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Sin retórica que valga. El discurso, según Rafael Azcona

Bernardo Sánchez Salas




Resumen

«Haz lo que te parezca, pero no olvides lo que somos aquí, ciegos, simplemente ciegos, ciegos sin retórica...».

José Saramago, Ensayo sobre la ceguera1.                


La tesis de este artículo pretende mostrar, a través de la visión que ofrecen los guiones e historias escritas o co-escritas por Rafael Azcona para la literatura o el cine, la desconfianza en el aparato discursivo humano como sistema de relación a causa de las limitaciones e intereses a los que le someten la instrumentalización doctrinaria, los poderes fácticos y los egoísmos personales. Los personajes de Rafael Azcona pugnan inútilmente por encontrar un espacio de libertad real donde palabras y deseos fructifiquen, un mundo donde «hacerse entender», pero el entramado social conspira continuamente contra esa libertad y lleva a la catástrofe la idea, ilusión u objetivo del individuo. El ser social es víctima del ruido, de la amplificación de consignas, de las promesas e intenta luchar o refugiarse -en ambos casos con éxito improbable- y a la vez -porque es un ser paradójico- necesita de ese ruido, por horror vacui. La tensión extremada entre la oralidad y el silencio, entre la socialización y el aislamiento caracteriza al protagonista azconiano. Por ello, sólo la escala individual, el desoimiento del discurso oficial allí donde se produzca y la búsqueda de un espacio dialéctico-vital pueden dotar de valor a las palabras y a sus intenciones, y eso es lo que hay que defender a toda costa.

Palabras clave: Rafael Azcona, retórica, análisis del discurso.

This paper intends to show, through the example of scripts or stories authored or coauthored by Rafael Azcona for publication or for the screen, this authors mistrust in the human discursive apparatus as a system for relationships, owing to the fact that it is subjected to limitations and interests by doctrinaire instrumentalization, by the poders that be and by personal egoisms. Rafael Azcona's characters fight vainly to find a space of real freedom where words and wishes fructify, a world where make oneself understand, but the social structure continually conspires against such freedom and leads the individual's idea, illusion or aim to disaster Social beings are victims of the noise, of the amplification of slogans, of promises, and they try to fight or hide -in both cases with unlikely success- and, at the same time -for they are paradoxical beings- they need such noise, as far as the suffer from horror vacui. The extreme tesion between orality and silente, between socialization and isolation are typical of Azcon's main characters. That is why only the individual scale, the unhearing of official discourse anywhere it appears and the search for a dialectic-vital space can give worth to words and their intentions, and it is that what must be defended at any cost.

Key words: Rafael Azcona, rhetoric, discourse analysis.






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En Azcona, la enmienda es a la mayor: el valor de las palabras que hacemos circular entre grupos de a dos -como mínimo- es el de un metal de aleación dudosa. Sobre todo si, como parece inevitable estadísticamente, median en su uso y abuso asuntos como el convivio amoroso, la lex, el negotium y la societas. El fracaso verbal está más que asegurado (y comprobado), pues por arriba conspira el orden político y por abajo el orden particular, el egoísmo: dos órdenes cerrados, imposibles de desportillar por el ilusionismo léxico. Muy al contrario, el discurso -empedrado, como el infierno, de buenas, educadas y hasta divinas palabras- alimenta (y camufla) la trama: es la trama, y la trampa para pájaros donde sucumbimos. Eso es: el infierno son los verbos. Cuidado con las palabras: son parte del bagaje del iluso que llevamos dentro, del idealista (del que se hace la idea o plan de algo, el que cree atisbar cualquier horizonte de éxito). Todo apunta (y conspira) hacia una logomaquia irreductible a lenguajes eficaces, que satisfagan nuestras verdaderas necesidades, que nos rediman de nuestras carencias, que nos libren y liberen.




