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ArribaAbajoÉpoca cuarta

Vicisitudes: Y aquí pongo punto a esta época de mi juventud, porque la de mi edad viril no podría tener más fausto comienzo



ArribaAbajoCapítulo I

Ideo y extiendo en prosa mis dos primeras tragedias, en francés, «Filippe» y «Polinice» y un diluvio de pésimas poesías


A los veintisiete años de edad, aproximadamente, contraje conmigo mismo y con el público el compromiso de hacerme autor trágico, y ved aquí cuáles eran los capitales de que disponía para llevar a cabo semejante temeridad: un ánimo resuelto, tenacísimo e indómito; un corazón rebosante de toda clase de afectos, entre los que predominaban, caprichosamente mezclados, el amor, con todos sus frenesíes, y profundo, ferocísimo e invencible odio a la tiranía. Añádase a esto, sensible talento natural y un débil y vago recuerde de las tragedias francesas que había visto representar muchos años atrás, sin haberlas leído, empero, y mucho menos meditado. Añádase también una ignorancia casi absoluta de las reglas del arte de la tragedia y una impericia casi completa -como sin duda habrá notado el lector por los pasajes citados- en el divino y necesarísimo arte de escribir bien y dominar el propio idioma. Todo esto envuelto por la endurecida corteza de una presunción, o, mejor dicho, de una petulancia increíble, unida a un carácter tan impetuoso que a duras penas y raras veces me dejaba conocer e investigar la verdad. Estos capitales, como comprenderá el lector, eran más apropiados para obtener con ellos un príncipe vulgar que un escritor insigne.

No obstante, una voz secreta, salida del fondo de mi corazón, amonestábame y me aconsejaba con más energía e interés que mis pocos y verdaderos amigos. «Es preciso que vuelvas atrás -me decía-, que te conviertas en niño y que como tal empieces a estudiar ex profeso la Gramática y todo lo que se necesita para saber escribir correctamente y con arte». Y tanto gritó esa voz, que al fin me convenció y me apliqué al estudio. No acertaría a expresar lo penoso y mortificante que fue para mí, que pensaba y sentía como hombre, el tener que estudiar y hacer las tareas escolares como un chiquillo; pero el fuego de la gloria tenía, a mis ojos tan hermosos resplandores, y la vergüenza de la ignorancia acuciábame con tal fuerza, que, para librarme de ella, puse mis cinco sentidos en vencer obstáculos tan poderosos como repugnantes.

La representación de Cleopatra, según he dicho, habíame abierta los ojos no sobre la absoluta carencia de interés en un asunto por sí misino desdichado y poco tragediable no diré para un autor novel, como era yo, sino aun para los más expertos-, pero sí para abarcar de una ojeada la inmensidad del espacio que tendría que recorrer hacia atrás antes de poder, por decirlo así, situarme junto a la valla, penetrar en la pista y lanzarme con mayor o menor fortuna hacia la meta. Caída, al fin, de mis ojos la venda que hasta entonces habíame impedido ver, me juré a mí mismo no perdonar trabajo, molestia ni sacrificio hasta conocer a fondo la lengua italiana que era la mía. Me indujo a hacer este juramento la íntima convicción de que, si llegaba algún día a saber escribir con soltura, no había de faltarme inspiración para componer. Hecho, pues, el juramento antedicho, me lancé al remolino gramatical, como Curcio a la sima, armado y vigilante. Cuanto más me convencía de que hasta entonces todo lo había hecho mal, tanto más seguro estaba de que con el tiempo lo haría mejor; y de esto tenía una prueba evidente en mi papelera: las dos tragedias, Filippe y Polinice, que entre marzo y mayo de aquel mismo año, 1775, es decir, unos tres meses antes de la representación de Cleopatra, había escrito en prosa francesa y leído a varias personas, a las cuales me pareció que les había gustado. No me figuré esto porque hubiesen elogiado mis obras, sino por la atención no fingida ni obligada con que las escucharon desde el principio hasta el fin, y porque la expresión de sus rostros conmovidos hablaban, a mi manera de ver, con más elocuencia de lo que hubieran podido tener sus palabras. Mas, por mi desgracia, buenas o malas, aquellas tragedias, concebidas en francés y en francés nacidas, habían de recorrer muy largo y penoso camino antes de verse escritas en versos italianos. Las extendí en su mezquino y desagradable idioma originario, no porque yo lo conociese bien ni lo pretendiese siquiera, sino porque, no habiendo empleado ni oído hablar en cinco años de viaje otra, lengua que esa jerga, en ella expresaba algo mejor mis pensamientos; pues a causa de no saber bien ningún idioma, sucedíame con, frecuencia lo que seguramente sucedería a uno de los más rápidos volantes23 italianos que soñase en que corría con otros iguales o mejores que él y que para ganar la apuesta sólo le faltaban las piernas.

Era tal la imposibilidad de expresar o traducir mis propias ideas, no ya en verso, sino en prosa italiana, que cuando volvía a leer un acto o una escena de. los que habían gustado a mis oyentes, ninguno de ellos lo reconocía y me preguntaban por qué los había cambiado; los nuevos ropajes con que vestía la misma figura la desfiguraban de modo que no había medio de conocerla. Yo me desesperaba y gemía en vano; no me quedaba otro recurso que armarme de paciencia, volver a empezar y atracarme de las insulsas y antitrágicas lecturas de nuestros libros de texto, para grabar en mi mente los giros toscanos; es decir, ejercitar puramente la memoria para pensar después en la nueva forma que había de dar a mis escritos.

Sin embargo, el tener en mi papelera aquellas dos futuras tragedias alentábame a escuchar pacientemente los consejos pedagógicos que llovían sobre mí, y prestábame la fuerza necesaria para asistir a la representación de Cleopatra, a pesar de que cada verso que declamaba el actor sonaba a mis oídos y a mi corazón como la más acerba crítica de una obra que ya no tenía ningún valor para mí y sólo la consideraba como un estímulo para el porvenir. Así como no me desalentaron las críticas -quizá justas en parte, pero malignas y nada cultas desde luego- que se hicieron de la primera edición de mis tragedias -Siena, 1783-, así tampoco me envanecieron ni lograron persuadirme los injustos e inmerecidos aplausos que el público de Turín me tributó, compadecido, quizá, de mi juventud y atrevimiento. Luego el primer paso hacia la pureza toscana del lenguaje debía ser necesariamente el dar de lado a toda lectura de libros franceses. Desde el mes de julio no volví a proferir ni una palabra en ese idioma, y esquivaba toda persona o tertulia que lo emplease; pero, con todo, no lograba italianizarme. Tampoco podía sujetarme a un plan de estudios graduado y regular, y, desdeñando consejos y advertencias, esforzábame por volar con mis propias alas. En cuanto se presentaba a mi mente una idea trataba de expresarla en verso, y, ensayando todos los géneros y todos los metros, sufría los más crueles desencantos, sin que por eso perdiese mi obstinada esperanza en el triunfo final.

Entre las muchas aleluyas -no me atrevo a llamarlas poesías- que compuse se me ocurrió una que debía ser un capítulo alusivo a los instrumentos, grados y cargos de la bufonesca Masonería libre, en uno de cuyos banquetes la leí. Y aunque en mi primer soneto había robado a Petrarca algunos versos de sus capítulos24, era tanta mi despreocupación e ignorancia, que comencé aquella composición poética sin acordarme, y quizá sin haberla estudiado bien, de la regla de los tercetos, hasta que al llegar al duodécimo me asaltó la duda; abrí el Dante y eché de ver mi error, que procuré evitar en los sucesivos, pero sin, tocar los primeros doce tercetos. Leí en el banquete mi producción literaria tal como había quedado, y como los masones libres estaban en poesía y métrica al mismo nivel que en el oficio de albañil, mi Capítulo fue muy aplaudido.

Considerando que la vida que llevaba en la ciudad distraíame demasiado de mis estudios, en agosto de aquel mismo año 1775 me retiré a los montes limítrofes del Piamonte y el Delfinado, a un lugarejo llamado Cezannes, al pie del Monginevro, por donde es fama que cruzó Aníbal los Alpes. Mas, aunque soy reflexivo por temperamento y sólo raras veces impulsivo por la vehemencia de mi carácter, no caí en la cuenta, al tomar aquella determinación, de que escogiendo mi retiro entre aquellos montes tendría que emplear para hacerme entender, y oír hablar, la maldecida lengua francesa, de la que con tan justa y necesaria nación habíame propuesto huir. Verdad es que habíame inducido a hacer tal elección el abate que, según he dicho en otro lugar, habíame acompañado en el ridículo viaje que el año anterior realicé a Florencia. Dicho abate, llamado Aillaud, era natural de Cezannes, estaba dotado de gran talento, su filosofía era muy alegre y poseía vasta cultura en las literaturas latina y francesa. Conocí y traté al abate Aillaud, cuando era preceptor de dos hermanos, amigos míos de la infancia, y de aquella época databan, nuestras relaciones. Como tributo a la verdad, debo añadir que desde el primer momento el abate hizo todo lo posible para inculcarme el amor a las letras, asegurándome que, si yo me lo proponía, podría llegar muy lejos; pero sus esfuerzos fueron infructuosos. A veces, el abate y yo hacíamos el siguiente convenio: él tenía que leerme, por espacio de una hora, la novela o cuentos de Las mil y una noches, a cambio de escuchar, durante diez minutos, la lectura que yo daría de algunos trozos de las tragedias de Racine. Yo era todo oídos mientras duraba aquella insulsa lectura; pero la cadencia dulcísima de los versos del gran trágico hacíanme bostezar de sueño, lo cual enojaba al abate, que, sin poder contenerse, me reprendía con cierta acritud y sobrada razón. ¡Esas eran mis disposiciones para escribir tragedias cuando vivía en el primer departamento de la academia de Turín! Verdad es que ni después, ni ahora, ni nunca he podido ni podré con la metódica, fría y monótona cantilena de los versos franceses, que jamás me han parecido versos, ni cuando ignoraba por completo lo que era un verso, ni cuando he podido presumir de saberlo.

Volvamos a mi retiro veraniego de Cezannes, donde además del cura literato había otro cura citarista, el cual me daba lecciones de guitarra; instrumento que parecíame inspirador de poesías y para el cual tenía yo ciertas disposiciones, pero no una voluntad firme que correspondiese a los éxtasis que el sonido de la guitarra me producía. Así es que ni en este instrumento ni en el piano, que aprendí a tocar en mi niñez, he pasado de ser una medianía, a despecho de mi oído y de mi fantasía, enteramente musicales. Pasé, pues, el verano en compañía de aquellos dos sacerdotes, uno de los cuales aliviaba con los sonidos de su cítara la angustia para mí tan nueva de un estudio serio y constante, y el otro me daba a todos los diablos con su dichoso francés. Sin embargo, fueron para mí dulcísimos y en extremo útiles los momentos que podía recogerme y trabajar con tesón para desenmohecer mi pobre inteligencia y destapar con el estudio mis facultades, que estaban obstruidas completamente por el vituperable y letárgico ocio en que viví casi continuamente por espacio de unos diez años. Inmediatamente puse mano a traducir y refundir en prosa italiana Filippe y Polinice, nacidos con espurios ropajes; pero, por mucho que me esforzara, aquellas dos tragedias no perdían su condición de anfibias; eran a la vez francesas e italianas, pero no una cosa más que otra; algo así como lo que decía del papel quemado nuestro poeta:


...un color obscuro
que aun no es negro y en que muere el blanco.



La angustia de hacer versos italianos con pensamientos franceses habíame atormentado también lo indecible cuando rehice Cleopatra, de tal suerte, que las mismas escenas escritas por mí en francés y leídas a mi censor trágico, que no gramático, el conde Agustín Tana, habíanle parecido hermosísimas y conmovedoras, y traducidas en ripiosos versos italianos las hallaba bastante menos que medianas, y así me lo decía sin ambages. Y yo lo creía, porque decía la verdad. Tan cierto es que en poesía la forma es lo principal y en algunos géneros, el lírico, por ejemplo, lo es todo, hasta el punto de que versos


Con vanidad que parece de personas



valen más que muchos otros que hacen pensar en


Gemas montadas en anillo vil.



Y aquí debo hacer constar que tanto el padre Paciaudi como al conde Tana, especialmente a este último, les debo eterno agradecimiento, por las amargas verdades que me dijeron y por haberme alentado a seguir la buena senda de las sanas letras. Era tanta la confianza que yo tenía en estas dos bellísimas personas, que mi destino literario estaba enteramente en sus manos, y habría arrojado al fuego toda composición mía que no hubiera merecido su aprobación, como en efecto así lo hice con varias poesías que no merecían otra cosa. Por consiguiente, si de veras soy poeta, debo añadir a este título: «Por la gracia de Dios, de Paciaudi y de Tana». Estos fueron mis santos protectores en la feroz y continua batalla, que hube de librar durante todo el primer año de mi vida literaria, persiguiendo sin tregua ni cuartel apalabras y giros franceses, a fin de despojar mis ideas, por decirlo así, de su vestimenta y darles otra nueva; para fundir, en suma, el estudio de un hombre ya maduro con el de un muchacho que asiste a las clases de una escuela elemental. Tarea más penosa de lo que puede imaginarse, tan ingrata e insoportable, que sólo puede sobrellevar el que esté alentado por la misma pasión que yo sentía.

Traducidas pues, las dos tragedias en mala prosa italiana, como dejo dicho, empecé a leer y estudiar verso por verso, en el orden de antigüedad, a nuestros primeros poetas, apostillando, no con palabras marginales, sino con trazos perpendiculares, a los versos aquellos sobre los cuales deseaba llamar mi atención por los pensamientos que encerraban, por la frase y por la rima. Mas como, para comenzar, el Dante me resultaba muy difícil de entender, preferí a Tasso, da quien hasta entonces no había leído ni una sola línea. Leía con tan loco afán, queriendo abarcar de una vez tantas y tan diversas cosas, que a las diez estrofas no me acordaba ya de lo que habla leído antes, y me sentía más fatigado y rendido que si las hubiese compuesto yo mismo. Empero poco a poco fuí acostumbrando la vista y la mente a un género de lectura tan penoso, y así, estudié primero toda la Jerusalén libertada, de Tasso; luego, el Orlando furioso, de Ariosto; la Divina comedia, de Dante, sin notas ni comentarios, y, por último, Petrarca, etc., apostillándolos todos. En este estudio empleé cerca de un año.

Si las dificultades, que encontraba en Dante eran de carácter histórico, no me cuidaba de vencerlas; pero si eran de expresión, de modalidad, de giro, esforzábame por adivinarlas. A veces, no la conseguía; pero esto servía para que me envaneciera de las pocas que había podido superar. Con aquella lectura me metí en el cuerpo una indigestión más que la quintaesencia de aquellas cuatro lumbreras; pero fue una preparación eficacísima para entenderlos perfectamente en las sucesivas lecturas, desentrañarlos, gustarlos, saborearlos, y quién sabe si imitarlos también. Petrarca me resultó tan difícil como Dante, y desde el principio me gustó menos, porque la belleza de la poesía no se puede apreciar sin conocerla a fondo.

Mas como yo tenía que escribir también en verso suelto, quise proporcionarme algunos modelos. Aconsejáronme la traducción de Estacio hecha por Bentivoglio. La leí con avidez, la estudié y apostillé toda; pero la estructura del verso me pareció demasiado floja para adaptarla al diálogo trágico. Mis censores amigos proporcionáronme entonces el Ossian, de Cesarotti, y éstos fueron los versos sueltos que realmente me gustaron, por lo que decidí adoptarlos, pensando que con una ligera modificación serían un excelente modelo para el diálogo en verso. Algunas tragedias, de autores italianos o traducidas del francés que leí con la esperanza de aprender algo referente al estilo se me caían de las manos por la languidez, trivialidad y prolijidad de la forma y del verso, dejando aparte la poca sublimidad de los pensamientos. Las menos malas que leí y apostillé fueron las cuatro tragedias traducidas del francés por Paradisi, y la Mérope, original de Maffei. Esta última me gustaba bastante en ciertos pasajes por la forma, aunque, a mi juicio, dejaba mucho que desear respecto a la perfectibilidad verdadera o soñada que mi fantasía iba forjando. A veces preguntábame a mí mismo: «¿Por qué esta divina lengua, tan varonil, enérgica y feroz en Dante, es tan blanda y afeminada en el diálogo trágico? ¿Por qué Cesarotti, tan vibran te y pomposo en el Ossian, sermonea tan débilmente en Semíramis y el Mahoma, de Voltaire, traducidas por él? ¿Por qué Frugoni, que tanto sobresale en nuestra poesía, y que ha creado escuela propia, es en la traducción de Ramadisto, de Crevillon, inferior a éste y sí mismo? Indudablemente, esto es culpa de nuestro idioma flexible y proteiforme». Mis censores, a quienes expuse estas dudas, no supieron disiparlas.

Entre tanto, el excelente Paciaudi no cesaba de recomendarme que en mis laboriosas lecturas no descuidase la prosa, que, según decía muy acertadamente, era la nodriza del verso. Al efecto, un día me entregó el Galateo, de Casa, aconsejándome que estudiase con detenimiento el estilo y los giros puramente toscanos y exentos de galicismos. Yo, que en mi niñez había maldecido aquel tratado de urbanidad, como todos los muchachos que lo estudian sin entenderlo ni saborear sus bellezas literarias, me sentí ofendido, con tan pueril o pedantesco consejo; así es que abrí el Galateo con cierta prevención, y apenar tropecé con el primer conciossiacosaché25, al que sigue un período tan largo como poco jugoso, tuve un ímpetu de cólera tan violento, que, arrojando el libro contra la pared, grité medio loco: «¡Es muy duro que para aprender a escribir tragedias, a los veintisiete años de edad, tenga uno que embucharse esas fábulas pueriles y secarse el cerebro con semejantes pedanterías!» Sonrióse Paciaudi de mi ineducado furor y me profetizó que leería el Galateo muchas veces. Y la profecía se cumplió, pero fue muchos años después, cuando el yugo gramatical, habíame encallecido los hombros y el cogote. Y no fue sólo el Galateo lo que leí y apostillé, sino todos nuestros prosistas del 300. No sé si eso fue o no provechoso para mí; pero es incontrovertible que quien lo haga, leyéndolos detenidamente y estudiando la forma como merece, y logre apropiarse con tino del oro de su ropaje, desdeñando los harapos de sus ideas, podrá después atar a sus obras, ya sean filosóficas, poéticas o históricas, riqueza, concisión y propiedad, y fuerza de colorido al estilo; cosas que no he encontrado aún reunidas en ningún escritor italiano, tal vez porque este trabajo es ímprobo, y quien tiene talento y capacidad no lo quiere hacer, y el que no posee esas cualidades lo hace en vano.




 
 
Fin del tomo I
 
 



Época cuarta

(Continuación)



ArribaAbajoCapítulo II

Tomo un maestro para estudiar a Horacio. Mi primer viaje literario a Toscana


A principio del año 1776, cuando hacía ya más de seis meses que estaba engolfado en los estudios italianos, sentí profunda vergüenza de no entender el latín lo suficiente siquiera para interpretar las citas más breves y comunes que se suelen encontrar en los libros, y que me veía obligado a saltarlas a pie juntillas para no perder tiempo en descifrarlas. Además, habiéndome prohibido a mí mismo el francés, y reducido escuetamente al italiano, veíame privado de las obras que hubieran debido servirme de modelo para mis producciones destinadas al teatro. Esta razón, unida al bochorno, me impulsó a emprender otro penoso trabajo, con objeto de poder leer las tragedias de Séneca, de las cuales conocía algunos fragmentos que me habían encantado, y las traducciones literales latinas de los trágicos griegos, que, por lo general, son mucho más fieles y menos soporíferas que las infinitas e inútiles versiones italianas que poseemos. Tomé, pues, un gran pedagogo, el cual empezó por darme a leer las fábulas de Fedro, y quedóse tan sorprendido, como yo avergonzado, al ver y tener que decírme que yo no las entendía, a pesar de haberlas estudiado cuando tenía diez años de edad; porque, en efecto, al traducirlas al italiano decía yo más disparates que palabras. Pero el excelente maestro, teniendo con ello una prueba de mi ignorancia, a la vez que de mi firme resolución de aprender, me animó cuánto pudo en lugar de desalentarme, y, substituyendo a Fedro por Horacio, me dijo afablemente: «De lo difícil se llega a lo fácil, lo cual será más digno de usted. Disparatemos traduciendo a este escabrosísimo príncipe de los líricos latinos, y así nos allanará el camino para descender a otros que no están a su altura.» Y así se hizo: tomé un Horacio sin notas ni comentarios, y disparatando, como dijo mi maestro, construyendo, adivinando y equivocándome a cada paso, traduje de viva, voz todas las odas, desde principios de enero hasta fines de marzo. Ese estudio me fue muy beneficioso, porque me impuse en la gramática sin dejar la poesía.

Entre tanto, continuaba leyendo y apostillando autores italianos, añadiendo algunos modernos, como Poliriano y Casa, para volver nuevamente a los primeros; así es que en el transcurso de cuatro años leí y apostillé lo menos cinco veces a Dante y a Petrarca. A ratos perdidos cultivé también la poesía trágica, y puse en verso casi todo el Felipe; mas, aunque me resultó bastante mejor que la de Cleopatra, aquella versificación me parecía demasiado lánguida, prolija, fastidiosa, trivial, En efecto: aquel Felipe, que, impreso, se contentó con mil cuatrocientos versos, poco más o menos, para fastidiar al público en los dos primeros ensayos, se obstinó en fastidiar y desesperar al autor con más de dos mil versos, que decían bastante menos, y peor dicho, que los mil cuatrocientos a que quedó reducido.

La pesadez y flojedad del estilo, que al principio achacaba yo a mi pluma y no a mi mente, persuadiéronme de que yo no haría en italiano nada que valiera la pena mientras no hiciera más que traducirme a mí mismo del francés, y me decidí a hacer un viaje a Toscana para habituarme a oír, hablar, pensar y soñar en toscano y nada más que en toscano. Marché, pues, en abril de 1776, con la intención de permanecer allí unos seis meses, creyendo que bastaría ese tiempo para desafrancesarme; pero en seis meses no se pierde una costumbre de más de diez años. Me encaminé a Plasencia y Parma con lento paso, ora a caballo, ora en birlocho, sin más compañía que la de mis tomitos de poesías, muy poco equipaje, sólo tres caballos, dos criados, la guitarra y grandísima esperanza en la gloria. Gracias a las cartas de presentación que me dio Paciaudi, conocí en Parma, Módena, Bolonia y Toscana a casi todos los hombres de fama en el mundo literario. Y sentí entonces tanta curiosidad y deseos de conocer y tratar a los grandes, y aun a los medianos, como desdén me inspiraron antes. En Parma trabé relaciones con nuestro célebre compatriota el impresor Boldoni. Fue la suya la primera imprenta en que puse los pies, a pesar de haber estado en Madrid y Birmingham, donde existían entonces las mejores imprentas de Europa, después de la de Boldoni. ¡Yo no había visto jamás la letra de molde ni ninguno de aquellos artefactos que con el tiempo habían de contribuir a conquistarme la celebridad o el ridículo! Pero, indudablemente, en ningún otro taller hubiera yo podido caer por primera vez mejor, ni encontrar un expositor más amable, ingenioso y entendido en arte tan maravilloso como en el de Boldoni, que tanto lustre ha dado a la imprenta.

Así, poco a poco, aunque algo tarde, iba yo despertando de mi largo y profundo letargo y aprendiendo muchas cosas de las que no tenía la menor idea. Pero lo más importante para mí era que a la vez iba conociendo, pesando y aquilatando mis facultades intelectuales literarias, para no equivocarme, en cuanto fuese posible, en la elección del género. En este estudio de mí mismo no era yo tan novato como en los otros, puesto que, adelantándome a la edad, en vez de esperarla, muchos años atrás había procurado analizar de cuando en cuando mi ser moral, no sólo con el pensamiento, sino también con la pluma. Todavía conservo una especie de diario que tuve la constancia de llevar por espacio de algunos meses, y en el cual consignaba no sólo las pequeñeces ordinarias de cada día, sino además los pensamientos y las causas íntimas que me impulsaban a hablar o a obrar; y todo, con objeto de ver si mirándome después en ese espejo podría enmendarme o mejorar.

