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Su vida, escrita por él mismo

Víctor Alfieri



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Conde republicano y tribuno aristocrático, Víctor Alfieri, el trágico incomparable, fustigó por igual a la blasonada plebe y a los tiranos descamisados, y sacudiendo con violencia a la Italia aletargada y caduca, impulsó la a la conquista de su libertad y a su regeneración moral y política. Las condiciones de los tiempos no consentían que empuñase la espada en pro de la grandeza y unidad de su patria; pero empuñó la pluma y escribió obras tan vigorosas, tan maestras de energía, que trocóse en la hermosa realidad de Cavour y Manzoni lo que se consideró utopía del inmenso vate. La Italia nueva puede decirse que es obra de Víctor Alfieri, el cual sacrificó a su patria riquezas, comodidades, gloria y porvenir brillantísimo.

«Es Alfieri -dice uno de sus comentaristas-, como Dante, como Tasso y como Leopardi, uno de esos poetas que son ellos mismos fascinadora obra de arte. Recorriendo sus páginas inmortales, su figura gallarda y pensativa, o triste y elegíaca, está siempre delante de nuestra imaginación; y las particularidades de su poesía, que quisiera ser objetiva, se avivan y coloran al reflejo de la luz que brota de sus ojos, fieros o lacrimosos. En cada expresión acalorada, en cada arranque, aun en cada reticencia, nos parece, y nos agrada, sorprender o adivinar un estremecimiento, un designio o un suspiro del poeta dilecto. En la generosa locura de Saúl, como en la ansiedad temblorosa de Icilio, como en la angustiosa espera de Orestes y como en el ardiente amor y los celos de Don Carlos, reconocemos a nuestro vate que aquellas grandes pasiones

incise col terribile, odiator del tiranni pugnale.

Por eso fue un acierto del profesor Michele Schirillo dedicar la edición, por él cuidada, de la VIDA de Alfieri al ejército combatiente en la cima de los Alpes, en los valles del Adige y del Brenta y en las orillas del Isonzo, es decir, «al miglior fiore delle giovani generazioni d'Italia, gl'Itali redivivi», pronosticados por Alfieri; «a cuantos ofrecían en holocausto de la patria- la vita, gliaffetti, l'avenire». Y por eso pudo decir con razón el generalísimo Cadorna, al aceptar agradecido, en nombre del ejército, la patriótica dedicatoria: La Italia nueva quiere ser educada en una literatura viril, clara, toda nervio de acción y de pensamiento, y nadie puede satisfacer mejor el gusto de los jóvenes por las cosas rudas y fuertes que el fiero hijo de Asti que «esculpió» páginas que enseñan a querer.» Víctor Alfieri no escribió SU VIDA para que fuese publicada, por considerarla «prolija y llena quizá de muchas fruslerías, aunque no del todo inútil por lo que concierne a mi arte en particular y al corazón humano en general»; y la ejecutora de su última voluntad, la que fue adorada compañera de su vida más dichosa, la condesa de Albany, respetando escrúpulos infundados, entregó el manuscrito al abate de Caluso, pidiéndole parecer y consejo.

«Conociendo el talento y el ánimo de aquel hombre único escribió a la condesa el entrañable amigo del gran poeta-, esperaba desde luego que habría vencido de un modo u otro la inmensa dificultad de hablar largamente de sí mismo sin fastidiosas naderías y sin mentir; pero ha superado mi esperanza con su franqueza amable y su sencillez sublime. Felicísimo es su estilo, descuidado al parecer, y maravillosamente parecido y fiel es el retrato que deja de sí, lleno de vida y color...Pero a los muchos motivos que tenemos para llorar que la muerte nos lo haya arrebatado tan pronto se une el de que su VIDA, y muchos escritos suyos, haya quedado sin retocar, lo cual hubiera hecho seguramente de haber llegado a lossesenta años, pues a esa edad quería repasarla, corregirla o quemarla. Pero no la hubiera quemado, como no podemos quemarla nosotros, porque tenemos en ella su vivó retrato y el documento único y verdadero de sus dichos y sus hechos. Por eso alabo, señora condesa, su propósito de guardar celosamente el manuscrito, enseñándolo únicamente a persona muy amiga y discreta, para que tome de él los datos necesarios para escribir la historia de aquel gran hombre. Yo no me atrevo a hacerlo, y lo siento; pero nadie puede hacer más de lo que puede, y me limitaré a completar lo mejor y lo más brevemente que me sea posible la narración de mi amigo, interrumpida el 14 de mayo de 1803"1

Más adelante, empero, publicóse íntegra la VIDA de Alfieri, haciéndose innumerables ediciones, muchas de ellas reducidas y espurgadas, para uso de las escuelas; porque este libro, lírico y meditativo a la vez, resulta interesante para los que gustan de la observación íntima de los afectos y amena, animada y animadora para los caracteres en formación.

Para la traducción que ofrece hoy Colección Universal hemos cotejado las más autorizadas, entre otras la deEmilio Bertana (Nápoles, Perrella, 1910), la ediciónnacional hecha en 1903 con ocasión del primer centenariode la muerte de Alfieri (G. B. Paravia e C.), la reducida por Luigi Ambrosini para uso de la juventud, y en particular la cuidada y eruditamente anotada de Miguel Schirillo(Hoepli, Milán, 1918).






ArribaAbajoÉpoca primera

Infancia: Comprende nueve años de vegetación



ArribaAbajoCapítulo I

Nacimiento y familia


Nací en la ciudad de Astí, del Piamonte, el 17 de enero de 1749, de padres nobles, ricos y honrados. Señalo expresamente estas tres cualidades, y con gran placer las especifico, por las siguientes razones. El haber nacido en noble cuna me sirvió para poder, más adelante, despreciar a la nobleza por sí misma, sin ser tachado de envidioso, y poner de manifiesto sus ridiculeces, sus abusos y sus vicios; mas al propio tiempo fue para mí muy beneficiosa su útil y sana influencia, puesto que impidió que mancillase la nobleza del arte que yo profesaba. Las riquezas de mis padres permitieron que me mantuviese libre e incontaminado y que sólo sirviese a la verdad; y por su honradez, jamás hube de avergonzarme de ser noble. Por lo cual, si me hubiese faltado alguna de estas tres cualidades, necesariamente habría faltado también algo a mis diferentes obras y habría sido yo, por ejemplo, o peor filósofo o peor hombre de lo que quizá he sido.

Llamábase mi padre Antonio Alfieri y mi madre Mónica Maillard de Tournon. Era ésta de origen saboyano, como demuestran sus apellidos extranjeros, pero hacía muchos años que su familia residía en Turín. Mi padre fue un hombre de irreprochable conducta; no desempeñó jamás ningún cargo ni tuvo ambiciones desmedidas: así lo he oído decir siempre a quienes le conocieron y trataron. Poseedor de suficientes bienes de fortuna para mantener su rango, y siendo moderados sus deseos, pudo vivir bastante dichoso. Tenía ya más de cincuenta y cinco años, cuando se enamoro de mi madre, la cual, aunque muy joven todavía, era a la sazón viuda del marqués de Cacherano, noble de Asti, que la tomó por esposa. El nacimiento de una niña, acaecido dos años antes del mío, había preocupado a mi buen padre, haciéndole perder la esperanza de tener descendencia masculina; así es que mi venida al mundo le llenó de indecible júbilo. No sé si se alegraría de esto como padre ya viejo o como hidalgo que estima su nombre y desea perpetuar su linaje; me inclino a creer que estos dos afectos entraban por igual en su alegría. Lo cierto es que habiéndome dado a criara una nodriza en un pueblecillo llamado Rovigliasco, distante dos millas de Asti, iba casi todos los días a verme y hacía el camino a pie, porque era muy campechano y de sencillas costumbres. Empero aunque se conservaba sano y robusto, había pasado ya de los sesenta, y aquellas caminatas y el no tener en cuenta el rigor de la estación ni de nada, fueran causa de que, habiendo sudado demasiado en una de las periódicas visitas que me hacía, cogiese una pulmonía que en pocos días le llevó al sepulcro. Yo no había cumplido aún el primer año de edad. Mi madre se hallaba encinta de otro hijo varón, que murió en la infancia. Le quedaban, pues, un niño y una niña de mi padre y dos niñas y un varón de su primer marido, el marqués de Cacherano, cuando, viuda por segunda vez y bastante joven todavía, contrajo terceras nupcias con el caballero Jacinto Alfieri, de Magliano, segundón, de una casa que llevaba mi apellido, pero de distinta rama. Este caballero heredó más tarde todos los bienes de su familia, por haber muerto sin prole el primogénito, y se halló poseedor de cuantiosa fortuna. Mi excelente madre fue muy feliz con su tercer marido, que era aproximadamente de su misma edad, de hermosa figura, distinguidas maneras e irreprochables costumbres; así es que la unión de ambos ha sido muy dichosa y ejemplar, y aun dura mientras escribo mi vida, a los cuarenta y un años de edad; de manera que hace más de treinta y siete años que viven felices estos cónyuges, ejemplo viviente de toda virtud doméstica, respetados y admirados de todos sus conciudadanos, especialmente mi madre, por la ardiente y heroica caridad con que se ha consagrado por completo a consolar y socorrer al pobre y al desvalido.

En el transcurso de este tiempo ha perdido mi madre el primer varón y la segunda hija del primer marido y los dos únicos varones que ha tenido con el tercero; de manera que sólo le quedan en sus últimos años dos hijos varones, y yo, que, por azares del destino, no puedo estar a su lado, lo cual lamento muy a menudo y lo lamentaría mucho más, hasta el punto de que no podría vivir ni un momento separado de ella, si no supiera que en su fuerte y sublime carácter y en su verdadera piedad halla la compensación de estar privada de la compañía de sus hijos. Perdóneseme esta digresión, quizá inútil, en gracia a una madre estimadísima.




ArribaAbajoCapítulo II

Recuerdos de la infancia


Vuelvo, pues, a hablar de mi edad primera. De aquella estúpida vegetación infantil no conservo otro recuerdo que el de un tío mío paterno, el cual, cuando sólo tenía yo tres o cuatro años, hacíame poner en pie sobre un antiguo escritorio y, entre caricia y caricia, me daba exquisitos confites. Habíale olvidado casi por completo, y sólo me acordaba de que usaba unos zapatones de punta cuadrada; pero, muchos años después, la primera vez que vi ciertas botas de fuelle, que tenían también cuadrada la punta del zapato, como los que llevaba mi tío, muerto ya desde mucho tiempo atrás, y al cual no había vuelto a ver desde que tuve uso de razón, despertáronse en mí las primitivas sensaciones que había experimentado al recibir las caricias y los confites de mi tío, de suerte que hasta el sabor de los confites recordé repentina e intensamente. Escribo estas puerilidades porque quizá no serán del todo inútiles para los que especulan sobre el mecanismo de nuestras ideas y la afinidad de los pensamientos con las sensaciones.

Contaba ya unos cinco años de edad cuando la disentería sanguinolenta me puso en los umbrales del sepulcro. Aun conservo un vago recuerdo de aquellos sufrimientos, y no he olvidado que, aun cuando no tenía la menor idea de lo que era la muerte, la deseaba para acabar de sufrir, y porque al morir mi hermanito oí decir que habíase convertido en ángel.

A pesar de los esfuerzos que he hecho con mucha frecuencia para recoger las ideas primitivas, es decir, las sensaciones recibidas antes de cumplir los seis años, sólo he podido coordinar estas dos. Mi hermana Julia y yo, siguiendo la suerte de mi madre, hubimos de pasar de la casa paterna a la de nuestro padrastro, quien se portó con nosotros como un verdadero padre durante todo el tiempo que permanecimos a su lado. La hija y el hijo que quedaban a mi madre de su primer matrimonio fueron enviados, sucesivamente: uno, al colegio de los jesuitas, y la otra, a un convento de monjas; y poco después también ingresó mi hermana Julia en un colegio de religiosas, pero en Asti. A la sazón tenía yo cerca de siete años. Me acuerdo muy bien de este acontecimiento doméstico, porque fue entonces cuando por vez primera se manifestaron mis facultades sensitivas. Tengo muy presentes el dolor que experimenté y las lágrimas que me hizo derramar aquella separación, que al principio fue sólo de techo, puesto que se me permitía visitarla casi diariamente. Reflexionando después sobre los efectos y síntomas de cariño experimentados entonces, comprendo que son los mismos que sentí más tarde, cuando, en el ardor de los años juveniles, veíame obligado a separarme de una mujer amada o bien de un amigo verdadero, pues he llegado a tener hasta tres o cuatro; suerte de que seguramente no habrán disfrutado otros más merecedores de ella que yo. Y el recuerdo de aquel primer dolor de mi corazón me ha hecho deducir que todos los amores del hombre, por diferentes que sean, tienen el mismo motor.

Siendo yo el único de los hermanos que quedó en la casa materna, fui confiado a los cuidados de un buen sacerdote, llamado don Ivaldi, el cual me enseñó desde las primeras letras hasta el latín, y, al decir de mi maestro, traducía y explicaba bastante bien algunas Vidas de Cornelio Nepote y las consabidas fábulas de Fedro. Pero el pobre cura era muy ignorante, según pude comprender más tarde; y si después de haber cumplido los nueve años me hubiesen dejado bajo su dirección, probablemente no habría aprendido nada más. Mis padres carecían también de instrucción, y más de una, vez les oí repetir la máxima usual de nuestros nobles de aquel tiempo: que un señor no es preciso que sea doctor. Sin embargo, yo tenía natural inclinación al estudio, y la soledad en que me hallaba, sin más compañía que la de mi maestro, desde que mi hermana ingresó en el colegio, me ocasionaba honda pena e inducíame al mayor recogimiento.




ArribaAbajoCapítulo III

Primeros síntomas de un carácter apasionado


Aquí debo consignar otra particularidad bastante rara acerca del desarrollo de mis facultades amatorias. La ausencia de mi hermana habíame dejado muy triste al principio y bastante serio después. Las visitas a aquella hermana querida eran cada vez menos frecuentes, porque estando sometido a un preceptor y debiendo atender al estudio, sólo se me permitían los días de vacaciones y las fiestas, y no todas. Poco a poco se me hizo indispensable, para consuelo de mi soledad, el ir cada día a la iglesia del Carmen, contigua a nuestra casa, y recrearme oyendo música religiosa, viendo oficiar a los frailes y tornando parte en todas las ceremonias de la misa cantada, de las procesiones y otros ejercicios del culto católico. A los pocos meses ya no pensaba tanto en mi hermana, y al cabo de unos pocos más, apenas me acordaba de ella: sólo deseaba que cada mañana me llevasen a la iglesia del Carmen. Diré el motivo. A excepción del de mi hermana, que tenía nueve años cuando salió de casa, yo no veía ordinariamente más rostros de muchachas o de jovenzuelos que los de ciertos frailecitos novicios del Carmen, que, revestidos de roquete, asistían a las diferentes funciones de la iglesia. Aquellas caritas juveniles, que no eran desemejantes de las caritas femeninas, habían grabado en mi tierno e inexperto corazón la misma huella y casi el dese mismo que había impreso la cara de mi hermana. En resumidas cuentas, esto, aunque bajo tantos y tan distintos aspectos, era amor; así lo comprendí algunos años después, reflexionando sobre el particular, pues en aquella edad nada sabía yo de lo que sentía o hacía; obedecía únicamente al instinto animal. Mas este mi inocente amor por aquellos novicios llegó a tales extremos que pensaba continuamente en ellos y en las ceremonias en que intervenían: ora se me presentaban a la imaginación con velas en la mano asistiendo a la misa, con semblantes compungidos y angelicales; ora con los turíbulos incensando el altar, y absorto en estas imágenes, descuidaba el estudio y toda ocupación o compañía me molestaba. Cierto día que mi maestro había, salido de casa y que me hallaba solo en mi cuarto, busqué en los diccionarios latino e italiano la voz Fraile, y, raspándola como mejor pude, la substituí por la de Padre, creyendo, sin duda, que así dignificaba, o hacía algo por el estilo, a aquellos novicios a quienes veía yo cada día, sin que en ninguna ocasión hubiera hablado con ellos ni supiera realmente lo que quería. El haber oído proferir más de una vez con cierto desprecio la palabra Fraile y con marcado respeto la de Padre fue lo que me indujo a corregir los vocabularios. Hechas estas correcciones, bastante mal, con una navajita y la pluma, tuve buen cuidado de ocultarlas a mi maestro, por temor a que me castigase; pero él, que no podía sospechar nada ni pensar en semejante cosa, no las advirtió nunca. Si se reflexionara un poquito sobre esta nonada, buscando en ella la simiente de las pasiones del hombre, no se hallaría tan risible y pueril como a primera vista parece.

Estos efectos de amor, enteramente desconocidos para mí mismo, pero que, no obstante, tanta influencia ejercían sobre mi imaginación, eran causa, según creo, de la melancolía que poco a poco se iba apoderando de mí y acabó por dominar todas las otras cualidades de mi carácter. Tenía yo siete u ocho años. Un día que me encontraba en estas disposiciones melancólicas, ocasionadas quizá por mi estado de salud, que era bastante delicado, habiendo visto salir a mi maestro y al criado, abandoné mi saloncito, que, situado en la planta baja, daba a un segundo patio, en cuyo derredor crecía la hierba, y empecé a cortarla y tragarla ávidamente, a pesar de su sabor áspero y amarguísimo. Yo había oído decir, pero sin saber a quién, cuándo ni cómo, que existía una hierba venenosa llamada cicuta que mataba al que la comía. Yo no pensaba en morir, ni sabía lo que era la muerte; sin embargo, impulsado por no sé qué instinto natural y por una pena cuya causa no se me alcanzaba, comí con avidez aquella hierba, figurándome que era la cicuta. Empero el amargor y crudeza de semejante pasto me produjo náuseas, y conociendo que iba a provocar, escapé al jardincillo contiguo, donde, sin ser visto de nadie, me libré de casi toda la hierba que había engullido, y volviendo a mi cuarto, me quedé quietecito y callado, experimentando cierto dolorcillo de estómago y de vientre. Entretanto volvió el maestro, que de nada se dio cuenta y a quien no dije una palabra. Poco después nos sentamos a la mesa, y mi madre, observando que tenía los ojos hinchados y enrojecidos, como suelen quedar por los esfuerzos del vómito, quiso saber lo que me pasaba. Aparte el mandato de mi madre, los dolores de vientre, que eran cada vez más agudos y que me impedían probar bocado, me aconsejaban que dijese la verdad; pero yo no me atrevía a hablar. Obstinábame en callar y disimular los retortijones que sentía, y mi madre empeñábase más y más en preguntarme, amenazándome para que le contestase; hasta que, habiéndome examinado bien, y notando que sufría y que tenía los labios verdosos, pues yo no había pensado en limpiármelos y enjuagarme la boca, se levanta alarmada, se acerca a mí, me habla del color de mis labios, me estrecha a preguntas, y, al fin, vencido por el miedo, acabé por confesar, llorando, lo que había hecho. Inmediatamente me dieron un remedio casero, y aquello no tuvo más consecuencias que varios días de encierro en mi cuarto, a guisa de castigo, y que, por lo tanto, aumentaron mi melancolía.




ArribaAbajoCapítulo IV

Desarrollo de la índole indicado por ciertos hechos


La índole que yo iba manifestando en los primeros años de la naciente razón era: taciturno y plácido, ordinariamente; pero a veces muy locuaz y travieso, y casi siempre tocando en los extremos opuestos; es decir, obstinado e indócil contra la fuerza, muy flexible cuando se me amonestaba con cariño, contenido por el temor de que me reprendiesen más que por cualquier otro motivo; susceptible de avergonzarme excesivamente e irreductible cuando se me llevaba la contraria.

Para mejor dar a entender a los demás y a mí mismo las cualidades primitivas que la Naturaleza imprimió en mi ánimo, referiré dos de los muchos casos que me sucedieron en la niñez, porque los recuerdo perfectamente y porque retratan al vivo mi carácter. De todos los castigos que podían imponerme, el que más me apenaba, hasta el punto de que me hacía enfermar, y por eso sólo dos veces me lo infligieron, era el de mandarme a misa llevando puesta la redecilla de noche, prenda de malla que oculta enteramente el cabello. La primera vez que fui castigado de esta manera -no me acuerdo del porqué- llevóme de la mano mi maestro, poco menos que a rastras, a la iglesia del Carmen, aquella iglesia que estaba tan cerca de casa y tan poco concurrida que rara vez reuníanse cuarenta personas en su vastedad; sin embargo, afligióme de tal modo aquel castigo, que durante más de tres meses observé una conducta irreprensible. Pensando más tarde en las causas que pudieron producir en mí tan grandes efectos, hallé, dos que aclararon por completo mis dudas: primera, la de creer que necesariamente aquella redecilla debía atraer sobre mí todas las miradas; que yo debía estar muy ridículo con aquel atavío, y que todos los que reparasen en mí habrían detenerme por un malhechor, puesto que tan horriblemente me castigaban. La segunda razón era el temor que yo sentía de que me viesen en tal facha los queridos novicios; esto, a la verdad, era en extremo doloroso para mí. Pues bien, lector mío: mira en el hombrecillo que te presento tu retrato y el de todos los hombres habidos y por haber; pues, bien pensado, todos son siempre niños eternos.

Los resultados de semejante castigo causaron tal alegría a mis padres y al maestro, que a la más leve falta me amenazaban con la dichosa redecilla, y bastaba eso para que yo me enmendara, temblando de miedo. Mas habiendo incurrido al fin en una falta insólita, para excusarme de la cual no hallé nada mejor que mentir descaradamente a mi madre, fui condenado de nuevo a lucir la redecilla, con la agravante de que en aquella ocasión no habían de llevarme a la vecina y desierta iglesia del Carmen, sino a la de San Martín, que se hallaba situada lejos de casa, en el centro de la ciudad, y a la cual concurrían, hacia el mediodía, todos los ociosos del granmundo. ¡Oh, que desesperación la mía al oír la tremenda sentencia! Lloré, supliqué, pataleé, pero en vano. Aquella noche, que creía había de ser la última de mi vida, no pude pegar los ojos; no tengo memoria de que dolor o pena alguna me haya hecho pasar otra noche tan horrible. Llegó la hora de cumplir el castigo: con la redecilla puesta, llorando y chillando, sacáronme de casa: mi preceptor, tirándome del brazo, y un criado, empujándome por la espalda. Así atravesamos dos o tres calles, en las que no tropezamos con alma viviente; pero en cuanto entramos en las vías concurridas próximas a la plaza y la iglesia de San Martín cesé repentinamente de llorar y gritar y ya no fue preciso que tiraran de mí ni me empujaran; por el contrario, eché a andar calladito y a buen paso, muy pegadito a la sotana de don Ivaldi, con la esperanza de pasar inadvertido, escondiendo la cabeza debajo del brazo de mi maestro, aunque apenas si le llegaba al codo. Entré en la iglesia, que se hallaba muy concurrida, llevado de la mano como un cieguecito, y, en efecto, ciego estaba, puesto que al llegar a la puerta cerré los ojos y no volví a abrirlos hasta que estuve arrodillado para oír la misa, y aun entonces no alcé la vista lo suficiente para mirar a mi alrededor. Y volviendo a hacerme el ciego al salir, regresé a casa con la muerte en el corazón, considerándome deshonrado para siempre. Aquel día no quise comer, ni hablar, ni estudiar, ni llorar. En fin: fue tal la pena y la tensión de ánimo que el castigo me produjo, que durante varios días estuve enfermo de algún cuidado, y en casa no se volvió a nombrar siquiera la redecilla; tanto asustó a mi amantísima madre la desesperación de que di muestras. Por mi parte, en mucho tiempo no volví a decir una mentira, y quién sabe si debo aaquella redecilla el ser uno de los hombres menos embusteros que he conocido.

Otra anécdota. Habíanos visitado en Asti mi abuela materna, señora de alto copete en Turín, viuda de un gentilhombre de la corte, rodeada de todo ese boato que tanta impresión causa a les muchachos. A pesar de que durante su permanencia en casa de mi madre habíame prodigado sus caricias, no pude familiarizarme con ella, pues yo era realmente un salvajillo. Antes de separarse de nosotros me instó para que le pidiese algo, asegurándome que, si estaba en su mano, me lo concedería gustosa. Al principio por vergüenza, timidez, perplejidad, y luego por obstinación y terquedad, respondía siempre con la misma y única palabra: Nada; y por más que todos se esforzabanpor arrancarme una respuesta que no fuera aquel invariable y grosero Nada, no hubo medio de hacerme cambiar de parecer. Lo único que consiguieron fue que aquel Nada, rotundo y seco al principio, lo profiriera después, molestado por tanta insistencia, con tono de despecho y voz temblorosa luego, y, por último, entre lágrimas y sollozos. Me arrojaron, al fin, de su presencia, con sobrada razón, por cierto; encerráronme en mi cuarto, para que allí saboreara a mi dichoso Nada, y mi abuela se marchó. Pero, a pesar de haber rechazado con tanta terquedad el regalo legítimo de mi abuela, pocos días antes, habíale robado de un cofre que dejara abierto un abanico, que escondí cuidadosamente en mi cama. Poco tiempo después lo descubrieron y dije, como así era en efecto, que lo había quitado a mi abuela para regalárselo a mi hermana. Tan grave falta merecía condigno castigo, y fueron muy severos conmigo; pero, aun cuando el ladrón es mucho peor que el embustero, no se me amenazó siquiera con el suplicio de la redecilla; mi buena madre, antes que verme enfermo de pena prefería que yo pasase por un ladronzuelo; de empero que no es muy de temer ni difícil de desarraigar en aquellos que no tienen necesidad de ejercitarlo. El respeto a la propiedad ajena brota y crece rápidamente en todo aquel que posee algunos bienes de fortuna.

A guisa de historieta referiré también mi primera confesión sacramental, hecha antes de cumplir los ocho años de edad. Mi maestro habíame preparado, sugiriéndome los pecados de que debía confesarme, pues suponía que los había cometido, aunque de la mayor parte de ellos no sabía yo ni siquiera el nombre. Hecho este previo examen de conciencia con don Ivaldi, se fijó el día en que iría a depositar mi fardo de pecados a los pies del padre Ángel, religioso carmelita, que era también el confesor de mi madre. Fui a la iglesia, pero no sé lo que dije ni lo que el padre Ángel me dijo; tanta era la repugnancia y el dolor que me causaba el tener que revelar mis más secretos actos y pensamientos a una persona a quien apenas conocía. Creo que el mismo fraile hizo la confesión por mí; lo cierto es que, antes de darme la absolución, me impuso la penitencia, de arrodillarme ante mi madre, el ir a sentarnos a la mesa, y pedirle públicamente perdón de mis pasadas faltas. Esta penitencia era para mi muy dura de cumplir, no porque me repugnase el pedir perdón a mi madre, sino porque el tener que arrodillarme en presencia de todos los que estuviesen allí reunidos era un suplicio superior a mis fuerzas. De vuelta en mi casa, subí, como de costumbre, a la hora de la comida, y al entrar en el comedor observé que todos me miraban con manifiesta curiosidad, par lo que me quedé inmóvil y confuso y la cabeza baja, sin acercarme ala mesa, en tanto que los demás iban ocupando sus asientos; sin embargo, no podía sospechar siquiera que eran conocidos los secretos penitenciales de mi confesión. Armándome de valor, adelanté unos pasos para sentarme; pero entonces mi madre, mirándome con adusto semblante, me preguntó si creía que podía sentarme a la mesa, si había cumplido con mi deber, si no tenía nada que reprocharme. Estas preguntas eran para mí otras tantas puñaladas que me partían el corazón; contestaba por mí la expresión, compungida y dolorosa de mi rostro, pero mis labios no podían articular palabra y no había medio, no ya de hacerme cumplir lo que el confesor me había mandado, sino de decir qué penitencia habíanme impuesto. Mi madre lo sabía de sobra, pero no se atrevía a hacer ninguna indicación, para no vender al traidor confesor. El resultado fue que mi madre no me vio arrodillado a sus pies, como quería, y que yo me perdí la comida de aquel día y tal vez la absolución que bajo tan duras condiciones me dio el padre Ángel. No tuve, empero, la sagacidad depenetrar entonces que el padre Ángel hablase puesto de antemano de acuerdo con mi madre acerca de la penitencia que había de imponerme. Pero el corazón, sirviéndome mucho mejor que la inteligencia, concibió cierto odio hacia aquel fraile, y en lo sucesivo no fui propenso a la práctica de aquel sacramento, aunque en mis ulteriores confesiones no se me impuso jamás ninguna penitencia pública.




ArribaAbajoCapítulo V

Última historieta infantil


Había venido a pasar las vacaciones en Asti mi hermano mayor, el marqués de Cacherano, que desde algunos años atrás se estaba educando en el colegio de los jesuitas de Turín. El tenía más de catorce años, y yo ocho. Su compañía era para mí, a la vez que una alegría, una angustia. Como yo no le había conocido hasta entonces, por ser hermano uterino, verdaderamente no le tenía ningún cariño; mas como se complacía en jugar conmigo, el roce y la costumbre me hubieran hecho quererle poco a poco. Empero mi hermano tenía muchos más años que yo; gozaba de más libertad; le acariciaban más mis padres; disponía de más dinero; habla visto, puesto que residía en Turín, muchas más cosas que yo; había estudiado a Virgilio; en una palabra: era tan superior a mí, que por primera vez conocí lo que es la envidia, si bien ésta no era atroz, porque no me inclinaba a odiar a mi hermano, sino únicamente a desear lo mismo que poseía él, sin pretender quitarle nada. A mi juicio, ésta es una ramificación de dos envidias, una de las cuales infiltra en los corazones perversos un odio implacable hacia los más afortunados y un deseo vehementísimo de privarle por todos los medios de lo que se envidia, aunque no aproveche al que lo hace; y la otra, que sólo anida en pechos generosos, se convierte, bajo el nombre de emulación o porfía, en igual deseo vehementísimo de poseer lo mismo, o más, que posee el individuo envidiado, y ser lo que éste es. ¡Oh! ¡Qué pequeña e invisible es la diferencia que existe entre la semilla de nuestras virtudes y de nuestro, vicios!

Así, pues, ora jugando, ora peleándome con mi hermano, ya sacándole algún regalillo, o bien recibiendo algún pescozón, pasé aquel verano más distraído que de costumbre, porque hasta entonces había estado solo en casa, que es lo más fastidioso para un chiquillo. Cierto día muy caluroso, a cosa de las tres de la tarde, mientras todos los de casa dormían la siesta, nosotros hacíamos ejercicios militares a la prusiana, que me enseñaba mi hermano. En una de las marchas, al dar media vuelta, caí al suelo y di con la cabeza en uno de los morillos que por descuido habían quedado en la chimenea desde el invierno último. Como habían quitado al morillo los pomos de latón que solía tener en las puntas que sobresalían de la chimenea, una de éstas se me clavó en la frente, un dedo más arriba del ojo izquierdo, en medio del entrecejo. La herida fue tan ancha y profunda, que aun llevo, y llevaré mientras viva, una cicatriz muy marcada. Me levanté inmediatamente sin ayuda ajena, recomendando a mi hermano que no dijese nada, pues en el primer momento no sentí ningún dolor, sino vergüenza únicamente de parecer un soldado flojo de piernas. Mi hermano, empero, corrió a despertar al maestro; el ruido que promovió llegó a oídos de mi madre, y todos los de casa se pusieron en movimiento. Entretanto, yo, que ni al caer ni al levantarme había proferido un grito, al dar unos pasos hacia la mesa, al sentir que me corría por la cara un líquido caliente, llevarme la mano a la herida y retirarla llena de sangre, prorrumpí en chillidos. Pero aquellos chillidos debieron ser nada más que de asombro, pues me acuerdo muy bien de que no sentí ningún dolor hasta que llegó el cirujano y empezó a lavar, sondear y curar la herida, que tardó varias semanas en cicatrizar. Además, tuve que pasar muchos días en la obscuridad, porque, a causa de la inflamación desmesurada del ojo izquierdo, se temieron mayores males. Estando aún convaleciente y con los emplastos y el vendaje puestos, fui contentísimo a oír misa a la iglesia del Carmen, aunque estaba seguro de que aquello me afeaba mucho más que la redecilla de noche, verde y limpia, como las que usan por adorno los pisaverdes de Andalucía, y que yo mismo llevé por coquetería, imitando a éstos, cuando viajé por las Españas. No me importaba, pues, dejarme ver en público con aquel vendaje, bien porque me halagase la idea de haber corrido un serio peligro, o quizá porque a las confusas ideas que rodaban en mi cabecita añadíase la de que aquella herida me reportaba cierta gloria. Y así debía ser, en efecto, pues aun cuando no tengo presentes los movimientos de mi ánimo entonces, me acuerdo muy bien de que si algún transeúnte preguntaba al cura Ivaldi qué me había ocurrido, y éste contestaba queme había caído, añadía yo vivamente: Haciendo la instrucción.

Si se estudiara bien a los niños descubriríanse en sus pechos diversos gérmenes de virtudes y de vicios, pues aquello era indudablemente en mí un germen de amor a la gloria; pero niel sacerdote Ivaldi ni ninguno de los que me rodeaban hacían semejantes reflexiones. Un año después, poco más o menos, mi hermano mayor, que había vuelto a Turín, al colegio de los jesuitas, contrajo una grave enfermedad del pecho, que, degenerando en tisis, le llevó a la tumba al cabo de algunos meses. Le sacaron del colegio y le trasladaron a Asti, en tanto que me llevaban a la villa2 para que no le viese; y, en efecto, aquel verano murió en Asti, sin que yo lo hubiese vuelto a ver. Por aquellos días, mi tío paterno, el caballero Pelegrín Alfieri, a quien desde la muerte de mi padre había sido confiada mi tutela, a su regreso de un largo viaje por Francia, Holanda e Inglaterra; pasó por Asti y me vio. Como era hombre de mucho talento, observó, sin duda, que yo no aprendería gran cosa si continuaba sometido a aquel método de educación, y de vuelta en Turín, escribió a mi madre, al cabo de pocos meses, diciéndole que a toda costa quería hacerme ingresar en la academia de Turín. Mi marcha vino, por lo tanto, a coincidir con la muerte de mi hermano, y jamas se borrarán de mi memoria los gestos ni las palabras de mi afligidísima madre, que decía sollozando: «¡Dios me ha quitado a uno para siempre, y éste quién sabe por cuánto tiempo!» Entonces sólo tenía una hija de su tercer marido; mientras estuve en la academia de Turín tuvo dos hijos varones. Su aflicción me causó hondísima pena; pero el deseo de ver cosas nuevas, el pensar que dentro de pocos días viajaría por la posta, precisamente a raíz de haber realizado mi primer viaje a una posesión que sólo distaba quince millas de Asti, en un vehículo arrastrado por dos mansísimos bueyes, y otras ideas infantiles por el estilo que la fantasía lisonjera presentaba a mi mente, mitigaban en gran parte la pena que sentía por la pérdida de mi hermano y el dolor de mi desconsolada madre. Pero cuando llegó el momento de la despedida me sentí desfallecer: me apenaba tanto, por no decir más, dejar a mi maestro don Ivaldi como separarme de mi madre. Sentado casi a viva fuerza en la calesa por nuestro viejo administrador, que debía acompañarme a Turín, a casa de mi tío, adonde debía ir primero, partí finalmente acompañado también del criado puesto con carácter fijo a mi servicio, un tal Andrés, alejandrino, mozo muy despierto y bastante instruido con relación a su estado y al de nuestro pueblo, donde el saber leer y escribir no era entonces cosa corriente. Fue en julio de 1758 -no me acuerdo del día- cuando, a las primeras horas de la mañana, abandoné la casa materna. Lloré durante toda la primera posta; y al llegar, mientras cambiaban los caballos, como sintiese una sed abrasadora, y no queriendo pedir un vaso ni que sacaran agua del pozo para mí, me acerqué al abrevadero, metí en él mi sombrero de tres picos y apuré hasta la última gota del agua que pude recoger. Avisado por los postillones, acudió mi ayo administrador, que me reprendió con mucha severidad; pero yo le contesté que el viajero se debía acostumbrar a esas cosas y que así bebían los verdaderos soldados. No sé de dónde pude sacar semejantes ideas aquilescas, puesto que mi madre habíame educado con mucha blandura, más aún, con cuidados risibles respecto a mi salud. Aquello, pues, fue también un arranque de mi naturaleza, ávida de gloria, que se manifestaba en cuanto se me permitía levantar un poquito la cabeza del yugo.