2

Tobajas, Fernando Tobajas, el anacoreta2, sigue siendo el paradigma de este escepticismo radical, de la renuncia a pertenecer al mundo, al cambalache consuetudinario, a la familia, al municipio y al Estado. Un héroe trágico no en el callejón del gato, pero sí en su inodoro. Tobajas era abogado -dice-, y pudo serlo, o al menos se rozó con los clásicos, pues quedan en su conversación posos del Dante y de Homero, como cuando intenta consolar a Augusto, el administrador de «sus bienes», de un desaire de su hija y para eso cita al segundo: «La juventud, pronta de temperamento es débil a su juicio»; o más tarde, en un momento climático de su clausura con la bella Arabel Lee -su reina de Saba, su sirena, su tentación flaubertiana, su Annabel Lee-, el «enciclopedista» en chandal (¡qué prefiguración del actual imperio chandalistal) abre el Espasa, le pregunta a la hermosa anglófona si conoce La Odisea -no- y lee, mientras el violoncello del señor Polak ejecuta Bach al fondo (el escaso fondo de un retrete), una definición del término «sirena»: «...Habitan, según Homero, en una isla situada entre la Ea y las rocas de Escila. Más tarde, el lugar de su residencia se fija sucesivamente en el cabo Péloro, la isla de Antemusa, las islas Sirenusas o... Capri». En su cubil no hay cabida para tamañas extensiones, aunque simula ser una especie de isla y él mismo un viajero encallado por el canto sirenuso. El ciclorama abre una ventana falsa en el cuarto de baño y la bañera parece la caricatura de un buque, rodeado de otras embarcaciones mínimas: un bidet, un lavabo, etc... los restos del naufragio (y es inevitable el asociar con Tobajas al stevensoniano personaje de Pombal que dos años más tarde crearía Ricardo Franco también para Fernán Gómez, así como la obra teatral que el ex-aventurero asilado escribe sobre los amores entre un capitán y la bella Adelaida, en pleno caribe bucanero)3.




3

La aspiración al mar, el medio acuático, es uno de sus pocos respiraderos, el único horizonte que se permite Tobajas. Y me refiero a «medio» incluso en un sentido mediático. El mar es el elemento conductor de sus mensajes, emitidos con un ahorro ascético, editados con orden y confiados al curso de las corrientes marinas aprovechando el impulso inicial de... la cisterna del water. El ex-letrado y odiseico Tobajas, un Ulises inmóvil, entrega sus palabras al mar, sin ninguna seguridad de ser contactado, ni entendido, ni atendido. De hecho, Tobajas, hasta la fecha, había lazando vía desagüe 2159 mensajes, de los cuales sólo resultó correspondido el que hacía el n.º 1121, fechado el 21 de febrero de 1970. Iba encartuchado en un tubo de aspirinas que alcanzó el Tirreno y las costas de Capri, de cuyas orillas lo recogió Arabel -o así lo dispone una refundación del mito- y lo leyó: contenía una sinopsis de las tentaciones de San Antonio, según Flaubert. La argumentatio de otros mensajes suyos consistía, por ejemplo, en pequeñas polémicas que él mismo armaba (para su defensa o refutación) a partir de los materiales informativos que iba acumulando del recorte sistemático de la prensa. Su opinión al respecto de cada causa se encapsulaba en el interior de un tubo o de una botella y se dirigía a la audiencia marina. Causas del tipo de la conveniencia o inconveniencia de crear probadores y retretes mixtos en Inglaterra y España, respectivamente. Las palabras de Tobajas dependen de un destino incierto y caprichoso, al arbitrio de las mareas («La marea», de hecho, «se lo llevará todo»4, proclamó Azcona en una entrevista). No hay posibilidad -ni en él, ni en otros- de cuajar un discurso, ni de practicarlo. Derivan en una perpetua indispositio.