Comencé el diario en francés y lo, continué en italiano; pero en ninguno de estos dos idiomas estaba bien escrito: originalmente estaba mejor sentido y pensado. Mas pronto me cansé de llevar el diario, y no tengo por qué arrepentirme, ya que al día siguiente no me consideraba, ni lo era, mejor que el anterior. Sirva esto para demostrar que yo podía conocer y apreciar mi capacidad o incapacidad literaria bajo todos sus aspectos. Pareciéndome, por lo tanto, que me era dado discernir qué era lo que me faltaba y qué lo que poseía gracias a mi naturaleza, sutilizaba más y más para saber lo que, de todo lo que me faltaba, podría adquirir por completo, a medias solamente o nada en absoluto. A este estudio de mí mismo, debo quizá, si no el haber triunfado, al menos el no haber intentado cultivar un género, hacia el cual no me hubiese sentido irresistiblemente inclinado por un violento impulso natural; impulso que se descubre inmediatamente en una obra de arte cualquiera, por imperfecta que sea, y se distingue a la legua del impulso que no es espontáneo, aunque sí capaz de producir la obra más acabada.

En Pisa conocí a los más célebres profesores y fui cosechando lo que más convenía para mi arte. Lo más penoso para mí en el trato con aquellos prohombres era el preguntarles con todo el tino necesario para no descubrir al desnudo mi supina ignorancia o, dicho en términos frailescos, para hacerme pasar por profeso siendo todavía novicio. No porque yo tuviese la pretensión de dármelas de erudito, sino porque me avergonzaba de no saber ciertas cosas, y parecíame que, a medida que se iban disipando las tinieblas de mi mente, veía mucho más grande y bochornosa mi funesta y tenaz ignorancia. Pero no era menos gigantesca mi audacia. Así, al mismo tiempo que tributaba el debido homenaje al saber ajeno, no me arredraba poco ni mucho mi falta de sabiduría, porque estaba convencido de que para hacer tragedias no hay saber que valga lo que el sentirlas, y esto no se aprende. Lo único que debía aprender -y no era por cierto cosa de poca monta- era el arte de conseguir que sintieran los demás lo que me parecía haber sentido yo mismo.

En las seis o siete semanas que permanecí en Pisa, extendí y casi dejé terminada la traducción en prosa bastante toscana de Antígona y versifiqué Polinice, algo mejor que Felipe. Sin pérdida de tiempo leí Polinice a varios profesores de la Universidad, a quienes gustó mucho la tragedia, puesto que no pusieron más que ligeros reparos a la forma, sin juzgarla con la severidad que merecía. La versificación no era mala del todo en ciertos pasajes; pero en el conjunto resultaba lánguida, prolija y trivial. Y, a juicio de los profesores, incorrecta a veces, pero fluida y armoniosa. Yo llamaba lánguida y trivial a lo que ellos consideraban fluido y armonioso; y en cuanto a la incorrección, como se trataba de cuestión de gustos, no cabía discusión alguna. Ni hubiera podido haber lugar a ella, porque yo manteníame tan firme en mi papel de dicente, como ellos en el suyo de docentes; es decir: que en cuanto al buen gusto, me bastaba con que me agradara a mí mismo. Me contentaba, pues, con aprender negativamente de aquellos señores lo que se debe hacer, confiando en que el tiempo, la práctica y mi tenacidad enseñaríanme lo que era preciso que hiciera. Si yo quisiera hacer reír al lector a costa de aquellos profesores, como ellos rieron entonces a costa mía, podría nombrar a uno, el más vanidoso por cierto, el cual me aconsejaba que tomase por modelo para los versos de mis tragedias la Tansia, de Buonarroti, de la que el buen profesor no se separaba jamás, porque, según decía, estaba encantado de la riqueza y propiedad de lenguaje de aquella obra. Lo cual hubiera sido lo mismo que recomendar a un pintor de Historia que estudiase las obras de Callott26. Otro elogiaba el estilo de Metastasio, diciendo que era el más adecuado para la tragedia; otro me proponía este o aquel autor, y resultaba que ninguno de aquellos sabios sabía verdaderamente lo que era la tragedia.

Durante mi estancia en Pisa, traduje también, en prosa, con toda claridad y sencillez, para aprender bien sus verídicos e ingeniosos preceptos, la Poética, de Horacio. Asimismo, leí con afán las tragedias de Séneca, aunque me daba cuenta cabal de que eran completamente opuestas a los preceptos de Horacio; pero algunos rasgos de sublime realidad me entusiasmaron, y traté de traducirlos en verso libre, a fin de que me sirviesen para mi doble estudio del latín y del italiano, y con objeto también de versificar y darme tono. Haciendo aquellos ensayos advertía la gran diferencia que existe entre el verso yámbico y el épico, cuyos distintos metros bastan para distinguir claramente la razón del diálogo de la de toda otra poesía, y al mismo tiempo comprendía que, no existiendo en la literatura poética italiana más verso que el decasílabo para toda composición heroica, era preciso crear una disposición especial de las palabras entre sí, un sonido variado, una fraseología breve y enérgica, para que se distinguiese con toda claridad el verso trágico de cualquier otro verso suelto o rimado, tan épico como lírico. Los yámbicos de Séneca me convencieron de esta verdad y quizá me proporcionaron los medios de llevarla a la práctica. En efecto, el que no tenga atrofiado el oído advertirá en seguida la enorme diferencia que hay entre estos dos versos, uno de Virgilio, que quiere deleitar y arrebatar al lector:


Quadrupedante pudrem sonitu quatit ungula campum,



y el otro, de Séneca, que quiere asombrar y aterrar al auditorio y caracterizar con sólo dos palabras a dos personajes distintos:


-Concede mortem
       Sirecusares, dareni.



Por esta misma razón, un autor trágico italiano no debería poner en boca de los que dialogan apasionadamente versos que en cuanto al sonido no se asemejan a estos dos estupendos y sublimes de nuestro épico:


    Chiama gli abitator dell'ombre eterno
Il rauco suon della tartarea tromba27.



Íntimamente convencido de lo necesario que era establecer la diferencia entre los dos estilos, diferencia tanto más difícil para nosotros los italianos, cuanto que era preciso crearla dentro de los límites de nuestra métrica, yo hacía muy poco caso de lo que me decían los sabios de Pisa acerca del arte dramático, si bien escuchaba con humildad y paciencia sus enseñanzas gramaticales y la correcta pronunciación de su lenguaje, cosas ambas a las que, según parece, los toscanos de ahora no dan gran importancia.

Vedme, pues, en menos de un año, a contar desde la representación de Cleopatra, poseedor de un pequeño patrimonio de tres tragedias, y aquí es de justicia confesar en qué fuentes bebí antes de escribirlas. Concebí a Felipe nacido en francés y con ropaje francés, recordando la novela Don Carlos, del abate de San Reale, que había leído algunos años atrás; Polinice, galo también, me lo inspiraron los Hermanos enemigos, de Racine. Antígona, la primera de mis tragedias que no tuvo origen exótico, me fue inspirada por la lectura del libro duodécimo de Estacio, en la ya mencionada traducción de Bentivoglio. Habiendo, copiado en Polinice algunos conceptos tomados de Racine y de Los Siete delante de Tebas, de Esquilo, que leí en la traducción francesa del padre Brumoy, hice voto de no leer ninguna tragedia ajena que tratase del mismo asunto antes de escribir yo la mía, a fin de que no se me pudiera tachar de ladrón y que todo lo bueno o malo, que hubiese en mis obras fuera enteramente mío. El que lee mucho antes de componer, roba sin darse cuenta de ello y pierde la originalidad, supuesto que la tuviera. Por esta razón interrumpí el año anterior la lectura de Shakespeare -al que, dicho de paso, hubiera tenido que leer en francés-; cuanto más me gustaba ese autor, cuyos defectos, empero, no se me escapaban, tanto más empeñábame en no leerlos.

Apenas terminada mi tragedia en prosa Antígona, la lectura de Séneca me entusiasmó tanto, que ideé en un solo parto de mi mente dos tragedias gemelas: Agamenón y Orestes. Sin embargo, cualquiera que sea el valor literario de esas dos hijas mías, me parece que nada deben a Séneca.

A fines de junio abandoné a Pisa y me trasladé a Florencia, donde permanecí hasta últimos de septiembre. Me dediqué con gran empeño a imponerme en la lengua hablada, y logré en parte mi intento conversando diariamente con los florentinos. Desde entonces, sólo pensé en ese riquísimo y elegante lenguaje, base indispensable para escribir bien. Durante mi estancia en Florencia volví a poner en verso mi Felipe, desde el principio hasta el fin, sin mirar siquiera la primera versificación, sino valiéndome del original en prosa. Empero, parecíame, no ya que adelantaba muy poco, sino que atrasaba en vez de mejorar. Cierto día del mes de agosto que me hallaba en una tertulia de literatos, oí contar la anécdota histórica de Don García, asesinado por su propio padre, Cosme I. Aquel suceso me impresionó, y como, no se había publicado en ningún libro, me procuré un relato manuscrito existente en los archivos públicos de Florencia, en el que hallé un asunto muy a propósito para la tragedia. Entre tanto, no cesaba de escribir versos y más versos, pero muy malos todos ellos. En Florencia no tenía amigos censores como Tana y Paciudi, pero sí el suficiente juicio y criterio para no dar a nadie copias, y hasta la prudente modestia de recitar muy poco aquellas poesías. El mal éxito de mis rimas no me desalentaba; por lo contrario, servíame admirablemente para convencerme de que era indispensable que leyese mucho a nuestros mejores poetas y aprendiese sus versos de memoria para atesorar formas poéticas; así es que aquel verano leí y estudié con afán a Petrarca, Dante, Tasso, y me aprendí de memoria los tres primeros cantos de Ariosto, persuadido de que llegaría un día en que todos aquellos giros, frases y palabras ajenas saldrían de mi cerebro mezclados e identificados con mis propias ideas y sentimientos.




ArribaAbajoCapítulo III

Obstinación en los estudios más ingratos


En octubre volví a Turín, porque no había tomado las medidas necesarias para permanecer más tiempo fuera de casa, y no porque presumiera de haberme toscanizado bastante. Aparte de que otras frívolas razones me impulsaron a regresar. Los caballos que había dejado en Turín me esperaban y llamaban sin cesar: pasión que me disputó mucho tiempo a las musas, que no pudieron vencer de veras hasta un año después. Mi amor por el estudio y la gloria no era todavía tan potente que pudiera quitarme las ganas de divertirme, y esto último no podía hacerlo en ninguna parte mejor que en Turín, donde poseía buena casa, medios de todas clases, bastantes caballos y más amigos de los necesarios. Mas, a pesar de todos estos obstáculos, no descuidé el estudio aquel invierno, sino que, por lo contrario, lo proseguí con más empeño. Además de Horacio, del que no perdoné ni una de sus obras, leí y estudié muy detenidamente las de otros autores, entre ellos Salustio. La concisión y elegancia de este historiador me transportaron de tal modo, que inmediatamente puse mano a traducirlo, y aquel mismo invierno dejé terminada mi labor. No acertaría a expresar lo muchísimo que debo a ese trabajo, que he rehecho, corregido y limado infinidad de veces, no sé si en beneficio de la obra, pero seguramente en el mío propio, por los conocimientos que adquirí en la lengua latina yen la italiana, que al fin logré dominar.

Entre tanto, había vuelto de Portugal el incomparable abate Tomás de Caluso, quien, habiéndome encontrado, con gran sorpresa suya, puesto que no podía imaginárselo siquiera, entregado por completo al estudio de la literatura y obstinado en el propósito, tan difícil de realizar, de hacerme autor trágico, me alentó, aconsejó y ayudó con sus luces, con amabilidad, paciencia y cariño indecibles. Lo propio hicieron el erudito conde de San Rafael, a quien conocí aquel mismo año, y varios cultísimos señores, mayores que yo en edad y saber y muy entendidos y prácticos en el arte a que yo quería dedicarme; unos y otros me ayudaron y alentaron de consuno, aunque de alientos no había yo menester; bastábame mi ardiente carácter. Pero de lo que sobré todo estoy y estaré siempre agradecido a los indicados personajes, es de que soportaran con tanta amabilidad mi petulancia. la cual, justo es decirlo iba desapareciendo de día en día a medida que se hacía la luz en mi inteligencia.

A fines de aquel mismo año 1776 tuve una grandísima alegría. Una mañana fui a ver al conde de Tana, a quien, anhelante y tembloroso, solía llevar mis poesías en cuanto las acababa de escribir, y le entregué un soneto al que, ¡por fin!, sólo puso muy pocos reparos y lo alabó mucho, diciéndome que era aquélla la primera de mis composiciones poéticas digna de este nombre. Al cabo de tantas fatigas y humillaciones como había tenido que experimentar cada vez que en el transcurso de un año le leía mis desaliñadas rimas -que el conde, como generoso y verdadero amigo, censuraba sin piedad, dándome razones que forzosamente habían de convencerme-, imagínese el lector si aquellas sinceras e insólitas alabanzas llegarían a mi alma como dulcísimo néctar. Era el soneto una descripción del rapto de Ganimedes, hecho a imitación del inimitable de Cassiani sobre el rapto de Proserpina. Cuando di a la estampa mis Rimas, lo puse a la cabeza de éstas. Avido de nuevas alabanzas, compuse en seguida dos sonetos tomando el asunto de la fábula e imitados también como el primero, al que siguen inmediatamente después en el mencionado libro de mis Rimas. Los tres adolecen demasiado del mismo defecto: de haber sido servilmente imitados; pero, si no me engaño, tienen, por lo menos, el mérito de estar escritos con cierta clarividencia y bastante elegancia y el de ser lo mejor que hasta entonces había compuesto. Y tales como me salieron los conservé retocándolos muy poco cuando los publiqué muchos años después, Como si aquellos sonetos hubiesen abierto para mí un nuevo manantial de inspiración, escribí aquel mismo año muchos otros, de carácter amatorio la mayor parte, aunque no me los inspiró el amor a ninguna mujer. Únicamente, para ejercitarme en el manejo del idioma y en la versificación, me entretuve en describir la hermosura indiscutible de una amabilísima y gentil señora de la que ni por soñación estaba enamorado, por lo cual esas composiciones parecerán más descriptivas que afectuosas. Sin embargo, como no estaban mal versificadas, las quise conservar y publicar con mis otras rimas. Por ellas podrán apreciar los entendidos en la materia los adelantos que gradualmente iba yo haciendo en el dificilísimo arte del bien decir, sin lo cual el soneto no puede tener vida, aunque haya sido admirablemente concebido y dado a luz.

Algunos evidentes adelantos en la versificación y la prosa de Salustio. traducida con mucha concisión y claridad -pero sin da variada armonía peculiar de obra tan bien concebida-, llenaron mi corazón de ardientes esperanzas. Pero como todo lo que yo hacía o intentaba no tenía entonces otro objeto que el formarme un estilo propio y adecuado para la tragedia, abandonaba de vez en cuando las tareas secundarias para continuar la principal. Así, en abril de 1777 puse en verso mi Antígona, que, según he dicho en otro lugar, ideé y extendí al mismo tiempo el año anterior, durante mi estancia en Pisa. La versifiqué en menos de tres semanas, y, pareciéndome que había adquirido cierta facilidad, llegué a creer que había hecho una obra maestra. Mas apenas la hube leído a una tertulia de literatos que se formaba casi todas las noches, vi con profundo dolor que, a pesar de los elogios que se me tributaron estaba muy lejos del modo de decir que tan profundamente grabado tenía yo en la mente, sin que lograra trasladarlo a la pluma. Las alabanzas de aquellos cultos amigos diéronme a entender, y aun me convencieron, que allí había tragedia en cuanto al desarrollo, y la fuerza emotiva; pero en lo tocante al estilo, el oído y el entendimiento me convencieron también de lo contrario. Nadie podía ser juez tan competente como yo; porque, por muy entendido que fuese el auditorio, la suspensión, la emoción y la curiosidad que produce una tragedia nueva le impiden, y deben impedirlo, que repare demasiado en la discusión, y de aquí que pase inadvertido o no desagrade lo que no es rematadamente malo. Pero yo, que la leía y la conocía muy bien, tenía que echar de ver en seguida sus defectos, es decir: si la expresión traicionaba al pensamiento o al sentimiento por no ser bastante apropiada, vehemente, breve, enérgica o elevada.

Persuadido, por consiguiente, de que aun no estaba yo en sazón y de que en Turín no podría estarlo en mucho tiempo, porque tenía demasiadas distracciones y no me hallaba lo bastante solo con el arte, resolví volver a Toscana, donde podría italianizar mejor la modalidad. Pues aunque en Turín no hablaba el francés, nuestra jerga piamontesa, que era el lenguaje que empleaba yo y oía hablar constantemente, no favorecía mucho mi deseo de pensar y escribir en italiano.




ArribaAbajoCapítulo IV

Segundo viaje literario a Toscana, afeado por una estúpida ostentación de caballos. Contraigo amistad con Gandellini. Trabajos hechos o ideados en Siena


Partí a primeros de mayo, previo el indispensable permiso que era preciso obtener del rey para salir de sus felicísimos estados. El ministro a quien lo pedí me replicó que el año anterior había estado ya en Toscana. «Precisamente por eso quiero volver» -le contesté. Me concedieron la licencia solicitada; pero las palabras del ministro me hicieron concebir el proyecto que puse en ejecución antes de que transcurriera un año, y gracias al cual no tuve que volver jamás a pedir permiso. Como tenía la intención de permanecer en Toscana más tiempo que la vez anterior, y a mis delirios de gloria verdadera se mezclaban no pocos de vanagloria, llevé conmigo más caballos y servidumbre numerosa, con objeto de representar dos papeles que raramente hermanan: el de poeta y el de gran señor. Con un tren de ocho caballos y todo lo correspondiente a semejante boato, tomé el camino de Génova, donde me embarqué con mi equipaje y mi carruaje, enviando por tierra los caballos a Lerici y Sarzana. Estos llegaron felizmente antes que yo. Cuando nuestra barca se hallaba casi a la vista de Lerici, el viento contrario nos obligó a volver atrás y desembarcar en Raballo, a dos postas de distancia de Génova; y como no tuve paciencia para esperar a que cambiase el viento y nos permitiese llegar a Lerici, dejé en la embarcación todos mis efectos, salvo alguna ropa interior y mis manuscritos, de los que no me separaba jamás, y sin más compañía que la de un criado continué mi viaje a caballo por los abruptos caminos del pelado Apenino, hasta Sarzana, donde encontré mis caballos y tuve que aguardar más de ocho días la llegada de la barca.

Aunque los caballos me distraían mucho, la estancia en Sarzana me resultaba muy aburrida, porque no llevaba conmigo más libros que las ediciones de bolsillo de las obrar de Horacio y de Petrarca. Pedí prestado a un sacerdote, hermano del maestro de postas, un Tito Livio, autor que no había vuelto a tener en mis manos desde que, abandoné el colegio, donde ni le estudié ni hubiera podido entenderlo. A despecho de mi desmedido entusiasmo por la concisión salustiana, la sublimidad del asunto y la majestad del estilo de Tito Livio me impresionaron grandemente, y el episodio de Virginia y los inflamados discursos de Icilio me transportaron de tal modo, que al punto ideé una tragedia, y seguramente habríala extendido de un tirón de no haber estado preocupado por la maldecida barca, cuya arribada me habría obligado a interrumpirla.

Y aquí, para que el lector me comprenda mejor, debo explicar las palabras que con tanta frecuencia vengo repitiendo: idear, extender y versificar. Estas tres operaciones, con que siempre he dado el ser a mis tragedias, me proporcionaban la inapreciable ventaja de tener tiempo para meditar detenidamente una composición de esa importancia, la cual, si nace ya torcida, es muy difícil enderezarla. Llamo, pues, idear a distribuir el asunto en actos y escenas, determinar el numero de personajes y hacer en pocas cuartillas un resumen de la obra, escena por escena, indicando lo que han de hacer y decir. Cuando digo extender quiero significar que, guiándome por aquel resumen, lo voy desarrollando en prosa, escribiendo el diálogo de toda la tragedia y poniendo orden en las ideas sin rechazar ni una, sea como sea y escribiendo con toda la rapidez posible y sin preocuparme por si saldrá bien o mal; y, finalmente, llamo versificar, no sólo a poner en verso aquella prosa, sino a examinar con todo detenimiento, libre ya la mente del trabajo de crear, recoger las mejores ideas y expresarlas con poesías claras y legibles. Naturalmente, después tengo que retocar, limar, quitar o añadir, como es necesario hacer en toda composición literaria; pero si la tragedia no sale ya completa de las dos primeras operaciones, no se conseguirá, ciertamente, en las posteriores. Este mecanismo lo he observado en todas mis producciones dramáticas, empezando por Felipe, y estoy convencido de que constituye por sí mismo los dos tercios de la obra. En efecto, si transcurrido el tiempo suficiente para haber olvidado la primera distribución de escenas tomaba el resumen, y la descripción de cada una de ellas hacía afluir a mi mente y a mi corazón un torrente de ideas y de sentimientos que me impulsaban a escribir, aceptábalo por bueno y desarrollaba rápidamente el asunto; pero si no experimentaba un entusiasmo mayor o igual que cuando ideé la tragedia, cambiaba por completo la distribución de la obra o destruía el esquema.

Si la primitiva idea me parecía buena, el desarrollo del argumento me resultaba facilísimo; en un solo día escribía un acto, a veces más, raramente menos, y al cabo de una semana la tragedia estaba completa, nacida, pero no hecha. Así que, no admitiendo otro juez que mi propia manera de sentir, todas las que no he podido escribir con la rapidez que acabo de indicar han quedado sin terminar o no las he puesto en verso. Esto fue lo que me sucedió con una tragedia que, con el título de Carlos I, empecé a escribir en francés cuando di por acabado Felipe; a mitad del acto tercero se me helaron de tal modo el corazón y la mano, que la pluma se negó a continuar; y lo mismo me acaeció con otra titulada Romeo y Julieta, que extendí por completo, pero con gran trabajo y a largos intervalos; por lo que, cuando algunos meses después volví a leer el manuscrito para versificar la obra, sentí tal frío en el alma, y a la vez tan encendido furor contra mí mismo, que la arrojé al fuego sin poder acabar tan fastidiosa lectura. Resultado de este método que acabo de explicar es el que, tomadas en conjunto mis tragedias, a pesar de los muchos defectos que descubro en ellas y de los no pocos que escapan a mi penetración, tienen, o parece que tienen, según la opinión general, el mérito de estar íntimamente enlazadas de modo que las palabras, pensamientos y acciones del quinto acto están estrechamente ligados al cuarto, y así se van remontando hasta los versos con que empieza el primero, con lo cual no se distrae la atención del auditorio y la acción tiene más vida. Como quiera que, una vez extendida la tragedia, al autor no le queda más tarea que la de versificarla tranquilamente, separando el oro del plomo, el cuidado y atención que exigen los versos y la nunca satisfecha pasión por la elegancia del estilo no entorpecen el transporte y vehemencia a que es preciso obedecer ciegamente cuando se idean y se crean cosas apasionadas y conmovedoras. Si los que vendrán después de mí se persuaden de que con este método he logrado mi intento mejor que con ninguno otro, la presente digresión podrá ser beneficiosa para los que se dediquen a este arte; y si, por lo contrario, mi método se considera desacertado, servirá al menos para que se procure inventar otro mejor.