Y aquí pondré fin a la época de mi infancia, para entrar en un mundo algo menos circunscrito y poder retratarme mejor y con mayor brevedad, según mi deseo. Este primer período de una vida que a nadie importará tal vez conocer resultará ciertamente inútil a los que, teniéndose por hombres, se van olvidando de que el hombre es una continuación del niño.






ArribaAbajoÉpoca segunda

Adolescencia: comprende ocho años de ineducación



ArribaAbajoCapítulo I

Salida de la casa materna, ingreso en la academia y descripción de ésta


Corríamos la posta con extraordinaria velocidad, gracias a que, en el momento de pagar la primera, intercedí por el postillón para que nuestro administrador le diese una buena propina, con lo cual me gané la simpatía del otro postillón, que nos conducía con la rapidez del rayo, dirigiéndome de vez en cuando miradas y sonrisas reveladoras de la esperanza de que obtendría para él una recompensa igual ala que alcancé para su compañero. El administrador, que era viejo y obeso, y en la primera posta había agotado todo el repertorio de historietas y cuentos de que disponía para distraerme, dormía como un bendito. La velocidad con que corría el coche me proporcionaba un placer indecible, pues los caballos del carruaje de mi madre, en el que rara vez se me dejaba ocupar un asiento, no salían jamás de un trotecillo desesperante, y, por otra parte, los coches cerrados no permiten disfrutar de los caballos, mientras que en nuestros calesines italianos le parece a uno que va montado en la grupa de aquéllos y se goza del paisaje. Así que, de posta en posta, y latiéndome apresuradamente el corazón por la alegría de correr y la novedad de los objetos que veía, llegué finalmente a Turín a la una o las dos de la tarde. Era un día espléndido, y la entrada de aquella ciudad por la Puerta Nueva y la plaza de San Carlos, hasta la Anunciata, en cuyas inmediaciones vivía mi tío, me arrebató de tal modo, que estaba medio loco de contento, pues realmente todo aquello es grandioso, soberbio. No pasé tan alegre el resto de la tarde y la noche, pues al hallarme en mi nueva morada, entre personas desconocidas, sin mi madre y sin mi maestro, y sin ver más cara amiga que la de mi tío, que no me pareció tan amable y risueña como la de mi madre, apoderáse de mí una tristeza infinita y el deseo vehementísimo de todo lo que había abandonado el día anterior. Lloré mucho; pero al cabo de algunos días, habiéndome acostumbrado a mi nueva vida, recobré la alegría y la vivacidad en mayor grado de lo que hasta entonces había demostrado, de suerte que a mi tío le pareció demasiada; y como era yo un diablejo que le revolvía la casa y perdía lastimosamente el tiempo, por falta de maestro que me ocupase en algo, en vez de esperar el mes de octubre para ponerme en la academia, según lo convenido, me enjauló el 1 de agosto de 1758.

A los nueve años y medio me encontré trasplantado de pronto en medio de personas desconocidas, lejos de mis padres, aislado, abandonado a mí mismo, por decirlo así, ya que aquella especie de educación pública -si educación podía llamarse-, sólo por los estudios, y sólo Dios sabe cómo, influía en el ánimo de los muchachos. No se nos podía dar máximas ni enseñanza alguna de la vida, por la sencilla razón de que nuestros educadores no conocían el mundo teórica ni prácticamente.

Era la academia un inmenso edificio dividido en cuatro cuerpos, en medio de los cuales había un patio vastísimo. Los educandos ocupábamos dos de los pabellones, y los otros dos, el teatro Real y los archivos del reino.

Frente a éstos se hallaban situados los destinados a nosotros, llamados segundo y tercer departamentos, y frontero al teatro, el primero, del que hablaré más adelante. El corredor alto de nuestro pabellón se denominaba tercer departamento, y estaba destinado a los niños y a las escuelas inferiores; el del primer piso, llamado segundo, destinábase a los mayores, de los cuales, la mitad o un tercio hacían sus estudios en la Universidad, situada muy cerca de la academia, y el resto preparábase en esta última para las carreras militares. Cada corredor contenía, por lomenos, cuatro salas con once alumnos cada una, vigilados por un cleriguillo llamado asistente, por lo común un villano con hábito talar que no percibía salario y prestaba sus servicios a cambio de la comida y el hospedaje, lo cual le permitía seguir sus estudios de Teología o de Leyes en la Universidad; o bien, en vez de estudiantes, eran viejos, ignorantes y rústicos sacerdotes. La tercera parte, por lo menos, del que he llamado primer departamento estaba ocupada por unos veinte o veinticinco pajes del rey, totalmente separados de nosotros, en el ángulo opuesto del vasto patio, y contiguo a los citados archivos.

De manera que los estudiantes nos hallábamos situados entre un teatro, al que sólo asistíamos cinco o seis veces durante el Carnaval; entre pajes que, por servir en la corte y tomar parte en las cacerías y en las cabalgatas, nos parecía que gozaban una vida más libre y divertida que nosotros; y, finalmente, entre los forasteros que ocupaban el primer departamento, casi con exclusión de los paisanos, pues allí los había de todas las, naciones, especialmente ingleses, rusos, tudescos y de los otros Estados de Italia; en una palabra: aquello no era un colegio, sino una posada, puesto que no estaban sujetos a ningún reglamento ni tenían otra obligación que la de retirarse antes de media noche. Nada ni nadie les impedía que frecuentasen los salones y los teatros, y buenas o malas compañías, con entera libertad. Y para mayor tormento de los infelices del segundo y tercer departamentos, la distribución del local nos obligaba cada día, al ir a las clases de baile y de esgrima, a pasar por los corredores del primer departamento y, por lo tanto, a ver continuamente la desenfrenada e insultante libertad de aquellos individuos; ¡triste comparación con la severidad de nuestro régimen, al que solíamos llamar de presidio! El que hizo semejante distribución debía ser un tonto o un loco y desconocedor en absoluto del corazón humano, puesto que no se percató de la perniciosa influencia que necesariamente ejercería en los niños y jóvenes la vista continua de tanto fruto prohibido.




ArribaAbajoCapítulo II

Primeros estudios pedantescos y mal hechos


Me colocaron en el tercer departamento, en la saja llamada del centro, confiado a los cuidados de mi criado Andrés, el cual, convertido en amo y señor mío, porque, no teniendo yo ni madre, ni tío, ni pariente alguno que le cortara los vuelos, trocóse en diablo desencadenado. El dichoso criado me tiranizaba, a su capricho en todo lo referente al trato doméstico; y lo mismo hacía el asistente, conmigo como con los otros, en lo concerniente a los estudios y a la conducta. El día siguiente al de mi ingreso en la academia, dos profesores examinaron mi capacidad para los estudios y me juzgaron tan adelantado en la clase cuarta que con sólo tres meses de asidua aplicación podría pasar a la tercera. En efecto: me puse a estudiar con ahínco, porque, en competencia con otros condiscípulos míos que tenían más años que yo, conocí por primera vez cuán útil es la emulación; y, previo otro examen en noviembre, pasé a la clase tercera. El maestro de ésta era un tal don Degiovanni, sacerdote menos ilustrado quizá que mi buen Ivaldi, y que además no me trataba con tanto cariño y solicitud como mi preceptor, puesto que tenía que atender, bien o mal, a los quince o diez y seis alumnos de que se componía su clase.

En aquella escuela de mala muerte, en la que era yo un asno entre asnos dirigidos por otro asno, se estudiaba a Cornelio Nepote, algunas églogas de Virgilio y otras cosas por el estilo; y hacíanse unas composiciones tan simples y descabelladas, que en cualquier colegio un poco mejor dirigido aquella clase tercera hubiera sido, todo lo más, una pésima clase cuarta. Yo no era nunca el último; la emulación me espoleaba de continuo hasta que adelantaba o igualaba al primero; pero en cuanto lo conseguía me faltaba el estímulo y caía en la pereza. Esto se explicaba fácilmente, pues no es posible imaginar nada tan fastidioso e insulso como aquellos estudios. Traducíamos las biografías de Cornelio Nepote; pero ninguno de nosotros sabía, y quizá el propio maestro no lo sabía tampoco, quiénes habían sido aquellos hombres cuyas vidas traducíamos, ni dónde habían nacido, ni en qué tiempos y en qué naciones vivieron, ni qué era una nación. Todas nuestras ideas eran circunscritas, falsas o confusas; ningún objeto se proponía el que nos enseñaba, ningún atractivo tenía aquello para el que aprendía. No se huía más que perder miserablemente el, tiempo3 nadie se interesaba por nosotros, y el que lo hacía no sabía qué traía entre manos ¡Qué daño tan irreparable se ocasiona as! a la juventud!

De esta manera pasé todo el año 1759, y en noviembre fui promovido al estudio de Humanidades. Nuestro profesor, don Arnatis, era un sacerdote de mucho talento y sagacidad y bastante culto, y a su lado pude sacar mayor provecho, puesto que adelanté en latín todo lo que me permitía aquel mal entendido método de enseñanza. La competencia con un joven que hacía tan bien como yo, y a veces mejor, los ejercicios escritos excitó nuevamente en mí la emulación, sobre todo en las lecciones de memoria, porque en tanto que mi competidor recitaba de un tirón, y sin equivocarse en una sílaba, seiscientos versos de las Geórgicas, de Virgilio, yo a duras penas llegaba a cuatrocientos, y no siempre bien; lo cual me apenaba mucho. Reflexionando ahora sobre lo que pasaba en mi alma en aquellas batallas pueriles, me parece que yo no era de mala índole; porque si bien en el momento de ser vencido por aquellos doscientos versos de más se apoderaba de mí la ira y a veces prorrumpía en llanto o en atroces injurias contra mi rival, no es menos cierto que, bien porque él fuese mejor que yo, o porque me calmase sin saber cómo, no disputamos ni vinimos a las manos jamás, aunque ambos éramos de la misma fuerza, y nos portábamos como amigos. Supongo que mi ambicioncilla quedaba satisfecha y compensada de mi falta de memoria con el premio que se otorgaba en los concursos de composición en latín, y que casi siempre me correspondían a mí. Además, yo no podía odiarle porque era un muchacho precioso, y la belleza de los hombres, de los animales y de los objetos me han subyugado siempre, sin segundos fines, desde luego, pero de tal suerte, que a veces me hace apasionado en el juicio, con detrimento para la verdad.

En todo aquel curso de Humanidades conserváronse mis costumbres inocentes y puras, si bien la propia Naturaleza, sin que yo lo advirtiese, las iba perturbando. Aquel año cayeron en mis manos, sin saber cómo, las obras de Ariosto, en cuatro tomos. Seguramente no las compré porque no tenía dinero, ni las robé, porque me acuerdo muy bien de todo lo que me he apropiado indebidamente; tengo, pues, una idea de que las fui adquiriendo tomo por tomo, de algún compañero que me los cedía a cambio del medio pollo que solían darnos a cada uno los domingos. Si fue así, la posesión de las obras de Ariosto me costó un par de pollos en cuatro semanas. Pero no puedo asegurarlo, y a fe que lo siento, porque me gustaría saber si bebí los primeros sorbos de poesía a costa del estómago, privándome del mejor bocado que nos daban. No sería aquél el único cambio que hiciera, pues me acuerdo perfectamente de no haber probado el medio pollo de los domingos en seis meses seguidos, porque lo cedía a trueque de ciertas historias que nos contaba un tal Lignana, el cual era un glotón y aguzaba el ingenio para llenarse la panza, y no admitía en su auditorio a quien no le retribuyese con algo de comer. No importa, empero, cómo lo adquirí: lo cierto es que yo tuve un Ariosto. Lo leía a trozos y sin método, quedándome en ayunas de la mitad de la lectura, porque no lo entendía. Imagínese, pues, lo que serían los estudios que había hecho hasta entonces y cuáles mis adelantos, ya que, a pesar de ser el príncipe de aquellos humanistas y de traducir en prosa italiana las Geórgicas, que son más difíciles que La Eneida, me hacía un lío leyendo al más claro y sencillo de nuestros poetas. No olvidaré nunca los esfuerzos que hacía, infructuosos todos, para entender bien en el canto de Alcina los hermosísimos pasajes que describen su belleza sin par. Los dos últimos versos de la estancia


Non cosí strettamente edera preme



me era imposible entenderlos; y consultando a mi competidor en la clase, que no los entendía mejor que yo, perdíamonos ambos en un mar de conjeturas. El asistente acabó con aquella lectura furtiva y comento del Ariosto; pues habiendo advertido que en cuanto aparecía él escondíamos vivamente un libro que teníamos siempre en las manos, no paró hasta dar con él, y obligándonos a darle los otros tres tomos, entregó la obra completa al subprior; de manera que los poetas en ciernes quedamos burlados y privados, pobres ciegos, de toda guía poética.




ArribaAbajoCapítulo III

A qué parientes míos de Turín fue confiada mi adolescencia


En el transcurso de los dos primeros años de academia aprendí muy poco, pero mi salud se resintió muy mucho, a causa de la diferencia de las comidas, del excesivo trabajo y de no dormir lo suficiente; un cambio de vida totalmente opuesto a la que llevé hasta los nueve años en la casa materna. No crecía apenas, y parecía un muñequito de cera delgadísimo y muy pálido. No fueron pocos ni de escasa monta los males que me sobrevinieron. En primer lugar, llenóseme la cabeza de granos purulentos y fétidos, acompañados de tal dolor, que las sienes se me ennegrecieron, y la piel, que parecía socarrada, se me caía a pedazos, y en distintas veces cambié por completo la de las sienes y la frente. Mi tío paterno, el caballero Pelegrín Alfieri, había sido nombrado gobernador de la ciudad de Cuneo, donde residía lo menos ocho meses al año; así es que en Turín no me quedaban más parientes que los de la línea materna, la casa Tornone, y un primo de mi padre, el conde Benito Alfieri. Era éste primer arquitecto del rey, y vivía en una casa contigua al teatro Real, que él mismo había ideado con elegancia y maestría y dirigido las obras. Algún día que otro iba a comer con él, y de vez en cuando sólo a visitarlo. Esto dependía del capricho de mi criado Andrés, que mandaba en mí despóticamente, alegando siempre órdenes y cartas de mi tío de, Cuneo.

El conde Benito -un caballero dignísimo y dotado de excelente corazón que me quería y mimaba mucho- era apasionadísimo de su profesión, de carácter sencillo e ignorante de todo lo que no fuese bellas artes. Una prueba de su pasión por la arquitectura teníala yo en el hecho de que a pesar de mi corta edad, de mi ignorancia absoluta en materia de arte, hablábame a menudo y con entusiasmo de ella y del divino Miguel Ángel Buonarrotti, a quien no nombraba jamás sin inclinar la cabeza o descubrirse con un respeto y veneración que no podré olvidar jamás. Había pasado la mayor parte de su vida en Roma y estaba poseído de la belleza antigua; no obstante, en sus obras prevaricó del buen gusto para amoldarse a la arquitectura moderna. De esto da fe su curiosa iglesia de Carignano, construida en forma de abanico. Estas pequeñas tachas las borró empero muy bien con el citado teatro, la admirable y atrevidísima bóveda de las caballerizas reales, el salón de Stupinigi y la sólida y severa fachada del templo de San Pedro en Ginebra. A su talento arquitectónico sólo faltaba para desarrollarse plenamente unas arcas más llenas que las del rey de Cerdeña, como así lo demuestran los diversos y grandiosos planos que dejó al morir y fueron recogidos por el rey; entre otros, proyectos admirables y variadísimos para el embellecimiento de Turín y la reconstrucción de la ruinosa muralla que separa la plaza del Castillo del Palacio Real; muralla que llaman, no sé por qué, el Pabellón4.

Me complazco ahora muchísimo en hablar de aquel tío mío que tanto sabía, porque sólo ahora puedo apreciar su valer. Mas cuando yo estaba en la academia, a pesar de lo cariñoso y bueno que era conmigo, me resultaba bastante fastidioso. Lo que sobre todo me molestaba más de él -¡oh la perniciosa influencia de las máximas falsas y de los erróneos juicios!- era el dichoso acento toscano que había adquirido durante su permanencia en Roma y que nada hizo después para perderlo, aunque el hablar el italiano es un verdadero contrabando en Turín, ciudad anfibia. Tanta es, empero, la fuerza de la verdad y de la belleza, que los mismos que se burlaban del acento toscano de mi tío cuando éste volvió a su patria, percatándose después de que él hablaba un idioma verdadero, en tanto que ellos mascullaban una bárbara jerga, cuando conversaban con él, esforzábanse para balbucir el toscano, especialmente los señores que querían remendar sus casas para darles apariencias de palacios; obras fútiles en las que, gratuitamente y por amistad, aquel excelente hombre malgastaba la mitad de su tiempo complaciendo a unos y a otros y disgustando, según le oí decir muchas veces, a sí mismo y al Arte. Las viviendas de los primates de Turín por él embellecidas o ampliadas con atrios, escaleras, pórticos y aposentos interiores quedarán como monumento de su fácil benignidad para servir a sus amigos, o que por amigos suyos pasaban. Este tío mío había hecho un viaje a Nápoles en compañía de mi padre, su primo, un par de años antes de que éste se casara con mi madre, y por él supe algunas anécdotas de la vida de mi padre. Me contaba que habiendo ido a ver el Vesubio, mi padre no cejó en su empeño de bajar hasta la superficie del cráter interior, que era muy profunda, lo cual se verificaba deslizándose por una cuerda que manejaban unos hombres desde la cima. Unos veinte años después fui a aquel mismo lugar por primera vez y lo hallé todo cambiado; el descenso al cráter era imposible. Pero ya es hora que vuelva al asunto.




ArribaAbajoCapítulo IV

Continuación de aquellos mal llamados estudios


No teniendo a nadie de mi familia que cuidase verdaderamente de mí, iba yo perdiendo los mejores años de mi vida y perjudicando de día en día mi salud, hasta el extremo de que, estando siempre enfermo y lleno de granos o llagas, era blanco de las burlas de mis compañeros, que medaban el nobilísimo título de cadáver, al que los más graciosos y humanos añadían el epíteto de podrido. Mi estado de salud me ocasionaba hondísima melancolía, por lo que cada día arraigaba más en mí el amor a la soledad. El año 1760 no cursé más que la Retórica, porque mis males me dejaban estudiar algo y esa asignatura exigía poco esfuerzo. Mas como el profesor no era tan competente como el de Humanidades, aunque nos explicaba La Eneida y hacíanos componer algunos versos latinos, yo atrasaba en vez de adelantar en el conocimiento del latín, y como yo no era el último de clase, deduzco de ello que mis condiscípulos no hacían tampoco grandes progresos. Durante aquel supuesto curso de Retórica recuperé mi Ariosto, robándolo tomo por tomo al subprior, que habíalo colocado entre sus libros en un estante que estaba a la vista. Para efectuar el robo aprovechábame de la ocasión en que los privilegiados iban a su habitación para asistir desde sus ventanas a las partidas de balón, porque, estando situadas en el centro de la cancha, veíase mejor que desde las ventanas de nuestras salas, que estaban en los lados. Tenía yo buen cuidado de juntar los otros libros en cuanto quitaba uno de los míos, para que no me delatase el hueco, y en cuatro substracciones sucesivas, recuperé mis tomos de Ariosto, de lo que tuve un gran contento, pero guardándome muy mucho de comunicarlo a ninguno de mis compañeros. Repasando ahora en la memoria aquellos tiempos recuerdo que apenas los leí desde que los recuperé, entre otras razones, aparte de mi poca salud, que era la principal, por la dificultad de entenderlos, dificultad que aumentaba en vez de disminuir -¡valiente retórico!-, y además por el continuo truncamiento de las historias, que a lo mejor nos dejan con la miel en los labios, lo cual me fastidia ahora también, porque es contrario a la verdad y destruye el efecto producido antes. Y como yo no sabía dónde podría hallar la continuación de los hechos, acababa por dejar el libro. De Tasso, que habríase adaptado más a mi carácter, no conocía siquiera su nombre. Por entonces cayó en mis manos, no se cómo, La Eneida, de Aníbal Caro, y la leí muchas veces con avidez, apasionándome en extremo por Turno y Camila. Al propio tiempo recurría al hurto para la traducción de los temas que nos señalaba el profesor; de manera que cada día atrasaba más en el latín. No conocía a ninguno de nuestros poetas, salvo algunas obras de Metastasio, como el Catón, Artajerjes, la Olimpíada y algún libreto de ópera cuando asistía al teatro en los Carnavales. Estos me deleitaban extraordinariamente, excepto cuando los cantantes interrumpían el desarrollo de las emociones precisamente en el momento en que iba penetrando el asunto, pues entonces experimentaba un disgusto más vivo aún que el que me ocasionaban los truncamientos de Ariosto. Leí también algunas comedias de Goldoni que me prestaba mi profesor, y me divertían muchísimo. Pero el genio dramático, latente quizá en mí, se extinguió en seguida por falta de alientos, de estímulo de todo. Mi ignorancia y la de quien me enseñaba y el descuido de todos no podían dar otros frutos.

En los largos y frecuentes intervalos en que por motivos de salud no podía yo asistir a clase, un compañero mío, mayor que yo, más fuerte que yo, y también más burro que yo, pedíame que le hiciera sus trabajos, consistentes en traducciones, amplificación o composiciones en verso, etc., y para decidirme empleaba los siguientes argumentos:«Si me haces el trabajo te doy dos pelotas» y me las enseñaba, bonitas, de cuatro colores, de buen paño, perfectamente cosidas y que botaban muy bien. «Y si no quieres hacérmelo te daré dos pescozones» -añadía levantando su prepotente mano sobre mi cabeza-. Yo tomaba las pelotas y le hacía el trabajo. Al principio hacíaselo tan fielmente y con toda la perfección de que era capaz, de suerte que el maestro se asombraba de los inesperados adelantos de aquel discípulo suyo que siempre había sido un topo. Guardaba yo escrupulosamente el secreto, no sólo porque era de carácter poco comunicativo, sino también, y principalmente, por el miedo que le tenía a aquel Cíclope; pero, al fin, después de haberle hecho muchas composiciones, harto de pelotas, cansado de tanto trabajo y de que aquel individuo recibiese galardones que me pertenecían, fui poco a poco descuidándome y acabé por intercalar algunos solecismos, como, por ejemplo, potebam y otros por el estilo, que provocan la rechifla de los condiscípulos y acarrean los azotes del maestro. Aquel sujeto, viéndose desenmascarado en público y revestido por fuerza con la piel de asno que le era natural, no se atrevió a tomar venganza de mí; limitóse a no hacerme trabajar más para él contenido por el temor de que le descubriese y su oprobio fuese mayor. No lo hice jamás; pero reí de muy buena gana cuando mis condiscípulos me contaron, sin que sospecharan que era obra mía, lo que había sucedido en la clase a causa de aquel potebam. Por mi parte, creo que me mantuve en los límites de la discreción, porque creía ver levantada siempre sobre mi cabeza aquella manaza amenazadora que podría tomar el desquite de tantas pelotas mal empleadas para ser blanco de las burlas generales. Entonces aprendí que el miedo recíproco es lo que gobierna al mundo.

Entre estas insulsas y pueriles vicisitudes, enfermo a menudo y delicado siempre, terminé el curso de Retórica, y, previo el examen de rigor, me pasaron al de Filosofía. Los estudios filosóficos no se hacían en la academia, sino en la cercana Universidad, adonde íbamos dos veces al día: por la mañana, para la clase de Geometría, y por la tarde, para la de Filosofía, o sea de Lógica. Así es que a los trece años de edad, no cumplidos, me convertí en filósofo. Este título me envanecía tanto más cuanto que casi me colocaba en la sala llamada de los Grandes; aparte de la agradable tontería de salir dos veces al día de la academia, lo cual nos permitía una que otra escapada por las calles de la ciudad, pretextando cualquier necesidad para abandonar la clase. Era yo el más pequeño de todos los que ocupaban la sala del segundo departamento, al que me habían trasladado, y precisamente esa mi inferioridad de estatura, de edad y de fuerzas era lo que me impulsaba a poner el mayor empeño en distinguirme. En efecto: al principio estudié con ahínco para tomar parte en las repeticiones que por la noche hacían en la academia nuestros repetidores académicos, y respondía a todas las preguntas tan bien como mis compañeros, y a veces mejor que ellos. Seguramente esto no era más que fruto de la memoria, porque, a decir verdad, yo no entendía jota de aquella filosofía pedantesca, insípida de suyo, y estudiada en latín, con el que también tenía que luchar y vencerlo a fuerza de diccionario. Tocante a la Geometría, hice todo el curso, o sea los seis primeros libros de Euclides, sin haber entendido la cuarta proposición mejor de lo que la entiendo ahora, porque he tenido siempre horror a la Geometría. La clase de Filosofía peripatética que nos daban después de la comida nos hacía dormir en pie. En la primera media hora escribíamos los apuntes que nos dictaba el profesor, y los tres cuartos de hora restantes, mientras el catedrático explicaba la lección en un latín deplorable, nosotros, los escolares, envueltos en nuestros mantos, dormíamos como leños. En el aula no se oía más que la voz desfallecida del profesor, que a su vez dormitaba, y los ronquidos de los estudiantes de Filosofía, que con sus altos y bajos formaban un divertido concierto. Además del poder irresistible de aquella papaverácea filosofía, contribuía no poco a hacernos dormir a los alumnos de la academia -que ocupábamos lugar preferente en la clase, a la derecha del profesor- el levantarnos por la mañana demasiado temprano. Esto era la causa principal de todos mis achaques, porque el estómago no tenía tiempo de digerir la cena en la cama. Afortunadamente, los superiores comprendiéronlo así y me concedieron la gracia de que durante el curso de Filosofía me levantase a las siete, en vez de las seis menos cuarto, a cuya hora debían estar los demás, no ya levantados, sino listos para bajar al salón, rezar las primeras oraciones y ponerse en seguida a estudiar hasta las siete y media.




ArribaAbajoCapítulo V

Varias insulseces sobre el mismo tema


En el invierno del año 1762 volvió a Turín, por algunos meses, mi tío, el gobernador de Cuneo, y viéndome tan flacucho y enfermizo obtuvo para mí algunos pequeños privilegios, como el que se me diera de comer un poco mejor, es decir, alimento más sano; lo cual, unido a la distracción que me proporcionaba el salir dos veces al día para ir a la Universidad, y, en los días festivos, a comer a casa de mi tío, y el sueñecito periódico de tres cuartos de hora en la clase, contribuyó a que recobrara algunas fuerzas, y empecé a desarrollarme y crecer. Mi tío decidió también, en su calidad de tutor nuestro, de llamar a Turín ami hermana Julia, la única que tenía yo de doble vínculo, y colocarla en el convento pensionado de Santa Cruz, sacándola del de San Anastasio, de Asti, donde se hallaba desde hacía seis años, confiada a los cuidados de una tía nuestra, viuda del marqués de Trotti, que habíase retirado a aquel monasterio. Julieta no adelantaba en aquel colegio más que yo en la academia, pues había llegado a dominar por completo a mi tía, que la quería y mimaba demasiado. Rayaba a la sazón en los quince años, puesto que tenía dos más que yo, y en nuestra tierra esa edad no suele ser muda; por lo contrario, habla ya de amor al fácil y tierno corazón de las muchachas. Uno de esos amorcillos que se pueden tener en un colegio de monjas, puesto en un joven dignísimo que se hubiera podido casar con ella, disgustó del tal manera a mi tío, que le determinó a llevarla a Turín y confiarla a una tía nuestra materna, religiosa del convento de Santa Cruz. La presencia de aquella hermana, a la que, como ya he dicho, quería yo con ternura, y cuya belleza había aumentado tanto con los años, me llenó de júbilo, y, confortando a la vez el corazón y el espíritu, me restituyó la salud. Y su compañía, mejor dicho, el verla de vez en cuando, me era mucho más grato, porque me parecía que la consolaba de sus desgraciados amores, ya que tan bruscamente habíanla separado de su novio, con el que a toda costa quería casarse. Con permiso de mi guardián Andrés, iba yo a visitar a mi hermana todos los jueves y domingos, que eran nuestros días de asueto, y a menudo pasaba todo el tiempo de mi visita llorando a lágrima viva con ella; y como aquel llanto parecía que me sentaba muy bien, volvía siempre al colegio más aliviado, aunque no contento. Portándome como filósofo que era, esforzábame para consolarla y darle ánimos, excitándola a no renunciar a sus amores, asegurándole que a la larga nuestro tío, que era el que más resueltamente se oponía, acabaría por ceder. Pero el tiempo, que ejerce su acción hasta en los pechos más fuertes, no tardó en cambiar el corazón de aquella jovencita: la ausencia, los obstáculos, las distracciones y, sobre todo, la nueva educación, que era infinitamente mejor que la que recibiera de nuestra tía paterna, la curaron y consolaron al cabo de algunos meses.

En las vacaciones de aquel año de Filosofía me tocó en suerte asistir por vez primera al teatro Carignano, donde actuaba una compañía de ópera bufa. Fue aquello un señalado favor que quiso hacerme mi tío el arquitecto, en cuya casa hube de pasar la noche, porque la hora de la función no se podía combinar con el reglamento de la academia, que se cerraba, lo más tarde, a media noche, y sólo podíamos asistir al teatro Real, al que ibamos colectivamente una sola vez durante el Carnaval. La ópera bufa a cuya representación asistí -gracias al piadoso subterfugio de mi tío, quien dijo a los superiores que me llevaría a pasar un día y una noche en su quinta- titulábase «El mercado de Malmantile» y fue cantada por los mejores bufos de Italia: Carratoli, Baglioni y sus hijas. El autor de la música era uno de los más célebres maestros5 . El brío y la variedad de aquella música divina me causaron una profundísima impresión, dejándome, por decirlo así, un surco de armonía en los oídos y en la imaginación, agitando de tal suerte mis fibras más recónditas, que durante varias semanas estuve sumido en hondísima melancolía, que no tenía nada de desagradable; una melancolía que a la vez que me producía desgana y repugnancia por los estudios que hacía, excitaba de tal manera mi imaginación que, si hubiese sabido hacer versos, habría podido expresar bellísimos y elevados conceptos; pero, desgraciadamente, yo me conocía mejor que aquellos que se llamaban mis educadores. Fue aquélla la primera vez que pude observar el efecto que la música me causaba, y quedó grabado en mi memoria porque hasta entonces no había experimentado una emoción más intensa.

Recordando más adelante las funciones de Carnaval y las pocas representaciones de obras serias a las que pude asistir en aquel tiempo, y comparando aquellas emociones con las que ahora experimento cuando vuelvo al teatro después de una corta temporada de ausencia, encuentro que no hay nada que agite tanto mi corazón y exalte tanto mi alma y mi inteligencia como los sonidos, el canto, especialmente las voces de contralto y de mujer. Nada despierta en mí afectos tan diversos y terribles, y casi todas mis tragedias las he ideado durante una sesión musical o pocas horas después.

Habiendo terminado el curso en la Universidad con gran aprovechamiento según decían los repetidores, no sé con qué fundamento-, obtuve permiso de mi tío para ir a pasar a su lado quince días del mes de agosto. Como el corto viaje de Turín a Cuneo, a través de la fertilísima y risueña llanura del hermoso Piamonte, era el segundo que hacía en mi vida, me llenó de contento y fue muy beneficioso para mi salud, porque el movimiento y el aire libre han sido siempre para mí elementos de vida. Pero aheleó la alegría de aquel viaje la manera de efectuarlo, pues hube de hacerlo en carricoche, yo, que cuatro o cinco años antes, en mi primera salida de casa, había corrido tan velozmente las cinco postas que había desde Asti a Turín. Parecíame que con los años había retrocedido en vez de progresar, y considerándome humillado por la innoble y fría lentitud del paso del caballejo que tiraba del vehículo, al pasar por Carignano, Racconigi, Savigliano, y hasta por la más insignificante aldehuela, encogíame cuanto podía en el fondo del carricoche y cerraba los ojos para no ver ni ser visto, como si todo el mundo supiese que yo había corrido la posta con tanto brío y quisiese burlarse de mí. ¿Era aquello el movimiento de un alma fuerte y sublime, o la manifestación de un carácter ligero y vanidoso? No lo sé; se podrá juzgar por lo que más adelante he de referir. De lo único que estoy seguro es de que, si hubiese tenido a mi lado una persona conocedora a fondo del corazón humano, habría podido sacar mucho partido de mí con los poderosos resortes del amor a la gloria y a la alabanza.

Durante mi corta permanencia en Cuneo compuse el primer soneto, que no puedo llamar mío porque era un refrito de versos. robados enteros o en parte a Metastasio y Ariosto, únicos poetas italianos a quien había leído algo; pero creo que no tenía las debidas consonancias ni estaba bien distribuido. Lo único que sé, es que lo escribí en elogio de una señora a la que mi tío hacía la corte y que a mí también me gustaba mucho. De todos modos, aquella señora, que no era entendida en la materia, y otras personas que en poesía no estaban más enteradas que ella, alabaron extraordinariamente mi composición; por lo cual llegué a creer que yo era poeta. Pero mi tío, militar, severo, muy instruido en Historia y ducho en política, desdeñaba la poesía y no alentó mi naciente musa; por el contrario, desaprobó mi soneto, y, burlándose de mi vena, me desalentó de modo que no volví a escribir un verso hasta los veinticinco años cumplidos. ¡Cuántas buenas o malas poesías ahogó mi tío juntamente con mi soneto primogénito!

