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ArribaAbajoEl cutre-casposismo del teatro actual en España

Íñigo Ramírez de Haro



Dramaturgo

«Te mean encima y dices que está lloviendo». O si se prefieren formas más cultas, nada como acudir a El Retablo de las maravillas de Cervantes. El rey está vestido, repiten todos. «La fuerza del teatro», titulaba recientemente un prestigioso académico un artículo sobre el gran momento que vive el teatro español. Otro estudioso, director de un teatro público, no parece mostrar ironía alguna al titular su conferencia «El teatro va bien». Desde los Ministerios, Consejerías o Concejalías, nuestras autoridades públicas, siempre bien informadas, no cejan en recordar la impresionante recuperación de público que viven los escenarios. Los medios de comunicación nos inundan con reportajes y programas de exaltación teatral pasando revista a los «excelentes» montajes que inundan las carteleras españolas, y de paso, en remedos imperiales, se multiplican convocatorias, actos y premios para homenajear a sus estrellas.

Yo, con perdón, no. Creo que nos están meando encima, que el rey está desnudo y que el teatro vive una marginación social sin parangón histórica; creo que interesa a muy poca gente y cada vez menos; creo que ha perdido todo su referente social; y creo que quien ocupa actualmente el fervor del   —156→   público, es la televisión. Entonces llegamos a la escisión patética: el teatro decide imitar a la televisión y nos encontramos con el «teatro comercial», donde va el 95% de ese público renovado al que tanto aplauden autoridades, periodistas y teatreros (realmente no acabo de entender por qué no se quedan tranquilamente en casa y siguen con la televisión: no sólo es más cómodo y más relajado con todas las ventajas adicionales del zapeo y los cortes de publicidad, sino hasta igual de malo); el resto del 5% tiene el placer de asistir al llamado «teatro alternativo» con también otro beneficio paralelo: en la mayoría de los casos, no repite.

Me propongo tronchar un rato este cadáver llamado teatro para hacerle la autopsia.


1. La teta pública agudiza el ingenio

Recomiendo el ejercicio siempre saludable de comparar realidades teatrales de, por ejemplo, tres ciudades: Madrid, Buenos Aires y Nueva York, con 31 teatros (8 públicos, 18 comerciales y 13 alternativos), 56 (4 públicos y 52 comerciales -no está oficializado el concepto alternativo aunque muchas salas lo serían- y 135 (35 Broadway, 54 OFF Broadway y 46 OFF-OFF Broadway), respectivamente.

Cojo una cartelera reciente: en Madrid se representan 22 autores españoles frente a 20 extranjeros (ningún latinoamericano de lengua española) en proporciones muy dispares según los modos de producción: 6 españoles a 2 extranjeros en los públicos, 2 a 16 en las salas comerciales, 15 a 9 en las alternativas. En Argentina, en cambio, tanto las salas públicas como las privadas programan más o menos la mitad de autores argentinos y extranjeros (ninguno de lengua española no argentino); y en Nueva York de unas 210 obras en cartel, probablemente más de 200 son de autores anglosajones (sin contar unos pocos clásicos) con el resto de 6 autores en español y otros 4 de otras lenguas.

En el eterno debate cultura-censura-basura, Madrid, como casi todo el sur de Europa, y a diferencia de las otras dos ciudades, imita el modelo francés de omnipresencia pública en el control tanto directo de los teatros con más recursos y prestigio como indirecto de los comerciales y alternativos a través de prebendas y subvenciones. La mayor parte de la profesión mama de la teta pública y, desgraciadamente, el ingenio no suele estar puesto en la excelencia artística, sino en la picaresca de cómo seguir cobrando un año más.

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Casi todos los grandes nombres del teatro español actual (las «estrellas» a las que se «homenajean» cada poco) murieron artísticamente hace ya años, pero el capítulo «Artes Escénicas» de los erarios públicos seguirán amamantándoles hasta su muerte física, jubilación incluida, con pingües teatros, producciones, compañías, y papeles, en fin, subvenciones, lo que ciertamente no redundará en la calidad de la escena española.

