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Sobre la indolencia de los filipinos

Vasco Caini




Introducción

«Nous n'avons jamais été chez ces peuples que pour nous y enrichir et pour les calomnier». Así se expresaba Voltaire1 en general: las Islas Filipinas no eran excepción. De entre los epítetos que en conversaciones y escritos de los españoles en Filipinas, tanto seglares como autoridades civiles, militares y eclesiásticas se solían dar a los pobres filipinos, como el ser mentirosos, inmorales, de raza inferior, niños grandes, salvajes, etc., Rizal analiza y discute en este artículo el de indolentes. Pero el estímulo más grande para rebatir le fue dado por el periodista español Paolo A. Feced que escribía de Manila artículos de extremo racismo contra los filipinos. Rizal no quería citar su nombre y pedía a todos sus amigos hacer lo mismo. Pero cita palabras suyas.

El artículo fue concebido y madurado en Londres mientras escribía las anotaciones al Sucesos de las Islas Filipinas de Morga y quizás fue escrito en París y Bruselas. Sin duda alguna, la historia prehispana de Filipinas así como la lectura de muchos documentos sobre Filipinas y los Sucesos de Morga, le habían dado la clave de la sinrazón del epíteto, así como sus estudios de antropología y etnografía le habían dado oportunidad para rebatir el de inferior de raza.

Rizal saca la conclusión de que la tal indolencia es más bien efecto de las condiciones y circunstancias creadas, si no traídas, por el régimen español, así como del ambiente local, y que no es inherente al filipino.

El artículo fue publicado en cinco entregas en la revista La Solidaridad en Madrid el 15 y 31 de julio, el 15 y 31 de agosto, y el 15 de septiembre de 1890.






- I -

El Dr. Sancianco, en su Progreso de Filipinas2, se ha ocupado de esta cuestión, cacareada como él la llama, y fundándose en hechos e informes suministrados por las mismas autoridades peninsulares que gobiernan las Filipinas, ha demostrado que no existe la tal indolencia, y que cuanto se dice sobre ella no merece réplica, ni siquiera una ligera atención.

Sin embargo, como aún se ha continuado hablando de ella, no sólo por empleados que la hacen responsable de las propias torpezas, no sólo por frailes que la consideran necesaria para seguir dándose por irreemplazables, sino también por personas serias y desinteresadas como en contra de los testimonios que el Dr. Sancianco cita, se pueden aducir otros de mayor o menor autoridad, nos parece conveniente estudiar a fondo esta cuestión, sin desdenes ni susceptibilidades, sin preocupaciones, sin pesimismos. Y como sólo podemos servir a nuestra patria diciéndole la verdad, por amarga que fuere; como una negación rotunda y artificiosa no puede destruir un hecho real y positivo, pese a la brillantez de los argumentos; como una mera afirmación no basta para crear una cosa imposible, vamos a examinar tranquilamente el hecho, poniendo de nuestra parte toda la imparcialidad de que es capaz un hombre convencido de que no hay redención sin sólidas bases de la virtud.

Se ha abusado mucho de la palabra indolencia en el sentido del poco amor al trabajo, falta de actividad, etc.; el ridículo ha cubierto el abuso. A este socorrido tema le ha pasado lo que a ciertas panaceas y específicos de los charlatanes, quienes a fuerza de atribuirles virtudes imposibles los han desprestigiado. En la Edad Media, y aun en muchos pueblos católicos de nuestros días, se pone a cuenta del diablo todo cuanto el pueblo supersticioso no puede comprender o la malicia de los hombres no quiere confesar; en Filipinas se atribuye a la indolencia las faltas propias y ajenas, las torpezas de los unos y los crímenes de los otros. Y así como en la Edad Media se le perseguía al que pretendía buscar la explicación de los fenómenos fuera de las influencias infernales, en Filipinas lo pasa peor al que busca el origen del desconcierto fuera de las creencias admitidas.

De este abuso resulta que unos están muy interesados en declararlo como dogma, y otros en combatirlo como una ridícula superstición, si no como una punible superchería. Sin embargo, del abuso de una cosa no se debe deducir que ella no exista.

Creemos que algo debe haber detrás de tanto clamoreo, pues no se han de convenir en mentir tantas personas, entre las cuales dijimos que las hay muy serias y desinteresadas. Algunas obrarán de mala fe, por ligereza, por falta de criterio, por cortedad de razonamiento, ignorancia de lo pasado, etcétera; otras repetirán lo que oyen, sin examen ni reflexión; otras hablarán por pesimismo o impulsadas por esa cualidad humana que pinta perfecto o casi perfecto todo lo que es propio, y defectuoso todo lo ajeno; pero no se puede negar que hay algunos que rinden culto a la verdad, y si no siempre a la verdad misma, al menos a su apariencia, que es la verdad en la inteligencia de la multitud.

Examinando, pues, bien todas las escenas y todos los hombres que hemos conocido desde nuestra niñez, y la vida en nuestro país, creemos que allá3 la indolencia existe. Los filipinos que pueden ponerse al lado de los hombres más activos del mundo, no reprocharán sin duda esta confesión; cierto que allí se trabaja y se lucha mucho contra el clima, contra la naturaleza y contra los hombres; pero no debemos tomar por regla general lo que es excepcional, y que buscamos el bien de nuestra patria diciendo lo que creemos que es verdad; debemos confesar que allí la indolencia existe real y positivamente, sólo que, en vez de considerarla como la causa del atraso y del desconcierto, la consideramos como el efecto del desconcierto y del atraso, favoreciendo el desarrollo de una funesta predisposición.

Los que hasta ahora se han ocupado de la indolencia, excepción hecha del Sr. Sancianco, se han contentado con negarla o afirmarla; no conocemos ninguno que la haya estudiado en sus causas. Sin embargo, los que admiten su existencia y la abultan más o menos, no han dejado por eso de aconsejar remedios sacados de aquí y de allá, de Java, de la India, de otras colonias inglesas y holandesas, como el médico empírico que por haber visto curarse una fiebre con una docena de sardinas, recetaba después estos pescados a todo aumento de temperatura que descubría en sus enfermos.

Nosotros haremos lo contrario: antes de proponer el remedio, examinaremos las causas, y aunque una predisposición, rigurosamente hablando, no es una causa, vamos a estudiar sin embargo en su justo valor la predisposición que se debe a la naturaleza.

La predisposición existe. ¿Cómo no había de existir?

El clima cálido exige del individuo la quietud y el descanso, así como el frío le excita al trabajo y a la acción. Por esto el español es más indolente que el francés; el francés más que el alemán. Los mismos europeos que tanto acusan de indolencia a los hombres de las colonias (y no hablo ya de los españoles, sino de los mismos alemanes e ingleses), ¿cómo viven en los países tropicales? Rodeados de una numerosa servidumbre, no andando jamás a pie sino en coche, necesitando de sus criados no sólo para quitarse las botas sino ¡aún para abanicarse!4 Y sin embargo viven y se alimentan mejor, trabajan para sí, para enriquecerse, con la esperanza de un porvenir, libre y respetado, ¡mientras que el pobre colono, el indolente colono, se nutre mal, nada espera, trabaja para otros, y trabaja forzado y obligado! ¿Qué? Responderán tal vez que los blancos no están hechos para sufrir los rigores del clima. ¡Error! El hombre puede vivir bajo todos los climas, si solamente se adapta a sus exigencias y condiciones; lo que mata al europeo en los países cálidos, es el abuso de los licores, el querer vivir con el régimen de su país bajo otro cielo y otro sol. Los habitantes de los países cálidos vivimos bien en el Norte de Europa, siempre que adoptemos las precauciones que el pueblo adopta; los europeos podrían adoptar también las de la zona tórrida, si sólo quisieran desprenderse de sus preocupaciones5.

Lo que hay, es que en los países tropicales, el trabajo violento no es un bien como en los países fríos; allí es aniquilamiento, es la muerte, es la destrucción. La naturaleza que lo sabe, como madre justa, ha hecho por eso que la tierra sea más fértil, más productiva; es una compensación. Una hora de trabajo bajo aquel sol que quema, y en medio de las influencias perniciosas desprendidas de la naturaleza activa, equivale al trabajo de un día en clima templado; ¡justo es, pues que la tierra dé el ciento por uno! Además, ¿no vemos al activo europeo, al que se ha fortalecido durante el invierno, al que siente en sus venas bullir la sangre fresca de la primavera, no le vemos abandonar sus trabajos durante los pocos días de su variable verano; cerrar sus cámaras, donde el trabajo no es violento y que se reduce para muchos a hablar y gesticular en la sombra y al lado de un bufete, correr a las estaciones de baños, sentarse en los cafés, pasearse, etc.? ¿Qué extraño, pues, que el habitante de los países tropicales, extenuado y empobrecido en su sangre por un calor continuo y excesivo, se reduzca a la Inacción? ¿Quién es el indolente en las oficinas de Manila? ¿Es el pobre escribiente que entra a las ocho de la mañana y sale a la una de la tarde con sólo su parasol, y copia y escribe y trabaja por sí y por su Jefe, o es su Jefe que viene en coche a las diez, sale antes de las doce, lee su periódico, fumando con los pies tendidos sobre las sillas o sobre la mesa, o hablando mal de todo con sus amigos? ¿Quién es el indolente, es el coadjutor6 indio, mal pagado y mal tratado, que tiene que acudir a todos los enfermos pobres que viven en los campos, o el cura fraile que se enriquece fabulosamente, se pasea en coche, come y bebe bien y no se molesta si no cobra excesivos derechos?7

Sin hablar ya de los europeos, el chino, el industrioso chino que huye de su país, arrojado por el hambre y la miseria y que cifra todo su bien en amasar un pequeño capital: ¿a qué trabajos violentos se libra en los países tropicales? Exceptuando algunos cargadores, oficio que los naturales también ejercen, casi todos ellos se dedican al tráfico, al comercio: rarísimo, no conocemos ninguno que se dedique a la agricultura. Los chinos que en las otras colonias cultivan el campo, lo hacen sólo un cierto número de años, y después se retiran.