Al estudio de la bestial Filosofía sucedió el curso siguiente, el de la Física y la Ética, distribuida las clases lo mismo que en el precedente, es decir, la primera, por la mañana, y la otra, para echar la siesta. La Física me gustaba algo; pero la lucha incesante con el latín y mi ignorancia casi absoluta en Geometría eran obstáculos insuperables a mi adelanto endicha ciencia. Así es que, para eterna vergüenza mía y en honor a la verdad, debo confesar que, a pesar de haber estudiado la Física un curso teniendo por catedrático al célebre padre Beccaria6, no me acuerdo de una sola definición ni sé absolutamente nada de la electricidad, en la que tantos y maravillosos descubrimientos se han hecho, pese a las prolijas explicaciones de mi sabio profesor. Me sucedió aquel curso lo mismo que en el de Geometría: que, gracias a mi felicísima memoria, repetía de corrido las lecciones, mereciendo por ello de los repetidores más elogios que censuras. Tanto es así, que el invierno de 1763 mi tío quiso recompensar mi aplicación con un regalo, cosa que no había hecho jamás. Tres meses antes me anunció el regalo, con énfasis profético, mi criado Andrés, diciéndome que sabía de muy buena tinta que me lo harían, si continuaba portándome bien; pero no me indicó siquiera en qué consistiría.

Esta esperanza indeterminada, agrandada por mi imaginación, alentóme a perseverar en mi aplicación al estudio, o, mejor dicho, a repetir las lecciones como un papagayo. Finalmente, el camarero de mi tío me enseñó el famoso regalo: era una espada de plata bastante bien labrada. Me enamoré de ella, y esperaba con ansiedad que me la ofrecieran, pues estaba seguro de haberla merecido; mas esperé en vano: el regalo no vino jamás. Según supe, o deduje después de lo que oí decir, quería mi tío que se la pidiese; pero la índole de mi carácter, que tantos años atrás me impidió ceder a los ruegos de mi abuela para que le pidiese algo, me cortó la palabra y no hubo medio de hacerme pedir la espada a mi tío, por lo que me quedé sin ella.




ArribaAbajoCapítulo VI

Debilidad de mi complexión. -Enfermedades continuas e incapacidad para todo ejercicio, especialmente para el baile, y sus causas


Pasó también del mismo modo que los anteriores el curso de Física, y el verano se dispuso mi tío a partir para Cerdeña, de donde había sido nombrado virrey. En septiembre marchó, al fin, dejándome recomendado a los demás parientes o agnados que me quedaban en Turín, renunciando a la administración de mis bienes y asociándose en la tutela a un caballero amigo suyo. Desde entonces pude gastar con mayor libertad, gracias a que mi nuevo tutor me señaló una pensión mensual; disposición justísima que, contra razón, no quiso mi tío adoptar jamás. Aunque sospecho que quien más se oponía era mi criado Andrés, pues sabía el muy ladino que gastando por mi cuenta -y por la suya a la vez- le resultaba más cómodo enviar notas sin temor a reparos, y al propio tiempo me tenía más sujeto al despótico poder que ejercía sobre mí. El tal Andrés se daba aires de príncipe, y lo parecía tanto como otros muchos que se ven en nuestros tiempos sin ser más ilustres que él. A fines del año 62, cuando había pasado ya a los estudios de Derecho canónico y civil, que en cuatro cursos conducen al estudiante a la cumbre de la gloria, al doctorado en leyes y al ejercicio de abogacía, tuve la misma enfermedad que padecí dos años antes, o sea toda la caída de la piel del cráneo, ocasionándome dolores tan atroces que no podía retener en la memoria más definiciones, digestos ni nada de lo referente a las elecciones de ambos Derechos. No podría comparar el estado físico exterior de mi cabeza con nada mejor que con la tierra abrasada por el Sol que cruje y se resquebraja por todas partes, esperando la benéfica lluvia que la ha de consolidar; sólo que de las grietas de mi cabeza salía un humor viscoso tan abundante, que por aquella vez no pude librar a mi cabello de las odiosas tijeras, y al cabo de un mes curé de aquella repugnante enfermedad, pelado a rape y con peluca. Aquel accidente fue uno de los más dolorosos de mi vida, no tanto por la pérdida del pelo como por tener que llevar la dichosa peluca, que desde el primer momento me hizo blanco de las burlas de todos mis petulantes compañeros. Al principio quise hacerles frente; pero comprendiendo en seguida que no podría de ninguna manera salvar mi peluca del desbordado torrente que por todas partes la envolvía, y con ella corría el riesgo de perderme yo también, cambié de táctica y tomé el partido más cómodo y seguro: el de quitarme yo mismo la peluca antes que los otros me la quitaran, y tirarla al aire como si fuera una pelota, para evitar que mis compañeros hicieran otra cosa algo peor. El resultado fue excelente, pues al cabo de algunos días nadie se acordaba de mi peluca, que era la más respetada de las tres o cuatro que había en mi corredor. Entonces aprendí por experiencia que es mejor dar espontáneamente lo que no podemos impedir que nos sea quitado.

Aquel año me pusieron dos maestros más: uno de piano y otro de Geografía. En esta última asignatura, a la que se añadía un poco de Historia, especialmente antigua, adelanté bastante, porque me gustaba estudiar en los mapas y en la esfera celeste y armilar. El profesor, que explicaba sus lecciones en francés porque era natural de Aosta, me prestaba algunos libros franceses, que ya empezaba yo a entender en el idioma original, entre otros el Gil Blas, que me gustó lo indecible; fue aquél, después de La Eneida, de Caro, el primer libro que leí desde la primera a la última página y que me divirtió más que todos los otros. Entonces me aficioné a las novelas, y leí Casandra7 Alinachilde8, etc., y las más tiernas causábanme más dulce impresión. Les Mémoires d'un homme de qualité9 las leí lo menos diez veces. En cuanto al piano, a pesar de mi pasión por la música y de que no me faltaban condiciones para aprenderla, sólo conseguí recorrer el teclado con soltura; la música escrita no me entraba; yo no tenía más que muy buen oído y memoria. Atribuyo mi absoluta ignorancia en notas musicales, y creo estar en lo cierto, a la inoportunidad de la hora en que se daba la clase, que era inmediatamente después de comer. En esos momentos, lo sé por la experiencia de toda mi vida, no he podido hacer nunca el más ligero ejercicio mental, ni siquiera fijar por un instante la atención en un escrito o un objeto cualquiera. Por eso, las notas musicales y sus cinco rayas, tan juntas y paralelas, me bailaban ante los ojos, y cuando me levantaba del piano no veía nada y quedaba como enfermo y atontado para todo el resto del día.

Asimismo no adelantaba nada en las salas de esgrima y de baile porque la excesiva debilidad de mi constitución me impedía ponerme en guardia y ejecutar todos los movimientos de ese arte. Por añadidura, las clases se daban también después de la comida, y a menudo dejaba el piano para tomar la espada. Respecto al baile, añadíase a la aversión que siempre he sentido por la danza el hecho de que fuese el profesor un francés recién llegado de París, el cual, con su ridículo empaque, cortésmente descortés, y sus movimientos, tan risibles como sus palabras, centuplicaba el aborrecimiento que siempre me ha inspirado este arte de volatineros. Así es que, después de algunos meses de infructuosas lecciones, abandoné la clase sin haber podido aprender ni a medias el Minué. Desde entonces, esta sola palabra me ha hecho siempre reír y estremecerme al mismo tiempo; y el mismo efecto me ha producido toda mi vida los franceses y todo lo que es francés: el de un continuo y mal bailado Minué. Atribuyo a aquel profesor de baile el sentimiento desfavorable, y tal vez exagerado, que ha quedado en el fondo de mi corazón hacia la nación francesa, a pesar de las muchas cosas buenas y deseables que ésta tiene. Las primeras impresiones que se graban en esa edad no se borran jamás, y difícilmente se esfuman con el transcurso de los años: la razón las combate, pero la lucha ha de ser incesante para juzgar con desapasionamiento, y a veces ni aun así se consigue. Repasando ahora los recuerdos de mis primeros años, acuden a mi memoria otros dos hechos que desde entonces me hicieron antigalo: uno fue que, hallándome en Asti, en mi casa paterna, antes que mi madre contrajera terceras nupcias, pasó por aquella ciudad la duquesa de Parma, francesa de nacimiento, que iba o venía de París. Los coloretes que llevaban ella, sus damas y sus doncellas, moda exclusivamente francesa que no había yo visto nunca en las mujeres italianas, me causaron tal impresión, que hablé de ellas varios años, sin que se me alcanzara la necesidad o conveniencia de un adorno tan extraño y ridículo, pues cuando por enfermedad o embriaguez salen a la cara esos colores, el que los tiene se apresura a esconderse para evitar burlas y compasiones. Aquellos rostros embadurnados de las damas y doncellas francesas me produjeron un efecto desagradable, haciéndome sentir repugnancia hacia las mujeres de aquella nación. El otro hecho que motivó mi aversión contra los franceses fue el siguiente: Estudiando Geografía, y examinando los mapas, pude hacerme cargo de la gran diferencia que, respecto a superficie y población, existía entre Inglaterra, Prusia y Francia, y habiendo oído decir al mismo tiempo que los franceses sufrían continuas derrotas por mar y por tierra en las nuevas guerras, relacioné estas noticias con las que ya tuve en mi niñez referentes a la dominación francesa en Asti, de donde al fin fueron ignominiosamente arrojados, dejando en nuestro poder de seis mil a siete mil prisioneros, los cuales se entregaron cobardemente sin combatir, pese a sus baladronadas y a su proceder tiránico durante la ocupación10. Reunidas todas estas particularidades y colocadas en la cara de mi maestro de baile, de cuya caricatura y ridiculez he hablado antes, dejáronme en el corazón un profundo sentimiento de desprecio y aversión hacia aquella fastidiosa nación. Indudablemente, el que buscase en sí mismo, ya en la edad madura, las causas radicales de los odios o amores hacia los individuos, las colectividades o los pueblos, hallaría quizá en su niñez los primeros ligerísimos gérmenes de esos sentimientos, y no muchos mayores ni distintos de los que he alegado. ¡Qué pequeño es el hombre!




ArribaAbajoCapítulo VII

Muerte de mi tío paterno. -Mi primera liberación. Ingreso en el primer departamento de la academia


Mi tío falleció a los diez y seis meses de estar en Cagliari. Contaba sesenta años, pero su salud era bastante delicada, y antes de salir para Cerdeña me dijo que no le volvería a ver jamás. No le profesaba yo mucho cariño, pues sólo contadas veces le había visto, y siempre habíase mostrado conmigo severo y poco amable, aunque nunca injusto. Fue un hombre estimable por su rectitud y por el valor que demostró en la milicia; poseía un carácter inflexible y reunía todas las cualidades necesarias para ejercer el mando. Tenía también fama de estar dotado de mucho talento, pero sólo lo manifestaba con una erudición desordenada, vasta y locuacísima en Historia, tanto antigua como moderna. No me afligió mucho su muerte, acaecida lejos de mí y ya prevista por todos sus amigos, aparte de que con ella adquiría yo casi completamente mi libertad y entraba en posesión de mi patrimonio, aumentado con la herencia nada despreciable de mi tío. Las leyes del Piamonte libran de la tutela al pupilo a la edad de catorce años, sometiéndole únicamente a un curador, el cual ha de entregar al menor las rentas de sus bienes e impedir que enajene los inmuebles. Al verme, a los catorce años de edad, dueño de mí mismo y de lo que me pertenecía, se me subieron los humos a la cabeza y comencé a construir castillos en el aire. Entretanto, mi nuevo tutor había despedido a mi ayo Andrés, y haciéndolo así procedió con entera justicia, pues el dichoso criado habíase dado desenfrenadamente a la bebida y las mujeres, tornándose pendenciero, y sujeto nada recomendable a causa de su constante ociosidad y de no tener nadie que le vigilase. Habíame tratado siempre muy mal, y cuando estaba borracho, lo cual sucedía cuatro o cinco días por semana, llegaba a pegarme. Durante las frecuentes enfermedades que padecí, servíame la comida y se marchaba en seguida, dejándome encerrado en mi cuarto, a veces hasta la hora de la cena, lo cual impedía que recobrase más pronto la salud y aumentaba la negra melancolía que era peculiar de mi temperamento. Sin embargo, ¿quién lo hubiera creído?, lloré y gemí por espacio de varias semanas la pérdida de Andrés; y no habiendo podido oponerme a quien justamente le despedía y quitábale de mi lado, durante varios meses fui a visitarle todos los jueves y domingos, puesto que se le había prohibido terminantemente que pusiera los pies en la academia.

En mis visitas le proveía de dinero, dándole todo el que podía, que no era mucho. Finalmente, habiendo entrado él al servicio de otro señor, y estando yo distraído con el cambio de escena promovido por la muerte de mi tío, dejé de visitarle y acabé por olvidarlo. Después he reflexionado mucho sobre la sinrazón del cariño que profesaba a un sujeto tan miserable; y si quisiera alabarme diría que procedía de la generosidad de mi carácter; pero no era ésta por entonces la verdadera causa, si bien más adelante, cuando con la lectura de Plutarco empecé a inflamarme de amor a la gloria y a la virtud, conocí, apreció y aun lo ejercí cuando pude, el agradabilísimo arte de devolver bien por mal. El afecto que sentía por Andrés ocasionábalo en parte el roce, el haberle visto siempre a mi lado desde los siete años, que era la edad que yo tenía cuando lo pusieron a mi servicio, y la simpatía que me inspiraron algunas de sus bellas cualidades, como, por ejemplo, la sagacidad para comprender, la prontitud y destreza para obrar, la gracia con que me contaba historietas y cuentos preciosos, por el ingenio que revelaban y la belleza de las imágenes, con todo lo cual volvía a ganarse mi favor en cuanto me pasaba el coraje por los malos tratos y vejaciones de que me hacía objeto. No acierto, empero, a explicarme cómo pude acostumbrarme al yugo de aquel individuo, yo que siempre me he sublevado contra todo género de imposición. Esta reflexión me ha hecho después compadecer a ciertos príncipes que, no teniendo nada de tontos, se dejaban guiar por quienes se apoderaron de su voluntad en la infancia; edad funesta por los resultados de las impresiones que durante ella se reciben.

La primera ventaja que me reportó el fallecimiento de mi tío fue la de poder aprender a montar a caballo, lo que hasta entonces me había estado prohibido, contrariando mis más vivos deseos. Enterado el prior de la academia de lo aficionado que era yo a la equitación, quiso aprovecharse de ello en beneficio mío, y a guisa de premio a mi aplicación me prometió solemnemente, que satisfaría mis deseos si me decidía a recibir en la Universidad el primer grado del doctorado, llamado el Magisterio, para lo cual había de someterme a un examen público de los dos cursos de Lógica, Física y Geometría. Accedí sin vacilar, y con la ayuda de un repetidor que me busque para que me enseñase las mal aprendidas definiciones de aquellas materias, en quince o veinte días de asiduo estudio estuve en condiciones de responder a las preguntas que me hicieron los examinadores, pues para ello bastaba con la media docena de períodos latinos que pude grabar en mi memoria. Así es que en menos de un mes me encontré, sin saber cómo, maestro matriculado en Artes y a horcajadas por primera vez en los lomos de un caballo; arte en el que llegué a ser en poco tiempo un verdadero maestro. A la sazón era yo bajo de estatura y estaba muy flaco y no tenía fuerzas en las rodillas, que es la base de la equitación; no obstante, la voluntad y la pasión suplieron a la fuerza, y en contados días adelanté muchísimo, especialmente en el manejo de la brida y en conocer y adivinar los movimientos y la índole de la cabalgadura. No cabe duda que soy deudor a este agradable y noble ejercicio de la salud, que recobré por completo; del crecimiento, de la robustez que a ojos vistas fui adquiriendo, y de haber entrado, por decirlo así, en una nueva vida.

No es fácil imaginar lo orgulloso que me hice una vez muerto y enterrado mi tío, convertido el tutor en curador y yo en maestro en Artes, libre del yugo de Andrés y montado sobre un magnífico caballo. Dije lisa y llanamente al prior y al curador que los estudios de Leyes me aburrían, que estaba perdiendo el tiempo y que no queda continuarlos de ninguna de las maneras. El curador se entrevistó entonces con el director de la academia y convinieron ambos en pasarme al primer departamento, donde, según he dicho en otro lugar, se disfrutaba de completa libertad.

Ingresé en el susodicho departamento el 8 de mayo de 1763 y pasé en él casi solo todo el verano; pero me desquité en el otoño, pues se me fue llenando de extranjeros venidos de todas partes menos de Francia; Inglaterra dio el mayor contingente. Gran mesa, señorialmente servida, muchas diversiones, muy poco estudio, bastantes horas de sueño, continuos paseos a caballo y el hacer en todo mi santa voluntad, me restituyeron, duplicada, la salud y diéronme vigor y atrevimiento. Habíame crecido el pelo, y libre ya de la peluca, comencé también a vestirme a mi guto, gastando mucho en trajes, para desquitarme de los cinco años que tuve que llevarlos negros, en virtud del reglamento por el que se regían los alumnos de tercero y segundo departamentos de la academia. Mi curador no cesaba de clamar contra los gastos que me ocasionaban tantos y tan ricos trajes; pero como el sastre sabía muy bien que yo tenía con qué pagar, me fiaba cuanto yo quería, y hasta creo que él se vestía a mis expensas. Recibida la herencia y disfrutando de libertad, no me faltaron amigos ni compañeros para todas mis empresas, ni aduladores; tuve, en fin, todo lo que se obtiene con el dinero y que con el dinero fielmente se va. En medio de aquel torbellino nuevo y ardiente, y a los catorce años y medio de edad, no era yo, empero, tan díscolo y calavera como hubiera querido y debido ser. De vez en cuando sentíame impulsado a estudiar y experimentaba cierto horror y aun vergüenza por mi ignorancia, pues sobre este particular no me engañé nunca a mí mismo ni traté de engañar a los demás; pero no sintiendo inclinación a ninguna clase de estudio, sin tener quien me dirigiera, y no conociendo bien ninguna lengua, no subía a qué dedicarme y cómo hacerlo. La lectura de las novelas francesas -italianas no hay una siquiera que valga la pena de leerlas-; mis frecuentes conversaciones con extranjeros y el no haber tenido nunca ocasión de hablarlo ni oír hablar, hacíanme olvidar poco a poco el toscano que aprendí en los dos o tres años de bufonescos estudios de Humanidades y de Retórica bestial. En cambio, tenía tal facilidad para el francés, que en dos o tres meses de ahincado estudio durante el primer año de permanencia en el departamento primero tuve suficiente para entender muy bien la Historia eclesiástica, de Fleury, obra compuesta de 36 tomos, que leí casi todos con afán y de los que hice unos resúmenes en francés, llegando hasta el tomo 18; trabajo estúpido, fastidioso y risible, realizado, empero, con tanto empeño y agrado como poca utilidad. Aquella lectura me hizo desconfiar desde entonces del clero y de todo lo que esté relacionado con él. Pronto, sin embargo, dejé a un lado a Fleury y no volví a acordarme de él.

Los resúmenes que hice, y que no arrojé al fuego hasta hace poco tiempo, me divirtieron muchísimo cuando los hojeé unos veinte años después de haberlos escrito. De la historia eclesiástica a las novelas, y releí muchas veces la misma, especialmente Les mille et une nuit11 .

Entretanto, habiendo estrechado relaciones de amistad con varios jovenzuelos de la ciudad, de quienes cuidaban todavía sus ayos respectivos, nos veíamos cada día, y jinetes en caballejos de alquiler, hacíamos las mayores locuras, a riesgo de rompernos la crisma, como, por ejemplo, bajar a galope desde el Exemo, de Camaldoli hasta Turín, por una cuesta empinadísima que parece cortada a pico y que por nada del mundo la habría bajado, yo, estando en mi cabal juicio, con magníficos caballos; o bien atravesar los bosques situados entre el Po y el Dora corriendo como cazadores en persecución de mi criado, que unas veces, cabalgando sobre un rocín, hacía las veces de ciervo y otras, dando rienda suelta a su montura, nos perseguía chillando, restallando el látigo y obligándonos a saltar fosos muy anchos y profundos, a rodar por ellos o a vadear con frecuencia el Dora cerca de su desembocadura en el Po. En fin: hacíamos tales disparates, que nadie quería alquilarnos caballos, aunque pagásemos por ellos más de lo que valían; pero esas mismas locuras fortalecían mí cuerpo y despejaban mi mente, preparándome para merecer, apreciar, y, llegado, el momento, hacer uso de ella, mi libertad, tanto física como moral.




ArribaAbajoCapítulo VIII

En completa ociosidad. Contrariedades sobrevenidas y valientemente soportadas


No tenía nadie que se cuidase de mí, salvo el nuevo criado que me había puesto el curador para que me acompañase a todas partes como un ayo; pero como aquel pobre diablo era un infeliz y muy interesado, pronto hallé el medio de cerrarle los labios con dinero y de hacer cuanto me viniese en gana. Con todo, el hombre es descontentadizo de suyo y yo quizá más que ningún otro; así es que en seguida empezó a fastidiarme aquella ligera sujeción y el llevar a todas partes el criado corno si fuera mi sombra. Semejante servidumbre me resultaba tanto más penosa y humillante cuanto que era una excepción en contra mía: de todos los que ocupaban el primer departamento, yo era el único que estaba sometido a la vigilancia de un criado; yo era el único que no podía salir y entrar libremente de la academia cuando lo tuviera a bien. No me convenía la razón que me daban de que yo era todavía un chiquillo puesto que aún no tenía quince años; así es que, obstinado en querer salir y entrar solo, como hacían todos los demás, sin decir nada a mi ayo ni a nadie, hice algunas escapatorias. La primera tropecé con el director de la academia y volví en seguida; la segunda vez que fui descubierto encerrandome en mi habitación; pero en cuanto me soltaron al cabo de varios días, volví a las andadas. Estos arrestos y escapatorias se repitieron durante un mes, pero inútilmente aumentaban el rigor del castigo. Hasta que, cansado al fin de tanto encierro y persecución, manifesté sin rodeos que si querían tenerme sujeto no debían volver a ponerme en libertad, porque en cuanto me viese libre saldría una vez más solo y para ir donde me pluguiese; que rechazaba todo lo que, en bien o en mal, me distinguiese de mis compañeros; que semejante detención era injusta y odiosa, y hacíame blanco de todas las burlas; que si le parecía al señor director que yo no tenía aún bastantes años para alternar con los del primer departamento y hacer lo mismo que ellos, que me trasladase al segundo, y otras arrogancias par el estilo, que me acarrearon un encierro de más de tres meses, por lo que no pude asistir ni tomar parte en ninguna de las fiesta del Carnaval de 1764. Me obstiné en no pedir que me libertasen, y así, rabiando y persistiendo, creo que allí me habría podrido, pero sin doblegarme. Dormía casi todo el día, y cuando me levantaba, por la tarde, hacía extender un colchón delante de la chimenea, sobre el suelo, y tendido junto al fuego hacía polenta u otros puches y guisados por el estilo, porque no quise probar bocado de la comida de la academia, que me servían en mi propia habitación. No me dejaba tampoco peinar ni me vestía, por lo que asemejábame aun muchacho salvaje. Se me había prohibido terminantemente salir de mi cuarto, pero dejaban que me visitasen a menudo mis fieles compañeros de carreras de caballos. Mas yo parecía sordomudo, Y, como cuerpo inanimado, estaba siempre inmóvil y tendido, sin escucharlo que decían ni contestar a las preguntas que, me hacían mis amigos. Así permanecía horas enteras, con la mirada fija y con los ojos preñados de lágrimas, pero sin llorar.




ArribaAbajoCapítulo IX

Casamiento de mi hermana. -Recobro mi libertad y privilegios. -Mi primer caballo


El enlace matrimonial de mi hermana con el conde Jacinto de Cumiana me libró, al fin de aquella vida de animal. La boda se celebró el 1 de mayo de 1764. No olvidaré nunca la fecha, porque habiendo ido con el séquito nupcial a la magnífica quinta de Cumiana, situada a diez millas de Turín, pasé allí más de un mes con la alegría propia del que disfruta nuevamente de libertad después de haber pasado todo un invierno en la cárcel. Mi cuñado intervino para que me fuese levantado el castigo, y no sólo lo consiguió, sino que obtuvo también el reconocimiento a mi favor de los derechos inherentes a mi condición de pensionista del primer departamento de la academia y el de los privilegios que gozaban mis compañeros, a lo cual habíame hecho acreedor con el prolongado encierro que sufrí por espacio de varios meses. Con motivo de la boda se me concedió carta blanca para gastar, y después no hubo medio legal de ponerme cortapisas. Así fue como pude comprar el primer caballo de silla para mi uso: un magnífico animal de raza sarda, pelaje blanco, de formas elegantes y esbeltas, especialmente la cabeza, el cuello y el pecho. Le cobré un cariño loco, y cuando pienso en él experimento una viva emoción. Mi pasión llegó a ser tan exagerada, que perdía la tranquilidad, el sueño y el apetito cuando me parecía que sufría alguna indisposición, lo cual sucedía a menudo, porque, aparte de que el noble animal era al mismo tiempo fogoso, robusto y delicado, en cuanto lo montaba le molestaba y aun le maltrataba de lo lindo, pese al cariño que le tenía, si no obedecía prontamente a lo que le mandaba con la brida. La delicadeza de aquel precioso caballo me sirvió de pretexto para comprar otro en seguida; después, un buen tronco para el coche; luego, otro de tiro para el calesín, y, por último, dos más de silla; de suerte que en menos de un año adquirí ocho caballos, a despecho de las protestas de mi avaro curador, a quien dejaba yo que protestara cuanto quisiera, sin hacerle caso. Roto así el dique que me oponía el capricho y la parsimonia del mencionado curador, no reparé ya en gastos y derroché a manos llenas mis rentas, especialmente en el vestir, según he indicado anteriormente. Entre mis compañeros había varios ingleses que gastaban mucho, y no queriendo yo ser menos que ellos, procuraba igualarlos y aun logré a humillarles. Mas, por otra parte, aquellos mis amigos de fuera de la academia, con los cuales convivía yo más que con los forasteros de dentro, sólo disponían de poco dinero, porque todavía estaban sujetos a la patria potestad; vestían con riqueza y elegancia y no carecían de lo necesario ni aun de lo superfluo, puesto que pertenecían a las más distinguidas familias de Turín, pero tenían que limitar mucho sus gastos particulares. A propósito de estos mis amigos, la verdad me obliga a confesar ingenuamente que practiqué, por deferencia a ellos, una virtud que era en mí natural e invencible: la virtud de no querer ni poder ser más que otro que pareciera, a mi juicio, o lo fuera realmente, inferior a mí en fuerzas corporales, en talento, en generosidad, en índole o en riquezas. En efecto: cada vez que estrenaba un traje cargado de bordados y encajes, telas o pieles, y me lo ponía para ir a la corte o a comer con mis compañeros de academia, que rivalizaban conmigo en tan necias vanidades, me apresuraba a quitármelo en cuanto me levantaba de la mesa, porque a esa hora solían visitarme mis amigos y yo no quería que lo viesen; por el contrario, lo escondía, avergonzado y confuso como si hubiese cometido algún delito. Y realmente parecíame un delito imperdonable el poseer, y sobre todo hacer gala de ellas, ciertas cosas que mis amigos e iguales no tenían. Asimismo, después de haber vencido a fuerza de altercados la tenacidad de mi curador, que se negaba rotundamente a comprarme un elegante coche de paseo -lo cual era no sólo inútil, sino también ridículo tratándose de un muchacho de diez y seis años y de una ciudad tan microscópica como Turín-, cuando lo tuve, apenas lo utilizaba, porque como mis amigos no poseían coche, tenían que andar siempre a pie. En cuanto a mis caballos de silla, nada tenían que reprocharme, puesto que podían disponer de ellos como si fueran suyos; aparte de que cada cual tenía uno propio, cuyo mantenimiento corría a cargo de los padres respectivos de mis camaradas. Por esta razón deleitábame este lujo más que ningún otro, sin que sintiera el menor remordimiento, toda vez que con él no podía ofender ni molestar a mis amigos.

Examinando desapasionadamente y sin otra guía que la verdad mi primera juventud, me parece notar, en medio de las faltas de una edad ardiente, ineducada, ociosa y desenfrenada, cierta inclinación natural a la justicia, a la igualdad y a la generosidad de ánimo, que son, a mi juicio, los elementos de un ser libre o digno de serlo.




ArribaAbajoCapítulo X

Primer viaje.-Ingreso en el ejército


Invitado por dos hermanos, que habían sido mis mejores amigos y compañeros de cabalgatas, pasé con su familia una corta temporada y supe por vez primera lo que era el amor, porque me enamoré perdidamente de la cuñada de mis camaradas, esposa del hermano mayor de éstos. Era una señora joven, morena, lozana, garrida y maliciosa, que me atraía irresistiblemente. Los síntomas de aquella pasión, cuyas vicisitudes y tormentos he conocido después en toda su fuerza, aplicada a otros objetos, se manifestaron entonces en mí por medio de una tristeza profunda y obstinada; por correr incesantemente en busca del objeto de mi amor y esquivarlo en cuanto lo encontraba; por no saber qué decirles si por casualidad tenía ocasión de cambiar con ella algunas palabras -a solas, nunca, porque estaba demasiado vigilada por sus suegros-; por el vagar continuo, cuando regresó a Turín, por todas las calles, impulsado por el deseo de verla pasar o tropezar con ella en los paseos públicos del Valentino y la Ciudadela; por no poder oír sin estremecerme que se hablase de ella o se la mentara siquiera; en fin: por todas y cada una de las emociones y sentimientos tan docta y admirablemente esculpidos por Petrarca, el divino maestro de esta pasión divina; emociones y sentimientos que sólo comprenden y experimentan los que están por encima de lo vulgar en todas las artes humanas. Esta mi primera llama de amor no tuvo jamás consecuencia alguna, pero tampoco se extinguió del todo en mi corazón, y en los largos viajes que emprendí algunos años después, sin quererlo, y casi sin advertirlo, era la norma íntima de mis actos, como si una voz secretame dijera: «Si haces esto o aquello; si adquieres tal o cual mérito, a tu regreso le gustarás más a ella, y cambiadas las circunstancias, quizá podrás dar cuerpo a esta sombra».

En el otoño de 1765 hice un pequeño viaje a Génova, acompañado de mi curador, donde permanecí diez días. Aquélla fue la primera vez que salí de mi patria. La vista del mar arrobó mi alma; no me cansaba de contemplarlo. Asimismo, la magnífica y pintoresca posición de la gran ciudad exaltó sobremanera mi fantasía, y si entonces hubiese sabido yo algún idioma y tenido a mano algunas obras poéticas, seguramente habría compuesto algunos versos; pero, desgraciadamente, en los dos últimos años no había abierto más libros que algunas novelas francesas y ciertas prosas de Voltaire que me gustaban bastante. De paso para Génova me detuve en Asti, con objeto de abrazar a mi madre y visitar mi ciudad natal, de donde hacía siete años que faltaba; siete años que a esa edad representan siete siglos. Y cuando regresé a Turín estaba orgulloso, como si hubiera realizado una gran empresa y visto mucho mundo. Envanecíame de ello con mis amigos de fuera de la academia -aunque no mucho para no mortificarlos-, pero no ante mis compañeros de internado, que procedían de lejanos países -ingleses, alemanes, polacos, rusos, etc.-, a quienes mi viaje a Génova parecía un corto paseo. Este desdén encendía en mí el deseo de viajar y recorrer las naciones de que eran originarios.

Entregado a la ociosidad y a las diversiones, pasaron muy pronto los últimos diez y ocho meses que estuve en el primer departamento. Habíame hecho inscribir en la lista de aspirantes a la milicia, y al cabo de tres años -pues me alisté en mayo de 1776- fui incluido, con otros 150 jóvenes, en una promoción general. Aunque hacía ya más de un año que se había enfriado mi entusiasmo por la carrera militar, tuve que aceptar el cargo, por no haber retirado mi solicitud, y fui nombrado abanderado del regimiento provincial de Asti. Había solicitado que me destinasen a Caballería, por mi pasión innata por los caballos; pero cambié luego de parecer y modifiqué la instancia, contentándome con pertenecer a uno de esos regimientos provinciales que en tiempos de paz sólo se movilizan un par de veces al año y por pocos días, dejando a sus componentes en libertad para no hacer nada, que era precisamente lo que yo me había propuesto hacer. Con todo, hasta ese servicio militar tan descansado me contrariaba muchísimo, sobretodo porque me obligaba a abandonar la academia, donde a la sazón me hallaba tan a gusto como disgustado estuve todo el tiempo que pasé en los otros departamentos y los primeros diez y ocho meses que estuve en el pensionado. Pero tuve que resignarme y dejar para siempre aquella academia donde había permanecido unos ocho años. En septiembre empecé a prestar servicio en mi regimiento en Asti; y si bien cumplí fielmente los deberes de un empleo que aborrecí desde el primer momento, no pude amoldarme de ninguna de las maneras a esa dependencia graduada que se llama subordinación, y que, siendo el alma de la disciplina militar, no lo podía ser de igual manera de un futuro poeta trágico. Cuando salí de la academia alquilé un elegante pisito en la misma casa que habitaba mi hermana, y allí sólo me ocupé en gastar más de lo que podía en caballos, y superfluidades de todo género y en dar comidas a mis amigos y ex compañeros de academia. Aumentaba desmesuradamente mi manía por los viajes con las conversaciones y trato continuo con extranjeros, y no pude resistir a la tentación, tan contraria a mi carácter, de solicitar licencia por un año para dar una vuelta por Roma y Nápoles.; y como era muy natural que por razón de mi edad -contaba poco más de diez y siete años- me fuese denegada, me ingenié para que un ayo inglés, católico, que debía acompañar en la misma excursión por mí ideada a un flamenco y a un holandés, que habían sido mis compañeros de academia, se encargase también de mí y los cuatro juntos hiciéramos el viaje.

