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- XXIII -

Las hembras de Mocejón


Por la noche rebosaba de parroquianos la Zanguina, y apenas cabían los sobrantes en los arcos de afuera. Los ochavos de la cucaña se habían partido entre los que luchaban por ellos; y así y todo, fue necesario una trampa, consentida por quien pudo no pasarla, para llegar sin zambullida hasta el extremo de la percha. Muergo, que no halló los zapatos al retirarse, después de rascar malamente el sebo que se le había agarrado al pellejo durante la brega y a pesar de los remojones, se había propuesto invertir su ganancia correspondiente en darse un regodeo de estómago y en un moquero blanco para regalar a Sotileza. Porque aunque de pronto le costó un berrinche la pérdida de los zapatos, considerando después que éstos de nada habrían de servirle, puesto que no se amañaba a andar con ellos, acabó por darlos al olvido. Así es que mientras el Cabildo entero se agitaba en su derredor comentando a gritos el suceso de la tarde, él, calladito y descuidado, atiborraba el cuerpo de fritanga y pan del día, con largas intermitencias de lo tinto, especialmente cuando el diablo le amontonaba en la memoria el suceso aquél de la bandera después de la regata; los verdascazos de por la mañana, cuando soñaba con cosa bien distinta, y hasta su encuentro nocturno con Andrés, cuyo relato no había podido hacer a Sotileza... ¡Andrés!... ¡Bien de veces le vio él aquella misma tarde rondando la barquía callealtera con su bote! ¡Y qué ojos echaba el tunante a algo de lo que había en ella! Para matar este gusanillo, latigazo doble; y así iba capeando el temporal tan guapamente.

En un grupo de los de afuera departía el padre Apolinar, muy sulfurado.

Tomando lenguas de unos y de otros, había llegado a saber que su panegírico de los Santos Mártires de la Calahorra no había gustado cosa mayor al Cabildo, y hasta que, en opinión de algún escrupuloso, el sermón no valía.

Esta indignidad traía desconcertado al santo varón.

-¡Cuerno con los doctores de suerte! -exclamaba el fraile-. Pues ¿a qué estarán acostumbrados, jinojo?

-Tocante a eso, pae Polinar -le respondió un patrón de lancha, muy mesurado en el decir-, y sin ofensas de naide, solamente dende el año cuarenta y nueve, en que nusotros solos hicimos esa capilla, por habérsenos echado de la Puntida pa labrar allí esas casonas que hay ahora; solamente dende esos tiempos, sin contar los de atrás, se han dicho cosas de primera, motivao a los Santos Mártiles, por hombres de mucha palabra y fino saber...; la verdá por avante, pae Polinar, sin agravio de nenguno.

-¡Cosas de primera!, ¡cosas de primera, jinojo!... ¡Vaya unas cosas! Punto más, tilde menos, siempre las mismas. Que les cortaron la cabeza en Calahorra, que los verdugos las echaron al Ebro..., y mucho de ¡oh! por aquí, ¡ah! por el otro lado... y chanfaina al último, ¡jinojo!... Chanfaina y no más que chanfaina. ¿Sabías tú lo del barco de piedra?

-¿Quién será capaz de no saberlo aquí, pae Polinar?

-Claro, hombre, claro. Pero ¿como yo lo conté?... ¿Cómo venía el barco?..., ¿qué rumbos tomaba?..., ¿qué tiempos y qué mares le combatían?..., ¿cómo abocó a este puerto?..., ¿por qué no abocó a otro antes?... ¿Os han contado algo de ello nunca esos picos de oro, con traza y con arte?; ¿lo sabían, por si acaso, como lo sé yo?... ¿Sabía el Cabildo mismo aquello de la peña de los Mártires..., la Horadada, que llaman otros?

-Algo se sabía de eso, pae Polinar.

-¡Algo, algo! Saber algo es lo mismo que no saber nada en cosas tan importantes, ¡cuerno! Pues ahora ya lo sabéis con todos sus pelos y señales. Ya sabéis que ese arco admirable que forma la peña fue hecho por el barco milagroso al tropezar con ella y pasarla de parte a parte. Y ¿por quién lo sabéis?..., ¿lo sabéis por la boca de esos predicadores de rasolís? Pues lo sabéis por habérmelo oído a mí esta mañana; a mí, a este pobre fraile del convento de Ajo, que, con enseñaros tanto en un sermón de tres meses de fatiga y más de quince textos en latín de lo mejor, no llegó a daros gusto... ¡Margaritas a puercos..., hijo; margaritas a puercos! Pero más tarde os veréis en otra; y éste será el mejor castigo que merecen, ¡cuerno!, las habladurías de esos fanfarrias... Y no digo más, ¡jinojo!, porque os pica mucho el ajo de esta tarde, y no quiero que penséis que me alegro de ello, por tomarlo a castigo de Dios...; que bien pudiera, ¡cuerno!, que bien pudiera tomarlo por esa banda sin pecado de vanidad. ¡Uf!... ¡Lenguas, lenguas; linguae corruptae; carne mísera, carne concupiscente!... ¡Y adiós, muchachos, que me voy a mis quehaceres!... Por supuesto, no hay que advertir que lo uno no quita lo otro. La puerta del padre Apolinar no se cerrará por eso a nadie. ¡Pero cuidado con que llaméis a ella en todos los días de vuestra vida, para asuntos de la Cátedra del Espíritu Santo!..., porque entonces no responderé aunque me la echéis abajo..., ¡aunque me la echéis abajo, cuerno!

Y se fue pae Polinar menos enfadado de lo que él mismo creía.

Entretanto no se podía parar en la calle Alta. Cánticos en la taberna, diálogos de balcones y ventanas, jolgorios en las aceras y bailoteos en medio del arroyo. Todo aquel vecindario estaba desquiciado de alegría..., todo, menos la familia de Mocejón, que, encerrada en su caverna, no cesaba de maldecir a Cleto por la afrenta que había echado a la casa haciendo lo que hizo con la «moscona de abajo» después del regateo... Y para mayor rescoldera de las dos furias, el lance se comentaba en la calle con aplauso general, porque en la calle no había pizca de vergüenza, y era voz corriente que ninguna moza era más merecedora que Sotileza de lo que con ella se hizo, por ocurrencia gallardísima de Cleto; y hasta se había hablado de si apareaban o no; de sí había o no había mutuos y trascendentales propósitos entre ambos, y de que, si no los había, debiera de haberlos... Y mucho de ello se había escuchado desde el quinto piso; y por no oírlo, se habían cerrado las puertas del balcón y se habían tapiado hasta las rendijas, prefiriéndose por las hembras de Mocejón este recurso al de dar rienda suelta a sus iras venenosas en ocasión tan comprometida para ellas. Porque voluntad y lengua y arte, les sobraba para alborotar en medio cuarto de hora toda la calle. ¡Lo habían hecho tantas veces!... Pero faltaba la ocasión, la disculpa; un poco, no más, de motivo, de apariencia de él tan sólo; y en cuanto le tuvieran, y le tendrían porque tras él andaban sin descanso..., ¡oh, entonces, entonces, las pagaría todas juntas la tal y la cual de la bodega de abajo, y aprendería lo que ignoraba el mal hijo, el infame hermano, el indecente, el animal, el sinvergüenza, el lichonazo de Cleto!

Y no cerraban boca, mientras Mocejón zumbaba como un tábano en el rincón de la sala, y el acribillado mozo saboreaba en la taberna de tío Sevilla, ajeno enteramente al hervidero de entusiasmo que le circundaba, y en plácido reposo, los dulcísimos recuerdos de su última proeza.

En la bodega de Mechelín no cabía la gente cuando llegó Andrés. Porque Andrés creyó muy de necesidad darse una vueltecita por allí para felicitar al veterano y echar unos parrafejos con la familia, en ocasión tan señalada. Tía Sidora reventaba en el pellejo; su marido parecía haber arrojado veinte años de encima de cada espalda. Sotileza, después de las emociones de la tarde, se hallaba ya en su acostumbrado nivel.

El remozado pescador, por remate de largos comentarios del regateo, llegó a decir a Andrés:

-¡Mire usté, hombre, que fue advertencia bien ocurría la de ese demonio de muchacho!... Ya lo vería usté, que no andaba muy lejos... Hablo relative a la bandera que entregó a Sotileza pa que ella misma la amarrara a la lancha. ¡Dígote que no lo creyera en él!... Y que me gustó el auto, ¿por qué se ha de negar?... Y tamién a ti, Sidora, que hasta pucheros hacías de puro satisfecha...; y al mesmo angeluco de Dios éste, que bien se le bajó el color y le temblaron las manucas...; ¡y a toa la gente de la calle, hombre, que se hace lenguas sobre el caso!

-¿Querrá usté creer, don Andrés -añadió tía Sidora-, que anda el muchacho, a la presente, como si hubiera cometío con nosotros un pecao mortal? ¡Seré venturao de Dios esa criatura!... ¡Vea usté! Otros, en su caso, meterían la ocurrencia por los ojos.

-¡Uva! -confirmó tío Mechelín.

¡Preguntarle a Andrés si había notado el suceso, cuando no perdió el detalle más insignificante de él!... ¡Encarecerle la ocurrencia de Cleto, y los merecimientos de Cleto, y hasta el agradecimiento de Sotileza, cuando lo tenía todo junto, hecho un bodoque, atravesado en la garganta algunas horas hacía! Pero ¿cómo había de sospechar el honradote matrimonio, aunque hubiera sabido lo de la arboleda de Ambojo y lo que a esto se siguió en la bodega, que un mozo de las condiciones aparentes de Andrés podía dar en la manía de no sufrir con paciencia ni que las moscas, sin permiso de él, se enredaran en las ondas del pelo de Sotileza? Algo mejor lo sabía ésta; y por saberlo, con una ojeada rápida leyó en la cara de Andrés el mal efecto que le estaban causando las alabanzas a la galantería del pobre Cleto. Por eso trató de echar la conversación hacia otra parte; pero no pudo conseguirlo. Tío Mechelín, ayudado de su mujer y de los tertulianos, entre los cuales se hallaban Pachuca y Colo, insistía en su tema; y como todo lo veía entonces de color de rosa, y a todos los quería alegres y satisfechos a su lado, acabó sus congratulaciones y jaculatorias diciendo:

-¡Mañana va a ser domingo tamién pa ti, Sotileza! Ya que tanto te gusta la deversión, vas a venirte conmigo en la barquía a media mañana. A poco más de media tarde estaremos de vuelta.

-Hay mucha costura sin remate -respondió Sotileza.

-No puede ser por mañana -dijo tía Sidora-, porque tengo yo que estar en la Plaza todo el día. Otra vez irá. ¿Nordá, hijuca?

-¡Por vida del incomeniente! -exclamó Mechelín-. Otro día puede que no esté yo de tanto humor como estaré mañana. Pero, en fin, haré por estarlo. ¿Nordá, saleruco de Dios?

Cuando salió Andrés de la bodega, muy poco después de esta conversación, mientras iba calle abajo hacia la Catedral, jurara que llevaba en cada oído un importuno moscardón que le iba zumbando sin cesar unas mismas palabras. Algo más allá, estas palabras, que le sonaban en los oídos, eran gérmenes de pensamientos que se le revolvían en la cabeza; andando, andando, estos pensamientos engendraron propósitos; y estos propósitos llenáronle de recuerdos la memoria; y estos recuerdos produjeron luchas violentísimas, y las luchas, serios razonamientos; y los razonamientos, sofismas deslumbradores; y los sofismas, propósitos otra vez; y estos propósitos, tumultos y oleadas en el pecho.

Así llegó a casa, y así pasó la noche, y así despertó al otro día, y así fue al escritorio; y por eso engañó a Tolín a media mañana y, por segunda vez en su vida, con otro pretexto mal forjado, para faltar a todos sus deberes.

Al abocar, un cuarto de hora más tarde, a la calle Alta por la cuesta del Hospital, no sin haber pasado antes por la pescadería y visto desde lejos a tía Sidora bajo su toldo de lona, Carpia, que salía de su casa, retrocedió de pronto; metióse en el portal, echó escalera arriba y se puso en acecho en la meseta del segundo tramo. Desde allí, procurando no ser vista, vio entrar a Andrés en la bodega. En seguida subió volando al quinto piso; habló breves palabras con su madre, y volvió a salir a la escalera; bajó hasta el portal sin hacer ruido; y de puntillas, conteniendo hasta la respiración, como un zorro al asaltar un gallinero, se acercó a la puerta de la bodega. Estirando el pescuezo, pero cuidando mucho de no asomar la cabeza al hueco de la puerta, abierta de par en par, conoció por los rumores que llegaban a su oído sutil, que los «sinvergüenzas» no estaban enfrente del carrejo, sino al otro extremo de la salita. Escuchó más, y oyó palabras sueltas, que le sonaron a recriminaciones de Sotileza y a excusas y lamentaciones apasionadas de Andrés... Por más que aguzaba el oído, bien aguzado de suyo, no podía coger una frase entera que la pusiera en la verdad de lo que pasaba allí.

-¿Y qué me importa a mí la verdá de lo que pueda pasar entre ellos? -se dijo, cayendo en la cuenta de lo inútil de su curiosidad-. Lo que importa es que se crea lo peor; y eso es lo que va a creerse ahora mismo.

Y en seguida hundió la cabeza desgreñada en el vano; miró a la cerradura de la puerta, arrimada a la pared del carrejo; vio que la llave, como presumía, estaba por la parte de afuera, lo cual simplificaba mucho su trabajo; avanzó dos pasos callandito, muy callandito; alargó el brazo, y trajo la puerta hacia sí, con mucho cuidado para que no rechinaran las bisagras; comenzó a trancar poco a poco, muy poco a poco, mientras adentro crecía el rumor de la conversación, y cuando hubo corrido así todo el pasador de la cerradura, quitó la llave y la guardó en el bolsillo de su refajo. En seguida salió del portal a la acera; llamó a su madre desde allí; y tan pronto como la Sargüeta respondió en el balcón, dijo con sereno acento, y como si se tratara de un asunto corriente y de todos los días:

-¡Ahora!

Aquí, unos cuantos compases de silencio. Poca gente por la calle; algunas marineras remendando bragas en los balcones, o asomadas a tal cual ventana de entresuelo, o murmurando en un portal. Carpia está a la parte de afuera del de su casa, arrimada a la pared, con los brazos cruzados. Chicuelos sucios revolcándose acá y allá. De pronto se oye la voz de la Sargüeta:

-¡Carpia!

-¡Ñora!

-¿Qué haces?

-Lo que usté no piensa.

-Súbete a casa con mil rayos.

-No me da la gana.

-Ya te he dicho que no te pares nunca onde estás... ¡y bien sabes tú por qué!... ¡Güena casa tienes pa recreo sin estorbar a naide!... ¡Arriba te digo otra vez!...

-¡Caraspia, que no me da la gana! ¿Lo oye?

-¡Que subas, Carpia, y no me acabes la paciencia!... ¡Que na tienes que hacer en onde estás!

-Tengo que hacer mucho, madre, ¡mucho!..., ¡más de lo que a usté se le fegura, caraspia!... Estoy guardando la honra de la escalera, ¡sí!, y la honra de toa la vecindá. ¡Ha de saberse dende hoy quién es ca uno!..., ¡por qué está la mi cara abrasá de las santimperies, y por qué están otras tan blancas y tan repolidas! ¡Caraspia, que esto no se puede aguantar! ¡A los mesmos ojos de uno!... ¡a la mesma luz del megodía! ¿Es esto vergüenza, madre? ¿Es esto vergüenza?... Pus pa sacársela a la cara estoy aquí ahora..., ¡pa que se acabe esto de una vez, se queden las gentes de honor en sus casas, y vayan las enmundicias a la barreúra! Pa eso... ¡La mosconaza!, ¡la indecenteee!...

-Pero, mujer, ¿qué es ello?, ¿qué está pasando, Carpia?

-¡Que el c... tintas y la señorona, solos, los probes de Dios, están en la bodega a puerta cerrá!... ¡y que esta casa, de portal de arriba, no es de esos tratos, caraspia!

Aquí ya se acercan los chicuelos a la hija de la Sargüeta; se detienen los transeúntes; se abren los balcones que estaban cerrados, y se ponen de codos sobre las barandillas mujeres que antes estaban sentadas entre puertas.

Y replica la Sargüeta desde el balcón, a su hija, que se contonea en la acera delante del portal:

-¿Y esto te pasma?... ¿Y por eso te sofocas, inocente de Dios? ¡Pos bien a la vista estaba! ¡Delante de los ojos lo tenías! Pero con too y con eso, guarda el sofoco, que pueden angunas que nos escuchan pedirte cuenta de lo que digas... ¡Porque aquí no habría gente de mal vivir si no hubiera sinvergüenzas que las taparan, ¡puñales!... Y delante de la cara de Dios, tan bribona es la que se vende por un pingajo, como la que la empondera..., y de estas encubridoras hay aquí muchas, ¡puñales!... ¡Y ésas son las que sonsacan a los hijos de familia pa meterlos en esas perdiciones y afrentar a las gentes de bien! ¡Ésas, ésas!, ¡y por lo que chumpan!, ¡y lo que se les pega!.., ¡y lo que las vale!... ¡Así estoy yo sin hijo!... ¡así me le engañaron!..., ¡bribonas!..., ¡que él no se alcordaba de ella!, ¡bien en paz vivía en su casa!... (De pronto se fija la Sargüeta en una vecina de enfrente, que la estaba mirando.) ¿Qué se te pierde aquí, pendejona?... ¿Te pica lo que digo?... ¿Te resquema la conciencia?

-¡Calla, infamadora, deslenguada! -dice la aludida, que ni se acordaba de entrar en pelea, pero que no la rehúsa, ya que se le pone tan a mano-. ¿Qué se me ha de perder a mí en tu casa si no es la salú, con sólo mirar hacia ella?

Carpia desde abajo:

-¡Déjela, madre, déjela, que con ésa se mancha hasta la basura que se la tire a la cara!

-¡Dejarla yo! -exclamó la Sargüeta, deshaciéndose el nudo del pañuelo de la cabeza para volver a hacerle con las manos trémulas por la ira-. ¡Dejarla yo!.., sin pelos en el moño la dejaría, ¡puñales!, si la tuviera más cerca.

-¿A mí, tú? -dice la de enfrente comenzando a ponerse nerviosa-. ¡Lambionaza!... ¡bocico de chumpagüevos!

-¡A ti, sí, chismosona!..., ¡cubijera!... ¡Y también a esa otra lambe-caras que te está prevocando contra mí!

La «otra lambe-caras», desde su balcón:

-¡Echa, echa solimán por esa bocaza de demonio, coliebra!..., ¡escandalosa!..., ¡borrachona!...

Carpia, desde abajo, sin que se callen las de arriba:

-«¡Escandalosa!»... Pregúntela, madre, por qué la carenó el pellejo la otra noche el su marido... Y si no se atreve a cantarlo, que lo cante la brujona de la su vecina, que la corre los cubijos por lo que se le pega al gañote, ¡caraspia!

La «brujona» del entresuelo, sin que callen las anteriores:

-¿Yo cubijera de naide? ¡Desvergonzaona!..., ¡cancaneá!... ¡envidiosa!... ¿Te lo ha dicho ella por si acaso?

-Me lo ha dicho quien lo ha visto con sus mesmos ojos... y no me dejará mentirosa a la hora presente..., porque oyéndolo está bien cerca de aquí, asomá a la ventana, por más señas... ¡Caraspia, no te hagas la disimulá, que too el mundo sabe que por ti hablo!

La de la ventana, entre el vocerío de todas las anteriores:

-Pa que yo te dijera esas cosas, juera menester que me rebajara a cruzar palabra contigo y alcordarme de espantajos indecentes como esa otra... Y tú, perra lambiona, ¿por qué tiras de la lengua a denguno, cuando eres un talego de maldaes, como la madre que te parió? ¡Desgorbernás..., que dormís las cafeteras en el balcón por falta de cama!..., ¡porconazas!...

El «espantajo indecente»:

-¡Qué más quisieras tú, desollaona, descamisá, que yo te consintiera tomar en boca el mi nombre!

La de la ventana:

-¡Puáa! ¡Allá va el nombre tuyo ahora mesmo!... ¡Abaja a recogerle en la basura de la calle, que la está manchandoooo!...

Y por aquí corta la muestra del paño de los procedimientos por medio de los cuales van las hembras de Mocejón enzarzando reñidoras en la pelea, y a la vez subdividiéndola en otras muchas y por otros tantos motivos diferentes entre sí; de modo que en menos de un cuarto de hora está toda la calle, como diría don Quijote, lo mismo que si se hubiera trasladado a ella la discordia del campo de Agramante, pues «allí se pelea por la espada, aquí por el jaez, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos pelean y todos no se entienden». Se grita a gañote suelto, y se vomitan vocablos cuya crudeza no puede representarse por signos de ninguna especie, porque no los hay que pinten su dejo de carácter, aguardentoso, desgarrado y maloliente a la vez. Todas las reñidoras gritan a un tiempo, y ya no se trata de responder a una agresión asquerosa con otra más desharrapada, sino de expeler, a toda fuerza de pulmón, cuantas injurias, cuantas torpezas, cuantas hediondeces se le vayan ocurriendo a cada furia de aquéllas. Para el buen éxito de estos propósitos no hasta la voz humana, por recia que sea, en medio de la infernal barahúnda, y se acude al auxilio de la gimnástica, porque la simple mímica vulgar no alcanzaría tampoco. Por eso patea una mujer aquí, puesta en jarras; y allí se revuelve otra, y ata y desata diez veces seguidas el pañuelo de su cabeza; y otra se alza y se baja más allá, con los ojos encandilados y las venas del pescuezo reventando; quién se golpea desaforadamente las caderas con los puños cerrados, o se azota el trasero con las manos abiertas; otra echa el tronco fuera de la balaustrada, y con las greñas sobre los ojos y el jubón desatado, esgrime los dos brazos al aire; y otras, en fin, como las hembras de Mocejón, lo hacen todo ello en un instante, y mucho más todavía, sin dar paz ni sosiego a sus gargantas, ni punto de reposo a sus lenguas maldicientes.

No era nuevo este espectáculo en la calle Alta; y por no serlo, los transeúntes le daban escasa importancia al advertirle, pero al preguntar por el motivo al primer espectador arrimado a una pared, o esparrancado en medio de la acera, oían mencionar la supuesta engatada de la bodega de Mechelín, que para eso estaba allí Carpia, más atenta a propagar estos rumores por la calle que a defender su terreno en la batalla, especialmente desde que ésta había llegado al ardor y al movimiento deseados; y los transeúntes y los curiosos de todas especies iban arrimándose y arrimándose, uno a uno y poco a poco, hasta formar espeso y ancho grupo delante de la puerta; y continuando las preguntas, se declaraban nombres y apellidos, y se aguzaba la curiosidad y sobrevenían los comentarios de rigor.