Encontramos, pues, muy natural la tendencia a la indolencia, y la tenemos que admitir y bendecir porque no podemos alterar las leyes naturales, y porque sin ella la raza hubiera desaparecido. El hombre no es un bruto, no es una máquina: su fin no sólo es producir, pese a las pretensiones de algunos cristianos blancos, que quieren hacer del cristiano de color una especie de fuerza motriz, algo más inteligente y menos costosa que el vapor: el fin del hombre no es satisfacer las pasiones de otro hombre, su fin es buscar su felicidad y la de sus semejantes, caminando por el camino del progreso y de la perfección.

El mal no está en que la indolencia exista más o menos latente, sino en que se la fomenta y exagera. En los hombres, así como en las naciones, no sólo existen aptitudes, sino también tendencias hacia el bien y el mal: fomentar las buenas y ayudarlas, así como corregir las malas y reprimirlas, sería el deber de la sociedad o de los Gobiernos, si pensamientos menos nobles no ocupasen su atención. El mal está en que la indolencia en Filipinas es una indolencia exagerada, una indolencia bola-de-nieve, si se nos permite la palabra, un vicio que aumenta en razón directa del cuadrado de los tiempos, un efecto del desgobierno y del atraso, como dijimos, y no una causa de ellos. Otros opinarán lo contrario, sobre todo los que tienen sus manos en el desgobierno, pero no importa; afirmamos una cosa y la vamos a probar.




- II -

Cuando a consecuencia de un largo padecimiento crónico se examina el estado de un enfermo, puede uno preguntarse si el empobrecimiento de los tejidos y la debilidad de los órganos son la causa de que la enfermedad continúe, o son el efecto del mal tratamiento que prolonga la acción de la enfermedad. El médico de cabecera atribuye todo el fracaso de su ciencia a la mala constitución del paciente, al clima, al medio ambiente, etc.; por el contrario, el enfermo atribuye la agravación del mal al régimen seguido: sólo el vulgo, el vulgo de curiosos, sacude la cabeza y no sabe que decidir. Algo parecido a esto sucede en la cuestión de Filipinas.

Léase en vez de médico, Gobierno, esto es, frailes, empleados, etc.; en vez de enfermo, Filipinas; en vez de enfermedad, indolencia.

Y, como sucede en casos semejantes, cuando el enfermo se empeora, todos pierden la cabeza, cada uno rehúye la responsabilidad para echarla sobre el vecino, y en vez de pensar en las causas, para combatir el mal en ellas, se dedican, cuando más, a combatir los síntomas; aquí una sangría, un Impuesto, allá un sinapismo, el trabajo obligatorio8; más allá un calmante, una reformita, etc. Cada recién llegado propone un nuevo remedio, quien las novenas, la reliquia de un santo, el viático, los frailes; quien propone la ducha; quien con pretensiones de moderno, una transfusión de sangre. «Nada, el enfermo no tiene más que ocho millones de glóbulos rojos indolentes; unos cuantos globulitos blancos en forma de colonia agrícola nos salvan del apuro»9.

Y donde quiera, lamentaciones, labios que se muerden, puños que se cierran, muchas palabras huecas, mucha ignorancia, mucha fraseología, mucho temor. ¡El enfermo está próximo a su fin!

¡Sí, transfusión de sangre, transfusión de sangre! ¡Nueva vida, nueva vitalidad! Sí, los nuevos globulitos blancos que vais a hacer pasar en sus venas, los nuevos globulitos blancos que eran un cáncer en otro organismo10 han de resistir a todo el vicio del organismo, han de resistir a las muchas sangrías que sufre cada día, han de tener más resistencia que los ocho millones de glóbulos rojos, han de curar todos los trastornos, todas las degeneraciones, todo el desconcierto de los órganos principales: ¡dad gracias si no se transforman en coágulos que impidan la circulación y produzcan gangrenas, dad gracias si no se reproduce el cáncer!

Mientras el enfermo respira, no debemos perder la esperanza, y por tarde que lleguemos, nunca está por demás un estudio razonado; al menos se muere con conocimiento de causa. Nosotros no pretendemos echar toda la culpa al médico, y menos al enfermo; hablamos ya de una predisposición debida al clima, predisposición justa y natural, que si no existiera, la raza desaparecería sacrificada al excesivo trabajo en un país tropical.

La indolencia en Filipinas es una enfermedad crónica, pero no hereditaria. Los filipinos no siempre han sido lo que son, testigos todos los historiadores de los primeros años del descubrimiento de Filipinas.

Los malayos filipinos, antes de la llegada de los europeos, sostenían un activo comercio, no sólo entre sí, sino también con todos los países vecinos. Un manuscrito chino11 del siglo XIII, traducido por el Dr. Hirth (Globus, Sept. 1889), y del cual nos ocuparemos en otra ocasión, habla de las relaciones de China con las Islas, relaciones puramente comerciales, en que se hace mención de la actividad y honradez de los mercaderes de Luzón, quienes tomaban los productos chinos, los distribuían en todas las Islas viajando por nueve meses, y volvían después para pagar religiosamente hasta las mercancías que los chinos no habían creído dar. Los productos que en cambio exportaban de las Islas eran cera virgen, algodón, perlas, carey, bonga12, tejidos, etc.

Pigafetta13, que venía con Magallanes14 en 1521, lo primero de que se ocupa al llegar a la primera isla de Filipinas, a Samar15, es de la cortesía y bondad de los habitantes (cortesi e buoni16) y de su comercio. «Para honrar a nuestro capitán -dice- le condujeron a sus barcas donde tenían sus mercancías, que consistían en clavos de comer, canela, pimienta, nueces moscadas, matia17, oro y otras cosas; y nos hicieron comprender con gestos que tales mercancías se encontraban en las islas a donde nos dirigíamos...»18.

Más adelante habla de las vasijas y utensilios de oro puro que encontró en Butuan19, donde la gente se dedicaba al trabajo de las minas; describe los vestidos de seda, las dagas20 con largos puños de oro y vaina de madera esculpida, las dentaduras de oro, etcétera. Entre los cereales y frutos, menciona el arroz, el mijo, las naranjas, los limones, el panizo, etc.

Que las Islas sostenían relaciones con los países vecinos y hasta con los lejanos, lo prueban los barcos de Siam cargados de oro y esclavos que encontró Magallanes en Cebú. Estos barcos pagaban ciertos derechos al Rey de la Isla. El mismo año de 1521, los restos de la expedición de Magallanes encuentran al hijo del Rajá de Luzón que, como Capitán general del Sultán de Borneo y Almirante de su escuadra, había conquistado para él la gran ciudad de Lave (¿Sarawak?)21. ¿Sería este capitán, que era muy temido de todos sus enemigos (temuto sommamente dai gentili)22, el Raja Matandá que encontraron después los españoles en Tondo23, en 1570? En 1539 los guerreros de Luzón toman parte en las luchas formidables de Sumatra, y bajo las órdenes de Angí Siry Ti mor, Raja de Batta, vencen y derrotan al terrible Alzadín, Sultán de Atchin, célebre en los fastos de la historia del Extremo Oriente (Marsden, Hist. Sumatra, cap. XX)24.

Por entonces, aquel mar donde flotan las Islas, como un puñado de esmeraldas en una bandeja de cristal, aquel mar estaba surcado en todos sentidos de juncos, de paraos25, de balangays26, de vintas, de embarcaciones ligeras, como lanzaderas, tan grandes que podían sostener cien remeros por banda (Morga)27, aquel mar conducía a todas partes el comercio, la industria y la agricultura, al impulso de los vientos, al impulso de los remos movidos al son do los cantos guerreros28, de las genealogías y de las proezas de las divinidades filipinas (Colín, lib., capítulo XV)29.

La riqueza abundaba en las Islas. Pigafetta nos habla de la abundancia de víveres de Paragua y de sus habitantes, que casi todos trabajaban sus propios campos (quasi tutti lavorano i propi campi). En esta isla fueron bien recibidos y abastecidos los restos de la expedición de Magallanes. Poco después, estos mismos expedicionarios apresaron una embarcación, la pillaron y saquearon (pigliammo e lo saccheggiammo)30 y cautivaron en ella al principal de la misma Isla del Paragua31, con su hijo y hermano.

En esta misma embarcación apresaron lombardetas32 de bronce, y esta es la pionera vez que se habla de la artillería de los filipinos, pues estas lombardetas le servían al jefe de Paragua contra los salvajes del interior.

Las pusieron a rescate dentro de siete días, y exigieron 400 medidas (¿cavanes?) de arroz, 20 puercos, 20 cabras y 45033 gallinas. Este es el primer acto de piratería que las historias de Filipinas registran. El principal de Paragua pagó todo, y añadió, además, espontáneamente cocos, plátanos, caña dulces y vasijas llenas de vino de palma. César cautivado por los corsarios y siéndole exigido por rescate veinticinco talentos respondió: ¡Os daré cincuenta, pero después os haré crucificar!