Tanto hice ya tales mañas, recurrí, que los dos jóvenes extranjeros pusieron el mayor empeño en satisfacer mis deseos, y por conducto de mi cuñado obtuve licencia del rey para ausentarme, confiado a los cuidados y vigilancia del, ayo inglés, hombre respetable por su edad y su buena reputación. Finalmente, se fijó la fecha de la partida para los comienzos de octubre de aquel año. Fue aquél el primero y, en lo sucesivo, uno de los pocos viajes que realicé, poniendo la mayor obstinación y empleando todo género de astucias para persuadir al ayo, a mi cuñado, y, sobre todo, a mi avaro y fastidioso curador. Logré mi objeto, pero me avergonzaba e irritaban los ambages y rodeos, las simulaciones y las artes humillantes a que tenía que recurrir para vencer tanta resistencia. El rey, que en nuestro pequeño Estado se inmiscuye en las cosas más insignificantes, no se mostraba propicio a consentir que sus nobles viajasen, y mucho menos un mozalbete que acababa de salir del cascarón y que revelaba cierto carácter. Fue preciso, por lo tanto, que me doblegase y humillase demasiado mi temperamento; pero, por suerte mía, esto no impidió que pudiese erguir la frente muy pronto.

Y aquí pondré fin a la segunda parte de mi vida, en la que me he detenido a relatar minucias más insulsas quizá que las referidas en la primera, por lo que el lector haría bien en leerlas a la ligera, o pasarlas por alto, sin ojearlas siquiera, puesto que esos ocho años de mi adolescencia se pueden resumir en estas palabras: enfermedades, ocio e ignorancia.






ArribaAbajoÉpoca tercera

Juventud: abarca unos diez años de viajes y disipación



ArribaAbajoCapítulo I

Primer viaje: Milán, Florencia, Roma


La mañana del día 4 de octubre de 1766, con indecible júbilo, y tras de una noche de insomnio empleada en trazarlos más fantásticos proyectos, salí de Turín para emprender el tan deseado viaje. Los dos jóvenes de que ya he hablado, el ayo inglés y yo, íbamos en un carruaje, llevando dos criados en el pescante; nos seguían otros dos en una calesa y, a guisa de correo, cabalgaba mi ayuda de cámara. No era éste, empero, como se podría suponer, el vejete que tres años antes pusieron a mi servicio en funciones de ayo, pues lo dejé en Turín, sino un excelente sujeto, llamado Francisco Elía, que a la muerte de mi tío, el virrey de Cerdeña, a quien había servido por espacio de unos veinte años, pasó a mi casa. Acompañando a mi tío había viajado por Cerdeña, Francia, Inglaterra y Holanda. Hombre listo, ingenioso, de una actividad nada común -valía él más que los otros cuatro criados juntos-, será desde ahora el primer personaje de la comedia de mis viajes, de los que fue el único y verdadero guía y patrón del que realizábamos, dada la absoluta incapacidad de los ocho viajeros, que eramos chiquillos o viejos convertidos en chiquillos.

Hicimos la primera etapa en Milán, donde nos detuvimos quince días. Como yo había visto a Génova dos años antes y estaba habituado a la magnífica situación topográfica de Turín, la de Milán no podía ni me debía gustar poco ni mucho. Lo que había digno de verse, o no lo vi, o lo hice deprisa y corriendo, puesto que, siendo muy ignorante en materia de arte útil o agradable, desdeñaba todo lo que con el mismo se relacionaba. Me acuerdo que, visitando la biblioteca Ambrosiana, el bibliotecario me presentó un manuscrito de Petrarca y lo rechacé despectivamente, como un alóbroge, diciendo que no me interesaba. Y hubiera podido añadir que Petrarca me era odioso porque, algunos años antes, cuando yo estudiaba Filosofía, cayó en mis manos una obra de aquel vate, y por más vueltas que le di, leyéndola en todos sentidos y deletreando las palabras, no pude entender nada ni desentrañar el significado; por lo que, imitando a los franceses y a todos los ignorantes presuntuosos, tiré el libro con ánimo de no volver a cogerlo jamás. Petrarca era entonces, para mí, un poeta pesado y fastidioso, obscuro y atrabiliario, y por eso desprecié sus preciosos manuscritos.

Por otra parte, como para aquel viaje, que había de durar un año, no llevé conmigo más libros que unos referentes a viajes por Italia, y escritos en francés, por añadidura, adelantaba a pasos de gigante hacia la total, perfección de mi ya avanzadísima barbarie. Con mis compañeros de viaje hablaba siempre en francés, y en francés también nos hablaban en algunas casas milanesas que visitamos, por lo que con andrajos franceses vestía yo lo poquísimo que iba concibiendo; en francés escribí mis primeros ensayos literarios; en ese idioma redacté las ridículas memorias de aquellos viajes, y todo muy mal, porque como había aprendido esa lengua extranjera por casualidad, no podía recordar reglas que no había estudiado; y como tampoco sabía italiano, recogía el fruto de la desgracia de haber nacido en un país anfibio y de la deplorable educación literaria que había recibido.

A los quince días de permanencia en Milán abandonamos aquella ciudad. Como muy pronto hube de corregir, arrojándolas al fuego, las desdichadas Memorias que escribí de aquel viaje, no me detendré a registrar pueriles particularidades, sobre todo tratándose de ciudades tan conocidas; aparte de que, profano en bellas artes, pasé por ellas como un vándalo; hablaré, pues, únicamente de mí, ya que este desgraciado asunto es el que me he propuesto desarrollar en la presente obra.

Pasando por Plasencia, Parma y Módena se llega en pocos días a Bolonia. En Parma sólo nos detuvimos unas horas, y en Módena un día, sin que, como de costumbre, viésemos nada notable, o precipitadamente y mal lo que en ellas había digno de verse. El mayor, o, mejor dicho, el único placer que me proporcionaba aquel viaje era el de correr la posta por los caminos reales y ejercer de vez en cuando de correo, al galope de mi caballo. Bolonia, con sus pórticos y sus frailes, no me gustó; y de sus cuadros nada puedo decir. Acuciado por la impaciencia de visitar otras poblaciones, no dejaba en paz un momento a nuestro viejo ayo hasta que le obligaba a reanudar la marcha. A fines de octubre llegamos a Florencia. Desde que salimos de Turín, aquélla fue la primera ciudad que me gustó, por su situación topográfica, pero no tanto como Génova. Nos detuvimos allí un mes, e impulsado por la fama de aquellos lugares visité la galería, el palacio Pitti y varias iglesias, pero todo de mala gana, sin ninguna sensación de lo bello, especialmente en pintura; mis ojos no sabían apreciar los colores. Sólo me gustaba algo la escultura y un poquito más la arquitectura, tal vez porque había en mí algo de mi excelente tío el arquitecto. El sepulcro de Miguel Ángel en la iglesia de Santa Cruz fue una de las pocas cosas sobre que recayó mi atención, haciéndome reflexionar un poquito sobre la memoria de aquel hombre tan famoso, y desde ese momento comprendí que sólo resultaban verdaderamente grandes los poquísimos hombres que dejan alguna cosa estable hecha por ellos. Pero semejante reflexión, aislada en medio de la inmensa disipación mental en que vivía yo continuamente, venía a ser, como suele decirse, una gota de agua en el mar. De las muchas necedades juveniles de que tengo que avergonzarme y arrepentirme no es ciertamente la última la de haberme empeñado en aprender el inglés durante mi corta detención en Florencia, que no pasó de un mes, tomando lecciones de un maestrillo británico, en vez de haber aprovechado la ocasión para perfeccionarme en la hermosa lengua toscana, que balbucía bárbaramente cuando en ella quería hacerme entender, y por lo cual procuraba emplearla lo menos posible. Avergonzábame de mi ignorancia, y mucho más vergonzoso hubiera debido ser para mí el no poner los medios para aprenderla. No obstante, logré desterrar en seguida de mi pronunciación la horrible u lombarda o francesa, que siempre me había disgustado sobremanera, no sólo por su triste articulación, sino también porque la mueca que es preciso hacer para pronunciarla recuerda la de los monos cuando parece que hablan entre ellos. Y si bien ahora, en los cinco o seis años que llevo en Francia, tengo los oídos llenos y forrados de esa dichosa u, no puedo menos de reír cuando me doy cuenta de ello, sobre todo en las representaciones teatrales o de salón -aquí se recita constantemente-, en las que los labios contraídos parece que soplan la sopa hirviendo, principalmente al proferir la palabra nature.

Como en Florencia no hacía más que perder el tiempo, viendo muy poco y no apreciando nada, pronto me cansé y tomé a acuciar a nuestro mentor para que de nuevo nos pusiéramos en camino. El 1 de diciembre salimos para Lucca, pasando por Prato y Pistoia. En Lucca nos detuvimos un día, que me pareció un siglo, y continuamos hasta Pisa. El cementerio de esta última ciudad me gustó mucho, pero también me pareció interminable el día que pasamos en ella. En seguida nos trasladamos a Liorna. Esta ciudad me agradó bastante, no sólo porque se parecía algo a Turín, sino también y principalmente por su mar; elemento que no me cansaba nunca de contemplar. Allí nos detuvimos ocho o diez días, empeñado yo siempre en chapurrear bárbaramente el inglés y cerrando los oídos al toscano. Buscando después la razón de tan necia preferencia, hallé que era un falso amor propio individual lo que a ello me impulsaba, sin que yo lo advirtiera. Habiendo vivido dos años con ingleses, oyendo ponderar en todas partes su poder y sus riquezas; viendo cuán grande era su influencia política, y viendo, al mismo tiempo, cuán pobre y muerta estaba Italia, y a sus hijos divididos, débiles, envilecidos y esclavos, me avergonzaba de ser y, parecer italiano, y nada que fuera privativo de ellos quería saber ni practicar.

Abandonarnos a Liorna para ir a Siena. La situación topográfica de esta última ciudad no me gustó mucho; pero es tal la fuerza de la verdad y la belleza, que sentí como si un rayo vivísimo iluminase de pronto mi mente y una dulzura inefable al oír, hasta a las personas de más baja condición, hablar tan suavemente y con tanta elegancia, propiedad y concisión. Con todo, no nos detuvimos en ella más que un día: el tiempo de mi conversión literaria y política estaba aún lejano; era preciso que saliese de Italia para conocer y apreciar a los italianos. Partí, pues, para Roma palpitándome el corazón con inusitada violencia, durmiendo muy poco durante la noche y pensando sin cesar en San Pedro, el Coliseo y el Panteón, de los que con tanta admiración había oído hablar siempre, y no poco en algunos pasajes de la historia romana, la cual, sin orden y precisión, tomada en conjunto, conocía yo bastante, por ser la única historia que estudié con afición en mi adolescencia.

Finalmente, en diciembre de 1766 vi la suspirada puerta del Pueblo; y si bien la horridez y miseria de la comarca de Víterbo habíanme causado penosa impresión, la vista de aquella magnífica entrada me llenó de gozo. En cuanto descendimos en la plaza de España, donde estaba nuestra posada, dejamos al ayo que descansara de las fatigas del camino, y los tres jóvenes aprovechamos el resto del día para dar una vuelta por la ciudad y visitar de pasada el Panteón. Mis compañeros mostrábanse más admirados que ya de lo que veíamos. Cuando, algunos años después, visitó sus respectivos países comprendí que su estupor tenía que ser mucho mayor que el mío. Nos detuvimos únicamente ocho días, que empleé en correr de una parte a otra para calmar mi impaciente curiosidad. Prefería, empero, volver dos o tres veces al día a San Pedro, donde siempre veía algo nuevo. Confieso que aquel admirable conjunto de cosas sublimes no me impresionó a primera vista tanto como hubiera deseado; pero poco a poco mi admiración fue aumentando, hasta el punto que no pude conocer y apreciar verdaderamente el valor de tantas maravillas hasta mucho tiempo después, cuando, cansado de la mísera magnificencia tramontana, pasé en Roma varios años.




ArribaAbajoCapítulo II

Continuación de los viajes. Prescindo también del ayo


El invierno se nos echaba encima y yo no cesaba de instigar al pesadísimo ayo para que nos llevase a Nápoles, donde nos proponíamos pasar el Carnaval. Partimos al fin de Roma en calesas de alquiler, no sólo porque los caminos de Roma a Nápoles dejaban mucho que desear, sino también porque mi ayuda de cámara, Elía, había caído bajo el caballo de posta en Radicofani, rompiéndose un brazo, y recogido en nuestro carruaje, había sufrido atrozmente con el traqueteo del vehículo hasta que llegamos a Roma. En aquella desgraciada ocasión dio nuestro hombre admirable muestras de valor, serenidad y fortaleza de ánimo, pues levantándose por sí solo, tomó la brida del rocín y continué a pie hasta Radicofani, del que nos separaba todavía una milla de distancia. Allí mandó llamar un cirujano y, mientras llegaba, descosióse la manga de la chaqueta, examinóse el brazo y, cerciorado de que estaba dislocado, rogó que le tirasen con fuerza de él, entretanto que con la otra mano, la derecha, se hizo por sí mismo una cura tan perfecta, que cuando se presentó el cirujano, cuya llegada coincidió con la nuestra, no tuvo quehacer más que vendárselo; de manera que una hora después pudimos reanudar el camino, llevando en nuestro carruaje al herido, quien se esforzaba por disimular lo mucho que sufría. Al llegar a Acquapendente se rompió la lanza del coche. En semejante apuro no sabíamos qué hacer ninguno de los viajeros, y seguramente ni el viejo ayo, ni los cuatro estúpidos criados que llevábamos, ni nosotros mismos, que éramos tres muchachos inexpertos, habríamos salido del atolladero a no ser por el valiente Elía, que, con el brazo en cabestrillo, tres horas después de habérselo dislocado, trabajó activamente y dirigió tan bien la compostura de la lanza, que en un par de horas estuvimos en condición de llegar hasta Roma en el mismo vehículo.

Me complazco en relatar minuciosamente este episodio porque revela el carácter de un hombre valeroso y sereno, superior a lo que de su humilde condición se hubiera podido esperar. Y me complazco mucho más en alabar y admirar esas sencillas virtudes en individuos como Elía, porque es de lamentar que los pésimos Gobiernos no sepan apreciarlas y las desdeñen, las teman o las persigan.

Llegamos a Nápoles el segundo día de Pascua de Navidad, con un tiempo casi de primavera. La entrada por Capo di China, los Estudios12 y la calle de Toledo me ofreció el espectáculo de la ciudad más alegre y populosa que hasta entonces hubiera visto. La impresión que recibí no la olvidaré jamás. No fue, empero, tan grata la que me produjo la mísera posada adonde fuimos a parar, situada en una obscura y sucia callejuela; pero no teníamos dónde escoger, porque todas las fondas estaban llenas de forasteros. Semejante contrariedad amargó mi estancia en Nápoles, porque la situación de la vivienda ha ejercido irresistible influencia sobre mi pueril cerebro hasta la madurez de mis años.

Por mediación de nuestro ministro fui introducido en varios salones; y el Carnaval, tanto por los espectáculos públicos como por las fiestas particulares y la variedad de ociosos esparcimientos, me resultó mucho más agradable y divertido que los que había pasado en Turín. No obstante, en medio de este nuevo, continuo y alegre bullicio, enteramente libre y dueño de mis actos, con bastante dinero, a los diez y ocho años de edad y no mal parecido, embargábame el hastío, la saciedad y el dolor. Mi más vivo placer era el que me producía las representaciones de óperas bufas en el teatro Nuevo; pero hasta esos sonidos musicales, con ser en extremo deleitables, me dejaban un eco de profunda melancolía; agolpábanse en mi mente mil ideas funestas y lúgubres, y complacíame en acariciarlas, paseando solo y triste por las rumorosas playas de Chiaja yPortici. Trabé relaciones con varios jóvenes napolitanos, pero no de amistad, porque mi carácter retraído me impedía estrecharlas; y como lo llevaba impreso en el rostro, nadie trataba de intimar conmigo. Era yo muy inclinado por naturaleza al bello sexo; pero sólo me agradaban las mujeres modestas, y yo sólo agradaba a las desenvueltas y atrevidas; por lo que ninguna interesó mi corazón. Aparte de que mis deseos vehementísimos de viajar allende nuestros montes hacíame evitar todo peligro de caer en las redes del amor, y en aquel mi primer viaje no me aprisionaron esos lazos. Pasaba la mayor parte del día visitando, en los curiosos calesines que allí se usan, las cosas y lugares más lejanos, no por el placer de verlos, puesto que de nada entendía, sino por la necesidad de correr, aunque en seguida me hastiaba.

Presentado en la corte, aunque el rey Fernando IV sólo contaba quince o diez y seis años, le encontré parecidísimo, por el aire y empaque, a los otros soberanos que hasta entonces había visto, o sean mi óptimo rey Carlos Manuel, viejo ya; el duque de Módena, gobernador de Milán, y el gran duque de Toscana, Leopoldo, que también era muy joven, por lo que saqué en consecuencia que todos los príncipes tienen el mismo aspecto y que todas las cortes no eran más que una sola antecámara. Durante mi estancia en Nápoles comencé a gestionar, por mediación del ministro de Cerdeña, el necesario permiso de Turín para prescindir de mi ayo y proseguir solo mi viaje. Aunque nosotros los jóvenes estábamos en la mayor armonía y el ayo no me ocasionaba la menor molestia, como para ir de una ciudad a otra teníamos que ponernos previamente de acuerdo, y el buen viejo era indeciso, mudable y temporizador, me irritaba semejante dependencia. Así es que tuve que decidirme a rogar al ministro que escribiese en favor mío a Turín certificando mi buena conducta y asegurando que me consideraba capaz de gobernarme por mí mismo y de viajar solo. Logré mi objeto y contraje una gran deuda de gratitud con el ministro, el cual me había cobrado cariño y me aconsejó que hiciese los estudios necesarios para ingresar en la carrera diplomática. Me agradó la idea, porque me pareció que aquélla era la menos servil de todas las servidumbres, y me propuse realizarla, pero sin hacer nada por el momento. Guardé mi deseo corno un secreto, sin comunicarlo a nadie, limitándome a observar una conducta muy ordenada y seria, acaso superior a mi edad. Mas esto era obra de mi carácter más que resultado de mi voluntad, pues siempre fui grave y recto, sin imposturas, y ordenado, por decirlo así, en el desorden, pues casi nunca cometí una falta sin saberlo.

Yo vivía entretanto sin conocerme a mí mismo; no me consideraba con capacidad para nada; no sentía impulsos hacia algo determinado, a no ser la melancolía; no hallaba nunca paz y tranquilidad, y no sabía jamás lo que quería. Obedeciendo ciegamente a mi naturaleza, no podía conocerla ni estudiarla, y hasta muchos años después no eché de ver que la causa de mi desdicha no era otra que la necesidad absoluta de tener lleno el corazón de un amor digno y la mente ocupada en alguna obra noble; y cada vez que me faltó una de estas dos cosas no pude hacer la otra; por lo que volvía a sumirme en el hastío, la tristeza y el dolor.

Con objeto de comenzar a hacer uso de mi nueva independencia, en cuanto pasó el Carnaval decidí marchar solo a Roma, en vista de que el viejo ayo, so pretexto de que esperaba carta de Flandes, no se resolvía a fijar fecha para la partida de sus pupilos. Yo, que estaba impaciente por abandonar a Nápoles y volver a Roma, y más impaciente aún por verme libre y dueño de mis actos en un camino real, a más de trescientas millas de la prisión nativa, no quise aguardar ni un día más y me separé de mis compañeros. E hice bien, porque pasaron en Nápoles todo el mes de abril y no pudieron llegar a tiempo a Venecia para la fiesta de la Ascensión, a la que por nada del mundo hubiera querido yo faltar.




ArribaAbajoCapítulo III

Continúan los viajes. -Mi primera tacañería


Llegado a Roma, adonde había mandado delante a mi fiel Elía para que me preparase alojamiento, encontré, al pie mismo de la escalinata de la Trinidad de los Montes, un pisito alegre y limpio que me consoló del sucio y sombrío cuarto que ocupé en Nápoles; pero en seguida volvió a embargarme el mismo tedio, la misma tristeza y la misma manía de emprender otro viaje. Y lo que es peor, la misma ignorancia de cosas que avergüenzan a quien no las conoce, y mayor insensibilidad ante las bellezas y grandiosidades que encierra Roma, limitándome a cuatro o cinco de las principales, que volvía siempre a ver. Visitaba diariamente al conde de Rivera, ministro de Cerdeña, dignísimo anciano con quien me gustaba conversar, a pesar de su sordera, el cual me daba muy buenos y luminosos consejos. Cierto día le encontré sentado ante una mesa, hojeando La Eneida, de Virgilio. Al verme entrar, el buen viejo me hizo seña de que me acercara, y empezó a declamar con entusiasmo los hermosísimos versos que Marcelo hizo tan famosos y que son tan conocidos.

Como quiera que yo apenas los entendía, a pesar de haberlos estudiado, traducido y aprendido de memoria, me sentí tan avergonzado y confuso, que durante muchos días estuve meditando sobre mi oprobio y no volví a comparecer por casa del conde. Empero la espesa capa de moho que había ido formándose en mi cerebro, y que cada día era más densa, necesitaba un cincel más cortante para hacerla desaparecer que aquel pasajero bochorno; así es que pronto se disipó mi pesadumbre, sin dejar huella alguna, y en varios años no volví a leer a Virgilio ni libro alguno en ninguna lengua.

Durante mi segunda estancia en Roma fui presentado al Papa reinante, que lo era a la sazón Clemente XIII, un viejecito muy simpático y lleno de veneranda majestad, lo cual, unido a la magnificencia del palacio de Montecavallo13, hizo que no me causara excesiva repugnancia la acostumbrada postración y el beso del pie, aunque yo había leído algo la Historia y conocía el verdadero valor de aquel pie.

Por conducto del conde de Rivera, como antes por mediación de nuestro ministro en Nápoles, solicité de la corte de Turín que me fuese ampliada por un año la licencia de que disfrutaba, con objeto de poder realizar un viaje por el extranjero: me proponía visitar Francia, Inglaterra y Holanda, nombres que sonaban a maravilla y deleite a mi juventud inexperta. Se accedió a lo que pedía, y, por consiguiente, me creí en absoluta libertad para pasar todo el año 1768 corriendo mundo. Pero surgió una pequeña dificultad que me contrarió bastante. Mi curador a quien nunca habla pedido que me rindiese cuentas y que jamás habíame dicho clara y exactamente a cuánto ascendían mis rentas, sino que, por el contrario, me daba o denegaba el dinero que le pedía con frases ambiguas-, con motivo de la prórroga del permiso regio me escribió diciéndome que sólo podía poner a mi disposición 1.500 cequíes, a pesar de que para el primer año de licencia no me había dado más que 1.200. Esto, como he dicho, me contrarió mucho, pero no me desalentó. Yo había oído hablar de lo cara que era la vida en los países que me proponía visitar, y me resultaba muy penoso no disponer de suficiente dinero y verme obligado a hacer un papel poco airoso; mas, por otra parte, no me atrevía a escribir, en los términos que merecía, a mi tacaño curador, por temor a que la criada me saliera respondona y me contestara en nombre del rey, que en Turín se inmiscuía hasta en los más íntimos asuntos domésticos de las familias nobles, y que, haciéndome pasar por díscolo e irrespetuoso, me obligara a volver a mi patria. No quise, por lo tanto, tener rencillas con mi curador, y tomé el prudente partido de ahorrar cuanto pudiese de los 1.200 cequíes que me habían asignado para el primer año, con objeto de aumentar los 1.500 que me concedían y que no me parecían suficientes para viajar cómodamente durante un año por países tramontanos. Así es que, en vez de mantenerme en un justo medio y reducir mis gastos, me porté como un verdadero avaro. Prescindí de visitar las curiosidades de Roma, para no dar propinas, y escatimando cada día más lo que daba a mi fiel y querido Elía, llegué a negarle lo que le correspondía por salario y manutención; de suerte que el excelente hombre se vio obligado a protestar, diciendo que tendría que robar para comer. Entonces le pagué, a regañadientes, lo que le debía.

En el estado de ánimo que es de suponer, a primeros de mayo salí para Venecia, y, llevado de mi tacañería, tomé un coche de alquiler, aunque aborrecía aquel paso, más propio de mula que de caballo, porque era mucha la diferencia de precio entre la posta y aquel medio de locomoción. Yo dejaba a Elía que ocupara la calesa y montaba en un rocín, que a cada instante tropezaba, por lo que tenía que hacer a pie la mayor parte del camino, entretenido en ajustar cuentas y contar por los dedos lo que me costarían aquellos diez o doce días de viaje y un mes de estancia en Venecia; cuánto habría ahorrado, al salir de Italia, cuánto podría gastar, y así por el estilo, torturándome la mente y el corazón con semejante sordidez.

Yo había contratado al calesero hasta Bolonia; pero al llegar a Loreto no pude soportar más aquella molestia, y, sobreponiéndose a mi fría avaricia mi ardiente carácter y las impaciencias juveniles, me negué en redondo a continuar el viaje a paso de carreta. En consecuencia, pagué al calesero casi todo lo que habíamos estipulado por el viaje hasta Bolonia, y, plantándole en Loreto, tomé la posta con ánimo tranquilo, pues mi avaricia hablase trocado en ordenada economía.

Bolonia me gustó muy poco al pasar y mucho menos al regreso; Loreto no me inspiró ningún sentimiento religioso, y como mi único deseo era llegar cuanto antes a Venecia, de la que había oído contar desde mi niñez tantas maravillas, sólo me detuve un día en Bolonia y proseguí mi camino por Ferrara. Pasé por esta última ciudad sin acordarme siquiera de que era cuna y sepulcro del divino Ariosto, cuyo poema había leído en parte y cuyos versos fueron los primeros que cayeron en mis manos. Mi inteligencia dormía entonces profundísimo sueño y enmohecíase cada día más respecto a las Letras; pero no era menos cierto que cada día más también iba adquiriendo, sin advertirlo, la ciencia del mundo y de los hombres, gracias a los cuadros morales que constantemente se ofrecían a mi vista y observación.

En el puente de Lagoscuro tomé el barco-correo de Venecia, en el que me encontré en compañía de algunas bailarinas de teatro, una de ellas hermosísima, a pesar de lo cual, aquella travesía, que duró dos días y una noche, hasta Chozza, me resultó excesivamente aburrida, porque las tales ninfas se las daban de Susanas y yo no he podido soportar jamás la virtud fingida.

Llegué, finalmente, a Venecia. Los primeros días, aquella ciudad, tan diferente de las demás, me llenó de sorpresa y alegría; hasta me gustó la jerga que hablaban sus habitantes, quizá porque desde niño había acostumbrado mi oído a ella, asistiendo a las representaciones de las comedias de Goldoni. La muchedumbre de forasteros, el gran número de teatros y la infinidad de diversiones y festejos que, además de las corrientes en la feria de la Ascensión, se daban aquel año en honor del duque de Wurtemberg, que era huésped de la ciudad, y sobre todo las grandes regatas, entretuviéronme en Venecia hasta mediados de junio, pero no me entusiasmaron. La melancolía, el tedio, el desasosiego, la impaciencia por marcharme, volvían a invadirme en cuanto perdía para mí su carácter de novedad lo que se ofrecía a mi vista. Pasé muchos días en Venecia enteramente solo, sin salir de casa, y asomado a ratos a la ventana, desde la que hacía señas a una señorita que vivía enfrente, con la que cambiaba también algunas palabras; mas, por lo general, permanecía horas y horas dormitando, pensando en no sé qué, y con frecuencia llorando sin acertar el motivo, no encontrando nunca paz ni sosiego y sin investigar ni sospechar siquiera la causa de todo aquello. Muchos años después, examinándome un poco mejor, me convencí de que era un acceso periódico que me acometía cada ano por la primavera, unas veces en abril y otras en junio; acceso más o menos duradero según que estuviesen mi mente y mi corazón más o menos vacíos y ociosos. Asimismo observé después, comparando mi entendimiento con un barómetro, que yo tenía más o menos ingenio y capacidad para componer, según el mayor o menor peso del aire; completa estupidez cuando soplaban grandes vientos solsticiales y equinocciales infinitamente menor perspicacia por la noche que por la mañana, y bastante más imaginación, entusiasmo e inventiva en pleno invierno y en pleno verano que en las demás estaciones del año. Esta mi constitución física, que supongo es en gran parte común a todos los hombres de delicada complexión, fue eclipsando y anulando con el tiempo el orgullo de lo poco bueno que hacía a veces, de la misma manera que ha disminuido bastante la vergüenza y el remordimiento por lo mucho malo que seguramente he hecho, sobre todo en mi arte; porque estoy plenamente convencido de que entonces no podía yo obrar de otro modo




ArribaAbajoCapítulo IV

Final de mis viajes por Italia. Visito París por primera vez


Como la estancia en Venecia me resultaba aburridísima y el afán por ver países tramontanos no me dejaba vivir, no saqué mucho provecho de aquella visita, puesto que no vi ni la décima parte de los tesoros que en pintura, arquitectura y escultura encierra Venecia: baste decir, para eterna vergüenza mía, que ni siquiera estuve en el Arsenal. No me informé, ni aun a la ligera, de la organización de aquel gobierno, tan diferente de los demás, y que, si no bueno, fuerza era diputarlo por raro, ya que ha subsistido tantos siglos en medio del mayor lustre, prosperidad y paz. Pero, ayuno como estaba yo en materia de bellas artes, no hacía otra cosa que vegetar en todas partes. Finalmente, abandoné a Venecia mucho más gustoso, como siempre, que cuando entré en ella. Padua me desagradó bastante; no conocía a ninguno de los famosos profesores que algunos años después deseé conocer, ni hice nada por verlos, porque entonces hasta los nombres de profesor, estudio y universidad me crispaban los nervios. No me acordé -verdad es que no podía acordarme porque ni siquiera lo sabía- que a pocas millas de Padua descansaban los restos mortales de nuestra segunda lumbrera: Petrarca. ¿Ni qué podía importarme a mí, que no lo había leído ni oído apenas, hablar de él, y que arrojé, enojado, por no-entenderlo, el libro de sus versos la primera vez que vino a mis manos? Incesantemente aguijoneado y perseguido por el hastío y el ocio pasé por Vicenza, Verona, Mantua y Milán, y a prisa y corriendo volví a Génova; ciudad que, a pesar de haberla visitado de paso algunos años antes, habíame dejado grato recuerdo. Llevaba cartas de recomendación para casi todas las ciudades mencionadas, pero por lo regular no hacía uso de ellas, y si las presentaba no volvía a dejarme ver, a menos que me buscasen con insistencia; lo cual, como era natural, ocurría muy raras veces. Semejante salvajez obedecía en parte al orgullo e inflexibilidad de mi carácter ineducado, y en parte también a una repugnancia natural y casi invencible a ver caras nuevas, como si fuera posible cambiar de población y aun de Estados sin que cambien las personas. Sin embargo, yo hubiera querido convivir siempre. con la misma gente, pero en distintos países.

Como Cerdeña no tenía entonces ministro en Génova, y sólo conocía a mi banquero, no tardé en aburrirme, y ya había fijado mi partida para fines de junio, cuando, habiendo ido a visitarme el susodicho banquero, que era hombre de mundo y muy amable, viéndome tan sola, adusto y triste, quiso saber en qué empleaba mi tiempo. Yo no tenía libros ni amistades, y pasaba las horas muertas asomado al balcón o recorriendo sin rumbo las calles de Génova, cuando no tomaba un bote para dar vueltas por la costa y el puerto. Compadecido el buen banquero de mí y de mi juventud, no cejó en su empeño hasta que me hubo presentado a su amigo el caballero Carlos Negroni. Este señor había pasado gran parte de su vida en París, y al saber que yo tenía vivísimos deseos de visitar aquella gran ciudad, me habló con entera franqueza dándome buenos consejos; pero yo no presté fe a sus palabras hasta algunos meses después, cuando vi realizado mi ensueño. Entretanto, aquel amable caballero me introdujo en las principales casas de la ciudad, y con ocasión del famoso banquete que se suele dar al nuevo dux, me sirvió de introductor y compañero. Allí estuve a punto de enamorarme de una graciosa señorita que me pareció muy simpática e insinuante; pero mi manía por correr mundo y abandonar a Italia me impidió caer en las redes del amor, aunque en mucho tiempo no pude olvidar aquella criatura encantadora.

Cuando, por último, embarqué en una falúa para ir a Antibes parecióme que iba a realizar un viaje a las Indias. En mis paseos marítimos sólo me había alejado de la costa unas cuantas millas, muy pocas; pero en aquella ocasión supe por experiencia lo que era viajar por mar, ya que el viento, favorable al principio, arreció de tal modo e hizo tan peligrosa la navegación, que de arribada forzosa hubimos de echar el ancla en el puerto de Savona y permanecer allí dos días hasta que amainó el temporal. Este retraso me enojó sobremanera y no salí de casa ni siquiera para hacer una visita a la celebérrima virgen de Sayona: yo no quería ver nada dé Italia ni oír hablar de ella; así es que cada instante que pasaba parecíame una cruel usurpación de los goces que me aguardaban en Francia. Fruto éste de mi desordenada fantasía, que agrandaba desmesuradamente los bienes y los males antes de experimentarlos, de lo cual resultaba que en el momento preciso no podía apreciar ni los unos ni los otros, especialmente los bienes.

Cuando, al fin, desembarqué en Antibes creí que renacía a una vida nueva al oír otro idioma y ver otros usos, otras caras, otros edificios; y aunque el cambio era más bien desfavorable, la variedad que notaba me encantaba. Salí en seguida para Tolón, y apenas puse el pie en esta ciudad, cuyo aspecto me desagradó muchísimo, la abandoné, sin ver nada de ella, con rumbo a Marsella. Muy distinta fue la impresión que me causó Marsella: su aspecto risueño, sus calles rectas, modernas y limpias; su hermosa alameda, su puerto, más hermoso aún, y sus lindas y pizpiretas mujeres, me gustaron de tal modo que resolví detenerme allí un mesecito para dejar pasar entretanto los calores de julio, que son poco agradables para viajar. En la fonda donde me hospedaba había diariamente mesa redonda, por lo que, hallándome siempre acompañado en la comida y la cena, sin verme obligado a intervenir en las conversaciones -lo cual no he podido hacer nunca sin violentarme, a causa de mi carácter taciturno-, pasaba satisfecho las restantes horas del día. Mi taciturnidad, originada en parte por cierta timidez al hablar, que aun no he logrado vencer por completo, aumentaba en la mesa a causa de la constante garrulidad de los franceses, mis comensales, en su mayoría militares o comerciantes. Con ninguno de ellos trabé amistad, ni mucho menos intimé, porque nunca he sido expansivo; les escuchaba con mucho gusto, aunque no aprendiese nada con ello, porque el escuchar no me ha aburrido nunca, ni aun tratándose de las más estúpidas charlas, en las que sólo se aprende lo que no se ha dicho.

Una de las razones por la que más ardientemente deseaba ir a Francia era la de poder asistir cada día al teatro. Dos años antes había actuado en Turín una compañía de cómicos franceses, y puede decirse que no falté a una sola representación, por lo cual me eran conocidas las más célebres comedias y tragedias; pero, en honor a la verdad, debo añadir que ni en Turín, ni en Francia, ni en el primer viaje, y en el que hice dos años después, me pasó siquiera por las mientes que algún día había yo de escribir para el teatro.