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Y no sólo las palabras de Tobajas. Pienso en otros tipos alumbrados -en su desasistimiento- por la escritura de Azcona y es precisamente la indisposición estructural, ontológica, pero también morfológica en ocasiones, su característica, su forma de estar, que lo es igualmente de «no estar». La pobreza, la vejez, el miedo, la necesidad, el amor, el deseo, la represión, la memoria (o su contraria: la amnesia) o la soledad indisponen para la edificación retórica permitiendo tan sólo un simulacro esperpéntico de la misma. La muerte, máximo destino carencial y motivo catastrófico desde algunos primeros relatos de Azcona para Codal y, por supuesto, desde su primera novela5, presenta dos caras: constituye por un lado -el del finado- el estado antirretórico por excelencia, el imperio del silencio, la huelga de explicaciones y argumentaciones, pero por otro -el del reino de los vivos- un voluminoso constructo de discursos en variado formato y lenguaje, complicado, para mayor abundamiento, con el aparato retórico y persuasivo de las religiones, no exento de precisión metafórica y logística, como demuestra una inscripción de la tapia del cementerio de Logroño, sin ir más lejos: «De esta comedia "vivir" / es el prólogo "nacer"; / la narrativa "doler" / y el epílogo "morir"». Azcona recuerda muy bien el corpus que componen las siete lápidas funerarias -todo un ordo, un programa dramático- e incluso concluye prácticamente Los muertos no se tocan, nene con la cita de la lápida sexta6. La obscenidad de la muerte la entiende Azcona, personalmente, por el lado procedimental: «En cuanto a la muerte, a mí siempre me ha parecido una cosa obscena, sobre todo cuando se la rodea de pompa y esplendor. Personalmente, si hubiera una compañía de seguros que me garantizara que apenas un médico forense certificara mi defunción, la compañía se iba a ocupar de hacer desaparecer mis restos a la máxima celeridad posible, yo me aseguraría y no me importaría que los arrojaran a la basura»7. La liberación por deceso se entiende, así las cosas. La liberación adobada con la venganza de los muertos sobre los vivos que, aún sobre la faz de la tierra, permanecen atrapados en un laberinto de complicaciones y en un locutorio de recetas, consuelos y falacias. Véanse los problemas que desencadenan el cadáver inminente de Los muertos no se tocan, nene o el cadáver portátil del relato Muerto8. A los vivos les toca cargar con ellos. En cualquier caso, el apego a la vida no se merece por la adicción ideológica y discursiva sino por la horizontalidad terrenal, sensual, sin adscripción. Recuerdo siempre la exclamación de Juanito (Gabino Diego) cuando se entera del suicidio de Don Luis (Agustín González), el párroco de Belle Époque9, que se ha ahorcado de una viga de la iglesia con un ejemplar del Del sentimiento trágico de la vida en la mano: «¿Y por qué se habrá ahorcado, con lo que le gustaba comer?»10 No por simple -que lo es el gili de Juanito, y mucho- es un interrogante «sinsustancia». El cocktail de contraindicaciones Unamuno+sotana+Mundo ha desbordado al trabucaire de Don Luis, quien será recordado, sobre todo, por su afición a la olla, por la inferencia: comer es vivir.




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Algunas veces, volviendo a este hombre azconiano «básico»11, veo en Fernando Tobajas a un epígono del Miguel de Los Europeos12. El individuo desencantado del mar y del mito insular, traumatizado por una experiencia erótica y locutiva (una babel de lenguas, en la Ibiza de las «sirenas» extranjeras, italianas y francesas -su Odette) nefasta, que de vuelta a tierra adentro rasga en cuatro pedazos el papel que contiene la dirección de su espejismo amoroso. Son de Mar13 se abre con un cadáver flotante, cadáver de cadáveres: dos veces muerto él mismo -otro Ulises, de nuevo, Ulises Adsuara- y cadáver del profesor y del hombre, del amante versado que sublima su pasión en el molde grecolatino, que ve la carne a través de las Odas de Horacio, que transmuta a una cantinera de costa en Leucónoe, que le encanta con el relato de las serpientes de Laocoonte, que su programa es el carpe diem, que expone La Ilíada a sus alumnos, que se creía tocado por el troquel de Aquiles, Eneas o su homónimo Ulises, que creía (idealista, iluso) haber dado con su patria -del placer- y su dueña, pero que, en realidad, ha naufragado en una bahía vigilada por un caimán con dientes y apellido de Sierra. Ésta re-edición de Ulises fracasará y de su ideal no quedará sino el recuerdo de unas palabras de Horacio que él, por inspiración, escribió en la arena antes de besar a su amada. Palabras fatales y arrasadas (¿o selladas, firmadas mil veces por el mar?): «Un mismo día traerá a ambos la ruina. No, no será pérfido el juramento hecho. Adondequiera me precedas, los dos iremos, ambos iremos, navegantes dispuestos a hacer juntos el viaje sin retorno».




