Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Sobre tipología y ordenación de las «Novelas ejemplares»

(Artículo-Reseña)

Gonzalo Sobejano


University of Pennsylvania



No hace mucho llamaba la atención en esta misma revista A. D. Deyermond sobre las dificultades engendradas por el hecho de que la denominación «romance» en el sentido de narrativa heroica o de aventuras, ya en verso ya en prosa, no pudiera afianzarse en castellano, debido a su colisión con «romance» en el sentido de la composición en verso que todos conocemos («The Lost Genre of Medieval Spanish Literature», HB, 43 [1975], 231-59). Aunque el docto hispanista inglés lamentaba tales dificultades principalmente por su efecto oscurecedor sobre ciertas obras medievales como los libros de Apolonio y de Alexandre, no dejaba de referirse a obras como el Amadís o la Cárcel de Amor. Si hubiera prolongado su ejemplario más allá de la Edad Media, hubiera podido mencionar igualmente como «romances» El peregrino en su patria, Persiles y Sigismunda, Poema trágico del Español Gerardo y, en términos amplios, toda la narrativa del Siglo de Oro con excepción de la picaresca, el Quijote y una buena parte de las novelle o novelas cortas de asunto cortesano y satírico.

«Romance cannot be used», escribía Deyermond (pág. 244), resignándose a traducir el inglés «romance» por libro de aventuras, al menos como una solución provisional. Él mismo recordaba que la coincidencia, dentro del término francés roman, del significado 'romance medieval' y el significado 'novela moderna' no había impedido a los críticos franceses reconocer y estudiar el género medieval, y atribuía el escaso reconocimiento y estudio de dicho género por parte de los críticos españoles, a la tendencia de éstos, desde la generación de 1898, a exaltar defensivamente el supuesto realismo autóctono (la «novela») en detrimento del idealismo, digámoslo así, del «romance».

Sería de desear que la crítica española, cualquiera que fuere su estimación de la narrativa heroica, se habituase a usar el término «romance» para designar toda narrativa de ese tipo -medieval y posterior- a distinción de «novela», que ya padece suficiente carga semántica con representar la narrativa común, cotidiana, crítica, realista, moderna o como prefiera calificársela.

El ejemplo de la crítica francesa aplicando la misma palabra roman a ejemplares tan diferentes como Tristan y Madame Bovary parecería autorizar el uso -ya tradicional en español- de la misma palabra novela para obras tan dispares como La Galatea y La Regenta, más aún cuando el otro término posible, romance, está ocupado por la composición en verso que llena tanto romancero.

Así pensaba Josef Gómez Hermosilla en su Arte de hablar en prosa y verso ([Madrid, 1826], n. 80): «las que yo llamaré siempre novelas son las que los franceses llaman romans, y algunos de los nuestros con un imperdonable galicismo han llamado también romances. Esta palabra está destinada entre nosotros a significar no historias de hechos fingidos, sino una de las varias formas de nuestra versificación».

El criterio de Hermosilla, poniendo en olvido las fluctuaciones que en el siglo XVIII y primeros decenios del XIX se daban en castellano entre novela y romance para designar ficciones narrativas en prosa, de cierta extensión, ha prevalecido en nuestro idioma. (Véase Werner Krauss, «Novela-Novelle-Roman», ZRP, 60 [1940], 16-28.) Pero la situación ideal no es la del francés (roman para ambos tipos narrativos) ni la del español (novela para ambos), sino la del inglés: romance y novel: «The Romance is an heroic fable, which treats of fabulous persons and things. The Novel is a picture of real life and manners, and of the times in which it is written», etc. (Clara Reeve, 1785, cit. por Miriam Allott, ed., Novelists on the Novel [New York, 1966], pág. 47).

En términos de historia literaria se puede sentir justificada aversión -yo al menos la siento- a seguir llamando novelas a obras como Amadís, Diana o Persiles, y a seguir hablando de «novela sentimental», «novelas de caballerías», «novela pastoril», «novela bizantina». Crece la aversión cuando de lo que se trata es de distinguir claramente, en poética o teoría literaria, entre -repito- Tristan y Madame Bovary, o entre La Galatea y La Regenta. No es sólo cuestión de época; es problema de tipología narrativa. Prescindiendo de lo que ocurra en otros idiomas, en castellano nada grave ocurriría con trasladar el peso de la disemia desde novela (= ingl. 'romance' y 'novel') a romance (ingl. 'romance' y 'bailad'). El empleo de novela para Lazarillo de Tormes y romance para Diana o Amadís, pero sobre todo el uso de uno y de otro término en descripciones y reflexiones teóricas-cada día más necesarias-aclararía mucho las cosas.