La dependencia pública es tan grave, tan contagiosa, que ya no sólo se trata de empresarios y productores exigiendo apoyos, o que nos encontremos ante los cacareados control-censura-uniformidad, de por sí alarmantes, sino que se ha llegado a una auténtica burocratización de las mentes: apenas nadie arriesga lo suyo ante una idea nueva, original, y no digamos, revolucionaria o solidaria; todo se calcula para que el proyecto sea lo suficientemente bien visto por las autoridades para recibir subvenciones. Echo de menos un espíritu artístico de riesgo basado en la calidad e innovación como se encuentra en Buenos Aires o en Nueva York donde el beneficio económico es una resultante del éxito artístico y de un público interesado.

Debe haber justamente una presencia pública fuerte -Estado-Comunidades Autónomas, Ayuntamientos- pero debe servir no para competir desigualmente con el mercado sino para apoyar, dar a conocer, abrir lo que carece de mercado: autores españoles nuevos, teatro clásico, nuevas tendencias de vanguardia, exportación al mundo, autores de lengua/s española/s, creación del intercambio iberoamericano, etc.




2. Teatro alternativo: ¿nada o alternativa de la nada?

Una característica aterradora del teatro en Madrid consiste en el abismo infranqueable entre el teatro comercial y el alternativo. A diferencia de Buenos Aires o Nueva York donde existe un flujo permanente entre ambos, con actores, directores, autores, obras enteras pasando de la innovación del segundo a la comercialización a mayor escala del primero, en Madrid un éxito en el teatro alternativo no tiene más futuro que su defunción y plantearse la próxima producción. Así, sus creadores o abandonan la profesión por agotamiento o erigen su pequeño feudito a imitación de los feudos del teatro comercial para terminar alimentándose permanentemente de los mismos nombres. Esta incomunicación aborta cualquier renovación. Madrid puede así alardear de tener el teatro comercial más antiguo, rancio, apolillado   —158→   y envejecido de Europa en perfecta consonancia con las estrategias de algunos de sus teatros públicos.

En este panorama desolador considerar el teatro alternativo como el fenómeno más llamativo en el panorama teatral de los últimos años (entre 1980 y 1999 se ha pasado de 2 a más de 30 salas) desgraciadamente no implica más que el cadáver no se pudre tan rápidamente, sino que se abrigan esperanzas de que se convierta en momia. Porque esta tendencia de las vanguardias de principios o mediados del siglo, del teatro independiente de la Dictadura, que ya goza de una Coordinadora Estatal y de Festivales de distinto calado, se enfrenta a la cuestión clave: ¿Es realmente una alternativa estética? O mejor, en plural, ¿son las salas alternativas estéticas alrededor de creadores individuales o grupos con afán de originalidad y renovación o más bien deben verse como la continuación del teatro comercial pero con menos recursos?

De nuevo, en una comparación con Buenos Aires donde me vienen a la mente inmediatamente 5 o 6 núcleos de directores, autores, actores o Compañías que han creado sus espacios de investigación con estéticas muy definidas, en las alternativas de Madrid, y puedo generalizar al resto de España, se encuentra un popurrí de programación, gentes, escuelas y espectáculos con tremendas oscilaciones de resultados y calidades.

Es cierto que muchos directores (o gestores) de esas salas sobreviven por su pericia en la mamadera pública; es cierto que la mayor parte de las obras que se ven defraudan por propuestas y alcances sospechosamente tradicionales, tanto en las autorías como en las direcciones o actuaciones (soy de los que consideran que lo peor en el teatro español de ahora y de siempre son los actores que, en general, desde que empiezan a hablar «suenan a texto» y carecen de una verdad básica; problema que no sólo se debe a la formación tradicional de sus habilidades sino a la impericia de los directores dirigiendo actores).

Es cierto que fácilmente se confunde innovación con aburrimiento condenando al público a tostones imperdonables; es cierto que adolece de los mismos vicios de una formación provinciana escasamente abierta al mundo; pero no es menos cierto que las alternativas representan el único teatro en España con un poco más de ilusión, energía y vitalidad. Y, de vez en cuando, son de paso las únicas obras interesantes de la cartelera española. Porque finalmente, aunque en España por ahora no se pueda calificar la alternativa con marcas distintivas de gran originalidad, ya sólo por ser las alternativas de la nada comercial y de la casi nada pública, me parecen importantes.