Reanudo el hilo de mi narración. Llegó, finalmente, a Lerici la tan deseada barca, y en cuanto recuperé mis objetos salí de Sarzana con dirección a Pisa, habiendo aumentado mi caudal poético con la tragedia Virginia, cuyo argumento me encantaba. No pensaba detenerme en Pisa más que dos días, porque, en primer lugar, suponía que en Siena podría adelantar más en el estudio práctico del italiano, puesto que allí se habla mejor y no hay tantos extranjeros, y en segundo término, porque durante mi estancia en la primera de las mencionadas ciudades, el año anterior, habíame enamoriscado de una muchacha muy linda y graciosa, perteneciente a rica y noble familia, que no hubiera tenido a menos emparentar conmigo. Desde que consentí en que mi cuñado pidiera para mí la mano de una joven que no me quiso, había adelantado yo mucho en estas cosas, y por nada del mundo hubiera permitido que pidieran la de otra que tal vez me hubiera sido concedida, aunque por las dotes personales de la elegida y por otras muchas razones me hubiera convenido y era muy digna de mi cariño. Los ocho años más que yo tenía; el haber visitado, bien o mal, toda Europa; el amor a la gloria, que me poseía por completo; mi pasión por el estudio y la necesidad de permanecer desligado de todo vínculo, para poder ser intrépido y verídico autor trágico, hacíanme pasar de largo, diciéndome sin cesar que en la tiranía basta y sobra con vivir solo, y que, pensándolo bien, no se debe desear ser padre ni marido. Por eso atravesé presuroso el Arno y no me detuve hasta llegar a Siena. Y siempre he bendecido el momento en que llegué a dicha ciudad, porque tuve la suerte inapreciable de encontrar un grupito de seis o siete individuos dotados de tan recto juicio, tan vasta cultura y tan refinado gusto en las artes como jamás hubiera podido ni imaginarme siquiera que pudiera existir en población tan pequeña.

Entre ellos sobresalía por muchos conceptos el dignísimo Francisco Gori Gandinelli, de quien he hablado en mis escritos repetidas veces y cuyo dulce y querido recuerdo no se borrará jamás de mi corazón. Cierta semejanza de caracteres, la misma manera de pensar y sentir -que era más rara y meritoria en él, puesto que sus circunstancias no tenían nada de común con las mías- y una mutua necesidad de desahogar nuestros corazones, rebosantes de las mismas pasiones, fueron los lazos que nos unieron en una santa y estrecha amistad. El vínculo de la amistad franca y leal era y sigue siendo para mí una necesidad imprescindible; pero mi carácter adusto, desabrido, despegado, raro y retraído me impedía, y me impedirá mientras viva, que inspire simpatías a los demás y que conceda fácilmente mi amistad. Por eso he tenido muy pocos amigos de verdad; pero esos pocos han sido mucho mejores y más estimables que yo. En la amistad sólo he buscado yo el recíproco desahogo de las humanas debilidades, a fin de que el sano juicio y el cariño del amigo atenuara y mejorara en mí las poco laudables, y fortaleciera y elevara las nobles y plausibles que poseyera y pudieran ser honrosas para mí y provechosas para los otros. Y como unta de esas debilidades mías era el empeño de llegar a ser autor trágico, en los consejos alentadores y generosos de Gandinelli hallé no poca ayuda e impulso. El deseo vivísimo que de ser digno de aquel hombre se apoderó de mí, diome como por encanto tal elasticidad de mente y tal prontitud de inteligencia, que no me dejaba vivir el afán de crear alguna obra que fuese, o que me pareciera que lo era, digna de él. No he podido gozar jamás del dominio completo de mis facultades intelectivas e imaginativas, cuando mi corazón no ha estado pleno y satisfecho y mi espíritu apoyado o sostenido, por decir así, por otro agradable y merecedor de estimación. Al contrario: cuando me he visto privado de ese apoyo, casi solo en el mundo, considerándome inútil para todos y de nadie querido, los accesos de melancolía, de desdén o repugnancia por todo lo humano eran tan frecuentes y violentos, que me pasaba días enteros sin pensar en nada y semanas sin poder ni querer abrir un libro ni tomar la pluma.

Así, pues, para alcanzar y merecer los elogios de un hombre como Gori, que tan estimable era para mí, trabajé aquel verano con mucho más ardor que antes. El fue quien me aconsejó que escribiera la tragedia basada en la conjura de los Pazzi; y como yo no conocía ese hecho me recomendó que lo estudiase en Maquiavelo, con preferencia a cualquier otro historiador. Ved aquí cómo, por rara coincidencia, fue también un grande amigo mío, tan querido como Acunha, pero, mucho más erudito que éste, el que por segunda vez puso en mis manos las obras del divino autor que en adelante había de constituir una de mis mayores delicias. En efecto: aunque yo no era tierra abonada para recibir y hacer fructificar semejante semilla, aquel verano leí muchos trozos de las mencionadas obras; entre otros, la narración del hecho de la conjura; y no sólo ideé la tragedia, sino que me empape de su originalísimo y jugoso lenguaje de tal suerte, que a los pocos días me vi obligado a dejar toda otra clase de estudio y escribir sin tomar descanso los dos libros de La tiranía, poco más o menos tal como fueron publicados muchos años después, fue aquella obra el desahogo de un corazón rebosante de odio y lacerado desde la infancia por los dardos de la aborrecida y universal opresión. Si en la edad madura hubiera debido tratar ese tema, quizá lo habría hecho más doctamente, corroborando mi opinión con la historia; pero cuando di aquella obra a la estampa no quise amortiguar con el hielo de los años y la pedantería de mi poco saber, el fuego de juventud y de noble y justa indignación que. a mi juicio, resplandecía en cada página, sin deslucir el sereno y verdadero raciocinio que me parece domina en todas ellas. No perseguí segundos fines ni inspiró ese trabajo ninguna secreta venganza. Tal vez habré sentido mal, o falsamente, o con demasiada pasión; pero ¿cuándo ha sido excesiva la pasión por la verdad y la rectitud tratándose de infundirla a los demás? No he dicho más de lo que he sentido, sino más bien menos que más. En esa edad, que es toda fuego, el juzgar y raciocinar quizá no fue otra cosa que un generoso y puro sentimiento.




ArribaAbajoCapítulo V

Un amor digno me aprisiona dulcemente para siempre


Aligerado así mi exacerbado ánimo del peso del odio ingénito y feroz que sentía contra la tiranía, volvió a atraerme la producción dramática; y después de haber leído aquel librito a mi amigo queridísimo y a pocas personas más, lo sellé y guardé en mi papelera y en muchos años no me acordé de él. Calzando de nuevo el coturno, extendí seguida y rápidamente las tragedias Agamenón, Orestes y Virginia. Acerca de Orestes me asaltó una duda antes de extenderla; pero era tan pequeña y desdeñable, que mi amigo no tuvo que hacer ningún esfuerzo para disiparla. Dicha tragedia habíala ideado el año anterior en Siena, y me sugirió el asunto la lectura del pésimo Agamenón, de Séneca. Mas cierto día del invierno siguiente que me hallaba en mi casa de Turín hojeando un libro de tragedias de Voltaire, cayó bajo mis ojos este título: Orestes. Cerré el libro, enojado por tener semejante competidor entre los escritores modernos, de quien no sospechaba siquiera que hubiera podido escribir aquella obra. Pregunté después acerca de ella a varios literatos, y como todos los consultados coincidieran en diputarla como una de las mejores tragedias de Voltaire, perdí todo entusiasmo y por el momento renuncié a escribir la que había ideado. Mas hallándome en Siena, como he dicho, y habiendo acabado de extender Agamenón, sin haber hojeado siquiera la de Séneca, para no caer en el plagio, le tocó el turno a Orestes; pero no quise poner mano a la obra sin consultar primero con mi amigo, a quien referí lo sucedido y le pedí prestado el Orestes de Voltaire, con objeto de darle un vistazo y decidirme a continuar o a renunciar por completo al mío. Gori no quiso prestarme la tragedia francesa. «Escriba la suya -me dijo-, y si realmente ha nacido para hacer tragedias, su Orestes resultará mejor, o peor, o igual que el de Voltaire, pero, al menos, será enteramente suyo.» Así lo hice; y desde entonces, tan noble y elevado consejo fue para mí una norma invariable; de modo que cuando he tenido que tratar un asunto que ya ha sido tratado por otros, no he leído jamás las producciones ajenas, antes de terminar la mía; y si, a pesar de esto, las recordaba por haberlas leído con anterioridad a la concepción de mi obra, procuraba hacer, si era posible, lo contrario, a fin de que no se me pudiera tachar de imitador o plagiario. Este procedimiento quizá no será bueno del todo, pero tiene la ventaja de que, observándolo, no hay temor de que se quite nada a nadie.

Permanecí en Siena unos cinco meses y esa breve estancia fue un verdadero bálsamo para mi inteligencia y para mi corazón al mismo tiempo. Además de las citadas composiciones, continué con tesón y provecho el estudio de los clásicos latinos, entre ellos Juvenal, que me gustó muchísimo, por lo que en lo sucesivo, lo lela tanto como a Horacio. Empero, como se echaba encima el invierno, que en Siena no es nada agradable, y aun no había perdido por completo la manía juvenil de cambiar de población, en octubre salí para Florencia, sin haber resuelto aún si pasaría allí el invierno o si regresaría a Turín. Cuando llegué a Florencia estaba, empero, decidido a no detenerme en ella más de un mes; pero un suceso imprevisto convirtió aquel mes en varios años; suceso que, por fortuna para mí, me indujo a expatriarme para siempre. En las áureas cadenas que acepté espontáneamente hallé por fin mi libertad literaria, sin la cual nada bueno hubiera podido hacer, supuesto que lo haya hecho.

El verano anterior, que, como he dicho, lo pasé en Florencia, tropecé varias veces con una elegante y hermosa señora que, por ser también extranjera y distinguidísima, era imposible no reparar en ella y mirarla con mucha atención, y más imposible aún mirarla y no sentirse uno atraído irresistiblemente hacia ella. Con todo, y a pesar de que los principales señores florentinos y los extranjeros de distinción frecuentaban sus salones y se disputaban su trato, yo, absorto en el estudio, dominado por la melancolía, adusto y huraño por temperamento y más decidido que nunca a huir del bello sexo, y sobre todo de las mujeres que me parecían más simpáticas y hermosas, no di un solo paso para ser presentado a aquélla; sin embargo, la veía muy a menudo en los teatros y en los paseos públicos. La impresión que me causó desde el primer momento fue agradabilísima. El suave fuego de sus ojazos negrísimos, que destacaban en una tez blanquísima, sombreados por párpados y cejas dorados, como sus abundosos cabellos -cualidades que rara vez se hallan reunidas en una misma persona-, daban a su belleza un realce que cautivaba. Veinticinco años de edad, mucha inclinación hacia las letras y las bellas artes, carácter bellísimo y, a pesar de estar rodeada de lujo y comodidades, grandes disgustos de familia que le impedían ser dichosa.... todo esto eran demasiados atractivos para no contener al más osado28.

Mas aquel otoño, cediendo a las instancias de un conocido mío, que se obstinó en presentarme a la aludida señora, y creyéndome bastante fuerte para no temer nada, me arriesgué a acercarme a ella y no tardé en quedar prisionero de sus encantos, sin darme apenas cuenta de ello. Mas, indeciso y luchando contra aquella nueva pasión, en diciembre di una escapada a Roma, corriendo la posta a caballo -viaje loco y penoso, del que no saqué más provecho que el haber escrito mi soneto a Roma durante la noche de insomnio que pasé en una mala posada-. Entre ir y venir empleé doce días, y al pasar por Siena volví a ver a mi amigo Gori, el cual no me aconsejó, sino todo lo contrario, que rompiese las cadenas que me tenían ya medio aherrojado; así es que, en cuanto estuve de regreso en Florencia, hice todo lo humanamente posible para remacharlas. Afortunadamente, la cuarta y última fiebre de amor que me invadió se manifestaba con síntomas muy distintos de las otras. En las primeras no me agitó una pasión del entendimiento que, entremezclándose y neutralizando la del corazón, viniese a formar, empleando las palabras del poeta, «un sentimiento desconocido e indistinto» menos impetuoso y menos ardiente, pero más profundo y duradero. La llama que fue abrasando mi corazón, poniéndose por encima de todos mis afectos y pensamientos, no podrá extinguirla más que la muerte.

Convencíme al cabo de dos meses de que aquélla era la única mujer que me convenía y necesitaba, porque en vez de ser, como suelen serlo las mujeres vulgares, un obstáculo a la gloria literaria, un estorbo y una distracción de ocupaciones útiles, era acicate, estímulo, ayuda, consuela y ejemplo para, realizar las obras más bellas; y yo, que supe apreciar el valor inmenso de semejante tesoro, la amé con toda mi alma. Y no he tenido que arrepentirme; más de doce años después, mientras escribo estas líneas, cuando he entrado ya en la edad de los desengaños, más enamorado estoy de ella, a pesar de que el tiempo, inexorable, va disminuyendo los encantos físicos de su no fugaz belleza. Este amor fortalece, suaviza y eleva más y más mi espíritu, y aun me atrevería a decir que a ella le sucede lo mismo, porque, sin duda, en el mío apoya y corrobora el suyo.




ArribaAbajoCapítulo VI

Donación de bienes a mi hermana. Tacañería


Comencé entonces a trabajar alegremente, es decir, con ánimo tranquilo y sereno, como todo el que al fin ve realizados sus deseos. Estaba firmemente resuelto a no moverme de Florencia mientras residiera en ella la mujer que se había adueñado de mi corazón, y para ello tuve que llevar a cabo un proyecto que desde hacía tiempo acariciaba y cuya ejecución era para mí inaplazable y necesaria, desde el momento que uní indisolublemente mi corazón al de una mujer tan digna de mi amor.

Habíanme parecido siempre demasiado pesadas y duras las cadenas que al nacer me impusieron, sobre todo el nada envidiable privilegio por el que únicamente los nobles feudatarios no pueden ausentarse del reino sin previa licencia del monarca; licencia que a veces deniega el ministro, o la concede a regañadientes, y es siempre limitada. Cuatro o cinco veces me vi precisado a solicitarla; y si bien nunca me fue negada, como la consideraba injusta puesto que ni los segundones ni ninguna clase de ciudadanos, a menos que desempeñasen cargos públicos, venían obligados a pedirla-, a medida que me iba creciendo la barba, mayor repugnancia me causaba. La última que solicité también me fue concedida, pero acompañada de una observación del ministro, que me molestó bastante. El número de mis obras aumentaba de día en día. La tragedia Virginia, que había escrito yo con toda la libertad y crudeza que exigía el asunto; el haber compuesto el libro de La Tiranía, como si yo hubiese nacido y viviera en un pueblo verdaderamente libre; el haber leído, gustado y sentido las obras de Tácito y de Maquiavelo y de otros independientes y sublimes autores; el haber reflexionado sobre la situación en que me hubiera encontrado en Turín, donde, o no hubiera podido imprimir mis obras, o, en el caso de poder publicarlas, no habría podido continuar viviendo; el estar plenamente convencido de que si daba a la estampa mis obras en el extranjero me acarrearía muchos disgustos y persecuciones, en virtud de una ley del reino que luego citaré, y, por añadidura, como si las razones expuestas no fueran bastante poderosas, la pasión que acababa de apoderarse de mí para labrar mi dicha y serme tan provechosa, decidiéronme a trabajar con mayor ardor en la importantísima obra de «despiamontizarme» a toda costa, de abandonar para siempre, sucediera lo que sucediera, el malaventurado nido en que nací.

Se me ocurrían varios medios para lograrlo. El de ir prolongando la licencia, solicitando cada año una prórroga, era, sin duda, el más acertado, pero no el más seguro, puesto que no podía fiar mucho en él mientras dependiese del arbitrio ajeno. El valerme de subterfugios y enredos, simulando deudas, vendiendo clandestinamente, y otras cosas por el estilo para conseguir mi objeto y salvar al propio tiempo mis bienes, eran medios ruines e inseguros que me repugnaban, tal vez también porque no eran extremos. Por otra parte, como, yo me sentía naturalmente inclinado al pesimismo, quería resolver inmediatamente y con la mayor seguridad posible aquel asunto y fijar la situación a que, más tarde o más temprano, habría de llegar, so pena de renunciar al arte y a la gloria de autor independiente y verídico. Decidido, pues, a aclarar las cosas y ver la manera de reservarme algo para vivir e imprimir mis obras en el extranjero, puse mano a la obra, y puedo gloriarme de haber procedido con mucho acierto, a pesar de mi juventud y de lo apasionado que era ya en todo. Si, dado el despótico gobierno de mi patria, no me hubiese prevenido a tiempo y hubiese editado en país extranjero alguna obra mía, por inocente e inofensiva que fuese, mi situación hubiera sido muy comprometida, mi sustento muy problemático, y mi gloria y mi libertad hubieran quedado a merced de aquella autoridad absoluta que, necesariamente ofendida por mi manera de pensar, escribir y obrar despectiva, generosa y libre, no me habría ayudado, ciertamente, a emanciparme de ella.

En aquel tiempo existía en el Piamonte una ley del tenor siguiente: «Queda absolutamente prohibido a quienquiera que sea imprimir libros y toda clase de escritos en nuestros estados sin previa licencia de los censores, bajo multa de sesenta o más ducados y de pena corporal, si por cualquier circunstancia fuera preciso imponer un castigo público.» Además existía esta otra: «Los vasallos que habitan en nuestros estados no podrán ausentarse de los mismos sin que les otorguemos permiso por escrito.» De manera que, puesto así entre la espada y la pared, yo no podía ser al mismo tiempo vasallo y autor, y opté por ser autor únicamente. Y como siempre he sido enemigo de vacilaciones y rodeos, decidí tomar el camino más corto y derecho para «desvasallarme»: hacer donación en vida de todos mis bienes, tanto enfeudados como libres, a mi heredera natural, que era mi hermana Julia, que estaba casada, como ya sabemos, con el conde de Cumiana. Y así lo hice de modo solemne e irrevocable, reservándome una pensión anual de 14.000 liras, o sea unos 1.400 cequíes florentinos, que venían a ser la mitad de mis rentas. Cedía con muchísimo gusto la otra mitad, porque gracias a eso podría vivir independientemente donde quisiera y escribir con entera libertad. Mas, para llevar a feliz término aquel asunto, tuve que soportar infinitas molestias y disgustos, originados por los trámites legales y por tener que resolverlo mediante cartas que enviaba o recibía, con lo cual se perdió mucho tiempo. Ante todo, fue preciso obtener el permiso real, porque, como he dicho, en aquel dichoso país el rey se inmiscuye hasta en los más pequeños asuntos de familia; así es que mi cuñado tuvo que actuar en su nombre y en el mío para que el monarca le permitiese aceptar mis donación y lo autorizara para enviarme al punto donde yo me encontrase la pensión anual que me reservaba. No era preciso ser un lince para ver que la causa principal de mi donación era mi propósito de no volver a vivir en el Piamonte. Por lo tanto, había que alcanzar la autorización del Gobierno, pues de lo contrario hubiera podido oponerse a que me remitieran la pensión a un país extranjero.

Por fortuna, el soberano que reinaba a la sazón, conociendo, sin duda, mis ideas, de las que había dado yo no pocas muestras, prefería alejarme de mi patria a retenerme en ella, y sancionó en seguida mi espontánea expoliación. Y los dos quedamos contentísimos: él por perderme y yo por encontrarme.

Y aquí debo hablar de una debilidad mía bastante curiosa, para satisfacción de los que me quieran mal y regocijo de los que examinándose a sí mismo se consideran más sanos de espíritu y menos niños de lo que yo era. Esa debilidad, que tan poco se compadecía por las pruebas de fortaleza que estaba dando, dice claramente, al que sabe observar bien y reflexionar, que a veces existen en el hombre, o al menos que existían en mí, el gigante y el enano al mismo tiempo. Ello fue que mientras escribía la tragedia Virginia y el libro La Tiranía, mientras sacudía tan vigorosamente, hasta lograr romperlas, mis originarias cadenas, continuaba vistiendo el uniforme militar del rey de Cerdeña en país extranjero y cuando hacia ya cerca de cuatro años que se me había concedido la separación del servicio. ¿Qué dirán los hombres sensatos cuando confiese cándidamente la razón que tenía para hacerlo? Esa razón no era otra sino la de que estaba convencido de que aquel uniforme hacíame parecer más delgado y elegante. Ríe, lector, que sobrados motivos tienes, y añade por tu cuenta que obrando así, pueril y tontamente, prefería parecer más guapo a los ojos de los demás que apreciable a los míos propios.

La tramitación de mi asunto se prolongó desde enero hasta noviembre de 1788, porque a última hora decidí permutar cinco mil liras de la pensión anual por un capital de cien mil liras piamontesas, que debía entregarme mi hermana. Al principio tropecé con algunas dificultades, pero al fin consintió el Rey en que se me enviase al extranjero dicha cantidad, que coloqué al punto en uno de los muchos e insidiosos bancos vitalicios de Francia, no porque me fiase mucho más del rey cristianísimo que del sardo, sino porque me pareció que teniendo colocada mi fortuna en dos tiranías distintas resultaría menos precaria mi situación económica y salvaría así, si no la bolsa, a lo menos la inteligencia y la pluma.

Del acto de donación -que marca para mí una época decisiva e importante, y de cuya idea y realización sólo he tenido siempre motivos para felícitarme-, no hablé a mi amada hasta que todo estuvo terminado. No quise poner su delicado espíritu en el trance de tener que censurar lo que yo hacía e impedir que lo llevara a cabo por considerarlo perjudicial para mí, o bien de verse obligada a elogiarlo y aprobarlo porque consolidaba sobre base más firme y duradera nuestro recíproco amor, ya que mi determinación no tenía otro objeto que el de ponerme en situación de no verme precisado a separarme de ella jamás. Cuando lo supo me reconvino con la cándida ingenuidad que le era peculiar; pero como lo hecho no tenía ya remedio, acabó por perdonarme que se lo hubiera ocultado, y quizá me amó más y no me estimó menos desde entonces.

Entre tanto que yo escribía carta tras carta a Turín contestando a las que de allí recibía y volviendo a escribir, para acabar de una vez y cuanto antes con tan fastidiosos requilorios reales, legales y familiares, como yo estaba firmemente decidido a no retroceder, sucediera lo que sucediera, ordené a Elía, a quien había dejado en Turín, que vendiese todos mis muebles y vajillas, y el fiel criado, trabajando activamente y defendiendo mis intereses como si fueran los suyos propios, al cabo de dos meses me anunció que había realizado la venta y tenía a mi disposición más de seis mil cequíes. Le ordené inmediatamente que me girase dicha cantidad en letras de cambio contra algún banquero de Florencia; pero, no sé por qué motivo, transcurrieron tres o cuatro semanas desde que di aquella orden sin que recibiera noticias de Elía ni aviso de ninguna casa de banca. Aunque yo no era desconfiado por temperamento, tenía motivos para abrigar temores por la tardanza en recibir contestación de un hombre tan activo y solícito corno Elía, quien no ignoraba mi situación. La desconfianza se fue apoderando de mí, y la fantasía, que todo lo exagera cuando es tan ardiente como la mía, dio por segura una desgracia que, si bien era posible, estaba muy lejos de realizarse. Así es que durante quince días estuve convencido de que había perdido mis seis mil cequíes, junto con la buena opinión que tenía de mi criado. En este supuesto, mi situación era muy crítica. El asunto de la donación no estaba todavía resuelto, y cada día recibía nuevas objeciones de mi cuñado, que me las hacía reservadamente en nombre del rey, hasta que, cansado ya de tanto mareo y tantas dilaciones, le escribí con ira y desprecio diciéndole que si les repugnaba la palabra donación que emplease la de expoliación; que no pensaba volver jamás al Piamonte, y que, por lo tanto, me importaban un bledo su dinero y su rey; que se quedaran con todos mis bienes y que me dejaran en paz. En efecto, yo estaba firmemente decidido a no repatriarme en mi vida, aunque tuviera que pedir limosna para mi sustento. Así, pues, no sabiendo cómo acabaría aquel asunto y qué había sido del producto de la venta de mis muebles, no estando seguro de nada, veíame ya sumido en la miseria, cuando, al fin, Elía me envió las letras, y con aquella pequeña cantidad me creí a cubierto de toda necesidad en lo futuro. En los delirios de mi fantasía, la única profesión que se me presentaba como la más apropiada y menos servil para mí era la de domador de caballos, en lo que llegué a ser un verdadero maestro. Y hasta me parecía la más conveniente para un poeta, porque en las cuadras se pueden escribir tragedias con más libertad que en los palacios reales.