Hablar de dos tipos de ficción narrativa en prosa tolerando que uno de los términos (romance) coincida con el que designa cierta poesía tradicional y modo de versificación, siempre será más preciso y menos abrumador que hablar de esos dos tipos, tan diferentes y aun contrapuestos, denominándolos con idéntico vocablo: novela. Y no se piense que la disemia de romance -por otra parte, ya en vías de consolidación antes del rechazo purista de Hermosilla- pueda originar más confusiones o dificultades que el mantenimiento de novela como término único. Si decimos que la Diana es una «novela», habremos de añadir «pastoril» para paliar el dislate, y aun así cometeremos el anacronismo de llamar «novela» a una obra que en su época jamás fue así llamada (con mucho tino, F. López Estrada titula su reciente monografía Los libros de pastores en la literatura española [1974], abandonando el acostumbrado «novela pastoril»). En cambio, si decimos que la Diana es «romance», nada tendremos que añadir, primero porque no es menester diferenciarla de «Doña Alda» o «Rosaflorida» ya que es completamente otra cosa, y segundo porque el contexto deshace en seguida la más leve extrañeza, de igual modo que cualquiera entiende en el acto la diferencia de sentido que la misma palabra implica en las siguientes parejas de posibles enunciados: 'en su Arte Nuevo resume Lope de Vega las prácticas fundamentales de la comedia', 'uno de los resortes básicos de la comedia es el azar'; 'entre los modernistas la rima tiende a ser difícil y rebuscada', 'la rima característica de Antonio Machado conserva no pocas semejanzas con la rima de Bécquer'; 'Espronceda dejó inacabado su poema «El diablo mundo»', 'uno de los poemas más citados de Jorge Guillén, la décima «Beato sillón», ha dado lugar a muy distintas interpretaciones'. No creo que la dualidad de significado de romance, aquí postulada, cause más trastornos que la de comedia ('drama español barroco', 'drama festivo en general'), rima ('consonancia entre versos', 'composición lírica') o poema ('obra en verso de gran extensión', 'obra en verso de cualquier extensión') en los casos mencionados. Y si todavía para tiempos lejanos pueden preferirse a romance otras designaciones como «libro», «historia», «crónica» o «tratado», para las formas modernas de la narrativa heroica o de aventuras y para la discusión teórica de este tipo de narrativa se impone un nombre que no sea novela (pues de la novela es de lo que precisamente hay que diferenciarlo) y que bien puede ser en español romance.

La distinción entre novela y romance (narrativa heroica) ha servido de criterio recientemente a Ruth El Saffar1 para un estudio de las Novelas ejemplares, cuyo título, Novel to Romance, sería intraducible en el estado actual de la terminología: ¿De la novela al libro de aventuras? ¿De la novela moderna a la antigua novela? ¿De la narrativa crítica a la heroica? Los resultados principales de ese estudio son dos: primero, examinar de nuevo cada novela, y el conjunto que todas forman, desde el punto de vista de la imagen del mundo y la técnica literaria que la novela y el romance presuponen; y segundo, mostrar cómo Cervantes, al publicar su colección en 1613, revela un proceso que cronológicamente va de la novela al romance o, según un modo convencional de hablar, del realismo al idealismo, ya que las novelas realistas serían anteriores a 1606 (coetáneas de Quijote I) y los romances idealistas, posteriores (pertenecientes a la órbita de Quijote II y Persiles).

Acometer un nuevo estudio de la colección cervantina desde el punto de vista 'novela/romance' parecía oportuno. La diferencia entre, de un lado, Rinconete, Vidriera, Celoso, Casamiento y Coloquio, y de otro lado Amante, Española, Fuerza, Doncellas y Cornelia, formando la pareja Gitanilla y Fregona una especie de zona intermedia, es algo fácil de notar y reconocido por la crítica de manera casi unánime (excepción mayor sería Casalduero, para quien todas las Novelas son idealistas), pero nunca anteriormente planteado como base de un análisis a fondo.

