

Silva en la sombra
Pablo Neruda
Nuestro siglo diecinueve americano fue más largo que todos los siglos, y aislado, y acerbo, y lluvioso. Las pampas y las cordilleras, las sabanas y los ríos, los hombres y los campanarios transcurrieron envueltos en distancia, soledad y niebla.
Esta niebla grande y transubstancial galopa y permanece sobre nuestras alturas, como un manto morado, aquí y allá dirigido por las rachas de los huracanes más violentos, combatido contra las paredes glaciales de la cordillera nevada, y rechazado o aceptado a veces por el corazón de los hombres solitarios.
Por los caminos hay todavía fogonazos y olor acre de pólvora y soldado, y los caudillos interrumpen el silencio con sus cabalgatas de potros guerreros, y a la luz de la luna muestran en un relámpago las charreteras doradas, los pantalones escarlata. En las profundas casas de patios y graneros, algunos hombres caen sobre los libros, devorando las páginas a la escasa luz de los cirios, profesando la vida en forma intelectual encarnizada, enseñando y combatiendo como Sarmiento o Bilbao, o entregándose a la poesía en forma despeñada y total como Pedro Antonio González o José Asunción Silva.
Satanes, ángeles obscuros, sacerdotes martirizados de lo más fantasmal y perdido, comedores de estrellas, pescadores de la noche sombría. Sus siluetas de espectro fúnebremente vestidas se destacan en la blanquecina luz del vapor boreal, y así comencé a ver a José Asunción Silva, elegantemente tétrico, con su lira purpúrea y sus suavísimos guantes de caballero enlutado. En la otra esquina de América, a la luz de los faroles más amargos, iba a cruzar tambaleante la sombra de Pedro Antonio González, amenazado por todos los terrores, triturado por los puñales más mortales, desgreñado por su sonambúlica embriaguez. Por los salones encerados de Bogotá, junto a las más dulcísimas señoras, junto al arpa de mil voces de oro, paseaba el doloroso ruiseñor enguantado, y por las charcas pestilenciales de los cerros de Valparaíso iba dando tumbos nuestro tenebroso y misterioso maestro.
Todas estas soledades las iba a dispersar en un solo trueno de nieve y sonido el alto canto de Rubén Darío.
Pero esta unidad total americana que nos iba a dar Rubén Darío, este tono forestal y coral, esta unidad de rumor y de canto se levantaba sobre los dolores de una América obscura.
Herrera y Reissig, en cuyos sonetos brilla una magnánima luz frutal, luz que no dura, que se tuerce, se encrespa, se enfurece en los últimos lampos geniales de su obra, deshecho de drogas y de amargura, parsimonioso suicida de este clima espectral. Lugones, orgulloso gigante de la forma y del vocabulario; Alfonsina Storni, apasionada y florida; José Asunción Silva, árbol y cítara del romanticismo americano, al entrar en la muerte por voluntad propia, son sólo los más valientes suicidas, son los adelantados de un cortejo ligado a las raíces exterminadoras de la poesía americana. Suicidas fueron también el padre Rubén Darío, tan aterrado y mártir de cuanto existía, y el delirante y perverso Barba Jacob, y el abandonado y desterrado César Vallejo, grande entre los grandes... «Me moriré en París con aguacero / un día del que tengo ya el recuerdo»
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En este coro acongojado como la masa sombría de un cielo de lluvia de una determinada selva americana, de esta necrología que abarca todos los himnos y las sílabas, la expresión toda de nuestro ser continental, la voz de José Asunción Silva se desprende con una pureza y una dulzura ilimitadas, como un violín delgado y combatiente o como la voz del ruiseñor que sale de la noche sombría.
A cuantos hemos abrazado el camino de la poesía nos sobrecoge a veces el inmenso trabajo de los antepasados. Un «Nocturno» de José Asunción Silva es tal avance activo del pensamiento poético, tal conmoción en la ciudad lírica del español, como lo puede ser en el inglés de Norteamérica «El cuervo» de Poe, o en el inglés de Inglaterra «The Rhyme of the Ancient Mariner», de Coleridge. Este gran poema escrito durante esta agónica y corta vida por las manos tan delicadas que, sin embargo, pudieron dispararse el tiro mortal, abre las puertas de terciopelo de un español magnífico y tenebroso, de un idioma nunca antes usado, conducido por un ángel nocturno a las últimas decisiones y desvelos del ritual. Por esas anchas puertas del gran nocturno entra nuestra voz de América a tomar parte en el coro orquestal de la tierra.
Es por la voz de Eduardo Carranza, gran poeta de Colombia, expresión viva de la fuerza y la pureza poética, de un país que ha hecho saltar la poesía de roca en roca y de metal en metal, recogiendo así lo más diamantino de cristal y fulgor, es por la voz de este grande joven y representativo maestro de la juventud poética de Colombia, que iréis conociendo y reconociendo en sus pliegues y repliegues la sombría figura de José Asunción. Y el hecho mismo de que Eduardo Carranza, capitán de la nueva poesía colombiana haya escogido -o la vida lo haya escogido a él- para hablar por vez primera ante chilenos de una figura tan aureolada por la poesía, y tan irreductible en su misterioso ejemplo, nos muestran la grandeza y la continuidad de la cultura colombiana. En esta tarde de gran invierno austral, Silva y Carranza, unidos por lo más secreto y permanente de una inagotable tradición poética, no pueden ser aquí escuchados sino como dos grandes hermanos floridos, el uno taciturno en su abismo, el otro ardiente fuego, dándose las manos a través de la noche, en el puente inmortal de la poesía.