Antes que me embargaran estas angustias, más imaginarias que reales, apenas hice donación de mis bienes, fui despidiendo a mis criados, quedándome sólo con dos, que también despedí luego: uno para el servicio de mi persona y el otro para que me preparase las comidas. Desde entonces, aunque yo era pareo en el comer y casi abstemio, adquirí la noble y saludable virtud de la sobriedad: me abstuve por completo del vino, del café y de toda clase de bebidas, y durante años enteros me alimenté invariablemente de arroz y carne cocida o asada. Mandé cuatro de mis caballos a Turín para que los vendieran junto con los que allí había dejado, y los otros cuatro los regalé a unos señores florentinos que eran no amigos, sino simples conocidos míos, los cuales, menos orgullosos que yo, aceptaron sin remilgos el presente que les hice. Asimismo regalé todos mis trajes a mi ayuda de cámara, sacrifiqué también el uniforme y adopté un traje negro para usarlo por la tarde y otro azul para por la mañana, colores que desde entonces he llevado siempre y con los cuales habrán de amortajarme. De manera que me reduje en todo a lo estrictamente necesario y fui al mismo tiempo dadivoso y avaro.

Resuelto a afrontar lo peor que pudiera sobrevenirme; no poseyendo otro capital que los seis mil cequíes remitidos por Elía y colocados en renta perpetua en Francia, y siendo, por temperamento, inclinado a los extremos, mi economía e independencia fueron tan lejos, que, imponiéndome cada día una nueva privación, casi llegué a caer en la sordidez. Digo casi porque seguí cambiándome diariamente de camisa y no descuidé mi aseo personal; pero si hubiera sido mi estómago el encargado de escribir mi vida, habría quitado el casi para decir que yo era el hombre más tacaño del mundo. Este fue el segundo, y espero que será el último, acceso de esa repugnante enfermedad que degrada el espíritu y oprime la inteligencia. Mas a la vez que no cesaba de cavilar para privarme de algo o disminuir mis gastos, compraba cuantos libros podía, y así llegué a poseer casi todos los publicados en nuestra lengua y gran cantidad de las mejores ediciones de clásicos latinos. Y todos los fui leyendo y releyendo, pero precipitadamente, con demasiada avidez, para que el fruto fuera tal como sin duda lo habría recogido con una lectura reposada, sin excluir las notas. Estas últimas no las pude tragar hasta muchos años después, porque en mi juventud no tuve nunca paciencia para leer las citas y descifrar los pasajes que resultaban obscuros para mí; prefería saltarlos bonitamente a interpretarlos por medio de la meditación y los comentarios.

En el transcurso del año de negocios de 1778 no abandoné mis tareas, pero resentíanse todas de las molestias y distracciones antiliterarias que la necesidad me impuso. Respecto al punto principal para mí, o sea el dominio del lenguaje toscano, se interpuso el obstáculo de que mi amada no sabia ni una palabra italiana, por lo cual veíame obligado a hablar y oír hablar constantemente el francés en su casa. El resto del día recurría, como a antídoto contra los galicismos, a la lectura de nuestros mejores prosistas del 300, y con esto me impuse un trabajo nada poético, pero sí abrumador. Me empeñé en que mi adorada aprendiese el italiano lo suficiente para hablarlo y leerlo, y lo conseguí muy pronto y tan bien, que ninguna extranjera hubiera podido hacerlo mejor que ella: lo habló con pronunciación más perfecta que todas las mujeres italianas no nacidas en Toscana -lombardas, venecianas, napolitanas y aun romanas-, porque éstas, de un modo u otro, hieren el oído acostumbrado al dulce y vibrante acento toscano. Empero, aunque hablando conmigo no emplease ella otro idioma que el mío, en su casa, que estaba siempre llena de extranjeros, mi toscanismo sufría un verdadero suplicio; de manera que a mis muchas contrariedades tuve que añadir la de oír sonidos franceses en vez de toscanos durante los tres años, aproximadamente, que permanecí en Florencia. Y lo peor del caso es que de entonces acá he vivido condenado a lo mismo; de suerte que si he logrado escribir correctamente y con sabor toscano -pero sin alambicamientos ni afectación-, mi mérito es mucho mayor, si se tienen en cuenta los obstáculos que tenía que vencer; y si, por lo contrario, no lo he conseguido, no se me puede tratar con excesivo rigor.




ArribaAbajoCapítulo VII

Fervorosos estudios en Florencia


En abril de 1778, después de haber puesto en verso Virginia y casi todo el Agamenón, padecí una corta pero grave enfermedad inflamatoria, acompañada de anginas, que obligó al médico a sangrarme, por lo cual la convalecencia fue larga y quedé muy débil por mucho tiempo. La agitación, las desazones, el estudio y el amor hiciéronme enfermar; y si bien a fin de año cesaron por completo los disgustos que me ocasionaban los negocios de familia, el estudio y el amor, cada día más vehementes, bastaron para que en adelante no volviese a gozar de la robustez de idiota adquirida durante mis diez años de diversiones, ociosidad y viajes casi continuos. Sin embargo, a la entrada del verano me repuse bastante y trabajé con ardor. Es el verano mi estación favorita; cuanto más calor hace me siento mejor y compongo con mayor facilidad.

A fines de mayo de aquel año había comenzado un poemita en octavas sobre el asesinato del duque Alejandro, perpetrado por Lorenzino de Médicis. El asunto habíame gustado mucho; pero no considerándolo a propósito para una tragedia, compuse un poema. Lo iba haciendo a trozos, sin esquema alguno, a fin de acostumbrarme a rimar, de lo que poco a poco me apartaba cada día más el verso suelto de las tragedias. Al propio tiempo escribía algunas poesías amatorias, tanto para elogiar a mi amante como para desahogar mi corazón de las penas que por sus disgustos domésticos tenía que pasar cuando estaba a su lado. Empiezan mis poesías consagradas a ella con el soneto que dice:


Negros, vivaces, en dulce fuego ardientes.



Todos los versos de amor que escribí después, de ella y para ella fueron; únicamente para ella, porque no volverá a cantar en mi vida a ninguna otra mujer. Y en esos versos -peor o mejor concebidos y expresados- creo que se trasluce el inmenso cariño que me los inspiraba, el amor siempre creciente que siento por la dueña de mi corazón, y sobre todo se debe traslucir en los que compuse durante el mucho tiempo que estuve separado de ella.

Vuelvo a mis ocupaciones del 1778. En Junio escribí con frenética fiebre de libertad la tragedia La conjura de los Pazzi, e inmediatamente después la titulada Don García. Ideé luego y distribuí en capítulos los tres libros Del Príncipe y de las Letras y escribí los tres primeros capítulos; pero no hallando frases para expresar como hubiera querido mis pensamientos, los dejé para acabarlos en mejor ocasión, a fin de no tener que rehacerlos al corregirlos. En agosto del mismo año, por complacer a mi amada, que fue quien me inspiró el asunto, ideé la tragedia María Estuardo, y desde septiembre en adelante versifiqué el Orestes, con el que terminé aquel, año de tanto trabajo para mí.

Pasaban entonces mis días en una calma que hubiera sido completa sin la angustia de ver siempre angustiada a la mujer adorada por los disgustos que le ocasionaba incesantemente su quejoso, medio loco, viejo y borracho marido. Sus penas eran las mías, y he tenido que sufrir lo indecible. Yo sólo la podía ver durante las tertulias que se formaban en su casa por la noche y cuando me sentaba a su mesa, que no era con mucha frecuencia; pero siempre estaba presente su marido, no porque desconfiase de mí más que de los otros contertulios, sino por costumbre. En los nueve años que vivieron juntos aquellos esposos nunca salió él solo sin que le acompañase ella, ni ella sin la compañía de su marido; inseparabilidad que parecía chocante hasta en amantes -de la misma edad y perdidamente enamorados. Así, pues, yo me pasaba todo el día estudiando y trabajando en mi casa, después de haber dado por la mañana un largo paseo montando un flaco rocín de alquiler, porque ese ejercicio era muy conveniente para mi salud. Por la noche hallaba un gran alivio en la visita que hacía a mi amada; pero amargábame aquellos momentos dulcísimas el verla siempre angustiada y oprimida. Si no me hubiese aplicado con tanta tenacidad al estudio, seguramente no habría podido resignarme a verla tan poco y en tal situación de ánimo; pero no es menas cierto que si me hubiese faltado su presencia, que era el único consuelo que tenía en mi soledad, no habría podido resistir a trabajo tan continuo y desesperado, por decir así.

El año 1779 puse en verso La conjura de los Pazzi, ideé Rosmunda, Octavia y Timoleón, extendí Romunda y María Estuardo, versifiqué Don García, terminé el primer canto del poema y dejé muy adelantado el segundo.

En medio de tan fatigosas ocupaciones de la mente, desahogaba mi corazón en el de mi bella amada presente y en el de los dos amigos ausentes, a los que enviaba de vez en cuando algunas cartas. Uno de éstos era Gori, de Siena, que me hizo dos o tres visitas en Florencia, y el otro, el excelente abate Caluso, el cual, a mediados del 79, se trasladó a Florencia para gozar un añito de la bellísima habla toscana y de la compañía de un amigo tan querido como me preciaba de serlo yo para él y con objeto, y con objeto también de dedicarse a sus estudios con más tranquilidad y libertad completa, lo cual no podía hacerlo en Turín, donde, entre tantos hermanos, sobrinos, primos e indiscretos amigos, su natural amable y condescendiente le obligaba a ser más de los otros que de sí mismo. Permaneció en Florencia un año, y nos veíamos cada día, pagando muchas horas juntos después de la comida. Con su agradable y erudita conversación aprendí yo, casi sin darme cuenta de ello, mucho más que en los libros. Por muchos motivos debo eterna gratitud al sabio abate, y sobre todo, por haberme enseñado a saborear, sentir y conocer la hermosa e inmensa variedad de los versos de Virgilio, que hasta entonces yo no había hecho más que entenderlos; lo cual, tratándose de un poeta como aquél, y teniendo en cuenta los beneficios que puede reportar a quien lo lee, equivalía a no conocerlo. He intentado después, no sé si con fortuna, trasladar a los versos libres en el diálogo de la tragedia aquella incesante variedad de armonía, por la que raramente van juntos dos versos parecidos; aquellas oportunas interrupciones, y, en cuanto nuestro idioma lo permite, las transposiciones que hacen la manera de versificar de Virgilio diferente de la de Lucano, de Ovidio y de todos; diferencia difícil de expresar con palabras, y que escapa fácilmente al que no sea muy versado en el arte poético. Y yo tenia necesidad de la ayuda ajena para atesorar formas y modalidades que diesen al mecanismo de mi verso trágico un sello propio y se realzara por sí mismo, por la fuerza de la estructura, ya que en ese género de composición no se puede ayudar el verso, ni hincharlo con largos períodos, ni con muchas imágenes, ni con demasiadas transposiciones, ni con excesivo lujo de voces raras, ni con rebuscados epítetos; por lo contrario, la disposición sencilla y clara de las palabras entre sí infunde la esencia del verso, sin hacerle perder la naturalidad en el diálogo. Pero todo esto que tan confusamente expreso, y que desde entonces se fue grabando cada día más en mi mente, no lo pudo hacer mi pluma, supuesto que lo haya hecho, hasta muchos años después, cuando imprimí mis tragedias en París. Pues si el leer, estudiar, gustar, discernir y desentrañar las bellezas en el decir de Dante y Petrarca, pudieron quizá infundirme la capacidad de rimar bien, el arte del verso libre no podía encontrarlo más que en Virgilio, en Cesarotti o, en mí mismo, supuesto también que lo posea. Mas antes de llegar a descubrir en mí la esencia de este estilo que había de crearse, tuve que errar mucho tiempo tambaleándome y caer con frecuencia en lo enrevesado y obscuro, por querer huir demasiado de lo sencillo y trivial, según he indicado en otro lugar cuando he tenido que explicar la razón de mi manera de escribir29.

El año siguiente, 1780, versifiqué la tragedia María Estuardo y escribí Octavia y Timoleón; esta última, fruto de la lectura de Plutarco, que había reanudado, y aquélla, inspirada, por la de Tácito, a quien yo leía y releía con indecible entusiasmo. Versifiqué también por tercera vez Felipe, suprimiendo muchos versos, sin que por eso dejara de resentirse esta obra de su origen bastardo y desaparecieran por completo los modismos y giros extraños de que estaba plagada. Asimismo versifiqué Rosmunda y gran parte de Octavia, labor que a fines de año tuve que interrumpir a causa de las contrariedades amorosas que me sobrevinieron.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Vuelvo a Nápoles y después a Roma, donde fijo mi residencia


La vida de mi amante, según he dicho antes, era un continuo martirio, y los disgustos domésticos llegaron a tal extremo, que en la noche de San Andrés se desarrolló entre ella y su marido una escena tan violenta, que, para librarse de las vejaciones y malos tratos de que aquel borracho la hizo objeto, viose obligada a buscar un refugio contra aquella tiranía y salvar su salud y su vida30. Y he aquí que, a pesar de la invencible repugnancia que ello me causaba, tuve que entenderme con los personajes influyentes sobre el Gobierno florentino y recurrir a la intriga para que favorecieran la liberación de aquella inocente víctima de yugo tan bárbaro e indigno. Satisfecho y convencido de que en este asunto no me guió el interés propio, sino el bien ajeno; tranquila mi conciencia por no haberle aconsejado jamás que recurriese a medios extremos hasta que su situación insoportable exigió que se los recomendara -ya que esta máxima ha sido la que he practicado siempre en los asuntos ajenos y nunca en los míos propios-, y persuadido, finalmente., de que en aquel caso era imposible proceder de otra manera, no me rebajé entonces, ni me rebajaré en mi vida, a purgarme de las estúpidas y malignas imputaciones que en aquella ocasión se me hicieron. Basta decir que salvé a mi amada de la tiranía de un amo medio loco y borracho sin haber comprometido su honra ni herido el decoro de nadie. Lo cual no parecerá tan fácil de hacer y conseguir con tan buen éxito, al que conociera ya, o se enterara después, de las circunstancias especialísimas en que aquella señora moría lentamente en prisión tan dura de soportar.

Recluyóse primero en un convento de Florencia, adonde la acompañó su propio marido, bien ajeno de sospechar siquiera que allí habría de dejarla por orden de quien a la sazón gobernaba en Florencia. Pocos días después la llamó a Roma, donde residía su cuñado31, y en aquella ciudad se retiró también a un convento. Los motivos del rompimiento entre ella y su marido eran tan poderosos, que no hubo quien desaprobara su separación.

Partió para Roma a fines de diciembre, y yo me quedé en Florencia como ciego abandonado. Me convencí entonces, desde lo íntimo, del corazón y la mente, de que sin ella no podía vivir ni hacer nada útil, pues, sentíame incapaz de aplicarme al estudio, de distraerme con alguna ocupación de emprender una obra cualquiera; llegué a olvidar hasta la gloria tan ardientemente deseada. Había trabajado denodadamente en beneficio suyo y perjuicio mío, pues para mí no podía haber desgracia mayor que el no verla. Yo no podía decorosamente seguirla a Roma en seguida, y, por otra parte, la vida se me hacía imposible en Florencia. No obstante, permanecí en esta ciudad todo el mes de enero de 1781; pero esas semanas me parecieron siglos, y no pude proseguir mis tareas, ni leer ni escribir una línea. Tomé, pues, la determinación de trasladarme a Nápoles, prefiriendo esta ciudad a cualquiera otra, porque para ir a ella tenía forzosamente que pasar por Roma.

Hacía Ya más de un año que renuncié a mi estúpida tacañería. En los Bancos de Florencia había colocado en dos veces más de 160.000 francos, y, por lo tanto, tenía lo suficiente para vivir con holgura, sin depender del Piamonte, y poseía nuevamente caballos, pero nada más que cuatro, que para un poeta ya eran bastantes. El querido abate Caluso había regresado a Turín seis meses antes; de manera que, privado del consuelo de la amistad y de la presencia di la mujer amada, monté a caballo el primero de febrero y me encaminé a Siena para abrazar al amigo Gori y desahogar un poco mi corazón contándole mis pesares. Proseguí inmediatamente mi viaje, y al acercarme a Roma me estremecí de placer: ¡tan cierto es que los ojos de los enamorados no ven las cosas como los demás! Aquellas comarcas áridas e insalubres, que tres años después me parecieron lo que eran en realidad, se me presentaban como el lugar más delicioso del mundo.

Llegué y la vi, ¡oh, todavía se me destroza el corazón al pensarlo!, la vi prisionera tras una grada, con mejor aspecto del que tenía en Florencia, pero no menos desgraciada, aunque por otras causas. ¡Estábamos separados y sin saber cuándo, podríamos volver a reunirnos! Sin embargo, yo estaba contento, en medio de mi hondísima pena, viendo que poco a poco iba recobrando la salud y pensando que allí podría ella respirar aires más puros, dormir tranquila, sin temor a ver aparecer borracho a su brutal marido; vivir, en una palabra. Por eso me parecieron menos crueles y ya no tan largos los horribles días de separación, a la que, por otra parte, era forzoso someterse.

Me detuve muy pocos días en Roma, y durante ellos tuve que apelar a infinitas tretas y doblegarme a realizar muchas cosas que no hubiera hecho ni aun para obtener el imperio del mundo; docilidad a la que me opuse resueltamente cuando, presentándome en los umbrales de la gloria y dudando muchísimo si podría transponerlos, me negué a lisonjear y adular a los que eran o creían ser sus guardianes. Me doblegué entonces a visitar con frecuencia y cortejar al cuñado de ella, de quien dependía únicamente su futura y total libertad, que tanto deseábamos ambos. Me abstengo de hablar extensamente de esos dos hermanos, conocidísimos en aquel tiempo y que, sin duda, han caído ya en el sepulcro del olvido, del que no debo sacarlos, porque ni puedo alabarlos ni quiero censurarlos; pero el hecho de que domeñase yo mi orgullo ante ellos demuestra la inmensidad de mi amor por aquella mujer.

Partí, pues, para Nápoles, según le había prometido y porque así había de hacerlo procediendo con delicadeza y cordura. La segunda separación fue aún más dolorosa que la primera en Florencia, pues en ésta, que duró cerca de cuarenta días, tuve un funesto presentimiento de las amarguras que me reservaba aquélla, que había de ser más larga e incierta.

Como no era la primera vez que veía aquellos hermosísimos parajes, y llevaba además tan honda herida en el corazón, no hallé en Nápoles el consuelo ni el alivio que esperaba. Los libros no tenían ya ningún atractivo para mí; los versos y las tragedias me salían mal cuando intentaba hacerlos; recibir y despachar correos era mi única ocupación, pues sólo pensaba en la ausente. Daba largos paseos a caballo, siempre solo, por las amenas playas de Posilipo y Bayas, llegando a veces a Capua, Caserta y aun más lejos, suspirando continuamente y de tal modo aniquilado, que a pesar de tener el corazón rebosante de afectos no sentía deseos de desahogarlo escribiendo versos. De esta suerte pasé el resto del mes de febrero y llegué a mediados de mayo.

No obstante, aprovechando los ratos en que estaba algo tranquilo y haciendo no pequeños esfuerzos, acabé de poner en verso la Octavia y volví a versificar casi la mitad del Polinice, que, a mi juicio, resultó bastante mejorada en cuanto al estilo. Habiendo terminado el año anterior el segundo canto del poema, quise componer el tercero; pero no pude pasar de la primera estrofa, porque era un tema demasiado alegre para el estado de ánimo en que yo me encontraba. Así es, que leer y releer cien veces las cartas que recibía de ella, fue casi mi única ocupación en aquellos cuatro meses. Los asuntos de mi amada se iban aclarando entre tanto, y en marzo obtuvo permiso del Papa para salir del convento y establecerse, como si tácitamente se le concediera la separación matrimonial, en las habitaciones que su cuñado, ausente casi siempre de Roma, le cedía en su palacio32. Yo deseaba vivamente volver a Roma, pero comprendía que no debía hacerlo aún. La lucha que ha de sostener un corazón amante y honrado entre el amor y el deber es el más terrible y mortal suplicio que el hombre pueda soportar. Me contuve, pues, todo el mes de abril y proponíame hacer lo mismo en mayo; pero al mediar este mes me encontré en Roma sin saber cómo. Apenas llegado, aleccionado e inspirado por la necesidad y el amor, proseguí el camino emprendido de las humillaciones y astucias cortesanas, con tal de llegar hasta donde estaba la mujer que era mi vida. De suerte que, después de tantos trabajos y sacrificios para ser libre, me vi convertido en visitante humilde, adulador y pedigüeño, como aspirante a un alto cargo prelaticio. Todo lo hice y a todo me doblegué, y en Roma me establecí, tolerado por los hombres del Gobierno y ayudado por ciertos prelados que tenían o se tomaban alguna ingerencia en los asuntos de mi amada. Afortunadamente para ella, no dependía de su cuñado y de sus tristes acólitos más que en lo de mera conveniencia, y no en lo principal, para lo cual contaba con el apoyo de personas muy respetables y valiosas.




ArribaAbajoCapítulo IX

Asiduos estudios en Roma. Acabo las catorce primeras tragedias


En cuanto me dejaron algún respiro aquellos ejercicios de semiservidumbre, y contentísimo de poder visitar a mi amada con honesta libertad cada noche, me consagré nuevamente al estudio, acabé de volver a poner en verso Polinice, y sin darme punto de reposo rehice Antígona, luego Virginia y sucesivamente Agamenón, Orestes, Pazzi y García; después, Timoleón, al que todavía no había puesto verso, y, finalmente, por cuarta vez, el renitente Felipe. Y para descansar de aquel incesante componer versos sueltos, continué el tercer canto del poema, y en diciembre de aquel mismo año dejé terminadas las cuatro primeras odas de la América libre. Me indujo a hacer estas últimas la lectura de algunas preciosas y nobles odas de Filicaja, que me gustaron muchísimo. Compuse las cuatro en siete días y la tercera en uno solo, y, salvo ligeras modificaciones, han quedado tal como las concebí. Tanta es la diferencia que existe -al menos, para mí!- entre versificar líricamente y hacer versos sueltos de diálogo.

Como a principios de 1782 tenía ya tan adelantadas las tragedias, concebí la esperanza de dejarlas completamente terminadas aquel mismo año. Desde que empecé la primera me propuse no hacer más que doce, y éstas las tenía ya ideadas, extendidas y versificadas, algunas varias veces; así es que me limitaba a corregirlas y pulirlas, sin alterar el orden en que habían sido concebidas y escritas.

Mas hacia el mes de febrero volví a tomar la Mérope, de Maffei, esperanzado en que podría aprender algo respecto al estilo; leyendo aquí y allá algunos trozos, sentí de improviso que la indignación y la cólera hacían hervir mi sangre al ver que era tanta la miseria y la ceguera de los italianos en lo referente a obras de teatro, que se tenía aquel engendro, no por la mejor tragedia que hasta entonces existiera, pues yo era de ese mismo parecer, sino de todas las que en lo sucesivo se pudieran escribir en Italia. E inmediatamente se me presentó a la mente otra tragedia sobre el mismo asunto e igual título, pero más sencilla, conmovedora e imponente que aquélla. Y de tal manera se me presentó, que estoy por decir que me hizo concebirla a la fuerza. Si resultó tal como he dicho, no es a mí a quien toca decirlo; pero si alguien que entienda en versos ha podido decir con razón Est Deus in nobis, ése alguien fui yo, puesto que ideé, escribí y versifiqué sin interrupción mi Mérope, la cual no me dio tregua ni descanso hasta que, después de ella, obtuvo de mí, una tras otra, tres creaciones diversas, contra mi costumbre, ya que en las demás dejé transcurrir largos intervalos entre cada una de aquellas tres operaciones.