El principal de Paragua fue más generoso: olvidó. Su conducta, si prueba que hubo debilidad, prueba también de que las Islas estaban sobradamente abastecidas. Este jefe se llamaba Tuan Mahamud, su hermano, Guantail, y su hijo, Tuan Mahamed (Martín Méndez, contador de la nao Vitoria. Archv. de Indias).

Una cosa muy extraña y que prueba la facilidad con que aprendían los indios el español, es que cincuenta años antes de la llegada de los españoles a Luzón, el mismo año de 1521 en que venían por primera vez a las Islas, ya había indios de Luzón que entendían el castellano. En los conciertos de paz que hacían los restos de la expedición de Magallanes con los jefes de Paragua, muerto el criado intérprete, Jorge, «tratóse por lengua de un moro que se tomó en la isla del Rey de Luzón que entendía algo el castellano» (Martín Méndez, doc. cit.). ¿Dónde aprendió el castellano este improvisado intérprete? ¿En las Molucas? ¿En Malaca, con los portugueses? ¿En Cebú durante los pocos días de permanencia de la expedición de Magallanes? A Luzón no habían llegado españoles antes de 1571.

Los de la expedición de Legazpi encuentran en Butuan34 varios comerciantes de Luzón con sus paraos cargados de hierro, cera, mantas, porcelana, etc. (Gaspar de San Agustín)35, abundancia de víveres, animación, comercio, movimiento en todas las islas del Sur36. Sus primeras noticias son de que Luzón, o su capital Manila, era el punto a donde iban los barcos más grandes de China, y que allí se dirigían hasta los mismos comerciantes de Borneo para proveerse de efectos (G. de S. A.).

Llegaron a la isla de Cebú, «abundante de bastimentos con minas y lavaderos de oro y poblada de naturales», que, dice, era «muy populosa y un puerto frecuentado de muchos navíos que venían de las islas y reinos cercanos a la India», como dice Colín, y aunque fueron recibidos de paz, pronto surgieron discordias; la ciudad fue tomada por fuerza e incendiada: el incendio destruyó los víveres, y naturalmente, el hambre se presentó en aquella población de cien mil almas37, que dicen los historiadores, y en medio de los expedicionarios; pero las islas vecinas remediaron pronto la necesidad, merced a la abundancia en que estaban.

Todas las historias, en fin, de aquellos primeros años abundan en relaciones largas sobre la industria y agricultura de los naturales, minas, lavaderos de oro, telares, granjerías38 (campos labrados), rescates (tráfico), construcciones navales, crías de aves y ganados, tejidos de seda, de algodón, destilaciones, fabricaciones de armas, pesca de perlas, la industria de la algalia39, la de los cuernos y pieles de animales, etc., son cosas que se encuentran a cada paso y que, dada la época y las circunstancias de las Islas, prueban que entonces había vida, había actividad, había movimiento.

Y si esto, que es deductivo, no convence al ánimo imbuido de injustas preocupaciones, valga el testimonio del tantas veces citado Dr. Morga que fue Teniente Gobernador en Filipinas y Oidor de la Audiencia de Manila durante siete años, que después de prestar grandes servicios en el Archipiélago, fue nombrado Alcalde del crimen de la Audiencia de Méjico y Consultor de la Inquisición; su testimonio, decimos, altamente respetable, no sólo porque todos sus contemporáneos han hablado de él en términos que rayan en veneración, sino también porque su obra, de donde sacamos estas citas, está escrita con mucha circunspección y mucho miramiento, tanto respecto de las Autoridades de Filipinas, como de las faltas que éstas cometían. «Los naturales -dice Morga en el cap. VII, hablando de los oficios de los chinos- están muy lejos de usar de estos ministerios, y aun muy olvidados de la labranza y crianza de aves, ganados y algodón y tejer mantas COMO LO HACÍAN EN SU INFIDELIDAD40 Y MUCHO TIEMPO DESPUÉS QUE SE GANÓ LA TIERRA».

Todo el capítulo VIII de su obra versa sobre esta actividad moribunda y esta industria muy olvidada, y a pesar de ello, ¡cuán largo es su capítulo VIII!

Y no sólo Morga, no sólo Chirino41, Colín, Argensola42, Gaspar de S. Agustín y otros están contestes en este asunto; viajeros modernos, al cabo de doscientos cincuenta años, estudiando las ruinas y la miseria, afirman lo mismo. El Dr. Hans Meyer43, al ver las tribus no sometidas cultivar hermosos campos y trabajar activamente, se pregunta si no se volverían indolentes cuando a su vez acepten la cristianización y el gobierno paternal.

Por consiguiente, los filipinos, a pesar del clima, a pesar de sus pocas necesidades (entonces tenían menos que ahora), no eran los Indolentes de nuestros días, y como veremos más tarde, su moral y su manera de ser tampoco eran lo que hoy se complacen en atribuirles.

¿Cómo entonces y de qué modo se convirtió aquel activo y emprendedor indio infiel de los antiguos tiempos, en el cristiano perezoso e indolente, que dicen nuestros escritores de ahora?

Nosotros hablamos ya de la predisposición más o menos latente que existe en Filipinas hacia la Indolencia, y que debe existir en todas partes, en todo el mundo, en todo hombre, pues todos odiamos más o menos el trabajo, según que sea más o menos penoso, más o menos improductivo.

El dolce far niente44, del italiano, el rascarse la barriga, del español; la suprema aspiración del bourgeois45, de vivir de sus rentas en paz y tranquilamente, lo atestiguan.

¿Qué causas contribuyen a despertar de su letargo esta predisposición terrible? ¿Cómo, el pueblo filipino, tan amante de sus costumbres hasta rayar en rutinario, ha dejado sus antiguos hábitos del trabajo, del comercio, de la navegación, etc., hasta el punto de olvidarse por completo de su pasado?




- III -

Un fatal concurso de circunstancias, unas independientes de la voluntad a pesar de los esfuerzos de los hombres, otras hijas de la torpeza y de la Ignorancia, otras corolarios inevitables de principios falsos, y otras resultado de pasiones más o menos viles, provocaron la enfermedad del trabajo, mal, que en vez de remediarse por la prudencia, la madura reflexión y el reconocimiento de los errores cometidos por una deplorable política, por una ceguedad y terquedad desgraciadas, se fue empeorando cada vez más y más hasta llegar al estado en que hoy la vemos.

Primeramente vinieron las guerras, los trastornos interiores que el nuevo cambio de cosas tenía naturalmente que traer. Era menester someter a los pueblos de grado o por fuerza; hubo combates, hubo muertes; los que se han sometido pacíficamente parecieron arrepentirse; se sospecharon insurrecciones, algunas tuvieron lugar; naturalmente hubo ejecuciones, y muchos brazos hábiles desaparecieron. A este estado de trastornos, añadid la invasión de Limahon46, añadid las continuas guerras a que fueron arrastrados los habitantes de Filipinas para sostener el honor de España, para extender el poderío de su bandera en Borneo, en las Molucas y en la Indo-China; para rechazar al enemigo holandés, guerras costosas, expediciones inútiles en que cada vez se sabía que se embarcaban miles y miles de flecheros y remeros indios, pero de los cuales no se dijo jamás si volvieron a sus hogares. Como el tributo que un tiempo Grecia enviaba al Minotauro47 de Creta, la juventud filipina se embarcaba para la expedición despidiéndose para siempre de su país; en el horizonte estaba el tempestuoso mar, las guerras interminables, las expediciones aventureras.

Por esto dice G. de S. Agustín: «Aunque antiguamente hubo en este pueblo de Dumangas48 mucha gente, con el discurso del tiempo ha ido en muy gran disminución por causa de ser los naturales de los mejores marineros y remeros expertos que hay en toda la costa; y así los alcaldes49 mayores que hay en el puerto de Iloilo, sacan de este pueblo la más gente para las embarcaciones que envían fuera...». «Cuando llegaron los españoles a esta isla (Panay) se dice había en ella más de cincuenta mil familias; pero se disminuyeron mucho... y al presente serán unos catorce mil tributarlos...»50. ¡De cincuenta mil familias a catorce mil tributarios en poco más de medio siglo!

No concluiríamos si tuviésemos que citar todos los testimonios de los autores acerca de la disminución espantosa de los habitantes de Filipinas en los primeros años del descubrimiento. En tiempo de su primer Obispo, esto es, diez años después de Legazpi, Felipe II51 decía que se habían reducido a menos de dos terceras partes. Añadid a estas fatales expediciones que gastaban todas las energías morales y materiales del país las excursiones espantosas de los terribles piratas del Sur, motivadas y favorecidas por el Gobierno, primero por buscarles querella y después por dejar desarmadas las islas a él sometidas, excursiones que llegaban hasta las mismas playas de Manila, hasta el mismo Malate52, y durante las cuales se veían, a la siniestra llamarada de los pueblos incendiados, partir para el cautiverio y la esclavitud cadenas de infelices que no habían podido defenderse, dejando detrás de sí las cenizas de sus hogares y los cadáveres de sus padres e hijos. Morga, que refiere a la primera incursión pirática, dice: «Fue de tanto daño este atrevimiento de los mindanaos en las islas de los Pintados53, así por el que hicieron en ellas como por el miedo y temor que los naturales les cobraron, por hallarse en poder de los españoles que los tenían sujetos y tributarios y desarmados, de modo que no los amparaban de sus enemigos ni los dejaban con fuerzas para poderse defender, COMO LO HACÍAN CUANDO NO HABÍA ESPAÑOLES EN LA TIERRA...». Estas piraterías reducían cada vez más el número de los habitantes de Filipinas, pues los malayos independientes se distinguían particularmente en sus crueldades y asesinatos, ya porque considerasen que, para conservar su independencia, era necesario debilitar a los españoles reduciendo el número de sus súbditos, ya porque un odio más grande y un resentimiento más profundo les animasen contra los cristianos filipinos que, siendo de su misma raza, servían al extranjero para privarles a ellos de su preciosa libertad. Y estas expediciones han durado cerca de tres siglos, repitiéndose cinco y diez veces al año, y cada expedición costaba a las islas más de ochocientos prisioneros.

