este medio de comunicación con la caída del aura sacralizada que poseía anteriormente hace pensar más bien todo lo contrario: la espectacularización de la intimidad a través de estrategias de desvío de los hechos predominantes y verdaderamente importantes de la sociedad.

 

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Muchos son los motivos motores de esta forma de escritura. Alain Girard cree encontrar en el diario un método de conocimiento de uno mismo que concede la evidencia de la existencia humana: «Se espía a sí mismo a diario para intentar comprenderse tanto como conocerse, oponiendo a lo relativo y al sentimiento de evanescencia el único absoluto que le queda, el sentimiento de su propia existencia» (Girard, 1996: 37-8); en opinión cercana, Blanchot (1996: 51) ofrece los siguientes motivos: «se escribe para salvar la escritura, para rescatar su vida mediante la escritura, para rescatar su pequeño yo (las represalias que se toman contra los demás, las maldades que se destilan) o para salvar su gran yo dándole aire, y entonces se escribe para no perderse en la pobreza de los días, o, como Virginia Woolf, como Delacroix, para no perderse en ese tormento que es el arte, que es la exigencia sin límite del arte». También dirá Alain Girard (1996: 38): «Entre todos los textos escritos, ninguno puede informar mejor sobre la imagen del yo que los escritos en primera persona». Caballé (1995: 51) ve en el diario íntimo «una mayor espontaneidad en la exteriorización del yo». Por otra, hay quienes consideran al diario como un arma para efectuar un ataque pertinente a terceros, una forma de restituir la concepción de un yo que se cree desviada o restaurar opiniones tergiversadas. Su respuesta puede ser tan rápida que incluso en ese sentido Didier (1996: 41) llega a decir que puede sustituir al tradicional «panfleto».

 

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Melo Miranda, apoyándose en Rousset, se reafirma en la consideración de la escritura diarista como esencialmente privada, de lo cual deduce que ello excluye todo pacto entre autor y lector, bien que conceda del mismo modo que hace el francés grados de apertura respecto a una oportuna concertación que se lleva entre manos el autor con el lector (Melo Miranda, 1987: 34). Nosotros, evidentemente, a este respecto no lo vemos del mismo modo. Melo Miranda problematiza en este mismo lugar una serie de cuestiones complejas y problemas que atañen al diario: afirma entre otras cosas que narrador y lector son la misma figura, al no trascender su lectura de no ser que se realice con una publicación póstuma, lo cual no creemos cierto del todo al menos sin sus pertinentes matizaciones.

 

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Así encontrarnos innumerables ejemplos de esta vocación velatoria como los que siguen publicados en un muestrario de diarios en el monográfico dedicado al diario íntimo en la Revista de Occidente. Bernardo Atxaga escribe: «Llamo a A,» (1996: 161); Julia Escobar: «conversación con S.», «Creo que P....» (1996: 170), «la velada pasada con MB.» (1996: 171); Laura Freixas escribe en su propio diario: «Almuerzo con X.» (1996: 176), «Almuerzo con Z.» (1996: 177), «W.» (1996: 178), e incluso: «por pertenecer al periódico A, le ningunean en los periódicos B, C y D.» (1996: 176); José Carlos Llop escribe enigmáticamente: «la casa que ha alquilado X» (1996: 190); Gustavo Martín Garzo, por su parte: «El asombro de V.» (1996: 195); Justo Navarro: «'Me alegro de verlo, Z.'» (1996: 217), «Hablo por teléfono con Y.» (1996: 220); Juana Salabert utiliza las abreviaturas con harta frecuencia: «Hablé con G.» (1996: 228), «como decía el viejo M.» (1996: 228), «Esta tardenoche iré al cine, con E. y B.» (1996: 230), «no llego al extremo de G.» (1996: 230), «Hemos vuelto casi a las doce de casa de E.» (1996: 230), «J. lo hace tan bien...» (1996: 231), «vendrán A. y). Quizás también Y.» (1996: 232), «A. M. siempre me da ánimos» (1996: 234), o el propio Trapiello que muestra una voluntad decidida por enmascarar nombres propios: «Me cuenta X que...» (1996: 248), «Me ha telefoneado X» (1996: 249), «Me dijo que se llamaba Magdalena F. M.» (1996: 255), «Según me asegura X.» (1990: 84).

 

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«Entonces le confesé mi 'diaritis'. No pareció entenderlo, más bien censurarlo, le expliqué lo que han supuesto los diarios para mí. Cómo, por un lado, me han servido de cantera para escribir y cómo, por otro, al mismo tiempo, me frenaban y desviaban. Y también de cómo, conforme más publico y escribo 'para fuera', menos necesidad tengo de recurrir a ellos. Y es natural. Ahora sí se están convirtiendo en verdaderos diarios, es decir, en cuadernos de apuntes de lo que uno no quiere olvidar demasiado y de lo que no se puede decir demasiado alto ni a demasiada gente» (1996: 172).

 

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El gato encerrado está publicado en la editorial Pre-Textos. Aparece en la parte superior de la cubierta el título del libro y debajo el nombre del autor. En el centro hay una ilustración de Picasso (Hombre con sombrero); debajo de la reproducción, a pie de cubierta, aparece el sello editorial y justo debajo aparece nítida la palabra «narrativa»: el libro está publicado para que no quepan dudas en la colección de narrativa de este sello editorial. Es una voluntad explícita -se supone que del autor, pero remarcado por el editor- de marcar los parámetros desde los que el lector leerá el libro: el pacto de ficcionalización se predetermina con el lector desde el propio umbral del texto.

 

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La confesión del diario constituye el hilo referencial de la vida: «me he acordado de lo que dice mi madre en su diario acerca de los cuartos de baño de los hoteles. Llevaba razón: son un lugar perfecto para hacer un pacto con la locura propia» (1990: 156).

 

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Ambos diarios entran en un proceso de simultaneidad en el entrelazado: «Por cierto, me he traído el último cuaderno del diario de mi madre con intención de leer aquí su secuencia final. Llevo muchas semanas retrasando esa lectura y, no sé por qué, pensé que el extranjero sería un buen sitio para llevarla a cabo. De manera que acabo esta frase y comienzo a leer» (1990: 156).