Lo propio debo decir de Saúl. En marzo de aquel año me di a la lectura de, la Biblia, pero no ordenadamente, sino a saltos. Sin embargo, de tal modo me transportó la infinita poesía que encierra, que me obsesionó la idea de hacer una tragedia sobre un asunto bíblico. Ideé, pues, escribí y versifiqué seguidamente Saúl, que fue mi decimacuarta y, según mi propósito, la última tragedia que debía hacer por entonces. Era tan poderosa mi facultad inventiva aquel año, que si no hubiera frenado mi fantasía con aquel propósito, seguramente habría producido otras dos tragedias bíblicas, cuyo asunto se me presentaba a la mente ron atracción irresistible; pero me mantuve firme en mi decisión, porque las catorce tragedias me parecían, no ya bastantes, sino demasiadas. Y como siempre he sido enemigo de lo excesivo, aunque en otro orden de cosas mí temperamento me suele llevar a lo extremo, al escribir Mérope y Saúl dolíame tanto haber pasado del número que me había prefijado, que me prometí a mí mismo ponerlas en verso hasta que todas las demás estuviesen completamente terminadas, y no continuar la versificación si al hacerlo no experimentaba igual, o mayor impresión que cuando las escribía. Pero no valieron frenos, promesas ni propósitos; me fue imposible volver a las primeras sin haber terminado las últimas. Así, estas dos tragedias nacieron más espontáneamente que todas las demás; compartiré con ellas la gloria, si la alcanzan y merecen; pero no así la censura, si a ella son acreedoras, ya que por fuerza nacieron y se mezclaron con sus hermanas, ninguna de las cuales me costó menos trabajo y tiempo que aquéllas.

Entre tanto, a fines de septiembre del susodicho año 1782, las catorce tragedias habían sido dictadas, sacadas en limpio, corregidas, y añadiría que limadas también si no me hubiera dado cuenta pocos meses después de que todavía dejaban mucho que desear. Pero entonces creí que eran lo más acabado que podía hacerse y me tenía por el primer hombre del inundo, ya que en diez meses había puesto en verso siete tragedias, inventado, escrito y versificado dos y dictado y corregido catorce. Y en el mes de octubre, tan memorable para mí, tomé un descanso tan delicioso corno necesario después de un trabajo tan penoso y prolongado, haciendo una excursión a caballo hasta Terni para ver la famosa cascada. Estaba henchido de vanidad; pero no lo decía a nadie sino a mí mismo, y muy quedo, con cierto velo de modestia, lo dejaba traslucir a la dueña de mi corazón; y pareciéndome que el cariño que me tenía inclinábala a creer que yo era verdaderamente un gran hombre, puse mi empeño en hacer todo lo posible para serlo. Así, al cabo de un par de meses de embriaguez de amor propio juvenil, reaccioné por mí mismo y traté de averiguar, por el examen de mis catorce tragedias, el camino que tenía todavía que recorrer para llegar a la deseada meta. Y como contaba a la sazón treinta y cuatro años de edad y sólo ocho de vida literaria, esperé con más fe que antes que alcanzaría la palma de la victoria. Y no dudo que esta esperanza se leía en mi rostro, pese al cuidado que yo ponía en que no se trasluciera de mis palabras.

En distintas ocasiones había ido leyendo poco a poco todas mis tragedias en varias tertulias, formadas siempre por señoras y caballeros, literatos e imbéciles, de personas delicadas y groseras. Con la lectura de mis producciones buscaba yo, y así debo confesarlo, el provecho más que la alabanza. Yo conocía a los hombres y a la alta sociedad lo bastante para no fiarme ni creer estúpidamente en elogios que sólo salen de los labios y que no suelen escatimarse a un autor que lee sus obras, sin pedir nada, a una reunión de personas bien educadas y corteses; así es que no daba a las alabanzas más valor del que en realidad tenían. Pero, en cambio, me interesaban y apreciaba mucho los elogios y censuras que, en contraposición a los de labios, llamaría del asiento, si la expresión pudiera pasar, pues me parece muy justa y verdadera. Me explicaré. Cada vez que se reúnen doce o catorce individuos, hombres y mujeres, el espíritu colectivo que se forma en esa reunión se acerca y semeja al del público de un teatro; y aunque aquéllos no asisten pagando, y la buena educación les exige que guarden mucha compostura, no puede ocultar el que escucha disimular el aburrimiento, y mucho menos aparentar profunda atención, vivo interés y gran curiosidad por conocer el desenlace de la obra. No pudiendo, pues, el que escucha mandar a su rostro, ni clavarse, por decir así, en una silla y permanecer sentado e inmóvil, el que lo haga puede servir de guía al lector para apreciar el efecto que produce en el auditorio. Y esto era casi exclusivamente lo que yo observaba mientras leía. Y parecíame -tal vez me engañaba- que durante la lectura de una tragedia, la mayor parte del tiempo me escuchaban inmóviles, con manifiesta atención y con gran ansiedad por llegar al desenlace; lo que me demostraba que, hasta en lo menos interesante de la tragedia, mis oyentes estaban pendientes de mis labios hasta el final. Mas asimismo debo confesar que ciertos pasajes, demasiado fríos o pesados, y que a veces habíanme aburrido a mí mismo al leerlos a los demás, provocaban tácitas censuras que se manifestaban por bostezos, tosecillas involuntarias y removerse en los asientos, todo lo cual constituía un aviso que ni me pasaba inadvertido ni lo echaba en saco roto. Y tampoco debo ocultar que aquellas lecturas me proporcionaron muchos y atinadísimos consejos de literatos y de hombres de mundo y no pocas advertencias de las señoras en lo tocante a las pasiones del ánimo. Los literatos me hablaban de la elocución y de las reglas del arte; los hombres de mundo, de la invención, las situaciones y los caracteres; y hasta las observaciones de los que nada entendían de literatura trágica, todo, en fin, me parece que fue muy provechoso para mí, y escuchándolos a todos, recordándolo todo, no descuidando nada y no despreciando a nadie -aunque eran muy pocos los individuos a quienes apreciaba-, fui tomando lo que más convenía a mí mismo y al arte. Añadiré a estas confesiones, para terminar, que sabía muy bien que yendo de tertulia en tertulia leyendo mis tragedias a personas que por mi condición de extranjero no me mirarían con muy buenos ojos, no hacía más que ponerme en ridículo. Pero no me arrepiento de haberlo hecho si redundó en beneficio mío y del arte; y si no fue así, el ridículo de la lectura no sera nunca menor del haberlas hecho representar e imprimirlas.




ArribaAbajoCapítulo X

Representación de «Antígona» en Roma. Impresión de las cuatro primeras tragedias. Separación dolorosísima. Viaje por Lombardía


Yo estaba, por lo tanto, en un período de semidescanso empollando mi fama de trágico, e indeciso entre si daría a la estampa mis obras o esperaría algún tiempo más, cuando se me ofreció una ocasión intermedia: la de representar una de mis tragedias por una compañía de distinguidos aficionados que había actuado repetidas veces en el teatro particular del embajador de España, que lo era a la sazón el duque de Grimaldi. Habían puesto en escena comedias y tragedias, traducciones deficientes del francés, entre otras, El conde de Essex, de Tomás Corneille, traducida en verso italiano, no sé por quién, en la que desempeñó el papel de Isabel, bastante mal por cierto, la duquesa de Zagarolo. Yo asistí a aquella representación, y a pesar de lo poco acertada que estuvo la duquesa, observando que esta señora era muy bella, de aspecto majestuoso y que sentía lo que representaba, deduje que con un poquito de buena escuela se podría sacar mucho partido de sus dotes de artista. Y así fue como se me ocurrió la idea de hacer representar a aquellos aficionados una de mis tragedias. Quería convencerme por mi mismo si podría alcanzar lo que ponía por encima de todo: sencillez de acción, pocos personajes y estructura del verso que impidiera la cantilena en la declamación. Escogí para este ensayo Antígona, que, a mi juicio, era la menos ardiente de mis tragedias, pensando que, si con ella obtenía el resultado apetecido, mucho mejor lo alcanzaría con las otras, en las que se desarrollaban las pasiones del ánimo con más fuerza y vehemencia. Los nobles histriones aceptaron con entusiasmo mi proposición de recitar Antígona; y como de todos los actores sólo el duque de Ceri, hermano de la mencionada duquesa de Zagarolo, se sentía capaz de desempeñar uno de los principales papeles, me vi obligado a reservarme el de Creonte, dando el de Emón al duque de Ceri, y a su esposa el de Argía; el de la protagonista pertenecía por derecho propio a la majestuosa duquesa de Zagarolo. Con este reparto se puso en escena la obra; y nada diré aquí de aquellas representaciones, porque de ellas he hablado extensamente en otros escritos míos33.

Engreído por el lisonjero éxito de la representación, a principios del año siguiente, 1783, me decidí a dar a la imprenta algunas de mis tragedias. Aunque siempre me pareció escabrosísimo este paso, nunca hubiera podido suponer que lo fuera tanto, hasta que la experiencia me enseñó lo que son las envidias y rivalidades literarias, la competencia de los libreros, el proceder de los periodistas, las críticas de los gacetilleros, todas las calamidades, en fin, que llueven sobre el que publica una obra. De tal modo ignoraba yo todo eso, que ni siquiera sabía que existían periódicos literarios que publicaban la biografía del autor junto con la crítica de su obra. ¡Tan novel era yo y tan pura tenía la conciencia respecto al arte de escribir para el público!

Decidí, pues, editar mis producciones, y en vista de que en Roma había que vencer demasiadas dificultades a causa de las censuras, especialmente la eclesiástica, escribí a mi amigo de Siena preguntándole si quería tomarse por mí esas molestias. Gori in capite y otros conocidos míos y amigos prometiéronme cuidar con diligencia y esmero la edición a fin de que resultase perfecta y se hiciera en el menor tiempo posible. Para comenzar no quise aventurarme más que con cuatro tragedias, y envié a mi queridísimo amigo un original muy decentito en cuanto a la caligrafía únicamente, pues respecto a la claridad y elegancia de estilo era bastante defectuoso. Yo creía inocentemente que el trabajo del autor terminaba con la entrega del original a la imprenta; pero no tardé en saber por experiencia que es entonces cuando verdaderamente empieza.

Durante los dos o tres meses que se emplearon en la impresión de las cuatro tragedias yo estaba muy desasosegado en Roma, en extremo agitado y casi febril, y si no me hubiera contenido la vergüenza de volverme atrás habría retirado el manuscrito entregado al impresor. Al fin fui recibiendo, una a una, las cuatro tragedias, admirablemente corregidas, gracias a mi amigo; suciamente impresas, como sabe todo el que las ha visto, gracias al tipógrafo, y bárbaramente versificadas, según eché de ver después, por obra y gracia del autor. La chiquillada de ir visitando a muchos de mis conocidos de Roma para regalarles ejemplares, muy bonitamente encuadernados, de mis primeras obras impresas, y mendigar sus elogios me tuvo atareadísimo varios días, sin dejar de comprender por eso que estaba haciendo el ridículo. Entre otros, regalé también un ejemplar al Sumo Pontífice Pío VI, que era el que a la sazón ocupaba la Sede apostólica, a quien había sido presentado el año anterior, cuando decidí fijar mi residencia en Roma. Y aquí, para vergüenza mía, debo confesar la feísima falta que cometí en aquella audiencia. Yo no estimaba gran cosa al Papa como tal, y mucho menos a Braschi como literato ni benemérito de las letras, porque no lo era. Sin embargo, después de una obsequiosa presentación de mi libro, que él mismo aceptó, hojeó y puso sobre la mesita que tenía al lado, colmándome de elogios y sin permitir que le besara el pie, antes bien, acariciándome paternalmente la mejilla en los brevísimos instantes que estuve postrado ante él, me obligó a levantarme; yo mismo, digo, a pesar de lo antes expuesto y de haber escrito mi soneto a Roma, respondiendo con blandura y cortesanía a las alabanzas que me prodigaba Su Santidad por la representación y mérito de mi Antígona, de la que, según manifestó, había oído decir maravillas, aprovechando la ocasión de haberme preguntado si compondría otras tragedias, pues era admirador de un arte tan ingenioso y noble, le contesté que tenía ya terminadas otras, entre ellas una titulada Saúl, que, por ser de carácter religioso, tendría sumo gusto en dedicarla a Su Santidad, si se dignaba aceptar ese homenaje. El Papa se excusó diciendo que no podía aceptar dedicatorias de obras teatrales, cualquiera que fuese su género, y yo no insistí.

Mas no puedo ocultar que experimenté dos mortificaciones tan distintas como merecidas: una, el desprecio que espontáneamente mendigué; y la otra, el verme obligado, por el paso que acababa de dar, a reconocerme muy inferior al Papa, puesto que había tenido la vileza, la debilidad y la doblez (que una de estas tres cosas, si no todas a la vez, fue lo que me impulsó a obrar) de querer tributar como testimonio de homenaje y estimación una obra mía a un individuo que valía mucho menos que yo desde el punto de vista de verdadero mérito. Pero asimismo, justo es confesar (no para mi justificación, sino únicamente para explicar la contradicción aparente o real que existía entre mi manera de pensar y mi proceder) cuál fue la sola y verdadera causa que me indujo a prostituir el coturno a la tiara. Esa causa no fue otra que el haber circulado rumores en casa del cuñado de mi amada acerca de mis frecuentes visitas, las cuales disgustaban tanto al cardenal como a su corte; y como el descontento aumentaba sin cesar, traté, adulando al soberano de Roma, de ganarme su protección contra las persecuciones que mi corazón presentía, y que, en efecto, desencadenáronse un mes después. Creo que la representación de Antígona multiplicó el número de mis enemigos, porque dio lugar a que se hablase demasiado de mí.

Así, pues, en aquella ocasión fui disimulado y vil, forzado por el amor, y cada cual puede reír lo que quiera, pero pensando en lo que habría hecho de haberse encontrado en mi pellejo. He referido este episodio, en vez de dejarlo en las tinieblas del olvido en que estaba sepultado, porque lo considero provechoso para mí y para los demás. De viva voz no lo conté nunca, puesto que me faltó valor para hacerlo; sólo mi amada lo supo por mí algún tiempo después, y ahora lo escribo, en parte, para consuelo de los escritores presentes y futuros que por cualquier fatal consecuencia se encuentren o se encontraren vergonzosamente obligados a deshonrarse a sí mismos y a sus obras con mentidas dedicatorias, y en parte, para que mis detractores sepan y puedan decir con verdad que si yo no me envilecí con ese género de simulaciones fue únicamente por capricho del destino, que no me obligó a ser vil o a parecerlo.

En abril de 1783 enfermó gravemente en Florencia el marido de mi amante, y su hermano salió para aquella ciudad sin pérdida de tiempo, temeroso de encontrarle muerto; pero el mal hizo crisis favorable con igual rapidez, y el cardenal halló al paciente muy mejorado y enteramente fuera de peligro. Durante la convalecencia, el paciente habló largo y tendido con su hermano, que pasó a su lado quince días, y entre los curas que éste había llevado consigo de Roma y los que habían asistido al enfermo en Florencia convinieron en que era preciso que el marido convenciera al cardenal de que no podía consentir de ninguna de las maneras que su cuñada continuara habitando en su palacio si no cambiaba radicalmente de conducta. No trataré por cierto de hacer aquí la apología de la vida que suelen observar las mujeres casadas en Roma yen toda Italia; pero si diré que la conducta de aquella señora en Roma, por lo que se refiere a sus relaciones conmigo, no traspasaba ni con mucho los límites de lo que se tolera en aquella ciudad a las de su clase. Añadiré que las faltas de su marido y los malos tratos de que le hacía objeto eran tan verdaderos y reales como conocidos en todo el mundo. Sin embargo, nobleza obliga a decir que tanto su marido como su cuñado y como los respectivos consejeros eclesiásticos de uno y otro tenían sobrada razón para no aprobar la demasiada frecuencia de mis visitas, aunque con ellas no ofendía la honra de mi amada. Pero sí me dolía muchísimo que el celo de aquellos curas, que fueron los únicos motores de toda la máquina, no tuviese nada de evangélico, ni puro y limpio de segundas miras, pues muchos de ellos hacían con su mal ejemplo el elogio de mi conducta y satirizaban la suya. En resumidas cuentas, que a su maquinación era ajena la religión verdadera y la virtud, y obedecía a espíritu de venganza y de ruin intriga. En cuanto el cardenal estuvo de regreso en Roma, intimó, per conducto de sus curas, a la señora, a que no volviera a recibir mis visitas, pues había convenido con su hermano que era indispensable acabar con unas asiduidades que, por su parte, no estaba dispuesto a tolerar ni un día más. Aquel personaje, impetuoso e irreflexivo en todos sus actos, creyendo que así resolvería la cuestión más decorosamente, levantó gran revuelo en toda la ciudad, que oía, escandalizada lo que por todas partes, iba contando, y acabó por quejarse al Papa.

Cundió entonces el rumor de que Su Santidad, para cortar las murmuraciones, procuraría convencerme de la conveniencia de que yo abandonase a Roma o me haría salir de ella por fuerza. El rumor no se confirmó, pero nada tenía de inverosímil, dada la libertad itálica. Pero yo, anticipándome -como hice muchos años en la academia cuando me quité la peluca antes que otros me la quitaran a viva fuerza-, evité la afrenta de que me obligasen a partir tomando la determinación de irme voluntariamente. Con tal objeto visité a nuestro ministro de Cerdeña para rogarle que comunicase al secretario de Estado que, enterado del escándalo que por mi causa habíase promovido, y que estimando sobre todas las cosas el decoro, la honra y la paz de aquella señora, había decidido ausentarme por algún tiempo, a fin de que cesara la murmuración, y que saldría de Roma a principios del próximo mes de mayo. Aplaudió el ministro y aprobaron el secretario de Estado, el Papa y todos los que estaban en el secreto mi espontánea y dolorosa resolución, y me dispuse para la cruelísima partida. Me impulsó a dar este paso la triste y horrible vida que hubiera tenido que llevar en Roma si allí me hubiese quedado, sin poder volver a verla en su casa, o exponiéndola a indecibles disgustos si nos encontrábamos en otros sitios con afectada publicidad, o si con inútil e indecoroso misterio la hubiese visitado. Pero, como el vivir ambos en Roma sin tener ocasión de vernos era para mí un suplicio insoportable, de acuerdo con ella elegí como mal menor el de la ausencia, en espera de mejores tiempos.

El 4 de mayo de 1783 -fecha de la que he conservado siempre tristísimo recuerdo- me separé de la mujer que era más que la mitad de mí mismo. Cuatro o cinco. veces tuvimos que separarnos, pero aquélla fue para mí la más terrible, porque la esperanza de volver a reunirnos era mucho más remota e incierta.

Aquel suceso me tuvo trastornado unos dos años e impidió, retardó y malogró bajo todos los aspectos mis estudios. La villa Strozzi, situada en las Termas de Diocleciano, fue para mí un retiro delicioso. Pasaba todas las mañanas estudiando, sin salir de casa más que un par de horas para dar un paseo por las inmensas soledades de aquel deshabitado barrio de Roma, que invitaban a reflexionar, gemir y poetizar. Por la tarde bajaba a la ciudad, y restauradas mis fuerzas, debilitadas por trabajo tan intensivo, con la vista de la mujer para quien únicamente yo existía y estudiaba, volvía a mi ermita lo más tarde a las once de la noche. No era posible encontrar en el recinto de una gran ciudad lugar de permanencia más alegre, libre y rural y más en consonancia con mi temperamento, mi humor y mis ocupaciones. Lo recordaré y desearé mientras viva.

Dejando, pues, en Roma la única mujer que en el mundo existía para mí, mis libros, mi paz, mi villa y mi corazón, me fui alejando, embotado el cuerpo y el espíritu, con dirección a Siena, donde podría al menos llorar libremente algunos días en el seno de mi amigo. No sabía aún adónde iría, dónde fijaría mi residencia, ni lo que debía hacer fue para mí un gran consuelo el conversar con aquel hombre incomparable, bueno, compasivo y humanísimo, a pesar de la acritud y orgullo de su carácter. Sólo en el dolor se puede apreciar realmente lo que vale y lo útil que es un amigo verdadero; yo creo que, a no haber sido por él, habría perdido el juicio. Gori, viendo en mí un héroe neciamente acobardado, aunque conocía por experiencia los nombres y la esencia de la fortaleza y la virtud, no quiso oponer cruel e inoportunamente a mis delirios su fría y serena razón, sino que, por lo contrario, procuró y logró mitigar mis dolores haciéndose partícipe de ellos. ¡Rara y celestial dote, en verdad, la de saber razonar y sentir al mismo tiempo!

En tanto, menguadas o adormecidas todas mis facultades intelectuales, no podía hacer ni pensar en otra cosa que escribir cartas; durante aquella tercera separación, que fue la más larga, llegué a escribir lo suficiente para formar gruesos volúmenes, dando libre desahogo al dolor, a la amistad, al amor, a la ira, a todos los diferentes e indómitos sentimientos de un corazón rebosante y de un alma mortalmente herida. La pasión por la literatura habíase ido extinguiendo poco a poco en mí mente y en mi corazón, hasta el extremo de que algunas cartas que me habían enviado de Toscana a Roma, en las que se me mordía bastante con motivo de la publicación de mis primeras tragedias, hicieron en mi ánimo tanta mella como si se refiriese a obras ajenas. Algunas de aquellas cartas estaban escritas con ingenio y cortesía; otras, insulsa y groseramente; unas, firmadas, y anónimas las demás; pero todas coincidían en la censura de mi estilo, que calificaban de durísimo, obscurísimo y, sobre todo, estrambótico, pero sin que ninguna especificara claramente cómo, dónde y por qué. Cuando llegué a Toscana, el amigo Gori, para distraer mi pensamiento de lo que me obsesionaba, leyóme en unas hojas impresas de Florencia y de Pisa, llamadas Diarios, el comentario de las cartas que me habían sido dirigidas a Roma. Fueron aquéllos los primeros periódicos literarios que vi y oí leer en mi vida, y sólo entonces pude penetrar las reconditeces de ese arte respetable que censura o elogia los libros con igual discernimiento, equidad y doctrina, según que los autores hayan sido dadivosos o tacaños con el crítico, y según le hayan tratado con mimo o desdén. Mas, a decir verdad, aquellas venales censuras no me dieron ni frío ni calor, porque otros pensamientos muy distintos embargaban entonces mi ánimo.

Al cabo de tres semanas de estancia en Siena, donde no vi ni traté a nadie más que a mi amigo, el temor de molestarle excesivamente, la imposibilidad de ocuparme en algo y la impaciencia por cambiar de lugar que se apoderaba de mí en cuanto reaparecía el aburrimiento y caía en la ociosidad, determináronme a buscar distracción en los viajes. Se acercaban las fiestas de la Ascensión, y a Venecia me fui a presenciarlas, como había hecho muchos años antes. Pasé por Florencia volando; que eran demasiado dulces los recuerdos que la vista de aquellos lugares despertaban en mi, alma, tan angustiada y oprimida en aquellos momentos. Las distracciones del viaje, y sobre todo el cabalgar continuamente, fueron muy beneficiosas para mi salud, que en tres meses de sufrimientos habíase resentido bastante. Desde Bolonia me desvié para visitar en Rávena el sepulcro del poeta, y allí pasé un día fantaseando, orando y gimiendo. En aquel viaje de Siena a Venecia me sentí de tal modo inspirado para las composiciones poéticas afectuosas, que no pasaba día sin que hiciera uno o varios sonetos. En Venecia, al saber que se había firmado la paz entre América del Norte e Inglaterra, por la que se reconocía la completa independencia de la primera, escribí la quinta oda a la América libre, con la que di por terminado ese poemita lírico. De Venecia pasé a Padua, sin olvidarme, como me había ocurrido en mis dos visitas anteriores, de la casa ni del sepulcro, en Arqua, de nuestro soberano maestro en amor. Allí dediqué también un día entero al llanto y la poesía, para desahogar un tanto mi corazón. En Padua tuve ocasión de conocer personalmente a Cesarotti, de cuyo trato afabilísimo y maneras tan vivas y corteses no quedé menos encantado que de los magistrales versos de Ossian, que releía siempre con verdadera fruición. De Padua volví a Bolonia, pasando por Ferrara, para realizar mi cuarta peregrinación poética visitando la tumba de Ariosto, y viendo los manuscritos de este poeta. La de Tasso habíala visitado varias veces en Roma, así como la casa en que nació en Sorrento, adonde fui con ese objeto durante mi último viaje a Nápoles. Esos cuatro poetas eran entonces, y lo serán siempre, los primeros, por no decir los únicos, de habla italiana; siempre me ha parecido que en los cuatro se compendia todo lo que puede dar la poesía, salvo el mecanismo del verso suelto de diálogo, el cual, sin embargo, se puede hallar tomándolos en conjunto y dando a sus modalidades nueva forma. Al cabo de diez y seis años de leerlos y estudiarlos diariamente, esos cuatro inmensos poetas me resultaban siempre nuevos, siempre mejores en lo muchísmo bueno que tienen y utilísimos hasta en lo defectuoso; que sólo un ciego fanatismo puede decir que las obras de los cuatro son perfectas y que no hay en ellas nada mediano, ni malo, ni pésimo; pero si sostengo que hasta en lo malo de ellos puede aprender muchísimo quien sepa penetrar sus motivos e intenciones, es decir, quien además de entenderlos perfectamente los siente muy hondo.

