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«Silencios, luces, músicas y sombras»: la leyenda de José Asunción Silva a examen

Alfonso García Morales





Hubo otro tiempo, el que conocemos como la modernidad, en que los poetas fueron mitos. Muchos de ellos se concibieron a sí mismos como protagonistas de una heterodoxa religión artística que venía a sustituir a la religión cristiana tradicional y a las nuevas religiones del progreso y de la nación. Pero fue realmente la sociedad burguesa, a la que ellos consideraban su antagonista, la que en una demostración más de poder terminó integrando, canonizando y exhibiendo a unos pocos de ellos, preferentemente muertos, como fundadores de las distintas literaturas e incluso identidades nacionales y como posesiones culturales y ornamentos espirituales del progreso. Todo eso pasó hace mucho, pero sus huellas aún perduran en los viejos anales de las historias literarias. En ellas se narra cómo entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, con el llamado modernismo, surgió una constelación de héroes poéticos mayores y menores que constituyeron el parnaso hispanoamericano: José Martí, el apóstol, mártir y padre de la patria cubana; Rubén Darío, el maestro mágico, errante y demasiado humano, cuyas hazañas liberadoras llegaron hasta la misma España; el hercúleo y proteico Lugones, que levantó y rehízo varias veces la poesía argentina; Herrera y Reissig, esfinge mayor de la secta de raros uruguayos en la que también ofició la sacerdotisa Delmira Agustini; López Velarde, el provinciano descubridor del México Revolucionario, etc. Casi todos los citados fueron, como conviene a la novela de sus vidas, personajes inmolados, temprana y trágicamente desaparecidos. Entre ellos no puede faltar el atormentado y fatal colombiano José Asunción Silva (1865-1896), el poeta suicida autor del Nocturno. Tuvo razón, efectivamente, el joven decadente mexicano José Juan Tablada (quien a su muerte sería, a su vez, rescatado y consagrado por Octavio Paz como abuelo de las vanguardias) cuando dijo que Silva no dejaba una biografía ni una obra sino una Leyenda. Aunque sea imposible sustraerse a ella, cabe optar por seguir usándola cómodamente sin cuestionarla o, por el contrario, interrogarla y tratar de explicar críticamente lo que tal leyenda revela y oculta, lo que suma y resta al Silva escritor. Esto último es lo que ha hecho Remedios Mataix en su brillante edición-estudio. A partir de un conocimiento amplio y profundo de los bases ideológicas y estéticas de la encrucijada finisecular, ha vuelto a recorrer el camino que siguió Silva y que siguieron sus lectores, y ha realizado un inteligente ejercicio de reinterpretación para mostrar cómo este escritor llegó a convertirse en un mito colombiano y moderno, en una figura que ocupa un lugar único en la historia literaria de su país y de Hispanoamérica como precursor, participante y disidente del modernismo.

El primer acierto ha sido publicar conjuntamente su poesía o, más exactamente, una amplia muestra de su poesía, y la novela De sobremesa. No se trata de una decisión comercial ni caprichosa, sino el medio mejor de concebir y abordar la obra de Silva como un todo indisoluble y extraordinariamente complejo. El largo estudio introductorio, prácticamente un libro de más de ciento setenta páginas, densísimo de datos e ideas pero sintético, preciso y ágilmente escrito, está ordenado en cuatro capítulos. «Hacia José Asunción Silva» adelanta las dificultades y ambigüedades que plantea esta figura llena, como él mismo dijo en uno de sus poemas, de «silencios, luces, músicas y sombras». Desde el principio Remedios Mataix advierte sobre la tentación casi inevitable de leer su obra autobiográficamente, como una extensa «nota suicida» llena de claves sobre los misterios de su vida y de su muerte. En «Trayectoria vital, textos y contextos» traza escrupulosamente su biografía literaria a partir de los datos establecidos por los más seguros y actualizados biógrafos (Héctor H. Orjuela, Ricardo Cano Gaviria o Enrique Santos Molano), y sobre el fondo de la evolución histórica de Colombia y de los cambios culturales del fin de siglo. Se recorren así las etapas de su breve existencia. Su formación en un ambiente acomodado, culto y al parecer feliz pero sobre el que se cernían (como ese «presentimiento de amarguras infinitas» de que habló en el Nocturno) las primeras sombras de desgracias y pérdidas. Su intensísimo itinerario europeo -París, Suiza, Londres- entre 1884 y 1886, durante el que puso de manifiesto su capacidad de asimilación y sincretismo, al absorber ávidamente los múltiples signos que conformaron la crisis del naturalismo y del parnaso y la gestación del simbolismo. Y sus últimos años de desencuentros con la sociedad bogotana y de infortunios económicos y familiares sin cuento, en los que elaboró una obra personal llamada a tener gran trascendencia pero que perdió casi por completo en un naufragio en 1895 y que a duras penas pudo reconstruir antes de pegarse un tiro en el corazón. A continuación vienen los dos capítulos centrales, sendos análisis detenidos y en profundidad de la poesía y de la novela, que enlazan con la edición mediante una imprescindible nota donde se resume con claridad la complicada historia editorial de los escritos de Silva, llena de azares y de algunas contaminaciones y enigmas hoy por hoy irresolubles, y donde se exponen razonadamente las soluciones adoptadas. El texto es pulcro y las notas, cuidadas al detalle.