De vez en cuando la puerta de la bodega retemblaba, sacudida por adentro; y entonces en la boca de Carpia había sangrientos dicharachos para los pícaros que fingían de aquel modo estar encerrados juntos contra su voluntad.

El lector honrado comprenderá sin esfuerzo la situación de aquellos infelices. Sotileza, en el calor del hondísimo disgusto que la produjo la llegada súbita de Andrés, desalentado, confuso y balbuciente, señal de lo descabellado de su resolución, atenta sólo a reprocharle con palabras duras su temerario proceder, no oyó el poquísimo ruido que hizo la puerta de la bodega al ser cerrada por Carpia; o le atribuyó, si llegó a fijarse en él, a causas bien diferentes de la verdadera; y por lo que toca a Andrés, ni un cañonazo le hubiera distraído del aturdimiento en que le puso la resuelta actitud de Sotileza. Tampoco le llamaron la atención las primeras y, para ella, confusas voces de Carpia dirigiéndose a su madre, pues acostumbrada la tenían las mujeres del quinto piso a oírlas dialogar harto más recio desde el balcón a la calle; pero cuando empezó a encresparse la pelamesa, y el vocerío fue más resonante, la misma gravedad de la situación en que se veía la pobre muchacha excitó su curiosidad; y dejando interrumpidas sus duras recriminaciones a Andrés, que no hallaba réplicas en sus labios, apartóse de él para observar lo que acontecía afuera, desde la misma salita. En cuanto vio la puerta cerrada al otro extremo del carrejo, se lanzó hasta ella; y al enterarse de que estaba sin llave y corrido el pasador de la cerradura, exclamó con espanto, llevando sus manos cruzadas y convulsas hasta cerca de la boca:

-¡Virgen de las Angustias!..., ¡lo que han hecho conmigo!

Después miró por el ojo de la cerradura y vio a Carpia junto a la puerta de la calle, y en derredor de ella, algunos curiosos que la interrogaban y miraban después hacia la bodega. Sintió un frío mortal en el corazón, y le faltaron alientos hasta para llamar a Andrés, que, aturdido e inmóvil, la contemplaba desde la salita. Al fin le llamó con una seña. Andrés se acercó. Sotileza, con el color de la muerte en la cara, desencajados los hermosos ojos y temblando de pies a cabeza, le dijo:

-¿Oyes bien el vocerío?... Pues mira ahora lo que se ve por aquí.

Andrés miró un instante por la cerradura, y no dijo después una palabra ni se atrevió a poner sus ojos en los de Sotileza, mientras ésta le interpelaba así, entre angustiada e iracunda:

-¿Sabes tú lo que es esto? ¿Sabes por qué está cerrada esta puerta?

Andrés no supo qué responder. Sotileza continuó:

-Pues todo esto se ha hecho para acabar con la honra mía. ¡Mira, mira cómo me la pisotean en la calle! ¡Virgen de la Soledá!... ¡Y tú tienes la culpa de ello, Andrés!..., ¡tú la tienes!... ¿Ves como ya salió lo que yo temía? ¿Estás contento ahora?

-Pero ¿dónde está la llave? -preguntó Andrés en un rugido, trocado de repente su abatimiento en desesperación.

-¡Ónde está la llave!... ¿No lo barruntas? En las manos o en la faltriquera de esa bribona que nos ha trancao..., ¡porque andaba hace mucho detrás de algo como esto para perdición mía! Y te vería entrar aquí; y para que tú y yo seamos bien vistos al salir de la bodega juntos, habrán armao esa riña ella y su madre... porque tienen esas cosas por oficio. ¿Te vas enterando, Andrés? ¿Te vas enterando bien de todo el daño que hoy me has hecho?

Andrés, por única respuesta a estas sentidas exclamaciones de la desventurada muchacha, se abalanzó a la puerta; y en vano añadió a la fuerza de sus brazos la que le prestaba la desesperación, para hacer saltar la cerradura. Después golpeó los ennegrecidos tablones con sus puños de hierro. Nada adelantó.

-¡Dame una palanca, Silda..., un palo..., cualquier cosa! -gritó en seguida-. ¡Yo necesito abrir esta puerta ahora mismo, porque tengo que ahogar a alguno entre mis manos!

-No te apures -le dijo Sotileza, con acento de amarga resignación-, ya se abrirá ella a su debido tiempo, que para eso la cerraron.

Andrés dejó la puerta y corrió a la salita, acordándose de la ventana que había en ella. Pero la ventana tenía una gruesa reja de hierro. No había que pensar en moverla. Vio la vara con que Sotileza había sacudido el polvo a Muergo el día antes, y trató de arrancar la cerradura apalancando con un extremo de aquélla contra el tablero de la puerta; pero la cerradura estaba sujeta con gruesos clavos remachados por afuera. Metió la vara por debajo de la puerta y tiró hacia arriba; y la vara se rompió al instante. Metió después sus propios dedos, puesto de rodillas; tiró con todas sus fuerzas... y nada; ni siquiera una astilla de aquellas tablas de empedernido roble.

Entretanto, crecía el alboroto afuera y espesaba el grupo de mirones enfrente del portal; y Sotileza, febril y desasosegada, aplicaba a menudo la vista y el oído al ojo de la cerradura, y se enteraba de todo. Veía la ansiedad por el escándalo pintada en los rostros vueltos hacia la bodega, y oía las palabras infamantes que contra su honor vomitaba la boca infernal de la sardinera; y en cada instante que corría sin poder salir de aquella cárcel afrentosa, sentía en la cara el dolor de una nueva espina de las que iba clavándole allí el azote de la vergüenza. ¡Qué diría la honrada y cariñosa marinera si al volver de la plaza encontraba la calle de aquel modo, y se enteraba de lo que ocurría antes de que ella pudiera relatarle la verdad! ¡Y el viejo marinero! ¡Virgen María!..., ¡qué golpe para el infeliz, cuando volviera por la tarde tan ufano y gozoso!

Estas consideraciones eran las que principalmente atormentaban a la desdichada Silda; y en la vehemencia de su deseo de salir cuanto antes a ventilar el pleito de su honra delante de la vecindad, lanzábase también a golpear la puerta, y a proferir amenazas, y a desahogar su desesperación a voces por todos sus resquicios.

En cuanto Andrés se convenció de que no había modo de salir de allí por la fuerza, cayó otra vez en un profundo abatimiento, que le acobardaba hasta el extremo de taparse los oídos para no sentir la barahúnda de afuera y de suplicar a Silda que no le abrumara más con el peso de sus justísimas reconvenciones. Entonces veía con perfecta claridad lo insensato y criminal del empeño en que estaba metido, y el alcance espantoso que en derredor de sí iba a tener su insensatez imperdonable.

En uno de estos momentos, sentado él, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, y Sotileza en medio de la sala, con los puños sobre las caderas, la vista perdida en el cúmulo de sus pensamientos, la boca entreabierta, la faz descolorida y el alto pecho jadeante, dijo de pronto Andrés, alzando la hermosa cabeza:

-Silda, el que la hace, la paga; y si esto es ley hasta en asuntos de poco más o menos, en pleitos de la honra debe serlo con mayor motivo. Yo estoy manchándote ahora la buena fama...

-¿Qué quieres decirme? -preguntóle duramente Sotileza, saliendo de sus penosas abstracciones.

-Que las manchas que caigan en tu honra por culpa mía, yo las lavaré, como las lavan los hombres de bien.

Mordióse los labios Sotileza, y clavando sus empañados ojos en Andrés, díjole al punto:

-¡Lavar tú las manchas de la mi honra!... ¡Harto harás con limpiar allá abajo las que ahora mismo están cayendo encima de la tuya!

-¡Eso no es responder en justicia, Sotileza!

-Pero es hablar con la verdad de lo que siento. ¡Ay, Andrés!, si contabas con esa idea pa reparar tan poco en hacerme este mal tan grande, ¡qué lástima que no me lo alvirtieras!

-¿Por qué, Silda?

-Porque pudiste habérmelo excusao con decirte yo que nunca tomaría el remedio que me ofreces.

-¿Qué no lo tomarías nunca?

-Nunca.

-Y ¿por qué?

-Porque..., porque no.

-Pues ¿qué más puedes pedirme, Sotileza!... ¿Qué es lo que quieres?

-De ti nada, Andrés..., ni de naide. Lo que quiero ahora -dijo Sotileza, volviéndose erguida, impaciente y convulsa hacia la embocadura del carrejo- es que se abra aquella puerta..., ¡que pueda yo salir cuanto antes a la calle a mirar a la gente cara a cara! Eso es lo que yo necesito, Andrés; eso es lo que quiero: porque a cada momento que paso en este calabozo sin salida, se me abrasa algo en las entrañas.

-Y ¿qué piensas hacer cuando salgamos? -preguntó Andrés, abatido de nuevo al considerar este trance de prueba.

-Eso no se pregunta a una mujer como yo -dijo Sotileza, que por momentos iba embraveciéndose-. Pero ¿por ónde salgo, Dios mío?... ¡Y yo quiero salir!... ¡Yo me ahogo en estas estrechuras!... ¡Virgen María..., qué pesaúmbre!

Andrés, condolido de la situación de la desesperada moza, salió de la salita resuelto a hacer otra tentativa en la puerta de la bodega. Al acercarse a ella tropezaron sus pies con un objeto que resonó al deslizarse sobre las tablas del suelo. Recogióle, y vio que era una llave. ¿Quién la había puesto allí?... Y ¿qué más daba?

Tal miedo tenía Andrés a la salida en medio de la tempestad que continuaba rugiendo en la calle, que estuvo dudando si ocultaría el hallazgo a Sotileza.

-¿Qué haces, Andrés? -le preguntó ésta, que le observaba desde la salita.

Andrés corrió hacia ella y le mostró la llave, diciendo dónde la había encontrado. Sotileza lanzó un rugido de alegría feroz.

-¡Ah!..., ¡la infame! -dijo en seguida-. ¡La echó por debajo de la puerta!... ¡Justo!, pa que abramos por dentro y se crea lo que ella quiere... ¡Pues veremos si te vale el amaño, bribonaza!...

Todo esto lo decía Sotileza temblorosa de emoción, mientras se abalanzaba a la llave y la reconocía con una ojeada abrasadora, después de arrancársela a Andrés de la mano.

Éste, olvidado un momento de la situación comprometidísima en que se hallaba, contempló con asombro la transformación que iba obrándose en aquella criatura incomprensible para él. Ya no era la mujer de aspecto frío, de serena razón y armoniosa palabra; no era la discreta muchacha, que apagaba fogosos y amañados razonamientos con el hielo de una reflexión maciza; ni la provocadora belleza que levantaba tempestades en pechos endurecidos, con el centelleo de una sola mirada; ni la gallarda hermosura que para ser una dama distinguida, en opinión del ofuscado Andrés, sólo le faltaba cambiar de vestidura y de morada; ni, por último, la doncella pudorosa que lloraba, momentos antes, por los riesgos que corría su buena fama. Ya era la mujer bravía: ya enseñaba la veta de la vagabunda del Muelle-Anaos y de las playas de Baja-mar; ya en sus ojos había ramos sanguinolentos, y en su voz, tan armoniosa y grata de ordinario, dejos de sardinera, como los que a la sazón llenaban todos los ámbitos de la calle.

Así la vio apartarse de él como una exhalación, llegar a la puerta, abrirla con mano temblorosa, salir al portal y lanzarse en medio del grupo que obstruía la acera inmediata. Ni fuerzas hallaba él, en tanto, en sus piernas para sostenerle derecho el cuerpo desmayado. Pero consideró que una actitud así era el mejor testimonio de su imaginada delincuencia; y se rehízo súbitamente y salió de su escondrijo detrás de Sotileza, resuelto a todo, aunque sin otro plan que el de ampararla.

Por asomar al portal, Sotileza vio la estampa de la aborrecida Carpia entre lo más espeso del grupo. Ni titubeó siquiera. Se lanzó a ella con el coraje de una fiera perseguida, apartando a la gente, que no trataba de cerrarla el paso; y echándola ambas manos sobre los hombros, la dijo clavándole en los ojos el acero de su mirada:

-¡Alza esa cabeza de podre, y mírame cara a cara! ¿Me ves, pícara? ¿Me ves bien, infame? ¿Me ves a tu gusto ahora?

Carpia, con ser lo que era, no se atrevía en aquel momento ni a protestar contra las sacudidas que daba Sotileza a su cara para ponerla más enfrente de la suya. ¡Tan fascinada la tenían el fiero mirar y la actitud resuelta de aquella herida leona, si es que no influía también en su desusado encogimiento el peso de su pecado!

Sotileza, exaltándose a medida que se amilanaba la otra, añadió, sin dejarla escapar de sus manos:

-¿Y has pensao que hasta que una zarrapastrona como tú quiera deshonrar a una mujer de bien como yo, para que se salga con la suya? ¿Cuándo lo soñaste, infame? Me celaste la puerta como zorra traidora, y cuando vistes entrar en mi casa a un hombre honrado, que entra en ella todos los días por delante de la cara de Dios, nos encerrastes allá, pensando que al salir los dos con la llave que echastes por debajo de la puerta, ibas a afrentarme delante de la vecindá que habéis amontonado aquí tú y la bribona de tu madre, con un escándalo de esos que sabéis armar cuando vos da la gana... ¡Pues ya estoy aquí!; ¡ya me tienes en la calle! ¿Y qué? ¿Piensas que hay en ella alguno, por dejao de la mano de Dios que esté, que se atreva a pensar de mí lo que tú quieres?

Según iba gritando Sotileza, calmábanse las riñas como por encanto; todas las miradas convergían hacia ella, y todos los ánimos quedaron suspensos de sus palabras y ademanes. La Sargüeta se retiró de su balcón precipitadamente, como se esconde un reptil en su agujero al percibir ruidos cercanos; y Carpia pensó que se le caía el mundo encima al verse en medio de aquella silenciosa multitud, a solas con su implacable enemigo, y tan cargada de iniquidades.

-¿Veislo? -continuó Sotileza, sin soltar a Carpia y mirando con valentía a corrillos y balcones-. ¡Ni tan siquiera se atreve a negar la maldá que la echo en cara! ¡Estará la infame bien abandoná de Dios! Mira, ¡envidiosa y desalmada!, salí de la prisión en que me tuvistes, con ánimo de arrastrarte por los suelos: ¡tan ciega me tenía la ira! Pero ahora veo que para castigo tuyo, a más del que te está dando la conciencia, sobra con esto:

Y la escupió en la cara. En seguida, con un fuerte empellón, la apartó de sí.

Apenas había en la calle quien no tuviera algún agravio que vengar de la lengua de aquella desdichada; y por eso, cuando en un arrebato de furia, al verse afrentada de tal modo, trató de lanzarse sobre la impávida Sotileza, un coro de denuestos la amedrentó, y una oleada de gente la arrebató más de diez varas calle arriba. Una mozuela se acercó entonces a la triunfante Silda, y la dijo en voz muy alta:

-Yo la vi, desde allí enfrente, trancar la puerta de la bodega.

-Y yo echar la llave por debajo, a media güelta que dio endenantes con desimulo -añadió un vejete con la moquita colgando-. Primero lo dijera yo, porque soy hombre de verdá; pero de perro villano hay que guardarse mucho, mientras esté sin cadena.

-¡Si no podía engañarme yo..., porque no podía ser otra cosa! -exclamó Sotileza congratulándose de aquellos dos testimonios inesperados-. Pero bueno es que alguno lo haya visto... ¡y quiera Dios que vos atreváis a decirlo bien recio en otra parte, si por ello vos pregunta quien puede castigar estas infamias con la ley!

No podía más la infeliz: un sollozo ahogó la voz en su garganta: llevóse ambas manos a los ojos, y corrió a esconder su desconsuelo en el rincón más apartado de la bodega. Mares de llanto vertió allí, rodeada de la compasión cariñosa de Pachuca y otras convecinas, que la dejaban llorar, porque sólo llorando podía aliviarse un corazón repleto de pesadumbres tan amargas.

¿Y Andrés? ¡Qué papel el suyo... y qué castigo de su ligereza! No pasó del portal. Desde allí observó que la curiosidad de todos estaba saciándose en lo que hacía y decía Sotileza, y que para nada se acordaba de él; y en cuanto se revolvió el grupo que tenía enfrente para arrollar a Carpia, y se llevó detrás todas las miradas de la gente de la calle, convencido además de que ningún riesgo material corría ya la víctima de sus imprudencias, salió del portal y se fue deslizando, como a la disimulada, acera abajo, hasta llegar a la cuesta del Hospital, donde respiró con desahogo, dio dos recias patadas en el suelo, apretó los puños y aceleró su marcha, como si le persiguieran garfios acerados para detenerle.

Bajando a la Ribera, por el Puente, vio a tía Sidora, que subía por la calle de Somorrostro con otra marinera, detenerse de pronto para dar una risotada de aquellas suyas, con temblores de pecho y de barriga. Aquella risotada fue un azote para la cara de Andrés, y una tenaza para su conciencia. Apretó el paso más todavía, y así anduvo, sin saber por dónde, hasta la hora de comer; y entonces se metió en su casa, sin atreverse a medir con la imaginación toda la resonancia que podía llegar a tener aquel suceso, cuyos detalles, estampados a fuego en su memoria, le enrojecían el rostro de vergüenza.




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- XXIV -

Frutos de aquel escándalo


¡Si tuvo resonancia el caso! ¡Cómo no había de tenerla con aquel aparato, a aquellas horas, siendo Andrés quien era, y su cómplice tan afamada en el barrio, y aun fuera del barrio, y la ciudad tan pequeña todavía! Se supo todo, todo, y muchísimo más; porque la imaginación del vulgo es fecundísima en supuestos, y la frescura de las gentes imperturbable en acreditarlos con grandes visos de verdad; y se dijo... ¿quién es capaz de saber lo que se dijo, y cómo fue rodando la bola de nieve, y creciendo, creciendo, hasta que pudieron verla los más ciegos y percibir los más sordos sus crujidos?

Don Pedro Colindres frecuentaba muchos centros cuya miga era el tufillo alquitranado. Allí toda la concurrencia de tertulianos era de gentes de su profesión; y entre estas gentes andaba, con más calor que entre otras, rodando lo cierto y lo imaginado sobre el fresquísimo suceso de la calle Alta. Nadie fue tan imprudente que relatara la historia con pelos y señales al padre del protagonista de ella; pero el capitán, con los desperdicios de tantas conversaciones sobre el mismo tema, cortadas de pronto al acercarse él a los relatantes, fue poco a poco acumulando recelos que, con los precedentes que ya tenía, imbuidos por su mujer, llegaron a producirle muy serias inquietudes. La capitana las tuvo insoportables antes que él; porque las amigas que se le acercaron, recién atiborradas de aquellas noticias, fueron menos prudentes que los amigos del capitán, y dejáronla, con el escozor de las presunciones, a dos dedos de la verdad. Lo poco que faltaba hasta dar con ella lo llevaba escrito Andrés en su azoramiento nervioso, en su aire distraído, en su desazón alarmante.

Cuando, apenas cerrada la noche, entró en casa en este mismo estado en que, con extrañeza, le habían visto a la hora de sentarse a la mesa, le llamó su padre al gabinete donde acababa de tener una larga conferencia con su mujer. Andrés acudió al llamamiento sin intentar siquiera el disimulo del martirio moral en que se hallaba. Entró, pues, en el gabinete como entra un reo animoso en la capilla: con la agonía en su espíritu; pero no indócil ni desesperado.

Don Pedro Colindres, al verle así, notó que se trocaba su indignación en honda pena, y le dijo:

-En buena justicia, no podrás tenerme, Andrés, por padre duro de entrañas; no podrás decir que te he esclavizado a mis caprichos de hombre intratable; que no te he dado toda la libertad que me has pedido; que no he puesto de mi parte todo cuanto me ha sido posible para ganar tu sumisión con el cariño, y no con durezas; porque no he querido en ti el temor, sino el respeto, y, en todo lo que fuera compatible con el que me debes, la confianza.

-Es la pura verdad -respondió Andrés.

-Pues en testimonio de que así lo crees y de que no eres desagradecido, vas a declarar aquí mismo, ahora mismo, lo que te pasa, lo que te ha pasado esta mañana.

Andrés sintió su cuerpo bañado en un sudor frío y mortal, faltáronle las fuerzas con que había contado, y se dejó caer en una silla junto a la cual estaba de pie. Alarmóse su madre al verle tan pálido, y se lanzó a él de un brinco desde el sofá en que se hallaba sentada. El capitán se acercó también, pero no alarmado, porque conocía mejor que su mujer la causa del desfallecimiento de su hijo.

-¿Qué te sucede, Andrés?..., ¡hijo mío! -exclamaba la capitana cogiéndole la cabeza entre sus manos.

-Nada -respondió Andrés, enderezándose y queriendo sonreír con un gran esfuerzo de su voluntad.

-Pues claro que no es nada -observó don Pedro para tranquilizar a su mujer.

Después, encorvando su cuerpo hasta interponerse entre ella y su hijo, habló a éste así, dulcificando cuanto pudo la natural rudeza de su acento:

-Bien conozco que es duro el trance en que te pongo con mi exigencia; pero, ¡qué demonio!, temporales más fuertes corremos los hombres, con el ánimo encogido, eso sí, pero con la cara serena... Ya ves, hay que dar ejemplo... Conque un poco de voluntad, y pecho al agua, hijo... ¿Tienes algún reparo en hablar delante de tu madre... de ciertas cosas que habrá de por medio?... ¿Quieres que se marche de aquí?... ¿Tienes más confianza con ella y quieres que me marche yo?... Con franqueza, hombre, ¡lo que tú quieras!..., ¡lo que quieras hijo, con tal de que nos saques luego de estas ansias que nos ahogan!...

-No quiero que se marche nadie -respondió Andrés-, porque nada de lo que tengo que decir es para afrentarme con ello por lo que fue en sí, aunque, por el modo de ser, se lo haya parecido a algunos.

-Pues ya te estamos oyendo -dijo el capitán-. Conque, habla; pero sin ocultarnos ni una pizca de la verdad.

Aquí comenzó Andrés a relatar el caso con la mayor exactitud, y hasta con exornaciones de su cosecha, para darle más colorido de interés, con el sano fin de que resaltara, en el mayor bulto posible, la iniquidad de las hembras de Mocejón.

La capitana se tapaba los ojos con las manos al describir su hijo los alaridos de las reñidoras y la avidez de los curiosos mientras él estaba encerrado en la bodega, y cuando salió hasta el portal detrás de Sotileza, hecha una tempestad, y más tarde se lanzó a la calle viendo centellas sus ojos y pisando lumbre sus pies.

-¡Qué vergüenza, Virgen Santísima, para ti... y para todos nosotros, Andrés! -exclamó la capitana al acabar su hijo el relato.

El capitán lanzó un taco embreado, aunque a media vela; y mirando con duro ceño a su hijo, le habló así:

-No está mal hecha la historia; y lo digo porque, con sólo oírtela, hubiera jurado yo que se me iba pintando de almagre toda la cara. Pero falta lo más interesante de ella, y espero que nos lo cuentes con la misma exactitud con que nos has contado lo demás.