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El Ulises / Tobajas no fue devuelto a la playa, sino que, en su versión del mar, aparece estrellado en el suelo del patio interior. Antes de emprender el viaje, ha evacuado al pez que tenía en la bañera por el torbellino de la taza del water. En los propios versos de Rafael Azcona, escritos y publicados en los años 5014, ya se avanza una cura del dudoso y fútil artefacto de la palabra, máxime si es invertido en la declaración amatoria y en el trance existencial, cuestiones indisociables en un momento dado de la vida. La inaprehensión -la imposibilidad de encarnación- entre el nombre y el ser amado: «¡Qué extrañas son las palabras / cuando en sus letras no arde / el fuego de la pasión / que da la voz a la sangre! (...) Qué extrañas son las palabras / cuando no nombran a nadie. / Tu nombre es una palabra / perdida entre nimiedades. / Tu nombre ya no es tu nombre. / Yo lo sé. Tú lo sabes», de Tu nombre es una palabra15. La alta temperatura de las palabras, como fuego artesano de la existencia (pero fuego doloroso, efímero y nunca constitutivo, definitivo): «Cuando pongo en el aire las palabras / y me dejan los labios calcinados... / sólo entonces comprendo por qué vive / la sucia arquitectura de mi barro. / (No canto porque existo; / existo porque canto)», de Voz del barro16. En el Poema para matar un iluso17 se detalla la recámara prosaica de la lírica: «Y entonces, ¿qué será de las palabras / sufrir, desesperar, corazón mío, / te quiero, mírame y eternamente? / Detrás de tanta música dulcísima / tan sólo habrá jabón o gabardinas, / palabras desastrosas y lejanas / que debes traducir a tu lenguaje» y constan dos poemas, Corazón incesante18 y Poema para asustara un recién nacido19, en los que se promulga -sin ambages, de forma lapidaria- el silencio venidero y necesario: «La piedra es más feliz en su silencio / que el río que atraviesa mi garganta» o «... no sabes que el silencio / te espera desde siempre y para siempre...». Presentimientos en los que este poeta no se encuentra solo sino que conecta básicamente -pero a la vez con espontaneidad, sin mimetismos- con la gran poesía de su generación, como ya detectaran Fanny Rubio y Manuel de las Rivas20. La prevención de la inflamación amorosa -inflamación provista de un poderoso bagaje retórico desde los principios de la creación poética y preámbulo del desengaño- será una constante en motivos y personajes escritos por Azcona en su primera producción. Por eso, en Los Ilusos21, cuando va el grupo de poetas a recitar a casa de Ramón Bergasa, Arriaga, uno de los poetas cabecillas, les prescribe que reciten «uno que tenga algo sencillo, sin amor ni nada de eso».