«Con las invasiones de los piratas, Joloes y Mindanaos54 -dice el P. G. de S. Agustín- (la isla de Bantayan, cerca de Cebú) se ha disminuido mucho, porque los cautivan fácilmente por no tener donde fortalecerse y lejos del socorro de Cebú. Hizo mucho daño en esta isla el enemigo Joló el año 1688, dejándola casi despoblada».


(p. 380)                


Estos rudos ataques, que venían del exterior, producían un contragolpe en el interior, que siguiendo nuestras comparaciones clínicas, se parecía al efecto de una purga o dieta en un individuo que acaba de perder mucha sangre. Para hacer frente a tantas calamidades, para consolidar el señorío y tomar la ofensiva en estas luchas desastrosas, para aislar al belicoso joloano de sus vecinos del Sur, para atender a las exigencias del imperio de las Indias (pues una de las causas porque las Filipinas se conservaron era por su posición estratégica entre Nueva España55 y las Indias, como lo prueban los documentos de entonces); para arrancar a los holandeses sus nacientes colonias de las Molucas y librarse de unos vecinos importunos; para sostener, en fin, el comercio de la China con la Nueva España, era menester construir nuevos y enormes navíos que si como hemos visto eran costosos al país por su equipo y los remeros que exigían, no lo eran menos por la manera como eran construidos. Fernando de los Ríos Coronel56, que ha peleado en estas guerras y después se ha hecho sacerdote, hablando de estos navíos al Rey, decía que «como eran tan grandes, apenas se hallaba en los montes (¡de Filipinas!) la madera que era menester, y así era fuerza buscarla con mucha dificultad en lo más interior de ellos, donde hallada, para arrastrarla y traerla al astillero, era necesario despoblar los pueblos de los indios comarcanos, y sacarla con inmenso trabajo, daños y costas de ellos. Los árboles de un galeón les costaron a los indios, según afirman los religiosos de S. Francisco, y oí decir al Alcalde mayor de la provincia donde se cortaron, que es la Laguna de Bey, que para arrastrarlos siete leguas de montes muy doblados, se ocuparon 6,000 indios tres meses, y les pagaban los pueblos cada mes 40 reales57 a cada uno, sin darles de comer, que el miserable indio lo había de buscar...».

Y Gaspar de S. Agustín dice: «En estos tiempos (1690), Bakolor58 no tiene la gente que en los pasados por causa de la sublevación de aquella provincia cuando era Gobernador de estas islas D. Sabiniano Manrique de Lara59 y por el continuo trabajo de cortarlas maderas para las fábricas de naos de S. M. QUE LES EMBARAZA A CULTIVAR LA FERTILÍSIMA VEGA QUE TIENE, ETC.».

Y si con esto no hay bastante para explicar el despoblamiento de las islas y el abandono de la industria, agricultura y comercio, añadid entonces «los indios que se ahorcaron, los que dejaron a sus mujeres e hijos y se huyeron aburridos a los montes, los que se vendieron por esclavos para pagar las derramas que les repartían», que dice Fernando de los Ríos. Sumad todo esto, sumad a lo que decía Felipe II reconviniendo al Obispo Salazar60, de «indios vendidos de unos encomenderos61 a otros, de los muertos a azotes, de las mujeres que mueren y revientan con las pesadas cargas, de las que duermen en los campos y allí paren y crían, y mueren mordidas de sabandijas ponzoñosas, de los muchos que se ahorcan y se dejan morir sin comer y de los que toman hierbas venenosas [...] y de las madres que matan a sus hijos en pariéndolos, y os explicareis como en menos de treinta años la población de Filipinas se redujo a una tercera parte, ¡No lo decimos nosotros, lo dijo Gaspar de S. Agustín, el Agustino anti filipino por excelencia, y lo confirmó en todo el resto de su obra hablando a cada momento del estado de abandono en que estaban las sementeras y los campos un tiempo tan floridos y tan cultivados, los pueblos diezmados, antes habitados por muchas familias de principales».

¿Qué extraño, pues, que se haya despertado el desaliento en el espíritu de los habitantes de Filipinas, cuando en medio de tantas calamidades no sabían si habían de ver germinar lo que sembraban, si su campo iba a ser su tumba o si su cosecha iba a nutrir a su verdugo? ¿Qué extraño hay, cuando vemos a los piadosos, pero impotentes frailes de entonces, aconsejar a sus pobres feligreses para librarles de la tiranía de los encomenderos que cesen en el trabajo de las minas, que abandonen su industria, que rompan sus telares, enseñándoles el cielo por toda esperanza, preparándoles la muerte por todo consuelo?

El hombre trabaja por un fin: quitadle el fin, y le reduciréis a la inacción. El hombre más activo del mundo se cruzará de brazos desde el instante en que comprenda que es locura afanarse, que su trabajo ha de ser la causa de su mal, que por él será objeto de las vejaciones en el interior y de las codicias del pirata en el exterior. Estos pensamientos parece que no han pasado jamás por la mente de los que claman contra la indolencia de los filipinos.

Y aun cuando el indio filipino no fuese hombre como los demás, aun cuando supusiésemos que en él el afán del trabajo era tan esencial como el movimiento en una rueda cogida entre los engranajes de otras en movimiento; aun cuando le negásemos el pensamiento del mañana y las reflexiones que el presente y el pasado sugieren, todavía nos quedaría otra cosa para explicar la Invasión del mal. El abandono de los campos por los cultivadores, que las guerras y las piraterías arrancaban de sus hogares, bastaba para reducir a la nada el trabajo penoso de tantas generaciones; en Filipinas abandonad por un año el terreno más hermosamente labrado, y veréis como después necesitareis comenzar de nuevo: la lluvia borrará los surcos, las inundaciones anegarán los sembrados, hierbas y arbustos crecerán por todas partes, y al ver tanto trabajo inútil, la mano soltará la azada, el labrador abandonará su arado. ¿No está allí la hermosa vida de pirata?

Así se comprende aquel triste desaliento que encontramos en los escritores frailes del siglo XVII, hablando de vegas anegadas, un tiempo fertilísimas, de provincias y pueblos deshabitados, de productos desaparecidos del tráfico, de familias de principales extinguidas; se parecen aquellas páginas a una escena triste y monótona en la noche, después de un animado día. De Cagayán62 decía el P. San Agustín con un triste laconismo: «Mucho algodón de que hacían buenos tejidos que compraban y conducían todos los años los de China y Japón». ¡En tiempo del historiador, la Industria y el comercio habían tocado a su fin!

Parece que estas son causas más que suficientes para hacer nacer la Indolencia aun en el seno de una república de abejas. Así se explica que a los treinta y dos años de régimen, el circunspecto y prudente Morga haya dicho que los indios estaban «muy olvidados de la labranza y crianza de aves, ganados y algodón y tejer mantas como lo hacían en su infidelidad y ¡MUCHO TIEMPO DESPUÉS QUE SE GANÓ LA TIERRA!».

¡Lucharon aún mucho tiempo contra la indolencia, sí, pero los enemigos eran tantos, que al fin se dejaron vencer!




- IV -

Conocemos las causas que predispusieron y las que provocaron el mal; veamos ahora cuáles son las que lo fomentan y mantienen. En esta parte, Gobierno y gobernados tenemos que inclinar la cabeza y decir: merecemos la suerte que nos cabe. Bien es verdad que dijimos una vez que cuando una casa va alborotada y desarreglada, no hay que acusar de ello al hijo menor, ni a los criados, sino al jefe de ella, sobre todo si su autoridad es ilimitada. El que no obra libremente no es responsable de sus actos; y el pueblo filipino, no siendo dueño de su libertad, no es responsable ni de sus desgracias ni de sus miserias. Esto lo dijimos, es verdad, pero por lo que se verá más adelante, nosotros también tenemos mucha parte en que continúe semejante desconcierto.