El modo de entender la autora qué es novela y qué romance podría resumirse apelando a ciertos conceptos que a cada paso reitera y realza: en cuanto a la imagen del mundo, la novela trasmite una visión alienada, el romance una visión trascendente; en cuanto a la técnica narrativa, la novela aproxima al autor al personaje, el romance distancia a aquél de éste. Inmanencia alienada y trascendencia confiada serían los conceptos clave, por encima de los muy numerosos que la autora va especificando conforme la ocasión los reclama: para la novela, por ejemplo, incertidumbre, ambigüedad, perspectivismo, complejidad, personaje autocreativo, huida de la realidad a través de la locura o del engaño, particularidad, caos, falta de unidad de la obra, final que no termina, detalles históricos, sucesión cronológica, soledad, fracaso, crítica; para el romance: seguridad, omnisciencia, contraste de buenos y malvados, tutela del personaje, huida de la ficción a través de la razón o del desengaño, integración en la sociedad, cosmos, unidad de la obra, desenlace feliz, abstracción, acronología, matrimonio, triunfo, conformismo.

La autora prodiga reflexión e ingenio para desenvolver esos y otros conceptos. Los tipos narrativos «novela» y «romance» en conexión con los dos Quijotes y el Persiles, más una exposición general de las características de las obras primeras de Cervantes y de las últimas, constituyen la materia del Capítulo i. El ii versa sobre Rinconete, Celoso y Vidriera, de fecha temprana. En los capítulos siguientes se analizan, como obras representativas de una transición en dos fases, Casamiento y Coloquio (iii) y Gitanilla y Fregona (iv). Sendos análisis de Doncellas, Cornelia y Fuerza integran el Capítulo v, acerca de «the later novelas», y el vi, sobre «the last written novelas», se ocupa de Amante y Española. A todo ello sigue una conclusión (vii) y un apéndice: «The Chronology Problem».

Ya el índice demuestra la importancia que la autora concede a la cronología, explicablemente puesto que su tesis estriba en el intento de afirmar una trayectoria de la novela al romance parecida a la que siguen Shakespeare, Flaubert, Galdós, Mann, Conrad y Proust, y por tanto no infrecuente en la historia de las letras.

Disintiendo en esto de la autora, lo menos importante en su estudio me parece la cuestión cronológica, y lo mejor la diferencia de tipos narrativos, que no había hallado hasta ahora un tratamiento tan profundo y matizado. Profundo porque, en lugar de detenerse en exterioridades, la autora va al fondo de la visión del mundo que sostiene cada relato, a la forma de vida en él plasmada, al sentimiento cardinal del escritor. Matizada porque, si bien estos valores de actitud y temática obtienen la mejor parte, la autora insiste asimismo en problemas de técnica narrativa, sobre todo la relación autor-narrador-personaje-lector. (A veces se advierte una sofisticación: ¿qué objeto tiene, por ejemplo, llamar «author-characters» a personajes que inician o desencadenan la acción o que sirven de mediadores entre los protagonistas entre sí, o entre éstos y el lector? ¿En qué representan al autor los estudiantes de La señora Cornelia como mediadores, o Rodolfo en La fuerza de la sangre como causante de la desgracia de Leocadia? Las distinciones entre autor real, autor implícito, narrador en todas sus variantes, personaje-autor, personaje-narrador, lector implícito, lector real, etc., llegan hoy a una inflación que puede malograr la exactitud a que aspiran, derivando hacia un bizantinismo estéril.)