7

El desierto del anacoreta es el paisaje de ese silencio buscado. El desierto: esa suerte de mar transubstanciado, que ya habría pasado por una fase de fosilización y de pulverización, lo que conllevaría la arenificación final de todas las palabras, de todos los discursos, de todas las doctrinas y doctrinos (vid. nota 3), de todas las mentiras aún a costa -un costo extremo- de la soledad y la extinción. En el recurso del desierto late la nostalgia de un estado pre-verbal (en cuanto pre-político re-ordenancista, pre-comercial, pre-mediático, pre-social, pre-histórico). El garito de Tobajas está presidido por un cuadro que enmarca una cita de Anatol France: «En aquellos tiempos, todos los desiertos estaban llenos de anacoretas...». Minutos antes de su suicidio se preocupa de que el cuadro siga presidiendo el cubículo, como epitafio. Varias comedias con guión de Azcona tratan generalmente en un tono satírico de la malversación de la opción «desértica»; o mejor yo diría: de la opción «desertora» (en lo que tenían de escapada, de deserción de un estado de cosas). Tratan de expediciones «africanistas» fracasadas y escarmentadas por la torpeza grotesca de su empresa. Tratan de cómo una acrisolada estupidez mezclada con el turismo, el logocentrismo (todo tipo de centrismos) y el orden mundial se encargan indefectiblemente de arruinar cualquier espejismo de libre albedrío (de margen, de «paraíso»). Pienso en Y'a bon les blancs22, tiro de gracia al supuesto discurso humanitarista (caridad+publicidad+sentimentalismo+negocio). Marco Ferreri, su director, explicó la cínica contradicción que anida en el discurso redentorista: «Notre culture s'appuie sur un système èconomique qui a besoin de esclaves et des morts de faim, pour fonctionner. On ne peut pas en même temps accepter ce système qui tue et aller sauver des peuples à qui on donne de la farine de poisson pour les empêcher de mourir. N'est-ce pos mieux de changer notre système? Pourquoi aller changer les autres»23. La sátira quiere que, en respuesta, los «otros», los negros de El Sahel acaben comiéndose a los blancos humanitarios, a su discurso, a su «circo» y se queden con su cámara de televisión (la que lleva todo el rato Michèle Placido) para, finalmente, mostrar el mundo desde su lado. Pienso, desde luego, en La marcha verde24, esperpento azarzuelado sobre la verbena castrense y la tesitura política armadas en 1975 entorno a «la movida» de Hasan II en tierras del Sahara. La coyuntura política es descoyuntada por el guión para descubrir entre bastidores de la misma un desorden, una «descojonación»25 notable, coreografiada en comandita por la tropa en plaza y por, de nuevo, una troupe atrabiliaria de Revista española, «dotada» de un repertorio que suma los hitos de la retórica cantabile patria, desde Banderita a El novio de la muerte pasando por Moros del Rif, Te espero en el Cairo o Soldadito español; título, por otro lado, de la película de Antonio Giménez Rico sobre la tragicomedia del «servicio militar» que partía también de un guión de Rafael Azcona26. Por cierto que Enmanuel Burdeau, en una reseña póstuma de Y'a bon les blancs, describe la película como una comedia musical: «... film en scènes s'apparentant à des numéros joués ou dansés et echaînées selon un rythme de music-hall, omniprésence également de la musique par quoi l'Afrique achève de devenir espectacle, théâtre fantôme, tout porte à croire qu'avec Y'a bon les blancs, Ferreri mis en scène son unique comédie musicale»27, lo que la acercaría inopinadamente a La marcha verde, declarada varieté sobre una de las muchas chapuzas (inter)nacionales, superada in extremis y al margen de la «Historia» por dos de sus más jóvenes, carnales y futuribles testigos (a la par que amantes entre sí): el soldado Peciña y Chichi, concienciada y rezogante polizón de la Compañía en pos de bajarse al moro. El último cuadro de la representación los muestra abrazados, ajenos al lío, sin mando, sin historias, bajo una manta y humo de chocolate del moro entregados a la pasión oficiosa. La marcha verde encadena claramente con el aire y esquema de La corte de Faraón28, de por sí una parodia de la retórica grandilocuente de la gran ópera (Aida, en concreto, y su desierto egipciaco de cartón-piedra y forillo), pero, en manos de García-Sánchez / Azcona, a juste de cuentas retrospectivo con los agentes de la censura franquista y su policía. El paraíso ya no es lo que era29 cuenta la aventura de tres amigas, una profesora de literatura de instituto, una secretaria de notarías y la gerente de un negocio familiar de embutidos. Educación, justicia, familia: graves instituciones. Las tres mujeres (más o menos maduras) viajan juntas hasta Túnez en Semana Santa buscando la excursión sexual por debajo del viaje de estudios. Una vez más el conflicto surgirá cuando los intereses eróticos de cada cual cortocircuiten la refacción amistosa de partida y se arruine el proyecto, la ilusión del viaje y su pequeña sociedad.