Contribuyeron a fomentar el mal y a exacerbarlo, entre otras causas, las siguientes: el estímulo cada vez menor que el trabajo ha ido encontrando en Filipinas. Temiendo el Gobierno el trato frecuente de los filipinos con otros individuos de la misma raza, independientes y libres, como los de Borneo, los siameses, los cambodjanos, los japoneses, gentes que, por sus costumbres y sentimientos, se diferenciaban mucho de los chinos, ha guardado con ellos mucha desconfianza y mucha severidad, como lo atestigua Morga en las últimas páginas de su libro, hasta que aquellos han concluido por venir al país. En efecto, parece que una vez se pensó en una sublevación tramada por los borneses; decimos se pensó, pues no hubo ni siquiera intentona, aunque sí muchas ejecuciones. Y como estas naciones eran precisamente las únicas que consumían los productos filipinos, cortada toda comunicación con ellas, cesaba también el consumo de la producción. Los dos únicos países con que quedó en relación Filipinas fueron China y Méjico o Nueva-España, y de este trato, solamente China y algunos particulares de Manila sacaban provecho. En efecto, el Celeste Imperio enviaba sus juncos cargados de mercaderías, de aquellas mercaderías que mataron las fábricas de Sevilla y arruinaron la industria española, y volvían en cambio cargados de la plata que cada año se enviaba de Méjico. Nada de Filipinas iba entonces a la China, ni siquiera el oro, pues por aquellos años los comerciantes chinos no aceptaban más pagamentos que monedas de plata.

A Méjico ya iba algo más, iban algunas mantas y tejidos que los encomenderos sacaban por fuerza o compraban de los indios a precio vil; iba cera, ámbar, oro, algalia, etc., pero no más, ni en gran cantidad tampoco, como lo atestigua el almirante don Jerónimo de Bañuelos y Carrillo, cuando pedía al Rey «que se permitiese a los habitantes de las Manilas cargar tantos barcos como pudiesen, de cosas que produce el país; como son cera, oro, perfumes, marfil, lampotes que deberían comprar de los naturales del país [...] así se harían de esos pueblos, pueblos amigos, abastecerían a la Nueva España de sus mercancías y el dinero que se lleva a Manila no saldría de esta plaza».

El comercio de cabotaje63, tan activo en otro tiempo, tuvo que morir, gracias a las piraterías de los malayos del Sur y el tráfico en el interior de las islas casi desapareció por completo, merced a las prohibiciones, a los pasaportes y a otras exigencias administrativas.

No entran por poco las trabas y obstáculos que desde un principio han opuesto a los agricultores los gobernantes, llevados de un temor pueril y viendo en todas partes sombras de conspiraciones y levantamientos. No se permitía a los naturales ir a sus trabajos o «granjerías» como entonces se llamaban, «si no es con licencia del Gobernador, o de sus alcaldes mayores y justicias, y aun de los religiosos», como dice Morga. Los que conocen la lentitud y embrollo administrativos en un país, donde las autoridades trabajan apenas dos horas al día; los que saben lo que se pierde en ir y venir a la cabecera para pedir un permiso; los que están al tanto de las pequeñas venganzas de los tiranuelos, comprenderán si con esta bárbara disposición es posible tener la más ridícula agricultura. Es verdad que hace tiempo que ha desaparecido este absurdo, que sería grotesco si no hubiese sido tan fatal; pero si las palabras han desaparecido, otros hechos y otras disposiciones las sustituyen. El pirata moro ha desaparecido, pero queda el tulisán que infesta los campos y aguarda al agricultor para ponerle a rescate; ahora bien, el Gobierno, que tiene un miedo continuo del pueblo, niega a todos los agricultores hasta el uso de una escopeta, o si lo concede lo hace muy difícilmente, y lo retira cuando le place; de donde resulta que el trabajador, que gracias a sus medios de defensa siembra y vierte su pequeño capital en los surcos por él con tanto trabajo abiertos, cuando madura la mies, al Gobierno, que es impotente para reprimir el bandidaje, se le ocurre privarle de su arma; y entonces, sin defensa y sin seguridad, se reduce a la inacción y abandona el campo, el trabajo, y se dedica al juego como medio mejor de buscarse la vida. El tapete verde64 está bajo la protección del Gobierno, ¡es más seguro! ¡Triste consejero es el miedo, que no sólo debilita, sino que al hacer arrojar las armas, fortalece al mismo perseguidor!

La mezquina retribución que el indio recibía de su trabajo tenía al fin que desanimarle. Sabemos por los historiadores que los encomenderos, después de reducir muchos a la esclavitud y obligarles a trabajar en su beneficio, obligaban a los otros a librarles sus mercancías por poco dinero o por nada, o los engañaban con falsas medidas. Hablando de Iplón, en Panay65, dice el P. G. de San Agustín: «Fue antiguamente muy rico de oro... pero instigados de las vejaciones que recibían de algunos Alcaldes mayores, lo han dejado de sacar, queriendo más vivir con pobreza que padecer semejantes trabajos» (pág. 378). Más adelante, hablando de otros pueblos, dice: «Estimulados de los malos tratamientos de los encomenderos, que juzgando les habían dado a los indios por esclavos y no por hijos, no cuidaban más que de sus intereses a costa de las pobres haciendas y vidas de sus encomendados» (pág. 422). Más adelante: «En Leyte66, donde quisieron matar a un encomendero del pueblo de Dagami, por grandes vejaciones que les hacía, pidiéndoles el tributo de la cera "por una romana que él había hecho que tenía doblado que las demás..."».

Y este estado de cosas ha durado mucho tiempo y dura todavía, a pesar de que la raza de los Encomenderos se ha extinguido. Una denominación pasa, pero el vicio y las pasiones no pasan mientras las reformas sólo se dediquen a cambiar los nombres.

Las guerras con el holandés, las invasiones y piraterías de los joloanos y mindanaos desaparecieron, el pueblo se ha trasformado; nuevos pueblos han surgido mientras que otros se empobrecieron, pero las vejaciones y el fraude subsisten tanto o peor que en aquellos primeros años. Nosotros no citaremos nuestras propias experiencias, pues aparte de que no sabemos cuáles escoger, los exigentes nos pueden tachar de parciales; tampoco citaremos las de otros filipinos que escriben en los periódicos, no; nos concretaremos a traducir las palabras de un moderno viajero francés, que ha estado mucho tiempo en Filipinas:

«[...] El buen cura -dice refiriéndose a la pintura de color de rosa que un religioso le hacía de Filipinas- no me había hablado del Alcalde, primer funcionario del distrito, quien, demasiado ocupado con la idea de enriquecerse, no tenía tiempo de tiranizar a sus dóciles súbditos; el Alcalde, encargado de administrar el país y de percibir los diversos impuestos en nombre del Gobierno, se dedica casi exclusivamente al negocio; en sus manos las altas y nobles junciones que desempeña no son más que instrumentos de fortuna. Él acapara todos los negocios, y en lugar de desarrollar en tomo suyo la afición al trabajo, en lugar de estimular la indolencia demasiado natural de los indígenas, abusando de sus poderes, no piensa más que en arruinar toda competencia que le pudiese molestar o tratase de participar de sus beneficios. ¡Poco importa que el país se empobrezca, sin cultura, sin comercio, sin industria, con tal que el Alcalde se enriquezca pronto!».



El viajero ha sido, sin embargo, injusto al señalar particularmente al Alcalde; ¿por qué sólo al Alcalde?

Y no citamos pasajes de otros viajeros, porque no tenemos sus volúmenes a la vista y porque no queremos citar de memoria.

Contribuyó no poco también a matar todo movimiento comercial o industrial la gran dificultad que toda empresa encontraba en la Administración. ¡Saben todos los filipinos y todos los que en Filipinas han querido dedicarse a los negocios, cuantos expedientes, cuantas idas y venidas, cuantos papeles timbrados, cuanta paciencia se necesita para recabar del Gobierno un permiso para una explotación! Hay que contar con la buena amistad de éste, con la influencia de aquél, con un buen soborno al otro para que no encarpete el expediente, un regalo al de más allá para que lo pase al jefe; hay que pedir a Dios le dé a uno buen humor y tiempo para verlo y examinarlo; al otro, talento necesario para ver su conveniencia; al de más allá, torpeza suficiente para no oler detrás de la explotación un fin filibustero; y que no pasen el tiempo tomando baños, cazando o jugando al tresillo con los Frailes Reverendos en sus conventos o quintas de placer. Y sobre todo, mucha calma, mucho saber vivir, mucho dinero, mucha política, muchos saludos, mucha influencia, mucho regalo y mucha resignación67. ¿Qué extraño que Filipinas permanezca pobre a pesar de su riquísimo suelo, si la Historia nos dice que los países más florecientes de ahora datan su desarrollo y su bienestar del día de sus libertades y franquicias civiles? Los países más comerciales y más industriosos han sido los países más libres: Francia, Inglaterra y los Estados Unidos lo comprueban; Hong-Kong, que no vale la isla más insignificante de Filipinas, tiene más movimiento comercial que todas las islas juntas, porque es libre y está bien administrada.

El comercio con la China, que era toda la ocupación de los colonizadores de Filipinas, no sólo fue perjudicial a España, sino también a toda la vida de sus colonias; en efecto, encontrando las autoridades y los particulares de Manila un medio fácil de enriquecerse, descuidaban todo, no se ocupaban ni de hacer cultivar el suelo, ni de fomentar la industria, ¿para qué? China la daba, no tenían más que aprovecharse de ella y recoger el oro que caía a su paso, de Méjico hacia el interior del Celeste Imperio, abismo de donde no volvía a salir.

El pernicioso ejemplo de los dominadores, aquel rodearse de servidumbre y despreciar el trabajo corporal o manual, como cosa indigna de la nobleza y altivez hidalga de los héroes de tantos siglos; aquellas maneras de señor, que el indio ha traducido por tila ka kastila68 y el deseo de los dominados de igualarse a sus dominadores, si no en el fondo, al menos en sus maneras; todo esto tenía que producir naturalmente el hastío de la actividad, y el odio o temor al trabajo.