Yo escuchaba con mucha atención aquellas obras, pero sin ninguna intención, sin sentir ningún impulso creador; es más: me gustaban más las comedias que las tragedias, aunque por naturaleza me sentía más inclinado al llanto que a la risa. Reflexionando después sobre el particular, comprendí que una de las principales razones de mi indiferencia por la tragedia era la de que en casi en todas las tragedias francesas había escenas enteras, y a veces actos completos, en las que se introducían personajes secundarios que enfriaban mi entusiasmo porque alargaban sin necesidad la acción, o, mejor dicho, la interrumpían. Añádase a esto que, pese a mi manía de no querer ser Staliano, mi oído servíame admirablemente para advertirme de la pesadísima e insulsa versificación francesa, tan trivial en la forma y tan desagradable por los sonidos nasales; de aquí que, a pesar de ser aquellos actores excelentes, comparados con los nuestros, que eran pésimos; y a pesar de que las obras por ellos representadas eran insuperables en cuanto al asunto, a la trama, a la sublimidad de pensamientos y a la fuerza emotiva, yo iba experimentando poco a poco una frialdad que no me dejaba satisfecho. Las tragedias que más me gustaban eran Fedra, Zaira, Mahoma14 y algunas otras.

Aparte el teatro, mi más grata distracción en Marsella era bañarme cada tarde en el mar. Había encontrado un paraje delicioso, situado en una punta de la costa, a mano derecha, apartado del puerto, donde, sentado sobre la arena y apoyada la espalda contra un escollo, lo bastante alto para ocultarme de las miradas de los que pasaban por detrás, sólo veía ante mí y en torno mío el mar y el cielo. Y entre aquellas dos inmensidades, embellecidas por los rayos del Sol que se hundían en las aguas, pasaba yo ratos inefables, dejando vagar mi fantasía; y seguramente habría compuesto muchas poesías, sí hubiese sabido escribir en verso o en prosa en alguna lengua.

Pero también me resultó aburrida la estancia en Marsella, porque todo aburre muy pronto al, ocioso, y presa de loco frenesí por llegar a París, salí de aquella ciudad marítima, caminando de día y de noche, más como fugitivo que como viajero, sin parar hasta Lyon. Ni Aix, a pesar de su magnífico y alegre panorama; ni Aviñón, sede pontificia en tiempos pasados y tumba de la famosa Laura; ni Vauoluse, donde residió tantos años el divino Petrarca: nada podía impedir que volase derecho como una flecha hacia París. El cansancio me obligó a detenerme en Lyon dos noches y un día; y partiendo de allí con el mismo furor, en menos de tres días llegué a París, siguiendo el camino de Borgoña.




ArribaAbajoCapítulo V

Mi primera estancia en París


No me acuerdo bien del día, pero me parece que fue del 15 al 20 de agosto, una mañana nubosa, de lluvia y fría. Yo, que acababa de dejar el cielo hermosísimo de Provenza y de Italia y que jamás habíame visto envuelto en nieblas tan sucias y densas, y mucho menos en agosto, al entrar en París por el misérrimo barrio de San Marcelo y penetrar en una especie de sepulcro fétido y fangoso del barrio de San Germán, donde debía hospedarme, sentí tal angustia, que no recuerdo haber experimentado en mi vida causa tan pequeña impresión tan dolorosa. ¡Tanto apresurarme, tanto anhelar y tantas locas ilusiones de mi exaltada fantasía para ir a sumergirme en aquella inmunda cloaca! Cuando entré en la posada, ya estaba completamente desengañado, y a no haber sido por temor de que se burlaran de mí, en aquel mismo instante habría desandado el camino hecho. Y a medida que después fui recorriendo las calles de París aumentaba más y más mi desengaño. La sencillez de aquellas construcciones, que nada tenían de clásicas y severas; la risible y mezquina pompa de ciertos edificios con pretensiones de palacios; la suciedad y «goticismo» de las iglesias; la bárbara estructura de los teatros de entonces, y tantos y tantos objetos desagradables que se ofrecían a mi vista y, sobre todo, las caras de facciones irregulares y embadurnadas de colorete de feísimas mujeres, producíanme tan dolorosa impresión que no bastaban para mitigarla ni la belleza de tantos espléndidos jardines, ni la elegancia de los estupendos paseos públicos, ni el buen gusto ni el número infinito de lujosos trenes, ni la sublime fachada del Louvre, ni las innumerables y casi todas buenas representaciones teatrales, ni otras cosas por el estilo.

Continuaba entretanto, con increíble tenacidad el mal tiempo, hasta el extremo que en más de quince días del mes de agosto ni siquiera una vez pude saludar al Sol. Y mis juicios morales, mucho más poéticos que filosóficos, dictados por la fantasía más que por la razón, resentíanse bastante de la influencia de la atmósfera. La primera impresión que me causó París grabóse de tal manera en mi mente, que aun hoy, los decir, veintitrés años después, perdura en mi imaginación, a posar de que en gran parte la razón se combate y condena.

Como a la sazón la corte se hallaba en Compiègne, donde había de pasar todo el mes de septiembre, y el embajador de Cerdeña, para quien llevaba cartas de presentación, estaba ausente, me encontré sin amistades ni relaciones, salvo la de algunos forasteros a quienes había conocido en diversas ciudades de Italia; y como éstos tampoco frecuentaban la alta sociedad parisiense, malgastaba el tiempo en teatros, paseos y el trato de mujerzuelas, pero sufriendo siempre, hasta que en noviembre volvió el embajador de Fontainebleau, donde se encontraba. Introducido entonces en las principales casas, especialmente en las salones diplomáticos, por primera vez en mi vida me senté ante una mesa de juego, en la embajada de España, donde imperaba el faraón. Mas, aunque ni perdí ni gané cosa que valiera la pena, pronto me cansé también del juego, como de todo pasatiempo en París, y me decidí a marchar a Londres en enero, hastiado de aquella ciudad -de la que, dicho sea de paso, sólo conocía las calles-, y muy calmada mi fiebre por ver cosas nuevas, pues las había encontrado inferiores, no ya a lo que mi fantasía había creado, sino a los mismas objetos reales que viera en distintas localidades de Italia; de suerte que en Londres pude acabar de aprender, conocer y apreciar lo que valían Nápoles y Roma, Venecia y Florencia.

Antes de salir para la capital de Inglaterra, me propuso el embajador presentarme a la corte en Versalles, y acepté, picada mi curiosidad por ver una corte más importante que todas las que hasta entonces había conocido, a pesar de que de todas estaba desengañado.

Y me presentó, en efecto, el 1 de enero de 1768, día más interesante que cualquier otro por el ceremonial que suele observarse. Aunque habíanme advertido previamente que el rey no hablaba con los extranjeros particulares, y a pesar de que ello me importaba un bledo, no pude por menos de sorprenderme desagradablemente ante la actitud de Júpiter olímpico de Luis XV, quien, examinando de pies a cabeza al individuo que le era presentado, permanecía impasible, sin que se alterase un solo músculo de su rostro. En cambio, si a un gigante se le dijera: «Te presento una hormiga», el gigante, mirándola, sonreiría y acaso murmurase: «¡Qué animalejo tan pequeño!»; o lo diría al, menos la expresión de su semblante, supuesto que guardara silencio. Pero aquel desdén del monarca francés no me mortificó más desde el momento que vi que el rey repartía la misma limosna de sus miradas indiferentes entre personas de mucho más viso que yo. Después de rezar una corta oración, colocado entre dos prelados, uno de los cuales, si mal no recuerdo, era cardenal, dirigióse a la capilla, a cuya puerta aguardaba el preboste de los Mercados, primer magistrado de la municipalidad de París, quien balbució las felicitaciones de rigor en día de año nuevo. El taciturno monarca le contestó con un movimiento de cabeza, y volviéndose luego hacia uno de los cortesanos que le seguían, le preguntó dónde se habrían quedado les echevins, que solían ser los acólitos del preboste. Entonces, una voz cortesana, salida de entre la multitud de palaciegos, contestó jocosamente: Ils sont restés embourbés15. Rieron todos el chiste, el rey se dignó también sonreír, y entró en la capilla para oír misa.

La inconstante suerte quiso que, unos veinte años después, víese yo, en el mismo París, que otro rey, llamado también Luis, recibía más benignamente un cumplido muy distinto de aquél, proferido por otro preboste, denominado maire entonces, el 17 de julio de 1789. En aquella memorable ocasión los que quedaron embourbés fueron los cortesanos al volver de Versalles a París, a pesar de hallarse en pleno verano, porque el fango habíase hecho perpetuo en aquel camino. Y alabaría yo a Dios por haberme permitido ver aquello, si no temiese y estuviese convencido de que los efectos e influencia de esos reyes plebeyos16 han de ser para Francia y para el mundo entero más funestos que la influencia y la actuación de los reyes capetos.




ArribaAbajoCapítulo VI

Viaje a Inglaterra y Holanda. Primer enredo de amor


Salí de París a mediados de enero, en compañía de un caballero paisano mío, joven de bellísimo aspecto, diez o doce años mayor que yo, dotado de cierto talento natural, tan ignorante como yo, pero menos reflexivo y más amante del gran mundo que conocedor e investigador de los hombres. Era primo de nuestro embajador en París y sobrino del príncipe de Masserano, embajador de España en Londres, a cuya casa iba a parar. Aunque no me gustaba unirme a nadie para viajar, como se trataba únicamente de ir a un lugar determinado, en aquella ocasión acepté de buen grado. Mi nuevo compañero era de carácter alegre y locuaz, y con recíproca satisfacción yo guardaba silencio y escuchaba mientras que él hablaba, colmándose de elogios. Estaba muy pagado de sí mismo porque tenía gran partido entre las mujeres, y me refería con orgullo sus conquistas amorosas; relato que yo ola con gusto, pero sin envidia. Por la noche, en la posada, mientras nos preparaban la cena echamos varias partiditas de ajedrez, y las perdí todas, porque siempre he sido pésimo jugador. Dimos un gran rodeo por Lilla, Douay y Saint-Omer para llegar a Calais. El frío era tan intenso que, a pesar de que el carruaje en que viajábamos estaba atestado, provisto de cristales y de un hacha encendida en el interior, una noche se nos heló el pan y el vino. Aquel exceso me alegraba, porque nunca me han gustado las cosas a medias.

En cuanto dejamos las costas de Francia y desembarcamos en Douvres, el frío disminuyó casi por mitad y apenas vimos nieve entre Douvres y Londres. La primera impresión que me causó Inglaterra, y especialmente su capital, fue tan agradable como mala la que me produjo París. Las calles, las posadas, los caballos, las mujeres, el bienestar general; la vida y actividad de aquella isla; la limpieza y comodidad de las casas, demasiado pequeñas; el no encontrar mendigos; el movimiento continuo del dinero y de la industria, igual en provincias que en la capital: todas estas dotes, verdaderas y únicas de aquel afortunado país, me encantaron desde el primer momento, y los dos o tres viajes que he realizado después no me han hecho cambiar de parecer, porque es demasiada la diferencia que media entre Inglaterra y el resto de Europa en lo referente a las diversas ramificaciones de la felicidad pública, debida a los buenos gobiernos; pues aunque entonces no estudié a fondo la constitución, madre de tanta prosperidad, supe observar y apreciar sus divinos resultados.

Como en Londres hay mayores facilidades quien París para ser introducido en sociedad, yo, que no quise humillarme a intentar vencer los obstáculos que hallé en la capital de Francia, porque no me cuido de ello cuando no me ha de reportar beneficio, me dejé ganar por aquella facilidad y arrastrar por mi compañero de viaje en el torbellino del gran mundo Contribuyó no poco a hacerme perder mi natural adustez y hurañía la cortés y paternal amabilidad del príncipe de Masserano, embajador de España, excelente anciano que se desvivía por servir a los piamonteses, ya que el Piamonte era su verdadera patria, aunque su padre se hubiera trasplantado a España desde muchos años atrás. Pero notando, al cabo de unos tres meses, que tantas veladas cenas y fiestas me fastidiaban más de lo justo, y en cambio no me enseñaban nada, troqué los papeles, y en vez de actuar en los salones opté por servir de cochero, y di en la flor de pasear en carruaje por todas las calles de Londres, al hermoso Ganimedes, mi compañero de viaje, al que únicamente le dejaba la gloria de los triunfos amorosos. Y, dicho sea en verdad, desempeñé con tanta maestría y soltura mi nuevo oficio, que, compitiendo con los cocheros londinenses en las carreras que improvisan a la salida del Renelawgh17 y de los teatros, salí airoso de la prueba sin destrozar el vehiculo ni estropear a los caballos. Alentado por mis éxitos, no tuve ya más diversión en el resto del invierno que la de pasear a caballo cuatro o cinco horas cada mañana y guiar un coche otras tantas por la tarde, cualquiera que, fuese el tiempo que hiciera. En abril mi querido compañero y yo hicimos una excursión a las provincias más importantes de Inglaterra, visitando Portsmouth, Salisbury, Bath y Bristol, volviendo a Londres por Oxford. El país me gustó muchísimo, y la armonía, de cosas tan diversas, que en la incomparable isla, tan ordenada para el máximo bienestar de todos, me encantó de tal manera, que de buena gana hubiera fijado allí mi residencia, no porque los individuos fuesen muy de mi agrado -aunque sí bastante más que las franceses, porque son más campechano-, sino por la topografía, la sencillez de costumbres, la belleza y modestia de las jóvenes y, sobre todo, por la rectitud, y equidad del gobierno y la verdadera libertad, hija de la justicia, que allí se disfrutaba, Todo esto hacíame olvidar lo desapacible del clima, la melancolía que en todas partes me acechaba y la ruinosa, carestía de la vida.

Mas, de regreso de aquella excursión, volví a sentir impaciencias por cambiar de lugar, y a duras penas pude diferir la partida hasta primeros de junio. Embarqué, pues, en Harwich cm rumbo a Holanda, y con viento favorable llegué a Helvoetlvys en unas doce horas de navegación.

Holanda es un país encantador en verano, pero hubiera preferido visitarle antes que a Inglaterra, porque todo lo que allí se admira: población, riqueza, hermosura, leyes sabias, industria y suma actividad, no es igual que en la rubia Albión. En efecto: después de varios viajes y de mucha experiencia, los únicos países de Europa que me han dejado deseoso de volver a ellos han sido Inglaterra e Italia: aquélla, por lo que al arte se refiere, ha subyugado, por decirlo así, y transformado la Naturaleza; la otra, en cuanto a la Naturaleza, hace todo lo posible para tomar venganza de sus gobiernos, casi siempre malos y perpetuamente inactivos.

Durante mi estancia en La Haya, que se prolongó más de lo que yo había calculado, caí en los lazos del amor, que en vano habíame acechado hasta entonces. Una señora muy joven, que apenas llevaba un año de casada, llena de encantos naturales, de modesta belleza y de seductora ingenuidad, se adueñó de mi corazón; y como la población era pequeña y muy pocas las distracciones, acostumbrado a verla con más frecuencia de lo que al principio hubiera querido, acabé por no poder vivir sin su presencia. Me encontré, pues, casi sin darme cuenta, de tal modo atado, que llegué a pensar muy seriamente en no salir ni muerto ni vivo de La Haya, persuadido de que la vida me sería imposible sin el amor de aquella mujer. Abierto, al fin, mi endurecido corazón por los dardos de Cupido, dio cabida también a las dulces insinuaciones de la amistad. Fue mi nuevo amigo don José de Acunha, ministro de Portugal en Holanda, hombre de mucho ingenio y gran originalidad, de bastante cultura y férreo carácter, magnánimo corazón y espíritu ardiente y elevado. Sentíame, pues, dichoso en La Haya, sin desear nada que no fuesen mi amiga y mi amigo. Amante y amigo, correspondido con singular afecto por ambos, yo desahogaba mi corazón hablando de mi amada al amigo y al amigo de la amada, y experimentando con ello placeres vivísimos e incomparables, desconocidos para mí hasta entonces, aunque tácita y confusamente el corazón me los había ido pidiendo e indicando. Muchos y luminosos consejos me daba continuamente aquel dignísimo caballero, que con sumo tacto y eficacia hízome avergonzar de mi estúpida y ociosa vida, de no abrir jamás un libro y de ignorar tantas cosas útiles y necesarias, reprochándome dulcemente que no conociera nuestros sublimes poetas y nuestros prosistas y filósofos, no menos admirables, aunque en menor número que los primeros. Entre estos últimos me citó al inmortal Nicolás Maquiavelo, de quien yo no conocía más que el nombre obscuro y falseado, tal como en nuestros centros de educación suelen enseñarlo sus detractores, que tampoco lo han leído ni le conocen. El señor de Acunha me regaló un ejemplar de las obras de Maquiavelo, que aun conservo, las cuales leí entonces y apostillé muchos años después. Cosa rara, empero, que sólo noté algunos años más tarde, aunque sin comprenderla bien: no se despertaba en mi mente ni en mi corazón afición al estudio ni impulso alguno y efervescencia de ideas creadoras sino cuando estaba enamorado; porque si bien el amor me distraía de toda aplicación mental, me estimulaba al propio tiempo; yo no me consideraba tan capaz de triunfar en un género de literatura cuando no tenía un objeto amado a quien me pareciera que podía consagrar el fruto de mi inteligencia.

Mas la dicha que gocé en Holanda fue poco duradera. El marido de mi amante, que era muy rico, hijo de un gobernador de Betania, cambiaba con mucha frecuencia de domicilio, y habiendo comprado recientemente una baronía en Suiza, se dispuso a pasar el otoño en su nueva posesión. En agosto hizo con su mujer un viaje a Spa, y yo tuve la dicha de acompañarles, porque no se mostró nunca celoso; pero al regresar de Spa a Holanda tuvimos que separarnos en Maestrich, porque ella había de pasar una temporada al lado de su madre, mientras el marido arreglaría sus asuntos en Suiza. Yo no conocía a la madre de mi amante y no había pretexto plausible ni medio decoroso para introducirme en su casa. Aquella primera separación de la mujer amada me causó un pesar inmenso, pero quedábame la esperanza de volver a verla pronto. En efecto: a los pocos días de mi regreso a La Haya reapareció mi adorada en aquella ciudad, en tanto que su marido se dirigía a Suiza. Mi alegría fue tan grande como fugaz. Al cabo de diez días, durante los cuales me consideré el hombre más dichoso de la tierra, no atreviéndose ella a decirme que tenía que volver al lado de su madre, y no teniendo yo valor para preguntárselo, una mañana recibí la inesperada visita de mi amigo Acunha, el cual, después de decirme que habíase visto obligada a marchar, me entregó una esquelita suya. La lectura de la cartita de mi amante fue para mí un golpe mortal, aunque de toda ella se exhalaba cariño e ingenuidad al anunciarme la imprescindible necesidad en que se encontraba de ausentarse, pues no podía, sin gran escándalo, diferir su partida para ir a reunirse con su marido, que la llamaba a su lado. Y mi amigo añadía con dulzura que no habiendo otro remedio, era preciso ceder ante la necesidad y la razón.

Quizá no se me creería si refiriese todos los frenesíes de mi alma dolorida y desesperada. Quería morir a toda costa y estaba resuelto a hacerlo, pero nada dije acerca de mi propósito. Fingiéndome enfermo, para que mi amigo me dejase solo, mandé llamar a un cirujano, a fin de que me hiciera una sangría; y en cuanto éste se hubo retirado, so pretexto de que quería dormir, corrí las colgaduras de la cama, y después de pensar unos instantes en lo que iba a hacer, comencé a quitarme la venda de la sangría, decidido a morir desangrado. Pero Elía, criado tan sagaz como fiel, que me vigilaba por haber sido prevenido por Acunha, fingiendo que yo le había llamado, separó de improviso las cortinas, y yo, sorprendido y avergonzado, o arrepentido quizá de mi poco firme propósito juvenil, le dije que se me había deshecho el vendaje. El excelente criado dio a entender que me creía y volvió a vendarme cuidadosamente la herida; pero ya no me perdió de vista. Más aún, mandó llamar a mi amigo, el cual no se hizo esperar, y entre ambos me obligaron a levantarme casi a viva fuerza. Acunha me llevó a su casa, donde me tuvo varios días, sin separarse apenas de mi lado. Mi dolor era sombrío y callado, no sé sí porque me avergonzaba de experimentarlo o por desconfianza; lo cierto es que no me atrevía a exteriorizarlo y que permanecía taciturno y lloraba en silencio. Pero el tiempo, los consejos de mí amigo, las distracciones que me procuraba, un rayo de esperanza al pensar que podría volver a verla si volvía a Holanda el año siguiente, y, sobre todo, la ligereza propia de los diez y nueve años, fue calmando mi pena y disipando mi tristeza. Y aunque la herida abierta en mi corazón no cicatrizó en mucho tiempo, la razón recobró su imperio en el término de pocos días.

Entonces resolví volver a Italia, porque resultaba muy triste para mí la estancia en un país donde todo me recordaba el bien que perdía casi al mismo tiempo que llegaba a poseerlo. Dolíame asimismo separarme de aquel amigo queridísimo; pero comprendiendo él que el movimiento, la variedad de objetos, la lejanía y las distracciones acabarían de curar mi llagado corazón, me alentó a emprender el viaje de regreso a mi patria.

A mediados de septiembre me separé del querido Acunha en Utrech, hasta donde quiso acompañarme, y por la vía de Bruselas, Lorena, Alsacia, Suiza y Saboya, sin detenerme más que para pernoctar, me dirigí al Piamonte, y en menos de tres semanas me encontré en Cumiana, la villa de mi hermana, de donde marché en seguida a Susa, sin pasar por Turín, huyendo de todo trato humano, porque tenía necesidad de estar enteramente solo hasta que desapareciese la fiebre que me devoraba. Había pasado por Nancy, Estrasburgo, Basilea y Ginebra, sin ver apenas más que las murallas de estas ciudades, y en todo el viaje no cambié palabra con mi fiel Elía, el cual, amoldándose a mi estado de ánimo, obedecía mis señas y se anticipaba a mis deseos.




ArribaAbajoCapítulo VII

Medio año dedicado a estudios filosóficos


Tal fue mi primer viaje, que duró dos años y algunos días. Al cabo de seis semanas de estancia en su quinta de recreo, mi hermana volvió a Turín y yo con ella. Nadie me conocía; tanto había crecido en aquellos dos años de ausencia y tan beneficiosa había sido para mi constitución física aquella vida variada, ociosa y agitada. Al pasar por Ginebra compré un baúl lleno de libros, entre los que estaban las. obras de Rousseau, Montesquieu, Helvecio y otros por el estilo. Apenas estuve repatriado, rebosante el corazón de tristeza y de amor, sentí absoluta necesidad de dedicarme seriamente a algo que me distrajera; pero no sabía en qué ocupar mi mente, a causa de que mi descuidada educación, coronada después por seis años de ocio y diversiones, habíame incapacitado para todo estudio formal. Titubeando entre permanecer en mi patria y emprender nuevos viajes por el Extranjero, me instalé aquel invierno en casa de mi hermana, y pasélos días leyendo mucho, paseando poco y no viendo a nadie. No leía más que libros franceses. Intenté varias veces la lectura de la Eloísa, de Rousseau; mas, a despecho de mi carácter apasionado y de estar tan enamorado, a la sazón encontraba en aquel libro tal amaneramiento, tanto rebuscamiento, tanta afectación, tan poco sentimiento verdadero, tanto fuego en la cabeza y tanto frío en el corazón, que no pude acabar el libro. Algunas de sus obras políticas, como el Contrato social, no las entendía y, por consiguiente, las dejé. De Voltaire me gustaba su prosa tanto como me fastidiaban sus versos; así es que sólo leí trozos de La Henriada, muy poco de la Pomelle, porque la obscenidad me ha repugnado siempre, y algunas de sus tragedias. Por el contrario, leí varias con deleite, y quizá con provecho, de las obras de Montesquieu; y L'esprit, de Helvecio, me causó profunda pero desagradable impresión. El libro, empero, que en aquel invierno me hizo pasar horas deliciosas fue Vidas de los hombres ilustres, de Plutarco, algunas de las cuales, como la de Timoleón, César, Bruto, Pelópidas y Catón, entre otras, las leí cuatro o cinco veces, con tales transportes de entusiasmo y aun de furor, que me hacían prorrumpir en gritos y en llanto, de tal manera, que se me hubiera podido tomar por loco. Al leer ciertos rasgos de aquellos hombres extraordinarios saltaba de mi asiento agitadísimo, realmente enloquecido, y derramaba lágrimas de dolor y de rabia por haber nacido en el Piamonte en tiempos y con gobiernos que impedían la realización de toda empresa elevada, en que nada se podía decir y en que inútilmente se tenían grandes ideas y profundos sentimientos. Durante aquel invierno estudié también con mucho afán el sistema planetario y las leyes y movimientos de los cuerpos celestes, hasta donde pude llegar sin el concurso de la Geometría, que nunca logré aprender; es decir, que estudié la parte histórica de una ciencia esencialmente matemática. No obstante, y a pesar de mi ignorancia, entendí lo suficiente para elevar mi inteligencia a la inmensidad de la creación, y seguramente ningún otro estudio me hubiese entusiasmado y llenado mi alma tanto como el de la astronomía, si hubiese poseído los conocimientos necesarios para proseguirlo.

En medio de estas dulces y nobles ocupaciones, que, si bien me deleitaban, aumentaban notablemente mi taciturnidad, melancolía y repugnancia por toda clase de distracciones, mi cuñado no cesaba de instarme a que me casara. Yo me sentía naturalmente inclinado a la vida de familia; pero el haber viajado por Inglaterra a los diez y nueve años de edad y el haber leído y sentido a Plutarco a tos veinte hacíanme refractario al matrimonio y a procrear hijos en Turín. Con todo, la irreflexión propia de la edad me fue doblegando poco a poco a los consejos e insistencia de mi cuñado, y acabé por dar mi consentimiento para que gestionase mi boda con una rica heredera, de noble linaje, bastante agraciada y poseedora de unos ojazos negros que pronto me hubieran hecho olvidar a Plutarco, de la misma manera que éste fue borrando de mi corazón el recuerdo de la bella holandesa. Debo confesar, empero, para vergüenza mía, que en aquella ocasión deseé vilmente las riquezas de la muchacha más que su hermosura, pensando que, aumentadas mis rentas con la dote que ella aportaría al matrimonio, y que sería aproximadamente igual a lo que yo poseía, podría hacer mejor papel en nuestra sociedad. Afortunadamente, mi estrella me sirvió mejor que mi débil y frívolo juicio, hijo de un espíritu enfermo. La joven sentía cierta inclinación hacía mí; pero una tía suya le hizo cambiar de sentimientos y que diese la preferencia a un mozalbete perteneciente a distinguida familia, pero que, por tener demasiados hermanos y parientes, no era tan buen partido como yo. Sin embargo, la joven no perdía con el cambio, porque el mozo gozaba de gran favor en la corte del duque de Saboya, presunto heredero de la corona, de quien había sido paje y del cual obtuvo luego las gracias y privilegios que suelen dispensarse en las cortes. Además, mi rival era un joven de bellísimo carácter e irreprochables costumbres, mientras que yo era mirado con recelo y se me tachaba de extravagante en mal sentido, porque no me avenía con las ideas, usos e hipocresías del mundo en que vivía, ni quería servir a mi patria, ni me recataba de censurar y burlarme de todo aquello; lo cual, y con razón, no se perdona jamás. La muchacha, por lo tanto, hizo muy bien en darme calabazas, y los dos salimos ganando: ella, porque fue muy feliz en su matrimonio, y yo, porque las musas habríanse asustado de entrar en una casa donde hubiera mujer y chiquillos. El fracaso de mi boda me causó a la par pena y alegría; porque mientras se hacían las gestiones para concertarla, yo sentía remordimientos y vergüenza de mí mismo, aunque no lo exteriorizara: me avergonzaba de hacer por dinero una cosa que era tan contraria a mi manera de pensar. Pero una mezquindad trae otra y se van multiplicando. El móvil de mi codicia, que por cierto nada tenía de filosófica, era el deseo que empecé a sentir en Nápoles de ingresar en la diplomacia; deseo fomentado luego por mi cuñado, que era un cortesano inveterado, por lo que yo no vi en mi casamiento con la rica heredera nada más que la base de las futuras embajadas, en las que más se brilla cuanto de más dinero se dispone. Fue una dicha para mí que la proyectada boda se desbaratase, porque desvaneció mis aspiraciones diplomáticas y no di un paso para obtener un cargo en esa carrera. Y no tuve que avergonzarme delante de nadie de este estúpido y bajo deseo, porque sólo hablé de él a mi cuñado y nació y murió en mi pecho.

Apenas fracasados estos dos proyectos, volví a la manía de los viajes y determiné correr mundo por espacio de tres años, para ir pensando entretanto en lo que debía hacer: tenía entonces veinte años y demasiado tiempo por delante para tomar una resolución definitiva. Ya había ajustado cuentas con mi curador, porque en mi país se emancipa uno de toda tutela al cumplir los veinte años, y resultó que era yo más rico de lo que hasta entonces había creído y dádome a entender mi curador. Y ni puedo ni debo recriminarle por su reserva, puesto que, habiéndome acostumbrado a lo menos y no a lo más, no fuí nunca derrochador. Encontrándome, pues, dueño de una renta muy saneada que ascendía a 2.500 cequíes, podía gastar sin temor; aparte de que poseía una cantidad nada despreciable, ahorrada durante mi menor edad. Para un país como el mío y para un hombre solo, podía considerarme muy rico; y renunciando a toda idea de aumentar mi fortuna, dispuse mi segundo viaje, que quise hacer con mayores gastos y más comodidades.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Segundo viaje por Alemania, Dinamarca y Suecia


Obtenido el indispensable y enojoso permiso del rey, salí en mayo de 1769 con dirección a Viena. Confiando a mi fiel Elía el molesto encargo de correr con los gastos, me di a reflexionar durante aquel segundo viaje sobre las cosas del mundo; y la melancolía fastidiosa, la ociosidad y la mera impaciencia por cambiar de lugar, que me habían atormentado constantemente en el primero, cedió su lugar a otra melancolía reflexiva y dulcísima, originada tanto por mi enamoramiento como por mi asidua aplicación durante seis meses en cosas serias y útiles. No contribuyeron poco a este resultado -y quizá debo a ello lo poco bueno que he hecho después- Los ensayos, de Montaigne, que tanto había leído, y que, distribuídos en diez tomitos, llenaban las bolsas de mi carruaje. Me deleitaban e instruían y halagaban también mi ignorancia y pereza, porque, abriendo un tomo cualquiera al azar, lela una página o dos, lo cerraba luego y con aquella lectura tenía materia bastante para meditar largas horas. Lo único que me molestaba de Montaigne eran sus frecuentes citas en latín, porque me obligaban a buscar la interpretación en las llamadas, puesto que no entendía, no ya las de los sublimes poetas, sino ni la más sencilla de los prosistas. Verdad es que tampoco hacía el menor esfuerzo para desentrañar su significado traducirlas, sino que me iba derecho a las notas. Peor aún: si tropezaba con algún párrafo o período de nuestros mejores escritores italianos, lo pasaba por alto, porque me habría costado algún trabajo entenderlo; tanta era mi primitiva ignorancia y la falta de costumbre de hablar y escribir esta divina lengua, que iba olvidando poco a poco.

Por Milán y Venecia, ciudades que quise visitar de nuevo, y por Trento, Insbruck, Augusta y Mónaco, sin detenerme en ellas, llegué a Viena, en la que me pareció encontrar las mismas pequeñeces de Turín, sin la belleza, empero, de la situación topográfica de esta última ciudad. Pasé allí el verano, sin ver casi nada, y en julio di una escapada a Budapest para conocer algo de Hungría. Volví a mi antigua ociosidad y no hacía más que asistir a una u otra tertulia, pero apercebido siempre contra las insidias del amor; y fue mi mejor coraza en aquella ocasión poner en práctica el remedio recomendado por Catón. En Viena hubiera podido conocer y tratar al célebre poeta Metastasio, en cuya casa pasaba muy agradables veladas nuestro ministro, el dignísimo conde de Canale. Asistían a aquellas reuniones, en las que se solían leer trozos escogidos de clásicos griegos, latinos o italianos, distinguidos literatos, y el excelente conde, respetable anciano que me había tomado cariño y lamentaba que perdiese yo lastimosamente el tiempo, quiso presentarme a ellos; pero yo rehusé, no sólo a causa de mi carácter, sino también y principalmente porque estaba engolfado en la literatura francesa y desdeñaba todo libro de autor italiano. Por otra parte, una tertulia de literatos amantes de los clásicos parecíame que tenía que ser tan aburrida e insoportable como una asamblea de pedantes. Añádase a esto que en los jardines imperiales de Schoenbrunn yo había visto a Metastasio doblar el espinazo ante María Teresa con cara servilmente risueña y aduladora; y que yo, juvenilmente plutarquizando, exageraba de tal modo la verdad en abstracto, que no habría podido entablar relaciones de amistad ni intimar con una musa alquilada o vendida al poder despótico que aborrecía yo con toda mi alma. Así es que poco a poco me iba convirtiendo en huraño pensador; lo cual, unido a las pasiones naturales de los veinte años y a sus naturalísimas consecuencias, hacía de mí un ente sobrado original y ridículo.

En septiembre proseguí mi viaje, visitando Praga y Dresde, donde me detuve un mes, y luego en Berlín, en el que permanecí otro tanto. Al entrar en los Estados de Federico el Grande, que me parecieron la prolongación de un solo cuerpo de guardia, sentí duplicarse y triplicarse mi horror por la infame profesión militar, base de la todavía más infame autoridad arbitraria, que es el fruto necesario de tantos millares de satélites asalariados. Fui presentado al rey, y al verlo no experimenté ningún movimiento de admiración ni de respeto, sino, por el contrario, de indignación y de rabia; movimientos que cada día se fortalecían y multiplicaban más y más en mí al ver tantas y tan diferentes cosas que no son como debieran ser, y que, siendo falsas, usurpan la apariencia y la fama de verdaderas. El conde de Fich, ministro del rey, que fue quien me presentó, preguntóme por qué no me había puesto el uniforme para aquella solemnidad, ya que estaba al servicio de mi rey. «Porque -le respondí- me parece que en esta corte lo que sobran son uniformes». El rey me dirigió las frases de costumbre en semejantes casos, y yo le examiné de pies a cabeza, mirándole irrespetuosamente de hito en hito sin pestañear, dando gracias al cielo por no haberme hecho nacer esclavo suyo. Salí de aquel cuartel general prusiano a mediados de noviembre, aborreciéndolo tanto como merecía, y pasando por Hamburgo, donde sólo me detuve tres días, continué hasta Dinamarca. Llegué a Copenhague a primeros de diciembre. Aquel país me gustó bastante, porque tenía cierta semejanza con Holanda y más actividad, industria y comercio de lo que suele haber en los Estados donde sus gobiernos son meramente monárquicos; lo cual dispone favorablemente el ánimo del viajero y hace un tácito elogio de quienes los mandan. No sucede lo mismo en los Estados Prusianos, aunque Federico el Grande mandase a las Letras, a las Artes y a la Prosperidad que florecieran bajo su sombra. La razón principal por que me gustaba Copenhague era la de no ser ésta Berlín ni Prusia, país que me dejó impresión tan desagradable y dolorosa como jamás he experimentado en ningún otro, a pesar de que encierra, sobre todo Berlín, muchos y admirables monumentos arquitectónicos. Aquellos soldados que encontraba a cada paso no los puedo recordar, al cabo de tantos años, sin sentir el mismo furor que en aquella ocasión me produjo su vista.