Remedios Mataix explica cómo la modernidad de la poesía de Silva se sustenta en una «poética ambivalente» que se manifiesta de dos maneras contrarias y complementarias: la lírica y la irónica. Su vertiente lírica ha sido siempre la más conocida, atendida y valorada. En ella se unen la herencia más depurada del romanticismo y las novedades del simbolismo, Bécquer y Poe, para dar una poesía esencial, libre de formalismos y adornos superfluos, refinada y natural, musical, intimista y metafísica, inclinada sobre el tiempo y abierta al misterio, que alcanzó su mejor expresión en «Los maderos de San Juan», «Vejeces», «Resurrecciones», «Paisaje tropical», el poema que comienza «Estrellas que entre lo sombrío», «Día de difuntos» y sobre todo el mítico Nocturno «Una noche», con su rara y delicadísima aleación de sensualidad, sentimiento y magia, y con su cruce de sombras del mundo y el trasmundo. Por el contrario, la poesía irónica, presente en El Libro de Versos y dominante en Gotas amargas, ha sido tradicionalmente mal conocida, menospreciada, incluso incomprendida y rechazada, por resultarle a algunos incompatible con el mito oficializado de un Silva de trágica nobleza. Una de las grandes virtudes de este estudio es explicar a fondo la relación dialéctica, nada simple, entre la poesía y la ironía, lo real y lo ideal, que actuó a lo largo de toda la modernidad y que marcó tan decisivamente a Silva.

En la conciencia moderna de Silva persiste al tiempo que hace crisis la fe romántica. Si su manera lírica es enunciada en ensoñadores poemas metapoéticos como «Ars» («El verso es vaso santo. Poned en él tan sólo/ un pensamiento puro») o «Un poema» («soñaba en ese entonces en forjar un poema,/ de arte nervioso y nuevo obra audaz y suprema»), su vertiente irónica aparece perfectamente sintetizada en el «Avant-propos» que sirve de prospecto a Gotas amargas, un «poema-receta» que funde el discurso literario con el científico y en el que un poeta-facultativo prescribe a los lectores-enfermos, de estómagos estragados por «sensiblerías semi-románticas», el «tónico» de sus gotas amargas. Silva hace poesía con la falta de poesía pero también con la falsa poesía. Sus gotas «El mal del siglo», «Cápsulas», «La respuesta de la tierra», «Futura», «Zoospermos», etc., contienen una queja, una denuncia y acaso un mensaje moral de regeneración, una reacción y una crítica implacables a los convencionalismos éticos y estéticos que por momentos parecen incluir a sus propios poemas líricos pero que, como explica Remedios Mataix, no son «la negación de su vertiente simbolista, sino la de aquello que esa vertiente quiere superar» (p. 91). El repaso de las influencias sobre el Silva irónico va más allá de los habitualmente señalados románticos europeos Heine y Hugo, y de los posrománticos españoles Bécquer, Campoamor y Bartrina, y toma en cuenta al Jean Richepin de los «Sonetos amargos», a los simbolistas del «Cercle Zutique» o a un Dante Gabriel Rossetti también escindido entre la «Sleeping Life» y la «Waking Life», el sueño y la frustración. Pero sobre todo incide en las lecciones de los grandes maestros finiseculares de la sospecha: el Schopenhauer de la voluntad, el dolor y la abulia, y el Nietzsche de la muerte de Dios y la transmutación de valores, a quien el intuitivo Silva, atraído y temeroso, se acercó muy pronto. Al igual que la poesía lírica convirtió a Silva en el comienzo indiscutido de la tradición poética contemporánea de su país, su revés irónico hace de él un antecedente del notable poeta posmodernista colombiano Luis Carlos López (del que, por cierto, la editorial sevillana Renacimiento acaba de sacar, con fecha 2007, la primera edición en España, una antología con el título de su libro Posturas difíciles), del Nadaísmo colombiano y en general de la fecunda corriente antiliteraria de la poesía posmoderna hispanoamericana.