-Pues no queda nada por referir -dijo Andrés con bien poca sinceridad.

-¡Vaya si queda! -exclamó su padre-. Ahora tienes que decirnos a qué ibas tú a la bodega esa de la calle Alta.

-Pues iba -respondió Andrés muy vacilante y desconcertado- a recoger unos aparejos que...

-¡Mentira, Andrés, mentira!... -le interrumpió su padre con voz y ademanes muy airados-. Por eso sólo, que pudo hacerse a otra hora cualquiera del día o de la noche, no faltas tú, como faltaste esta mañana, a tus deberes en el escritorio. ¡Confiésanos la verdad, Andrés!

-Ya la he confesado.

-¡Te repito que mientes!

-Pero ¿qué quieren ustedes que les diga yo? -preguntó Andrés con un acento en que se confundían la contrariedad, harto manifiesta, y el enojo muy mal disimulado.

-La verdad, nada más que la verdad -insistió su padre-. ¿Qué intenciones te llevaban a esa casa a tales horas?

-Las que me han llevado tantísimas veces -respondió Andrés de mala gana.

-Me lo voy sospechando -dijo con voz terrible el capitán-. Pero, cuando menos, en esas otras veces había en la casa alguien más que esa mujer; tú no faltabas a tus deberes..., te podía disculpar la fuerza de tus aficiones... Ahora no hay nada que te disculpe, Andrés, nada; nada de cuanto el suceso arroja de sí: todo ello te condena... Y si te callas, ¿qué es lo que debemos creer?...

Andrés permaneció unos instantes con la cabeza inclinada, la mirada indecisa y retorciéndose, con mano nerviosa, una de las guías de su bigote. Después se alzó de la silla y comenzó a dar cortos y agitados paseos por el gabinete. Estando así, su madre no apartaba de él los ojos anhelantes, y el capitán insistió en su pregunta:

-¿Qué es lo que debemos creer, Andrés?

Este, acosado de nuevo en un callejón sin salida, respondió seca y brutalmente.

-Lo que a ustedes les parezca.

-¿Lo ves, Pedro, lo ves? ¿Ves cómo salió lo que yo me temía? -exclamó al punto la capitana-. ¡Ya han dado sus frutos aquellas malas compañías! ¡Ya nos lo echaron a perder! ¡Dime ahora que veo visiones y que soy una madre impertinente!

-¡Déjame en paz con doscientos mil demonios, Andrea, que éste no es momento de ventilar esas cosas! -replicó a su mujer el capitán, con voz huracanada; y en seguida, volviéndose hacia Andrés, le dijo temblando de ira-: La única respuesta que cuadraba a eso que acabas de decirme, era un bofetón que te dejara sin muelas en la boca, ¡mentecato! Pero todo se andará, si en que se ande te empeñas. Yo te lo aseguro... ¿Qué es lo que buscas con esas respuestas, después de lo que te ha sucedido? ¿Quieres matar, pisoteando el cariño de tus padres, el bochorno que te da el acordarte de lo que has hecho, o tratas de engañarnos con la misma verdad? Pues entiende que yo te cojo por la palabra y que creo lo que me parece, y que esto a mí me parece es lo peor de lo que yo puedo creer. ¿Lo entiendes bien?

-Sí, señor -respondió Andrés, insensible y sombrío.

-Corriente -añadió su padre, apretando los puños y mordiéndose los labios de ira-. Pues ahora nos queda otro punto que ventilar aquí, y de mayor importancia que todos los demás.

La pobre Andrea no cesaba un punto de pasear su mirada angustiada de la cara de su marido a la cara de Andrés.

-En el lance de esta mañana no has sido tú solo el corrido de vergüenza, ni el único que está dando pábulo a las zumbas de todo aquel barrio y de media ciudad. Considerando eso..., porque tú lo habrás considerado bien, ¿qué ideas te pasan ahora por la cabeza?; ¿con qué aparejo piensas dar la proa al temporal?

-Con el que sea necesario -respondió sin vacilaciones Andrés.

-¡Eso no es responder bastante!

-Pues yo no puedo responder más.

-¡No pongas a prueba mi paciencia, Andrés!

-¡Pues tenga usted algo de caridad conmigo!

Andrea miró entonces a su marido con una expresión en que iban bien recomendados los deseos de Andrés.

-¡Caridad! -respondió el capitán sin hacer gran caso de las miradas de su mujer-. ¿Pues la tienes tú con tu padre? ¿No presumes que cada respuesta de las tuyas es una puñalada para nosotros?... ¡Y no te dejaré ya de la mano, no, aunque pongas el grito en el cielo; porque mucho más me duelen a mí los golpes de las palabras tuyas! Con ellas me has demostrado que mi pregunta te ha llegado a lo vivo, y a dar en lo vivo tiraba yo, Andrés. Y eso vivo es muy grave; y se conoce en lo que tiemblas y por lo que te callas, más que por lo que dices... ¡Habla, hijo; pero por derecho y claro, sin embustes ni rodeos! Tu madre y yo tenemos que conocer la extensión de esas aventuras, el rumbo de tus intenciones. ¡Mira que tememos que sean muy malas; porque, si fueran buenas, ya nos lo hubieras dicho!

Decirle a Andrés que eran muy malas sus intenciones en el supuesto de que se enderezaran a lavar las manchas arrojadas por él mismo en el honor de Sotileza, era sacar de quicio al fogoso muchacho. No cruzaba por sus mientes, maduro y sazonado por lo menos, el pensamiento que su padre se temía; y no cruzaba así, porque la misma Sotileza se le había desdeñado al conocerle en momentos bien críticos para la pobre muchacha. Pero ¿por qué, en el supuesto de que existiera, se le maltrataba de tal modo? ¿Por qué el honor de la huérfana de Mules, capaz de aquel noble desinterés, no había de ser tan digno de respeto como el de la más empingorotada señorona?

Y estas consideraciones, hechas en un instante por Andrés, desconcertáronle en tales términos, que las dio traducidas en las palabras que dijo para responder a los mandatos y advertencias de su padre.

La capitana tuvo que interponerse entre su marido y Andrés para evitar que el primero cumpliera la amenaza que había hecho antes al segundo.

No era don Pedro Colindres hombre capaz de tener en poco la honra ajena sólo por verla en hábitos humildes; pero la respuesta de Andrés, por lo descosida, por lo irrespetuosa, por lo desatinada, en fin, le había hecho creer que sólo se trataba allí de un antojillo pueril, de una muchacha peligrosa, de una llamarada de pasión que era preciso apagar a todo trance y sin pérdida de un solo momento. Y por si la sospecha no llevaba bastante peso por sí sola, la reforzó la capitana, que se había quedado atónita con las declaraciones de su hijo, con estas palabras que salieron vibrantes de su boca:

-Y después de oír esto, Pedro, ¿no caes en la cuenta de lo demás? ¿No se ve bien claro que lo del encierro en la bodega y lo del escándalo en la calle no ha sido otra cosa que un amaño de esa pícara para atrapar a este inocente?

-¡Es falso ese supuesto! -respondió iracundo el fogoso mozo, olvidado del respeto que debía a su madre, por la gran injusticia que se cometía con la honrada callealtera.

-¡Hasta eso, Andrés, hasta eso! -increpóle su padre lanzando rayos por los ojos-. ¡Hasta el cariño y el respeto a tu madre pisoteas por salirte con la tuya! ¡Hasta ese extremo te han corrompido el corazón! ¡Hasta ese punto te han cegado los ojos!

-¡Yo no pisoteo esas cosas, padre! -respondió medio sofocado Andrés-. Pero no soy una peña dura, y me duelen mucho ciertos golpes. ¡Que no me los den!

-Y los que tú nos estás dando a nosotros ahora, hijo del alma, ¿piensas que no duelen? -díjole su madre con el llanto en los ojos.

-¡Bah! -exclamó don Pedro Colindres con feroz ironía-. ¿Qué importan esos golpes? Yo ya soy casco arrumbado; tú, caminando vas a ello... Días antes, días después, ¿qué más da?... Y con nosotros bien cumplido tiene. Lo que ahora importa es que él no pase una mala desazón, y que no pierda sueño la señora marquesa del pingajo... ¡Ira de Dios!... Esto no se puede sufrir, y yo no contaba con ello..., porque ni tu madre ni yo lo merecemos, Andrés, ¡ingrato!, ¡mal hijo!

-¡Señor! -murmuró roncamente Andrés, sofocado bajo el efecto de estas palabras que caían en su corazón como gotas de plomo derretido.

-Pedro, ¡por el amor de Dios!, cálmate un poco -díjole la capitana llorando-, que él hablará y nos dirá lo que queremos. ¿No es verdad, Andrés, que vas a decir... lo que debe decirse..., porque tú no has dicho nada con serenidad hasta ahora?

-Tras de lo que nos ha confesado -interrumpió el capitán sin dar tregua a sus iras-, nada puede decirme que no sea una nueva insensatez, o una mentira que yo no he de tragarle...

-Ya usted lo oyó -dijo Andrés a su madre-, estoy de más aquí; porque si se me pregunta, yo no he de dejar de responder conforme a lo que siento.

-Pues por eso -saltó el capitán, llegando a los últimos límites de su exasperación-, porque conozco la mala calidad de lo que sientes, no quiero oírte una palabra más; por eso estás aquí de sobra; por eso quiero que te me quites de delante... y que no vuelva a verte yo enfrente de mí mientras no vengas pensando de otro modo... ¿Lo entiendes?, ¡mentecato!, ¡desagradecido!

-No lo olvidaré -contestó Andrés con sequedad.

Y salió del gabinete apresuradamente.

Don Pedro Colindres se quedó en él dando vueltas de un lado para otro, como tigre en su jaula. La capitana le seguía en sus desconcertados movimientos, con los ojos llenos de lágrimas, y algunas reflexiones entre los labios, que no llegaron a salir de ellos. Así pasó un buen rato. De pronto dijo el capitán, sin dejar de moverse:

-Dame el sombrero, Andrea.

-¿Adónde quieres ir?

-A la calle Alta ahora mismo. Es necesario estudiar ese punto sobre el terreno, y no desperdiciar instante ni noticia para conjurar el mal, cueste lo que cueste.

A la capitana le pareció bien la idea; casi tanto como otra que se le había puesto a ella entre cejas desde las primeras respuestas de Andrés.

No había llegado al portal don Pedro Colindres, cuando su mujer estaba ya poniéndose la mantilla apresuradamente. Minutos después iba caminando hacia casa de don Venancio Liencres.

Andrés había salido a la calle rato hacía.




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- XXV -

Otras consecuencias


En poquísimas horas, ¡cómo había cambiado de aspecto el interior de la bodega de tío Mechelín! ¡Qué cuadro tan triste el que ofrecía mientras don Pedro Colindres enderezaba sus pasos hacia ella! Silda, desfallecida, cansada de llorar y sin lágrimas ya en sus ojos enrojecidos, sentada en un taburete, apoyaba su hermoso busto contra la cómoda por el palo frontero al dormitorio, cuyas cortinillas estaban recogidas hacia los respectivos extremos de la barra. No daba otras señales de vida que algún entrecortado suspiro que quería devorar, y no podía, en el fondo mismo de su pecho, y las miradas tristes que de vez en cuando dirigía al lecho de la alcoba sobre el cual yacía vestido el viejo marinero. Tía Sidora, sentada a media distancia entre los dos, padeciendo por las penas de ellos tanto como por las suyas propias, sólo dejaba de consolar a Sotileza para acudir con sus palabras, de mal forjados alientos, a levantar los abatidos ánimos de su marido. Y, entretanto, ¡cómo se le deslizaban gota a gota primero, y después hilo a hilo, las lágrimas por la noblota faz abajo!...

Conocíalo Mechelín en el temblar de la voz de su pobre compañera, porque la luz del candil no daba para tanto; y queriendo pagarla sus esfuerzos con algo que se los evitara, decía desde su lecho, con el ritmo triste de los agonizantes:

-¡Cosa de na, mujer; cosa de na!... Sólo que anda uno tan apurao de casco, tan resentío de fondos, que el tocar en una amayuela le hace una avería en ellos... Hazte tú bien el cargo... Venía uno de la mar con un poco de risa en el ánimo, porque le duraba a uno entoavía el acopio de la de ayer... y hasta pensaba uno ir tirando con ello... esta semana siquiera. Después, Dios diría... Y remando así, oye uno este decir y el otro en metá de la calle; y pregunta uno, y va subiendo mucho más...; y entra uno en casa con el agua a media bodega, y encuentra aquí el sospiro y allá las lágrimas; y acaba uno de irse a pique sin poderlo remediar... ¡porque no está uno avezao a eso, y no es uno de peña viva!... Pero güelve el hombre a flote otra vez; y aunque saque una costilla quebrantá... u la boca muy amarga..., esto pasa; los tiempos lo curan... de un modo u de otro, y a remar otra vez, Sidora... Y éste es el caso; porque yo no estoy pior que ayer, aunque a ti te paezca cosa diferente: estoy un poco desguarnío, motivao a lo que sabéis; me pedía el cuerpo una miaja de descanso, y he querío dársela. Y no hay más.

-¿Y te paece poco, Miguel..., te paece poco? -replicábale su mujer.

-Poco, Sidora, poco -tornaba a decir el marinero-; y menos me paeciera entoavía, si ese angeluco de Dios no penara tanto y considerara que no tiene faltas de qué avergonzarse, ni siquiera señal de culpa en lo que ha pasao.

-Eso la digo, Miguel, eso la digo yo; y a ello me responde que de qué sirve la verdá si no hay quien la crea.

-¡Dios que la ha visto, hijuca; Dios que la ha visto! -exclamó entonces Mechelín desde su cama-. Y con ese testigo a tu favor, ¿qué importa el mundo entero en contra tuya?

-Pos ni ese enemigo tiene, Miguel; porque aquí ha visto entrar la calle entera a condolerse de su mal y a poner a las causantes en el punto que merecen... Pero ¡válgame el Santísimo Nombre de Jesús!..., ¿de qué mal diantres estarán hechas esas almas de Satanás?..., ¿por qué serán tan negras?..., ¿qué recreo sacarán de causar tantos males a criaturas que no los merecen? ¿Cómo pueden vivir una hora con una entraña tan corrompía?...

-¡Ésas, ésas! -exclamó Silda entonces, reanimándose un instante con el aguijón de sus punzantes recuerdos-. ¡Ésas son las que me han clavao un puñal aquí..., aquí, en metá del corazón!... ¿Y no habrá justicia que las castigue en el mundo antes que Dios las dé allá lo que merecen?...

-Tamién se tratará de eso, hijuca; que por onde cogelas hay, según es cuenta -repuso tía Sidora-. Y si la nuestra mano no bastara para ese fin, otras habrá de más alcance y bien interesás en ello. Ya se te ha dicho. Alcuérdate de que no has sido tú sola la ofendía.

-¡Uva, uva! -dijo tío Mechelín.

-Porque me acuerdo de ello se me dobla la pena -replicó Silda con una intención que estaba muy lejos de conocer tía Sidora y su marido.

-Verdá es -dijo aquélla- que respective a ese otro particular, no pudo la mancha haber caído en paño que más estimáramos... ¡Cómo ha de ser, hijuca!..., un mal nunca viene solo... Pero Dios está en los cielos, y hará que esa persona no se ofenda con los que no están culpaos en su daño. Él vino por su pie, naide le llamó; y el recao que traía, bien pudo traerle en ocasión de menos riesgo... ¡Riesgo digo yo! ¿Cómo había de recelársele tan siquiera ese corazón de oro?... Y tocante a las gentes de su casa, tamién se pondrán en la razón pa no creer que los pagamos con afrentar los favores que han sembrao aquí. ¿No te haces tú ese cargo, hijuca?...

Sotileza se mordió los labios y cerró los ojos, apretando mucho los párpados, como si la atormentaran internas visiones siniestras. Tío Mechelín lanzó un quejido angustioso y se revolvió en su lecho.

-¿Quieres que te cambie el reparo, Miguel? -preguntóle tía Sidora, acercándose presurosa a la cabecera de la cama.

-No hay pa qué te canses en ello por ahora -respondió Mechelín tras un profundo suspiro; y añadió por lo bajo, aproximando lo más que pudo la cabeza a su mujer-: Trabaja por aliviar la pena a ese angeluco de Dios, y no te alcuerdes de mí, que con la melecina de este descanso estoy tan guapamente.

Pero a Silda, aunque los agradecía mucho, la mortificaban ya los consuelos de aquella especie. ¡Había oído tantos desde el mediodía! Conociólo tía Sidora; calló y volvió a reinar el silencio en la bodega.

Así estaba el cuadro cuando se oyeron golpes a la puerta, que estaba atrancada por dentro. Salió a abrir la marinera, después de secarse los ojos con el delantal, y se halló frente a frente con don Pedro Colindres, cuya actitud airada espantó a la pobre mujer. Temiéndose lo más malo, de buena gana le hubiera pedido un poco de caridad para el desconsuelo y los dolores de aquella casa; pero no se atrevió a tanto; y don Pedro, tras brevísimas y secas palabras, entró en la salita precediendo a tía Sidora. Sotileza, al verle delante, con la sangre helada en sus venas, se levantó repentinamente; y tío Mechelín, al conocer la voz del capitán, se arrojó de la cama al suelo. Pero le engañó la voluntad y sólo pudo llegar hasta la puerta de la alcoba, a cuyo marco se agarró para no desplomarse.

-¿Qué es eso, Miguel? -preguntóle Colindres, sorprendido con la aparición del pobre marinero, tan pálido, desfallecido y desencajado.

-Poca cosa, señor don Pedro; poca cosa -respondió con angustia, aunque tratando de sonreír, el interrogado-. Quería yo recibirle a usté con los honores que aquí se le deben, y me falló el aparejo..., vamos, que me equivoqué.

Y como el pobre hombre se desfalleciera más al hablar así, el mismo capitán le cogió en sus brazos, y, ayudado de las dos mujeres, le volvió a la cama.

-Ya soy hombre otra vez, señor don Pedro -dijo Mechelín un momento después de hallarse tendido sobre el lecho-. Está visto que en dándole al cuerpo esta melecina, no pide cosa mayor... por la presente.

Cuando se volvió el capitán hacia las dos mujeres, que habían salido de la alcoba, observó que lloraban en silencio. El corazón del viejo marino, aunque envuelto en corteza ruda, era, como se sabe, blando y compasivo. No hay, pues, que extrañar que el padre de Andrés, al llegar el momento de soltar aquellas tempestades que le batían el cerebro al salir de su casa, no supiera por dónde empezar, ni cómo arreglarse para exponer la razón de su presencia en medio de aquel triste cuadro.

Al fin, y queriendo mostrarse más entero de lo que estaba, dijo a las angustiadas mujeres:

-¿Qué mil demonios está pasando aquí?... Vamos a ver... Porque lo de Miguel no es para tanto moquiteo.

-¡Ay, señor! -respondió la marinera entre sollozos abogados-, ¡eso, después de lo otro!...

-Y ¿cuál es lo otro, mujer?

-¡Lo otro!... Pos pensaba yo que por ello sólo venía usté.

-¡Uva! -dijo tío Miguel desde su cama.

Al capitán se le amontonaron en la cabeza todos los recuerdos de su reciente entrevista con Andrés; y la mala sangre que las imprudencias de éste le habían hecho, le obligó, retoñando de pronto, a decir con mucha exaltación:

-Es verdad, Sidora: por ello sólo he venido aquí. ¿Te parece bastante motivo para el viaje?

-Y sobrao, con más de la mitá, señor -respondió la pobre mujer acoquinada.

Silda, que no podía tenerse de pie, volvió a sentarse en el mismo rincón en que la vimos antes.

El capitán, encarándose a ella, la dijo con cierta sequedad:

-Es preciso que yo sepa, de tu misma boca, lo que ha pasado aquí esta mañana. ¿Tienes ánimos para referirlo, pero sin quitar un ápice de la verdad, ni añadir una tilde que la desfigure?

-Sí, señor -respondió con entereza la interrogada.

-Por supuesto, Miguel -añadió don Pedro Colindres volviéndose hacia la alcoba-, en el supuesto de que el relato no sirva de cebo a tus males; porque, aunque el caso apura, no es puñalada de pícaro. Yo volveré a otra hora...

-No, señor don Pedro -se apresuro a responder Mechelín-, no hay pa qué molestarle a usté más; porque, apuramente, relate es ése que hasta me engorda el oírle. Y no se espante de ello; que consiste en que, cuanto más me repiten el caso, más me voy haciendo a él y menos que daña acá dentro... Cuenta, cuenta, saleruco de Dios, sin reparo de na, pa que se entere el señor don Pedro.

-Y bien puede usté creer al venturao -añadió tía Sidora-; que, por gusto de él, no se hablara de otra cosa en todo el santo día de Dios en esta casa.

Con estas manifestaciones y la buena y bien notoria voluntad de Silda, comenzó ésta a referir el suceso con los mismos pormenores que le había referido Andrés en su casa.

-Exactamente -dijo el capitán, apenas acabó Sotileza su relato-. Lo mismo que yo sabía hasta donde tú lo has dejado. Pero, después acá, ¿qué más ha ocurrido?

-Señor..., yo a punto fijo no lo sé, y no puedo responderle más.

-A lo que paece, y por lo que cuentan los vecinos que aquí van entrando -dijo tía Sidora-, el mal enemigo que lo regolvió dende abajo, se vio a pique de que le arrastraran las gentes por el moño. Porque antes de que esta venturá saliera de su cárcel, ya ellas habían contreminao la calle entera con injurias y maldaes... ¡Si no medran de otra cosa, señor! Después, la de abajo subió y se encerró en casa con la otra, sin atreverse a abrir las puertas del balcón, porque habían sembrao muchos agravios, y, por malas que sean, tenía que pesarles la obra en la concencia..., siquiera por el miedo... Luego llegaron de la mar el padre y el hijo: aticuenta que la noche y el día; y rifieren que hubo en la casa una tempestá, porque al uno, arrimao a las pícaras con la mala entención, too le paecía poco, y al otro venturao se le partía el corazón y se le caía la cara de vergüenza. Creo que maltrató a la hermana y estuvo en poco que no le alcanzaran golpes a su madre. Aquí ha bajao... no sé cuantas veces: de aquella entrá no pasa; y allí se está arrimao a la pared, con las manos en las faldriqueras, el ojo airao y la greña caída. No dice jus ni muste, por más que se le anima pa que vea que no se le cobran a él pecaos de su casta..., y se güelve como entró... Hay quien dice que se puede hacer bueno, con testigos, lo que esos demonios de mujeres dijeron y traficaron pa perdición de esta casa; y que no deben quedar tantas maldaes sin castigo... Y esto es too lo que le podemos decir a usté, señor don Pedro, por lo que nos cuentan de lo que ha pasao en estas horas que llevamos arrinconaos en esta soledá tan triste... Tocante al pobre Miguel, ya se puede usté hacer cargo: es viejo, está muy achacoso; encontróse con esto al llegar a casa..., ¡él, que había salido de ella hecho unas tarrañuelas!... y cayó desplomao; vamos, desplomao como una paré vieja... De modo que no es de asombrarse naide porque a esta desventurá y a mí se nos escape la lágrima de tarde en cuando. ¡Han visto tan pocas las paredes de esta casa, señor don Pedro!