Y además, ¿para qué trabajar? se decían muchos Indios. El cura dice que el rico no va al cielo; el rico en la tierra se expone a todas las vejaciones, a todas las molestias, a ser nombrado Cabeza de barangay69, a ser desterrado si estalla una sublevación, a ser el obligado prestamista del jefe militar de un pueblo, quien, para pagarle los favores recibidos, se apoderará de sus trabajadores y de sus animales, para forzarle a implorar su clemencia y pagarse así muy fácilmente. ¿Para qué ser rico? Para que todos los Ministros de la Justicia tengan un ojo de lince sobre sus acciones, a fin de que al menor tropiezo le susciten enemigos, le procesen, le armen toda una historia laberíntica y complicada, de la que sólo podrá salir, no con el hilo de Ariadna70, sino con la lluvia de oro de Dánae71, y todavía gracias si no se queda después en reserva para cualquier caso apurado. El Indio, que pretende tomar por imbécil, no lo es tanto, hasta el punto de no comprender que es ridículo trabajar y matarse para pasarlo peor; un proverbio suyo, dice que al puerco le guisan en su manteca, y como entre sus malas cualidades tiene la buena de aplicarse a sí mismo todas las correcciones y censuras que oye, prefiere vivir miserable e indolente, a desempeñar el papel del desgraciado paquidermo.

Agréguese a esto la introducción del juego. No queremos decir que antes de la llegada de los españoles los indios no jugasen: la pasión del juego es Innata en las razas aventureras y excitables, y la raza malaya lo es una. Pigafetta nos habla de juegos de gallos y de apuestas en la Isla de la Paragua; el juego de gallo debía existir también en Luzón y en todas las islas, pues en el tecnicismo del arte existen dos palabras tagalas: el sabong y el tari (la lucha y el arma). Pero no cabe la menor duda de que el fomento de este juego se debe al gobierno, así como su perfeccionamiento. Aunque Pigafetta nos habla de él, sólo lo menciona en la Paragua, y no en Cebú, ni en otra isla cualquiera del Sur, donde han estado mucho tiempo. Morga no habla de él, a pesar de haber pasado siete años en Manila, y eso que describe las clases de aves, las gallinas y los gallos de monte; Morga tampoco habla del juego, cuando habla de vicios y de otros defectos más o menos ocultos, más o menos insignificantes. Además, exceptuando las dos palabras tagalas, sabong y tari, las otras son de origen español, como soltada (el acto de soltar los gallos para el combate, después el mismo combate), pustá (apuesta), logro, pago, sentenciador, case, etc. Lo mismo decimos del juego: la palabra sugal (jugar) como el Kumpisal de confesar, indican que el juego era desconocido en Filipinas antes de los españoles; la palabra laró no equivale a la palabra sugal. La palabra balasa (baraja) prueba que la introducción de los naipes no ha sido debida a los chinos, que tienen una especie de naipes también, pues a ser así habrían tomado el nombre chino. ¿Qué más? Las voces tayá (tallar), parisparis, politana (napolitana), sapote, kapote72, monte73, etcétera, prueban todas el origen extranjero de esta terrible planta que sólo produce vicios, y que ha encontrado en el carácter del indio un terreno apto, abonado por las circunstancias.

Con el juego, que hace odiar el trabajo lento y penoso por la promesa de una riqueza fácil y el atractivo de las emociones, con las loterías, con la prodigalidad y la hospitalidad de los filipinos74, iban también, para aumentar este cortejo de desgracias, las funciones religiosas, las muchas fiestas75, las misas largas donde pasan su mañana las mujeres, así como los novenarios para pasar la tarde, y la noche para las procesiones y los rosarios. Decid que la falta de capital, la falta de medios paraliza todo movimiento, y veréis como el indio tenía que ser indolente por fuerza, pues si le podía quedar algún dinero de los procesos, cargas, exacciones, etc., lo tenía que dar al cura por bulas, escapularios, velas, novenarios, etc. Y si esto no os basta para formar un carácter indolente, si el clima y la naturaleza de por sí no bastan para aturdirle y privarle de toda energía, poned entonces las doctrinas de su religión que le enseñan a regar sus campos en tiempo de secas, no por medio de canalizaciones, sino por medio de misas y rogativas; a preservar a sus animales durante una epizootia con el agua bendita, los exorcismos y bendiciones que cuestan cinco duros76 bestia; a perseguirá las langostas con una procesión donde va la imagen de San Agustín, etcétera. Bueno es, sin duda, confiar mucho en Dios; pero mejor es hacer uno lo que puede y no molestar al Criador en cada momento, aun cuando estas importunidades redunden en provecho de sus Ministros. Hemos visto que los países que más creen en milagros son los más perezosos, como los hijos mimados son los más mal educados. Si creen en milagros para adormecer su pereza o si son perezosos porque creen en milagros, no lo podemos decir; pero lo cierto es que los filipinos eran menos perezosos cuando la palabra milagro no se había introducido aún en el idioma.

La facilidad también con que se dispone de la libertad de un individuo, esa continua zozobra que tienen todos sabiendo que dependen de un informe secreto, de un expediente gubernativo, de una acusación de filibustero o sospechoso, acusación que, para producir sus efectos, no necesita ser probada ni que el acusador se presente cara a cara; esa falta de confianza en el mañana, esa inseguridad de recoger el fruto de su trabajo, como en una ciudad invadida por la epidemia donde cada individuo se abandona al azar, se encierra en casa o va a divertirse procurando pasar lo menos mal posible los pocos días que le resten de vida.

La apatía del Gobierno mismo por todo lo que sea comercio o agricultura, contribuye no poco a fomentar la indolencia. No hay estímulo ninguno ni para el fabricante ni para el agricultor; el Gobierno ni ayuda cuando una mala cosecha viene, cuando la langosta tala los sembrados, o cuando un ciclón destruye a su paso la riqueza del suelo; ni se inquieta por buscar un mercado para los productos de sus colonias, ¿qué había de buscar? ¡Si estos mismos productos están cargados de impuestos y gabelas y no tienen entrada libre en los puertos de la madre patria, ni en ésta se fomenta su consumo! Mientras vemos que todos los muros de Londres se cubren de anuncios de los productos de sus colonias; mientras que los ingleses hacen esfuerzos heroicos por sustituir el té de Ceylón77 al té de China, empezando ellos mismos a sacrificar su paladar y su estómago; en España, exceptuando el tabaco, nada se conoce de Filipinas, ni el azúcar, ni el café, ni el abacá78, ni los finos tejidos, ni sus mantas de llocos79, el nombre de Manila se conoce sólo merced a esos pañuelos de China o de la Indo-China que un tiempo llegaban a España por conducto de Manila, pañolones de seda, fantástica pero groseramente bordados, que nadie ha pensado en hacer imitar en Manila, siendo de un trabajo tan fácil, pero el Gobierno tiene otras preocupaciones, y los filipinos no saben que tales objetos son en La Península más apreciados que sus delicados bordados de pifia80 y sus finísimas gasas de jusi81. Así como desapareció nuestro comercio del añil82, gracias al fraude del chino, que el Gobierno no pudo vigilar, ocupado como estaba en otros pensamientos; así mueren ahora las otras industrias: los finos labrados de Bisayas desaparecen poco a poco del comercio y hasta del uso; el pueblo cada vez más pobre, no puede pagar los costosos tejidos, y tiene que contentarse con el percal83 o las imitaciones de los alemanes, que por imitarnos nos imitan hasta en los trabajos de nuestros plateros.

El estar las mejores haciendas, los mejores terrenos de algunas provincias, aquellos que por sus fáciles medios de comunicación son más ventajosos que otros, en manos de las corporaciones religiosas cuyo desideratum84 es la ignorancia y un estado de semi-miseria del indio, para continuar gobernándolo y hacerse necesario a su desgraciada existencia, es una de las causas del porque muchos pueblos no progresan a pesar de los esfuerzos de sus habitantes. Se nos objetará, como argumento en contra, de que los pueblos que son la propiedad de los frailes son relativamente más ricos que los que no lo son; ¡Lo creemos! Así como sus hermanos en Europa, para fundar sus conventos, han sabido escoger los mejores valles, las mejores alturas para el cultivo de la vid, o la producción de la cerveza, así también los monjes filipinos han sabido escoger los mejores pueblos, los hermosos llanos, las regadas sementeras para hacer de ellos riquísimas haciendas. Por algún tiempo han tenido los frailes engañados a muchos, haciéndoles creer que si estas haciendas prosperaban, era porque estaban a su cuidado, y la indolencia del indio era aguijoneada; pero se olvidan de que en algunas provincias donde no han podido apoderarse de los mejores terrenos por una u otra circunstancia, las haciendas como Baurang y Liang son inferiores a Taal, Balayan y Lipa85, pueblos cultivados puramente por los indios, sin intervención frailera ninguna.

