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Sobre un cuento de P. A. Alarcón en E. Goncourt

Domingo Ynduráin





El primero de los cuentos amatorios de Alarcón -La comendadora- trata de un hecho real ocurrido en Granada en el siglo XVIII, y del que son protagonistas los tres últimos representantes de una linajuda familia española. Esta misma historia descrita por Alarcón volvemos a encontrarla en el capítulo octavo de La Faustin, de E. Goncourt, ya no como hecho fundamental, sino como mera anécdota puesta en boca «d'un expéditeur des asperges d'Aranjuez».

El cuento de Alarcón está escrito, según consta al fin del mismo, en Granada en 1868, mientras que La Faustin se publicó en el diario Le Voltaire en noviembre y diciembre de 1881, e inmediatamente en forma de libio editado por Charpentier en 1882, por lo que, evidentemente, de haber habido una influencia fue la de Alarcón sobre E. Goncourt.

Al intentar establecer una posible vía de influencia de La comendadora sobre la anécdota de La Faustin no he encontrado nada en el estudio de M. Lucien Descaves que acompaña a la edición de la obra de Goncourt que he manejado1. Tampoco he encontrado nada que relacione a E. Goncourt (o a J. Goncourt) con Alarcón en España, ni con ningún autor español, en la biografía Les frères Goncourt, de André Billy; ni en el estudio de Robert Ricatte La création romanesque chez les Goncourt. Sólo en la obra de François Fosca Edmond et Jules Goncourt he hallado un pequeño indicio que nada prueba, pero que daré como posibilidad: «Le 25 janvier de 1885 A. Daudet et sa femme étrennèrent le Grenier, et quelques jours avant le 1.er février, Edmond envoya l'invitation suivante: Le Grenier de Goncourt ouvre des dimanches littéraires de 1.er février 1883. Il sera honoré de votre présence» (chap. XVII). En esta reunión se encontraba la condesa de Pardo Bazán. Es claro que en esta fecha no pudo darse a conocer a Goncourt la obra de Alarcón, ya que la de Goncourt había sido publicada cuatro años antes; pero se podría pensar, sin mucho riesgo, en una relación anterior entre la condesa y Goncourt (o un amigo común: ¿Zola?), que explicaría la presencia de ésta en la apertura de los dimanches littéraires.

Por otra parte, y también como hipótesis, aparece la estrecha amistad de los Goncourt con T. Gautier, viajero por España, donde pudo conocer la anécdota en cuestión.

De cualquier forma que se haya producido, el hecho es que aparece la misma historia en los dos autores y que no tengo noticia de que sobre esta coincidencia haya nada publicado. Por eso me he decidido a estudiar este tema.

La historia es, en el fondo, la misma en los dos autores, aunque existen diferencias muy notables, tanto en los detalles del relato como en la forma de concebirla uno y otro.

Comenzaré por analizar el cuento de Alarcón, para sobre él, como base, analizar la anécdota de Goncourt, señalando las variantes, la diferente manera de narrar, de enfocar el hecho, etc.

Alarcón comienza describiendo la época y lugar del suceso, e inmediatamente pasa al estudio de los personajes: una venerable anciana, madre de la comendadora y abuela del niño, raquítico y pálido, sobrino de aquélla; pero donde se detiene la narración, haciéndose extensa y profunda, es en la descripción de la comendadora, a la que presenta (como es habitual en Alarcón) por medio de comparaciones referidas a ejemplos clásicos: «la cariátide del Vaticano», «la Magdalena del Tiziano», «mármol griego». Siguiendo este camino, acaba describiendo a la comendadora como una mujer «que reunía a un mismo tiempo todos los hechizos de la belleza gentil y toda la mística hermosura de las heroínas cristianas».

En el capítulo segundo pasa a describir a la familia en cuestión, para continuar con la historia de la comendadora, verdadera protagonista del relato; en esta biografía de la comendadora completa la descripción física que nos había dado en un principio con el aspecto espiritual, donde vemos una evolución tardía de la sensualidad anímica, que, al hacer crisis, se transforma en devoción mística, hasta llegar a ser «una altiva, rica hembra, infatuada de su estirpe, una virgen del Señor, devota, mística, fervorosa hasta el éxtasis y el delirio».

Este segundo capítulo se completa con la exposición del carácter del niño, tirano de abuela y tía, del que, por medio de la descripción de los rasgos físicos, nos da sus características morales.

En el capítulo tercero, e introducida por la descripción del apogeo primaveral, comienza la acción, donde vemos la lucha entre el orgullo y pudor de la comendadora frente a la posible extinción de la casa de los condes de Santos, que triunfan al fin.

El epílogo es aleccionador: todos mueren y sin descendencia.