No le faltaba mucho a éste para contribuir con una más a las ya vertidas allí, cuando acabó su relato entre sollozos la tribulada marinera, porque bien tenía su hijo a quien salir en muchas de sus corazonadas de carácter; pero sorteó bien el apuro, y resuelto a cumplir su propósito de examinar bien aquel terreno, ya que estaba sobre él y podía, con un poco de prudencia hacerlo sin molestar a nadie, continuó sus investigaciones así:

-No es eso precisamente lo que yo trataba de averiguar, Sidora, aunque me alegre de saberlo.

-Usté dirá, señor.

-Quería yo que me dijerais qué impresión os ha causado el suceso...

-Pues bien a la vista está, señor.

-No es eso tampoco..., no he hecho yo la pregunta bien. ¿Qué propósitos tenéis después de lo ocurrido?; ¿a quién echáis la culpa?...

-¡La culpa!... ¿A quién se la hemos de echar? A quien la tiene: a esas pícaras de arriba... Bien claro lo ha dicho tamién esta desgraciá...

-Ya, ya; ya me he enterado. Pero suele suceder, cuando se examinan en familia casos como ese de que tratamos, que unos dicen que «si no hubiera sido por esto, no hubiera acontecido lo otro»; y que «si tú», y que «si yo», y que «si el de más allá»...; en fin, ya me entiendes. Luego viene el ajuste de cuenta, digámoslo así, y lo que debe Juan, y lo que debe Pedro...; y lo que debiera suceder..., y lo que sucederá..., y lo que espera.... y lo que se teme...

-¡Lo que se espera!..., ¡lo que se teme! -repetía la pobre mujer mirando de hito en hito al capitán.

-¡Díselo, Sidora, díselo, que ahora es la ocasión! -voceó desde su cama Mechelín.

-¿Y qué es lo que ha de decirme? -preguntó don Pedro Colindres, volviéndose con fruncido ceño hasta la alcoba.

-Pus lo que ella sabe y ahora viene al caso -respondió el marinero-. ¡Anda, Sidora, ya que le tienes tan a mano! ¡Anímate, mujer, que él güeno es de por suyo!

-Sí, hijo, sí. ¿Por qué no he de decirlo? -contestó tía Sidora-. No es ello ningún pecao mortal.

El capitán estaba en ascuas, y Sotileza como una escultura de hielo, en un rincón de la cómoda.

-Sepa usté, señor don Pedro -dijo tía Sidora-, que juera de las amarguras del caso, por lo que es en sí, aquí no hay otro pío que nos atormente que el no saber lo que nos espera por lo relative a don Andrés.

-¡A ver, a ver! -murmuró el capitán acomodándose mejor en la silla para redoblar su atención. Si la hubiera fijado un poco en la cara de Sotileza en aquel momento, ¡qué sonrisa de hieles hubiera visto en su boca, y qué centella de ira en sus ojos!

-El señor don Andrés -continuó tía Sidora- entraba aquí como en su mesma casa, porque debíamos abrírsela de par en par. Él merecía que se hiciera eso con él en los mismos palacios de la reina de España; y por merecerlo tanto, aquí no tenía más que corazones que se gozaban en verle tan parcialote y campechano con personas que no eran quién ni siquiera pa limpiarle las suelas de los zapatos. Bien sabe usté, señor, que si hoy tenemos pan que llevar a la boca, al corazón de él y a la caridá de su familia lo debemos. Por no causarle una pesaúmbre, y por no dársela a sus padres, ca uno de nosotros hubiera arrancao peñas con los dientes, si peñas con los dientes hubiera habido que arrancar pa ello... Pero hay almas de Satanás, señor, que enferman con la salú de su vecino..., y ya sabe usté lo acontecío esta mañana... El golpe iba a la honra de esta desdichá; pero alcanzó la metá de él a don Andrés, que estaba en casa entonces, como pudo estar otro cualquiera. Por lo que a nosotros nos duele, sacamos el dolor que tendrá él, y la pena y los enojos de toda su familia... Justo y natural es que así sea; pero, ¡por el amor de Dios, señor don Pedro!, mire las cosas con buena entraña, y quítenos la metá de la pesaúmbre que nos ahoga perdonando la que le dimos, sin más parte en ello que la que tomó el demonio por nosotros.

-¡Uva, señor don Pedro, uva! -añadió Mechelín desde allá dentro-. ¡Eso pedimos, eso queremos..., que no es cosa mayor en ley de josticia y buena voluntá!

-¿Y eso es todo cuanto se os ocurre? -preguntó el capitán, respirando con más desahogo que antes-. ¿Eso es todo cuanto deseáis; por lo que a mí toca.... por lo que pueda importarme ese suceso..., por la parte que de él ha alcanzado a mi hijo?

-¿Y le paece a usté poco? -exclamaron casi al mismo tiempo tía Sidora y su marido.

El capitán soltó, allá en los profundos de su pechazo, una interjección de las más gordas, por ciertos amargores de conciencia que comenzara a sentir enfrente del candoroso desinterés de aquel honrado matrimonio; y para disimularlos mejor, habló así:

-Eso se da por entendido, Sidora: en mi casa no hay nadie tan inconsiderado que, por mucho que le duela lo acontecido..., ¡y mira que nos duele bien!, trate de haceros responsables de daños que no habéis causado... Pero se me había figurado a mí que podríais desear, y sería muy natural que lo desearais, otra cosa muy distinta, algo... como, por ejemplo, el castigo de esas dos bribonas por medio de la justicia humana; y que os ayudara yo en el empeño, por poder más que vosotros.

-¡Uva, uva! -sonó la voz de Mechelín dentro de la alcoba.

-Tamién se ha tratado algo de eso, señor -dijo tía Sidora muy reanimada con la actitud que iba tomando el capitán-. Pero hubo sus mases y sus menos sobre el particular. Hay quien dice que es mejor dejarlo así, porque esas cosas tocantes a la honra no conviene manosearlas mucho; y hay quien piensa que castigando a las causantes se pone la verdá más a la vista.

-¡Uva, uva!...

-Por las trazas -dijo el capitán-, ¿tú estás por que eso se lleve adelante, Miguel?

-Sí, señor -respondió éste-, ¡y a toa vela!

-¿Y tú, muchacha? -preguntó don Pedro a Sotileza-; tú, que eres la más interesada.

-¡También! -respondió con bravura la interpelada.

-Pos si creéis que eso conviene -añadió tía Sidora, antes que se consultara su voluntad-, que no quede por mí. No soy vengativa, señor; pero la verdá es que no se puede hacer vida con sosiego onde están esas mujeres, y que si ahora se quedan triunfantes con esa maldá, como se han quedao siempre, yo no sé lo que pasará mañana aquí.

-Pues se hará lo posible por que se lleven esta vez su merecido -concluyó el capitán, a quien se le antojaba que el castigo de las hembras de Mocejón también desembarazaría de ciertos estorbos la situación de Andrés ante la opinión pública.

Poco después de esto se levantó para marcharse. Sotileza se levantó también; y venciendo con un visible esfuerzo de voluntad repugnancias que la combatían, le dijo así, sin apartarse de la cómoda sobre cuya meseta se apoyaba con una mano:

-Señor don Pedro, por nada de lo que se ha tratado aquí, ha venido usté a esta casa.

-¿Qué dices, muchacha? -exclamó el capitán mirándola con asombro.

-La pura verdá -respondió Silda con valentía-. Y por ser la verdá, la digo sin ánimo de ofender a naide con ella... y por que quiero que vaya usté seguro de llevar por la paz lo que pensó llevarse de aquí por la guerra.

-¡Hijuca! -exclamó asustada tía Sidora.

Mechelín se incorporó sobre la cama, y don Pedro Colindres no disimuló cosa mayor la zozobra en que le ponían aquellas terminantes afirmaciones de Sotileza. Esta continuó:

-Quiero que usté sepa, oído de mi mesma boca, que nunca me dejé tentar de la cubicia, ni me marearon los humos de señorío; que estimo a Andrés por lo que vale, pero no por lo que él pueda valerme a mí; y que si para poner ahora a salvo la buena fama, no hubiera otro remedio que el que me diera llevándome a ser señora a su lado, con la honra en pleito me quedara, antes que echarme encima una cruz de tanto peso.

-¡Por vida del mismo pateta! -respondió el capitán mirando a la valiente moza con un gesto que tanto tenía de agrio como de dulce-, que no sé adónde quieres ir a parar por ese camino.

-Pensé que sobraba la mitá de lo dicho para ser bien entendida de usté -replicó Sotileza.

-Pues figúrate que no he comprendido pizca de tus intenciones, y que quiero que me las pongas en la palma de la mano.

Sotileza continuó:

-Conozco bien a Andrés, porque le llevo tratao muchos años; y por eso, y por algo que me dijo esta mañana al verme aquí agonizando de vergüenza, y por el aire que usté traía al entrar en esta casa, bien puedo yo creer que haya repetido a su padre lo que yo no quise dejar sin la respuesta que cuadraba.

Don Pedro Colindres, interpretando las últimas palabras de Silda en un sentido bien poco honroso para Andrés, se picó del honorcillo y repuso con dureza:

-Pues si él te dijo lo que yo presumo, ¿qué más podías desear tú? ¿En esas estamos ahora, después de tantos pujos de humildad?

Con esto fue Sotileza quien se sintió herida en el amor propio; y para acabar primero y a su gusto aquella porfía que la molestaba, pero que debía sostener, porque le interesaba, concluyó así:

-Yo no he dicho ahora cosa que desmienta lo que dije antes. Pensé que era sobrado hablar así para que usté sólo me entendiera; pero ya que me salió mal la cuenta, le diré más claro. De caridá vivo aquí, y con estos cuatro trapucos valgo lo poco en que me tienen las gentes. Vestida de sedas y cargada de diamantes, sería una tarasca y se me irían los pies en los suelos relucientes. Malo para los que tuvieran que aguantarme, y peor para mí, que me vería fuera de mis quicios. A esa pobreza estoy hecha, y en ella me encuentro bien, sin desear cosa mejor. Esto no es virtú, señor don Pedro, es que yo soy de esa madera. Por eso dije a Andrés lo que él bien sabe; y necesito que usté me conozca, porque no quiero responder más de mis faltas..., ni tampoco que se me gane la delantera en casos como el presente; que por humilde que una sea, no dejan de doler los gofetones que se le den por humos que nunca se tuvieron. Con esto ya lleva usté más de lo que venía buscando, y yo me quedo con un cuidao de menos... Y perdóneme ahora la libertá con que le hablo, siquiera porque el sosiego de todos lo pide así.

Verdaderamente daba Sotileza a don Pedro Colindres mucho más de lo que éste había ido a buscar a la bodega de la calle Alta; pero el capitán no debía confesarlo allí, porque entendía que la confesión no realzaría gran cosa la calidad de los pensamientos generadores de aquel paso. Por eso dijo a Sotileza, por todo comentario a sus declaraciones:

-Aunque aplaudo esa honrada modestia que tan bien te está, quiero que sepas que esta vez has pecado conmigo de maliciosa... Y no hablemos más del asunto, si os parece. Olvídese todo; contad conmigo siempre, y aún mejor que nunca...; y cuídate mucho, Miguel. Adiós, Sidora... Adiós, guapa moza.

Y salió de allí don Pedro Colindres, bien convencido de que si en su casa continuaba agitándose la cola del escándalo de marras, no sería por obra de la familia de Mechelín. Esto simplificaba mucho el conflicto que le había lanzado a él a la calle; y por creerlo así, volvía al lado de la capitana bastante más tranquilo que cuando se había apartado de ella.

Entretanto, Silda, acudiendo al hechizo que tenía su voz para el asombrado matrimonio, se despachaba a su gusto, dando a sus palabras dirigidas al capitán el sentido más apartado de su verdadera significación.

¿Se dejaron engañar los pobres viejos? Parecía que sí, pues no debió tomarse por señal de lo contrario la postración en que volvió a caer el dolorido marinero, apenas le dejaron solo las mujeres para disponer la una un nuevo reparo, y prepararle la otra una escudilla de caldo con vino de la Nava; ni la extraña expresión que había quedado estampada en la faz de tía Sidora. Con las emociones de la inesperada escena, se podían explicar ambas cosas, sin tomarlas por señales de una nueva pesadumbre.




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- XXVI -

Más consecuencias


Andrés salió de su casa, porque necesitaba el aire y los ruidos y el movimiento de la calle para no ahogarse en la estrechez de su gabinete, y no volverse loco en la batalla de sus cavilaciones. Además, su padre le había arrojado de ella y condenado a no volver a verle mientras que en su cabeza germinaran los mismos pensamientos que habían producido aquella tempestad en el seno de la familia; y Andrés, que por gustar entonces los primeros amargores de las contrariedades de la vida, tomaba los sucesos en el valor de todo su aparato, ni hallaba fuerzas en su voluntad para imprimir nuevo rumbo a sus ideas, ni desparpajo bastante en su juvenil entusiasmo para desarmar la cólera de su padre con una mentira. Salió, pues, de casa para cambiar de ambiente y de lugares, para huir de lo que más cerca le perseguía, y para pedir al acaso de los ruidos, de las multitudes y de los misterios de la noche, un dictamen o, cuando menos, una tregua que no podían darle ni la soledad de su cuarto, ni la pesadumbre de aquellos muros, para él caldeados por la cólera de su familia.

Por eso andaba y andaba, sin derrotero fijo; y, para colmo de sus contrariedades, la noche, con cuyo rocío contaba para refrescar el horno de sus ideas, era de Sur en calma, negra y bochornosa; pesaba el ambiente tibio, y hasta en la luz de los faroles públicos hallaba el errabundo mozo la tortura del calor que enardecía la sangre de sus venas. ¡Y él, que iba anhelando los fríos hiperbóreos y el ruido de una tempestad! ¡Hasta los elementos parecían conjurados en su daño! Y lo creía de buena fe.

Dejó las calles del centro porque se asfixiaba en ellas, y enderezó sus pasos hacia los suburbios.

Cuando llegó a los gigantes plátanos de Becedo, se acordó de que a dos pasos de allí vivía el padre Apolinar. Tuvo grandes tentaciones de subir a su casa para referirle cuanto le ocurría... Pero ¿qué adelantaría con ello? ¿Qué sabía el pobre fraile de las cosas que le pasaban a él? ¿Qué prestigio era el suyo ante un hombre como don Pedro Colindres, para calmar sus arrebatos y reducirle a la razón?... ¡A la razón! Pero ¿sabía el mismo Andrés por dónde comenzar la defensa de su pleito, ni si el pleito era defendible, ni si era pleito siquiera? ¿De qué se trataba, en sustancia? De un supuesto que él intentaba imponer a su familia como deber de la honra, y de una tenaz resistencia de su padre a reconocerlo así. ¿Cabían mediadores serios en una porfía semejante? Y aunque cupieran, ¿era creíble que se prestara nadie a sostener la causa del hijo contra la autoridad de los padres irritados? Y aunque se prestara, ¿cómo habían de darse éstos por vencidos, si el declararlo así era la humillación y desprestigio de los derechos indiscutibles que tenían como dueños y señores suyos? Además, bien considerada su actual situación, ni siquiera procedía directamente de este desacuerdo, sino del altercado que produjo; de su propia obstinación en no declarar lo que su padre pretendía, y de las durezas con que éste le reprochó su rebeldía inusitada. Este era el caso; y para su resolución definitiva, no veía otro agente que el tiempo, cuya marcha fatal e inalterable borra las grandes impresiones del ánimo, apacigua las batallas del cerebro, cambia la faz de las cosas y enquicia el humano discurso. Por entonces no estaba el pobre mozo más que para sentir y padecer.

Rendido, al cabo, de dar vueltas en aquel paseo, sentóse en el banco más retirado y sombrío. Pero allí le asaltaron, con furia implacable, los recuerdos de la calle Alta. ¿Qué habría pasado en la pobre bodega desde que él había bajado a la ciudad después del gran escándalo? ¿Qué efecto habría causado éste en los honradísimos viejos, al volver cada cual de sus quehaceres? ¡Qué pensarían de él! ¡Qué les habría dicho Silda!... ¡Y las palabras de ésta, tan crudas, hallándose los dos en lo más imponente del conflicto!...

Y eslabonando con este recuerdo el de todo cuanto le había pasado desde entonces, y la consideración de lo que le estaba pasando, embravecióse más y más la tempestad de su cabeza; pensó volverse loco bajo el fragor de aquella lucha de ideas incongruentes y de conclusiones desesperantes, y se levantó nervioso y agitado; y volvió a moverse de un lado para otro; y anduvo, y anduvo, sin saber por dónde, hasta que, al cabo de una hora bien corrida, notó que se hallaba al otro extremo de la ciudad y a dos pasos de la Zanguina. Bullían los mareantes de Abajo en derredor de ella; y por esta sola razón, trató de apartarse de allí. Le espantaban las gentes conocidas. Pero ¿adónde iba ya? Miró su saboneta de oro, y vio que marcaba las diez y media. A las diez acostumbraba él a retirarse a casa todas las noches. Ya estaría su madre echándole en falta, y quizá muerta de angustia recordando de qué modo había salido a la calle... Pero ¡volver a casa en la situación de ánimo en que se hallaba él, y tener que presentarse delante de su padre, que le había arrojado de allí con prohibición terminante de no acercarse mientras siguiera pensando del modo que pensaba!... ¡Y al día siguiente, vuelta a lo mismo; y además el presidio del escritorio, donde ya se sabría todo lo que le pasaba!... ¡Qué infernal complicación de contrariedades para el fogoso y alucinado muchacho!

Mientras su discurso recorría vertiginosamente estos espacios, con grandes señales de optar por lo menos cuerdo, sintió un golpecito en la espalda y una voz que le decía:

-¡Varada en peña, don Andrés!

Volvióse éste sobrecogido, pensando que alguien se entretenía en leerle los pensamientos, si es que no había estado él pensando a gritos, y conoció al bueno de Reñales, patrón de lancha de los más formales y sesudos del Cabildo de Abajo.

-¿Por qué me lo dice usted? -le preguntó Andrés.

-¿No veo cómo anda por aquí esta probe gente, como rebaño a la vista del lobo?

-Y ¿por qué es eso?

-Pensé que usté lo sabía, don Andrés... Pos es motivao a la leva.

-Era de esperar ya... Y ¿qué tal es?

-Pos, hijo, una barredera... No la recuerdo mayor. Esta tarde se nos ha notificado por la Comandancia... No queda un mozo en los dos Cabildos... Del de Abajo, solamente, van cuatro de segunda campaña por no haber número bastante de los de primera ¡conque fegúrese usté!

-Triste es eso, Reñales; pero son cargas del oficio.

-¡Güeno está el oficio, don Andrés!... Dos días hace que no vamos a la mar.

-Pues ¿cómo así?

-¿No ve usté el cariz del tiempo?

-Bien en calma está.

-Sí; pero calma traidora... ¿Quién se fía de ella, don Andrés?

-Tres días van así ya, y nada ha sucedido.

-Ya lo veo... Pero eso es bueno pa sabido.

-El viento al Sur no tiene malicia ahora: es viento de la estación.

-Ya nos hacemos cargo; y algo por eso, y mucho por lo que apura la necesidá, pensamos salir mañana. ¡Buenos ánimos llevará esta probe gente con el galernazo que les ha venío de arriba!...

Andrés se quedó pensativo unos instantes, y preguntó en seguida al patrón:

-¿Dice usted que mañana irán las lanchas a la mar?

-Si Dios quiere y el tiempo no empeora.

-¿A qué va la de usted, tío Reñales?

-A merluza.

-Me alegro, porque voy a ir en ella.

-¿Usted, don Andrés?

-Yo, sí. ¿Qué tiene de particular?

-De particular, no es cosa mayor, que abonao es usté pa ello, y la mar bien le conoce.

-Pues, entonces...

-Decíalo yo porque podía usté aguardar a mejor ocasión.

-¿Qué mejor ocasión que ésta?

-Mejores las hay, don Andrés, mejores: siempre que está el tiempo al Nordeste.

-Pues yo le prefiero al Sur cuando es estacional, como ahora.

-Es un gusto como otro, don Andrés; aunque no verá usté un solo mareante que le tenga igual. Yo cumplo al respetive con decir lo que me paece.

-Y yo lo agradezco por el buen deseo... Conque no hay más que hablar.

-¿Por supuesto, que querrá usté que le vayan a avisar a casa?

-¡De ningún modo! No hay necesidad de alborotar el barrio. Yo estaré aquí, o en la Rampa, a la hora conveniente; y si no estoy, se larga usted sin esperarme. Entretanto, quédese esto entre los dos, y no diga usted una palabra de los propósitos que tengo... Pudiera no ir; y no hay necesidad de que se atribuya el caso a lo que no es.

-¡Je, je!... Vamos, eso es decir que no está usté muy seguro de que a última hora...

-Justamente... Pudiera no estar tan animoso entonces...

-Y recela que se le tenga por encogío...

-Eso es.

-Pus no lo creería quien le conozca, don Andrés.

-¡Quién sabe!... Por si acaso, punto en boca, y lo dicho...

-Nunca supo hablar la mía pa descubrir secretos.

-Hasta mañana, Reñales.

-Si Dios quiere, don Andrés.

No le había salido a éste muy errada la cuenta al discurrir que para verse libre, de cualquier modo, de apuros como el suyo, no había otro remedio que entregarse a los decretos de la ciega casualidad. La que le llevó a la Zanguina y le acercó al prudente Reñales en el momento crítico de resolver, por su propio consejo, el único conflicto verdaderamente serio en que se había visto aquella noche, poniéndole entre los labios la golosina de un envejecido y vehemente deseo, dio al traste con todas sus vacilaciones y le arrojó en las marañas de un nuevo desatino.