Aquel invierno me dediqué a chapurrar en italiano con el ministro de Nápoles en Dinamarca, el conde Catanti, pisano, cuñado del célebre primer ministro de Nápoles, el marqués Tanucci, que había sido profesor de la Universidad de Pisa. El habla y pronunciación toscanas me agradaban sobremanera, mayormente si las comparaba con el plañido nasal y gutural del dialecto danés que veíame obligado a oír, aunque, a Dios gracias, sin entenderlo. A duras penas podía yo hacerme comprender del citado conde Catanti, porque desconocía la propiedad de los términos y faltaba la concisión y eficacia de las frases, peculiar de los toscanos; pero la pronunciación de mis palabras, bárbaramente italianizadas, era pura y toscana; porque habiéndome burlado siempre de las otras pronunciaciones, italianas, que verdaderamente ofenden el oído, habíame acostumbrado a pronunciar lo mejor posible la u, la z, las sílabas gi y ci demás toscanismos. Alentado por el susodicho conde Catanti, que no se cansaba de recomendarme el estudio y la práctica de tan hermoso idioma, el cual, al fin y al cabo, era el mío, ya que por nada del mundo hubiera yo querido ser francés, me dediqué a la lectura de libros italianos. Entre otros muchos, leí los Diálogos, de Aretino, los cuales, si bien me repugnaban por sus obscenidades, encantábanme por la originalidad, variedad y propiedad de la expresión. Y me entregué con mayor motivo a la lectura, porque aquel invierno me vi obligado a permanecer casi siempre en casa a causa de las molestias que me ocasionó el haber huido demasiado del amor sentimental. Volví a leer por tercera o cuarta vez a Plutarco y Montaigne, de manera que en mi cabeza había un revoltillo de filosofía, política y obscenidades. Cuando los achaques me permitían salir de casa, mi mayor diversión en aquel clima boreal era pasear en trineo; velocidad poética que me agitaba y recreaba a la vez mi no menos veloz fantasía.

Hacia fines de marzo salí para Suecia, y aunque encontré el paso del Sund libre de hielos y, por tanto, el Escania de nieves, luego que dejé atrás la ciudad de Norkoping, volví a hallar un invierno crudísimo, y tantos palmos de nieve y tantos lagos helados, que, no pudiendo continuar el viaje en vehículo de ruedas, me vi obligado a desmontar el carruaje y, según suele hacerse allí, colocarlo en dos trineos; así pude llegar a Estocolmo. La novedad del cuadro y la salvaje y majestuosa naturaleza de aquellas selvas inmensas, lagos y despeñaderos me transportaron; y aunque no había leído jamás el Ossián, muchas de sus imágenes se me representaban toscamente esculpidas y tal como las hallé descritas, muchos años después, leyendo y estudiando las notables poesías del célebre Cesarotti.

La configuración física de Suecia y hasta sus habitantes me agradaron sobremanera, bien porque siempre me han gustado los extremos, ya por otra razón cualquiera que ahora no se me alcanza; lo cierto es que si yo hubiese de vivir en el Norte, preferiría aquel país a todos los que he conocido. La forma de gobierno, mixta y equilibrada de tal modo que permite gozar de una semilibertad, me interesó bastante y quise conocerla a fondo; pero como yo era incapaz de toda aplicación seria y continuada, me limité a estudiarla superficialmente, lo cual bastó para que mi ligera cabecita formase el siguiente juicio: que, dada la pobreza de las cuatro clases electoras y la excesiva corrupción de la nobleza y de los ciudadanos, origen de las venales influencias de las dos naciones corruptoras, Rusia y Francia, que eran las que pagaban, no podía existir armonía entre los órdenes, ni eficacia en las determinaciones, ni justa y verdadera libertad. Continué divirtiéndome en correr locamente en trineo por aquellos bosques sombríos y aquellos lagos helados, hasta que en la segunda quincena de abril comenzó el deshielo, y en sólo cuatro días, gracias a la larga permanencia del Sol en el horizonte y a la acción de los vientos marinos, volvió todo a su primitivo estado. Y con la desaparición de las nieves, que formaban costras de diez capas superpuestas, reaparecía la verde vegetación, espectáculo curioso que me hubiera resultado poético si entonces hubiese yo sabido hacer versos.




ArribaAbajoCapítulo IX

Continuación de los viajes: Rusia, y otra vez a Prusia, Spa, Holanda e Inglaterra


Acuciado siempre por la manía de viajar, aunque me encontraba muy a gusto en Estocolmo, a mediados de mayo salí para Finlandia, con dirección a San Petersburgo. A últimos de abril había ido a Upsala, con objeto de visitar la famosa universidad, y en el trayecto tuve ocasión de ver algunas minas de hierro, en las que había cosas muy curiosas; pero como pasé de prisa, sin estudiar ni observar nada, fue lo mismo que si no las hubiese visto. Llegado a Grisselhamn, puertecillo de Suecia situado frente al golfo de Botnia, me encontré nuevamente con el invierno, tras del cual dijérase que me había propuesto correr. Estaba helada una gran parte del mar, y la travesía desde el continente hasta la primera isleta -pues por cinco isletas se llega a la entrada del susodicho golfo- era imposible hacerla en barco, a causa de los hielos. Tuve, pues, que esperar tres días en aquel tristísimo paraje, hasta que, al fin, soplaron otros vientos y la densísima costra de hielo comenzó a resquebrajarse, a hacer cric, como dice nuestro poeta, y, por consiguiente, las grandes planchas flotantes se fueron separando poco a poco, dejando abiertas algunas vías, aunque estrechas, por las que hubiera podido aventurarse una embarcación. En efecto: el día siguiente ancló en Grisselhamn un barco pesquero, procedente de la primera isla, que era precisamente a la que yo tenía que trasladarme para continuar mi viaje. El patrón de aquella barca nos dijo que se podía pasar, pero con mucho trabajo. Inmediatamente quise intentarlo, pues si bien mi embarcación era mucho mayor que la pesquera, e iba cargada con el carruaje, y, por lo tanto, habría que vencer mayores obstáculos, el peligro era menor, porque una nave de mayor porte debía necesariamente oponer más resistencia a los choques de las masas de hielo. Y así fue, en efecto. La infinidad de isletas flotantes daban un aspecto extraño a aquel horroroso mar, que más parecía extensión de tierra quebrada y ondulada de mil maneras que volumen de aguas; pero como, a Dios gracias, el viento era flojo, los choques contra los costados de mi nave resultaban ligeros roces; sin embargo, el gran número de masas flotantes y su constante movilidad hacían que, juntándose ante la proa, nos cerraran el paso, y atrayendo a otras, nos amenazaran con rechazarnos hacia el continente. Entonces era preciso recurrir al único y más eficaz remedio: al hacha, castigadora de tanta insolencia. Más de una vez mis marineros, y yo mismo, saltando de la barca sobre aquellas moles de hielo, a fuerza de hachazos las partíamos y separábamos de los costados de la nave, para que el paso quedara libre y pudieran jugar los remos, y el impulso mismo de la embarcación apartaba a tan molestos acompañantes. De este modo navegamos un trecho de siete millas suecas, empleando más de diez horas. La novedad de un viaje semejante me divirtió muchísimo; pero la minuciosidad de detalles con que lo refiero no habrá divertido igualmente al lector. Me ha inducido a describirlo así el tratarse de algo desconocido para los italianos. Realizado de ese modo el primer trayecto, los otros seis pasos, que eran mucho más cortos y estaban más libres de hielo, resultaron muy fáciles. En su salvaje rusticidad, es aquél uno de los países de Europa que más me han gustado y que han despertado en mí ideas más fantásticas, tristes y grandiosas a la vez, por el vasto e indefinible silencio que reina en aquel ambiente, donde le parece a uno que vive fuera del mundo habitado.

Desembarqué, al fin, en Abo, capital de la Finlandia, y por magníficos caminos y con velocísimos caballos continué mi viaje hasta San Petersburgo, adonde llegué a últimos de marzo. Lo que no puedo decir es si fue de día o de noche, porque en esa estación del año no existen las tinieblas nocturnas en país tan boreal, y yo estaba tan cansado y molido de no haber podido dormir sino muy incómodamente en el carruaje durante varias noches, que confundanse mis ideas, y molestábame tanto aquella luz igual y triste, que no hubiera podido decir en qué día de la semana, ni en qué hora del día, ni en qué parte del mundo me encontraba; tanto más, cuanto que los trajes y usos y las luengas barbas de los moscovitas hacíanme pensar más en los tártaros que en europeos.

Yo había leído la historia de Pedro el Grande, escrita por Voltaire; en la academia de Turín había conocido y tratado a varios rusos, y oído hablar con elogio de aquel naciente Estado. Todo esto, agrandado desmesuradamente por mi fantasía, que no perdía ocasión de proporcionarme desengaños, alentó en mí un deseo vivísimo de visitar San Petersburgo. Mas, ¡ay!, apenas posé mi planta en aquel asiático campamento, de alineadas barracas, no pude por menos de soltar la carcajada, acordándome de Roma, de Génova, de Florencia y Venecia. Y todo lo que vi después en aquel desdichado país confirmó mi primera impresión de que allí no había nada que valiera la pena de ser visto. Fue tanto lo que me desagradó todo aquello -salvo las barbas de los moscovitas y los caballos-, que en las seis semanas que pasé entre esos bárbaros disfrazados de europeos no quise conocer ni ver a nadie, ni siquiera a dos o tres jóvenes, pertenecientes a las más distinguidas familias de la capital, que habían sido compañeros míos en la academia de Turín. Asimismo no quise ser presentado a la famosa autócrata Catalina II, ni ver la cara de una soberana que tanto ha dado que hablar en estos tiempos. Investigando después la causa de proceder tan salvaje e inútil he llegado a convencerme de que obedeció a la intolerancia de mi carácter inflexible y al odio purísimo que me inspiraba la tiranía en general, personificada entonces en una mujer acusada, y con razón, del más horrible delito: de haber sido la mandataria del premeditado asesinato de su marido. Me acordaba también de haber oído contar que entre los muchos pretextos a que recurrían los defensores de tamaño crimen se alegaba también el de que Catalina II, posesionándose del imperio, había querido poner remedio a los muchos males que su esposo había causado al Estado y restablecer en parte los derechos de la Humanidad, tan cruelmente lesionados por la esclavitud general y total de Rusia, dándole una Constitución. Pero habiendo encontrado yo aquella nación sumida en la misma esclavitud de antes, a pesar de haber transcurrido seis años desde que empezó a reinar aquella Clitemnestra filósofa, y viendo a la maldita casta militar sentada en el trono de San Petersburgo, más segura quizá que la de Berlín, no pude por menos de sentir desprecio hacia aquellos pueblos y odio invencible hacia sus inicuos gobernantes. Asqueado de todo lo que olía a moscovita, no quise ir a Moscú, según me había propuesto; desvivíame por volver a Europa, y a fines de junio emprendí el regreso, cm dirección a Riga, pasando por Narva y Revel, en cuyas llanuras desnudas y horribles expié con creces el intenso placer que habíanme producido las inmensas y épicas selvas de la abrupta Suecia. Continué por Koenisbarg y Danzig. Esta última ciudad, hasta entonces rica y libre, empezaba aquel año a ser molestada Por su mal vecino el déspota prusiano, cuyos viles esbirros habían invadido ya a viva fuerza su territorio. Renegando de rusos y de prusianos, y de cuantos, conservando de hombres sólo las apariencias, dejan que sus amos los traten peor que a bestias, y teniendo que repetir a cada paso mi nombre, edad, condición y punto adonde me dirigía -pues no había aldehuela en que algún sargento no me sometiese a este interrogatorio al entrar, salir o pasar por ella-, me encontré de nuevo en Berlín, al cabo de un mes, aproximadamente, del viaje más molesto, fastidioso y deprimente que se pueda imaginar, a través de un país frío, inhospitalario y horrible cual ningún otro. Al pasar por Zorendorff visité el campo de batalla en que tantos miles de combatientes de los ejércitos ruso y prusiano libráronse con la muerte del yugo que los oprimía. El trigo, que crecía lozano y apretado en una vasta extensión de terreno, marcaba el lugar donde habían sido enterradas las víctimas del combate; alrededor, como aquella tierra es ingrata y estéril, crecía mísero y ralo. Entonces no pude por menos de hacerme la amarga reflexión de que los esclavos sólo nacen para servir de abono a las tierras de sus amos. Estas «prusianerías» hacíanme apreciar mejor y desear más vivamente a la feliz Inglaterra.

No me detuve en Berlín más que tres días, y no por mi gusto me detuve, sino porque estaba muy necesitado de descanso después de tan penoso viaje. A últimos de julio salí para Magdeburgo, Brunswick, Gotinga, Casel y Francfort. Al entrar en Gotinga, ciudad famosa por su universidad, tropecé con un borriquillo, al que acaricié con mucho gusto, pues no había visto ninguno en un año, es decir, desde que me interné en el extremo Septentrión, donde esa especie de animales no puede vivir ni reproducirse. El encuentro de un borriquillo alemán con un burro italiano, en universidad tan famosa, me hubiera proporcionado el asunto de una poesía muy jocosa, si el idioma y la pluma hubieran podido servir a mi mente; pero entonces era absoluta mi impotencia para escribir. Me contenté, por lo tanto, con dar rienda suelta a mi imaginación y pasé un día entero agradabilísimo, sin más compañía que la del borriquillo. Los días agradables eran muy raros para mí; por lo general, pasaba mi tiempo sin trato ni comunicación con nadie, sin leer apenas, sin hacer nada y sin despegar los labios.

Hastiado lo indecible de Alemania, y repugnándome todo lo que olía a alemán, abandoné a Francfort dos días después de mi llegada, me dirigí a Maguncia, me embarqué en el Rin y disfruté algo navegando hasta Colonia entre las amenísimas márgenes de aquel épico río. Desde Colonia volví por Aquisgrán a Spa, donde dos años antes había pasado varias semanas. Conservaba tan grato recuerdo de aquella ciudad, que deseaba volver a visitarla a mis anchas, libre de preocupaciones, porque me parecía que la vida que en ella se hacía era apropiada a mi temperamento, ya que allí hermanaban el ruido y la soledad y se podía pasar inadvertido en medio de los espectáculos públicos y de los festines. Y, en efecto, tanto me agradó, que pasé en Spa desde mediados de agosto hasta fines de septiembre; espacio de tiempo larguísimo para mí, que no podía estarme quieto en ninguna parte. Compré a un irlandés dos caballos, uno de ellos de bellísima estampa, por lo que me aficioné mucho a él. Así es que, cabalgando mañana y tarde, comiendo en compañía de ocho o diez extranjeros, de distintos países todos ellos, y viendo bailar cada noche a lindas muchachas y hermosas mujeres, pasaba, o, mejor dicho, malgastaba el tiempo. Pero los primeros fríos dejáronse sentir muy pronto; comenzó la desbandada de bañistas, y yo también me decidí a marchar a Holanda, deseoso de abrazar a mi amigo Acunha y seguro de que no encontraría en La Haya a mi antigua amante, porque sabía que desde hacía más de un año residía con su marido en París. Mas como no quería deshacerme de mis caballos, que eran estupendos, mandé por delante a Elía con el carruaje, y haciendo el camino montado a ratos y a ratos a pie, me dirigí a Lieja. En esta ciudad, el ministro de Francia, que era conocido mío, se brindó a presentarme en la corte del obispo, y yo acepté, tanto por condescendencia como por curiosidad, pues ya que no había visto a Catalina II, no quería pasar de largo sin conocer al príncipe de Lieja. Durante mi estancia en Spa había sido presentado también a otro príncipe eclesiástico de un Estado más microscópico aún, el abad de Staveló, en las Ardenas. Fue el mismo ministro de Francia quien me introdujo en la corte de Staveló, donde comimos bastante bien alegremente. Pero no me repugnaron menos las cortes del pastoral que las del fusil y el tambor, porque hay que tener mucho cuidado con estos dos azotes de la Humanidad. De Lieja partí con mis caballos para Bruselas y Amberes, y, atravesando el paso de Mordick, continué hasta Rotterdam y La Haya. Mi amigo Acunha, con el que me había carteado a menudo, me recibió con los brazos abiertos, y habiéndome encontrado un poquito más juicioso, siguió favoreciéndome con sus cariñosos y buenos consejos. Pasé a su lado un par de meses, y no pudiendo sobreponerme por más tiempo al ardiente deseo de volver a Inglaterra, y obligado también por los rigores de la estación, nos separamos a fines de noviembre. Siguiendo la misma ruta que dos años antes, desembarqué felizmente en Harwich y pocos días después llegaba a Londres, donde tuve la suerte de encontrar a los pocos amigos que dejara en mi primer viaje, entre ellos al príncipe de Masserano, embajador de España, y al marqués Caraccioli, ministro de Nápoles, hombre muy sagaz, dotado de gran inteligencia y de carácter campechano y alegre. Ambos personajes me trataron con cariño de padres y como tales se portaron conmigo en los siete meses, aproximadamente, que en aquella segunda visita permanecí en Londres, metido en un atolladero del que era muy difícil salir.




ArribaAbajoCapítulo X

Nuevo devaneo amoroso en Londres


En mi primer viaje a Londres conocí a una hermosa señora, de alto abolengo, y su imagen, que inadvertidamente habíase grabado profundamente en mi corazón, fue sin duda la que más contribuyó a hacerme agradable aquel país y a desear volver a verlo. No obstante, aunque desde el primer momento se me mostró muy amable e insinuante, mi carácter retraído y adusto me libró por entonces de sus seducciones. Mas como a mi regreso ya estaba algo civilizado, y, por razón de la edad, era más susceptible al amor, y aún no me hallaba curado por completo del primer acceso de esa infausta enfermedad, que tan funesta me fue en La Haya, caí de nuevo en. la red y me enamoré tan locamente, que, aun hoy, cuando ya empiezo a sentir el hielo del noveno lustro, me estremezco al recordarlo y escribirlo. Tenía yo frecuentes ocasiones de ver a la bella inglesa, especialmente en casa del príncipe de Masserano, con cuya señora solía asistir, en el mismo palco, a las funciones de ópera italiana. No la veía en su propia casa, porque aún no acostumbraban las damas inglesas recibir visitas, y menos de extranjeros. Además, su marido era tan celoso, como pueda serlo un habitante de aquel país. Estos pequeños, obstáculos encendían aún más mi loca pasión, y cada mañana, bien en el Hyde-Park, o en otro paseo público, me encontraba con ella; y cada noche nos veíamos igualmente en alguna tertulia o en el teatro, de manera que el cerco se iba estrechando. Y a tal extremo llegaron las cosas, que me consideraba tan dichoso de creerme correspondido, como desgraciado por no hallar medio posible de hacer más íntimas y duraderas aquellas relaciones. Pasaban allí los días volando; acercábase la primavera, y en el mes de junio, a más tirar, ella habría de ir, como de costumbre, a veranear a su casita de campo, donde solía permanecer siete u ocho meses..., y entonces sí que me sería imposible verla ni poco ni mucho. Yo veía, por lo tanto, acercarse el mes de junio como el término de mis días, pues ni mi corazón ni mi mente enferma admitían la posibilidad física de que sobreviviera yo a aquella separación, ya que en tan corto espacio de tiempo mi segunda pasión habíase hecho más fuerte que la primera. Y el funesto pensamiento de que irremisiblemente había yo de morir el día que no pudiera verla, me trastornó de tal modo que me comportaba como quien nada tiene ya que perder. A esto contribuía no poco el carácter de mi amada, que no era amiga de disimulos ni de medias tintas; así es con mis imprudencias y las suyas dimos ocasión a que el marido sospechara algo y diera a entender que estaba dispuesto a hacer conmigo un escarmiento Precisamente esto era lo que yo deseaba, que me provocara, pues si llegaba ese caso, lance podría abrirme un camino de salvación o de perdición total. En esa situación horrible pasé unos cinco meses, hasta que al fin estalló la bomba, del modo siguiente: Con grave riesgo para ambos, yo había sido introducido en el domicilio de mi amante varias veces, sin ser visto nunca, gracias a que las casas de Londres son pequeñas, las puertas están siempre cerradas y la servidumbre, por lo general, ocupa los sótanos; lo cual permite al que está dentro abrir sigilosamente la puerta de la calle e introducir a una persona en alguna pieza de la planta baja contigua a la misma puerta. Entraba yo, por lo tanto, sin tropiezo alguno en el domicilio de mi amante a las horas, naturalmente, en que se hallaba ausente el marido, y, por lo común, cuandó los criados, estaban comiendo. Estos fáciles éxitos nos animaron a afrontar mayores riesgos. En el mes de mayo dispuso el marido, que su mujer se trasladase a una villa próxima, situada a unas diez y seis millas de Londres, donde habría de pasar ocho o diez días todo lo más, y al punto nos pusimos de acuerdo ella y yo para introducirme, también furtivamente, en la casa de recreo lo mismo que en la de la ciudad, conviniendo en que el engañado marido estaría de guardia, pues era oficial y tendría que pasar la noche en Londres.

Llegado el día de la cita, al atardecer monté a caballo, solo y confiado, pues mi amante habíame descrito fielmente la situación de la villa; dejé mi cabalgadura en una venta cercana a aquélla, y, cuando cerró la noche, me encaminé a pie a la puertecilla del jardín, donde me esperaba ella, y ambos entramos en el edificio, seguros de que no habíamos sido vistos por nadie. Pero como aquello era jugar con fuego, para mayor seguridad tomamos algunas medidas que nos permitiesen repetir con la mayor frecuencia posible nuestras citas durante la permanencia de mi amante en la villa, pensando con dolor y desesperación en que pronto habríamos de separarnos por una temporada tan larga que había de parecernos una eternidad. De vuelta en Londres, a la mañana siguiente estremecíame enloquecido al pensar que estaría dos días sin verla, y contaba impaciente las horas y los minutos. Yo vivía en un continuo delirio, inexpresable e incomprensible para quien no haya estado enamorado, y de seguro muy pocos serán los que lo hayan estado tan locamente como yo. No encontraba paz ni sosiego sino en andar continuamente de un lugar a otro, sin rumbo ni objeto, y en cuanto tenía que permanecer quieto para descansar, comer o dormir, una fuerza irresistible, un dolor insoportable hacíame saltar del asiento o de la cama y dar vueltas por mi aposento como un loco en su celda cuando no era hora de salir. Poseía varios caballos, entre otros el que había comprado en Spa y conducido a Inglaterra, y montado en éste hacia tales disparates que hubieran estremecido de terror a los más temerarios jinetes del país, como, por ejemplo, saltar setos altísimos, fosos muy profundos y cuantos obstáculos interceptaban mi camino. Una de las mañanas que mediaron entre una y otra de mis visitas a la villa de mi amante, paseando en compañía del marqués Caraccioli, quise hacer ver a éste lo bien que saltaba aquel estupendo caballo, y eligiendo para la prueba una valla muy alta que separaba un vasto prado del camino, lo lancé al galope; pero, bien fuese porque yo no estaba en mi cabal juicio o porque no supe gobernar a tiempo las riendas, lo cierto es que el noble animal tocó con las manos la valla y, dando una voltereta, salimos ambos rodando por el prado. El caballo se levantó prontamente sin haber sufrido daño alguno, y a mí me pareció también que yo había resultado ileso de la caída. Verdad es que mi loco amor había centuplicado mi valor, y hubiérase dicho que buscaba sin cesar la ocasión de desnucarme. Caraccioli, que habíase quedado en medio del camino, al lado opuesto de la valla que tan mal había saltado yo, me decía a gritos que no repitiese la prueba y que buscara la salida natural del prado y fuese a reunirme con él; pero yo no le hice caso, y corriendo detrás del caballo, que se había espantado, logré asirle de las riendas, montar en él, y, clavándole las espuelas, lanzarle de nuevo al galope contra la valla, que pasó volando; con lo cual dejó muy bien sentado su pabellón y el mío. Pero, ¡ay!, mi juvenil orgullo saboreó muy poco aquel triunfo, pues apenas habíamos andado unos pasos, calmada la agitación del momento, empecé a sentir un agudo dolor en el hombro izquierdo, que se me había dislocado, rompiéndose además el hueso pequeño que lo une con el cuello. El dolor aumentaba y me pareció un siglo el tiempo que tardó mi caballo en llevarme a casa andando al paso. El cirujano, después de atormentarme lo indecible, dijo que la fractura era completa, me vendó cuidadosamente y se marchó, recomendándome mucho que no abandonara el lecho. Sólo el que haya estado tan enamorado como yo puede imaginarse lo que sufriría viéndome postrado en cama, precisamente la víspera del día fijado para la segunda cita con mi amante. El percance habíame acaecido el sábado por la mañana, y tuve paciencia el resto de aquel día y parte del siguiente, por lo cual recuperé algunas fuerzas y me sentí dispuesto a todo. A la caída de la tarde del domingo me levanté decidido, y, desoyendo las justas observaciones de Elía, tome un coche de postas y me dirigí a mi destino. Me era imposible montar a caballo, porque me lo impedían el dolor del brazo y el vendaje tan apretado; y como, por otra parte, no podía llegar hasta la puerta de la villa en carruaje y con postillón, dejé el vehículo a unas dos millas de distancia y continué a pie, llevando un brazo en cabestrillo y armado el otro de espada, puesto que iba a entrar de noche en el domicilio ajeno, y no precisamente como amigo.

Las sacudidas del coche agudizaron mi dolor y descompusieron el vendaje, por lo que no he podido curar completamente de aquella lesión: sin embargo, en aquellos momentos no podía haber en el mundo un hombre más dichoso que yo, porque me acercaba al objeto de mis ansias amorosas. Llegué, al fin, y con no poco trabajo -pues no tenía quien me ayudase ni confidente alguno-, logré escalar la empalizada del parque, porque la puerta estaba cerrada y no hallé el medio de abrirla. El marido, como de costumbre, estaba de guardia y tenía que pasar la noche en Londres. Me acerqué cautelosamente a la puerta del edificio, donde me aguardaba mi amante, y sin que diésemos la menor importancia al hecho de que la puertecilla del parque estuviese cerrada, a pesar de que algunas horas antes habíala abierto ella misma, pasé a su lado toda la noche. Al amanecer salí de la quinta del mismo modo que había entrado, y, seguro de no haber sido visto por alma viviente, volví al lugar donde había dejado el carruaje y a las siete de la mañana me encontraba de nuevo en Londres experimentando dos atrocísimos dolores: el de haber tenido que separarme tan pronto de mi amante y el que me ocasionaba la fractura del hombro, que había empeorado. Pero estaba yo tan loco de atar, que no me cuidaba de nada de lo que pudiera sucederme, aunque preveía las consecuencias. Llamé al cirujano para que volviera a colocarme el vendaje, sin permitirle, empero, que me hiciera otra cura, y como el martes por la noche me sentí más aliviado, fui al teatro italiano, al palco del príncipe Masserano, donde mi presencia causó no poco estupor, pues suponían todos que no me hallaba en estado de abandonar el lecho ni salir de casa.

Aparentemente tranquilo, pero blanco como el mármol, escuchaba la música, que levantaba terribles tempestades en mi corazón, cuando, de improviso, me pareció oír que pronunciaba mi nombre alguien que discutía con otro a la puerta del palco. Me levanté maquinalmente, abrí la puerta, la volví a cerrar detrás de mí, todo esto en menos tiempo del que empleo en contarlo, y me encontré frente a frente con el marido de mi amante, el cual pretendía que el acomodador abriese la puerta del palco en que yo estaba, pues sabido es que en Inglaterra esos empleados permanecen con tal objeto en los corredores durante la representación. Tiempo hacía ya que deseaba yo ardientemente aquel encuentro; pero, como no podía provocarlo, tenía que armarme de paciencia y esperar. Cambiamos muy pocas palabras.

-Aquí estoy -dije, saliendo del palco como un rayo- ¿Quién me busca?

-Yo -me contestó el marido agraviado-. Tengo que decirle dos palabras.

-Estoy a su disposición -repuse-. Salgamos.

Y sin añadir nada más, abandonamos inmediatamente el teatro.

Eran, aproximadamente, las ocho de la tarde, pues en los larguísimos días de mayo las funciones de teatro empiezan en Londres a las siete.

Nos dirigimos hacia el parque de San Jaime, situado a buen trecho del teatro Haymarket, por una de cuyas cancelas se entraba a un vasto prado, llamado Green-Park. Allí, a la puesta del sol, en un apartado rincón, desenvainamos las espadas sin proferir palabra. Era entonces costumbre llevarla aun vestido de frac, y yo me había olvidado de mi espada; en cuanto a mi rival, habíase previsto de una en casa de un armero apenas regresé de su quinta. Durante el trayecto, en la calle de Pallmall, que conducía al parque, el marido de mi amante reprochóme con insistencia el haber entrado varias veces furtivamente en su domicilio, y exigióme que le dijera el objeto de semejantes visitas. A pesar de la ira que hervía en mi pecho, yo conservaba toda mi presencia de ánimo, y haciéndome cargo de cuán justa y sacrosanta era la indignación de mi adversario, me limitaba a responder:

-Eso no es cierto; pero, ya que persiste en su error, me pongo por completo a su disposición,.

Sostenía él cuanto afirmaba, y como daba tan minuciosas particularidades acerca de la última cita, aunque yo repetía «No es cierto» comprendía que el agraviado marido estaba perfectamente informado. Finalmente, acabó por decirme:

-¿De qué sirve negarlo si ella misma me lo ha confesado todo?

-Siendo así, es inútil, en efecto, que yo lo niegue.

Proferí estas imprudentes palabras porque estaba ya harto de negar la evidencia y me repugnaba mentir a un enemigo a quien tan gravemente había ofendido; y si hasta entonces no había querido dar mi brazo a torcer, aunque para ello tuve que hacer un sobrehumano esfuerzo, fue con el mejor deseo de salvar a mi amante, si era posible.

Aquellas fueron las únicas palabras que cambiamos antes de llegar al sitio designado para el duelo. Mas en el momento de requerir los aceros notó mi adversario que yo llevaba el brazo en cabestrillo y tuvo la generosidad de preguntarme si aquello no me impediría batirme. Le di las gracias, asegurándole que no, y le ataqué, en seguida.

Como siempre he sido pésimo espadachín, me aparté de todas las reglas del arte y acometí como un desesperado, aunque, a decir verdad, yo sólo buscaba que me matase. No sé, realmente, lo que hice; pero no hay duda de que el asalto, tuvo que ser furioso por mi parte, pues al comenzar, el Sol, que declinaba a su ocaso, me daba de cara, deslumbrándome o poco menos y al cabo de pocos minutos de adelantar yo y retroceder mi adversario, describió éste una curva tan perfecta, que cambiaron por completo nuestras posiciones respectivas. Yo no cesaba de tirarle mandobles y estocadas, que, él paraba siempre, y tengo para mí que no me tendió muerto porque no quiso y que yo no le maté porque no pude. Finalmente, cuando el asalto empezaba a cansarnos, al parar una estocada mía, tiróme mi enemigo otra, logrando tocar en el brazo derecho, entren la muñeca y el codo, y al punto exclamó que yo estaba herido. Yo no me había dado cuenta de ello, y, por lo tanto, la herida debía ser insignificante; pero como mi adversario bajó en seguida la espada diciendo que se daba por satisfecho y preguntándome si yo lo quedaba también, tuve que responder que, no siendo yo el ofendido, a él le tocaba decidir. Volvieron los aceros a su vaina, e inmediatamente se marchó mi adversario. Al quedarme solo quise examinar la importancia de mi herida; pero como ni la manga estaba rota ni sentía correr la sangre, supuse que no había sido más que un ligero rasguño. Además, como no podía valerme de la mano, izquierda ni quitarme la casaca sin auxilio ajeno, me limité a atarme un pañuelo, como mejor pude, con ayuda de los dientes para contener la hemorragia, si la había, y salí del parque, volviendo sobre mis pasos por la calle de Pall mall.

Al pasar por delante del teatro del que había salido tres cuartos de hora antes, observé a la luz de una tienda, que no tenía manchadas de sangre ni la manga ni la mano, y quitándome con los dientes el pañuelo que me había atado el brazo, en el que no sentía el más leve dolor, volví al palco del príncipe de Masserano.

El embajador se apresuró a preguntarme por qué había salido tan precipitadamente y adónde había ido; y como su pregunta demostraba que a breve escena del corredor no había trascendido, contesté que, habiendo visto a una persona con la que tenía que hablar de un asunto muy urgente, temí perderla de vista. Mas, pese a mis esfuerzos por mostrarme sereno y tranquilo, temía que se trasluciese la agitación que experimentaba al pensar en las terribles consecuencias que para mi amante adorada podía tener lo sucedido; así es que me retiré muy luego del palco, sin saber qué hacer ni adónde dirigirme. De pronto, al salir del teatro se me ocurrió la idea de visitar, ya que la herida no me impedía andar, a una cuñada de mi amante, que estaba en el secreto de nuestros amores, y en cuyo domicilio nos habíamos visto varias veces.