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El «desierto» más singular en la filmografía de Rafael Azcona30 es le trou de Touche pas la femme blanche / Non toccare la donna bianca31. A partir de una idea escenográfica tan oportuna como feliz de soterrar una historia en el socavón que, en absoluta sincronía, se estaba realizando en el centro de París para desalojar el legendario Mercado de Les Halles, Marco Ferreri y Azcona figuraron ni más ni menos que un western32 atípico (pero característico), consistente en un gran guiñol (y un comentario político) desmitificador de las hazañas bélicas de Washington (las campañas indias, de entrada, pero también otras más próximas: Nixon) y de sus figurones, de la penetración cultural USA en Europa en el siglo XX y, extrapolando, sobre el exterminio de formas, zonas, comunidades y periferias resistentes al margen de los modelos (lingüísticos, urbanos y políticos) imperantes y extremadamente neurotizados cuando no psicóticos. El arquetipo a batir paródicamente es el del general Custer33 -interpretado por Mastroianni, secundado por un macarrónico (además de pederasta y narciso) Buffalo Bill a cargo de Piccoli- y a su cuenta, a cuenta de ambas stars del genocidio, la genial comedia de Ferreri y Azcona pone a los pies de los caballos, nunca mejor dicho, la retórica militarista «blanca». Custer, compulsivamente, es dado a la exaltación patriótica, incluso en la intimidad con su amada Marie-Hélène de Boismonfrais, a quien tiene seducida por su oratoria: «CUSTER.- Fin da giovane ho sentito l'ardente desiderio di servire la patria... Ma quello che mi ha spinto a entrare nelle forze armate è stato il disordine che regnava nel paese... L'esercito rappresentava la purezza, il desinteresse, il sacrificio, in seno a una società immersa nel fango del materialismo e dell'anarchia... (Marie-Hélène lo ascolta estasiata). MARIE-HÉLÈNE.- Oh, come mi piace ascoltarla! Lei parla così bene! (Custer, vanitoso com'è, si sente lusingato, approva convinto) [...] CUSTER.- I miei interventi oratori a Washington hanno avuto un certo successo... Persone molto influenti insistono perché io mi presenti alle elezioni presidenziali...»34 La cursi de Boismonfrais acabará asaeteada y envuelta en una bandera con barras y estrellas, como acribillado el ridículo Custer tras un Little Big Horne de quartier, apache y gauchiste.




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La denuncia del verbo (y ademán) triunfal, victorioso y nacional-católico tendrá sus expresiones en los guiones que Azcona escribe sobre el fondo o eco intermitente de la guerra civil y aledaños. Por destacar sólo dos hitos, recuérdese cómo sale parado el saludo fascista en La prima Angélica35 gracias al célebre (y arriesgadísimo entonces) chiste del brazo en cabestrillo de Fernando Delgado y todavía de una forma más precisa y pertinente en lo que toca al dispositivo retórico la secuencia de El jardín de las delicias36 -antecedente de La prima Angélica en la puesta en escena del teatro de memoria y en la retórica psicodramática- en la que sobre una proyección cinematográfica doméstica de la entrada de los Nacionales en Madrid ante los ojos catatónicos de Antonio Cano se oye recitar la Marcha Triunfal de Rubén Darío37 («Ya viene el cortejo...») «a lo Berta Singerman», según Saura38. A su fin, el padre de Antonio, disfraza do de Nacional sale de la pantalla -rasgándola- en una especie de performance al grito de «¡La victoria, hijo..., la victoria!». La parafernalia sígnica, iconográfica y verbal del estado y de su aliado la iglesia serán emblemas presentes en las fábulas, inoculados principalmente a través de la conciencia de su protagonista vertebral (tensionado entre el poder sinestésico, barroco de la memoria y la necesidad de desprogramación, de liberación), sobre todo en el ciclo de Saura, prorrogado al cabo de dieciséis años en la adaptación de ¡Ay, Carmela!, en la que, aprovechando la condición humilde de cómicos de Paulino y Carmela, se evidenciaba una vez más la desventaja e indefensión del individuo frente a la maquinaria supraindividual. El espectador asiste a la insostenible desproporción entre una pareja (atrapada, como José Luis Rodríguez y Carmen en El verdugo / Il boia39, como Paca y Luis en Pim, Pam, Pum... ¡Fuego!40) y el discurso y doctrinos del momento, en este caso un ejército de ocupación, pertrechado de himnos, uniformes y armas: un arsenal de «retórica» disuasoria.