De Bolonia, gimiendo y rimando siempre, pasé a Milán, y hallándome tan cerca del queridísimo abate Caluso, que estaba de temporada con sus sobrinos en el magnífico castillo que poseían en Masino, a corta distancia de Vercelli, fui a pasar a su lado cinco o seis días. Y como desde allí me hallaba también tan cerca de Turín, consideré que hubiera sido una vergüenza no dar una escapada para abrazar a mi hermana. Fui, pues, acompañado de mi amigo, una noche, y la tarde del día siguiente regresé a Masino. Como el acto de la donación de mis bienes no tuvo otro objeto que el de verme libre para no residir en mi patria, no quería que me vieran en ella tan pronto, y mucho menos en la corte. Este fue el motivo de mi reaparición y desaparición repentina; así es que esta rápida visita, rara quizá para muchos, dejará de serlo cuando se sepa la razón de ella. Hacía ya más de seis años que había levantado mi domicilio de Turín; parecíame que no podría estar allí seguro, tranquilo ni libre, y no quería, ni debía, ni podía permanecer mucho tiempo en dicha ciudad.

Pronto abandoné a Masino para volver a Milán, donde pasé el mes de julio, viendo con mucha frecuencia al originalísimo autor de La mañana, verdadero precursor de la futura sátira italiana. Por medio de este célebre y culto escritor procuré indagar con la mayor docilidad y sincerísimos deseos de aprender en qué consistía principalmente el defecto de mi estilo en la tragedia. Parini, amable y bondadoso, me fue señalando algunas cosas poco importantes, a decir verdad, y que todas juntas no podían constituir lo que se llama estilo defectuoso, y que si bien no podía discernirlo por mí mismo, tampoco me lo pudieron indicar, o no quisieron hacerlo, ni Parini, ni Cesarotti ni otros distinguidos literatos y vates famosos a quienes con fervor y humildad de novicio visité y supliqué en mi viaje por Lombardía. Así es que con el transcurso de los años tuve que ir descubriéndolo yo mismo a costa de no pocos trabajos y fatigas y procurar corregirme de ese defecto. Por lo demás, mis tragedias habían gustado más aquende el Apenino que en Toscana, y habíase censurado mi estilo con menos ensañamiento y más justicia. Lo mismo había sucedido en Roma y Nápoles, aunque fueron pocos los que tuvieron la bondad de leerlas. Es, por lo tanto, privilegio antiguo y exclusivo de Toscana desanimar a los autores italianos cuando no escriben tonterías.




ArribaAbajoCapítulo XI

Impresión de otras seis tragedias. Crítica de las cuatro publicadas antes. Contestación a la carta de Casalbigi


A principios de agosto salí de Milán para volver a Toscana, siguiendo el nuevo, pintoresco y bellísimo camino de Módena a Pistoja. Durante ese viaje quise desahogar mi bilis poética con algunos epigramas. Yo estaba íntimamente persuadido de que si no teníamos epigramas satíricos, punzantes y mordientes no era por culpa de nuestro idioma, puesto que tiene tan buenas uñas, dardos, dientes y feroz concisión como cualquiera otro. Los pedantes florentinos, a los cuales me iba acercando a medida que acortaba la distancia que me separaba de Pistoja, me ofrecían sobrado asunto para ejercitarme un poco en aquel arte, nuevo para mí. Me detuve algunos días en Florencia y visité a varios de ellos, disfrazado de cordero, para que me iluminaran o me diesen motivo para mis sátiras; pero como lo primero era casi imposible, hube de contentarme con hacer acopio de la segundo. Modestamente, aquellos prohombres me dieron a entender, o, mejor dicho, no se anduvieron con rodeos para decirme con toda claridad que si antes de dar a la estampa mis obras hubiese hecho corregir por ellos el original habrían resultado perfectas. Estas y otras muchas impertinencias tuve que escuchar pacientemente; pero cuando les pregunté si respecto a la propiedad del lenguaje, a las reglas de la sacrosanta gramática, había faltado gravemente con solecismos, barbarismos y desmetrización, como también ignoraban lo que por razón de su oficio estaban obligados a saber, no pudieron señalar en mis libros ninguna de estas manchas, y no porque estuviesen limpios de ellas, que disparates gramaticales no les faltaban, sino porque no acertaban a descubrirlos. Limitáronse, por lo tanto, a tachar de anticuada alguna que otra palabra, y de insólitos, demasiado concisos, obscuros e ingratos al oído algunos conceptos y expresiones.

Enriquecido con semejante tesoro de noticias, adoctrinado e iluminado en el arte de la tragedia por tan conspicuos maestros, volví a Siena, con el propósito de cuidar yo mismo de la impresión de mis tragedias, tanto para tener una ocupación constante como para distraer mis dolorosos pensamientos. Cuando hablé a mi amigo de las luces y consejos que habíanme dado nuestros oráculos italianos, sobre todo de los pisanos y florentinos, reímos ambos de muy buena gana antes de disponernos a hacer reír de nuevo a aquéllos con nuestras ulteriores tragedias. Con mucho entusiasmo, pero con demasiada precipitación, me dediqué a la impresión de mis obras, de suerte que a fines de septiembre, es decir, en menos de dos meses, publiqué en dos tomos seis tragedias más, que, unidos al primero, que contenía cuatro, formaban el total de aquella primera edición. Así como pocos meses antes aprendí a conocer los periódicos y los periodistas, en aquella ocasión tuve que saber lo que eran censores de manuscritos, revisores de impresos, cajistas, impresores y regentes de talleres. Menos mal que a estos tres últimos se les podía amansar y dominar pagándoles bien; pero a los otros, a los censores y revisores, tanto temporales como espirituales, había que visitarlos, rogarles, lisonjearlos y soportarlos, lo cual no era pequeña carga. En la impresión de las primeras tragedias, el amigo Gori habíase tomado por mí estas molestias, y seguramente así lo habría continuado haciendo; pero como siempre me ha gustado saber un poco de todo, quise aprovechar la ocasión para ver el fruncimiento de cejas del censor y la petulancia y gravedad del revisor. ¡Y cuántos epigramas hubiera podido hacer a su costa si mi estado de ánimo no hubiese sido tan triste en aquellas circunstancias!

Por primera vez atendí por mí mismo a la corrección de las pruebas; pero como tenía el espíritu demasiado oprimido y ajeno a toda aplicación y estudio, no hice todas las enmiendas que hubiera podido y debido hacer entonces, como lo hice muchos años después, en la edición de París. Para ese trabajo de corrección son muy útiles las pruebas de imprenta, porque como se lee a trozos, aislados del cuerpo de la obra, se ve a primera vista lo que no está bien expresado, lo que resulta obscuro, los versos mal redondeados, todas esas pequeñeces que, multiplicándose y espesándose, forman una gran mancha. No obstante, aquellas seis tragedias resultaron, impresas, más acabadas que las cuatro primeras, según testimonio de mis propios detractores. Consideré prudente no añadir a las diez ya publicadas las cuatro que estaban inéditas, porque tanto la Conjura de los Pazzi como la María Estuardo, en aquellas circunstancias podrían acarrearme disgustos y molestias que alcanzarían a la persona a quien yo amaba más que a mí mismo. El asiduo y penoso trabajo de corregir pruebas, y, sobre todo, el hacerlo precipitadamente y después de haber comido, me produjo un acceso de podagra más que regular, que me tuvo unos quince días cojo y sufriendo lo indecible, porque no quise pasarlo en la cama. Aquél fue el segundo acceso; el primero lo tuve en Roma el año anterior, pero ligerísimo. La repetición del mismo mal fue para mí síntoma manifiesto de que no me faltaría con frecuencia en el resto de mi vida tan desagradable pasatiempo. La pasión de ánimo y el excesivo trabajo mental eran las causas de esa indisposición, que he combatido tan victoriosamente con las sobriedad en las comidas, que hasta ahora han sido pocos y de corta duración los asaltos de mi mal nutrida gota.

Cuando la impresión de las seis tragedias estaba a punto de terminar, recibí de Casalbigi, que residía en Nápoles, una carta larguísima y plagada de citas en todas las lenguas conocidas, pero muy razonada, acerca de mis cuatro primeras tragedias. Me apresuré a contestarle, no sólo porque me pareció que aquel escrito era el único que había salido de una mente equilibrada y sanamente crítica, justa e iluminada, sino también porque me ofrecía ocasión para exponer mis razones; e investigando yo mismo el cómo y por qué había incurrido en error, podría enseñar a todos mis ineptos censores a criticar con fruto y discernimiento, o a callarse. Como estaba muy empapado en el asunto que había de tratar, no me costó gran trabajo aquel escrito, que con el tiempo podría servir de proemio a mis tragedias, cuando las imprimiera completas. No quise ponerlo al frente de la edición de Siena porque, como no constituía más que un simple ensayo, consideré que no debía precederla ninguna clase de excusas, a fin de que pudieran despacharse los críticos a su gusto, forjándome quizá la ilusión de que así se me causaría más provecho que daño, pues nada hay mejor para dar fama a un autor que la crítica de personas incompetentes. También hubiera debido dejar en el tintero este rasgo de orgullo; pero al empezar a escribir estas páginas me prometí a mí mismo ocultar lo menos posible referente a mi vida y no dar la razón de mi proceder sino cuando ésta fuese la verdad pura. Terminada la impresión a primeros de octubre, publiqué el segundo volumen, reservando el tercero para sostener una nueva guerra en cuanto se hubiera desahogado y resuelto la segunda.

Lo que más me acuciaba entonces era el deseo vehementísimo de volver a ver a mi amada; pero como esto era imposible en el invierno entrante, desesperado y no hallando paz ni sosiego en ninguna parte, resolví emprender un largo viaje por Francia e Inglaterra, no porque me hubieran quedado ganas de volver a visitar esas naciones, que sobradamente harto escapé de ellas en mi segundo viaje, sino simplemente por viajar, ya que ese ha sido siempre el único alivio y el solo consuelo que he podido hallar para los dolores de mi alma. Además, aquel viaje me servía de pretexto para comprar en Inglaterra todos los caballos que pudiese. Era ésta mi tercera pasión, pero tan prepotente, descarada y audaz, y con tanta frecuencia renacida apenas muerta, que en más de una ocasión los hermosos corceles han osado combatir, y a veces vencer, a los libros y a los versos: que cuando el corazón estaba descontento las musas tenían muy escaso dominio sobre mi mente. Así es que, dejando de ser poeta para volver a mi afición de caballista, salí para Londres con la fantasía llena de magníficas cabezas, hermosos pechos, altivos cuellos y anchas grupas, y sin acordarme, o acordándome muy poco, del éxito o fracaso de mis tragedias. Y así perdí lastimosamente más de ocho meses, sin hacer nada, sin estudiar nada, leyendo únicamente algún trozo de los libros de mis cuatro poetas, mis compañeros inseparables en las millas y millas que iba recorriendo, y no pensando más que en la amada ausente, a la que de vez en cuando dedicaba como mejor podía algunas rimas plañideras.




ArribaAbajoCapítulo XII

Tercer viaje a Inglaterra, con el exclusivo objeto, de comprar caballos


Dejé, pues, a Siena a mediados de octubre, y por Pisa y Lerici me dirigí a Génova, hasta donde me acompañó mi querido amigo Gori. A los dos o tres días nos separamos: él volvió a Toscana y yo me embarqué para Antibes. Rápida y poco peligrosa resultó la travesía, puesto que la realizamos en poco más de diez y ocho horas; pero, con todo, durante la noche experimenté algún temor, porque la embarcación era pequeña, el peso del carruaje inclinaba una de sus bandas, la mar era gruesa y el viento fuerte. Apenas desembarcado, me puse en camino para Aix, sin detenerme hasta Aviñón, para visitar nuevamente con nuevo transporte la mágica soledad de Vallchiusa, y en Sorga, donde derramé muchas lágrimas no fingidas e imitativas, sino verdaderas, ardientes, salidas del corazón. Aquel día, que fue uno de los más felices y a la par más dolorosos de mi vida, compuse cuatro sonetos, entre el ir y venir de Aviñón a Vallchlusa. Continuando mi viaje, visité la cartuja de Grenoble, y sembrando lágrimas fui recogiendo abundantes rimas, hasta que por tercera vez entré en París. Aquella inmensa cloaca me causó la misma impresión que las veces anteriores, me produjo dolor y excitó mi cólera. Permanecí en ella un mes, que me pareció un siglo, y aunque llevaba cartas de presentación para varios literatos, en diciembre determiné marcharme a Inglaterra. Los literatos franceses, en general, están enteramente ayunos de literatura italiana y al mismo nivel intelectual que Metastasio; y como yo no quería trato con ellos, muy poco tuvimos que hablar. Al contrario, enojadísimo conmigo mismo, por haberme puesto en el caso de tener que oír y volver a emplear un lenguaje nasal tan opuesto al toscano, apresuré cuanto pude el momento de alejarme de Francia.

El fanatismo hebdomadario durante el poco tiempo que me detuve en París fue el globo dirigible. Presencié los dos distintos experimentos que se hicieron con dos distintos aeróstatos, uno lleno de aire rarefacto, y el otro de aire inflamable, y llevando cada uno das hombres en la barquilla. Espectáculo grandioso y admirable, tenía mucho más poético que histórico, invento que para merecer el título de sublime no le faltaba, ni le falta aún, más que la posibilidad o la verosimilitud de poder ser aplicado a algo útil.

Antes que hubiesen transcurrido ocho días desde mí llegada a Londres empecé a comprar caballos: primero, uno de carreras; luego, dos de silla; otro después; más adelante, seis de tiro, y así, sucesivamente, todo el mes de marzo de 1784: por cada uno que se estropeaba o moría compraba dos; de manera que llegué a reunir catorce. Esta rabiosísima pasión, cuyo rescoldo habíase mantenido vivo durante seis años bajo sus cenizas, se reavivó en mí de tal modo, a causa de la privación total o parcial sufrida, que, en vista, de haber perdido en muy corto tiempo cinco caballos, de los diez que había comprado, no me di por satisfecho hasta que poseí catorce, de la misma manera que, no satisfecho con las doce tragedias compuestas, no cejé en mi empeño hasta que hube completado las catorce. Estas agotaron mi mente y aquéllas vaciaron mi bolsa; pero la distracción que me proporcionaron los caballos me restituyó la salud, poniéndome en condiciones de escribir otras comedias y otras obras. Luego fue muy bien empleado aquel dinero, porque recuperé con él las energías que rápidamente iba perdiendo. E hice bien en gastarlo, porque lo tenía en monedas tocantes y sonantes. Como quiera que desde que realicé la donación de mis bienes había llevado durante los tres primeros años verdadera vida de avaro, y los tres restantes de moderada economía, me encontré con una importante cantidad ahorrada de la renta de los capitales que tenía colocados en los Bancos de Francia, a los que no había tocado. La compra y traslado a Italia de aquellos catorce amigos se llevaron una gran parte de mis ahorros, y el resto lo consumieron en cinco años consecutivos de manutención, pues en cuanto abandonaron donaron su isla nativa se empeñaron en no morirse, y como yo les había cobrado cariño no quise vender ninguno.

Poseedor de tantos caballos y con el espíritu dolorido por la ausencia de la que era única causa motriz de mi sabio y elevado proceder, no trataba ni buscaba el trato con nadie: cuando no pasaba el tiempo en mis corceles, lo empleaba escribiendo largas cartas a mi amada. Así transcurrió mi estancia en Londres por espacio de unos cuatro meses, acordándome de mis tragedias tanto como si ni las hubiese ideado siquiera. Sólo de vez en cuando pensaba en la coincidencia del número, de caballos y de tragedias y entonces me decía: «Has ganado un caballo por cada tragedia», recordando lo que a fuerza de azotes nos hacían trotar nuestros domadores pedagogos cuando en la escuela nos salía mal alguna composición.

Así viví vergonzosamente, en un ocio vilísimo, varios meses, olvidando hasta la lectura de mis poetas favoritos, y agotada de tal modo mi vena poética, que en toda mi estancia en Londres no compuse más que un soneto, y dos más al partir. En abril me encaminé con numerosa caravana a Calais y París, y por Lyón y Turín regresé a Siena. Pero es más fácil de decir que de hacer ese viaje llevando tantas caballerías. Cada día y a cada paso tenía que sufrir disgustos y molestias continuas que amargaban el placer de verme poseedor de tan magnífico ganado; ora éste tosía, ora aquél no quería comer, ya uno cojeaba, ya al otro se le hinchaban las patas, o bien a esotro se le rompían los cascos; en fin, una infinidad de contratiempos, de los que yo era la primera víctima. Y aquella travesía marítima para transportarlos a Douvros, hacinados como ovejas, sirviendo de lastre a la nave, maltratados y tan sucios que no era posible distinguir el dorado brillo de su pelaje castaño; verlos a veces sin reparo alguno porque quitaban las maderas que las cobijaban; tener que soportar con paciencia que, ya en Calais, antes de desembarcar, sirviesen sus lomos de puente a los groseros marineras, que pasaban pisándolos como si no fueran cuerpos vivos, sino una vil prolongación del pavimento; ver cómo los izaban por medio de cuerdas, con las patas colgando y dejándolos caer al mar, porque, a causa de la marea, la nave no podía fondear hasta la mañana siguiente, y si no se desembarcaban de la manera habría habido que dejarlos toda la noche en la incómoda postura que debían conservar a bordo... En fin, que hube de sufrir lo indecible. No obstante, fue tanta mi solicitud y tantos mis cuidados, que, previendo y remediando los males, y venciendo con tesón peligros, contratiempos y dificultades, los conduje sanos y salvos a buen puerto.

En honor a la verdad, debo añadir que éste mi apasionamiento no estaba exento de vanidad, pues, como sucedió en Amiéns, en París, en Turín y en otras partes, cuando las personas entendidas elogiaban a mis caballos, yo me ponía tan ancho y orondo como si fueran obra de mis manos. Pero la más ardua y épica empresa con aquella caravana fue el paso de los Alpes entre Lansleburgo y el Novalese. Me costó mucho trabajo ordenar y ejecutar su marcha de modo que no ocurriese ninguna desgracia a aquellos animales tan grandes y relativamente pesados a través de aquellos abruptos y estrechos senderos, rodeados de precipicios. Y así como me complací en ordenarla, permita el lector que me complazca en describirla. Al que no le guste, que la pase por alto, y el que quiera, que la lea, y vea si estuve más acertado en la organización de la marcha de catorce caballos entre aquellas Termópilas que en los cinco actos de una tragedia.

Eran mis caballos, gracias a sus pocos años, a mis solícitos cuidados y a la descansada vida que hacían, excesivamente vivos y fogosos, por lo que no era nada fácil guiarlos bien para que no se despeñaran. Así, pues, en Lansleburgo alquilé un hombre para cada caballo, a fin de que lo guiase a pie, llevándolo bien corto de la brida. Y a cada tres caballos que a la desfilada subían por el monte seguía un lacayo mío, jinete en un mulillo, encargado de vigilar la marcha de las tres caballerías que le precedían, llevadas de la rienda por los hombres que con este objeto había alquilado, y así sucesivamente de tres en tres. En medio de la recua caminaba el albéitar de Lansleburgo, llevando clavos, martillos y todo lo necesario para herrar en seguida al caballo que perdiera alguna herradura, que era lo más peligroso en aquel paso tan difícil. Cerraba yo la marcha, como jefe de la expedición, montado sobre el más pequeño y ligero de mis caballos, «Frontino», y llevando a ambos estribos dos ayudantes de camino, peatones muy listos, a quienes mandaba a la cabeza, al centro o a la cola para que transmitieran mis órdenes. Llegados así felizmente a la cima del Monsenige, y en el momento de empezar a bajar a Italia, movimiento que suele alegrar a los caballeros y apresurar su paso, cambié de sitio, me apeé de «Frontino» y, puesto a la cabeza de la expedición, comencé a descender lentamente. Con objeto de evitar que las cabalgaduras corriesen montaña abajo, coloqué delante las más grandes y pesadas, encargando a mis ayudantes que cuidasen de que entre uno y otro caballo no mediase más distancia que la estrictamente necesaria. A pesar de tantas precauciones, varios caballos perdieron hasta tres herraduras cada uno; pero como para algo había yo llevado el albéitar, pronto quedaba remediado el daño, y todos llegaron sanos y salvos al Novalesa, con los cascos en muy buen estado y sin que cojeara ninguno. Esta charla podrá ser útil al que tenga que pasar los Alpes u otros lugares parecidos conduciendo muchos caballos. En cuanto a mí, por haber dirigido tan felizmente aquel paso estaba tan orgulloso corno pudo estarlo Aníbal cuando, un poco más al Mediodía, logró pasar los Alpes con sus esclavos y elefantes. Con la única diferencia que, si a él le costó mucho vinagre, yo tuve que pagar todo el vino, y no fue poco, que trasegaron los guías, el albéitar, los ayudantes y palafrenero.

Con la cabeza llena de estas tonterías y vacía por completo de todo pensamiento útil y laudable, llegué a fines de mayo a Turín, donde me detuve unas tres semanas, al cabo de más de siete años de haber levantado de allí mi domicilio. Como los caballos empezaban a aburrirme a fuerza de no pensar ni cuidarme más que de ellos, seis u ocho días después de mi llegada los mandé por delante a Toscana, donde habría de reunirme con ellos. Quería descansar entre tanto de tantas molestias y puerilidades, impropias de un autor trágico de treinta y cinco años de edad, bien cumplidos. Sin embargo, aquella distracción, el movimiento, el ejercicio corporal y la total suspensión de toda labor intelectual fueron muy beneficiosas para mi salud; me sentía tan robustecido y rejuvenecido de cuerpo como de inteligencia y juicio, pues, ¡ay!, los caballos habían vuelto a convertirme en el burro de antes. De tal modo volvió a enmohecerse mi mente, que llegué a considerar imposible que pudiera idear y escribir algo en lo sucesivo.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Breve estancia en Turín. Asisto a una representación de «Virginia»


En Turín tuve algunas satisfacciones y disgustos. Era para mí agradabilísimo volver a ver mis amigos de la juventud, los primeros lugares que conocí, las plantas, las piedras, todo objeto, en fin, que evocaban mis recuerdos y pasiones primitivas; pero, al mismo tiempo, el notar que muchos de mis compañeros de la adolescencia echaban por otra calle si me veían venir de lejos, para no tropezarse conmigo, o, si no tenían otro remedio que pasar por mi lado, me saludaban con marcada frialdad o volvían la cabeza, a pesar de que nada les había hecho, ni podían estar resentidos de mi amistad y afecto, me causaba honda amargura, que hubiera sido mayor si los que se mostraban menos esquivos conmigo no me hubiesen dicho que unos me trataban así porque yo había escrito tragedias; otros, porque yo había viajado mucho; los demás, porque había vuelto a mi patria con demasiados caballos; pequeñeces, en suma, excusables, sobre todo para el que conoce al hombre examinándose imparcialmente a sí mismo, pero lo bastante molestas para desear evitarlas cuando no quiere uno habitar entre sus connacionales para no verse obligado a hacer lo que ellos hacen, cuando el paisa es pequeño y sus habitantes son holgazanes, cuando, en fin, se les ofende involuntariamente con sólo intentar ser menos vulgares que ellos y sobresalir más, de cualquiera manera que sea.