La idea no pudo ser más feliz, pues la primera persona que vi al entrar en la sala de aquella señora fue mi amante. Aquel encuentro, completamente inesperado, me produjo tal emoción, que estuve a punto de desfallecer. En pocas palabras me puso al corriente de lo que lógicamente hubiera debido ocurrir, pero no de lo que ocurrió en realidad; el destino había dispuesto que por otros medios muy distintos llegase yo al descubrimiento de la verdad. Según me dijo, su marido se enteró de nuestra primera cita por alguien de fuera de la villa que le habló de ella, sin poder decirle quién era el visitante furtivo. Averiguó que tal día y a tal hora un joven había dejado su caballo en cierta venta, que volvió a recogerlo al amanecer del día siguiente, que pagó con largueza y se marchó sin decir palabra. Puesto así sobre aviso, cuando tuvo que volver a Londres para hacer la segunda guardia dejó encargo a un fiel criado suyo para que por sí, y con ayuda de otros, vigilase con mucho cuidado para no perder detalle de lo que pudiese ocurrir en la villa; y cuando volvió al día siguiente el criado le informó con la mayor minuciosidad. El marido salió de su quinta el domingo por la tarde, casi a la misma hora que salía yo de Londres para su villa, adonde llegué al anochecer. El espía -o los espías, pues se suponía que había varios- me vio cruzar el cementerio del lugar, acercarme a la puertecilla del parque y, no pudiendo abrirla, escalar la empalizada. Asimismo me vieron salir de igual manera que había entrado al romper el alba y dirigirme a pie a Londres por la carretera. Nadie se atrevió a dejarse ver ni a cortarme el paso, quizá porque mi aire resuelto y la espada desnuda debajo del brazo les impuso respeto, o tal vez porque no estaban locos como los enamorados y no querían pendencias conmigo; lo cierto es que no me molestaron. Y fue una fortuna para mí, porque si al entrar o salir como un saltedor de la villa me, hubiesen detenido -lo cual no hubiera sido difícil- habríame visto en un grave apuro, porque, huyendo, habría dado lugar a que me tomaran por ladrón; y si me atacaban y me defendía podían acusarme de asesinato; y como yo me hubiera dejado coger vivo, habría jugado la espada, y ese delito está severamente castigado en aquel país, donde las leyes no son letra muerta. Ahora, al escribirlo, me horrorizo; pero en aquel momento no hubiera titubeado en hacer lo que acabo de decir. Cuando el marido regresó a la quinta el lunes ya había sabido por el mismo postillón que me llevó, el cual se lo contó como un caso extraordinario, que había estado esperando toda la noche a dos millas de la quinta, y por el retrato que le hizo de mí y las señas que le dio de mi estatura, color del polo y facciones, no le fue difícil adivinar quién era el nocturno visitante; y por el relato que le hiciera después su confidente tuvo la horrible certidumbre de su desgracia.

El lector italiano no podrá por menos de reír al leer la descripción de la escena de celos que voy a describir, pues tan diferentes son las pasiones según los diversos caracteres y países, sobre todo en los que imperan tan distintas leyes. El lector italiano espera, sin duda, una escena horrorosa de puñaladas, venenos, palizas tremendas, prisión de la adúltera y, otras lindezas por el estilo; pero se llevará chasco. Aunque aquel marido adoraba en su mujer, no perdió el tiempo en amenazas, invectivas ni rencillas, sino que, poniéndole delante testigos oculares de su falta, la convenció de que era inútil negar un hecho evidente, y declarando que desde aquel momento dejaba de considerarla como a esposa suya, le notificó que entablaría inmediatamente un proceso de divorcio, en reparación de su honra, añadiendo que, no bastándole el divorcio para vengar el ultraje recibido, iría a Londres para imponerme el merecido castigo. Temiendo mi amante por mi vida, envió sin pérdida de tiempo a un criado de su confianza con una carta en la que me ponía al corriente de lo que sucedía. El mensajero, que había sido recompensado con largueza, llegó a Londres en menos de dos horas, a riesgo de reventar el caballo, adelantándose al marido; pero, por mi suerte, ni éste ni aquél me encontraron en mi casa, y así, no pude enterarme de nada. Mi enemigo supuso que tal vez me hallaría en el teatro, y ya sabemos que no se engañó. En aquel trance la suerte me fue dos veces propicia: una, por haberme dislocado el brazo izquierdo y no el derecho; la otra, por no haber recibido la carta de mi amante hasta después de verificado el duelo. Si hubiera ocurrido una de estas dos cosas no sé si me habría portado peor de lo que me conduje. Apenas el marido salió de su casa de campo para ir a Londres en busca mía salió también mi amante con igual destino, pero por distinto camino; y al llegar a casa de su cuñada, situada cerca de la de su marido, supo que éste acababa de volver en un coche de plaza y se había encerrado en sus habitaciones, sin querer ver ni hablar a nadie; de lo cual dedujeron ambas señoras que el duelo se había realizado, quedando yo muerto sobre el terreno.

El relato que me hizo mi amante, interrumpido a cada instante por la agitación que tan distintas emociones nos ocasionaban a ambos, tenía para nosotros un desenlace tan feliz como inesperado, porque el inminente proceso de divorcio, que se fallaría de seguro a favor del demandante, imponíame la dulcísima y ansiada obligación de ligarme con los vínculos conyugales que por mi causa se iban a romper. Enajenado de gozo al pensar en esto, no me acordé siquiera de mi herida; pero, habiéndola examinado después, a instancia de mi amada, encontré rasgada la piel a lo largo del brazo y gran cantidad de sangre coagulada en los pliegues de la camisa. Una vez curada esta lesión lo mejor que se pudo, tuve la juvenil curiosidad de examinar también mi espada, y, con la sorpresa que es de suponer, vi que los golpes de mi adversario habían convertido su hoja en la de una sierra. La conservé durante varios años como un trofeo.

Aunque la noche había avanzado ya mucho cuando, al fin, me separé de mi amante, no quise volver a mi casa sin pasar antes por la de Caraccioli, con objeto de informar a éste de lo sucedido. El marqués, que ya sabía algo, aunque confusamente, me tenía por muerto o, por lo menos, herido y encerrado en el parque, pues solían cerrarlo media hora después de anochecido; así es que me acogió como a un resucitado, me abrazó efusivamente y en agradable charla pasamos varias horas; de manera que era ya casi de día cuando volví a mi alojamiento. Me acosté en seguida y las peripecias de aquel día tan agitado proporcionáronme un sueño tranquilo y profundo, como pocas veces lo he disfrutado después.




ArribaAbajoCapítulo XI

Horrible desengaño


He aquí minuciosamente relatado lo que en realidad ocurrió el día anterior. Mi fiel criado Elía, sorprendido al ver llegar al mensajero de mi amante con el caballo cubierto de sudor y polvo, y alarmado por la ansiedad con que aquél le recomendaba que hiciera llegar a mis manos sin pérdida de tiempo la carta de que era portador, salió escapado en mi busca, y como no me encontrara en casa del príncipe Masserano, adonde supuso que yo había ido, corrió desalado a la del marqués Caraccioli, que habitaba a varias millas de distancia de la primera, en lo cual empleó bastantes horas. Volvía desalentado a nuestro albergue, situado en la calle de Suffolk, muy cerca del Haymarket, donde está el teatro de ópera italiana, y sospechó que me encontraría allí, aunque se resistía a creerlo, puesto que no era de presumir que con el brazo dislocado y en cabestrillo estuviese yo de humor para funciones teatrales. No obstante, entró, interrogó a los acomodadores, que me conocían muy bien; supo por ellos que diez minutos antes había salido del teatro en compañía de un caballero que había ido a buscarme al palco del embajador de España, y como Elía estaba enterado -no porque yo la hiciera ninguna confidencia de mi loca pasión-, al oír el nombre del caballero con quien yo había salido adivinó la procedencia de la carta y, atando cabos, se imaginó el resto. Sabiendo el excelente criado lo pésimo espadachín que yo era, y haciéndose cargo de lo apurada que debía ser mi situación en aquel lance con el brazo en cabestrillo, encaminóse volando más que corriendo al parque de San Jaime; pero como nosotros nos habíamos dirigido al Green-Park no pudo encontrarnos. Entretanto anocheció y, como todo el mundo, él también tuvo que abandonar el parque. No sabiendo cómo componérselas para averiguar lo que habla sido de mí, pensó que tal vez en caza de mi adversario podría descubrir algo, y allí se dirigió. Bien fuese porque los caballos que había enganchado a su coche eran más veloces que loa del marido de mi amante, o bien porque éste se entretuvo en alguna parte, lo cierto es que llegó en el preciso momento en que mi enemigo se apeaba a la puerta de su domicilio. Elía observó que llevaba espada y que, visiblemente agitado, daba orden de que cerraran inmediatamente la puerta. Esto acabó de dar cuerpo a su sospecha de que yo había muerto en el duelo, e hizo lo único que podía hacer: ir a casa del marqués de Caraccioli y contarle a éste lo que sabía y sus fundados temores.

Repuesto con un largo y apacible sueño de las emociones experimentadas la víspera, y curadas de cualquier manera mis dos lesiones, una de las cuales, la del hombro, me dolía cada vez más y la otra cada vez menos, volví a casa de mi amante y pasé a su lado el resto del día. Por conducto de los criados sabíamos todo lo que hacía el marido, que, como he dicho, tenía su domicilio muy cerca del provisional de mi coima. Mas aunque yo creía firmemente que todos mis sinsabores y disgustos terminarían con el divorcio, ya planteado, y aunque aquel mismo día, es decir, el miércoles, el padre de ella, a quien yo conocía desde hacía varios años18, había ido a verla, alegrándose de que la desgracia de su hija se convirtiese en suerte, puesto que le permitiría contraer segundas nupcias con un caballero dignísimo -así tuvo la bondad de calificarme-, notaba yo en el bellísimo rostro de mi amante una nube muy sombría que presagiaba algo horroroso. Ella no cesaba de llorar y repetirme que no amaba en este mundo nada ni a nadie más que a mí y que se consideraría sobradamente recompensada de la pérdida de su honra, ocasionada por el escándalo de sus amores conmigo, con poder vivir siempre a mi lado, pero que estaba segura de que yo no le daría jamás mi mano de esposo. Esta insistente y extraña aserción me desesperaba realmente, pues sabiendo yo que ella no me tenía por falso ni embustero, no se me alcanzaba el motivo de su desconfianza. En estas funestas perplejidades, que aheleaban la dicha que experimentaba con poder verla a todas las horas del día y parte de la noche; y en medio de las angustias de un proceso ya incoado y en extremo desagradable para todo el que se precia de caballero pundonoroso, pasamos, o, mejor dicho, pasé tres días, desde el miércoles hasta el viernes; pero la noche de este último día apreté las clavijas, y como insistiera con empeño, que envolvía un mandato, una aclaración del enigma hombre de sus palabras, de su tristeza y de su desconfianza, al fin, tras de un penoso y largo esfuerzo, y previo un doloroso proemio, interrumpido por sollozos y suspiros amarguísimos, me fue diciendo que, desgraciadamente, no era digna de mí...., que yo no podía casarme con ella... porque... antes de conocerme..., antes de entregarse a mí... había sido de otro hombre..., de otro amante...

-¿De quién? -interrumpí yo con vehemencia.

-De un jockey -es decir, de un lacayo- que estaba al servicio de mi marido.

-¿Que estaba? ¿Cuándo? ¡Oh Dios mío, qué horrible sospecha! Pero ¿por qué me cuentas eso? ¿Por qué eres tan cruel conmigo? ¡Más me hubiera valido que me hubieses matado!

De nuevo me interrumpió ella, y poco a poco me fue haciendo una confesión completa de aquellos repugnantes amores, cuyos increíbles pormenores escuché yo frío, inmóvil, insensible como estatua de mármol. Mi dignísimo antecesor estaba todavía al servicio del marido burlado; fue él quien espió las andanzas de su ama y amante; el que descubrió nuestra primera cita en la quinta y que yo había dejado mi caballo en la venta; el que, secundado por otros criados, me había visto y reconocido la noche del domingo, cuando por segunda vez me introduje en el domicilio conyugal; el que, en fin, habiendo oído hablar del duelo y de la demanda de divorcio, tuvo la osadía de presentarse a aquel marido tan, enamorado de su mujer, y, animado por el deseo de vengarse, castigando al propio tiempo al infiel y al nuevo rival, le refirió minuciosamente la historia de sus amores con la señora, amores que habían durado tres años, exhortándole a que, en lugar de desesperarse, se felicitara de haber tenido ocasión de librarse de esposa tan indigna.

Todos estos detalles los supe después; ella no me contó más que el hecho escueto, atenuándolo todo lo posible.

No hay frases para describir mi dolor y desesperación, las diversas resoluciones, todas falsas, funestas y vanas, que tomaba y rechazaba apenas formadas, maldiciendo, rugiendo y gimiendo a la vez, y, lo que es peor, amando con frenesí a una mujer que no merecía ser amada por nadie. Hoy mismo, a pesar de haber transcurrido veinte años, no puedo pensar en ello sin que me hierva la sangre en las venas.

Me separé de ella aquella noche diciéndole que, en efecto, debía conocerme muy bien cuando tan segura estaba de que yo no la tomaría jamás por esposa; y que si después de casados yo hubiese descubierto tamaña infamia la habría matado con mis propias manos, dándome yo muerte luego, en el supuesto de que la amara tanto como en aquel momento la amaba. Y añadí que, sin embargo, la despreciaba menos por haber tenido el valor y la lealtad de confesarme «espontáneamente» su falta; que, como amigo, no la abandonaría nunca, y que me hallaba dispuesto a vivir con ella en cualquier rincón de Europa o América, con tal que no pretendiese nunca ser ni querer pasar por esposa mía.

Así la dejé la noche del viernes, agitado por mil furias infernales. Cuando me levanté, con el alba del sábado, vi sobre mi mesita una de las muchas hojas impresas que solían publicarse en Londres. La ojeé distraídamente y, de improviso, tropecé con mi nombre, varias veces repetido. Se trataba de un artículo bastante largo, en el que, sin apartarse un ápice de la verdad, y con todo lujo de pormenores, se hablaba de mi aventura amorosa, poniéndome al corriente de las funestas particularidades de mi rival, el lacayo, del que se daban todas las señas personales, seguidas de un extenso relato de la confesión que había hecho a su amo. Aquella lectura me dejó estupefacto; sólo entonces volvió la luz a mi mente y comprendí que si aquella pérfida mujer me había confesado «espontáneamente» su falta la noche del viernes porque el gacetillero habíala revelado al público aquel mismo día por la mañana. Ciego de indignación, completamente enajenado, corrí a casa de la infame, y después de apostrofarla con las frases más duras y ofensivas, en las que traslucíanse no obstante un amor muy arraigado y un dolor mortal; después de amenazarla con las más extremas resoluciones, tuve la vil debilidad de volver a su lado a las pocas horas de jurarle que no volvería a verme jamás. Volví y no me separé de ella en todo el resto del día; y volví al siguiente, y al otro, y al otro, hasta que, habiéndose decidido mi amante a salir de Inglaterra, donde todo el mundo hablaba mal de ella, y retirarse por algún tiempo a un convento de Francia, quise acompañarla y juntos recorrimos varias provincias inglesas para retardar el momento de la separación, sin que por eso dejara yo de estremecerme de ira y de maldecir la debilidad que me impedía abandonarla. Pero, al fin, pudieron la vergüenza y la indignación más que el amor, y, plantándola en Rochester, desde donde se dirigió a Douvres, en Francia, en compañía de su cuñada, regresé a Londres.

A mi llegada supe que el marido llevaba adelante el proceso de divorcio, acusando a su esposa de adulterio conmigo, pues en esto me cedió la preferencia el lacayo, quien continuaba al servicio de nuestro común rival. ¡Tan generosos y evangélicos son los celos de los ingleses! Mas en realidad de verdad yo no tenía sino sobrados motivos para felicitarme del proceder que observó conmigo aquel marido ultrajado. No me mató, cuando tan fácil le hubiera sido hacerlo, ni pidió que se me impusiera una multa, de conformidad con las leyes de aquel país, donde toda ofensa tiene su tarifa, y la correspondiente a la inferida por mí era tan elevada que, si en vez de obligarme a sacar la espada, el marido hubiera querido sacarme el dinero, seguramente me habría dejado arruinado o poco menos. Si la indemnización había de ser proporcionada al daño, el que mi enemigo sufrió fue gravísimo, porque amaba entrañablemente a su esposa y porque había que añadir el que le causó el lacayo, ya que, siendo éste insolvente, nada podía pagarle; de manera que si se me hubiese impuesto una pena pecuniaria no habría bajado ésta de diez mil o doce mil cequíes. Así es que aquel caballeroso y moderado joven se portó conmigo mucho mejor de lo que yo merecía. Siguió su curso el proceso, y como se trataba de un hecho demasiadamente probado por las declaraciones de varios testigos y de diversos personajes, ni tuve que intervenir para nada ni se me impidió salir de Inglaterra; durante mi ausencia se dictó un fallo favorable a la demanda de divorcio presentada por el marido ultrajado.

Indiscretamente quizá, pero con deliberada intención, he referido con toda minuciosidad esta para mí extraordinaria e importante aventura; no sólo porque se habló mucho de ella entonces, sino también porque, habiendo sido aquélla una de las mejores ocasiones en que pude conocer y poner a prueba de distintas maneras a mí mismo, he creído que, analizando con verdad y minuciosidad el hecho, ofrezco así un medio de conocerme mejor y más íntimamente a quien tenga este deseo.




ArribaAbajoCapítulo XII

Viaje por Holanda, Francia, España y Portugal, y regreso a la patria


Escapé con suerte de tan terrible tempestad; pero no pudiendo hallar sosiego viendo constantemente los mismos lugares y objetos, dejéme convencer por los pocos amigos y conocidos que aún se mostraban compadecidos de mi violenta situación, y siguiendo sus consejos, me decidí a partir. Salí de Inglaterra a fines de junio, y como me sentía muy enfermo de espíritu y necesitado de ayuda y consuelo, pensé que sólo podría hallarlo en mi amigo Acunha y me dirigí a Holanda. En La Haya pasé varias semanas sin ver ni tratar a nadie más que a aquel excelente amigo, el cual me proporcionaba algún alivio en mis penas; pero mi herida era demasiado profunda para que pudiera cicatrizar fácilmente. Mi tristeza aumentaba de día en día, en vez de disminuir, y en la creencia de que el movimiento maquinal y las distracciones inherentes al cambio continuo de lugares y objetos me serían beneficiosos, reanudé mi viaje, para visitar España, que era casi el único país de Europa que no había visto todavía y que hubiera sentido no conocer. Me encaminé a Bruselas, y a través de lugares que volvían a abrir las heridas de mi lacerado corazón, sobre todo cuando comparaba a mi amante holandesa con la inglesa, fantaseando siempre, delirando, gimiendo y callando, llegué sin tropiezo a París. La inmensa ciudad no me gustó más en mi segunda visita que en la primera, ni hallé en ella distracción alguna; sin embargo, me detuve allí cerca de un mes, a fin de que pasaran los grandes calores antes de internarme en España. Entonces tuve ocasión de conocer y tratar al célebre Juan Jacobo Rousseau, por medio de un italiano conocido mío, quien tenía, al parecer, cierta familiaridad con él y aseguraba que el famoso filósofo le distinguía con su amistad. Dicho italiano se empeñaba en presentarme porque, según decía, estaba seguro de que Rousseau y yo habíamos de simpatizar desde el primer momento; pero aun cuando yo admiraba a Rousseau -por su carácter recto y por su independiente e irreprochable conducta más que por sus libros, de los que había leído muy pocos, sin que me agradase ninguno, a causa de su afectación y alambicamiento-, como yo no era muy curioso por temperamento, y aunque con muchos menos motivos sentíame tan orgulloso e inflexible como él, me negué rotundamente a ser presentado a un hombre tan soberbio y gruñón, porque si me hubiera hecho alguna descortesía le habría devuelto yo diez, ya que por instinto e ímpetu natural he devuelto siempre con creces lo mismo el bien que el mal. Así es que no se volvió a hablar del particular.

Pero, ya que no con Rousseau, trabé relaciones, para mí mucho más importantes, con seis u ocho de los primeros hombres de Italia y del mundo entero. Compré en París una colección de los principales poetas y prosistas italianos, 36 tomitos muy bien impresos, de los cuales no habla llevado ninguno conmigo, en los dos años que duró aquel mi segundo viaje. Aquellos ilustres maestros me acompañaron desde entonces a todas partes, si bien en los dos o tres primeros años no les presté mucha atención. Verdad es que compré la citada colección más por el capricho de tenerla que por el deseo de leerla, puesto que ni quería ni podía ocupar mi mente en nada; y en cuanto a la lengua italiana, cada día la sabía menos; de modo que todo autor que no fuese tan claro como Metastasio resultaba para mí ininteligible. Sin embargo, ojeando, para distraer el ocio y ahuyentar el tedio, aquellos 36 tomitos, me admiré del gran número de poetas que figuraban al lado de nuestros cuatro genios de la poesía; poetas cuyo nombre, ¡tanta era mi ignorancia!, no había oído pronunciar siquiera: los autores de Torracchione, Morgante, Ricciardetto, Orlandino y Malmantile19 entre otros; poemas cuya trivial facilidad y fastidiosa extensión hube de deplorar muchos años después. Pero mi adquisición fue preciosísima, porque desde entonces tuve siempre en mi casa las cinco lumbreras de nuestra literatura en las que toda ella se compendia: Dante, Petrarca, Ariosto, Tasso y Maquiavelo, de los cuales, por desgracia y vergüenza mía, no había leído más que algunos trozos de Ariosto en los primeros años que estuve en la academia, según creo haber dicho en otro lugar, empecé a conocerlos cuando rayaba en los veintidós años de edad.

Provisto de armas tan poderosas contra el tedio y la ociosidad -aunque de nada me sirvieron, pues ocioso continué y tan fastidioso para los demás como para mí mismo-, salí para España a mediados de agosto. Pasando por Orleáns, Tours, Poitiers, Burdeos y Tolosa, atravesé, sin verla, la parte más hermosa y risueña de Francia, y entrando en España por Perpiñán, fue Barcelona la primera ciudad donde me detuve algunos días desde que abandoné a París. En aquel largo viaje apenas hice otra cosa que suspirar, pensando en mis desdichas, solo siempre, en carruaje o a caballo; pero de vez en cuando tomaba algún tomito de Montaigne, de quien en el transcurso de un año no había vuelto a acordarme, y aquella lectura calmaba un poquito mis agitaciones, proporcionándome algún consuelo y devolviendo la serenidad y juicio a mi espíritu.

Como al salir de Inglaterra había vendido mis caballos, excepto uno, magnífico, que dejé confiado a los cuidados y guarda del marqués Caraccioli, y sin caballos propios no podía yo estar, en cuanto llegué a Barcelona compré dos: uno de pura raza andaluza, de los cartujos de Jerez, estupendo animal castaño dorado, y otro, una jaca cordobesa, de menos alzada, pero excelente, preciosa. Desde que tuve uso de razón deseé ardientemente poseer caballos españoles, pero mi deseo, era muy difícil de realizar; así es que, al verme dueña de dos magníficos ejemplares, me olvidé en seguida de Montaigne. Con aquellos caballos me proponía recorrer España, puesto que en carruaje habría tenido que hacer jornadas muy cortas y a paso de buey, porque no existía servicio de postas, ni podía existir, a causa del pésimo estado de los caminos de aquel reino africanísimo20.

Obligado por una ligera indisposición a permanecer en Barcelona hasta primeros de noviembre, me entretuve, con la ayuda de la Gramática y de un vocabulario, en estudiar la hermosísima lengua española, que no es muy difícil para los italianos; de manera que llegué a entender bastante bien y a saborear las bellezas del Don Quijote, para lo que me sirvió mucho el haberlo leído varias veces en francés.

Continuando el viaje por Zaragoza a Madrid, poco a poco me fui acostumbrando a aquella singular manera de atravesar desiertos, insoportable para quien no sea joven y no posea salud, dinero y tesoros de paciencia. Afortunadamente, yo me habitué en aquellos quince días de camino de Barcelona a Madrid; de suerte que no me era tan molesto el viajar, como el tener que detenerme en alguna de aquellas ciudades semibárbaras; aparte de que, por temperamento, para mí no había mayor placer que el andar siempre, ni mayor tormento que el estarme quieto en un sitio determinado. Hacía a pie una gran parte del camino, al lado de mi hermoso caballo andaluz, que me seguía como un perro y me entretenía bastante; por lo que, gustándome la soledad, en su compañía, de aquellos desiertos de Aragón, envié delante a mis criados con el coche y las mulas. Elía, que me precedía también montado en un mulo y armado de escopeta, divertíase cazando conejos, liebres y pájaros de los que tanto abundan en España, y así encontraba yo siempre en las posadas algo con que matar el hambre.

Po desgracia mía y suerte quizá de otros, en aquel tiempo no tenía yo medios ni posibilidad de expresar en verso mis pensamientos y sensaciones, pues en aquellas soledades y en continuo movimiento habría derramado un diluvio de poesías; tantas eran las reflexiones melancólicas y morales y tantas las imágenes terribles o alegres, cuerdas y locas que se agolpaban a mi mente. Pero como no poseía bien ninguna lengua y no había pensado ni por soñación en escribir jamás en prosa ni en verso, me contentaba con rumiar mis ideas y llorar a veces como un chiquillo, sin saber por qué, y reír al mismo tiempo como un loco; cosas ambas que, si no son luego escritas, se consideran, con razón, como mera locura, y si se escriben, llámanse poesías, con razón también.

Así realicé mi primer viaje a Madrid; pero habíame aficionado de tal modo a aquella vida de gitano, que me aburrí en seguida en Madrid, donde sólo me detuve un mes escasamente, sin trabar amistad ni conocimiento más que con un joven relojero, español, que acababa de regresar de Holanda, adonde habíanle llevado asuntos relacionados con su profesión. Aquel joven, que estaba dotado de gran talento natural y había corrido mundo, mostrábase apenadísimo conmigo del atraso en que se hallaba sumida su patria. Y aquí debo contar la barbaridad que hice con mi fiel Elía hallándose presente el joven español. Una noche que el relojero había cenado conmigo, estando aún de sobremesa entró Elía a arreglarme el pelo para acostarme y me dio involuntariamente un ligero tirón. Me levanté hecho una furia y, sin decir palabra, cogí un candelero y le asesté un golpe tan tremendo en la cabeza, que la sangre brotó como del caño de una fuente, bañando de arriba abajo a mi comensal, que estaba sentado al otro lado de la mesa, que era bastante ancha. El relojero, creyendo, y con razón, que me había vuelto loco de repente, pues no había observado nada ni podía suponer que un tirón del pelo fuese motivo suficiente para enfurecerme de aquella manera, se abalanzó a mí para sujetarme. Pero, entretanto, el valiente Elía, tan bárbaramente ofendido, habíaseme echado encima para pegarme, e hizo muy bien; pero yo, que era entonces muy flaco y ágil, logré escabullirme y tuve tiempo de desenvainar mi espada, que estaba sobre una cómoda. Elía, empero, ciego de ira, quería arremeter contra mí, y yo le apuntaba al pecho con la espada; el español no sabía a quién acudir, para evitar mayores desgracias; toda la posada se puso en movimiento; subieron los criados y allí terminó la riña tragicómica y escandalosa que yo había promovido. Calmados un tanto los ánimos, vinieron las explicaciones; yo dije que al sentir que me tiraban del pelo me puse tan furioso que no supe lo que hice; Elía rebatía que no era cierto lo del tirón, o que, por lo menos, él no lo había notado; y el español concluyó que si yo no estaba loco de remate, tampoco gozaba de mi cabal juicio. Tal fue el desenlace de una escena sangrienta, que me causó tanta pena como vergüenza y obligóme a decir a Elía que habría hecho muy bien en matarme. Y era muy capaz de hacerlo, porque, aunque yo soy muy alto, llevábame un palmo de estatura y su valor no desdecía de su aspecto. La herida que le causé en la frente no fue profunda, pero sangró mucho, y si le hubiese dado un poquito más arriba habría yo matado a un hombre a quien apreciaba muchísimo, y todo por un simple tirón del pelo. Me horroricé de tan brutal acceso de cólera, y aun cuando veía que Elía estaba calmado, pero no reconciliado conmigo, no quise mostrarme receloso ni abrigar desconfianza hacia él; y un par de horas después, vendada la herida y puestas las cosas en orden, me acosté, dejando abierta, como de costumbre, la puerta que ponía en comunicación mi cuarto con el de Elía, desdeñando los consejos del joven español, quien me decía que era una imprudencia invitar tan directamente a la venganza a un hombre ofendido, y cuya irritación no había pasado aún. Por el contrario, le contesté en voz alta, para que pudiera oírme Elía, que ya se había acostado, que si quería haría bien en matarme aquella noche, porque en realidad yo merecía la muerte. Empero el excelente criado era por lo menos tan heroico como yo, y la única venganza que se tomó fue conservar los dos pañuelos con los que habíase restañado la sangre de primera intención y mostrármelos de vez en cuando, pues no se separó de ellos en muchos años. No es fácil que comprenda esta mezcla de ferocidad y generosidad por parte de nosotros dos quien no conozca las costumbres y la sangre de los piamonteses.

Reflexionando después a solas para explicarme la causa de aquel mi horrible arrebato, me convencí de que, añadido a mi natural, excesivamente irascible, el mal humor ocasionado por la soledad y el ocio, aquel tirón del pelo colmó la medida haciéndome perder momentáneamente el juicio. Por otra parte, cuando he pegado a alguna persona que estuviese a mi servicio lo he hecho como si se tratara de un igual mío, es decir, sin emplear el palo ni el látigo ni arma alguna, sino a puñetazos, con una silla, con lo primero que se me venía a las manos, como sucede cuando en la juventud otro joven nos provoca y hay que reñir con él. Y las pocas veces que he llegado a esos extremos he aprobado, y hasta me ha complacido, que el criado maltratado por mí me contestase de la misma manera, porque nunca he pensado en pelar al criado como amo suyo, sino en pelear de hombre a hombre.

Viviendo, pues, como un oso, di por terminada mi estancia en Madrid, donde no vi ninguna de las muchas cosas que podían excitar la curiosidad: ni el famosísimo monasterio de El Escorial, ni el palacio de Aranjuez21, ni el Palacio Real, y mucho menos a su augusto morador. La causa principal de esta extraordinaria salvajez fue mi tirantez de relaciones con el embajador de Cerdeña, a quien conocí en 1768 con ocasión de mi primer viaje a Londres, donde entonces era él nuestro ministro, sin que pudiéramos simpatizar. Al llegar a Madrid supe que se hallaba con la corte en una de las residencias reales, y, aprovechando su ausencia, me presenté en la embajada para dejar mi tarjeta y la carta de recomendación de la Secretaría de Estado que, según costumbre, llevaba para él, como para todos nuestros representantes. Cuando regresó a Madrid fue a verme a mi alojamiento; pero ni yo le devolví la visita, ni él tampoco trató de buscarme. Todo esto contribuía, sin duda, a exacerbar más mi ya demasiadamente agriado carácter. Dejé, pues, a Madrid a primeros de diciembre, y por Toledo y Badajoz me dirigí a Lisboa, adonde llegué la víspera de Navidad, después de veinte días de viaje.

La vista de aquella ciudad, que se presenta al viajero, que como yo llega de la otra orilla del Tajo, cual espléndida decoración de teatro, semejante a Génova, pero en mayor extensión, me arrebató, sobre todo mirada desde cierta distancia; pero a medida que me iba acercando a la ribera desvanecíase el encanto, para convertirse en tristeza y palidez al desembarcar entre ingentes montones de escombros, vestigios del terremoto, y en calles de derruídos edificios, de los que se veían todavía muchísimos en la parte baja de la ciudad, a pesar de que habían transcurrido ya quince años desde que acaeció la tremenda catástrofe.

Mi estancia en Lisboa fue muy corta, pues no pasó de cinco semanas; pero conservaré gratísimo e imborrable recuerdo de ella, porque tuve ocasión de conocer y frecuentar el trato del abate Tomás de Caluso, hermano menor del conde Valperga de Masino, nuestro ministro a la sazón en Portugal. Aquel hombre, raro por su carácter, costumbres y doctrina, me hizo tan deliciosa la estancia en Lisboa, que cuando le veía, por lo común a mediodía, a la hora de la comida, en casa de su hermano, y a veces también en las largas veladas de invierno, prefería estar a su lado a todas las diversiones estúpidas del gran mundo. Con él siempre aprendía yo algo, y era tan bondadoso y tolerante el buen abate, que con exquisito tacto aligerábame de la vergüenza y el peso de mi crasísima ignorancia, que sin duda debía parecerle tanto más deplorable y repugnante cuanto inmenso era su saber. Y como esto no me había sucedido con los pocos literatos con quienes había tratado yo, la compañía de éstos me molestaba, puesto que en mí el orgullo corría parejas con la ignorancia. En una de aquellas agradabilísimas veladas fue cuando experimenté por vez primera en lo más íntimo de la mente y del corazón un entusiasmo fervorosísimo por el arte de la poesía; entusiasmo, empero, que tuvo la duración de un relámpago; apagado en seguida, durmió bajo cenizas muchos años todavía. El dignísinio y afabilísimo abate me leía, comentándola, la sublime oda a la Fortuna, de Guidi; poeta de quien ni siquiera había oído yo hablar hasta entonces. Algunas de las estancias de aquella composición, especialmente la hermosísima de Pompeyo, me encantaron de tal modo que el abate no pudo por menos de decirme que yo había nacido poeta y que, si me aplicaba, llegaría a ser uno de los mejores; pero pasado aquel momentáneo entusiasmo, y atrofiadas como estaban todas mis facultades mentales, no lo creí posible y no volví a pensar en ello.

No obstante, la amistad y deliciosa compañía de aquel hombre único, que era un Montaigne viviente, me fueron muy beneficiosas, porque mi ánimo iba recobrando poco a poco la serenidad, y, aunque no curado del todo, me fui acostumbrando, poco a poco también, a leer y reflexionar; cosa que no había hecho en los diez y ocho meses últimos. En cuanto a Lisboa, me gustó tan poco esta ciudad que, a no haber sido por el abate, no habría permanecido en ella ni una semana. Lo único que me agradó fue la hermosura de sus mujeres, en general, en las que abunda el lubricus adspici de Horacio; pero como me importaba mis entonces la salud del ánimo que la del cuerpo, procuré, y lo conseguí, huir siempre de las más honestas.

A primeros de febrero salí para Sevilla y Cádiz, sin llevarme de Lisboa más que una gran estimación y amistad, por el susodicho abate, a quien esperaba volver a ver un día u otro en Turín. De Sevilla me gustó muchísimo su clima y el originalísimo aspecto español, que conserva esta ciudad mejor que todas las otras del reino. He preferido siempre el original, por malo que sea, a una magnífica copia. Las naciones española y portuguesa son quizá las únicas de Europa que conservan sus costumbres, sobre todo en las clases media y del pueblo; y aunque lo grande ha naufragado siempre en el mar de errores que allí lo invade todo, creo firmemente que esos, pueblos contienen la primera materia para realizar fácilmente las más grandiosas empresas, sobre todo militares, porque poseen en alto grado todos los elementos necesarios: valor, perseverancia, honor, sobriedad, obediencia, paciencia y elevación de ánimo.