En principio el canon modernista se estableció preferentemente sobre la poesía y sólo secundariamente sobre la prosa. La revalorización de la prosa -narrativa, ensayo o crónica periodística- comenzó en la década del 50, en torno al centenario del nacimiento de José Martí, y se consolidó en los 60, con el boom o internacionalización de la literatura hispanoamericana y con la relectura de la tradición anterior, en especial del modernismo y las vanguardias. Fue desde luego una ampliación positiva, que hizo entender mucho mejor el modernismo, aun cuando el celo inicial de ciertos estudiosos por equiparar la consideración de la prosa con la de la poesía llevó a algún exceso que ha pasado a ser ya un lugar común de la historiografía literaria hispanoamericana y que, creo, habría que revisar, como el de afirmar con tanta seguridad como suele hacerse que la renovación modernista se manifestó «antes» en la prosa que en la poesía. Este proceso crítico ha afectado también a la lectura de De sobremesa, que sin embargo no deja de ser un caso especialmente anómalo. Al parecer Silva la escribió entre 1887 y 1895, la perdió en el mencionado naufragio, la reconstruyó en sus semanas finales y dejó el manuscrito junto a su lecho de suicida. En los años siguientes se dieron a conocer unos pocos fragmentos, pero no se publicó íntegra hasta 1925, antes de que el manuscrito se perdiera nueva y definitivamente. Pero tampoco entonces despertó mayor curiosidad crítica. No fue hasta los años 60, con los estudios de Juan Loveluck y algo después de Klaus Meyer-Minnemann, cuando De sobremesa empezó a ser valorada, si no literariamente, sí como un documento de época y un testimonio biográfico excepcionales, como el primer ejemplo hispanoamericano de la novela fin de siècle, escrita bajo la influencia de Paul Bourget y sobre todo del À Rebours de Huysmans, y cuyo héroe José Fernández era un trasunto del exquisito y torturado Des Esseintes y un exacto alter ego del propio Silva. Remedios Mataix explica en detalle estas accidentadas circunstancias de publicación y las consecuencias de su recepción diferida, pero va un paso o, mejor, varios pasos más allá de las interpretaciones al uso. Prueba con mucha solidez que esta «autoficción» en que se funden sin confundirse lo vivido y lo escrito, prosigue pero a la vez rompe con el modelo de novela decadente; y se arriesga a proponer una lectura «cervantina» o paródica y a defender su coherencia narrativa.

Al igual que la poesía de Silva está animada por una «poética ambivalente» entre lirismo e ironía, su novela muestra en todo momento una «escritura en tensión» entre la parodia y la alegoría, el decadentismo y el idealismo, el ansia de modernidad y la nostalgia de la tradición. A partir de esta constante, Remedios Mataix ofrece un análisis tan completo como afinado e interesante de su significado, composición, espacios y tiempos, personajes, fuentes y símbolos. Estudia su estructura enmarcada, con una escena de sobremesa que abre y cierra la novela, y en la que se contienen las claves del protagonista escindido entre la tradicional Bogotá y el moderno París, y los emblemas que darán coherencia simbólica a su historia. Recorre críticamente el cuerpo de la narración, constituido por la lectura que José Fernández hace a unos amigos del diario de su viaje a Europa ocho años atrás, en una fecha indeterminada de la década de 1890. Este diario une el relato íntimo con la digresión ensayística e incluye un atracón de exquisiteces artísticas y eruditas que hoy resulta desorbitado pero que muestra bien a las claras la voracidad, la digestión y también la indigestión latinoamericanas en el gran banquete cultural de fin de siglo. En este sentido es significativo que el diario se abra a su vez con un comentario confrontado de dos libros de plena actualidad en esos años y que actúan respectivamente de modelo y contramodelo estético y vital para Silva-Fernández: el Diario de mi vida de Marie Bashkirtseff y Degeneración de Max Nordau. El diario consiste en una sucesión de divagaciones intelectuales y amorosas que revelan las dualidades que desgarran a José Fernández, un alma afectada por el estadio más avanzado del mal de siglo y atacada por delirios tremens simultáneos de decadencia y regeneración. El centro de su aventura espiritual es el encuentro una tarde y una noche de verano en Suiza con la joven Helena de Scilly Dancourt. Un encuentro fugaz, apenas una visión, pero precedido de profecías y revelaciones, y que lo marcará para siempre. Helena es su contrapunto femenino, una «criatura de pureza y de luz», interpretable dentro del imaginario masculino decimonónico como la personificación estética y ética del Ideal, el arquetipo prerrafaelita de la mujer frágil y el camino de salvación espiritual para el desasosegado protagonista. Éste no volverá a verla jamás y su existencia se consagrará a una búsqueda imposible a través de desfallecimientos y caídas, de fases de extenuante hiperactividad física e intelectual, de refugios en paraísos artificiales, de falsos maestros y falsos amores, de abstinencias y depresiones que lo ponen al borde de la locura, pero también de recuerdos y esperanzas y de débiles rastros y reflejos salvíficos, como el hallazgo de un misterioso retrato de la que parece ser Helena o como las revelaciones del sabio profesor Charvet, hasta dar finalmente con la tumba en la que yace la joven. Entonces, ante la oquedad cierta de la muerte, José Fernández deja escrito el alegato con el que se cierra el diario: «¿Muerta tú, Helena? No, tú no puedes morir. Tal vez no hayas existido nunca y seas sólo un sueño luminoso de mi espíritu; pero eres un sueño más real que eso que los hombres llaman la Realidad. Lo que ellos llaman así es sólo una máscara oscura tras de la cual se asoman y miran los ojos de sombra del misterio, y tú eres el Misterio mismo». Como dice Remedios Mataix, Silva permite a su personaje ir más allá de lo que Huysmans hizo con Des Esseintes, haciéndole reconocer el poder sagrado de lo incognoscible encarnado en Helena: «De sobremesa se proponía rebasar los planteamientos de la novela decadentista coetánea y, en discrepancia con el pesimismo de sus modelos, a su protagonista le abre las puertas de la redención» (p. 150).