10

Azcona insiste en la pervivencia no del discurso, de la doctrina, sino del mensaje legado, abandonado, incompleto, insuficiente, desde las prácticas del náufrago Tobajas a la historia de Pintadas. Esta historia41, muy apreciada por Azcona (y yo diría que en la estela de El anacoreta; una especie de mensaje, a su vez, de postrimería de El anacoreta) relata la perturbada convivencia de una pareja joven -recién formada42- en una casa cuyas paredes están inscritas con graffitis que ha dejado la pareja precedente. Los nuevos habitantes se empeñarán en la reconstrucción de la vida de sus predecesores mediante el intento de lectura y conexión de los escritos. Pintadas, tal y como la concibió de Azcona, constituye una re flexión sobre la (im)posibilidad humana de transmisión. Afirma su limitación, su condición deficitaria y la instalación universal de la necedad que nos impide aprender de nuestros errores y del fracaso continuado (histórico y personal) de nuestros afanes: sólo se transmiten implacablemente los errores, pero no los avisos, desarticulados en las paredes de una casa cualquiera. Es como si Tobajas, antes de dejarlo todo, hubiera rubricado las cuatro paredes de su cuarto de baño-residencia con las anotaciones de su cuaderno de bitácora, como si hubiera querido hacer de su habitáculo un aviso para futuros navegantes. Y ésa es toda la posibilidad de discurso: una mensajería estampada. Lo que tenemos, en «lo que estamos», de lo que nos «mantenemos», de «lo que vivimos» no es de la oratoria mayor ni de sus subespecies retóricas sino de los niveles de conversatoria, de charlatanería, de locuacidad. Es el único remedio de paliar el vacío, el horror vacui, mejor dicho. El mundo, la imago mundi que se representa en guiones capitales de o con Azcona es la de una concurrencia parlante donde se ensayan mil y una formas de hablar sólo para, en el mayor número de casos, defenderse, explicarse, convencer, solicitar, persuadir -Miguel Ángel Muro califica de «curso práctico de persuasión»43 a El verdugo- o, simplemente, vender algo, desde la «higalmendra» a los turrones de Planchadell y Calabuig pasando por un cochecito ortopédico último modelo, la ollas Cocinex, un negocio de porteros automáticos, la paella del Mundial 82 o un servicio de limpiabotas sado-maso44. La venta es también un sistema de engaño, de persuasión. Carbayo era un personaje de la novela El pisito que había inventado una forma de hablar para lograr vender cosas a incautos.




