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«Soy pero no soy». Antifaces en Sergio Ramírez

Tania Pleitez Vela





A M. H. M.
por el arte de su perspicacia.



En La fugitiva (Alfaguara, 2011), la más reciente novela del nicaragüense Sergio Ramírez, uno de sus personajes, Marina Carmona, afirma lo siguiente: «¿Y por qué no poner mi nombre verdadero? Póngalo. Cuídese de las fantasías, y ocúpese de la invención, que son materias diferentes. Qué poco honesto con el arte de la invención sería no sólo endilgar un nombre fantasioso a Amanda, y a los personajes que la rodearon, sino también a este país» (p. 201). Estas palabras no tendrían trascendencia alguna si no fuera porque el personaje que las enuncia en realidad es la máscara de Lilia Ramos Valverde, la respetada maestra e intelectual costarricense, autora de Fulgores de mi ocaso (1978). Así, el juego de antifaces del autor está servido a lo largo de toda la novela.

Sergio Ramírez utilizó ese recurso narrativo para enmarcar la historia de la mencionada Amanda dentro de los vaivenes políticos de Costa Rica durante la primera mitad del siglo XX: oculta a personas reales y las presenta como personajes de ficción. Ya otros escritores han incursionado en la ficción desde historias verdaderas. Por ejemplo, La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, sobre la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana; o Galíndez, de Manuel Vázquez Montalbán, sobre la desaparición en Nueva York, en 1956, de Jesús Galíndez, representante del Gobierno vasco en el exilio, y su tortura y asesinato en la República Dominicana por orden del mismo Trujillo. Dos miradas sobre un hombre atroz. Pero a diferencia del nicaragüense, Vargas Llosa y Vázquez Montalbán utilizan tanto personajes como situaciones de ficción para hilar hechos históricos: el primero nos presenta a Urania, víctima sexual del dictador, y el segundo introduce a Muriel, universitaria norteamericana que investiga, treinta años más tarde, la misteriosa trayectoria que llevó a Galíndez a la muerte. Anteriormente, Ramírez había escrito en la línea de estas últimas, es decir, combinando ficción con hechos y personajes históricos de su país sin enmascararlos con nombres ficticios. Algunas de sus obras incluso se apegaron a la línea de la no-ficción.

Nacido en Masatepe en 1942, Sergio Ramírez ha publicado al menos quince libros de ficción (novela y cuento), otros tantos de ensayo y dos de testimonio. Uno de estos últimos es La marca del zorro (1989), el cual documenta la épica del comandante Francisco Rivera Quintero, uno de los jefes de la insurrección popular que derrotó a la Guardia Nacional del dictador Anastasio Somoza Debayle (Tachito) el 16 de julio de 1979, en Estelí. En Adiós muchachos (1999) el autor rememora sus experiencias durante la cristalización del proyecto revolucionario del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSNL) y sus posturas posteriores. En 1977, Ramírez encabezó el Grupo de los Doce, constituido por intelectuales, dirigentes civiles, empresarios y sacerdotes que apoyaban al FSLN en contra de la dictadura somocista. Cuando la revolución alcanzó la victoria en 1979, este narrador formó parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional y más tarde, de 1984 a 1990, ejerció el cargo de vicepresidente durante el primer Gobierno de Daniel Ortega. A mediados de los años noventa, Ramírez se distanció de la cúpula de FSLN y hoy en día es uno de los críticos más sagaces de Daniel Ortega y de la corrupción política que empapa a ese país.

«Son jóvenes ustedes», le había dicho el papa Juan Pablo II a Ramírez durante su primera visita a Nicaragua, en medio del acto protocolario de recibimiento en el aeropuerto. Eran años utópicos y esperanzadores y el mundo veía a Nicaragua como un ejemplo revolucionario, paradigmático y entusiasta. No faltaron las simpatías de figuras como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Salman Rushdie, Claribel Alegría, Ken Loach. Así nacieron obras como Nicaragua tan violentamente dulce, de Cortázar; La sonrisa del jaguar, de Rushdie, y el guion cinematográfico El secuestro, de García Márquez. Como protagonista privilegiado de la historia nicaragüense, el autor de Adiós muchachos hace una revisión de aquella revolución, de sus triunfos, sus desviaciones y de sus sueños rotos.