¡Volver a casa después de haberle echado de ella su padre tan sin motivo ni razón! ¡Que penara, que penara un poco por su dureza inoportuna! Eso le enseñaría a no ser tan injusto y tan violento otra vez. En cuanto a su madre... ¿Pero qué había puesto ella para defender al hijo atribulado? ¿No había puesto su haz correspondiente en la hoguera de las cóleras del padre, calumniando las generosas intenciones de la inocente Silda? Pues que penara también un poco..., que mucho más estaba penando él... Mas aunque por ahorrar esas penas a sus padres se decidiera a tornar aquella noche al abandonado hogar, ¿qué resolvería esta abnegación de su parte, quedando la discordia en pie y recrudeciéndose de nuevo al día siguiente, quizá entre el suplicio de insoportables mediadores?... Nada, nada: oído de piedra a las voces de su corazón, que le aconsejaban cosa muy distinta... ¡y adelante con su proyecto! Éste lo resolvía todo a la vez. Una mala noche pronto se pasaría; y, en cambio, al día siguiente, ni caras indigestas, ni palabras impertinentes, ni miradas burlonas; y en vez del hormigueo de las calles, y el tufo de las muchedumbres, y el polvo de las basuras, y el tormento de la conversación, la inmensidad del espacio, la grandeza del mar, el aire salino, el columpio de las ondas y el olvido de la tierra, infestada de la peste de los hombres. Entretanto, las horas corrían, cambiaríanse los pareceres..., y el que pasa un punto, pasa un mundo.

De este modo iba formando Andrés en su voluntad la resolución que le había inspirado su casual encuentro con Reñales, y hasta creyendo de buena fe que podía ser providencia lo que parecía casualidad, cuando lo cierto era que se había agarrado a aquel asidero como pudo agarrarse a las alas de una mosca, para caer del lado a que se inclinaba en el momento de resolverse, o a volver a su casa, como era lo cuerdo y conveniente, o a declararse en abierta rebelión contra todos sus deberes, que era lo descabellado. Pero ya sabemos lo que son apreturas de esa especie en cabezas juveniles como la de Andrés, y no hay que maravillarse de que optara por lo peor en la necesidad de elegir entre dos cosas que le parecían rematadamente malas.

Y tan firme llegó a ser su repentino propósito, que para evitar, en lo posible, todo riesgo de que se malograra, apenas se despidió de Reñales, se alejó de las inmediaciones de la Zanguina, para discurrir a su gusto sin excitar la curiosidad de nadie. Porque le quedaba otro punto, muy interesante, por dilucidar. ¿Dónde y cómo iba a pasar las horas que faltaban hasta la madrugada del día siguiente? No había que pensar en fondas ni paraderos, donde el menor de los riesgos era el ser él muy conocido de fondistas y mesoneros; ni tampoco en la casa de ningún amigo... Pasarse tantas horas recorriendo calles, tras de ser excesivamente penoso, era muy expuesto a llamar la atención más de lo conveniente... Sin dudas ni vacilaciones, optó por la Zanguina.

En la Zanguina, dentro de muy poco rato, no quedaría un marinero, porque, aunque muchos de ellos acostumbraban a dormir allí, esto acontecía en lo más penoso de las costeras; y en aquella ocasión llevaban ya dos días sin salir a la mar. Estando sola la Zanguina, llegaría en el momento de ir a cerrarse sus puertas, y no antes, porque, echándole de menos en su casa, no sería extraño que alguien fuera allí a preguntar por él. Le diría al tabernero, muy conocido suyo, todo lo que había de decirle para que no le chocara su pretensión de pasar así la noche, tumbado sobre un banco, hasta la hora de salir a la mar en la lancha de Reñales... Y comenzó a ponerlo por obra antes que se le enfriaran los propósitos.

Con grandes precauciones, porque el sitio era de los más poblados de la ciudad, observó, a la mayor distancia posible, cómo fueron retirándose poco a poco hasta los parroquianos más pegajosos del afamado establecimiento; y en cuanto vio señales de que iban a entornarse sus puertas, acercóse allá y expuso sus intenciones al tabernero. No le chocaron a éste cosa mayor, porque sabía dónde llegaba la pasión del hijo del capitán Bitadura por las costumbres de la gente marinera.

-¡Pero no me diga, don Andrés, que se va a pasar aquí la noche encima de un banco duro! -le dijo el tabernero-. Le arreglaré un poco de mullida con la metá de mi cama...

-Nada de eso -respondió Andrés-. Si me acuesto sobre mullida, no despertaré a la hora que necesito.

-Si de toas maneras he de abrir yo la taberna antes que den el apuya.

-No importa. Yo me entiendo. Ponme en la mesa del último cajón de allá un pedazo de queso, otro de pan, un vaso de vino y una vela, y no te cuides de mí sino para despertarme mañana a tiempo, si es que no me he despertado yo...

El tabernero empezó a complacerle encendiendo una vela de sebo; la encajó después en una palmatoria de hoja de lata, y fuese con ella al departamento indicado por Andrés. Caminando éste detrás de la luz, vio un bulto en la oscuridad del fondo de los primeros cajones de la fila. El bulto roncaba que era un espanto.

-¿Quién duerme ahí? -preguntó Andrés.

-Es Muergo -respondió el hombre de la vela-. Entendimos que se volvía loco de rabia cuando supo que le alcanzaba la leva... Juraba y perjuraba que primero se echaba a la mar que consentir en que le llevaran al servicio... Dimpués tomó una cafetera de aguardiente; pensamos que acababa aquí con medio Cabildo; rindióle al cabo el sueño y se quedó como usté le ve ahora... Juera del alma, don Andrés, es una pura bestia.

¡Y Andrés envidiaba en aquel instante hasta la suerte de Muergo!

Minutos después, el aturdido mozo, en el rincón más oscuro del más apartado cuchitril de la Zanguina, reponía las fuerzas del cuerpo quebrantado con las míseras provisiones que el tabernero había puesto sobre la bisunta mesa, mientras aspiraba oleadas de aquella atmósfera pestilente, y sentía en las profundidades de su cabeza el estruendo de la batalla que estaban librando allí sus no domadas ideas.

Algo más tarde, cansado de meditar y de temer, estiró las piernas sobre el banco en que se sentaba; apoyó el tronco contra la pared; cruzó los brazos sobre el pecho, y quiso facilitarle su conquista al sueño, que tanto necesitaba, apagando la luz, que es enemiga del reposo; pero desistió de su propósito, porque no se atrevía a quedarse a oscuras y solo con sus alborotados pensamientos.




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- XXVII -

Otra consecuencia que era de temerse


Por rara casualidad estaba don Venancio Liencres en casa cuando llegó a sus puertas la capitana preguntando por él, precisamente por él. Cierto que se hallaba ya con el sombrero puesto para salir a perorar un rato en el senado del Círculo de Recreo, donde a la sazón se agitaba entre los senadores no sé qué punto de trascendencia para las harinas castellanas, las obras del ferrocarril y los cueros de Buenos Aires; pero, en fin, estaba en casa, y recibió a la madre de Andrés sin visible disgusto y a solas, como ella quería.

Allí, anegada en llanto, y en el secreto de la confesión, declaró Andrea a don Venancio todo lo que les estaba pasando con su hijo. Temía que en las respuestas dadas por éste a su padre se envolviera un propósito de casamiento con la tarasca callealtera. Y esto no podía suceder, porque sería la perdición de él, la vergüenza de toda su familia y el escándalo del pueblo. El capitán estaba ya dando los pasos necesarios para enterarse mejor de la magnitud del peligro; pero esto no bastaba: era preciso que don Venancio mismo, que tantos títulos reunía para merecer el respeto del desatinado mozo, le hablara al alma, le amonestara, se le impusiera, y que por Dios, y que por los santos... Y lágrima que va, y sollozo viene. Y don Venancio no salía de su asombro, sino para considerar lo mucho que podía valer la fuerza de su palabra, cuando a ella seguía acudiendo la capitana en los conflictos más graves de su vida.

Excusado es decir que la tranquilizó con un discurso, prometiéndola que todo se arreglaría del mejor modo posible. La capitana llegó a su casa antes que su marido, y don Venancio Liencres entró en el senado con el talante de los grandes hombres satisfechos de llevar entre los cascos el hervor de un gran problema.

Cuando volvió para cenar, rodeado de su familia, ni su señora pudo resistir un solo momento más la curiosidad de saber a qué había ido la capitana a tales horas y de tal modo a su casa, ni él dominar el deseo de declararlo todo en aquel instante solemne, con el santo fin de que se viera lo que llegarían a ser jóvenes tan irreflexivos como Andrés, sin hombres de maduro seso y legítima autoridad que los volvieran a la senda de sus deberes.

Y precisamente ocurrió el relato de lo más grave de la aventura de la calle Alta en los momentos en que Luisa, dejando caer el tenedor desde la altura de su boca, declaraba que no quería cenar más. Siguió la historia con comentarios del mismo narrador, gestos y monosílabos de asco de su señora y aspavientos de Tolín...; y Luisa, cuya inapetencia continuaba y cuya alteración de semblante descubría una violenta agitación nerviosa, rompió dos platos de una sola puñada. Enseguida se retiró a su cuarto, manifestando antes que si no se contaran en la mesa historias tan indecorosas como aquélla, no se trastornarían los nervios de nadie, ni se perderían por completo las ganas de cenar.

Convino su augusta madre en que no era del mejor tono hablar de «lances tan apestosos» delante de señoras tan principales, y mandó disponer una taza de salvia para su hija. La cual, encerrada ya en su cuarto, dijo a su madre, después de tomar dos sorbos de la pócima, que ya se sentía bien y que no apetecía otra cosa que el descanso de la cama.

Alegróse mucho de saberlo don Venancio, y como ya llevaba un buen rato de perorar con Tolín, que no acababa de asombrarse del suceso, túvosele por bastante ventilado por entonces; bostezó don Venancio; recogió su señora y guardó en el aparador los postres sobrantes, y, con las «buenas noches» de costumbre, se encerró cada cual en su agujero.

Despojándose estaba Tolín de su tuina doméstica, tras de haber dado largo recreo a sus ojos en la contemplación de los cuadros de la pared, cuando sintió un golpecito a la puerta, y la voz muy queda de su hermana, que por la rendijilla le preguntaba:

-¿Se puede?

Apresuróse Tolín a abrir, y entró Luisa de puntillas, con la palmatoria sin luz en una mano y el índice de la otra sobre los labios. Iba muy pálida, bastante ojerosa y no poco trémula de manos y de voz. Cerró cuidadosamente la puerta por dentro y dijo a su hermano, que la contemplaba atónito, señalándole una silla junto a la mesa, sobre la cual continuaba la cartera atestada de dibujos y acuarelas:

-Siéntate ahí.

-¿Pero qué te pasa, mujer? -preguntóla Tolín, volviendo a vestirse la tuina y con los ojos muy azorados.

-Ya lo sabrás -respondió muy bajito la interpelada-. Pero no alces la voz ni hagas ruido, porque no hay necesidad de que sepa nadie que te he hecho yo esta visita.

Tolín se sentó, y Luisa se quedó de pie delante de él, sin querer aprovechar la silla que su hermano puso a su lado, ofreciéndosela con insistencia.

-No quiero sentarme -dijo Luisa-; hablo mejor así, de arriba abajo, tal como estamos... Cara a cara, puede que no fuera yo tan valiente contigo como necesito serlo ahora... En fin, hombre, dejemos estas boberías... ¡Ay, Dios mío de mi alma!... Mira, Tolín, si llego a meterme en la cama con este escozor que siento por acá dentro, si no me aventuro a desahogarme un poco contigo, creo que me da algo esta noche..., que me muero, vamos, lo mismo que te lo digo... ¡lo mismo, Tolín!

Tolín, cada vez más consumido por la curiosidad de saber qué le pasaba a su hermana, insistió de nuevo con ella para que acabara de explicarse.

-A eso voy -dijo Luisa, con más deseos que valor para hacerlo-. ¿Tú has oído bien la historia que contó papá en la mesa?

-Sí que la he oído.

-¿La has oído?...

-Te repito que sí.

-Me alegro, Tolín, me alegro de que la hayas oído bien. ¿Y qué te parece?

-¡Mire usted ahora con qué coplas salimos! -exclamó Tolín muy contrariado.

-Pues ¿con qué coplas he de salirte, hombre? -preguntóle candorosamente su hermana.

-Pues con las tuyas, ¡canario!

-¡Pero si las mías empiezan por ahí, bobo!

Tolín se encogió de hombros y volvió un momento la cabeza hacia otra parte.

-Como siempre, Luisa, como siempre -añadió un instante después-. Maldito si se pueden atar dos caminos con todos los aspavientos tuyos. En fin, di lo que te dé la gana; ya veremos lo que sale.

Luisa miró a su hermano con un gesto que no era un himno a la perspicacia del mozo aquél, y le dijo:

-Quiero saber yo lo que te parece a ti esa indecencia de historia.

-Pues me parece muy mal, Luisa, ¡muy mal!... Tan indecente como a ti... ¿Lo quieres más claro?

-Eso es lo que yo quería saber, Tolín; eso mismo..., precisamente lo mismo.

-Entonces, ya estás servida...

-¡Un hombre que se viste de señor; que es hijo de buenos padres; que se tutea con nosotros; que está colocado en el escritorio de papá, manoseando sus caudales; que come en esta mesa tan a menudo!... ¡Un hombre así, encerrado en una bodega asquerosa, con una sardinera tarasca, y salir luego de allí los dos, corridos de vergüenza, entre la rechifla de las mujeronas y de los borrachos de toda la calle!... ¡Y a más, a más, cuando le apuran un poco, decir a su padre y a su madre que es muy capaz de casarse con ella!... ¿Tú has visto algo como esto en parte alguna, Tolín?... ¿Lo has leído siquiera en ningún libro, por muy descaradote y puerco que sea?... Vamos, hombre, dilo con franqueza...

-No, Luisa, no... No he visto nada como ello. ¿Y qué?

-Que eso no debe de quedar así.

-Ya has oído que papá piensa tomar cartas en el asunto.

-No basta que papá las tome; tienes que tomarlas tú también.

-¡Yo!

-Sí, tú; y desde mañana, Tolín.

-Pero ¿qué diablos me va a mi ni que...?

-¿Que qué te va a ti? ¿No eres su amigo tú... y de la infancia, Tolín, que es todo lo amigo que se puede ser de una persona?... ¿No estás con él en el escritorio? ¿No estáis abocados a ser socios y jefes de la casa de papá el día menos pensado?...

-Lo menos veinte veces te he oído decir esas mismas cosas por pecadillos de Andrés de bien escasa importancia.

-Pero éstos son pecados gordos, hijo, ¡muy gordos! Y te lo vuelvo a repetir, porque ahora va de veras.

-Pues déjalo que vaya, que en buenas manos está el pandero.

-Es que yo quiero ponerle en las tuyas.

-¿Y sabes tú si yo sabría tocarle?

-Lo que no se sabe, se aprende, cuando el caso lo pide, y aquí lo pide... ¡y mucho!

-Pero, trastuela del demonio..., ¡mira que cualquiera que te escuchara y te viera tan exigente y tan nerviosa por un asunto que, después de todo, no te importa media avellana!... ¿eres procuradora de Andrés, o qué?...

-A nadie le importa lo que soy, Tolín; pero quiero que esa... pingonada no se haga, y no se hará, ¿lo entiendes?

-Y si se hiciera, ¿qué?

-¡Virgen del Carmen!... ¡Ni en broma lo digas, Tolín!

Aquí le temblaban los labios, pálidos, a Luisa, y Tolín se la quedó mirando, con una expresión muy distinta de la que hasta entonces se había visto en su cara.

-¿Sabes, Luisa -la dijo, sin dejar de mirarla así-, que con eso que te oigo, y recordando lo que te tengo oído, bastante parecido a ello, voy entrando en aprensiones?...

-¿Aprensiones de qué, Tolín? -repuso Luisa, dispuesta, no solamente a oír todo lo que quisiera decirle su hermano sobre la calidad de sus aprensiones, sino también a tirarle de la lengua para que hablara cuanto antes-. Vamos, con franqueza.

-Aprensiones -continuó Tolín- de que algo más que la amistad es lo que te mueve a interesarte tanto por Andrés.

-¡Bien has tardado en caer en ello, inocente de Dios! -exclamó Luisa, lanzando las palabras de su pecho con tal ansia, que parecía que con ello le desahogaba de un peso insoportable.

-¡Y lo confiesas con esa frescura, Luisa! -dijo el otro haciéndose cruces.

-¿Y por qué no he de confesarlo, Tolín? ¿A quién ofendo con ello? ¿Qué hay en Andrés que no merezca estos malos ratos que estoy pasando por él? ¿No es guapo? ¿No es un mozo como unas perlas? ¿No es bueno y noble como un pedazo de pan? ¿No es fuerte y valeroso como un Cid? ¿No tiene, por tener de todo, tan buena posición como el mejor de los mequetrefes que me pasean a mí la calle, con tanto gusto tuyo? ¿No le tratamos y le estimamos de toda la vida?... Y siendo esto verdad, ¿por qué no he de... quererle yo; sí, señor, de quererle como le quiero tantos años hace?...

-¿Pero es posible, Luisa, que tú, tan fría con todos los que te tratan, tan dura de corazón con todos los que te miran, seas capaz de querer a nadie con ese fuego?...

-Bajo la nieve hay volcanes, Tolín; no sé quién lo dijo por alguien como yo; pero dijo con ello una gran verdad, según lo que a mí me pasa ahora...

-Pues, hija mía, para una vez que te quemaste..., ¡no hay duda que fue bien a tiempo!

-¿Por qué lo dices, Tolín?

-Bien a la vista lo tienes, Luisa. ¡Te quemas por quien ni siquiera repara en ello!

-Pues ahora reparará.

-¡Ahora!

-Ahora, sí... porque hasta ahora no ha sido necesario.

-¡Luisa! ¡Tú no estás en tus cabales! ¡A un hombre, quizá mal entretenido con una pescadora soez, ir a...!

-No hay tal entretenimiento, si es verdad lo que se ha contado.

-¡Y se quiere casar con ella!... Tú misma lo temías...

-Pues lo dije... por oírte... Pero aunque sea verdad, y aunque también lo sea que está mal entretenido, por eso mismo hay que abrirle los ojos, para que vea lo que nunca se atrevió a mirar, porque es humilde...

-¿Serías capaz de intentar eso, Luisa..., de perder la cabeza hasta ese extremo?

-Yo no sé, Tolín, de lo que sería capaz en el trance en que yo me veo... Pero de todos modos, como no he de ser yo quien dé ese paso..., sino tú...

-¡Yo!... ¡Yo ir a ofrecer mi propia hermana!...

-¡Qué ofrecer ni qué calabaza, hombre! Con esa manera de llamar las cosas, no hay decencia posible en nada. Pero si tú vas, y, con la confianza que tienes con él, empiezas por afearle lo que ha hecho y lo que piensa hacer... y le hablas de lo que él vale..., de la consideración que debe a su familia y a sus amigos..., de lo bien que le estaría una novia de entre lo principal del pueblo..., y poco a poco, te vas cayendo, cayendo hacia acá; y, sin decir lo que yo pienso, le haces comprender que bien podría llegar a pensarlo..., y, en fin, todo lo que se te vaya ocurriendo...

-Luisa, ¡Luisilla de los demonios! Pero ¿cómo te estimas en tan poco..., y por quién me tomas?

-¡Ah, grandísimo desalmado! ¡Ahí te quería esperar yo! ¿Por quién me tomabas tú a mí cuando me hacías la rosca para que le contara esas mismas letanías del hijo de mi padre a mi amiga Angustias? Entonces, el papel que me dabas era de lo más honroso... «Una hermana mirando por el bien de su hermano... ¡uf!, eso parte el corazón de puro gusto... Así como quien no quiere la cosa, la vas enterando de lo juicioso que soy, del arte que tengo para el escritorio..., de lo tierno que soy de entraña..., de lo que yo me desvivo por cierta mujer..., de que me paso las noches en un suspiro...»

-¡Luisa, canario! -dijo entonces Tolín revolviéndose en su asiento, como si le estuvieran clavando un par de banderillas. Pero Luisa, sin hacer caso maldito de la interrupción antes bien, gozándose en el desasosiego de su hermano, continuó remedándole así:

-«Pero como es tan corto de genio, antes se morirá de hipocondría que decir a esa mujer, cuando está delante de ella: por ahí te pudras.»

-¡Luisa!

-Y por cierto, grandísimo desagradecido, que bien luego y con buen arte despaché tu comisión; y bien te allané el camino..., y bien poco te costó después llegar hasta donde has llegado a la hora presente, que casi nada te falta ya para conseguir lo que deseabas, porque hasta el erizo de su padre, don Silverio Trigueras, está hecho unas mieles contigo. ¡Y ahora resulta que he estado yo haciendo un papel de los más feos... y que...!

-¡Por vida del ocho de bastos, Luisa!... ¡Déjame hablar, o te saco al carrejo... y grito para que nos oigan!...

-Eso faltaba, ¡egoistón!... ¡mal hermano!... ¿Y qué es lo que tú puedes responder a esto que yo te digo?

-Que aunque todo ello fuera la pura verdad...

-¡Y más de otro tanto que no he querido decir!...

-Que aunque todo ello y lo que te has callado fuera la pura verdad, son los dos casos muy diferentes.

-¡Diferentes! ¿Por dónde? ¿Por qué?

-Porque tú eres una señorita.

-Justo. Y tú todo un caballero... ¡Y es una mala vergüenza que un caballero como tú, porque las mujeres están obligadas, por el bien parecer, a tragarse todo cuanto sientan por un hombre, y a no dárselo a entender ni siquiera con una mala mirada, ayude a su propia hermana a salir del ahogo en que se ve, despertando un poco la atención, con cuatro palabras al caso, de un hombre que es, además, un amigo de la mayor intimidad!... ¡Bah! Pero que a un caballero que tiene obligación, por ser hombre, de ser valiente y arrojado y de ajustar todas sus cuentas por sí mismo, le arregle una señorita un negocio de esa clase..., no tiene nada de particular; es una hazaña de rechupete... y hasta obra de misericordia ... ¿No le parece a usted el don escrúpulo de Mari?... ¡Caramba! ¡No sé lo que te diría ahora, si pudiera yo gritar todo lo que necesito!...

-Corriente. Pues lo doy por gritado, y déjame en paz.

-Así, hijo, así..., ¡así se sale luego del paso! ¡Y tenga usted hermanos para eso, y desvívese usted por ellos..., y... ¡Virgen de los Dolores!...

Aquí rompió a llorar la hermana de Tolín, como si el alma se le saliera por la boca. Tolín trató de consolarla como mejor pudo; pero aquel antojo estaba a prueba de reflexiones más poderosas que las insulsas vaguedades que se le ocurrían al hijo de don Venancio Liencres. De pronto dejó Luisa de llorar, y dijo resueltamente a su hermano:

-Pues ten entendido que, si no llegas a hacer lo que te encargo, voy a hacerlo yo... ¡yo, por mí misma! Y seré capaz hasta de confesárselo a su madre y a su padre... y al cura de la parroquia, si me apuras... Y hasta sabrá la hija de don Silverio Trigueras el pago que tú das a lo que la tonta de tu hermana hizo por ti.

Tolín estaba en ascuas; creía a su hermana muy abonada para cumplir lo que ofrecía, y al mismo tiempo le asustaba lo peliagudo de la empresa que le encomendaba. Sus deseos no eran malos; pero su irresolución le encogía. Habló a Luisa nuevamente en este sentido, suplicándola que le dejara buscar el modo y la ocasión a gusto de él, porque todo se arreglaría con el tiempo.