Estas son, muy simplificadamente, las grandes líneas de este estudio-edición. Apenas cabe enunciar otros muchos matices y sugerencias importantes e interconectadas que se desarrollan a lo largo de la introducción y las notas y que lo completan, enriquecen y abren nuevas vías de discusión e investigación. Así Remedios Mataix no deja de hacerse eco de los rumores sobre la sexualidad de Silva que han acompañado a su leyenda de artista, en especial las supuestas relaciones incestuosas con su hermana Elvira, tan morbosamente insistentes en la primera mitad de siglo XX, o los rumores sobre su homosexualidad no resuelta, que siempre han estado ahí aunque no se hayan formulado abiertamente hasta los últimos años, en especial por los mismos representantes de los «Queer Studies» que han sacado del armario a Julián del Casal, a Gómez Carrillo y, recientemente aunque con bastantes menos argumentos, al propio Rubén Darío. Tampoco deja de resaltar entre la extensa historia de la recepción crítica de Silva algunas lecturas sobresalientes, desde la agonista de Unamuno y la simbolista y en algunos aspectos polémica de Juan Ramón, hasta la respetuosa con el mito del escritor pero reticente con su técnica novelística que hizo García Márquez. Aclara la actitud de Silva hacia Darío, cuya originalidad reconoció pese a satirizar a los imitadores rubendariacos en su conocida «Sinfonía color de fresa con leche»; y establece una inadvertida correspondencia entre la poética de De sobremesa y la propuesta neoespiritualista que José Enrique Rodó hizo en su ensayo «La novela nueva». Al situar a Silva en el Bogotá literario de su tiempo, se detiene, entre otras, en sus relaciones con el crítico y poeta José María Rivas Groot, quien pasó de ser su admirador a convertirse en un feroz enemigo, o con el ensayista Baldomero Sanín Cano, su fiel amigo, interlocutor intelectual y uno de los promotores de su fama póstuma. Son asimismo muchísimos los comentarios interesantes y esclarecedores a poemas y a pasajes concretos, que hacen de esta edición casi una enciclopedia sobre el modernismo. Cabe mencionar los comentarios sobre «Día de difuntos», por supuesto sobre el «Nocturno», o sobre las implicaciones políticas, literarias y hasta personales de «Al pie de la estatua», el poema homenaje a Bolívar que Silva escribió por encargo. Los dedicados a la utopía política que José Fernández concibe en los Alpes, acaso en la misma roca -«der Zarathustrastein»- en la que Nietzsche recibió las grandes inspiraciones de su filosofía; y a los temores apocalípticos que el personaje siente en París ante la representación de un drama de Ibsen y el estallido de bombas anarquistas. También los que tienen que ver con la simbología culturalista y esotérica de Helena, por ejemplo con «la escena del balcón» de la novela, inspirada en el poema y cuadro dantescos de Dante Gabriel Rossetti «The Blessed Damozel», y con el enigma de su retrato, en el que mediante el tópico de la pintura imaginaria, presente en varias novelas decadentes, Silva condensa toda una serie de claves sobre la Hermandad Prerrafaelita que tanto admiraba. Y en fin, las explicaciones sobre el papel de las enfermedades y de los médicos tanto en los poemas como en De sobremesa, en especial sobre la figura del profesor Charvet, trasunto del célebre neurólogo Jean Martin Charcot, en cuyas lecciones sobre la entonces incipiente Psicología, a las que Silva asistió durante su estancia parisina, José Fernández parece encontrar un camino de integración entre cientifismo y espiritualismo que satisface sus ansias de totalidad.

Son sólo algunos ejemplos de lo mucho que ofrece esta magnífica edición-estudio hecha con tanto trabajo, rigor, pasión y solvencia. Sin duda el mejor medio de acceder hoy a una figura decisiva en el fin de siglo hispánico, una figura muy de época, es cierto, pero que aún conserva su atractivo.





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