De los análisis consagrados a cada novela creo más luminosos y nuevos los que tienen por objeto a Celoso, Vidriera, Casamiento, Coloquio, Gitanilla y Amante, aunque en todos pueden encontrarse comentarios sutiles y, en general, una muy recomendable elusión del lugar común. El cambio de desenlace en la segunda versión de Celoso, con Leonora tomando conciencia de sí misma y Carrizales trascendiendo su impulso a la venganza, apoya el proceso cervantino hacia la confianza idealista, mientras el protagonista de Vidriera atestigua el nivel más deprimido de la desconfianza de Cervantes respecto al triunfo de la inteligencia. En el estudio de Casamiento y Coloquio es donde quedan más patentes las virtudes y los riesgos del método: sírvele éste a la autora para descubrir la dialéctica 'narrador/lector', que es una dialéctica 'pasado/presente', 'inarticulación/configuración artística', 'caos/razón' y para resaltar la línea jerárquica de parejas 'narrador/oyente': Cañizares narra a Berganza el pasado remoto de éste, Berganza todo su pasado a Cipión, Campuzano pone por escrito el diálogo de los perros, y Peralte lo lee, y todo este conjunto lo narra Cervantes al lector: esta línea jerárquica, sobrepuesta al esquema dialéctico, muestra que Cervantes incluye en su propia obra su análisis de las incertidumbres humanas y al mismo tiempo las trasciende al poseer una visión de la realidad más amplia que la de sus personajes-autores (aquí bien empleado el término). Establece así Cervantes un diálogo con el lector y le envuelve en la incertidumbre, pero situándole en la jerarquía característica de sus obras últimas, de suerte que esa incertidumbre no implica ya aislamiento sino relación a un fin trascendente.

Tales deslindes arrojan no poca luz sobre la estructura de las dos novelas últimas de la colección, pero llevan a la autora a una propuesta sobre el orden de todas las novelas extremadamente artificiosa. Descubierta por Cervantes en Casamiento-Coloquio la salvación de un pasado negativo a través de la palabra en que ese pasado se convierte en obra de arte comunicable, la promesa de nuevo coloquio que hace Campuzano al final equivaldría a la que hace Cervantes de nuevos libros (entre ellos el Persiles) en el prólogo a las Novelas. Las dos últimas serían una coda; la pareja de cabecera (Gitanilla, Amante) el anuncio inicial del tema, y la penúltima (Doncellas y Cornelia) el anuncio final, quedando dentro de ese marco romancesco o idealista las restantes piezas, dispuestas según rigurosa alternancia de una novela temprana y un romance tardío. Cada miembro de estas parejas intermedias (Rinconete-Española; Vidriera-Fuerza; Celoso-Fregona) se concertaría con el otro no por oposición sino como complemento: el primero trasmitiendo una imagen de la vida como conflicto imposible de trascender y el segundo ofreciendo una resolución armoniosa más allá del conflicto. Semejante alternancia o vaivén reflejaría el desenvolvimiento de Cervantes a lo largo del período de gestación de los doce relatos.

La explicación no carece de agudeza, pero depende de un dato hipertrofiado: la salvación del alférez Campuzano por la palabra como equivalente a la de Cervantes por su obra creativa. La de Cervantes, como la de todo artista, está fuera de duda, pero afecta a la totalidad de su obra, desde La Galatea (obra romancesca a la que apenas se alude en este estudio) hasta Rinconete y Cortadillo: ¿no es éste un cuento bien contado del que salen con alma limpia y sonriente el autor, el lector y, al menos en proyecto, esos dos muchachos contempladores de la cofradía de Monipodio? La redención del alférez ya es más problemática: hacer de este personaje, hundido en una burla de la que es objeto y sujeto a un tiempo, un portavoz de Cervantes por el hecho de que prometa a su amigo contarle otro coloquio tan gustoso como el primero, es una suposición desproporcionada. (Las únicas dos novelas ejemplares en que se anuncia una continuación son precisamente de extracción picaresca: en Rinconete se anuncia «más luenga escritura» y en Coloquio un «segundo» coloquio, como ocurría en la edición alcalaína del Lazarillo, al final de las dos partes del Guzmán auténtico y de la segunda parte del apócrifo, y en los capítulos últimos de La pícara Justina y del Buscón). Pero aun si se aceptase aquella equiparación ¿cómo justificar el encuadre? ¿y por qué un marco constituido por dos parejas concordes y un relleno integrado por tres parejas discordes?