-No, no -insistió la otra-. No hay un instante que perder. Mañana mismo vas a dar el primer paso...

-Pero atiende a razones...

-Mira: en cuanto venga al escritorio, le llamas aparte, y solos allí los dos..., comienzas a hablarle, y después..., ¡caramba!, si fuera yo, bien pronto se lo diría como deben decirse esas cosas...

-Y aunque todo saliera como tú deseas, tarambana del mismo diablo, ¿sabes tú la cara que pondría mamá?

-Eso corre de mi cuenta, Tolín. ¡Pues podía desaprobarlo! ¡Un partido tan hermoso para mí!... Tú no te apures por eso, y cuídate de lo otro.

-En fin -dijo el abrumado mozo, acaso para verse libre por entonces de un asedio tan tenaz-, haré todo lo posible por complacerte.

-Es que hay que hacer -insistió Luisa sin cejar un punto- no solamente lo posible, sino todo lo necesario... Y si esto se hace o no se hace, he de saberlo yo mañana por la noche, cuando venga Andrés aquí; porque tú harás, discretamente, que venga sin falta..., ¿lo entiendes bien?... ¡Sin falta!

No había escape para Tolín, porque sabía muy bien que, en un carácter como el de su hermana, todo estruendo era creíble como se le metiera el antojo entre los cascos. Comprendió que hasta para evitar campanadas más ruidosas era de necesidad cumplir con empeño la peliaguda comisión, y a cumplirla así se obligó con su hermana.

Luego que ésta se convenció de que la promesa de Tolín no era un vano recurso para salir del paso, trocáronse sus denuestos en arrullos; encendió su bujía, se despidió con un fervientísimo «adiós», abrió la puerta con mucho cuidado, y, de puntillas, y más bien deslizándose que pisando, llegó en un instante a su dormitorio y se encerró en él, si no libre de inquietudes, con el ánimo más reposado después del desahogo que acababa de dar a su berrinche.

En cambio, Tolín, que se había levantado de la mesa con el espíritu hecho una balsa de aceite, no pudo atrapar el sueño hasta bien cerca de la madrugada. ¡El demonio de la chiquilla!...




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- XXVIII -

La más grave de todas las consecuencias


Todavía resonaban hacia la calle de la Mar los gritos de ¡apuyáaa!, ¡apuyáaa! con que el deputao del Cabildo de Abajo despertaba a los mareantes recorriendo las calles en que habitaban, y aun habían llegado los más diligentes de ellos a la Zanguina para tomar la parva de aguardiente o el tazón de cascarilla, cuando ya Andrés, dolorido de huesos y harto desmayado de espíritu, salía de los Arcos de Hacha, atravesaba la bocacalle frontera y entraba en el Muelle buscando la Rampa Larga. Eran apenas las cinco de la mañana, y no había otra luz que la tenue claridad del horizonte, precursora del crepúsculo, ni se notaban otros ruidos que el de sus propios pasos, el de las voces de algún muchacho de lancha, o el de los remos que éstos movían sobre los bancos. La negra silueta del aburrido sereno que se retiraba a su hogar dando por terminado su penoso servicio, o el confuso perfil del encogido bracero a quien arrojaba del pobre lecho la dura necesidad de ganarse el incierto desayuno, eran los únicos objetos que la vista percibía en toda la extensión del Muelle, descollando sobre la blanca superficie de su empedrado.

De la misma opinión fue Reñales, en cuya lancha le esperaba ya Andrés, muy impaciente, pues en cada bulto que distinguía sobre el Muelle, creía ver un emisario de su casa que corría en busca suya. Porque es de advertir, aunque no sea necesario, que su corto sueño sobre el banco de la taberna fue una incesante pesadilla, en la cual vio con todos los detalles de la realidad, las angustias de su madre que clamaba por él y le esperaba sin un instante de sosiego; las inquietudes, los recelos y hasta la ira de su padre, que andaba buscándole inútilmente de calle en calle, de puerta en puerta; y, por último, las conjeturas, los consuelos, los amargos reproches... y hasta las lágrimas, entre los dos. Este soñado cuadro no se borró de su imaginación después de despertar. Le atormentaba el espíritu y robaba las fuerzas a su cuerpo: pero el plan estaba trazado: era conveniente y había que realizarle a toda costa.

Al fin, se oyó en el Muelle un rumor de voces ásperas y de pisadas recias; llegó a la Rampa un tropel de pescadores cargados con sus artes, su comida, sus ropas de agua, y muchos de ellos con una buena porción del aparejo de la lancha; y vio complacidísimo Andrés como la de Reñales quedó en breves momentos aparejada y completa de tripulantes.

Armáronse los remos, arrimóse al suyo, a popa y de pie, el patrón, para gobernar; desatracóse la lancha; recibió el primer empuje de sus catorce remeros; púsose en rumbo hacia afuera y comenzó su quilla sutil a rasgar la estirada, quieta y brillante superficie de la bahía. Pero por diligente que anduvo, otras la precedían, del mismo Cabildo y del de Arriba, y cuando llegó a la altura de la Fuente Santa, dejaba por la popa la barquía de Mocejón, en la cual vio Andrés a Cleto, cuya triste mirada, por único saludo, agitó en su memoria los mal apaciguados recuerdos del suceso de la víspera, causa de aquella su descabellada aventura.

La luz del crepúsculo comenzaba entonces a dibujar los perfiles de todos los términos de lo que antes era, por la banda de estribor, confuso borrón, negra y prolongada masa, desde el Cabo Quintres hasta el monte de Cabarga; apreciábase el reflejo de la costa de San Martín en el cristal de las aguas que hendía la esbelta embarcación, y en las praderas y sembrados cercanos renacía el ordenado movimiento de la vida campestre, la más apartada de las batallas del mundo. A la derecha, rojeaban las arenales de las Quebrantas, arrebujados en lo alto, con el verdoso capuz del cerro que sostenían, y hundiendo sus pies bajo las ondas mansísimas con que el mar, su cómplice alevoso, se los besaba, entre blandos arrullos, a la vez que los cubría. Parecían dos tigres jugueteando, en espera de una víctima de su insaciable voracidad.

No sé si Andrés, sentado a popa cerca del patrón, aunque miraba silencioso a todas partes, veía y apreciaba de semejante modo los detalles del panorama que iba desenvolviéndose ante él; pero está fuera de duda que no ponía los ojos en un cuadro de aquéllos sin sentir enconadas las heridas de su corazón y recrudecida la batalla de sus pensamientos. Por eso anhelaba salir cuanto antes de aquellas costas tan conocidas y de aquellos sitios que le recordaban tantas horas de regocijo sin amargores en el espíritu ni espinas en la conciencia; y por ello vio con gusto que, para aprovechar el fresco terral que comenzaba a sentirse, se izaban las velas, con lo que se imprimía doblado impulso al andar de la lancha.

Con la cabeza entre las manos, cerrados los ojos y atento el oído al sordo rumor de la estela, llegó hasta la Punta del puerto, y abocó a la garganta sombría que forman el peñasco de Mouro y la costa de acá; y sin moverse de aquella postura, alabó a Dios desde lo más hondo de su corazón, cuando Reñales, descubriéndose la cabeza, lo ordenó así con fervoroso mandato, porque allí empezaba la tremenda región preñada de negros misterios, entre los cuales no hay instante seguro para la vida; y sólo cuando los balances y cabeceos de la lancha le hicieron comprender que estaba bien afuera de la barra, enderezó el cuerpo, abrió los ojos y se atrevió a mirar, no hacia la tierra, donde quedaban las raíces de su pesadumbre, sino al horizonte sin límites, al inmenso desierto en cuya inquieta superficie comenzaban a chisporrotear los primeros rayos del sol, que surgía de los abismos entre una extensa aureola de arrebolados crespones. Por allí se iba a la soledad y al silencio imponentes de las grandes maravillas de Dios y al olvido absoluto de las miserables rencillas de la Tierra, y hacia allá quería él alejarse volando, y por eso le parecía que la lancha andaba poco, y deseaba que la brisa que henchía sus velas se trocara súbitamente en huracán desatado.

Pero la lancha, desdeñando las impaciencias del fogoso muchacho, andaba su camino honradamente, corriendo lo necesario para llegar a tiempo al punto adonde la dirigía su patrón. El cual llamó de pronto la atención de Andrés para decirle:

-Mire usté que manjúa de sardina.

Y le apuntaba hacia una extensa mancha oscura, sobre la cual revoloteaba una nube de gaviotas. Por estas señales se conocía la manjúa. Después añadió:

-Buen negocio pa las barquías que hayan salido a eso. Cuando yo venga a sardinas, me saltarán las merluzas a bordo. Suerte de los hombres.

Y la lancha siguió avanzando mar adentro, mientras la mayor parte de sus ociosos tripulantes dormían sobre el panel, y cuando Andrés se resolvió a mirar hacia la costa, no pudo reconocer un solo punto de ella, porque sus ojos inexpertos no veían más que una estrecha faja pardusca, sobre la cual se alzaba un monigote blanquecino, que era el faro de Cabo Mayor, por lo que el patrón le dijo.

Y aún seguía alejándose la lancha hacia el Noroeste, sin la menor sorpresa de Andrés, pues aunque nunca había salido tan afuera, sabía por demás que para la pesca de la merluza suelen alejarse las lanchas quince y dieciocho millas del puerto; y, cuando se trata del bonito, hasta doce o catorce leguas, por lo cual van provistas de compás para orientarse a la vuelta.

A medida que la esbelta y frágil embarcación avanzaba en su derrotero, iba Andrés esparciendo las brumas de su imaginación y haciéndose más locuaz. Contadísimas fueron las palabras que había cambiado con el patrón desde su salida de la Rampa Larga; pero en cuanto se vio tan alejado de la costa, no callaba un momento. Preguntaba, no sólo cuanto deseaba saber, sino lo que, de puro sabido, tenía ya olvidado: sobre los sitios, sobre los aparejos, sobre las épocas, sobre las ventajas y sobre los riesgos. Averiguó también a cuántos y a quiénes de los pescadores que iban allí había alcanzado la leva, y supo que a tres, uno de ellos su amigo Cole, que era de los que a la sazón dormían bien descuidados. Y lamentó la suerte de aquellos mareantes, y hasta discurrió largo y tendido sobre si esa carga que pesaba sobre el gremio era más o menos arreglada a justicia, y si se podía o no se podía imponer en otras condiciones menos duras, y hasta apuntó unas pocas por ejemplo. ¡Quién sabe de cuántas cosas habló!

Y, hablando, hablando de todo lo imaginable, llegó el patrón a mandar que se arriaran las velas, y la lancha a su paradero.

Mientras el aparejo de ella se arreglaba, se disponían los de pesca y se ataban las lascas sobre los careles, Andrés paseó una mirada en derredor, y la detuvo largo rato sobre lo que había dejado atrás. Todo aquel extensísimo espacio estaba salpicado de puntitos negros, que aparecían y desaparecían a cada instante en los lomos o en los pliegues de las ondas. Los más cercanos a la costa eran las barquías, que nunca se alejaban del puerto más de tres o cuatro millas.

-Aquellas otras lanchas -le decía Reñales, respondiendo a algunas de sus preguntas y trazando en el aire con la mano, al propio tiempo, un arco bastante extenso-, están a besugo. Estas primeras, en el Miguelito; las de allí, en el Betún, y éstas de acá, en el Laurel. Ya usté sabe que ésos son los mejores placeres o sitios de pesca pa el besugo.

Andrés lo sabía muy bien, por haber llegado una vez hasta uno de ellos; pero no por haber visto tan lejos y tan bien marcados a los tres.

De las lanchas de merluza, con estar tan afuera la de Reñales, era la menos alejada de la costa. Apenas la distinguían los ojos de Andrés; pero los del patrón y los de todos los tripulantes hubieran visto volar una gaviota encima del Cabo Menor.

Al ver largar los cordeles por las dos bandas después de bien encarnados los anzuelos en sus respectivas sotilezas de alambre, Andrés se puso de codos sobre el carel de estribor, con los ojos fijos en el aparejo más próximo, que sostenía en su mano el pescador después de haberle apoyado sobre la redondeada y fina superficie de la lasca, para no rozar la cuerda con el áspero carel al ser halada para dentro con la merluza trabada. Pasó un buen rato, bastante rato, sin que en ninguno de los aparejos se notara la más leve sacudida. De pronto, gritó Cole desde proa:

-¡Alabado sea Dios!

Ésta era la señal de la primera mordedura. En seguida, halando Cole la cuerda y recogiendo medias brazas precipitadamente, pero no sin verdaderos esfuerzos de puño, embarcó en la lancha una merluza, que Andrés, por no haberlas visto pescar nunca, le pareció un tiburón descomunal. El impresionable mozo palmoteaba de entusiasmo. Momentos después veía embarcar otra, y luego otra, y en seguida otras dos, y tanto le enardecía el espectáculo, que solicitó la merced de que le cediera una cuerda para probar fortuna con ella. Y la tuvo cumplida, pues no tardó medio minuto en sentir trabada en su anzuelo una merluza. ¡Pero al embarcarla fue ella! Hubiera jurado que tiraban de la cuerda hacia el fondo del mar cetáceos colosales, y que le querían hundir a él y a la lancha y cuantos estaban dentro de ella.

-¡Que se me va... y que nos lleva! -gritaba el iluso, tira que tira del cordel.

Echóse a reír la gente al verle en tal apuro; acercósele un marinero, y, colocando el aparejo como era debido, demostróle prácticamente que, sabiendo halar, se embarcaba sin dificultad un ballenato, cuanto más una merluza de las medianas, como aquélla.

-Pues ahora lo veremos -dijo Andrés nervioso de emoción, volviendo a largar su cordel.

¡Ni pizca se acordaba entonces de las negras aventuras que a aquellas andanzas le habían arrastrado!

Indudablemente, estaba dotado por la naturaleza de excepcionales aptitudes para aquel oficio y cuanto con él se relacionara. Desde la segunda vez que arrojó su cuerda a los abismos del mar, ninguno de los compañeros de la lancha le aventajó en destreza para embarcar pronto y bien una merluza.

Lo peor fue que dieron éstas de repente en la gracia de no acudir al cebo que se les ofrecía en sus tranquilas profundidades, o largarse a merodear en otras más de su gusto, y se perdieron las restantes horas de la mañana en inútiles tentativas y sondeos.

Se habló, en vista de ello, de salir más afuera todavía, o, como se dice en la jerga del oficio, de hacer otra impuesta.

-No está hoy el jardín pa flores -dijo Reñales reconociendo los horizontes-. Vamos a comer en paz y en gracia de Dios.

Entonces cayó Andrés en la cuenta de que, al salir de la Zanguina, no se había acordado de proveerse de un mal zoquete de pan. Felizmente, no le atormentaba el hambre; y con algo de lo que le fueron ofreciendo de los fiambres que llevaban en sus cestos los pescadores, y un buen trago de agua de la del barrilito que iba a bordo, entretuvo las escasas necesidades de su estómago.

La brisa, entretanto, iba encalmándose mucho; por el horizonte del Norte se extendía un celaje terso y plomizo, que entre el Este y el Sur se descomponía en grandes fajas irregulares de azul intenso, estampadas en un fondo anaranjado brillantísimo; sobre los Urrieles, o picos de Europa, se amontonaban enormes cordilleras de nubarrones; y el sol, en lo más alto de su carrera, cuando no hallaba su luz estorbos en el espacio, calentaba con ella bastante más de lo regular. Los celadores de las lanchas más internadas en el mar tenían hecha la señal de precaución, con el remo alzado en la bagra; pero en ninguno de ellos ondeaba la bandera que indica recoger.

Reñales estaba tan atento a aquellos celajes y estos signos, como a las tajadas que con los dedos de su diestra se llevaba a la boca de vez en cuando; pero sus compañeros, aunque tampoco los perdían de vista, no parecían darles tanta importancia como él.

Andrés le preguntó qué opinaba de todo ello.

-Que me gusta muy poco cuando estoy lejos del puerto...

De pronto, señalando hacia Cabo Mayor, dijo poniéndose de pie:

-Mirad, muchachos, lo que nos cuenta Falagán.

Entonces Andrés, fijándose mucho en lo que le indicaban los pescadores que estaban más cerca de él, vio tres humaredas que se alzaban sobre el cabo. Era la señal de que el Sur arreciaba mucho en bahía. Dos humaredas solas hubieran significado que la mar rompía en la costa.

Malo es el Sur desencadenado para tomarle las lanchas a la vela; pero es más temible que por eso por lo que suele traer de improviso: el galernazo, o sea la virazón repentina al Noroeste.

De estos riesgos trataba de huir Reñales tomando cuanto antes la vuelta al puerto. Mirando hacia él, vio que las barquías estaban embocándole ya, y que las lanchas besugueras trataban de hacer lo mismo. Sin pérdida de un instante, mandó izar las velas; y como el viento era escaso, se armaron también los remos. Todas las lanchas de altura imitaron su ejemplo.

Andrés no era aprensivo en trances como aquél; y por no serlo, se admiraba no poco al observar que, según iba acercándose a la costa, se complacía tanto en ello como horas antes en alejarse. Y observaba más: observaba que ya no le parecían tan grandes, tan terribles, tan insuperables aquellas tormentas que le habían arrebatado de su casa y hecho pasar una noche de perros en un rincón de la Zanguina; que bien pudo haber sido un poco menos terco con su padre, y con ello sólo se hubiera ahorrado la mala noche y todo lo que a ella siguió, incluso la aventura en que se encontraba, la cual, aunque le había recreado grandemente, le dejaba el amargor de su motivo..., y, por último, que le inquietaba bastante el poco andar de la lancha. Y con observar todo eso, y con asombrarse de ello, y con no apartar los ojos de la nublada faz de Reñales, sino para llevarlos a las no muy alegres de sus compañeros, o hacia los peñascos, cada vez más perceptibles, de la costa, no caía en la cuenta de que todo aquel milagro era obra de un inconsciente apego a la propia pelleja, amenazada de un grave riesgo, que se leía bien claro en la actitud recelosa de aquellos hombres tan avezados a los peligros de la mar.

Pasó así más de una hora, sin que en la lancha se oyeran otros rumores que el crujir de los estrobos, las acompasadas caídas de los remos en el agua, y el ardiente respirar de los hombres que ayudaban con su fatiga a las lonas a medio henchir. A ratos era el aire algo más fresco, y entonces descansaban los remeros. En los celajes no se notaba alteración de importancia. Por la popa y por la proa se veían las lanchas que llevaban el mismo derrotero que la de Reñales.

Todo iba, pues, lo mejor posible, y así continuó durante otra media hora; y llegó Andrés a reconocer bien distintamente, sin el auxilio de ojos extraños, los Urros de Liencres, y luego los acantilados de la Virgen del Mar.

De pronto percibieron sus oídos un pavoroso rumor lejano, como si trenes gigantescos de batalla rodaran sobre suelos abovedados; sintió en su cara la impresión de una ráfaga húmeda y fría, y observó que el sol se oscurecía y que sobre el mar avanzaban, por Noroeste, grandes manchas rizadas, de un verde casi negro. Al mismo tiempo gritaba Reñales:

-¡Abajo esas mayores!... ¡El tallaviento solo!

Y Andrés, helado de espanto, vio a aquellos hombres tan valerosos abandonar los remos y lanzarse, descoloridos y acelerados, a cumplir los mandatos del patrón. Un solo instante de retardo en la maniobra hubiera ocasionado el temido desastre; porque apenas quedó izado el tallaviento, una racha furiosa, cargada de lluvia, se estrelló contra la vela, y con su empuje envolvió la lancha entre rugientes torbellinos. Una bruma densísima cubrió los horizontes, y la línea de la costa, mejor que verse, se adivinaba por el fragor de las mares que la batían, y el hervor de la espuma que la asaltaba por todas sus asperezas.

Cuanto podía abarcar entonces la vista en derredor, era ya un espantoso resalsero de olas que se perseguían en desatentada carrera, y se azotaban con sus blancas crines sacudidas por el viento. Correr delante de aquella furia desatada, sin dejarse asaltar de ella, era el único medio, ya que no de salvarse, de intentarlo siquiera. Pero el intento no era fácil, porque solamente la vela podía dar el empuje necesario, y la lancha no resistiría sin zozobrar ni la escasa lona que llevaba en el centro.

Andrés lo sabía muy bien; y al observar cómo crujía el palo en su carlinga y se ceñía como una vara de mimbre, y crepitaba la vela, y zambullía la lancha su cabeza, y tumbaba después sobre un costado, y la mar la embestía por todas partes, no preguntó siquiera por qué el patrón mandó arriar el tallavientos y armar la unción en el castillete de proa. Más que lo que la maniobra significaba en aquel momento angustioso, heló la sangre en el corazón de Andrés el nombre terrible de aquel angosto lienzo desplegado a la mitad de un palo muy corto: ¡La unción! Es decir, entre la vida y la muerte.

Por fortuna, la lancha la resistió mejor que el tallaviento; y con su ayuda, volaba entre el bullir de las olas. Pero éstas engrosaban a medida que el huracán las revolvía; y el peligro de que rompieran sobre la débil embarcación crecía por instantes. Para evitarle, se agotaban todos los medios humanos. Se arrojaron por la popa los hígados del pescado que iba a bordo, y se extendió por el mismo lado el tallaviento flotante. Se conseguía algo, pero muy poco, con estos recursos... ¡Huir, huir por delante!... Esto sólo, o resignarse a perecer.

Y la lancha seguía encaramándose en las crestas espumosas, y cayendo en los abismos, y volviendo a erguirse animosa para caer en seguida en otra sima más profunda, y ganando siempre terreno, y procurando, al huir, no presentar a las mares el costado.

De tiempo en tiempo, los pescadores clamaban fervorosos:

-¡Virgen del Mar, adelante!... ¡Adelante, Virgen del Mar!.

A Andrés le parecían siglos los minutos que llevaba corridos en aquel trance espantoso, tan nuevo para él; y comenzaba a aturdirse y a desorientarse entre el estruendo que le ensordecía; la blancura y movilidad de las aguas, que le deslumbraban; la furia del viento que azotaba su rostro con manojos de espesa lluvia; los saltos vertiginosos de la lancha, y la visión de su sepultura entre los pliegues de aquel abismo sin límites. Sus ropas estaban empapadas en el agua de la lluvia y la muy amarga que descendía sobre él después de haber sido lanzada al espacio, como densa humareda, por el choque de las olas; flotaban al aire sus cabellos goteando, y comenzaba a tiritar de frío. Ni intentaba siquiera desplegar sus labios con una sola pregunta. ¿Para qué esta inútil tentativa? ¿No lo llenaban todo, no respondían a todo cuanto pudiera preguntar allí la mísera voz humana, los bramidos de la galerna?