Entre sus novelas de ficción se encuentran Castigo divino (1988), Un baile de máscaras (1995) y El cielo llora por mí (2008). Pero la más célebre y mejor lograda de todas es Margarita, está linda la mar (1998). En esta se combinan dos muertes importantes tanto en la historia como en el imaginario cultural de Nicaragua. Por un lado, el magnicidio del dictador Anastasio Somoza García (el fundador de la dinastía, padre de Tachito y asesino de Sandino) a manos de Rigoberto López Pérez, en 1956. Y por otro lado, la muerte de Rubén Darío, en 1916. Ambos hechos ocurrieron en León y, aunque en apariencia son disímiles y distantes, en realidad son los hilos narrativos que le otorgan a la novela una coherencia significativa y una estructura magistral. En síntesis, entrelazan importantes implicaciones críticas: se trata de la muerte de la autoridad, tanto política como literaria.

En su más reciente novela, La fugitiva, Ramírez se aventura a entrar en la historia de Costa Rica y en el universo afectivo de una bella pero sufrida mujer llamada Amanda Solano. Entre sus amigas se menciona a Edith Mora, poeta, poseedora de unos chispeantes ojos verdes, y a Manuela Torres, cantante de rancheras. Como dijimos antes, se trata de personas reales enmascaradas. ¿Pero quiénes son? Precisamente esta última entrega del novelista venía siendo esperada con gran expectativa desde hacía algunos meses. ¿La razón? En varios medios centroamericanos -periódicos y revistas electrónicas- e incluso en conversaciones entre escritores, se rumoreaba que Ramírez escribía una novela sobre una de las escritoras legendarias de la región. También se aseguraba que aparecía como personaje una poeta mítica costarricense. Cualquiera que tenga cierto conocimiento de la historia literaria y cultural centroamericana sabrá reconocer a esos tres personajes femeninos: el de Amanda Solano se basa en la extraordinaria existencia de la narradora Yolanda Oreamuno; Edith Mora, en la polémica poeta Eunice Odio, y Manuela Torres, en la admirada cantante Chavela Vargas.

Yolanda Oreamuno, Eunice Odio y Chavela Vargas crecieron en ambientes familiares quebrantados. Las tres se sintieron incomprendidas y asfixiadas por el ambiente provinciano costarricense de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, razón por la cual decidieron marcharse de su país en busca de la realización artística y personal. Terminaron viviendo en la ciudad de México aunque no precisamente en las mejores condiciones: padecieron hambre y pobreza. De esta forma, por medio de sus personajes, y sobre todo por medio de Amanda Solano, los lectores de La fugitiva se convierten en testigos de algunos de los acontecimientos culturales, ideológicos y políticos más importantes de la región centroamericana desde principios del siglo XX hasta, más o menos, los años cincuenta.

Sin embargo, no todos los nombres de los personajes son ficticios. Por ejemplo, Ninfa Santos aparece con su nombre y apellido. También Emilia Prieto y su marido, el magnífico grabador Francisco Amighetti; el poeta y artista Max Jiménez; el director de la reconocida revista cultural Repertorio Americano, Joaquín García Monge; el autor de la novela social Mamita Yunai (1941), Carlos Luis Fallas, y muchos más.

Sergio Ramírez también se coloca a sí mismo en la novela como personaje, aunque nunca llega a mencionar su nombre: «De todo esto ha pasado ya más de medio siglo, y mi última ronda de visitas y entrevistas para documentar esta novela [...]» (p. 13). Ciertos personajes, en diversos momentos, se dirigen a él como escritor nicaragüense que residió en Costa Rica hace algunos años, tal y como lo hiciera el mismo Ramírez. En ese sentido, el autor se vale de recursos borgianos e incluso austerianos.