Nos encontramos al analizar el cuento de Alarcón con que está lleno de matices perfectamente cuidados, que nos llevan por sí solos a la comprensión del drama ocurrido en la casa solariega de los condes de Santos. Los recursos empleados son la varia utilización de tiempos verbales, que no sólo expresan la realidad temporal de la acción, sino que nos dan también el ambiente espiritual de la casa; las caracterizaciones de las que ya hablamos más arriba y la descripción de ambientes, que envuelven y casi producen por sí solos los hechos. Por otra parte, el cuento está lleno de respeto por la verdadera tragedia que allí tiene lugar; el desarrollo de la acción es de una gran delicadeza, incluso el deseo del niño viene dado por la frase del escultor al pintor: «Compañero, ¡qué hermosa debe estar desnuda la comendadora! ¡Será una estatua griega!», frase de una refinada sensibilidad pagana. Asimismo la reacción del último conde de Santos, al salir de la habitación de su tía, es de una morbosidad refinada, como lo es también la decisión de la comendadora al sepultarse en el convento.

Pasemos ahora a considerar la anécdota que aparece en Goncourt. El tema es el mismo, lo que no quiere decir que necesariamente lo haya tomado de La comendadora; pudo haberlo oído contar, ya que el hecho ocurrió realmente, aunque lo primero es lo más probable. Las diferencias materiales entre la historia en los dos autores son notables: en Goncourt aparecen tres mujeres, no hay ningún motivo que produzca el deseo del niño, y el capricho es mucho más grosero en Goncourt que en Alarcón; por otra parte, la reacción final del niño es distinta, y en Goncourt no hay más desenlace que la huida del caprichoso niño.

El desarrollo narrativo es muy diferente, como corresponde al diferente enfoque de los autores. Alarcón únicamente describe las circunstancias, sólo nos da la ambientación; en cuanto al suceso, deja que se desarrolle por sí solo delante de nuestros ojos, hurtando en lo posible cualquier nota descriptiva y explicativa, a fin de dejar línea del desarrollo dramático en toda su pureza. Por el contrario, Goncourt interviene constantemente en el suceso con observaciones, y cuando se trata de describir no lo hace a la manera de nota impersonal, a la manera de simple observación, sino que la pone en boca del comisionista, como expresión del pensamiento de éste. Así, lo que en Alarcón es una historia viva e independiente es en Goncourt algo muerto, una historia acartonada y vieja, que necesita ser sostenida constantemente por las consideraciones del comisionista.

Pero si las diferencias materiales son notables, mucho más lo son las formales, a las que iremos pasando revista por el mismo orden en que las analizamos en La comendadora.

En contraste con la fina temporalización de La comendadora, Goncourt nos presenta el hecho como una anécdota narrada en la mesa de un café; así tenemos que los tiempos se reducen a pretérito imperfecto y al presente en los diálogos entre los protagonistas. Por otra parte, la caracterización de los personajes es muy superficial y escueta en Goncourt. Pero donde se advierten las mayores diferencias entre los dos personajes es en el enfoque del hecho: para Goncourt, la historia no es más que un pasaje de un capítulo de La Faustin, con toda la intrascendencia que ello lleva consigo; quizá le sirva para caracterizar al personaje, que lo cuenta como gustoso de lo decadente, con una sensualidad morbosa y pecaminosa, lo que se acentúa por el inciso del narrador. De cualquier forma que esto sea, el hecho es que no nos queda nada en Goncourt del drama de Alarcón; aquí el hecho se reduce a un mero capricho, más o menos impertinente, de un niño mal criado; la lucha de pasiones que tiene lugar en el alma de la comendadora y en la de su madre se ha sustituido por el contraste ridículo entre la altivez de una casa venida a menos y el capricho absurdo del niño, aceptado en aras de esa altiva casa; la lucha entre las posiciones espirituales de madre e hija se reduce aquí a su mínima expresión, resolviéndose en una frase de la madre. Por otro lado, la reacción del niño es aquí más infantil, menos intensa que en Alarcón: la historia se resuelve por medio de una huida chusca y se acentúa su intrascendencia al comparar la posición mental del niño que «huye por la escalera como si hubiera visto al diablo» con la del narrador: «...Il n'y a pas de jeunesses ici, n'est-ce pas?» y sus oyentes. De la misma manera, el faltar las consecuencias que se siguen del capricho del niño disminuye la posible intensidad dramática del suceso.

En realidad, todas estas diferencias provienen de la distinta intención de los autores al presentar el hecho. Para Alarcón, el hecho es toda una novela, en la que se esmera y trata de conseguir la fuerza expresiva que intensifique el relato, centro y único tema del cuento. Para Goncourt no es más que una anécdota contada por un comisionista de espárragos, con toda la intrascendencia, aunque con toda la burda gracia, que puede tener una anécdota de este tipo.





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