Así pasó largo rato mirando maquinalmente cómo sus compañeros de martirio, con el ansia de la desesperación unas veces, y otras con la serenidad de los corazones impávidos, desalojaban, con cuantos útiles servían para ello, el agua que embarcaba en la lancha algún maretazo que la alcanzaba por la popa, o movía el aparejo, a una señal del patrón, en un instante de respiro.

El exceso mismo del horror, suspendiendo el ánimo de Andrés, fue predisponiendo su discurso a la actividad regularizada y a la coordinación de las ideas, aunque en una órbita algo extraña a las condiciones de un espíritu constituido como el suyo. Por ejemplo: no discurrió sobre las probabilidades que tenía de salvarse. Para él era ya cosa indiscutible y resuelta el morir allí. Pero le preocupó mucho la clase de muerte que le esperaba; y analizó el fatal suceso momento por momento y detalle por detalle. Del minucioso análisis dedujo que su propio cuerpo arrojado de pronto en aquel infierno rugiente, en la escala de una proporción rigurosa, representaba mucho menos que el átomo que cae en las fauces de un tigre con el aire que éste aspira en un bostezo. Pero ¿cabía imaginar un desamparo, una soledad, un desconsuelo más espantoso en derredor de un hombre para morir? Enseguida pasaron por su memoria, en triste desfile, los mártires que él recordaba de la numerosa legión de héroes, a la cual pertenecían los desventurados que le rodeaban, destinados quizá a desaparecer también, de un momento a otro, en aquel horrible cementerio. Y los vio, uno por uno, luchar brevísimos instantes, con las fuerzas de la desesperación, contra el inmenso poder de los elementos desencadenados; hundirse en los abismos; reaparecer con el espanto en los ojos y la muerte en el corazón, y volver a sumergirse para no salir ya sino como informe despojo de un desastre, flotando entre los pliegues de las olas y arrastrados al capricho de la tempestad.

Y viéndolos a todos así, llegó a ver a Mules; y viendo a Mules, se acordó de su hija; y acordándose de su hija, por una lógica asociación de ideas, llegó a pensar en todo lo que le había pasado y fue causa de que él se viera en el riesgo en que se veía, y entonces, a la luz que sólo perciben los ojos humanos en las fronteras de la muerte, estimó en su verdadera importancia aquellos sucesos; y se avergonzó de sus ligerezas, de su insensatez, de sus ingratitudes, de su última locura, causa, quizá, de la desesperación de sus padres; y volvió su mortal naturaleza a reclamar sus derechos; y amó la vida, y le espantaron de nuevo los peligros que corría en aquel instante y temió que Dios hubiera dispuesto arrancársela de aquel modo, en castigo de su pecado.

Temblaba de horror; y cada crujido del fúnebre aparejo, cada estremecimiento de la lancha, cada maretazo que la alcanzaba, le parecía la señal del último desastre. Para colmo de angustias, vio de pronto por su banda flotar un remo entre las espumas alborotadas; y en seguida otros dos. También lo vieron los contristados pescadores. Y vieron más a los pocos momentos: vieron una masa negra dando tumbos entre las olas. Era una lancha perdida. ¿De quién? ¿Y sus hombres? Estas preguntas leía Andrés en las caras lívidas de sus compañeros. Notó que, puestos de rodillas y elevando los ojos al cielo, hacían la promesa de ir al día siguiente, descalzos y cargados con los remos y las velas, a oír una misa a la Virgen, si Dios obraba el milagro de salvarles la vida en aquel riesgo terrible. Andrés elevó al cielo la misma oferta desde el fondo de su corazón cristiano.

Por obra de esta nueva impresión, le asaltó otro pensamiento que impregnó de amargura su alma generosa. Si él salía vivo de allí, en su mano estaba no volver a exponerse a tales riesgos; pero los infelices que le acompañaban, aunque con él se salvaran entonces, ¿no sentirían amargado el placer de salvarse con los recelos de perecer a la hora menos pensada en otra convulsión de la mar, tan repentina y horrorosa como aquélla? ¡Desdichado oficio, que tales quiebras tenía! Y fue reparando, uno por uno, en todos los pescadores de la lancha. De todo había allí: desde el mozo imberbe hasta el viejo encanecido; y todos parecían más resignados que él; y, sin embargo, cada una de aquellas vidas era más necesaria en el mundo que la suya. Esta consideración, hiriéndole la fibra del amor propio, infundió algún calor a sus ánimos abatidos.

Y la tempestad seguía desenfrenada, y la lancha corriendo, loca y medio anegada ya, delante de ella. En uno de sus bandazos, estuvo su carel a medio palmo de un bulto que se mecía entre dos aguas, dejando flotantes sobre ellas espesos manojos de una cabellera cerdosa.

-¡Muergo! -gritó Reñales, queriendo, al mismo tiempo, apoderarse del cadáver con una de sus manos.

Andrés sintió que el frío de la muerte le invadía otra vez el corazón, que la vida iba a faltarle; y sólo un acontecimiento como el ocurrido allí en el mismo instante pudo rehacer sus fuerzas aniquiladas.

Y fue que Reñales, por coincidir su movimiento con un recio balance de la lancha, perdió el equilibrio y cayó sobre el costado derecho, dándose un golpe en la cabeza contra el carel. Sin gobierno la lancha, atravesóse a la mar; saltó hecho astillas el palo, y arrebató el viento la vela. Andrés entonces comprendió la gravedad del nuevo peligro:

-¡A los remos! -gritó a los consternados pescadores, lanzándose él al de popa, abandonado por Reñales al caer, y poniendo la lancha en rumbo conveniente, con destreza y agilidad bien afortunadas para todos.

Pasaban entonces por delante de Cabo Menor, sobre cuyas espaldas de roca avanzaban los mares para despeñarse al otro lado en bramadora cascada. Desde allí, o mejor dicho, desde Cabo Mayor a la boca del puerto, y siguiendo por el islote de Mouro hasta el cabo Quintres y el de Ajo, toda la costa era una sola cenefa de mugidoras espumas que hervían y trepaban, y se asían a los acantilados, y volvían a caer para intentar de nuevo el asalto, al empuje inconcebible de aquellas montañas líquidas que iban a estrellarse furiosas, sin punto de sosiego, contra las inconmovibles barreras.

-¡Adelante, Virgen del Mar! -repetían con voz firme los remeros al compás de su fatiga.

Andrés, empuñando su remo, clavados sus pies, más que asentados, en el panel de la lancha; luchando y viendo luchar a sus valerosos compañero con esfuerzo sobrehumano contra la muerte que los amenazaba por todas partes, comenzaba a sentir la sublimidad de tantos horrores juntos, y alababa a Dios delante de aquel pavoroso testimonio de su grandeza.

A todo esto, Reñales no movía pie ni mano; y Cole, que achicaba el agua sin cesar con otro componer, a una señal de Andrés, que estaba en todo, suspendió su importantísimo trabajo y acudió a levantar al patrón, que había quedado aturdido con el golpe y sangraba copiosamente por la herida que se había causado en la cabeza. Atendiósele lo menos mal que se pudo en tan apurada situación, y con ello fue reanimándose poco a poco, hasta que intentó volver a su puesto cuando la lancha, cruzando como un rayo por delante del Sardinero, llegaba enfrente de la Caleta del Caballo. Pero en aquellos instantes, además de la serenidad y de la inteligencia, se necesitaba fuerza no común para gobernar; y a Reñales le faltaba esta condición tan importante, al paso que Andrés, en el punto en que se hallaba de la costa, las reunía todas sobradamente.

-Pues ¡adelante! -le dijo el patrón acurrucándose en el panel, porque su cabeza dolorida no podía resistir los azotes de la tempestad-, ¡y que se cumpla la voluntad de Dios!

¡Adelante! Adelante era acometer al puerto, es decir, jugar la vida en el último y más imponente azar; porque el puerto estaba cerrado por una serie de murallas, de olas enormes, que, al llegar al angosto boquete y sentirse oprimidas allí, parte de cada una de ellas asaltaba y envolvía el escueto peñasco de Mouro, y el resto se lanzaba a la oscura gola, y la henchía y alzaba sus espaldas colosales para caber mejor, y a su paso retemblaban los ingentes muros de granito. Pero ¿cómo huir del puerto? ¿Adónde tirar en busca de refugio? ¿No era un milagro cada instante que pasaba sin que la lancha zozobrase en el horrible camino que traía?

Lo menos malo de aquella situación era que iba a resolverse muy pronto; y esta convicción se leía muy claramente en las caras de los tripulantes fijas en la de Andrés e inmóviles, como si de repente se hubieran petrificado todas a la vez, por obra de un mismo pensamiento.

-Ya lo sabe usté, don Andrés -dijo Reñales a éste-: enfilando por la proba el alto de Rubayo y el Codío de Solares, es la media barra justa.

-Cierto -respondió amargamente Andrés, sin apartar los ojos de la boca del puerto, ni sus manos del remo con que gobernaba-; pero cuando no se ven ni el Codío de Solares ni el alto de Rubayo, como ahora, ¿qué se hace, Reñales?

-Ponerse en manos de Dios y entrar por donde se pueda -respondió el patrón, después de una breve pausa, y devorando con los ojos el horrible atolladero, que no distaba ya dos cables de la lancha.

Hasta entonces todo lo que fuera correr delante del temporal, era acercarse a la salvación; pero desde aquel momento podía ser tan peligroso el avance rápido como la detención involuntaria; porque la lancha se hallaba entre el huracán que la impelía, y el boquete que debía asaltarse en ocasión en que las mares no rompieran en él.

Andrés, que no lo ignoraba, parecía una estatua de piedra con ojos de fuego; los remeros, máquinas que se movían al mandato de una mirada suya; Reñales, no se atrevía a respirar.

Sobre el monte de Hano había una multitud de personas que contemplaban con espanto, y resistiendo mal los embates del furioso vendaval, la terrible situación de la lancha. Andrés, por fortuna suya y de cuantos iban con él, no miró entonces hacia arriba. Le robaba toda la atención el examen del horroroso campo en que iba a librarse la batalla decisiva.

De pronto gritó a sus remeros:

-¡Ahora!... ¡Bogar!... ¡Más!...

Y los remeros, sacando milagrosas fuerzas de sus largas fatigas, se alzaron rígidos en el aire, estribando en los bancos con los pies y colgados del remo con las manos.

Una ola colosal se lanzaba entonces al boquete, hinchada, reluciente, mugidora, y en lo más alto de su lomo cabalgaba la lancha a toda fuerza de remo.

El lomo llegaba de costa a costa; mejor que lomo, anillo de reptil gigantesco, que se desenvolvía de la cola a la cabeza. El anillo aquél siguió avanzando por el boquete adentro hacia las Quebrantas, en cuyos arenales había de estrellarse rebramando; pasó bajo la quilla de la lancha, y ésta comenzó a deslizarse de popa como por la cortina de una cascada, hasta el fondo de la sima que la ola fugitiva había dejado atrás. Allí se corría el riesgo de que la lancha se durmiera; pero Andrés pensaba en todo, y pidió otro esfuerzo heroico a sus remeros. Hiciéronle; y remando para vencer el reflujo de la mar pasada, otra mayor que entraba, sin romper en el boquete, fue alzándola de popa y encaramándola en su lomo, y empujándola hacia el puerto. La altura era espantosa, y Andrés sentía el vértigo de los precipicios; pero no se arredraba, ni su cuerpo perdía los aplomos en aquella posición inverosímil.

-¡Más!..., ¡más! -gritaba a los extenuados remeros, porque había llegado el momento decisivo.

Y los remos crujían, y los hombres jadeaban, y la lancha seguía encaramándose, pero ganando terreno. Cuando la popa tocaba la cima de la montaña rugiente, y la débil embarcación iba a recibir de ella el último impulso favorable, Andrés, orzando brioso, gritó conmovido, poniendo en sus palabras cuanto fuego quedaba en su corazón:

-¡Jesús, y adentro!...

Y la ola pasó también sin reventar, hacia las Quebrantas, y la lancha comenzó a deslizarse por la pendiente de un nuevo abismo. Pero aquel abismo era la salvación de todos, porque habían doblado la punta de la Cerda y estaban en puerto seguro.

En el mismo instante, cuando Andrés, conmovido y anheloso, se echaba atrás los cabellos y se enjugaba el agua que corría por su rostro, una voz, con un acento que no se puede describir, gritó desde lo alto de la Cerda:

-¡Hijo!... ¡Hijo!...

Andrés, estremeciéndose, alzó la cabeza; y delante de una muchedumbre estupefacta, vio a su padre con los ojos abiertos, el sombrero en la mano y la espesa y blanca cabellera revuelta por el aire de la tempestad.

Aquella emoción suprema acabó con la fuerza de su espíritu; y el escarmentado mozo, plegando su cuerpo sobre el tabladillo de la chopa, y escondiendo su cara entre las manos trémulas, rompió a llorar como un niño, mientras la lancha se columpiaba en las ampollas colosales de la resaca, y los fatigados remeros daban el necesario respiro a sus pechos jadeantes.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Al mismo tiempo, en medio de las brumas de enfrente, un pobre patache, abandonado ya, barrida su cubierta, desgarradas sus lonas, tremolando al viento su cordaje deshilado, entre tumbos espantosos y cabezadas locas, con el último balance echaba los palos por la banda; saltaban las cadenas de las anclas con que se agarraba al fondo, en las ansias de la desesperación; reventaba una mar contra la quilla descubierta y lanzaba el mutilado casco en medio del furor de las rompientes, cuyas espumas escupían, casi en el acto, las astillas de su despedazado costillaje.

Aquellos tristes despojos flotantes eran lo único que quedaba del Joven Antoñito de Ribadeo.




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- XXIX -

En qué paró todo ello


No merece el bondadosísimo lector que me ha seguido hasta aquí con evangélica paciencia que yo se la atormente de nuevo con el relato de sucesos que fácilmente se imaginan, o son de escasísima importancia a la altura en que nos hallamos del asunto principal..., si es que hay asunto principal en este libro. Dejemos, pues, que pasen horas desde las infaustas que se puntualizan en el capítulo precedente; que rueden lágrimas de hiel escalando mejillas de afligidos, y otras harto más dulces entre brazos de alegría y los latidos de corazones sin tortura; que las piadosas ofertas a Dios; en momentos de grandes apuros, se cumplan, y que los fervorosos mareantes, y Andrés delante de todos ellos, descalzos y con vestidos mojados aún por el agua de la tempestad, y con los remos y las velas al hombro, vayan al templo y salgan de él entre el respeto y la conmiseración de las gentes de la ciudad; que corran días después, y el saborcillo de otros sucesos nuevos mate en la pública voracidad el ansia por los pasados, por tristes o ruidosos que hayan sido; que las lecciones recibidas aprovechen, en unos para perdonar, en otros para corregirse; que Andrés normalice su vida por los nuevos derroteros a que le arrastran una repentina y cordial aversión a las ligerezas y entretenimientos de antes... y cierta entrevista con su amigo Tolín, solicitada por éste y celebrada en lo más secreto y apartado del escritorio de don Venancio Liencres; que, en señal de lo firme de sus propósitos y lo arraigado de sus aversiones, queme sus naves, es decir, venda su Céfiro y sus útiles de pesca, y regale el dinero de su valor al viejo Mechelín, por mano del padre Apolinar, pues él no debe poner más los pies en la bodega; que aquella meritísima familia se regocije en la creencia de que sus oraciones, con una vela encendida ante la imagen de San Pedro, al saber que Andrés estaba en la mar el día de la galerna, contribuyeran poderosamente a su salvación; dejemos también que el hijo de don Pedro Colindres llame a Cleto, y a solas con él, le jure, con la solemnidad con que lo hizo otra vez en lo alto del Paredón, pero con mayor confianza en sus fuerzas para llegar a cumplirlo, todo lo que el noblote hijo de Mocejón necesitaba creer para quedarse solamente con la carga de sus dudas de llegar a ser correspondido, y la vergüenza de ser hijo de su madre, que no era carga ligera; dejemos, en fin, que pasen dos días más, y Cleto vista la librea de los servidores de barco de rey, en vísperas de ser llevado al Departamento, y que la justicia humana encierre en la cárcel pública a las hembras del quinto piso para formarlas un proceso por difamadoras y escandalosas, y vamos a dar el último vistazo a la bodega de la calle Alta.

Está allí el padre Apolinar; y mientras tía Sidora y Sotileza trajinan tristemente y en silencio, él pasea por la salita conversando con Mechelín, que se calienta con los rayos del sol que penetran por la ventana, sentado en una silla, muy cargado de ropa, descolorido y descarnado. No apetece ya la pipa, y sus ojos tristes lo miran todo sin curiosidad. Estuvo a pique de morir. Confesóse con el fraile: le viaticó éste después, y al día siguiente «ya había un poco de hombre». Fue reviviendo algo más y en cuanto pudo ponerse derecho, saltó de la cama, que le entristecía mucho. Contaba con llegar a restablecerse lo necesario para volver a sus faenas de bahía. Cosas de viejos achacosos, que parecen, como los niños, la flor de la maravilla. Sólo que en los viejos achacosos cada zarpada de los achaques se lleva una buena tajada entre las uñas. El médico del Cabildo alentaba sus esperanzas; pero yo tengo para mí que otra le quedaba dentro al buen doctor.

La mañana había sido de prueba para el pobre viejo. Como no podía salir de casa, habían estado a despedirse de él todos los mareantes que se llevaba la leva, y faltaba Cleto todavía. Colo había estado con Pachuca. Lloraba la infeliz que se deshacía. En la bodega fueron todos a consolarla; pero cuantos más consuelos le daban, más angustiosos eran sus gemidos. Al mismo tiempo, la calle parecía un mar de lágrimas; y cada vez que tía Sidora y Sotileza salían hasta el portal para llorar con los que lloraban, Mechelín oía los tristes rumores y sentía también la necesidad de llorar un poco, y lloraba al cabo; porque sobre la pena de todos los que lloraban, él tenía la del temor de no volver a ver en el mundo a aquellos camaradas que se iban.

Pero, en fin, esto había pasado, y se había hablado mucho sobre ello en la bodega; y se estaba hablando ya de otro asunto, sobre el cual decía el padre Apolinar, al llegar nosotros a enterarnos de lo que allí sucedía:

-Eso no debe extrañarte a ti, Miguel. Después de lo ocurrido en esta casa, no cabe otra conducta en un hombre honrado. Ponte en los casos, Miguel, ponte en los casos.

-¿Pos no ve usté cómo me pongo, pae Polinar? -respondía el marinero-. Y porque me pongo, no me extraño de na. Pero una cosa es no extrañarse, y otra cosa el sentir de la persona. Hace bien en no golver por aquí, por el bien paecer suyo y de los demás... ¡Pero estaba uno tan hecho a verle, y le quería uno tanto!... ¡Y esto de que yo no haiga podío darle un abrazo, uno tan siquiera, dempués de haberle sacao Dios con vida de aquel apuro en que tantos infelices perecieron!... Cierto que se le di a su padre..., ¡me atreví a ello, vamos! ¿Creerá usté, pae Polinar, que con ser quien es el capitán, ¡el mesmo roble!..., lloraba como una criatura? ¡Buen señor es! Dende que pasó lo que pasó, él aquí viene a menudo..., él mira por mí..., él mira por estas mujeres..., él tiene consuelos pa toos..., él quiere que no me falte na..., ¡ni el cuarto de gallina pa el puchero!... ¿Se pué pedir cosa como ella? Too esto, sobre aquellos intereses que me mandó su hijo por mano de usté..., que ahí están, guardaos en el arca, sin saber uno qué hacer con ellos, porque de unos días acá, esto es anadar en posibles... ¡Hasta la manta doble, señor, y los rufajos nuevos, y las libras de chocolate, de parte de la señora!... Vamos, que no se cansan... Y yo, que lo veo, no acabo de entender por qué Dios me da esta vejez tan regalona; quién soy yo pa acabar entre tantos beneficios... Pero, golviendo al caso, no puedo menos que confesar que me cuesta mucho hacerme a no ver en esta casa a esa criatura de los mesmos oros del Potosí... Es cosa de la entraña de uno, y no se puede remediar... Y a la que más y a la que menos de esas mujeres, le pasa otro tanto como a mí... ¡La entraña, tamién, hombre..., la entraña neta!

-Corriente, Miguel, corriente -repuso el padre Apolinar, paseándose delante del cariñoso marinero-. Todo eso es la verdad pura, y no se falta con ello a la ley de Dios, que quiere corazones agradecidos y lenguas sin ponzoña. Punto arreglado y materia concluida. Pero hay otro que no puede dejarse como está, Miguel; que te importa mucho a ti, y a todos los de tu casa..., ¡mucho, cuerno!..., ¡pero mucho!..., y ha de quedar arreglado hoy..., ahora mismo porque dentro de poco ya será tarde... Y mira, Miguel: contando con ello y no fiando cosa mayor en mis propias fuerzas, porque, con ser muchas, no alcanzan siempre contra las terquedades del jinojo, le he hablado al señor don Pedro y me ha prometido darse por acá una vuelta para ayudarme en el empeño..., que es hasta obra de misericordia: ¡cuerno si lo es!, ¡y de las más gordas!... Lo malo es que tarda, ¡y si se va antes el otro!... Bien lo sabes tú, Miguel; el mozo puede morir, pero el viejo no puede vivir... ¡Y si tú llegas a faltar!..., ¡y tu mujer en seguida!... ¿Eh?... ¿Qué te parece?

-Ya me hago cargo, pae Polinar, y bien sabe usté cuál es la voluntad de uno, pero no es la de ella tan clara como conviene, y ése es el mal...

-Pues ha de aclararse como se debe a esa voluntad, Miguel, y sin tardanza, y en el sentido que conviene; porque ya la casa está libre de espantos; ya se puede entrar aquí a la luz del mediodía, y toser recio en el portal; porque la carne corrompida está en su pudridero conveniente. Cierto que hay tres años de por medio hasta que ese venturao cumpla, y que en ese tiempo pueden salir ellas de la cárcel, si es que no van a galeras, como se cree que sucederá; pero aunque no vayan, o el castigo no las mate, y se vuelvan a su casa y de nada les sirva el escarmiento, ¿qué se nos importa a nosotros, jinojo? Buenos valedores tenemos, y, en último caso, se muda de vecindad y hasta de barrio, si es preciso... ¡Que hay que llevarlo a cabo, Miguel, sin remedio ninguno, jinojo, y caiga quien caiga! El mozo es un pedazo de pan, y ella no, ha de quedarse para monja... ¡Cuerno, que no puede pasarse por otro camino!... ¡Silda! ¡Silda!... Ven acá. ¡Y ven tú también, Sidora!

Y las dos acudieron sin tardanza desde la cocina.

En Sotileza se notaba la huella de sus pasados sufrimientos; estaba más ojerosa y pálida; pero con todo ello adquiría mayor interés su natural hermosura.

Padre Apolinar la apremió valerosamente para que resolviera allí mismo el caso en cuestión, y expuso las razones que había para que la resolución fuera ajustada a los deseos de sus cariñosos protectores.