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Un circo entrópico cuya apoteosis es una obra maestra del cine sonoro -del cine «hablado»- titulada Plácido45, película en la que se pone en práctica e interfiere todo el repertorio de discursos, oratorias (y hasta moratorias: el asunto pivota sobre un tipo que, para que no le embarguen, intenta pagar una letra en el límite del plazo: la tarde de la Nochebuena) posibles. Plácido es una tragedia (c)oral, en la que se habla como se respira, en la que cada cual intenta colocar su razón, su justificación, su problema, su motivo, su objetivo, su causa, su provecho. A lo largo de una tarde-noche, en medio de una pequeña ciudad atestada por el ansia y el mercado de la Navidad, decenas de personajes diversos se persiguen, se reclaman, se entrevistan, se chillan, se hablan... y no se escuchan. Un menesteroso conductor de motocarro con la lengua fuera (de fatiga, de hacerse entender y de pedir) subsumido en una ceremonia de confusión navideña instrumentalizada por una campaña caritativa («Siente un pobre a su mesa en Nochebuena») vendida a una operación publicitaria expandida de punta a cabo de una ciudad embargada por las ollas Cocinex, los astros madrileños del cine, una cabalgata, una cesta y cierto acontecimiento radiofónico. La amplificación de slogans, tópicos, buenas palabras, promesas y el omnímodo ruido de fondo provincial sepulta hasta las bajuras de un urinario público el modesto (invisible) episodio odiseico de Plácido, acuciado por la pesadilla del pago y cargando a sus espaldas, por si fuera poco, con el peso de la estrella navideña. Por encima, la retórica oficialista y falsaria, representada por las alocuciones de don Arturo, director de la emisora local: «... Esta fiesta maravillosa que va a hermanar en la cena de esta Nochebuena, a pobres y a ricos en apretado abrazo, y por esto, en mi calidad de Director de la Emisora Local, o sea, como vocero del espíritu de nuestra ciudad, yo pido un aplauso para los ancianos y ancianas del asilo de Ancianos desamparados, así como para los otros desheredados en general, sin los cuales esta magnífica fiesta no hubiera sido posible...»46. Lo último que se oirá en Plácido será la letra de un villancico amargo: un hilo de voz popular confinado en el arrabal de la ciudad.




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Yo diría que en las historias de Azcona se va tramando, infiltrando un viaje al silencio: ahuecamiento, envasado al vacío de todas las estructuras retóricas (estructuras de poder, en el fondo, institucional e individual), aunque ese silencio, lejos de la accesis, de lo beatífico y de la autocomplacencia, sea -gradualmente, dependiendo de historias- un silencio grave, producto del aturdimiento, de la carga del tiempo, del pasado, de la memoria. Se trata del retiro como estado definitivo, de la negación a ser sometido a más chantajes (en 1995, junto a García Sánchez, fabulará en Suspiros de España y Portugal precisamente el regreso «al siglo» y sus negocios -lo que se pagará caro, en una escalada de corrupción y palos- de dos monjes estrafalarios). Se trata de la emergencia de... la infancia, estado en el que al aprendizaje del lenguaje (y a la consciencia de los riesgos y terrores que esta empresa conlleva) se une la protección, la nutrición, el arropamiento, el calor, el padre, el juego, la casa grande. Pienso en la transición del ciclo Berlanga al ciclo Saura y en la figura de José Luis López Vázquez, emblema del enmudecimiento, del precipitado histórico, del siniestro total, pero también en el Fernán Gómez de Ana y los lobos47 o en la Geraldine Chaplin de La madriguera48 o incluso en el Trintignant de Las secretas intenciones49. Podríamos encontrar en el llamado cine español de la transición afinidades, imágenes compartidas y corrientes subterráneas que confluyen en los temas del valor del silencio, del artefacto del lenguaje, del poder del mito, de la orfandad, del trauma. Piénsese en las cinematografías de Manuel Gutiérrez Aragón o Víctor Erice. Sus películas, como las de Azcona en compañía de Saura o de otros, describen un arco entre lo íntimo y lo político, consumando un puñado de fábulas imprescindibles sobre la crisis.




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Pero que nadie se engañe: Azcona disfruta de las palabras y las usa generosa, amena y sabiamente, de la misma forma que atiende las de su interlocutor. Rafael Azcona es un conversador nato y un maestro en este género dialéctico (que él convierte en verdaderamente dialéctico). Lo que sucede es que, para él, el ámbito en que las palabras se validan -sin instrumentalización externa, malversación, adoctrinamiento ni retórica que valga- es el territorio mínimo, a escala humana de una mesa o de una sobremesa. En ese espacio conquistado para un ejercicio fáctico de libertad, las palabras circulan desinteresadamente y fructiferan. Pero es un espacio difícil de conseguir: es el trabajo de una vida y la perseverancia en el desoimiento de cantos de sirenas.




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En el momento de concluir este artículo, veo en la pantalla de televisión, superficie persuasiva por excelencia de nuestros días, un spot (¿existe algún otro producto retórico más destilado?) de un agua-tónica con look de nórdica cuyo slogan es: «Cero Retórica».





 
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