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3. La obesidad del teatro-espectáculo está que explota

En su afán de competir con el cine y la televisión, la renovación de la puesta en escena de los años 60-70 (el desprecio del autor -el texto, cuando lo hay, como mero pretexto-, la exaltación del director, etc.) con tan buenos resultados en el mundo entero (incluido España) se ha convertido en los noventa en el teatro burgués por excelencia. Como la tecnología está de moda, el teatro-espectáculo se ha vuelto multimedia, ecléctico y emblemático; es decir, sorprendente, epatante, caro.

Es el teatro que fomenta (y financia) el sector público con sus directores-estrella (los grandes defensores de los cachés millonarios y sus cortes celestiales); es el teatro de las compañías estables españolas que más exportan al extranjero; es el orgullo de la profesión y cada nuevo estreno, fácilmente aliñado con algún escándalo, puede por fin llenar páginas enteras de periódicos y televisiones.

Curiosamente, salvo escasas excepciones, el teatro-espectáculo está muerto. No pasa nada. El insoportable aburguesamiento del arte, de los artistas y de los teatreros, es un problema mental y vital que no se resuelve con dinero. Obra tras obra, me da pena ese derroche de medios para que el espectador pase un buen rato, para (siento el grosor de la palabrota) «entretener». «Lo hemos pasado bien», se oye a la salida.

¡Qué tristemente reaccionario y qué perversamente capitalista el hacerse cómplice de ese mecanismo de erigirse en campeones de la lucha contra el aburrimiento, aburrimiento que el sistema previamente ha construido! ¡Qué lejos de lo que yo considero función principal del teatro: hacer temblar, remover, mover el piso, inquietar, indignar, exaltar, cagarse en su puta madre, amar, tal vez, vivir!




4. No es texto todo lo que reluce: la discreta esperanza del teatro de texto

Cambian las tornas: la dramaturgia acorralada, acomplejada de los setenta u ochenta frente al teatro-espectáculo y a sus primos, la prosa y la poesía en apogeo tras la fuerte innovación de las décadas anteriores, experimenta en los noventa una renovación sorprendente: mientras los primos regresan a lo tradicional -novela y poesía actuales-, el texto dramático revoluciona   —160→   estructuras, temáticas y lenguajes que contrastan con la dirección y actuación estancadas. Sin duda resulta lo más llamativo del teatro actual, ya que, independientemente de los resultados, el mero hecho de proponérselo sorprende frente a lo acomodaticio y conservador de directores y otros teatreros que, por supuesto, vociferan en sus declaraciones: «no hay autores»; «los autores actuales no venden».

Y cuando no se vende, todos se echan las culpas. Surge la polémica pregunta: ¿Quién ha expulsado al público en las últimas décadas hasta convertir el teatro en algo marginal: el realismo, las vanguardias o el teatro-espectáculo? La respuesta parece obvia: el mal teatro. ¿Pero qué significa malo o bueno? ¿Ahí donde va el público? Ya Artaud recordaba que para que haya público primero tiene que haber teatro. Si las recetas habituales no funcionan habrá que buscar unas nuevas. Volvemos al principio.

La polémica resulta apasionante porque todas las soluciones son igualmente válidas: los realistas machacan con la necesidad de recuperar los referentes reales, claros, cercanos a los espectadores (como el social o el político del antifranquismo) y recuerdan que la construcción aristotélica (conflicto, personaje, desarrollo-nudo-desenlace, etc.) es un universal de la psique humana para que el público se interese.

Por su parte, la llamada «nueva dramaturgia» considera obsoletos estos textos realistas que en general además se hacen mucho mejor en cine y televisión. La vida sigue; originalidad e innovación son un valor constituyente de Occidente; la evolución del arte y del pensamiento de las últimas décadas no podía dejar inmune a la dramaturgia: renuncia a la predicación y a la historia; reducción de la narratividad; rotura del concepto de estructura; amenaza de la causalidad frente al caos; descrédito del lenguaje; crisis del relato, de los géneros, de la figuratividad; dificultad de las totalizaciones y construcciones, fragmentación, incertidumbre, interrogación; exigencia de un espectador inteligente, receptivo, de un espectador coautor, que trabaje con los nuevos códigos desconocidos... No son más que cuestiones básicas que debe manejar un creador para estar con su tiempo como ya se plantearon muchos otros antes. Ni siquiera es novedoso.