Recordemos, por ejemplo, que en «Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius», Borges alude a aspectos de su biografía, así como a su estrecha y cómplice amistad con Adolfo Bioy Casares, especialmente en lo que se refiere a aquellas afanosas y curiosas miradas sobre lo paradójico y extraño: «Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona [...]. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso» (Ficciones, Alianza, 1999, pp. 13-14). más aún, en El Aleph, el narrador argentino se coloca con su propio nombre: «Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges» (El Aleph, 1998, p. 189). Asimismo, Paul Auster en «La ciudad de cristal», de La trilogía de Nueva York, se incorpora a sí mismo en la historia aunque de manera distinta: una voz en el teléfono insiste en identificar a Quinn, el protagonista, con Paul Auster. De esta forma, el escritor de Nueva Jersey se vale de este recurso para aludir a la posibilidad de que Quinn «puede o no puede ser yo: Paul Auster». Personaje y persona, voces que se entremezclan a partir de la memoria y la escritura. Ramírez experimenta en esta línea cuando su personaje llega a decir: «Ahora quiero empezar a contar cómo fueron las cosas de su vida lo mejor que pueda, aunque ya se sabe lo difícil que se vuelve sustentar certezas y dejarse de mentiras en este oficio del diablo» (p. 18).

Uno de los mejores rasgos de La fugitiva es su sagaz desengranaje de la historia política costarricense. Memorables son las descripciones en torno al sacerdote y general Jorge Volio Jiménez, fundador del Partido Reformista; y de monseñor Sanabria, el célebre arzobispo de San José que llegó a decir que se podía ser católico y tener, al mismo tiempo, el carné del Partido Comunista. También sobresalen las paradojas políticas del doctor Rafael Ángel Calderón Guardia y de José Figueres, quienes se disputaron el poder durante la revolución de 1948. Y no podían faltar Manuel Mora, fundador del Partido Comunista de Costa Rica, y Minor Cooper Keith, director de la United Fruti Company durante aquellos años.

Así, además de la de Amanda Solano, la novela de Ramírez nos relata diversas historias paralelas: la fundación de San José (la capital de Costa Rica), los esfuerzos históricos por «modernizar» el país, las diversas vertientes del río ideológico costarricense, la historia de las instituciones (como el Colegio de Señoritas), y en el país de los «mitos tropicales» (como señaló Yolanda Oreamuno en uno de sus ensayos de 1938 titulado El ambiente tico y los mitos tropicales); es decir, en un lugar a ratos progresista pero la mayoría de las veces preso en sus convencionalismos y conformismos provincianos.

¿Es La fugitiva una biografía novelada aunque solapada? De entrada, el autor se escuda poniendo lo siguiente en boca de uno de sus personajes: «Pero dígame: ¿de dónde le viene ese interés por Amanda? [...] ¿Va a escribir una biografía, o una novela? Bien pueden ser las dos cosas a la vez, ya lo sé, una novela que parezca biografía, o una biografía que parezca novela, estoy de acuerdo» (p. 23). Más adelante, otro personaje enuncia lo siguiente: «¿Biografía, novela? Ya me lo dijo por teléfono, novela, perdone las falencias de mi flaca memoria» (p. 200).


Voces, rumores y tambaleos

La historia de Amanda Solano es relatada por tres mujeres, en diversos momentos, durante las entrevistas que hace el personaje de Sergio Ramírez. Estas mujeres son Gloria Tinoco de Yglesias, Marina Carmona y Manuela Torres. La primera es un personaje basado en Vera Tinoco de Yglesias, dama de sociedad con apellidos de alcurnia y una de las amigas de juventud de la verdadera Amanda, es decir, Yolanda Oreamuno; la segunda se inspira en la ya mencionada Lilia Ramos Valverde, psicopedagoga y escritora, también amiga de Oreamuno; y la tercera, en la cantante de orígenes rurales e inmortalizada en un par de películas de Pedro Almodóvar, Chavela Vargas. De ahí que el texto se convierta en una novela polifónica, compuesta por tres voces diferenciadas entre sí según la personalidad, la clase social y el background de cada una de las relatoras.

Esta técnica -voces polifónicas- ya la había utilizado Sergio Ramírez en Margarita, está linda la mar (1998). En esta última, la narración se realiza desde un espacio conocido: «la mesa maldita que se reúne por vieja tradición al otro lado de la Casa Prío» (p. 17), aquella que ya había aparecido en Castigo divino (1988). En torno a esa mesa se genera el ecléctico diálogo entre personajes como el Capitán Prío y el Dr. Salmerón, a los que también conocimos en la novela de 1988, y algunos personajes nuevos como Rigoberto López Pérez, el poeta, Erwin, Norberto y el orfebre Segismundo, entre otros.