-¿Tienes tú -la preguntó el fraile- algún propósito entre cejas que se oponga a ese proyecto?

-No, señor -respondió Silda con gran serenidad.

-¿Hallas en Cleto algo que te repugne, más que la pícara hebra de toda su casta?

-No, señor. Cleto, por sí, es todo cuanto podría apetecer una pobre como yo. La verdá en su punto. Es bueno, honrao... y hasta pienso que me tiene en más de lo que valgo...

-Pues, entonces, jinojo, ¿qué más quieres? ¿A qué esperas después de lo que se te ha dicho?... A veces, cuerno, parece que te empeñas en que se crea que te gozas en pagar con pesadumbres lo que por ti se desviven estos pobres viejos.

-¡Eso nunca lo pensaremos, hijuca! -exclamaron casi a un tiempo los dos.

El fraile no se acobardó por eso, y añadió enseguida:

-Pues lo pensaré yo solo... ¡y cualquiera que tenga los sentidos cabales!...

Silda se quedó unos momentos silenciosa, y como si le hubiera dolido la observación del padre Apolinar, o se preparara a tomar una resolución heroica:

-¿Creen ustedes -preguntó sin altanería, pero con gran entereza- que eso que desean es lo que conviene a todos?

Y todos respondieron, unísonos, que sí.

-Pues que sea -concluyó Silda solemnemente.

-¡Pero sin que se te atragante, hijuca!

-¡Sin que te sirva de calvario, saleruco de Dios!

A estas exclamaciones de los conmovidos viejos, replicó Sotileza:

-No hay cruz que pese, con buena voluntad para llevarla.

En aquel instante entró en la bodega don Pedro Colindres. Padre Apolinar le contó lo que acababa de suceder allí, y el capitán dijo:

-Me alegro con toda el alma. Cabalmente venía yo a ayudar con mi consejo, sabiendo lo que el tiempo apura. Que sea enhorabuena, muchacha... Y ya que no puedes creer que lo pongo por cebo para que te resuelvas, me brindo a ser padrino de la boda, y quiero que tengas entendido que yo me encargo de que al día siguiente de ella, sea Cleto patrón de su propia lancha. Y si el oficio no os gusta, tampoco han de faltaros ni el taller ni la herramienta para otro que os guste más. ¿Sabéis lo que quiere decir esto en boca de un hombre como yo?...

-¡Éstas son almas, cuerno!... ¡Esto es alquitrán de lo fino, jinojo! -exclamó el padre Apolinar, retorciéndose en tres dobleces debajo de su ropa-. ¿Lo ves, Silda?... ¿Lo ves, Miguel?... ¿Lo ves, Sidora? ¿Ves como Dios está en los cielos y tiene para todos los que lo merecen?...

Pero ni Silda, ni Mechelín, ni tía Sidora estaban para contestar: aquélla, porque cayó en una especie de estupor difícil de definir; y los otros dos, porque comenzaron a lloriquear. El capitán añadió:

-Todo ello no vale dos cominos, padre Apolinar; pero aunque valiera, harto lo merecen aquí; y tú más que nadie, muchacha..., porque yo me entiendo. Conque ánimo, que joven eres, y tres años luego se pasan...

-¡Virgen del Mar!, dame vida no más que para verlo -exclamó tío Mechelín entre sollozos, casi al mismo tiempo que decía a su mujer:

-¡Bendito sea el Señor, que pone la melecina tan cerca de la llaga!

En esto entró Cleto. Vestía camiseta blanca con ancho cuello azul sobre los hombros; cubría la mitad de su cabeza con una gorra azul, con las cintas colgando por atrás, y llevaba al brazo un envoltorio, que era todo su equipaje. Estaba guapetón de veras. Entró con aire resuelto, y dirigiéndose en derechura a la moza, sin reparar cosa mayor en las personas que estaban con ella, la habló así:

-Un ratuco me queda, no más, Sotileza. A aprovechale vengo pa saber el sí u el no; porque sin el uno u el otro, no salgo de Santander aunque me arrastren... Y mírate bien antes de hablar... Con el sí, no habrá trabajos que allá me asusten; con el no, me voy pa no golver... ¡Lo mesmo que la luz de Dios que nos alumbra!

Había entonces en la actitud de Cleto cierta ruda grandeza que le sentaba muy bien. Sotileza le respondió, envolviendo sus palabras sonoras en una hermosa mirada de consuelo:

-El sí quiero darte, porque bien merecido le tienes... Mejor que yo el empeño con que le deseas.

Después, llevando sus manos alrededor de su blanquísimo y redondo cuello, por debajo del pañuelo que se le guarnecía, se quitó una cadenilla de la que pendía una medalla de plata con la imagen de la Virgen, y añadió entregándosela:

-Toma, pa que el camino de la vuelta se te allane mejor. Y si alguna vez te quita el dormir una mala idea, pregúntale a esa Señora si yo soy mujer de faltar a lo que ofrezco.

Cleto se abalanzó a la tibia medalla, y la cubrió de besos, y se santiguó con ella, y volvió a besarla; la arrimó a su corazón, y por último, la colgó a su cuello; y entretanto, soltando gruesos lagrimones de sus ojos, decía acelerado y convulso:

-¡Bendita sea la bondá de Dios, que tiene tanta compasión de mí!... ¡Esto es más de lo que yo quería, paño!... ¡Que vengan penas ahora!... ¡Ya tengo bandera!... ¿Quiere saber anguno lo que Cleto es capaz de hacer?... Pos que se me pida que la arríe, u que me aparte de ella... Tío Miguel..., tía Sidora..., señor don Pedro..., pae Polinar..., no llevo más que una pesaúmbre ya... Aquel hombre, paño..., ¡cómo se queda!... Tendío le dejo encima del jergón... No sé si es malenconía..., u cafetera..., porque de días acá no tiene calo pa el aguardiente. ¡Qué va a ser de él en aquella soledá!... Yo hacía mucha falta en casa, ahora más que nunca; pero la ley es ley, y no tiene entraña. Por caridá siquiera..., ¡que no fenezca en el desamparo!... Yo bien sé que en esta casa no hizo méritos pa tanto; pero es mi padre, y es viejo..., y se ve solo... Una vez que otra..., ¡paño!..., hacer que tome cosa caliente... Y, vamos, olvidar el agravio, por caridá de Dios...

Tranquilizaron todos a Cleto, prometiéndole que se miraría con mucho interés por su padre; y enseguida comenzaron las despedidas. Cuando toco su vez a tío Mechelín, pidió éste un abrazo a Cleto; y estando abrazados los dos, dijo el enfermo marinero, arrimando la boca al oído del mozo:

-Yo no lo veré ya, Cleto; y por eso te quiero decir ahora lo que entonces no podré decirte. Te llevas una compañera que no merece ningún hombre nacío. Si allegas a hacerla venturosa, han de tenerte envidia hasta los reyes en sus palacios; pero si la matas a pesaúmbres, no cuentes con el perdón de Dios.

Cleto, por toda respuesta, apretó al viejo entre sus brazos; y como ya no estaba su serenidad para muchas ceremonias, desprendióse del tío Mechelín y salió precipitadamente de la bodega.

Padre Apolinar se encasquetó su sombrero de teja, y salió corriendo detrás de él.

-¡Aguárdate, hombre! -le gritaba-, que voy yo a despedirme de vosotros en la punta del Muelle. ¡Pues no faltaba más, cuerno, que os embarcarais sin la bendición de Dios por esta mano pecadora!

Y mientras don Pedro Colindres se quedaba un rato en la bodega animando a tío Mechelín a que echara una pipada, tratando de paso el punto de la soledad de Mocejón, pae Polinar salió a la calle y alcanzó a Cleto, que era ya el último que por ella andaba de los de su Cabildo comprendidos en la leva.

La pública curiosidad todo lo convierte en sustancia. Por eso los balcones del último tercio del Muelle estaban llenos de espectadores cuando el padre Apolinar y Cleto pasaban por allí caminando hacia el Merlón, cuajado, como su rampa del Este, de mareantes y de familias de mareantes de los dos Cabildos, y de una muchedumbre de curiosos de todos linajes.

Si el padre Apolinar hubiera sido reparón y estado en autos, quizá habría dado alguna importancia maliciosa a la intimidad con que departían Luisa y Andrés en uno de los balcones de la habitación de don Venancio Liencres, sin hacer caso maldito a lo que pasaba en la calle, ni en la cara que pondrían Tolín y su madre, que estaban detrás de ellos. Pero, por no reparar, el santo varón ni siquiera reparó en la capitana, que iba por la acera, hecha un brazo de mar y mirando de reojo al primer piso, bañándosele la faz de complacencia, quizá por ver tan bien entretenido a aquel diablo de muchacho.

De lo que ocurrió en la punta del Muelle con ocasión de embarcarse los mareantes de la leva para el servicio de la Patria, debo decir yo aquí muy poco, después de haber consagrado en otra parte largas páginas a ese duro tributo impuesto por la ley de entonces al gremio de pescadores, en compensación del monopolio de un oficio que cuenta, entre sus riesgos más frecuentes, los horrores de la galerna.

Diré, por decir algo y porque no quede el asunto sin los debidos honores, que fue tan imponente como sencillo el cuadro final de aquel triste espectáculo: dos lanchas atestadas de hombres, al este del Martillo, arrancando, a fuerza de remo, hacia San Martín; sobre el Martillo, una muchedumbre descubierta y encarada a las lanchas, descollando sobre todas las cabezas, otra cabeza, gris, medio oculta por unas espaldas encorvadas, y, unido a estas palabras, un brazo negro que trazaba una cruz en el espacio.

Y como no queda otro asunto por ventilar de los tocantes a este libro, dejémoslo aquí, lector pío y complaciente, que hora es ya de que lo dejemos; mas no sin declararte que, al dar reposo a mi cansada mano, siento en el corazón la pesadumbre que engendra un fundadísimo recelo de que no estuviera guardada para mí la descomunal empresa de cantar, en medio de estas generaciones descreídas e incoloras, las nobles virtudes, el mísero vivir, las grandes flaquezas, la fe incorruptible y los épicos trabajos del valeroso y pintoresco mareante santanderino.

Santander, noviembre 1884.






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Significación de algunas voces técnicas y locales usadas en este libro para inteligencia de los lectores «profanos»


A

ABARROTES.- Fardos de poco bulto con que se llenan los huecos que quedan en la bodega de un buque después de cargado.

ALA.- Velita agregada a otra vela principal por uno o por ambos lados en tiempo bonancible.

ALIGOTE, local.- Pescado de bahía.

AMAYUELA, loc.- Almeja.

AMURA.- Cada mitad de la anchura de la proa de un barco.

ARRASTRADERAS.- Las alas correspondientes a las velas mayor y de trinquete.

ARTES DE PESCAR.- Conjunto de los aparejos que usa un pescador en su oficio.




B

BAGRA.- Listón de madera que corre interiormente a lo largo de cada costado de la lancha, y sobre el cual se apoyan las cabezas de los bancos.

BANDAZO.- Tumbo o balance repentino que da una embarcación hacia cualquiera de sus dos lados.

BARLOVENTEAR.- Navegar de bolina en vueltas continuadas.

BARQUÍA, loc.- Embarcación capaz, a lo sumo, de cuatro remos por banda: la mitad, aproximadamente, de una lancha de pescar.

BARQUÍN- BARCÓN, loc.- Movimiento brusco y repetido de un costado a otro de cualquier cuerpo flotante.

BATAYOLA.- Barandilla que corre sobre las bordas del buque, especialmente a popa y a proa.

BITADURA.- Vuelta con que se amarra el cable alrededor de la cruz de las bitas.

BOLINA.- La posición inclinada de un buque ciñendo el viento.

BORDA.- El canto superior del costado de un buque.

BORDADA.- Extensión andada en el rumbo de bolina en cualquiera de las dos bandas.

BOTA ARRIBA A LA BANDA, loc.- Volverse a tierra repentinamente. Dícese que tan pronto como estos pescadores descubren un ratón en la lancha, hacen bota arriba a la banda.

BOTABOMBA, loc.- Droga muy barata que, desleída en agua, da el color amarillo claro.

BOZA.- En general, todo pedazo de cuerda o tirante con que se sujeta un calabrete, una cadena, etc., en una posición determinada. - En las lanchas de pesca, el zoquete de madera en que va sujeto el tolete y se apoya el remo para hogar.

BRANQUE.- Tajamar.

BURDA.- Cuerda con que se sujeta un mastelero a su correspondiente mesa de guarnición.




C

CABEL.- Lo mismo que borda.

CABLE (unidad de medida).- Ciento veinte brazas.

CACEA.- A la cacea: pescar mientras va andando la lancha.

CAFETERA, loc.- Borrachera.

CALADA.- La acción y efecto de calar.

CALAR.- Arrojar al agua y sumergir en ella el aparejo de pescar.

CALO, loc.- Profundidad del agua.

CANCANEADO, DA, loc.- La persona que tiene la cara marcada de viruelas.

CAPEAR.- Disponer el aparejo de un barco de modo que éste no avance ni retroceda sensiblemente.

CAPÓN.- Cabo grueso que sirve para tener suspendida el ancla por su argolla al costado del buque.

CARGAR.- Recoger una vela tirando de la cuerda al efecto.

CARLINGA.- La pieza en que va encajado el palo de una embarcación.

CARNADA.- El cebo que se pone en los anzuelos para pescar.

CARPANCHO, loc.- Especie de banasta: capacho.

CARREJO, loc.- Pasillo largo dentro de una habitación.

CAZAR.- Tirar para sí de un cabo cualquiera.

CEÑIR EL VIENTO.- Navegar contra la dirección de él.

CIAR.- Bogar al revés; es decir, como si se intentara hacer andar la embarcación hacia atrás.

CINGLAR.- Hacer andar un bote con un solo remo colocado a popa y moviéndole alternativamente a un lado y a otro.

COBRAR.- Recoger un cabo o parte de él: halar.

COFA.- Especie de meseta formada en lo alto de los palos mayores.

COLE, loc.- Echar un cole: tirarse al agua de cabeza.

CONTREMINAR, loc.- Indisponer a una persona con otra: enconar sus ánimos.

COSTERA.- La duración de cada pesca determinada: como la del besugo, la del bonito, etc.

CUBIJERO, RA, loc.- La persona que anda con cubijos.

CUBIJO, loc.- Tapujo.




CH

CHOPA.- En las lanchas de pescar, el cajón que llevan a popa a modo de toldilla.

CHUMACERA.- Lo mismo que la boza de las lanchas. Especie de horquilla de metal, de espiga giratoria, que suple al tolete y al estrobo para bogar.

CHUMBAO, loc.- Peso de plomo que se pone a los aparejos de pescar para que se vayan a pique.




D

DERIVA.- La acción y efecto de derivar.

DERIVAR.- Declinar a impulso del viento o de las corrientes hacia la parte menos ventajosa.

DESBORREGARSE, loc.- Caer deslizando.

DESGUARNIR, loc.- Desbaratar.

DORMIRSE.- Quedar una embarcación sin gobierno entre las fuerzas contrarias de dos olas.

DRIZA.- De bandera, la cuerda fina con que se iza o se baja.




E

EMPAVESADA.- Faja de paño de colores con que se adornan las bordas y las cofas de los buques en ciertas solemnidades, y también para cubrir los asientos de popa en botes y falúas.

EMPAVESADURA.- Corrupción de empavesada: y por extensión, todo adorno de banderas y gallardetes.

ENCARNAR.- Poner la carnada en los anzuelos.

ESCALERÓN, loc.- Peldaño.

ESCOBÉN.- Cualquiera de los agujeros de proa por donde salen los cables o cadenas para amarrar el buque.

ESCOTA.- La cuerda que sirve para orientar la vela y sujetarla en la posición deseada.

ESLORA.- La longitud de un barco.

ESTROBO.- Aro de mimbre retorcido o de cuerda en un diámetro algo mayor que el del espesor del remo que se mete por él para lograr.

ESTROPADA, loc.- Estrepada: el esfuerzo de todos los remeros a la vez, y también el de uno solo para bogar.




F

FILAR.- Largar o soltar progresivamente un cable, cadena, etc.

FILÁSTICA.- El hilo de que están compuestos los cordones de los cables, cabos, etc.

FOQUE.- En general, todas las velas triangulares que se amuran en el bauprés.




G

GALERNA.- Cambio repentino del tiempo al Noroeste huracanado.

GALERNAZO.- Galerna.

GALOPE.- La parte más alta del palo de un buque.

GARETE.- Ir o irse al garete: estar un buque a merced del viento o de las corrientes. Pescar al garate: mantener la lancha en el sitio que se desea con la ayuda de algunos remos movidos oportunamente.

GARREAR.- Arrastrar una embarcación las anclas después de fondeada con ellas.

GUINDA.- Altura de los palos de un buque hasta los topes o puntas.




L

LASCA, loc.- Pedazo de madera de superficie redondeada y fina que se ajusta al carel de la lancha, entre dos bozas, para arrastrar sobre el aparejo de pescar.

LIMONAJE, loc.- Lemanaje: el derecho que se paga al piloto práctico por la dirección de entrada de un buque en el puerto o salida de él; también la operación misma. Es curiosa la etimología de esta palabra, según Larousse, en su gran Diccionario, y debe consignarse traducida aquí.

«Lamanage.- Profesión de los pilotos, lamaneurs.

Lamaneur (del antiguo francés Laman, literalmente el hombre del plomo - de lot, plomo, y mann, hombre-, en flamenco lotman, en alemán lothsman, porque los lamaneurs se sirven ordinariamente de sondas de plomo). Mar.- Piloto que conoce particularmente un sitio de desembarco, y está encargado de dirigir a él los buques.

En algunos puertos de costa se llama todavía lemán el piloto práctico, de donde procede directamente la palabra lemanaje; y Capmani, en su Glos. al cod. de las costum. marítim. de Barcelona, dice que «asimismo se denomina (el práctico) locman, del latín locomanens, que es decir habitante del lugar».

LUMBRES DE AGUA.- La línea que traza la superficie del agua en el casco de un buque en una posición cualquiera.




M

MACIZAR, loc.- Arrojar macizo al agua mientras se está pescando.

MACIZO, loc.- Parrocha.

MAGANO, loc.- Calamar.

MANJÚA, loc.- Majal, cardumen: la multitud de peces que caminan juntos como en tropa.

MAREANTE.- Individuo del gremio de pescadores matriculados.

MARETAZO.- Golpe de mar.

MASTELERO.- El trozo superior y más delgado del palo de un barco.

MEDIO- MUNDO.- Bolsa de red sostenida por un aro de alambre grueso del cual parten cordeles, que se unen y amarran al extremo de un palo que el pescador mete entre piernas por el otro extremo para suspender con las manos el medio- mundo cuando le quiere sacar del agua. Así se pescan las sulas en bahía.

MOCEJÓN, loc.- Bivalvo de conchas casi negras, más largas que anchas. Vive adherido a las peñas de la costa.

MUELLE- ANAOS.- Muelle de las Naos, primitivo muelle de Santander.

MUERGO, loc.- Molusco de conchas largas, angostas, convexas y amarillentas; por el tamaño y la forma es idéntico al mango de un cuchillo de mesa. Se oculta verticalmente en las playas de arena, y se pesca a la bajamar, con un gancho de alambre.




O

ORZA.- Tablón poco más largo que la altura de la lancha. Se cuelga al costado de ésta, sujeto al carel solamente, para evitar la deriva cuando va ciñendo el viento.

ORZAR.- Gobernar de modo que la embarcación disminuya el ángulo que forma su quilla con la dirección del viento.




P

PALLETE.- Tejido áspero de cordones de cabo.

PANEL.- El suelo lleno de piezas sueltas, pero muy bien avenidas, que tienen las lanchas.

PANTOQUES.- Las panzas de una embarcación que van sumergidas en el agua.

PARCIAL, loc.- Afable, comunicativo.

PARROCHA, loc.- Sardina en salmuera conservada en barriles.

PEJÍN, PEJINO, PEJINA.- El hombre o la mujer del pueblo bajo de la ciudad de Santander y otras poblaciones marítimas de la provincia y los pertenecientes a ellos. Supónese que esta voz es derivada de peje, pez.

PERNAL.- Rainal: cordelillo muy fino y corto; en un extremo tiene un anzuelo y por el otro se añade al aparejo de pescar.

PICO DE CANGREJA.- El extremo de la vara en que se enverga la vela cangreja en el palo trasero de un barco.

PINAZA, loc.- Embarcación sin cubierta, mucho mayor y más fuerte que una lancha de pesca, para cargar y descargar los buques que no pueden arrimarse al muelle.

PIÑA, loc.- Golpe dado con los nudillos a puño cerrado.

PORRETO, loc.- Una variedad de las algas marinas.




R

RAQUERO, loc.- Muchacho que se dedica al merodeo entre los buques de la dársena, a la bajamar, en muelles, careneros, etc.

RASELES.- Las partes en que a los extremos de popa se estrecha el fondo de la nave.

REMA.- El acto de remar todos los remeros a la vez

RENDIR LA BORDADA.- Llegar con ella a un punto donde hay que virar para dar otra.

REÑAL.- Rainal.

RESACAS.- El movimiento de las aguas en la orilla después de haber avanzado o chocado en ella.

RESALSERO.- Extensión de mar en que se agitan y rompen sin cesar las olas.

RIZÓN.- Ancla de tres brazos.

ROPA DE AGUA.- Se compone de calzones, chaquetón y sombrero (sueste), todo ello de lona encerada.




S

SANTIMPERIE, loc.- Intemperie.

SARGÜETA, loc.- Jargueta: pescado de bahía.

SOTILEZA, loc.- Sutileza: la parte más fina del aparejo de pescar donde va el anzuelo. Las hay de alambre, de cordelillo y de tanza. Por extensión, todo cordel muy fino.

SUESTE, loc.- Sombrero de lona encerada, con el ala estrecha por delante y muy ancha por detrás.

SULA, loc.- Pescado de bahía, pequeñito y plateado de color.

SURBIA, loc.- Veneno.




T

TABAL.- Atabal: envase en que vienen de Galicia los arenques.

TANZA.- Hilo de capullo o de cerda.

TAPA, loc.- Una tapa: tirarse al agua de pie.

TAPARLAS, loc.- Tragar todo el humo de cada chupada al cigarro.

TOLETE.- Palito redondo de madera fuerte que se afirma en un agujero hecho a propósito en el carel de la lancha, atravesando la boza, y en el cual se encapilla el estrobo para remar.

TRINCAR.- Amarra. Loc. Ufar.

TRONCADA.- Embestida de una embarcación a otra o a cualquier objeto resistente.




U

UFÍA, loc.- Vejiga inflamada.

UJANA, loc.- Gusana: lombriz de la basa.

UPAR, loc.- Robar.




V

VIRAR POR AVANTE.- Cambiar de rumbo o de bordada, de modo que viniendo el viento por un costado, después de cambiar venga por el otro.




Z

ZONCHO, loc.- Carpancho.








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