Pero no es el caso, y menos en España, porque la mayoría del público como la de los teatreros y autores parece dar la razón a los realistas y desde luego al teatro -espectáculo para quien casi todo el teatro de texto aburre y sobre todo el actual-. Lo peor es que incluso los nuevos autores, jóvenes o no, se han creído la retahíla: «tenéis éxito de público cuando rectificáis». Así se vuelven tradicionales, realistas. Y es que estamos ante un fenómeno no ya teatral, artístico o creativo, sino sociológico: el público de teatro, en un 95%,   —161→   es perezoso y conservador. Va a que le echen más de lo mismo. El nuevo autor se encuentra ante dos ecuaciones: «hacer lo que el público pide», «lo que quiere ver», el teatro comercial de siempre... igual a ser famoso y estrenar; la innovación igual a marginación y desesperación. Ejemplos recientes de gran éxito de nuevos dramaturgos si abandonan la experimentación multiplican el conservadurismo.

Nada importa el argumento histórico tan confirmado en la España del siglo XX donde el único autor incuestionado, Valle Inclán, apenas estrenó nada comparado con los grandes éxitos de su época, hoy olvidados. Al final es una cuestión del talante interno del autor, de seguir por lo trillado o de dejarse fascinar por esta actualidad sin paradigmas, normas o fórmulas en que proliferan las búsquedas (cada vez tengo más claro que quien no se sienta capaz de crear en la incertidumbre haría mucho mejor en dedicarse a otra cosa): nadie se atreve a escribir poéticas con pretensiones totalizantes, el relativismo estético, «el turismo de estéticas» invade los hallazgos y hasta lo nuevo puede ser un valor estético agotado.

Por favor, que nos ahorren la hipocresía de vivirse y teorizarse como vanguardistas y transgresores los que mezclan las recetas de siempre, eso sí, bien empaquetadas, con apariencia de modernidad y un buen equipo de propaganda que se adapta a cualquier registro; que por lo menos vuelvan a la honestidad de Lope: «... escribo por el arte que inventaron los que el vulgar aplauso pretendieron». Y con obras magníficas.

Concluyo con unos simples deseos para los próximos años:

· Principio de esperanza: Que desaparezcan casi todos los que hacen teatro comercial, público o alternativo actualmente en España; se vayan a sus casas, traten de vivir de otros sectores de la economia y se conviertan en espectadores de teatro, a poder ser, pagando la entrada. Deben incluirse gestores, periodistas, políticos y demás expertos.

· Principio de necesidad: Que los que hacen teatro en cualquiera de sus campos, se formen, conozcan mundo, estén al día de lo que hacen los otros no en la misma ciudad sino en muchos países. Educarse, ya se sabe, implica trabajo, curiosidad, modestia y universalidad. En el sistema feudal y provinciano del teatro español todos lo saben todo y por supuesto no necesitan ver ni aprender nada más.

Que la educación no sólo atañe a los teatreros sino al público general, desde el jardín de infancia. Los poderes públicos deben gastar en fomentar el teatro en la enseñanza porque pocas formaciones realizan a una persona tan integralmente como las Artes Escénicas.

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· Principio de sentido común: Que el futuro del teatro en español incluya la América de habla española. Y como ya pasó en la literatura (prosa), tomar la iniciativa de organizar un área lingüística tan extensa redundará en beneficios para todos. Aunque sólo sea por razones geográficas o numéricas: o los españoles se meten en América o nos dejarán de lado. Es triste constatar que en España, hoy, no llegan a los dedos de las manos los teatreros españoles que conocen (o trabajan) el teatro iberoamericano.

· Principio de realidad: Que el teatro reinvente su lugar privilegiado en la sociedad frente a la televisión, el cine u otros «espectáculos», al poseer un elemento único frente al celuloide, el cristal o la tecnología: La carne, el cuerpo en directo. (Resulta paradójica la crisis del teatro cuando en el fenómeno capitalista de espectacularización de la cultura tiene tanto que ofrecen)

Que en este uso, desuso, abuso confusos de la carne, directores, actores y autores renueven sus sistemas de códigos para recuperar aquel valor esencial del teatro: enseñar a hacerse persona en el mundo actual.

· Fin de la pesadilla: Que cuando me pregunten semana tras semana qué puedo recomendar de la cartelera, no tenga que repetir siempre: nada (salvo 2 o 3 veces al año).

Y una amenaza: la próxima vez pasaré a los nombres propios de cutres y casposos.