Agregad a esta falta de aliciente material la falta de aliciente moral, y veréis como el que no es indolente en aquel país, tiene por fuerza que ser un loco, o cuando menos, un imbécil. ¿Qué porvenir le espera al que se distingue, al que estudia, al que sobresale por encima de la vulgaridad? Un joven, a fuerza de estudios y sacrificios se hace un gran químico después de una larga carrera en que ni el Gobierno ni nadie le ha dado el más pequeño socorro; concluye sus largos años de Universidad, trabaja, se abre un concurso para desempeñar una plaza; el joven la gana a fuerza de ciencia y de paciencia, y después que la ha ganado, se suprime porque86 [...] el porqué no lo queremos decir; pero cuando se suprime un laboratorio municipal para suprimir la plaza del Director que ganó su puesto por oposición, y se conservan otros empleos como el de censor de imprenta, es porque se cree que al pueblo le puede dañar más la luz del progreso que todos los alimentos falsificados. De la misma manera, otro joven gana en un concurso literario un premio, y mientras se ignora su origen, se habla de sus obras, los periódicos la alaban y la toman por una obra maestra; se abren las firmas: el premiado es un indio, y entre los vencidos hay peninsulares; pues todos los periódicos a alabar a los vencidos87. ¡Ni una palabra del Gobierno, ni de nadie, para estimular al indígena que con tanto amor cultivaba la lengua y las letras de la madre patria!

Finalmente, dejando otras muchas causas más o menos pequeñas, cuya enumeración sería interminable, vamos a terminar esta negra serie con una, la principal y la más terrible de todas: la educación del indio.

La educación del indio, desde que nace hasta que desciende a la tumba, es embrutecedora, depresiva, antihumana (la palabra inhumana no explica bastante; que la Academia la admita o no, allá va). Sin duda alguna que el Gobierno, algunos religiosos como los jesuitas, y algunos dominicos como el P. Benavidez, han hecho mucho fundando colegios, escuelas de instrucción primaria, etc. Pero esto no es bastante; su efecto viene a ser inútil. Son cinco o diez años (años de ciento y cincuenta días a lo más) en que durante los cuales el joven se pone en contacto con libros, escogidos por esos mismos religiosos que publican audazmente que es un mal el que los indios sepan el castellano, que el indio no debe separarse de su kalabaw88, que no debe tener más aspiraciones, etc.; son cinco o diez años, durante los cuales la mayoría de los estudiantes no han comprendido otra cosa, fuera de que nadie entiende lo que los libros dicen, ni aun sus mismos profesores tal vez; y estos cinco o diez años tienen que luchar contra la predicación diaria de toda la vida, esa predicación que rebaja la dignidad del hombre, que le priva poco a poco o brutalmente del sentimiento de aprecio de sí mismo, ese trabajo eterno, tenaz, constante de doblegar la cerviz del indígena, hacerle aceptar el yugo, Igualarle a la bestia, trabajo secundado por algunos particulares, escritores o no, que si en algunos individuos produce el efecto deseado, en otros tiene un efecto contrario, como cuando se rompe una cuerda que demasiado se tira. Así, que se quiere hacer del Indio una especie de animal, pero en cambio se le exigen acciones divinas. Y decimos acciones divinas, porque Dios ha de ser el que no se vuelva indolente bajo aquel clima y rodeado de las circunstancias mencionadas. Prívesele, pues, al hombre de su dignidad, y no sólo se le priva de su fuerza moral, sino que se le hace también inútil aun para los que de él quieran servirse. Cada ser en la creación tiene su aguijón, su resorte; el del hombre es el resentimiento de sí mismo; privadle de él, y es un cadáver; el que pida actividad a un cadáver se encontrará con gusanos.

Así se explica el que los indios de ahora no sean ya los mismos de la época del descubrimiento, ni moral ni físicamente.

Los escritores antiguos, como Chirino, Morga y Colín, se complacen en pintarlos como «bien agestados, de buenos ingenios para cualquier cosa en que se ponen, agudos y coléricos y de buena determinación, muy limpios y aseados en sus personas, y vestidos y de buen aire y gracia, etc.» (Morga). Otros se deleitan en minuciosas relaciones de su inteligencia y gracia, de sus aptitudes para la música, la dramática, el baile y el canto; de la facilidad que tenían en aprender, no sólo el español, sino también el latín, que han aprendido casi por sí sólo (Colín); otros, de su exquisita urbanidad en el trato y en la vida social; otros, como los primeros Agustinos cuyas relaciones copia Gaspar de San Agustín, los hallan más gallardos y más airosos que los habitantes de las Molucas, etc. «Todos viven de sus grangerías -añade Morga- labores, pesquerías y contrataciones, navegando de unas islas a otras por mar y de unas provincias a otras por tierra».

En cambio, nuestros escritores de ahora, sin ser mejores que los antiguos ni como hombres ni como historiadores, sin ser más bravos que Hernán Cortés89 y Salcedo90, ni más prudentes que Legazpi91, ni más virtuosos que Morga, ni más estudiosos que Colín y Gaspar de S. Agustín, nuestros escritores de ahora, decimos, encuentran que el indio es un ser algo más que el mono, pero mucho menos que el hombre, antropoide, torpe de ingenio, imbécil, feote, sucio, sumiso, sonriente, mal vestido, indolente, vicioso, perezoso, sin cerebro, sin moralidad, etcétera, etc., etc.92

¿A qué se debe este retroceso? ¿Es la dichosa civilización, es la salvadora religión de los frailes, llamada de Jesucristo por eufemismo, la que ha producido este milagro, la que ha atrofiado el cerebro, paralizado el corazón y hecho del hombre esa especie de animal vicioso que pintan los escritores?

¡Ay! Toda la desgracia de los filipinos actuales consiste en que se han quedado brutos a medias. El filipino está convencido de que para ser feliz le es necesario abdicar de su dignidad de ser que piensa, oír misa, confesarse, obedecer cuanto le mande el cura, creer cuanto le diga, pagar cuanto le exija, pagar y siempre pagar; trabajar, sufrir y callarse, sin aspirar a nada, sin aspirar a saber, a comprender ni siquiera el castellano, sin separarse de su kalabaw, como impudentemente dicen los religiosos, sin protestar contra una injusticia, contra una arbitrariedad, contra un atropello, contra un insulto, esto es, no tener corazón, ni cerebro, ni hiel; un ser con brazos y con un bolsillo repleto de oro, ¡he ahí el indio ideal! Desgraciadamente, o porque la animalización no ha sido completa todavía, o porque la cualidad de hombre es inherente en su ser a pesar de su estado; el indio protesta, aspira aún, medita y se yergue. ¡Y he ahí el mal!




- V -

En el capítulo precedente bosquejamos las causas que provenían del Gobierno fomentando y manteniendo el vicio de que nos ocupamos. Ahora nos toca analizar las que proceden del pueblo. Los pueblos y los Gobiernos se compenetran y completan: un Gobierno insensato es una anomalía en un pueblo virtuoso, así como no puede existir un pueblo vicioso bajo justos gobernantes y sabias leyes. Tal pueblo, tal Gobierno, diremos parodiando un refrán vulgar.

A dos categorías podemos reducir todas estas causas: a los vicios de la educación y a la falta de sentimiento nacional.

De la influencia del clima ya hablamos en los principios; así no nos ocuparemos de los efectos que de ella provengan.

La educación muy cohibida del hogar, la tirana y estéril de los raros centros de enseñanza, esa subordinación ciega del joven al de más edad, influyen en el espíritu para que el hombre no aspire a sobrepujar a los que le precedieron, y sí sólo a contentarse en seguirles o marchar detrás de ellos. De esto tiene que nacer por fuerza el estancamiento, y como el que sólo se dedica a copiar se priva de otras cualidades geniales a él propias, se hace naturalmente estéril; de ahí la decadencia. La indolencia es un corolario que se desprende de la falta de estímulo y de vitalidad.

Esa modestia infiltrada en la convicción de cada uno, o por hablar más claro, esa sugerida inferioridad, especie de desplume diario y constante del alma para que no se eleve hacia las regiones de la luz, mata las energías, paraliza todo sentimiento de avance, y a la menor lucha el hombre se entrega sin combatir. Si por alguna de esas raras casualidades, algún espíritu loco, esto es, activo, sobresale, en vez de que su ejemplo estimule, sólo sirve para que los otros persistan en la inacción. Allí está ése que trabajará por nosotros: ¡durmamos! -se dicen los parientes y amigos. Verdad es también que a veces se despierta el espíritu de rivalidad, sólo que entonces despierta de mal humor con cara de envidia, y en lugar de ser una palanca para ayudar, es un obstáculo que causa desaliento.

Nutridos en los ejemplos de anacoretas de vida contemplativa y perezosa, los indios pasan la suya dando a la Iglesia su oro, en espera de milagros y otras cosas maravillosa. Su voluntad está hipnotizada; desde niño aprende a obrar maquinalmente, sin conocimiento del fin, gracias al ejercicio impuesto a ellos desde los más tiernos años, de rezar durante horas enteras en un idioma desconocido, de venerar actos que no comprenden, de aceptar creencias que no se explican, de imponerse absurdos, mientras se reprimen las rebeliones de la razón.

¿Qué mucho que con este dressage93 vicioso de la inteligencia y de la voluntad, el indio, de antiguo lógico y consecuente -como lo demuestra el análisis de su pasado y de su idioma- sea ahora un aborto de desastrosas contradicciones? Esa lucha continua entre la razón y el deber, entre su organismo y sus nuevos ideales, esa guerra civil que turba durante la vida la paz de su conciencia, tiene al fin que paralizar sus energías todas, y ayudada por los rigores del clima, hacer de ese eterno vacilar, de las dudas de su cerebro, el origen de su indolente estado.