Otro traguito muy amargo que hube de pasar en Turín fue el de presentarme al rey, el cual estaba bastante resentido conmigo por haberme negado tácitamente a reconocerlo con mi expatriación perpetua. Sin embargo, teniendo en cuenta los usos del país y mi propia situación, no podía yo eximirme de prestarle homenaje sin exponerme a ser tachado, con razón, de extravagante, insolente y descortés. En cuanto llegué a Turín, mi excelente cuñado, que era a la sazón el primer gentilhombre de cámara, comenzó a tantear el terreno para saber si yo querría o no presentarme en la corte; pero le tranquilicé en seguida diciéndole claramente que sí; y como él insistiera para que no demorase aquella obligada visita, no quise diferirla. El día siguiente fui a ver al ministro. Mi cuñado habíame prevenido que las disposiciones del Gobierno para conmigo eran excelentes y que sería recibido con mucha afabilidad, añadiendo, que se proponían darme un elevado cargo. Este favor, tan inmerecido como inesperado, me hizo temblar; pero el aviso me sirvió bastante para mantenerme en una, actitud conveniente y no decir una palabra que pudiera interpretarse en el sentido de que yo rehusaba ni en el de que aceptaba. Dije, pues, al ministro que, hallándome de paso en Turín, me consideraba obligado a hacerle una visita para tener el gusto de saludarle y rogarle al mismo tiempo que me facilitase los medios de poder presentar mis respetos al rey. El ministro me acogió con mucha amabilidad, y en el curso de nuestra conversación me dio a entender, con palabras ambiguas al principio y con toda claridad después, que al rey le gustaría que volviese yo a mi patria, donde Su Majestad podría utilizar mis servicios y yo distinguirme, y otras simplezas por el estilo; pero yo corté en seguida por lo sano, y contesté, sin ambages ni rodeos, que tenía que volver a Toscana para continuar la impresión de mis obras y de mis estudios literarios; que contaba ya treinta y cinco años, y a esa edad no se cambia fácilmente de propósitos, y que habiendo abrazado el arte de las letras, ésa sería la única profesión que ejercería el resto de mi vida. Replicóme el ministro que, desde luego, la profesión de las letras era noble y bella, pero que existían otras ocupaciones más importantes y elevadas, para cuyo desempeño debía yo considerarme muy capaz. Le di las gracias, persistiendo en mi negativa, y aun tuve la moderación y generosidad de no imponer a aquel buen hombre la inútil mortificación que merecía, como hubiera sido el decirle que sus despachos y diplomacias me parecían, y lo eran realmente, menos importantes que mis tragedias o las de otro autor. Pero esa clase de gente es, y debe ser, inconvencible, y yo, por temperamento, no discuto sino con los que se dejan convencer; a los demás no les hago caso. Me limité, pues, a no acceder. Indudablemente, el rey tuvo conocimiento por conducto de su ministro de mi resistencia negativa, pues cuando al día siguiente me concedió audiencia no me dijo nada sobre el particular, si bien me acogió con la amabilidad y cortesía que le son propias. Era el rey Víctor Amadeo II, todavía reinante, hijo de Carlos Manuel, bajo cuyo reinado nací. Aunque no soy muy amigo de reyes en general, sobre todo de los arbitrarios, debo confesar ingenuamente que nuestros príncipes suelen ser óptimos, máxime si se les compara con los otros de Europa. En lo íntimo de mi corazón sentía yo hacia ellos más cariño que aversión, pues tanto este monarca como su antecesor están dotados de bellísimos sentimientos, son de muy buena índole y de ejemplares costumbres y hacen a su pueblo más beneficios que daños. No obstante, cuando se piensa que el hacer bien o mal sólo depende de su voluntad hay que echarse a temblar y huir de ellos. Y esto fue lo que hice yo al cabo de pocos días, estrictamente los necesarios para visitar a mis parientes y amigos de Turín y pasar unas cuantas horas agradabilísimas con mi incomparable amigo el abate Caluso, que me hizo sentar un poco el juicio y despertar del letargo en que los caballos, me habían sumido y sepultado.

Durante mi corta estancia tuve que asistir, casi sin quererlo, a una representación de mi tragedia Virginia, puesta en escena en el mismo teatro donde nueve años antes habíase estrenado mi Cleopatra, por actores que valían poco más o menos tanto como aquéllos. Un antiguo compañero mío de Academia había organizado la función mucho antes de mi llegada a Turín, donde nadie me esperaba. Dicho amigo me instó mucho para que dirigiese los ensayos; pero como yo tenía más experiencia y más orgullo, me negué rotundamente, pues conocía muy bien a nuestros actores y al público. No quise de ninguna de las maneras hacerme cómplice de su incapacidad, de la que no dudaba, a pesar de no haberles visto trabajar. Hubiera tenido que empezar por un imposible: enseñarles a hablar y pronunciar en italiano y no en veneciano; a que fueran ellos los que recitaran y no el apuntador; a entender -hubiera sido demasiada pretensión el querer que lo sintieran-, sencillamente a entender lo que querían hacer entender al auditorio. No estaba, pues, tan fuera de razón mi negativa, ni era indiscreto mi orgullo. Dejé, por lo tanto, a mi amigo que se las arreglara como pudiera, prometiéndole únicamente que asistiría a la representación. Y asistí, en efecto, pero íntimamente convencido de que en vida no había yo de cosechar aplausos ni censuras en ningún teatro de Italia. Virginia tuvo también el mismo éxito que Cleopatra, y se pidió la repetición para el día siguiente; pero huelga decir que no volví por el teatro. Mas desde aquel momento comenzó el desengaño de la gloria, en el que cada día que pasa me confirmo más y más, a pesar de lo cual no he renunciado a mi propósito de continuar escribiendo durante diez o quince años todavía, es decir, hasta cumplir los sesenta, cultivando otros géneros de literatura, aunque no sé si lo haré con mas cuidado y mejor, para tener consuelo, cuando muera o llegue a la vejez, de haber satisfecho a mí mismo y al arte que había en mí. Respecto al juicio de los hombres actuales, dado el estado en que se encuentra el arte de la crítica en Italia, lo repito con pena, no se puede esperar ni alcanzar elogios ni censuras; pues no considero alabanza lo que no discierne, y fundándose en ella se anima al autor, ni llamo censura a la que no enseña a hacerlo mejor.

Con la representación de Virginia sufrí horriblemente, mucho más que con la de Cleopatra, por muy distintos motivos, de los que no quiero hablar aquí, pues de sobra los adivina y comprende el que tiene el gusto y el orgullo del arte; para quien no siente nada de eso, mis palabras resultarían inútiles e inconcebibles.

De Turín me trasladé a Asti, para pasar tres días al lado de mi buena y respetabilísima madre. Nos separamos llorando, porque ambos presentíamos que probablemente no nos volveríamos a ver. No sentía yo el cariño que hubiera podido y debido sentir hacia ella, pues desde la edad de nueve años pasé pocas horas en su compañía; pero mi estimación, gratitud y veneración por mi madre y por sus virtudes han sido siempre grandísimas y lo serán mientras yo aliente en el mundo. ¡Que el cielo le conceda larga vida, ya que tan bien sabe emplearla en edificar y favorecer a toda la ciudad! Además, mi madre me tenía un cariño mucho más acendrado y entrañable de lo que yo merecía, y por eso el hondo y verdadero dolor que le ocasionó mi separación me apenó muchísimo y me apena todavía.

Apenas salí del reino sardo, respiré a mis anchas, con verdadera satisfacción, pues aun pesaba tácitamente sobre mi cerviz el recuerdo del yugo nativo, a pesar de que lo había roto. Cada vez que tropezaba, durante mi breve estancia en Turín, con alguno de los personajes de la corte o del Gobierno me consideraba como liberto más que como hombre enteramente libre, acordándome de la hermosa frase de Pompeyo cuando, en Egipto, se entregó a discreción de Fotino34: «El que entra en casa del tirano, si es libre se hace esclavo.» Así, quien por pereza, distracción o curiosidad vuelve a la prisión de que ha escapado corre riesgo de no poder salir de ella mientras queden carceleros.

A medida que me internaba en Módena, las noticias que iba recibiendo de mi amada llenábanme unas de tristeza, de esperanza otras, y todas de cruel incertidumbre. Pero, al fin, las que supe en Plasencia anunciábanme su definitiva liberación de Roma, lo cual me produjo indecible alegría, porque Roma era el único lugar donde no me hubiera sido posible verla; pero las conveniencias, aherrojándome con pesadísimas cadenas, me impedían seguirla en seguida. Con mil trabajos y no pequeños sacrificios pecuniarios realizados en favor de su marido había obtenido de su cuñado y del Papa el necesario permiso para ir a tomar las aguas de Baden, pues los disgustos habían alterado considerablemente su salud. Así, en junio de 1784 salió ella de Roma, y siguiendo el litoral del Adriático, por Bolonia, Mantua y Trento se dirigió al Tirol, al mismo tiempo que yo salía de Turín y por Plasencia, Módena y Pistoja regresaba a Siena. El pensar en que estaba tan cerca de ella y en que, no obstante, habíamos de permanecer todavía separados me causaba alegría y dolor al mismo tiempo. Naturalmente, yo habría podido ordenar que mi carruaje y mi gente prosiguiesen camino adelante hacia Toscana y, montando a caballo, tomar por los atajos e ir a reunirme con ella, o verla al menos. Deseaba, temía, esperaba, renunciaba a mis deseos, alternativas todas del corazón que verdaderamente ama; pero al fin triunfó el deber: por amor a ella y por su decoro más que por el mío propio, y aunque renegando y gimiendo, no me aparté de mi camino. Y bajo el peso agobiador de mi dolorosa victoria, a los diez meses aproximadamente de viaje llegué a Siena, donde en la amistad del querido Gori hallé el consuelo y valor que necesitaba para ir tirando de la vida conservando la esperanza.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Viaje a Alsacia. Vuelvo a ver a mi amada. Plan de nuevas tragedias. Muerte inesperada de mi amigo Gori, en Siena


Entre tanto llegaron a Siena, pocos días después que yo, mis catorce caballos; el decimoquinto, mi hermoso bayo «Fido», el que varias veces había llevado en Roma el dulce peso de mi amada, y que por esto me era el más querido de todos, lo dejé a los cuidados de mi amigo. Los caballos teníanme distraído y en constante ociosidad, aparte que los pesares del corazón hacían vanos todos mis esfuerzos para reanudar mis tareas literarias. Pasé en Siena parte de junio y todo el mes de julio, sin que en todo ese tiempo, hiciera otra cosa que unos cuantos versos, algunas estrofas que me faltaban para terminar el canto tercero del poema y el principio del cuarto. Aquella obra, a pesar de que la hacía con tantas interrupciones, a trozos, sin plan preconcebido, fue una de las que más me apasionaron, y estaba decidido a no darle demasiada extensión, pues notaba que adolecía de este defecto; y segura mente lo habría conseguido de haber prescindido de detalles innecesarios y del excesivo floreo. Porque para que resultase verdaderamente original y darle un sabor agridulce, la primera condición necesaria era la brevedad. Por eso mi primitiva idea fue la de que sólo tuviese tres cantos; pero las observaciones de mis consejeros suprimieron casi un canto entero, y tuve que añadirle otro. Y no estoy muy seguro que tan frecuentes interrupciones no hayan influido para que el poema, en conjunto, resulte inconexo.

Entre tanto que procuraba continuar el cuarto canto, no cesaba de escribir y mandar cartas, que iban aumentando mis esperanzas y avivando más y más mi ardiente deseo de volver a reunir me con mi amada. Hasta que, al fin, no pudiendo resistir más, confiando únicamente a mi amigo Gori el verdadero objeto de mi viaje y el punto adonde me dirigía, so pretexto de una excursión a Venecia, tomé un día el camino de Alemania. ¡Día de amarguísimos recuerdos para mí! No podía yo imaginarme siquiera que al abrazar, enajenado de gozo, al amigo queridísimo, a quien pensaba volver a ver al cabo de pocas semanas, le daba el abrazo postrero. Han transcurrido muchos años desde su muerte, pero no puedo pensar en ella sin derramar ardientes lágrimas. Pero no hablaré aquí de mi dolor, porque en otros escritos lo he desahogado35.

Vedme, pues, nuevamente de viaje. Por el acostumbrado, querido y poético camino de Pistoja o Módena voy rápidamente a Mantua, Trento, Inspruck, y de aquí, por Saboya, a Colmar, ciudad de la Alsacia superior, a la izquierda del Rin, donde, finalmente, hallé a la que tanto iba llamando y buscando, porque durante más de diez y seis meses había estado privado de la luz de sus ojos. Recorrí tan largo trayecto en doce días, que me parecieron siglos. Brotó de nuevo en mi mente, con más fuerza que nunca, la inspiración poética, y la que podía en mí más que yo mismo me hizo componer cada día varios sonetos, transportado por, la dicha de ir pisando las huellas que ella había dejado impresas en dos meses antes, pidiendo en todas partes noticias de ella e informándome de todos los detalles de su viaje. Y como la alegría rebosaba en mi corazón, me sentí animado a intentar la poesía jocosa en un largo capítulo que escribí al amigo Gori dándole instrucciones para el cuidado de mis caballos, que constituían mi tercera pasión, y no digo la segunda porque me avergonzaría de anteponer Pegaso a las Musas.

Más adelante di cabida a aquel capítulo, que resultó bastante largo, entre las rimas, por ser la primera y casi la única poesía que he escrito de género bufo, al que no me siento inclinado, pero cuyos resortes me parece que conozco bastante para cultivarlo si me lo propusiera. Pasaron volando los dos meses que permanecí al lado de mi amante. Como su presencia me devolvió la plenitud de mi espíritu y de mi mente, junto con las satisfacciones del corazón, no habían transcurrido quince días desde que volví a la vida; el mismo Alfieri, que dos años antes no habría soñado siquiera con escribir nuevas tragedias, sino que, por lo contrario, colgó el coturno cuando terminó el Saúl, decidido a no descolgarlo jamás, se encontró, casi sin darse cuenta de ello, con tres tragedias más, concebidas al mismo tiempo y nacidas en un solo parto: Agis, Sofonisba y Mirra. Las dos primeras habíanseme presentado a la mente en distintas ocasiones, pero siempre las había rechazado; pero en aquéllas, si quise librarme de ellas, tuve que trazar el plan, esperando y creyendo que no llegaría a extenderlas jamas.

En Mirra no había pensado nunca; es más: ni ésta, ni Biblis ni ningún amor incestuoso parecíanme asuntos dignos de una tragedia. Mas casualmente leí en las Metamorfosis, de Ovidio, la vehemente y admirable alocución de Mirra a su nodriza, y, hondamente conmovido, concebí al punto la idea de componer una tragedia, persuadido de que podría resultar tan interesante como conmovedora si el autor acertaba a exponer el asunto de modo que el espectador pudiese ir descubriendo por sí mismo y poco a poco las horribles tempestades del corazón apasionado y a la vez purísimo de Mirra, que fue más desgraciada que culpable, sin que ella hubiera de dejarlas entrever, sin confesar a sí misma, y mucho menos a los demás, un amor tan monstruoso. En una palabra: pensé que no se debía omitir nada de lo que Ovidio describía, pero de manera que fuera preciso adivinarlo por lo que se callase. Desde el primer momento me hice cargo de las dificultades que habría de encontrar para mantener esta escabrosísima fluctuación de Mirra durante los cinco actos, sin tener que añadir ni tomar nada de nadie. Aun después de haber ideado, escrito, versificado y publicado esta tragedia, comprendo y temo esa dificultad, que entonces me sirvió de acicate para tratar de vencerla, y no soy yo quien debe decir si lo conseguí en parte o en todo o si no me fue posible alcanzarlo.

Aquellas tres composiciones trágicas encendieron de nuevo mi amor a la gloria, gloria que deseaba merecer únicamente para ofrendarla a la mujer, que era para mí mucho más querida que ella. Hacía, pues, un mes que estaba pasando los días más felices de mi vida, sin experimentar otra amargura que la de pensar que dentro de otro mes, todo lo más, sería preciso que nos separásemos nuevamente, cuando, como si este pensamiento no fuese ya bastante para ahelear la dulzura inefable de mi dicha actual, el destino cruel aumentó la dosis para hacerme pagar con creces el alivio pasajero que experimentaba. En el espacio de ocho días recibí cartas de Siena, en las que se me comunicaba, primero, la muerte del hermano menor de Gori y la gravedad de éste, y, por último, el fallecimiento del propio Gori, que sólo había sobrevivido seis días al primero. Si yo hubiese recibido tan tremendo e inesperado golpe en ocasión en que estuviese en compañía de mi amante, los efectos hubieran sido mucho menos fieros y terribles, porque el tener con quien llorar alivia la pena. Mi amante conocía y apreciaba muchísimo también a mi querido Francisco Gori, el cual, el año anterior, después de haberme acompañado hasta Génova, como he dicho en otro lugar, regresó a Toscana, y se trasladó luego a Roma, casi con el exclusivo objeto de conocerla; y como se detuvo allí varios meses, tuvo ocasión de tratarla y aun de acompañarla casi diariamente a ver los tesoros de arte que Roma encierra, y de los que era apasionado, por su competencia en bellas artes. Por lo tanto, llorándolo conmigo, no lo hubiese llorado solo por mí, sino por sí misma también, puesto que sabía por reciente experiencia lo mucho que valía el amigo que perdíamos.

Aquella desgracia turbó sobre manera la breve temporada que aun permanecimos juntos, haciendo que nos resultara más cruel y dolorosa nuestra segunda separación. Llegó el temido día, fue preciso someterse al destino y yo tuve que volver al dolor, separado esta vez de mi amada, sin saber por cuánto tiempo, y privado de los consuelos de mi amigo, de cuya eterna separación, ¡ay!, no podía quedarme la menor duda. Cada paso de aquel mismo camino que al venir había ido limpiando de tristezas y pesares me destrozaba el corazón. Abatido por el dolor, pocos versos pude hacer, y llorando sin cesar volví a Siena, adonde llegué, con el alma transida, a primeros de noviembre. Algunos amigos de Gori, que por haberlo sido suyos lo eran también míos y nos apreciábamos mutuamente, aumentaron mi pena de un modo atroz durante los primeros días de mi permanencia en aquella ciudad, satisfaciendo con excesiva minuciosidad mis deseos de conocer los detalles de tan funesto suceso; y aunque me destrozaban el corazón, lejos de rogarles que callasen, les alentaba a hablar sin omitir nada. Como es de suponer, no me hospedé en aquella mansión de llanto, en la que no volví a poner los pies. Desde que regresé de Milán el año anterior había ocupado en casa de mi amigo el cuartito alegre y solitario que había puesto a mi disposición, y allí vivíamos como hermanos.

La estancia en Siena sin mi amigo Gori se me hizo en seguida insoportable; y para mitigar mi dolor distrayendo mi mente, en cuanto fuese posible, de su recuerdo, me trasladé a Pisa, donde me proponía pasar el invierno, esperando que mejor suerte me restituyese a mí mismo, puesto que, privado de todo alimento mi corazón, no me podía considerar vivo.




ArribaAbajoCapítulo XV

Estancia en Pisa.Escribo el «Panegírico de Trajano» y otras cosas


Mi amada, entre tanto, había vuelto a entrar en Italia por los Alpes de Saboya, y, pasando por Turín y Génova, había fijado su residencia en Bolonia por todo el invierno, arreglo convenido para que, sin abandonar los Estados Pontificios no tuviera que volver a su cárcel de Roma. Así, pues, ella en Bolonia y yo en Pisa, sin que nos separara más que el Apenino, pasamos cinco meses muy cerca uno de otro, pero no juntos. Esto era para mí un consuelo y un martirio a la vez: recibía noticias frescas de ella cada tres o cuatro días, pero ni podía ni debía tratar de verla, dadas la mojigatería y las murmuraciones de todas las ciudades pequeñas de Italia, donde los desocupados y los chismosos observan hasta los actos más insignificantes de quien se sale un poquito del vulgo. Pasé, pues, aquel interminable invierno en Pisa, sin más alegrías que sus frecuentísimas cartas y perdiendo el tiempo con mis caballos, sin tocar apenas los libros.

No obstante, para ahuyentar el tedio en las horas en que no podía pasear a caballo o en carruaje, iba haciendo algunas cosillas, sobre todo por las mañanas, en cuanto me levantaba. Leí las Cartas de Plinio el Joven, que me gustaron bastante, no sólo por la elegancia de su estilo, sino por lo mucho que en ellas se podía aprender sobre los usos y costumbres romanos, aparte del purísimo ánimo y del hermoso y amable carácter que va desarrollando el autor. Terminadas las Epístolas, comencé la lectura del Panegírico de Trajano, obra que conocía mucho de oídas, pero sin haberlo leído jamás. Recorrí con la vista algunas páginas, y no encontrando en ella el mismo autor de las Cartas, y mucho menos al amigo de Tácito, de que tanto blasonaba, sentí un movimiento de ira, tiré el libro, salté de la cama, pues solía leer acostado, y, tomando la pluma, exclamé en voz alta e indignada: «Plinio, tú no eres verdaderamente amigo ni émulo de Tácito: ahora te enseñaré cómo debías haber hablado de Trajano.» Y sin pensarlo más, sin reflexionar, de un tirón, como fuera de mí dejando que la pluma se despachase a su gusto, escribí cerca de cuatro páginas con letra muy menuda, hasta que, cansado y desahogada así mi cólera, dejé el manuscrito, sin repasarlo siquiera. A la mañana siguiente volví a tomar a Plinio, aquel mismo Plinio que la víspera había perdido mi favor, con ánimo de continuar la lectura del Panegírico. Haciendo un gran esfuerzo, leí unas páginas más, pero no pude continuar. Entonces se me ocurrió repasar el trozo del Panegírico, que la mañana anterior había escrito en medio de mi delirio, y habiéndolo encontrado mejor de lo que podía imaginarme, de una burla, o de lo que creí hacer una burla, me resultó una cosa muy seria: distribuí el asunto, planeé la obra, y sin tomar aliento, escribiendo todas las mañanas mientras los ojos me lo permitían -pues al cabo de un par de horas se me enturbiaba la vista-, y pensando el resto del día, como solía sucederme cuando me acometía la fiebre de concebir y componer, al quinto día, o sea del 13 al 17 de marzo, lo dejé terminado tal como después lo di a la estampa, con ligerísimas enmiendas.

Este trabajo despertó de nuevo mi inteligencia y dio alguna tregua a mis dolores. Entonces me convencí por experiencia que para sobrellevar las angustias de mi alma y llegar hasta el fin sin sucumbir a ellas era preciso que me violentara, que distrajera mi mente con alguna ocupación seria. Pero como mi mente era más libre e independiente que mi voluntad, no quiso obedecerme; de suerte que si antes de leer a Plinio me hubiera propuesto escribir un panegírico de Trajano me hubiera sido imposible: coordinar mis ideas. Así, pues, para engañar a la vez el dolor y la mente, recurrí a una obra de paciencia, de benedictino, como suele decirse. Tomé el Salustio que unos diez años atrás, había traducido en Turín para ayuda de mis estudios, lo hice sacar en limpio, con el texto al lado, y me puse seriamente a corregirlo, con la intención y esperanza de que resultaría algo de aquello. Empero, mi espíritu no se hallaba capaz para una aplicación constante y tranquila, por lo que no obtuve el resultado que me esperaba de aquel pacífico trabajo, pues no mejoré gran cosa la primitiva traducción; me convencí, en cambio, de que en los delirios de un corazón preocupado y descontento es más fácil concebir y crear con ardor y prontitud que corregir y limar fríamente un trabajo ya hecho. La lima es muy aburrida y la imaginación se distrae fácilmente cuando se maneja, mientras que la creación es una fiebre, durante cuyo acceso nada se siente que no sea ella. Dejando, pues, a Salustio para mejores tiempos, reanudé mi interrumpido trabajo en prosa titulado Del Príncipe y de las Letras, ideado y planeado algunos años antes en Florencia, y escribí todo el libro primero y dos o tres capítulos del segundo.