Dicha fórmula narratológica permite que La fugitiva se enriquezca con diversas entonaciones, exclamaciones, vocabularios y texturas fonéticas. Simultáneamente, cada una de las tres mujeres relata distintas versiones de los hechos trágicos que determinaron la caída de Amanda Solano. Además de que padeció de graves enfermedades y tuvo varios romances, ambicionó dos cosas por las que sufrió profundamente: recuperar, sin éxito, al hijo que le arrebató su ex marido y convertirse en una gran escritora. Al morir, su tumba solo fue marcada por un número. Pareciera que Ramírez busca, por medio de los tres relatos, acentuar los diversos rumores que rodean, hasta el día de hoy, a la vida de Yolanda Oreamuno. Y esos rumores se extienden a la de su amiga, Eunice Odio, poeta que supuestamente, hacia el final de sus días, cuando se encontraba decaída física y mentalmente, era llamada «el espectro de río Neva» por los escritores centroamericanos radicados en México, como Augusto Monterroso o Ernesto Mejía Sánchez.

¿Será por esta razón que Sergio Ramírez se coloca como personaje dentro de la novela? Es el escritor que indaga en la vida de Amanda Solano, pero se limita a transcribir las entrevistas realizadas a tres testigos de esa vida. Se trata de un recurso hábil para aludir al trabajo que implica descubrir, entre los escombros de chismes y rumores sobre Oreamuno y, por ende, sobre Odio, a las verdaderas mujeres y artistas que ambas fueron. Sin embargo, queda suelta una piedrecilla en el zapato de ese descubrimiento.

Quizás mi única queja sobre La fugitiva sea que lectores ajenos a Centroamérica, que desconozcan que se trata de personajes basados en mujeres de carne y hueso con una propuesta de vida y obra, se podrían quedar con el recuerdo de dos «devoradoras de hombres», «sufridas», «locas», «raras», «eróticas», «revoltosas», «dramáticas»; es decir, se corre el riesgo de que estos se queden con la estampa trillada de mujeres liberadas, incomprendidas, pero deseadas, de esas que abundan en el imaginario cinéfilo o literario. La historia romántica entre Rimbaud y Verlaine, ¿sería la misma si no supiéramos también que se trató de poetas fieles en vida y obra a su ideario y sentimiento decadentista, propio del simbolismo? No pasarían de ser la figura estereotipada del «poeta maldito» ajena a sus complejidades y sus matices. En La fugitiva sobresale la figura de la femme fatale que termina mal, y por eso Amanda Solano parece en ocasiones un personaje a punto de tambalearse y caer en el pozo del lugar común sin que se calibren sus surcos y relieves existencialistas y hasta posmodernos, más allá de sus necesidades sexuales y afectivas.

Por otro lado, al disfrazarlas (a Oreamuno y a Odio) con esos atavíos y despojarlas hasta de sus nombres verdaderos, es posible que los lectores se queden a medio camino, es decir, sin empatizar de lleno con ellas (o sin experimentar antipatía) de la misma manera que si fueran atenazados con la idea que la mayor parte de esa tragedia, afectiva y cultural, sucedió. ¿Por qué fascinan los personajes de La fiesta del Chivo? Porque resulta inquietante e inaudito que efectivamente existieron un dictador, un Ramfis, una Prestante Dama, un Balaguer, de esa grotesca calaña humana, aunque estos adquieran toques hiperbólicos en algún momento dentro de la esfera de la ficción.