«-¡No podrás saber más que el viejo fulano! -¡No aspires a ser más que el cura! -¡Tú eres de una raza inferior! -No tienes actividad». Esto lo dicen al niño, y como tanto se lo repiten, tiene por fuerza que grabarse en su cerebro, y desde allí sellar e informar todas sus acciones. Al niño, al joven que pretenda ser otra cosa, le tachan de presumido y vano; el cura se burla de él con crueles sarcasmos, sus parientes le miran con temor; y los extraños le consideran llenos de compasión. ¡Nada de adelantarse! ¡A entrar en las filas, a seguir la corriente general!

Y creado así el espíritu, el indio sigue la más perniciosa de las rutinas: la rutina no razonada, sino impuesta y obligada. Y adviértase que el indio en sí, por naturaleza, no es rutinario, pues su cerebro está dispuesto a aceptar todas las verdades, como su casa está abierta a todos los forasteros. Lo bueno y lo bello le atraen, le seducen y le cautivan, aunque, como el japonés, cambia muchas veces lo bueno por lo malo, si se presenta engalanado y brillante. Lo que le falta es, primero, libertad para dar expansión a su espíritu aventurero, y buenos ejemplos, hermosos horizontes en lontananza. Es menester que su espíritu, si está encogido y acobardado ante los elementos y la manifestación abrumadora de sus grandiosas fuerzas, atesore energías, se proponga elevados fines, para luchar contra los obstáculos en medio de una no favorable naturaleza. Para que progrese es menester que un espíritu revolucionario, digámoslo así, hierva en sus venas, puesto que el progreso exige necesariamente el cambio, implica la derrota del pasado, allí erigido en Dios, por el presente, la victoria de las ideas nuevas sobre las antiguas y admitidas. No bastará que le habléis a su fantasía, que le brindéis primores, ni que la luz le alucine como esos fuegos fatuos que extravían de noche a los viajeros; no bastarán todas las halagüeñas promesas de las esperanzas más rosadas, mientras su espíritu no esté libre, su inteligencia no esté dignificada.

Las causas que se originan de la falta de sentimiento nacional, son aún más funestas y más trascendentales.

Convencido por sugestión de su inferioridad, mareado el espíritu por la educación, si educación puede llamarse la brutalización de que hablamos más arriba, en ese cambio de usos y sentimientos entre las diversas naciones, el filipino a quien sólo le quedan su susceptibilidad de raza y su imaginación de poeta, se deja guiar por su fantasía y su amor propio. Basta que el extranjero le pondere la mercancía importada y le tache el producto del suelo para que se apresure a efectuar el cambio, sin considerar que todo tiene su lado débil y que la usanza más sensata es ridícula a los ojos de los que no la practican. Le han deslumbrado con el oropel, las cuentas de vidrio de variado color, con los ruidosos cascabeles, brillantes espejos y otras baratijas, y él ha dado en cambio su oro, su conciencia y hasta su libertad; trocó su religión por las prácticas externas de otro culto; las convicciones y los usos nacidos de su clima y necesidades, con otros usos y otras convicciones que brotaron bajo otro cielo y otra inspiración. Su espíritu, dispuesto a todo lo que le parece bueno, se transformó, pues, a gusto de la nación que le impuso su Dios y sus leyes, y como el comerciante con quien él tratara no trajese por cargamento los útiles instrumentos de hierro, las azadas para labrar los campos, sino los papeles sellados, los crucifijos, las bulas y los devocionarios; como no tenía por ideal y prototipo al tostado y nervudo trabajador, sino al señor hidalgo, llevado en muelle litera, resultó que el pueblo imitador se hizo papelista, devoto, rezador; adquirió ideas de lujo y boato, sin mejorar por eso los medios de su subsistencia, en relación paralela.

La falta de sentimiento nacional trae otro mal, además, cual es la carencia de toda oposición a las medidas perjudiciales para el pueblo y la ausencia de toda iniciativa en cuanto puede redundar para su bien. El hombre en Filipinas no es más que un individuo, no es un miembro de una nación. Se le priva, se le niega el derecho de asociación, y por eso está débil e inerte. Filipinas es un organismo cuyas células no deben tener ni sistema arterial que les riegue, ni sistema nervioso para comunicarse sus impresiones; estas células deben, no obstante, dar su producto, sáquenlo donde puedan: si perecen, que perezcan. Esto, en sentir de algunos, es conveniente para que una colonia sea colonia; quizás tengan razón, pero no para que una colonia sea floreciente.

Resulta de esto que, si se dicta una medida perjudicial, nadie protesta; todo continúa, al parecer, bien, hasta que más tarde se tocan los males. Una sangría más, y como el organismo ni tiene nervios ni voz, el médico, creyendo que el tratamiento no perjudica, continúa. Necesita una reforma, pero como no debe hablar, se calla y se queda con la necesidad. El enfermo quiere comer, quiere respirar el aire libre; mas como tales deseos pueden ofender la susceptibilidad del médico que cree haber ya dispuesto todo lo necesario, sufre y languidece por temor de recibir un chillido, soportar un sinapismo y una nueva sangría. Y así indefinidamente.

A más de esto, el amor a la paz y el horror que tienen muchos de aceptar los pocos cargos administrativos que les tocan a los filipinos, por las desazones y disgustes que les proporcionan, ponen a la cabeza de los pueblos a los hombres más estúpidos e incapaces, a los que se pliegan a todo, a los que pueden soportar todos los caprichos y exigencias del cura y de las autoridades. Y con la imbecilidad en las esferas inferiores del poder y la ignorancia y los devaneos en las esferas superiores, con los frecuentes cambios y eternos aprendizajes94, con mucho miedo y muchos obstáculos administrativos, con un pueblo sin voz, sin iniciativa, sin cohesión, con empleados que casi todos atienden a amasar un capital y volver a su país, con habitantes que viven a duras penas el instante en que respiran, cread la prosperidad, la agricultura, la industria, fundad empresas, sociedades, cosas que ya difícilmente prosperan en países libres y bien organizados.

¡Sí! Es inútil toda tentativa que no nazca del estudio profundo del mal que nos aqueja. Algunos, para combatir la indolencia, han propuesto aumentar las necesidades del indio, subiéndole las contribuciones, etc. ¿Qué ha sucedido? Se han multiplicado los criminales, la miseria se ha exacerbado. ¿Por qué? Porque el indio ya toma bastantes necesidades con sus funciones de Iglesia, con sus bostas, sus cabecearías de barangay, los untos y sobornos que loma que hacer para que deslice su vida miserablemente. La cuerda estaba ya demasiado tirante.

Hemos oído muchas quejas y leemos cada día en los papeles los esfuerzos que hace el Gobierno para sacar al país de su estado de indolencia. Juzgando sus proyectos, sus decepciones y sus apuros, se nos viene a la memoria el recuerdo de aquel jardinero que quería creciese corpulento un árbol plantado por él en un pequeño tiesto. El jardinero pasaba sus días abonando y regando el puñado de tierra, podaba con frecuencia la planta, la estiraba para alargarla y precipitar su crecimiento, injertaba en ella cedros y encinas, hasta que un día el arbolillo murió, dejando convencido al hombre de que pertenecía a una especie degenerada, atribuyendo a todo el fracaso de su experiencia, menos a la falta de terreno y a su incalificable locura

Sin la instrucción y la libertad, ese suelo y ese sol del hombre, no hay reforma posible, no hay medida que pueda dar el resultado apetecido. Esto no es decir que pidamos primero para el Indio la Instrucción del sabio y todas las libertades soñadas, para después ponerle una azada en la mano o colocarle en un taller; semejante pretensión sería un absurdo y una vana Insensatez. Lo que queremos es que no se le pongan obstáculos, que no se aumenten los muchos que ofrece ya su clima y la situación de las islas, que no se le regatee la instrucción por el temor de que, una vez inteligente, se separe de la nación colonizadora, o pida los derechos a que se hace merecedor. Que puesto que un día u otro se ha de ilustrar, quiéralo o no el Gobierno, que su ilustración sea como un regalo recibido y no un conquistado botín. Deseamos que la política sea de una voz franca y consecuente, o altamente civilizadora, sin reservas mezquinas, sin desconfianzas, sin temores ni recelos, queriendo el bien por el bien, la civilización por la civilización, sin ulteriores pensamientos de gratitud o ingratitud o si no, valientemente explotadora, tirana y egoísta, sin hipocresías ni falsedades, con todo un sistema bien pensado y estudiado de domar para hacerse obedecer, de mandar para enriquecerse y para gozar. SI lo primero, obre seguro el Gobierno de que un día u otro ha de recoger los frutos, y se encontrará con un pueblo suyo en el corazón y en los intereses: no hay como un favor para captarse la amistad o la enemistad de los hombres, si se hace de buena voluntad o se le arroja en cara y se le da a su pesar. Si se opta por el sistema de explotación, lógica y ordenada, ahogando con el sonido del oro y con el brillo de la opulencia los sentimientos de independencia de los colonos, pagando con la riqueza su falta de libertad, como lo hacen los ingleses en la India, quienes los dejan, además, bajo el Gobierno de jefes indígenas, entonces que abra carreteras, trace caminos, construya ferrocarriles, fomente la libertad de comercio; que el Gobierno atienda más a los intereses materiales que a los intereses de cuatro conventos; que envíe empleados inteligentes que fomenten la industria; jueces justos, todos bien pagados, que no sisen ni sean venales, y deje todo pretexto religioso. Esta política tiene la ventaja de que si no adormece por completo los instintos de libertad, al menos, el día en que la madre patria pierda sus colonias, se guarda ella el oro recogido y no tiene el sentimiento de haber criado hijos ingratos.





 
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