Toda explicación del orden de las Novelas ejemplares está condenada a moverse en el terreno de la conjetura; pero la conjetura de Casalduero (por órbitas y grupos temáticos) parece más cercana a la lógica de una ordenación de materias heterogéneas. Y quizá fuese razonable una explicación que tuviese en cuenta el ámbito social de cada unidad: de las doce novelas (número par y proverbial que Cervantes prefirió) las seis primeras alternan el mundo humilde y el elevado, y las otras seis observan igual alternancia pero por parejas en vez de por unidades. Esta hipótesis tendría en su favor, al menos, la redondez del número doce repartido en dos mitades, con cada mitad sujeta a distinto tipo de alternancia (miembro a miembro, pareja por pareja), y también la probabilidad de que, pues las novelas se titulan ejemplares, el autor quisiese, por motivos de variedad, relevar a cada paso (y luego a cada dos pasos) la ejemplaridad negativa o de escarmiento, propia del ámbito humilde, por la positiva o de estímulo, propia del ámbito elevado. El principio de variedad se ve cumplido en otros aspectos de la colección. Así, desde el punto de vista local, no hay dos novelas contiguas cuya acción principal transcurra en la misma ciudad; el orden es aquí: Madrid, Chipre, Sevilla, Londres, Salamanca, Toledo, Sevilla, Toledo, Barcelona, Bolonia, Valladolid, y varios lugares entre Sevilla y Valladolid. Desde el punto de vista de los mundos novelescos relacionados con diversos géneros o subgéneros de literatura, Gitanilla es predominantemente pastoril; Amante, bizantina; Rinconete, picaresca; Española, bizantina; Vidriera, aforística; Fuerza se relaciona mayormente con el mundo de la comedia; Celoso, con el género novela corta en su más típica representatividad; Fregona es picaresca; Doncellas, caballeresca; Cornelia, otra novela corta típicamente tal; Casamiento y Coloquio, picaresco-dialogales a ejemplo de Luciano. Con todos sus defectos, principalmente el parecer una explicación acaso demasiado mecánica, la hipótesis aquí insinuada sería menos aventurada o extraña que la ofrecida en el estudio objeto de este comentario.

Evidentemente, Ruth El Saffar propone aquella ordenación por creer que corrobora su idea de que las Novelas ejemplares reflejan la conversión de Cervantes desde la novela al romance: Novel to Romance. Situados en el centro cronológico de esa trayectoria,

Casamiento y Coloquio toman la posición más mareada, la final; el encuadre lo proporcionan sendas parejas de romances tardíos (idealismo trascendente de Cervantes hacia 1613) y, dentro de ese encuadre, queda atestiguada la tensión entre antigua angustia y seguridad nueva. Baraja de recuerdos aciagos y de esperanzas clarificadoras que sólo un jugador obsesionado por la cronología puede disponer de ese modo... para desbarajustar precisamente la cronología.

Al final de su laborioso estudio, dice la autora: «I stress the defensibility of the chronology in the hope that objections on this level will not intervene to upset appreciation of other aspects of this study». Dice así después de haber mostrado que la cronología por ella propuesta no tiene argumentos de fuerza mayor en contra. Sería, pues, injusto, hacer reparos, más aún porque, sea cual sea la fecha de determinadas novelas, entre Quijote I, Rinconete y Celoso, de un lado, y de otro, Gitanilla, Española, Quijote II y Persiles, cuya datación es relativamente segura (aunque en su edición de Clásicos Castalia [1969], Avalle-Arce, con razonamiento muy plausible, proponga para Persiles I-II las fechas 1599-1605 y para III-IV el período 1612-1615), se da una diferencia notoria hacia la novela de aquel lado y hacia el romance de éste.