En cierto momento de la novela, Marina Carmona se detiene a hablar del talento, el genio y la búsqueda literaria de Amanda Solano. Para enfatizar ese discurso dentro del texto, Ramírez se vale de fragmentos de cartas auténticas de Oreamuno, que aparecieron en el libro A lo largo del corto camino (una antología de su prosa publicada por la Editorial de Costa Rica en 1961). Las reflexiones finales de ese personaje exponen sus dudas en torno a la obra de su amiga escritora, especialmente en lo que se refiere al verdadero valor de la misma dentro de la literatura, algo que, según ella, deberá de comprobarse:

¿Quiere mi juicio verdadero? Sentía el genio, pero no pudo realizarlo. [...] Y eso es parte de la tragedia existencial de Amanda, y lo que aumenta el espacio de su soledad interna. ¿Por qué no escribió todo lo que concebía? ¿Será que su pasión era autodestructiva, que todo se consumía en su fuego interior? Sus cartas [...] nos revelan el calor abrasador que la poseía, pero apenas podemos entreverlo en lo poco que nos legó. [...] Y si su genio se plasmó en todas esas novelas que se perdieron para siempre, ¿cómo podemos ahora saberlo? Una sola novela. ¿Es La puerta cerrada una obra maestra? Yo quiero creer que sí, pero media mi natural apasionamiento, y de ser así se trataría entonces de una obra maestra apenas recordada, e ignorada fuera de nuestras fronteras, salvo por algunos estudios rutinarios que se han hecho de ellas en universidades de Estados Unidos. Alguien deberá venir alguna vez en su rescate.


(pp. 211-212)                


De esta forma, los esbozos basados en Yolanda Oreamuno quedan más o menos atrapados en la leyenda, sin que podamos divisar realmente la trascendencia de su intelecto y talento y, mucho menos, el lugar de su obra dentro de la vanguardia literaria de Hispanoamérica. Oreamuno y su novela La ruta de su evasión (1949) (que en la novela de Ramírez aparece con el título de La puerta cerrada), se mojaron en las aguas de la novela experimental e introspectiva, el flujo de percepciones, la memoria inconsciente, el tiempo medido por la intensidad del recuerdo, el dominio de la fragmentación (herencia de sus lecturas de Faulkner y Proust). Oreamuno escribió además cuentos y varios ensayos. Aunque es cierto que La fugitiva es y no es una novela sobre Eunice Odio, el personaje que ha fabricado Ramírez no deja ver en ningún momento a la gran poeta que ella fue.

Por lo tanto, cuando el mismo autor insiste en que se trata de personajes de ficción (al final del libro subraya que «todos los personajes y situaciones han sido inventados y se deben a la imaginación del autor» y obviamente cualquiera que conoce los detalles de estos personajes sabe que no todo proviene de la pura invención) también se pierde la oportunidad de llamar la atención sobre la relevancia de estas dos talentosas mujeres en la cultura de la región.

La importancia de desvelar los nombres de Yolanda Oreamuno y Eunice Odio radica en la necesidad de ir un paso más allá de las leyendas y los mitos en torno a sus rebeldías, sus libertades sexuales y su belleza física. Quizás estos se animen a buscar aquellas obras literarias por las que también merecen ser conocidas y recordadas. El poeta catalán Pere Gimferrer, en una entrevista realizada por Ana María Moix y publicada en El País (26 de septiembre de 2001), señaló lo siguiente: «La brasileña Eunice Odio me gusta mucho». Aunque el comentario es halagador, también es cierto que la confusión de nacionalidades demuestra que la poeta sigue siendo una desconocida, especialmente más allá de las fronteras centroamericanas y mexicanas. Lo mismo se puede decir de Yolanda Oreamuno. De aquí la necesidad de hacerlas notar en el concierto de voces hispánicas.

Al principio se hizo alusión al juego de antifaces del autor. Me pregunto: ¿será que Sergio Ramírez invita indirectamente por medio de este juego a los lectores a despertar su curiosidad sobre la historia literaria y política centroamericana? ¿O será que sencillamente quiere eliminar de un tajo las implicaciones legales y la necesaria verificabilidad de los hechos que conllevan las biografías? Quién sabe. En cualquier caso, La fugitiva, a pesar de que no es la mejor novela de Ramírez, tiene el mérito de colocar, con una fina y aguda narrativa, a la historia política y cultural de Costa Rica -sus maravillosas absurdidades y contradicciones- en un escenario editorial prestigioso. Ya por esto ha valido la pena. Pero también porque se deja leer con soltura y naturalidad. Será tarea de la crítica destacar a sus protagonistas más allá de la ficción.







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