En Cádiz pasé un Carnaval muy divertido; pero algunos días después de haber salido de aquella ciudad para Córdoba, advertí que me llevaba ciertas reliquias gaditanas, de las que no pude desprenderme en mucho tiempo. Aquellas heridas, poco gloriosas, me amargaron el larguísimo viaje de Cádiz a Turín, que quise hacer de un tirón, paso a paso, cruzando España de un extremo a otro hasta llegar al mismo punto de la frontera francesa por donde había entrado. Pero gracias a mi robustez, y a fuerza de paciencia y sufrimientos, a caballo unas veces a pie otras, y sobreponiéndome a obstáculos e incomodidades, llegué, molido y quebrantado, eso sí, a Perpiñán, donde pude continuar por la posta sin sufrir ya tanto. En aquel interminable trayecto los únicos lugares que me gustaron fueron Córdoba y Valencia, sobre todo el reino de Valencia, que, a pesar de haberlo recorrido a fines de marzo, disfruté en él de una primavera templada y deliciosa, una de esas primaveras dignas de ser cantadas por los poetas. Los alrededores, los paseos públicos, las limpísimas aguas, la situación topográfica, el hermosísimo cielo, del azul más puro; la atmósfera, en la que había algo elástico y amoroso; las mujeres, cuyos ojos seductores hacíanme maldecir a las gaditanas: todo, en fin, lo de Valencia y su reino me encantó de tal manera, que ninguna otra tierra me ha dejado tan vivo deseo de volver a verla ni recuerdo tan grato grabado en mi mente.

Llegué a Barcelona por segunda vez, pasando por Tortosa, y cansado de viajar tan lentamente, hube de deshacerme del caballo andaluz que en tanto aprecio tenía; el hermoso animal estaba rendido a causa del último viaje de Cádiz a Barcelona, en el que empleamos treinta días, y no quise acabarlo de estropear haciéndole correr detrás del coche, cuando saliera de Perpiñán, a marchas dobles. El otro caballo, la jaca cordobesa, se estropeó una pata entre Córdoba y Valencia, y no queriendo detenerme el tiempo necesario para curarlo, lo regaló a una linda muchacha, hija de la dueña de la posada donde paré, recomendándole que lo cuidaran y no le hicieran trabajar algunos días, pues así podrían venderlo a buen precio, y no he vuelto a saber lo que hicieron de aquel precioso animal. Me quedé, pues, con un solo caballo, y no queriendo tampoco venderlo, porque siempre he sido enemigo de las ventas lo regalé a un banquero francés, domiciliado en Barcelona, a quien conocí en mi primera visita a esta ciudad. Y, a propósito, para definir y demostrar lo que es el corazón de un publicano22, referiré el siguiente hecho: Habiéndome quedado unas trescientas onzas de oro en moneda española, cantidad que, dados los escrupulosos registros a que se sometía al viajero antes de atravesar la frontera, me hubiera sido muy difícil pasarla, por ser contrabando, pedí al susodicho banquero, después de haberle regalado el caballo, que diese una letra de cambio, pagadera a la vista, por la expresada cantidad contra algún banco de Montpellier, donde pensaba detenerme. El banquero, para demostrarme su gratitud, recibió mis onzas de oro y me libró la letra al precio que estaba el cambio aquel día; de suerte que cuando recibí en Montpellier la suma correspondiente en luises me encontré con que había perdido un siete por ciento más de lo que habría obtenido cambiando mis onzas por dinero contante y sonante. Pero yo no tenía necesidad de semejante prueba de cortesía para formar juicio de la gente de Banca, a la que siempre he considerado como a la clase más vil y perversa de la sociedad, tanto más, cuanto que se cubren con la máscara de señores, y mientras os dan un espléndido banquete por fastuosidad, os despluman por costumbre y codicia y están siempre dispuestos a sacar beneficio de las calamidades públicas. Corriendo cuanto permitía el tardo paso de las mulas, sobre las que, a fuerza de dinero, hacía caer una lluvia continua de palos, empleé sólo dos días en el viaje de Barcelona a Perpiñán, en vez de cuatro que me costó al venir. Tenía tanta prisa por llegar a mi patria, que desde Perpiñán a Antibes no hice parada en Narbona, ni en Montpellier, ni en Aix; corrí la posta sin descansar, y en Antibes embarqué en seguida para Génova, donde sólo me detuve tres días para reponerme de las fatigas de tan precipitado viaje; pasé otros dos días en Asti al lado de mi madre, y, finalmente, llegue a Turín el 5 de mayo de 1772, al cabo de tres años de ausencia. Al pasar por Montpellier consulté a un médico famoso acerca de la enfermedad que había contraído en Cádiz. El galeno quiso que me detuviera en la célebre ciudad francesa para someterme a tratamiento; pero yo, fiando en la experiencia que tenía ya en tales achaques, y siguiendo el parecer de Elía, que era muy entendido en ellos y que ya me había curado varias veces de lo mismo en Alemania y en otras partes, no hice caso al médico y proseguí mi camino con la mayor rapidez posible. Pero las molestias de tan largo viaje, en el que empleé dos meses, agravaron mi mal de tal modo que en Turín pasé casi todo el verano enfermo.

Aquel fue el fruto principal de tres años de viaje.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Poco después de haber regresado a mi patria caigo por tercera vez en las redes del amor. Primeros ensayos en poesía


Mas aunque a los ojos de todos y a los míos propios no habíanme reportado ningún beneficio aquellos cinco años de viajes, mis ideas habíanse ensanchado y mi modo de pensar también había cambiado bastante; así es que cuando mi cuñado volvió a hablarme de la carrera diplomática y de lo conveniente que sería el que solicitara algún cargo en la diplomacia, le contesté que, habiendo visto de cerca a los reyes y a los que los representan, y no pudiendo tener consideración ni estima por ninguno de ellos, por nada del mundo representaría yo, no digo al más pequeño de todos los soberanos de Europa, como era el nuestro, sino al mismísimo gran Mogol; y que a los que han tenido la desgracia de nacer en los países donde hay reyes no les queda otra compensación que la de vivir de sus rentas, si las tienen, o buscar una ocupación que les permita vivir, siempre, empero, bajo los auspicios de la bendita independencia. Estas palabras hicieron torcer el gesto a aquel excelente caballero, que era uno de los gentileshombres de cámara del rey; pero no volvió a hablarme del particular y yo me confirmé más en mi propósito.

Yo tenía entonces veintitrés años; era bastante rico para un país como el mío; tan libre como aquí se puede ser; experto, aunque no mucho, en las cosas y en la moral políticas, por haber visto sucesivamente tantos y tan diferentes países y tantos y tan diversos hombres; más pensador de lo que se podía exigir a mi edad y más presuntuoso que ignorante. Claro está que con semejantes dotes tenía que cometer necesariamente muchos yerros hasta que encontrara algo útil y laudable en que pudiera satisfacer el ardor y la impetuosidad de mi intolerante y orgulloso carácter.

Lo primero que hice fue procurarme una casa magnífica, situada en la hermosísima plaza de San Carlos, amueblada con lujo, originalidad y buen gusto, y me di luego a una vida de placeres en compañía de mis amigos, que, como es de suponer, no me faltaban. Mis antiguos condiscípulos y compañeros de escapatorias y calaveradillas de la adolescencia fueron mis íntimos, unos doce individuos en total, que nos reuníamos con mucha frecuencia, formando una especie de sociedad permanente, en la que se admitía o se excluía a los asociados por votación y sometiéndolos a ciertas reglas y ceremonias bufas que le daban el aspecto, aunque no lo era ni mucho menos, de una libre masonería. La expresada sociedad no tenía otro objeto que el de divertirnos, cenar juntos a menudo, pero sin promover escándalos de ninguna clase, y celebrar reuniones periódicas semanales para razonar o disparatar sobre todo lo habido o por haber. Las reuniones se verificaban en mi casa, porque era mejor y más espaciosa que las de mis compañeros y porque viviendo yo solo se podía hablar y obrar con entera libertad. Entre aquellos jóvenes, pertenecientes todos a honradas y distinguidas familias los había de todo género: ricos y pobres, listos y tontuelos, buenos y disipadillos, cultos e ignorantes; y de esa mezcla resultaba que yo no podía, ni aun cuando hubiera querido lo habría logrado tener la primacía, aunque había visto muchas más cosas que mis compañeros. Las leyes que establecíamos se discutían, no se dictaban, y eran imparciales, equitativas y justas, de modo que lo mismo hubiéramos podido fundar una república bien equilibrada que una asociación de bufones, ridícula, pero muy bien equilibrada también. El destino y las circunstancias hicieron que resultara esta última en vez de aquélla. Habíamos construido un buzón bastante grande en el que depositábamos toda clase de escritos, que recogía nuestro presidente, elegido cada semana, para leerlos en la próxima reunión. Entre aquellos escritos había algunos muy divertidos y curiosos, anónimos todos, pero a la legua se adivinaba quiénes eran sus autores. Para común desgracia nuestra, y especialmente mía, todos los escritos estaban redactados en -no me atrevo a decir lengua- palabras francesas. Yo tuve la suerte de introducir en el buzón algunos que regocijaron mucho a la reunión; un revoltillo de asuntos filosóficos y de impertinencias, escrito en un francés que debía ser bastante malo, si no pésimo, pero que, sin embargo, resultaba inteligible y pasable para un auditorio que no estaba más instruido que yo en aquel idioma. Entre otros, deposité uno, que aún conservo, que similaba una escena del Juicio Universal, en la que Dios pedía a las almas estrecha cuenta de sus actos y respondían varias pintando cada cual su propio carácter. Aquella composición tuya mucho éxito, porque estaba escrita con cierta gracia, y tan ajustada a la verdad, que los retratos de los diversos personajes, existentes todos, hombres y mujeres, en Turín, resultaban de tal modo exactos que el auditorio los iba nombrando a medida que yo los presentaba.

Este mi primer ensayo de trasladar al papel mis ideas tal como se presentaban a mi mente, y poder al hacerlo procurar algún deleite a quien lo leyere, me estimuló después durante cierto tiempo a escribir algo duradero; pero en vano ponía en prensa mi caletre para encontrar el asunto que había de tratar ni el género que debía escoger. Por temperamento me inclinaba a la sátira, a poner en ridículo las cosas y las personas; mas aunque reflexionado, y pensando mucho el pro y el contra, me parecía que no habían de faltarme disposiciones para cultivar este género, en el fondo de mi corazón lo rechazaba por falaz y porque su éxito, a menudo momentáneo, radica más en la malignidad y envidia natural de los hombres que disfrutan, cuando ven zaheridos a sus semejantes que en el mérito intrínseco del que zahiere.

Mas, entretanto, las distracciones continuas, la completa libertad, las mujeres, mis veinticuatro años, los caballos, de los que poseía ya más de una docena; todos estos obstáculos invencibles para hacer algo bueno y útil, acabaron bien pronto con mis deseos de ser autor. Vegetando en esta vida juvenil holgazana, sin disponer jamás de un momento libre y sin abrir nunca un libro, caí de nuevo, como era de esperar, en los lazos de otro funesto amor, del que, tras de muchas angustias, vergüenzas y dolores, escapé, finalmente con el verdadero, fortísimo y frenético amor del saber y del obrar, que ya no me abandonó jamás, y que, por lo menos, me sustrajo para siempre de los horrores del tedio, de la saciedad, del ocio y aun de la desesperación, hacia la cual me sentía arrastrar de tal manera, que si no hubiese hallado una ocupación constante y distraída, irremediablemente habría muerto o enloquecido antes de los treinta años de edad.

Mi tercera embriaguez de amor fue verdaderamente desatinada y duró demasiado. Mi nuevo tormento fue una señora distinguida, pero que no gozaba de muy buena reputación en la sociedad a que pertenecía, y entradita ya en años, puesto que me llevaba lo menos nueve o diez.

Existía ya entre nosotros cierta amistad desde que empecé a dar mis primeros pasos por el mundo, cuando estaba yo todavía en el primer departamento de la academia. Seis años después, o quizá más, viví yo en una casa situada frente a la suya, y sus insinuaciones, mi ociosidad, el ser yo tal vez una de esas almas de las que dice Petrarca:


   So di che poco canape st allacia
un anima gentil, quando ella è sola
e non è chi per lei difesa faccia,



y, en fin, mi buen padre Apolo, que quizá quiso llamarme así por ese camino, lo cierto es que yo, que al principio no la amaba, ni después la estimé jamás, y a pesar de que su rara, belleza no me sedujera, creyendo como un mentecato en su mentido amor hacia mí, acabé por enamorarme locamente de ella. Desde entonces no hubo para mí diversiones ni amigos; todo lo olvidé, hasta los caballos, que eran mi pasión. Desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche estaba a su lado, descontento de aquella esclavitud, pero incapaz de dejarla; curioso e insoportable, en la que, no obstante, viví, o vegeté, mejor dicho, desde mediados del año 1773 hasta fines de febrero de 1775, sin contar la cola de aquel para mí funesto y a la par fausto cometa.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Enfermedad. Arrepentimiento


Como en el largo tiempo que duraron estas relaciones yo no cesaba de rabiar día y noche, era natural que se alterarse mi salud. Y, en efecto, a fines del año 1773 tuve una enfermedad corta, pero tan grave y rara, que los maliciosos, que en Turín abundan, dijeron con mucha agudeza que la había inventado yo para mi uso particular. Empezó por un vómito continuo, que duró más de treinta y seis horas, y no quedándome ya nada líquido, que arrojar, se irritó de tal manera el diafragma que apenas podía tragar algunos sorbitos de agua. Para evitar la inflamación, los médicos me sangraron de un pie, con lo cual cesó aquel vómito seco; pero fui presa inmediatamente de tales convulsiones y de tal crisis nerviosa que, en medio de terribles sacudidas, hubiérame deshecho la cabeza contra la cabecera de la cama si no me la hubiesen sujetado, así como las manos y los brazos. No podían suministrarme alimento ni bebida por ningún conducto, pues en cuanto me acercaban un vaso o un instrumento a cualquier orificio de mi cuerpo acometíanme tan terribles convulsiones que no había fuerza humana capaz de sujetarme; y si empleaban la violencia era peor, porque, a pesar de los cuatro días que llevaba de dieta absoluta y de la pérdida de energía subsiguiente, conservaba tal eretismo muscular que realizaba tan poderosos esfuerzos como jamás los hubiera podido hacer gozando de buena salud. Así pasé cinco eternos días, en los que, con gran trabajo, sólo me pudieron hacer ingerir unos veinte o treinta sorbos de agua, a menudo arrojados en seguida; pero, finalmente, al sexto cesaron las convulsiones, gracias al baño muy caliente de agua y aceite, por partes iguales, en que me tuvieron metido por espacio de seis horas. Abierto así el conducto del esófago, hiciéronme beber gran cantidad de suero, y en poco tiempo estuve restablecido. El prolongado ayuno y los esfuerzos de los vómitos dejáronme un hoyuelo, que nunca más desapareció, entre los dos huesecillos que forman la horquilla del estómago, en el que cabía holgadamente un huevo de regular tamaño. La rabia, la vergüenza y el dolor en que hacíame vivir aquel desdichado amor habíanme ocasionado aquella singular enfermedad. Y como yo no veía el medio de salir de aquel laberinto, llegué a desear y esperar la muerte. Al quinto día de enfermedad, cuando los médicos desconfiaban ya de salvarme, se me presentó un dignísimo caballero, amigo mío aunque me llevaba muchos años, el cual habla aceptado el difícil encargo de inducirme a hacer lo que la expresión de su rostro y los preámbulos de su conversación hiciéronme adivinar antes que se decidiera a decírmelo: que me confesara e hiciera testamento. Me anticipé a sus deseos, pidiendo confesor y un notario; pero ni esto turbó lo mas mínimo mi ánimo. Miré a la muerte bajo distintos, aspectos, y a pesar de mi juventud no me causó pavor. ¡Quién sabe si cuando se me vuelva a presentar inexorable la recibiré de la misma manera! Verdaderamente, es preciso que el hombre muera para que los demás, y aun él mismo, le puedan apreciar en su justo valor.

Restablecido de mi enfermedad, volví a tomar tristemente mis cadenas amorosas, y para librarme de algo decidí romper los lazos que me ataban a la milicia, con tanto mayor motivo cuanto que nunca me ha gustado; antes bien, he aborrecido siempre la infame profesión de las armas cuando se ejerce para sostener un poder absoluto, cualquiera que él sea, el cual excluye el sacrosanto nombre de patria. No negaré, empero que en aquella sazón no fuese tan oprobiosa, mi Venus como mi Marte. Me presenté, pues, al coronel, y, pretextando mi delicada salud, pedí que se me concediera la separación del servicio, aunque no lo había prestado jamás, puesto que de los ocho años aproximadamente que pertenecí al ejército, cinco estuve fuera de mí patria y en los otros tres apenas pasé cinco revistas, ya que sólo se pasaban dos al año en los regimientas de milicias provinciales, a, que yo pertenecía. El coronel me instó a que lo pensara detenidamente antes de tomar semejante resolución, y accediendo, por cortesía, a sus instancias no volví a reiterar mi dimisión hasta quince días después, para dar a entender que lo había meditado mucho.

Y continué en el más vergonzoso servilismo, esclavo de aquella mujer, esquivando a conocidos y amigos, porque, en sus rostros leía yo claramente lo que no se atrevían a decirme para condenar mi oprobiosa condescendencia. En esto sucedió que aquella mi desdichada amante enfermó, a principios de enero de 1774, de cierto mal del que muy bien pude ser yo la causa, aunque no me atrevía a asegurarlo. Y como su estado exigía absoluto reposo y silencio, fielmente permanecía yo a la cabecera de su lecho, dispuesto a servirla de día y de noche, sin despegar los labios para que ella no tuviese que hablar, ya que esto le hubiera fatigado. En una de aquellas nada divertidas sesiones, impulsado por el tedio, tomé cinco o seis hojas de papel, que me vinieron a las manos no sé cómo, y empecé a escarabajear una escena de una no sé si llamarla tragedia o comedia, y si había de tener uno, cinco o diez actos, pues tampoco lo sabía; una serie de palabras en forma de diálogo y remedando versos entre un tal Fontino y una mujer, a los que se unía, cuando ya llevaban un ratito charlando, una Cleopatra. Como era preciso que a la mujer le diese nombre, le puse el primero que me vino a la mente: el de Láquesis, sin acordarme que era el de una de las tres Parcas. Examinándola ahora paréceme aquella repentina empresa tanto más extraña cuanto que en cinco o seis años no había escrito jamás una palabra en italiano, y sólo muy pocas veces, a larguísimos intervalos, había leído algo escrito en mi lengua. Sin embargo, en un arranque repentino, y sin saber cómo ni por qué, tracé varias escenas en idioma italiano y en verso... Debo añadir la particularidad de que cuando empecé a emborronar aquellas cuartillas no tenía más motivo para hablar de Cleopatra con preferencia a Berenice, Zenobia u otra reina tragediable que el de haberme acostumbrado a ver en la antesala de mi amante unos tapices hermosísimos que representaban episodios de la vida de Cleopatra y Antonio.

Curó mi manceba de su enfermedad, y yo, sin acordarme ya de aquellas ridículas escenas de ensayo de tragedia, las deposité debajo de los cojines de la butaca en que aquélla se sentaba, y allí permanecieron olvidadas cerca de un año; de manera que fueron mi amante y los que se sentaban en la susodicha butaca los que empollaron mis primicias trágicas.

Mas, cansado al fin de aquella vergonzosa vida de esclavitud, en mayo de aquel mismo año 1774 tomé de improviso la determinación de ir a Roma, con la esperanza de que el viaje y la ausencia me curarían de aquella morbosa pasión. Me sirvió de pretexto una de las frecuentes rencillas que tuve con mi coima, y sin comunicarle mis propósitos volví por la noche a mi casa, hice al día siguiente los preparativos necesarios y, sin ir a despedirme siquiera, salí de madrugada con dirección a Milán. Enteróse, empero, de mi partida, tal vez por alguno de mis criados, y, como es costumbre en tales casos, me devolvió la vigilia por la noche mis cartas y retrato. Aquella devolución me trastornó un poquito, y por poco no dio al traste con mis propósitos; sin embargo, logré sobreponerme, no sin esfuerzo, a mis debilidades, y, como he dicho, tomé la posta de Milán. Llegado a Novara al caer de la tarde, atormentado sin cesar por aquella desdichadísima pasión, el arrepentimiento, el dolor y la vileza asaltaron de tal modo mi corazón que, ciego y sordo a la verdad y a la razón, cambié en un momento por completo. Ordené a mis criados y a un sacerdote francés que había comprometido para que me acompañase en aquel viaje que continuasen con mi carruaje hasta Milán, donde luego me reuniría con ellos, y a media noche monté a caballo, lo lanzó al galope, y al amanecer del día siguiente me encontré a las puertas de Turín. Mas para que nadie me viera, y por temor a ser blanco de las burlas y rechifla generales de amigos y conocidos, no quise entrar en la ciudad, y desde una venta de los alrededores escribí a mi airada manceba, suplicándole humildemente que me perdonase y se dignara recibirme para oír mis excusas. La contestación no se hizo esperar: me la llevó Elía, a quien había dejado yo en Turín para que cuidase de mi casa y de mis asuntos; Elía, que parecía destinado a curar o aliviar siempre mis heridas. Se me concedía la entrevista solicitada, y, en consecuencia, apenas cerró la noche entré en la ciudad como un prófugo, obtuve completo y vergonzoso perdón y a la mañana siguiente volví a tomar el camino de Milán, habiendo convenido antes que al cabo de cinco o seis semanas fingiríame enfermo para tener así un pretexto para regresar a Turín. Zarandeado de esta suerte por la razón y la insania, apenas firmada la paz, y cuando me encontré de nuevo en medio de la carretera a solas con mis pensamientos, volví a sentir toda la vergüenza de mi debilidad, y, atormentado por el remordimiento, llegué a Milán en un estado de ánimo que inspiraba a la vez compasión y riza. Yo no lo sabía entonces, pero lo experimentaba, la gran verdad que encierra la hermosa frase de nuestro maestro en amor: Petrarca (soneto 41):


El que quiere vence al que discierne.



En Milán sólo me detuve dos días, pensando siempre en la manera de abreviar aquel maldito viaje y deseando al mismo tiempo hallar un medio plausible para prolongarlo y no tener que cumplir la palabra dada; yo quería verme libre, pero ni podía, ni sabía cómo. Y no hallando sosiego para mi alma más que en el continuo movimiento, en correr la posta, me dirigí rápidamente a Florencia, pasando como una exhalación por Parma, Módena y Bolonia; pero como tampoco hallé en la primera de las mencionadas ciudades la paz que buscaba, a los dos días de haber llegado volví a emprender el camino en dirección a Pisa y Liorna. En esta última población recibí las primeras cartas de mi amante, y no pudiendo soportar la ausencia, partí en seguida por la vía de Lerici y Génova, donde dejé el coche y al cura que me acompañaba para que descansara éste de las molestias del viaje y se repusieran los caballos, y regresé a Turín a galope tendido a los diez y ocho días de haber salido para un viaje que había de durar un año entero. Entré de noche, como la vez anterior, para evitar chanzas y burlas. ¡Viaje verdaderamente a propósito para hacer reír a los demás, pero que me costó muchas lágrimas!

La gravedad y palidez de mi rostro contuvieron a mis amigos y conocidos, los cuales, si bien me dispensaron de sus pullas y bromas, que forzosamente habíanme de resultar pesadas, tampoco se atrevieron a darme la bienvenida. Y con razón, porque yo no merecía sus saludos; era un ente tan despreciable aun a mis propios ojos, que el pensarlo y reconocerlo me sumió en tal abatimiento y en tan profunda tristeza, que si aquel estado hubiera durado mucho, de seguro habría perdido el seso o reventado; y por loco, efectivamente, me tomaron muchos.

Sin embargo, seguí arrastrando aquellas viles cadenas desde fines de junio de 1774, fecha de mi regreso del proyectado viaje, hasta enero del año siguiente, en que el hervor de mi contenida rabia llegó a un grado tan elevado que forzosamente me hizo estallar.




ArribaAbajoCapítulo XV

Recobro por completo la libertad. El primer soneto


Una noche que volví de la Opera -insulsa y aburridísima división de toda Italia-, donde había pasado varias horas en el palco de mi odiada amante, me sentí hastiado de tal manera, que tomé la firmísima e inquebrantable determinación de romper de una vez aquellos lazos. Y como la experiencia habíame enseñado que el viajar y correr de una ciudad a otra, lejos de fortalecer mis propósitos, los había debilitado en seguida, hadiéndome desistir de ellos después, decidí someterme a más dura prueba, seguro de que cuanto mayor y más difícil fuera el esfuerzo, mejor lo conseguiría, dada la obstinación natural de mi férreo carácter. Me prometí, pues, a mí mimo no salir de mi casa, que, como he dicho, era frontera a la de mi manceba; mirar cada día a sus ventanas, verla salir y entrar, oírla hablar, y, sin embargo, no ceder ante nada, ni a embajadas directas o indirectas, ni a súplicas ni amenazas, dispuesto, a morir, si era preciso, o a vencer a toda costa. Formado este propósito, con objeto de obligarme a cumplirlo por medio de un compromiso de honor, escribí una cartita a un amigo mío que me quería mucho y que a pesar de esto y no haber pasado juntos nuestra adolescencia hacía mucho tiempo que ni me veía ni visitaba, porque, no pudiéndome salvar del naufragio en aquel Caribdis, no quería dar a entender siquiera que aprobaba mis devaneos. En la cartita le daba cuenta con pocas palabras de mi inquebrantable resolución y le enviaba bien envuelta la larga y abundosa trenza de mis rojos cabellos, como prenda de garantía indiscutible, puesto que en aquel tiempo sólo los villanos y los marineros podían mostrarse al público sin ese adorno. Terminaban mi carta rogándole que me asistiese con su presencia y su valor para fortalecer el mío. Aislado así en mi casa, prohibido todo mensaje, rugiendo y pataleando pasé los primeros quince días de aquella extraña liberación. Visitábanme algunos amigos y creo que me compadecían, acaso porque yo no abría la boca para quejarme, aunque mi actitud y la expresión de mi rostro eran harto elocuentes. Trataba de leer algo, pero no entendía ni la gaceta, y mucho menos un libro; ocurríame que después de haber leído varias páginas con la vista, y aun en alta voz, no me había enterado de nada. Lo único que me procuraba algún alivio era pasear a caballo por los lugares más solitarios.

En este semifrenético estado pasé dos meses, hasta fines de marzo del 75, en que me asaltó una idea que poco a poco fue tomando cuerpo, apartando mi mente y mi corazón de aquel funesto amor. Pensando un día que tal vez estaba aún a tiempo de llegar a ser poeta, me puse a escarabajear en el papel y me salió una composición de catorce versos, que tomé por un soneto, y en esta creencia lo mandé al amable y docto padre Paciaudi, a quien vela de vez en cuando, el cual se me mostraba siempre muy amable y quejoso de que matara el tiempo y a mí mismo en la ociosidad. El excelente religioso no cesaba de recomendarme que leyese los autores italianos, y habiendo visto cierto día en un puesto de libros la tragedia Cleopatra, que él calificaba de «eminentísima» por haber sido escrita por el cardenal Delfino, la compró y me la regaló, porque habíame oído decir que me parecía un asunto muy a propósito para escribir una tragedia, aunque habíame guardado muy mucho de enseñarle mi primer aborto. En un momento de lucidez tuve la paciencia de leerla y apostillarla, y se la devolví luego, considerándola muy inferior, tanto por el plan como por la trama, a la mía, en el supuesto de que la terminase, según me proponía hacer. Paciaudi, para no desalentarme, me dio a entender que el soneto era bueno, aunque ni lo creía ni podía creerlo. A los pocos meses me engolfé en el estudio de nuestros mejores poetas y no tardé en poder apreciar todo el valor de aquel soneto, que realmente no valía la pena de haber sido escrito. No obstante, debo eterno agradecimiento a quien me tributó tan inmerecidos elogios, porque me animaron a procurar hacerme digno de merecerlos.

Previendo el rompimiento con mi amante, pocos días antes de que se verificase tuve la precaución de recuperar el manuscrito de mi Cleopatra, que sin terminar aún, macerábase bajo los cojines de una butaca desde hacía cerca de un año. Llegó, al fin, un día en que, para distraer mi soledad, casi continua, le di un repaso, y dándome cuenta entonces de que el estado de mi corazón era exactamente igual al de Antonio, dije para mis adentros: «Es preciso que acabe esta obra, que la rehaga por completo, si es que no puede pasar así; desarrollar en esta tragedia los sentimientos que me embargan y hacerla representar esta primavera próxima por la farándula que venga a Turín». Y apenas me asaltó esta idea, como si de repente me hubiese curado de todos los males del alma que padecía, me puse a trabajar con afán, retocando, cambiando, suprimiendo, añadiendo. deshaciendo y volviendo a comenzar, a desatinar, en una palabra, acerca de aquella Cleopatra desventurada y en mal hora nacida. No tuve reparo en consultar con algunos amigos míos de mi misma edad que no habían abandonado como yo, durante tantos años, el estudio y ejercicio de la poesía y de la lengua italianas; buscaba y aburría sobremanera a todos los que me podían dar alguna luz en aquel arte de que tan a obscuras estaba yo; así es que, llevado de mi deseo de aprender y saber si podría salir airoso de aquella peligrosísima y temeraria empresa, fui convirtiendo poco a poco mi casa en una semiacademia de literatos. Mas como en aquella ocasión mi deseo de aprender y mi flexibilidad eran sólo circunstanciales, puesto que por temperamento, y en virtud de mi profunda ignorancia, era recalcitrante y rebelde a toda enseñanza, me desesperaba, hacía perder la paciencia a los demás también, y no podía sacar ningún provecho. Sin embargo, no fue pequeña, ventaja para mí que ese impulso fuera borrando de mi corazón el indigno amor que lo dominaba, y que poco a poco fuese despertando mi entendimiento, tantos años aletargado. No me encontraba ya en la dura y risible necesidad de hacerme atar a una silla, como había tenido que hacer varias veces para resistir a la tentación de abandonar mi casa y volver a la cárcel de que había escapado. Fue éste uno de los procedimientos que empleé para curarme a viva fuerza. Como las cuerdas estaban ocultas bajo la amplia capa en que me envolvía, y tenía las manos libres para leer, escribir o tirarme de los pelos, las personas que me visitaban no podían sospechar que yo estaba atado a la silla. Así pasaba bastantes horas. Elía, que era el único que estaba en el secreto, porque era el que me ataba, esperaba para desatarme a que yo, una vez pasado el acceso de furiosa imbecilidad, seguro de mí mismo y fortalecido en mi propósito, le mandara que me librara de aquellos lazos.

Recurrí a tantos medios para defenderme contra tan fieros asaltos, que no volví a caer en aquel infierno. Una de mis muchas extravagancias, y seguramente la más curiosa, fue la de presentarme disfrazado en un baile de máscaras que, se daba en el teatro en los últimos días de Carnaval. Vestido de Apolo, con bastante propiedad, tuve la osadía de presentarme en el baile rascando la lira y cantando unos versos míos, muy malos por cierto. Semejante desfachatez era impropia de mi carácter; pero se me podía dispensar en gracia a lo que lo motivaba, es decir, a mi debilidad para resistir a tan violenta pasión; que al fin y el cabo lo no cm más que una necesidad mía de interponer como obstáculo infranqueable la vergüenza de volver a caer en los lazos que públicamente habla vituperarlo yo mismo. De manera que, sin darme cuenta de ello, para no tener que avergonzarme de nuevo, perdía la vergüenza ante el público...

Con estas y otras parecidas burlas me iba realmente inflamando el para mí nuevo y hermosísimo amor a la gloria, hasta que al fin, después de consultar muchos poetas, de destrozar muchas Gramáticas y vocabularios y de acumular desatinos, llegué a componer como Dios me dio a entender cinco cosas que denominé actos, poniéndoles el título de Cleopatra, tragedia. Cuando puse en limpio el primer acto, pero sin pulirlo, lo envié al amable padre Paciaudi, rogándole que limase y me diese su parecer sobre aquel escrito. Algunas de las notas marginales que puso eran tan divertidas y graciosas que me hicieron desternillar de risa, aunque no tenían nada de lisonjeras para mí, como, por ejemplo, la siguiente: «Verso 184: El ladrido del corazón. Esta metáfora es excesivamente canina. Le aconsejo que la quite». Las apostillas del primer acto y los consejos contenidos en la cariñosa carta que las acompañaba decidiéronme a empezar de, nuevo con mayor empeño y ejemplar paciencia, y el resultado de ello fue la llamada tragedia que se representó por primera vez en Turín el 16 de junio de 1775.

De la misma manera que molesté lo indecible al buen padre Paciaudi para que censurase mi segundo ensayo literario molesté a otras muchas personas, entre ellas al conde Agustín Tana, coetáneo y amigo mío, que había sido paje del rey durante el tiempo que yo estuve en la academia. Nuestra educación había sido poco más o menos la misma; pero el conde, desde que abandonó el servicio del rey, vivía dedicado al cultivo de las literaturas italiana y francesa y había alcanzado merecida fama en la crítica filosófica, aunque no en la gramatical. La agudeza y gracia de sus observaciones acerca de mi desdichada Cleopatra divertirían grandemente al lector si yo tuviera el valor de reproducirlas aquí; pero me abochornarían demasiado, aparte de que tal vez no las entendería, porque sólo conservo copia de las referentes a los cuarenta primeros versos de aquel mi segundo aborto.. Yo había escrito además una pequeña farsa, titulada Los poetas, que se había de representar a continuación de Cleopatra. No se crea, empero, que la tragedia y la farsa eran simplezas de un tonto de capirote, puesto que aquí y allá se traslucía algún rasgo de ingenio y su poquito de gracia. En Los poetas me retraté a mí mismo bajo el nombre de Zeusippo, burlándome de mi Cleopatra, cuyo espectro evocaba para que, saliendo del infierno, se presentara, en compañía de otras heroínas de tragedia, a criticar aquella obra mía, comparándola con otras chapucerías del mismo género originales de poetas rivales míos, a los que nada tenía yo que envidiar, con la diferencia de que las tragedias de éstos eran parto regular de una incapacidad erudita, mientras que la mía era parto prematuro de una ignorancia capaz.

Aquellas dos obras fueron representadas dos noches consecutivas con aplauso general. Se debía representar la tercera, a petición del público, que se mostraba demasiado indulgente conmigo; pero como yo estaba sinceramente arrepentido de tamaña temeridad, prohibí a los actores que volvieran a representarla. Pero desde aquel momento sentí tan vivísimos deseos de llegar a hacerme merecedor de aplausos por mis obras teatrales, que jamás habíame asaltado con tanta violencia una fiebre de amor. Así fue como me presenté al público por primera vez. Tal vez mis muchas, demasiadas composiciones dramáticas no han sido muy superiores a las dos primeras, pero es indudable que comencé mi incapacidad de un modo bastante loco y ridículo. Mas si, por el contrario, algún día se me llegase a contar entre los autores de tragedias y comedias menos malos, será indudable también que mi burlesco ingreso en el Parnaso con choclo y coturno a la vez resultó un acto bastante serio.





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