Sin embargo, tan admisible por lo menos como la trayectoria defendida por la autora, es la teoría de la coexistencia de novela y romance en el espíritu de Cervantes, para quien ambas formas, y sus correspondientes direcciones (realismo, idealismo), pudieron ser opciones compatibles. Si en el prólogo a Quijote II y en las dedicatorias de Ocho comedias y de Persiles anunciaba Cervantes la segunda parte de La Galatea, y ello revela su inclinación última hacia el romance, ¿no atestigua esto mismo que su primera obra narrativa, La Galatea, era ya romance y no novela? Sobre la teoría de la coexistencia la autora pasa tan velozmente que sólo le dedica siete líneas (pág. 172), en las cuales menciona como portavoces a Hainsworth y Romero, aunque por implicación o alusión pudiera mencionar a otros muchos. Pero, sobre todo, habría que considerar si esa coexistencia no posee una fuerte credibilidad. Se dan yuxtapuestos, o en alguna ocasión fundidos, el realismo novelesco y el idealismo romancesco en casi todas las obras de Cervantes, desde La Galatea, en la que López Estrada y Avalle-Arce hallan conatos iniciales de realismo, hasta Persiles, cuya segunda mitad -precisamente la segunda mitad, la más tardía- tiene mucho de ello. Hainsworth ya indicó el parecido de El amante liberal con las novelas griegas del Decamerone y las de raptos, cautiverios y trabajos de amor de Giraldi Cinthio y otros italianos. El mismo Hainsworth señaló la semejanza de La española inglesa y una parte de la novela 8 de la Jornada n del Decamerone. Atenta a la novela y el romance, se diría que Ruth El Saffar llega a olvidar que las Novelas ejemplares son novelle, novelas cortas, un género particular procedente, como tal género, de Italia, si bien Cervantes lo lleve a un grado altísimo de originalidad entre otras razones por su previo dominio de la técnica de la narrativa extensa (Galatea, Quijote I, acaso parte del Persiles) con la cual es perfectamente lícito comparar las novelas cortas sobre todo en lo que se refiere a ambientes, personajes y temática. Por otro lado, el Cervantes que ensaya la novela corta en la historia de los dos amigos Timbrio y Silerio (Galatea, II, III, V) y en las de Marcela y Grisóstomo (pastoril), Cardenio y Dorotea (relacionable con la comedia) y el Cautivo (morisca), dejando ahora aparte «El curioso impertinente», ¿es tan distinto del autor de Gitanilla, Fuerza o Doncellas, y Amante como la autora quiere hacer creer por aspectos secundarios supuestamente diferenciales? ¿No era capaz Cervantes de publicar juntas una comedia de enredo y otra edificante, y de admitir como suyas dos versiones, una cómica y trágica la otra, del viejo celoso, según se tratase de entremés o de novela ejemplar?

Coexistencia de realismo e idealismo se da también en autores contemporáneos de Cervantes. Lope de Vega es autor del romancesco Peregrino y de la novelesca Dorotea (en su caso el romance se publica mucho antes que la «novela»). Góngora simultanea sátiras y burlas con idilios y madrigales, y en sus Soledades no se sabe qué tiene más peso, si la alienación y desamparo del contemplativo náufrago o los radiantes modelos de belleza y de bien que le es dado admirar. Quevedo publica el mismo año el Buscón, obra de juventud, y la Política de Dios. Además, la distinción entre novela y romance, como entre comedia y tragedia, o entre sátira y oda, no parece que pueda depender tanto de vicisitudes personales o biográficas como también, y yo diría que en primer lugar, de un fundamento social, precisamente el motivo en que la autora menos se detiene al establecer sus contrastes.

La determinación de un tipo de obra literaria según la situación social del autor, los personajes imaginarios y el lector supuesto (humildes, o medios, y elevados) posee vigencia en tiempos de Cervantes, y sólo a partir del realismo del XIX (y aun entonces con reservas) puede decirse que se extingue el romance, hace crisis la tragedia y escasea la oda, o se convierten en otra cosa. Antes de esa época, con Lazarillo o Carrizales había que escribir novela; con Diana, Galatea o Isabela, escribir romance; y con una Preciosa o una Constanza, romances que parecen novelas hasta que se descubre que no hay tal gitana, que no hay tal fregona, Pero lo determinante no es sólo él personaje, sino también la condición o situación social del autor y del lector que aquél espera tener: con toda probabilidad Cervantes reconocía que el público de La Galatea o del Persiles no podía ser el mismo ni tan amplio como el del Quijote. Competir con Montemayor o con Heliodoro era un certamen de honor ante los selectos; parodiar libros de caballerías, un alarde de ingenio para más vastos círculos. Ni es lo mismo, desde luego, como la autora recuerda, narrar desde la pobreza y la oscuridad que desde la seguridad y la buena fama. Seguro y famoso, y proponiéndose llegar a los discretos, sin que ello signifique senilidad ni hipocresía, puede Cervantes exaltar la nobleza de origen, la verdad de Roma y aun las virtudes espectaculares del Sacramento, y puede recoger en el mismo volumen, sin que ello delate esquizofrenia, novelas escritas en la penumbra y la desgracia (como seguramente Vidriera), sabiendo que el buen entendedor hallará el mismo deleite en el buen arte de contar fracasos y triunfos, y una enseñanza de escarmiento en aquéllos y de estímulo en éstos: una ejemplaridad artística, moral y vital en cada uno y en todos los doce cuentos.





Indice