El verano anterior, a mi regreso de Inglaterra, publiqué en Siena mi tercer volumen de tragedias, y, como de costumbre, envié algunos ejemplares a varios literatos italianos, entre ellos al ilustre Cesarotti, rogándoles que me dieran su parecer sobre el estilo y el conjunto de mis obras. En abril recibí de este último una carta-crítica de las tragedias que contenía el tercer volumen, a la que contesté entonces brevemente dándole las gracias y tocando únicamente los puntos que, a mi juicio, tenía que rebatir y rogándole de nuevo que me indicada o facilitara él mismo un modelo de verso trágico. Sobre este particular no debo pasar por alto que Cesarotti -el inmenso poeta que con singular maestría y en versos sublimes escribió el Ossian-, que cuando dos años antes le pedí que me indicase un buen modelo de verso suelto de diálogo, no tuvo reparo en hablarme de algunas de sus traducciones del francés -Semíramis y Mahoma, de Voltaire-, impresas mucho tiempo atrás, proponiéndomelas tácitamente como modelo. Dichas traducciones están al alcance de cuantos quieran leerlas, y, por lo tanto, es inútil que me detenga a hacer reflexiones acerca de ellas: el que guste puede juzgarlas y comparar aquellos versos trágicos con los míos, y aun éstos con los versos épicos del Ossian, del propio Cesarotti, y decir si son del mismo corte y si he tomado algo de ellos. Pero consigno el hecho porque demuestra cuán míseros somos los hombres en general, y en particular los escritores, que tenemos siempre en las manos la paleta y el pincel para retratar a los demás y nunca el espejo para mirarnos bien en él y conocernos mejor.

El crítico de Pisa tenía que hacer en su gaceta el juicio de mi tercer tomo de tragedias, y no halló nada más cómodo y sencillo que insertar la carta de Cesarotti y mi contestación. Permanecí en Pisa hasta fines de agosto de 1785, y, aparte la prosa de que ya he hablado, me limité a hacer copiar las diez tragedias impresas y anotar al margen algunas correcciones que entonces me parecieron excesivas y más tarde, cuando me decidí a reimprimirlas en París, hallé insuficientes, por lo cual hube de cuadruplicarlas, por lo menos. En mayo de aquel año disfruté mucho en Pisa con el llamado Juego del puente, magnífico espectáculo que tiene algo de antiguo y heroico36. A este festejo añadíase otro de distinto género, también muy bonito, la iluminación de toda la ciudad, que solía celebrarse cada dos años, por la festividad de San Raniero. Aquel año, empero, se verificaron los dos festejos al mismo tiempo, con ocasión de la visita que los reyes de Nápoles hacían al gran duque Leopoldo, que era hermano de la reina. Quedó en aquellas fiestas satisfecha mi vanidad, porque me señalé muchísimo gracias a mis caballos ingleses, que en alzada, belleza y brío eran muy superiores a cuantos en parecidas circunstancias se habían visto en Pisa. Pero en medio de mí falaz y pueril triunfo adquirí el doloroso convencimiento de que en la muerta y putrefacta Italia es más fácil distinguirse como poseedor de magníficos caballos que como autor trágico.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Segundo viaje a Alsacia, donde me establezco. Ideo y extiendo los dos «Brutos» y «Abel». Vuelvo a trabajar con fervor


Entre tanto, mi amada había salido de Bolonia en el mes de abril, con dirección a París. No queriendo volver a Roma, en ninguna parte podía fijar su residencia mejor que en Francia, donde tenía parientes, relaciones e intereses. Se detuvo en París hasta mediados de agosto, y regresó a Alsacia, al mismo castillo donde nos habíamos visto el año precedente. Con indecible alegría y la mayor premura emprendí nuevamente el camino de los Alpes Tiroleses. Habiendo perdido a mi amigo de Siena y no residiendo ya mi amada en Italia, no quería seguir viviendo en mi patria. No entraba en mis cálculos ni era conveniente que fijara yo mi residencia en el mismo lugar donde mi señora habitaba; pero, como tampoco podía resignarme a vivir muy lejos, procuré salvar al menos la barrera de los Alpes. Hice, pues, trasladar a Alsacia mis caballos, que llegaron sin novedad, y todos los objetos de mi pertenencia, excepto los libros, que dejé en Roma. Pero la felicidad derivada de nuestra segunda reunión no podía durar más allá de dos meses, porque la dueña de mi corazón tenía que volver el invierno a París. En diciembre la acompañé hasta Estrasburgo, donde, obligado a dejarla, nos separamos por tercera. vez, con gran dolor de mi alma; ella prosiguió viaje a París y yo volví sobre mis pasos, a la casita de campo que había alquilado.

Aunque, como era natural, estaba descontento, mi aflicción no era tanta como en el pasado, porque, hallándonos tan cerca, sin obstáculos que lo impidiesen y sin riesgo para su fama, podía dar una escapada a París, aparte de que ambos teníamos la seguridad de que el próximo verano volveríamos a reunirnos. Esta esperanza fue para mí un bálsamo tan consolador y despejó de tal modo mi inteligencia, que de nuevo me eché confiado en brazos de las Musas. En medio de la tranquila libertad que disfrutaba en mi casita de recreo, trabajé aquel invierno como nunca lo había hecho en tan corto espacio de tiempo que el pensar continuamente en la misma cosa y el no tener distracciones ni disgustos abrevian y a la vez multiplican nuestras horas. De vuelta en mi retiro, acabé de extender Agis, que en diciembre del año anterior empecé en Pisa y no pude terminar porque, al contrario de lo que me sucedía cuando creaba, esa clase de trabajo me hastiaba en seguida. Y terminado felizmente, sin nuevas interrupciones, extendí -todo en el mes de diciembre- Sifonisba y Mirra. En enero acabé asimismo de extender los libros segundo y tercero Del Príncipe y de las Letras, ideé y extendí el diálogo de la Virtud desconocida -tributo que debía a la memoria queridísima de mi dignísimo amigo Gori y hubiera querido pagar antes-, y, por añadidura, ideé, extendí y versifiqué la parte lírica de la tramelogedia Abel, género del que tendré que hablar más adelante, si me quedan vida, ingenio y medios para llevar a cabo todo lo que me propongo ejecutar.

Una vez puesto a hacer versos, no dejé de mano el pequeño poema hasta que hube terminado el canto cuarto; y después dicté, corregí y limé los otros tres, pues a causa de haberla compuesto a trozos, en el transcurso de diez años, parecíame, y me parece aún, bastante inconexo, defecto que no suele ser frecuente en mis producciones, a pesar de los muchos de que adolecen. Apenas había terminado el poema, cuando recibí una de las gratísimas cartas de mi amada, en la que me decía que había asistido a una representación de Bruto, de Voltaire, y que dicha tragedia le había gustado muchísimo. Yo, que también la había visto representar, pero unos diez años atrás, por lo cual apenas si me acordaba de ella, sentí de improviso tan viva y desdeñosa emulación, que no pude por menos de exclamar: «¿Conque el Bruto, de Voltaire? ¡Bah! ¡Yo escribiré, no uno, sino dos Brutos, y ya veremos si esa clase de tragedias las hago o no mejor que ese francés plebeyo que durante más de sesenta años se ha firmado: Voltaire, gentilhombre del rey!» Y sin decir más ni hacer la más remota alusión al caso cuando contesté a mi amada, inmediatamente puse manos a la obra y tracé el plan de mis dos Brutos, tal como luego lo desarrollé. Y así, por tercera vez falté a la promesa hecha a mí mismo de no escribir más tragedias: de doce que tenían que ser, llegaron a las diez y nueve. Cuando acabé el segundo Bruto, renové a Apolo el juramento más solemne que he hecho en mi vida, y estoy seguro de que no lo quebrantaré fácilmente. Los años empiezan a pesarme y tengo muchas cosas que hacer, de distinto género, que no sé si las podré acabar.

Después de cinco o seis meses de plena e incesante actividad mental -pues me levantaha con el alba, escribía cartas de seis o siete carillas a mi amada, trabajaba hasta las dos o las tres de la tarde, salía después a pasear a caballo o en birlocho con ánimo de distraerme y descansar, pero sin lograrlo, porque el continuo pensar en este o aquel verso o en este o el otro personaje fatigaba mi mente en vez de aliviarla-, un nuevo ataque de podagra que me sobrevino en el mes de abril me tuvo postrado en cama durante quince días, sufriendo lo indecible, y me obligó a interrumpir los trabajos que con tanto ardor iba realizando. Habíame acostumbrado de tal modo a aquella vida laboriosa y solitaria, que, de no haber sido porque los caballos me invitaban a salir a tomar el aire, habría acabado por sucumbir a ella. Ni aun con la distracción de los caballos hubiera podido durar mucho la perpetua tensión de las fibras del cerebro; y si la gota, más cuerda que yo, no me hubiera impuesto una tregua, seguramente se me habría trastornado el juicio, o mis fuerzas físicas se habrían agotado por completo, puesto que dormía muy poco y comía menos. Sin embargo, en mayo, gracias al régimen dietético y al descanso absoluto, me encontré bastante fuerte y casi restablecido. Desgraciadamente, circunstancias imprevistas retrasaron la vuelta de mi amada a su quinta de Alsacia, y, privado del inefable placer de verla, que era mi único consuelo y la sola esperanza que me alentaba, caí en tal abatimiento de espíritu, que, ofuscada mi mente, en dos o tres meses trabajé muy poco y mal, hasta que en agosto, con el regreso de la mujer que era mi vida, desaparecieron todos los males de mi ardiente y descontenta fantasía.

Y apenas restablecido el equilibrio de mi mente, recobradas mis fuerzas físicas y dadas al olvido las penas de la separación, que por mi fortuna fue la última, empecé nuevamente mis trabajos con más fervor que antes, con furia tal, que cuando a mediados de diciembre salimos juntos para París había puesto en verso Agis, Sofonisba y Mirra, extendido los dos Brutos y escrito la primera Sátira. Este nuevo género habíalo ensayado nueve años antes en Florencia; pero como entonces no conocía bien el idioma ni el arte de la poesía, resultaron vanos mis esfuerzos y tuve que renunciar a cultivarlo, convencido de que no lograría nunca dominarlo en lo referente al estilo y la versificación. Mas el rayo vivificante de mi dueña adorada me infundió el valor y atrevimiento necesarios para acometer la empresa, y creo que la voy realizando, con mayor o menor fortuna. Asimismo, antes de trasladarme había repasado mis poesías, dictando y puliendo muchas de ellas, por lo que me encontré poseedor de abundante o quizá excesivo bagaje literario.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Viaje a París. Regreso a la Alsacia después de, haber convenido con Didot la impresión de las diez y nueve tragedias. Gravísima enfermedad en Alsacia, adonde había ido el amigo Caluso a pasar el verano con nosotros


Al cabo de unos catorce meses de permanencia continua en Alsacia, salimos mi amante y yo, para París, ciudad que ni por su naturaleza ni la mía habíame gustado jamás, pero que me pareció un paraíso desde que habitaba en ella la mujer que era más que mi vida. No sabiendo con, certeza cuánto tiempo habríamos de residir en París, dejé en Alsacia mis caballos y sólo llevé conmigo algunos libros y todos mis manuscritos. Al principio, el ruido y el vaho de aquel caos, después de tan largo tiempo de vida campestre, me entristecieron bastante. Además, la circunstancia de estar situado mi albergue muy lejos del alojamiento de mi amante, y muchas otras cosas de aquella Babilonia que me disgustaban sobre manera, habríanme impulsado a salir de allí escapado si yo hubiese vivido entonces por mí y para mí; pero como no era así, desde hacía ya, muchos años, tuve que hacer de la necesidad virtud y tratar de sacar provecho de mi estancia en aquella ciudad aprendiendo algo nuevo. Desde luego no había que pensar siquiera en aprender ni adelantar nada en el arte de versificar, puesto que ningún literato de París conocía bien nuestro idioma; y en cuanto al arte dramático en general, aunque los franceses se otorgan a sí mismos la primacía, como mis principios y métodos eran muy diferentes de los observados por sus autores trágicos, se necesitaba paciencia y calma inauditas para oír impasible cómo dictaban en tono doctoral sentencias y reglas, justas muchas de ellas, pero mal ejecutadas por los mismos que las encomiaban y trataban de imponerlas.

Afortunadamente, yo, que siempre he seguido la máxima de contradecir muy poco, no discutir nunca, escuchar siempre y no creer casi nada de lo que se dice, ya que otra no podía esperar de aquellos parlanchines, aprendí el sublime arte de callar.

Nuestra primera estancia en París, que duró más de seis meses, fue, por lo menos, beneficiosa para mi salud.

Estando allí puse en verso mi Bruto primero, y, debido a un caso bastante curioso, tuve que rehacer casi toda la Sofonisba. Quise leerla a un caballero francés a quien había conocido y tratado en Turín, donde residió varios años, persona muy entendida en el arte dramático, que en tiempo atrás habíame hecho muy atinadas observaciones acerca de mi Felipe. Cuando se lo leí en prosa francesa recomendéme que trasladara el Consejo del cuarto al tercer acto, como así lo hice, en efecto, convencido de que se favorecería más el desarrollo de la acción. Así, pues, leyendo mi Sofonisba a juez tan competente, procuraba identificarme con él todo lo posible, para deducir de su actitud más de lo que pudiera decirme el verdadero juicio que le merecía mi obra. El me escuchaba sin pestañear; pero yo, que también me escuchaba por dos, a mitad del segundo acto empecé a sentir cierta frialdad que, aumentando, aumentando sin cesar, no me dejó acabar la lectura del tercero, y, en un arranque desesperado, arrojé el manuscrito al fuego de la chimenea junto a la cual nos hallábamos sentados los dos solos y frente a frente. Aquel fuego crepitante parecía que me invitaba a ejecutar un acto de severa y pronta justicia. Sorprendido mi amigo de tan inesperada acción -pues yo no había dicho ni hecho nada que pudiera indicarla-, tendió rápidamente la mano para rescatar del fuego el cuaderno; pero, más rápido que él, cogí yo las tenazas, y sujetando a la desdichada Sofonisba entre dos pedazos de leña encendida la condené irremisiblemente a muerte horrible, pues, como experto verdugo, no solté las tenazas hasta que las llamas prendieron en ella y las pavesas empezaron a esparcirse y remontar por el cañón de la chimenea. Este arranque de loco fue hermano carnal del otro que tuve en Madrid, y del cual fue víctima mi fiel criado Elía; pero no me avergüenzo de él, porque, al fin y al cabo, me reportó algún beneficio. En efecto, me confirmé en la idea, repetidas veces concebida, de que aquel asunto de tragedia era ingrato y traidor, pues tomaba al principio un aspecto trágico que no sabía conservar hasta el fin; en consecuencia, prometí solemnemente a mí mismo no volver a pensar más en él. Pero las promesas de los autores son como los enfados de las madres; dos meses después vino a mis manos la prosa de la desventurada Sofonisba, que versificada pereció en la hoguera; la leí, me pareció que se podía sacar partido de ella, y de nuevo comencé a ponerla en verso, aligerándola bastante y procurando suplir y disimular con el estilo las deficiencias y falta de interés del asunto. Y aunque sabía, y sigo creyendo aún, que no era ni será jamás una tragedia de primer orden, no tuve valor para condenarla al olvido, porque sólo en ella podían reflejarse los altos sentimientos de las sublimes Cartago y Roma. Por eso me enorgullecen algunas escenas de esa tragedia, tan escasa de mérito.

Pareciéndome entonces que mis tragedias estaban lo bastante acabadas para darlas a la estampa, pensé que en nada mejor podría emplear el tiempo en París, donde había de fijar definitivamente mi residencia, que en hacer una edición completa y esmerada, sin apresuramientos ni economía de trabajo y gastos. Pero antes de decidirme por este o por el otro establecimiento tipográfico quise hacer primero un ensayo para asegurarme de que lo harían bien, ya que se trataba de una composición en idioma extraño. Con este objeto empecé por el Panegírico de Trajano, que el año anterior había dictado y corregido. Como se trataba de un trabajo cortito, en cosa de un mes estuvo impreso. No tuve que arrepentirme sino todo lo contrario, de haber hecho aquella prueba, pues así pude escoger otro impresor, mucho mejor que el primero por todos conceptos. Puesto de acuerdo con el mayor de los hermanos Didot, hombre competentísimo en su arte, por el que sentía verdadera pasión, esmerado y solícito en el trabajo y conocedor de nuestro idioma, contraje con él el compromiso de imprimir mis tragedias en sus talleres, y en mayo de 1787 se empezó la tarea. Con aquel compromiso perseguía yo un doble fin. En junio tenía que volver a Alsacia para pasar allí el invierno, y sabia perfectamente que durante ese tiempo no podía adelantar mucho el trabajo, aunque se tomaran todas las medidas necesarias para que semanalmente recibiese yo las pruebas y las devolviese corregidas. Así, pues comenzando la impresión de mis obras en el susodicho mes, necesariamente tendría que volver a París, lo cual se me hacía muy cuesta arriba; por eso quería que me obligasen igualmente la gloria y el amor. Dejé, pues, a Didot el original en prosa que va a la cabeza de la edición y el de las tres primeras tragedias, que yo creía leído, corregido, retocado, impecable, a pesar de lo cual hube de dejarlo como nuevo en las pruebas de la reimpresión.

Aparte mi amar a la soledad y al silencio, la amenidad de la quinta, el vivir bajo el mismo techo que mi amada, y mis libros y mis caballos, eran alicientes poderosísimos para hacerme desear ardientemente el regreso a Alsacia. Y a todo esto añadíase otra circunstancia que contribuía a aumentar extraordinariamente mozo: la promesa que habíame hecho el abate Caluso de ir a pasar una temporadita con nosotros. El abate Caluso es uno de los hombres más buenos y dignos que he conocido en mi vida y el único amigo verdadero que me queda desde la muerte de Gori. Algunas semanas después de nuestro regreso a Alsacia, mi amada y yo salimos a su encuentro a Génova, recorrimos con él casi toda Suiza y juntos volvimos a nuestra quinta de Colmar, donde vi reunido todo lo que había en el mundo más querido para mí. La primera conversación que tuve con mi amigo versó sobre asuntos de familia. Mi buena madre habíale hecho un encargo bastante delicado y por demás extraño si se tenía en cuenta mi edad, mi situación, mis ocupaciones y mi manera de pensar: el de hacerme en su nombre una proposición de matrimonio. Caluso cumplió el encargo; riendo me hizo la indicada proposición y riendo la rechacé de plano, conviniendo ambos en escribir a mi amantísima madre en términos que nos excusasen por igual.

Solventado así el asunto matrimonial, desahogamos mutuamente nuestros corazones hablando de lo que tanto amábamos: de las letras. Yo sentía imperiosa necesidad de conversar sobre el arte, de hablar italiano y de cosas italianas, privaciones que había sufrido durante dos años y que no podían continuar sin grave perjuicio para mí, especialmente en lo que atañe al arte de versificar si los escritores franceses más famosos de aquel tiempo, Voltaire o Rousseau, hubieran tenido que pasar la mayor parte de su vida errando por distintas naciones donde su idioma fuese desconocido o desdeñado, y sin encontrar con quien hablarlo, tal vez no habrían tenido el valor y la constancia de escribir por verdadero amor al arte o por mero desahogo, como lo hacía yo y he seguido haciéndolo durante tantos años, a pesar de que los azares de la vida me han obligado a convivir y hablar siempre con bárbaros, que así, por lo que a la literatura italiana se refiere, he de llamar a casi todos los europeos y a una gran parte de la propia Italia sui nescia. Pues aunque se pretende que los italianos escriban admirablemente y produzcan obras poéticas que respiren el arte de Petrarca y Dante, ¿cuántos son en Italia los que de veras saben leer, comprender, gustar y sentir a Dante y Petrarca? Uno por mil, todo lo más. Sin embargo, yo, firme e inquebrantable en mi amor a lo bello y a lo verdadero, prefiero -y no dejaré perder ocasión para repetir mi protesta- escribir en una lengua casi muerta y para un pueblo muerto, aunque me hayan de enterrar en vida, a hacerlo en las sordas y mudas lenguas francesa e inglesa, aunque sus cañones y sus ejércitos las vayan propagando por todas partes. Antes versos italianos -con tal que estén bien hechos-, aun cuando hayan de permanecer por ahora ignorados, incomprendidos y escarnecidos, que versos franceses, ingleses o en otra jerga cualquiera prepotente, aun cuando hubieran de ser leídos inmediatamente, aplaudidos y admirados por todo el mundo. Es mucha la diferencia que existe entre el pulsar el arpa, dulce y noble, aunque nadie escuche, y el sonar la vil cornamusa, aunque el vulgo entero aplauda.

Estos desahogos que tenía yo con mi amigo Caluso aligeraban de un gran peso mi corazón; pero esta dicha y la de pasar días tan felices en compañía de personas tan queridas y dignas, fueron muy cortas, como todas mis venturas. Un accidente desgraciado que ocurrió a mi amigo turbó nuestra tranquilidad. Cabalgando a mi lado, el pobre Caluso se cayó del caballo que montaba, y se dislocó una muñeca. De primera impresión creí que se había roto el brazo o que le había sucedido algo peor, y experimenté tan viva emoción, que caí gravemente enfermo. Dos días después me atacó la disentería con tal fuerza, que al decimoquinto día de enfermedad me di por muerto, pues si bien apenas tenía fiebre, en mi estómago no entraba más que algunos sorbos de agua helada, y, en cambio, las evacuaciones pestilentes pasaban de ochenta en las veinticuatro horas. La falta de calor natural era tan excesiva, que me aplicaban fomentos de vino aromático, tan calientes, que si los hubiera tocado con las manos se me habrían llagado, y, sin embargo, colocados sobre mi estómago y el bajo vientre, parecíanme tibios y me quejaba de que no los calentasen más. En mí no había vivo más que la cabeza, muy débil, desde luego, pero bastante despejada. Al cabo de quince días se inició la mejoría, que fue aumentando poco a poco, y al mes de enfermedad el número de evacuaciones no pasó de veinte en las veinticuatro horas.

Finalmente, a la sexta semana me vi libre de aquellas horribles molestias; pero quedé tan flaco y débil, que por espacio de otras cuatro semanas, cuando tenían que hacerme la cama, habían de llevarme en brazos a otra, porque no podía tenerme en pie. Verdaderamente, no creía yo que podría escapar de aquella enfermedad. Dolíame morir, por mi amada y por mi amigo y por tener que dejar apenas esbozada aquella gloria por la que tanto había luchado durante más de diez años, pues yo sabía muy bien que ninguno de mis escritos quedaría tan acabado y perfecto como hubiera podido dejarlos si viviese algunos años más. Por otra parte, consolábame el pensar que, al menos, moriría libre y rodeado de los dos seres más queridos que existían para mí en el mundo, y de cuyo cariño y estimación me consideraba digno, y que, además, moriría sin haber experimentado ninguno de los muchos dolores físicos y morales que acompañan inseparablemente a la vejez. Yo había comunicado al abate Caluso mis intenciones acerca de la impresión, ya comenzada, de mis tragedias, para que él la continuara. Más tarde, cuando estuve en condiciones de atender por mí mismo a la edición, trabajo que duró unos tres años, me convencí, juzgando por lo larga y molesta que fue la tarea de corregir las pruebas, que si yo hubiese muerto dejando mis obras tal como estaban, de nada hubieran servido las fatigas que me había costado hacerlas, pues el colorido y la corrección son partes integrantes de todo género de poesía.

Plugo a Dios conservarme la vida para que yo pudiera dar a mis tragedias los muchos toques y retoques que necesitaban para ser menos imperfectas; y si no son desgraciadas, tal vez corresponderán a los cuidados de que les hice objeto, no permitiendo que mi nombre quede olvidado por completo.

Me restablecí, pero muy poco a poco y quedando tan débil de cuerpo como de mente, por lo cual no hice ni la décima parte de las enmiendas que hubiera debido hacer en las pruebas de las tres primeras tragedias, en cuya corrección empleé más de cuatro meses. Por esa razón, dos años después, cuando terminó la impresión de todas, comencé la reimpresión de aquéllas, porque sentía imperiosa necesidad de satisfacer al arte y a mí mismo, o quizá a mí mismo solamente, pues de seguro serán muy pocos los que querrán o podrán parar mientes en las modificaciones introducidas en lo tocante al estilo, porque consideradas separadamente son minucias, aunque en conjunto resulten importantísimas, si no de momento, para más adelante.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Resido más de tres años en París. Impresión de todas mis tragedias. Edición de otras obras en Kehl


Las tareas literarias llamaban a mi amigo Caluso a Turín, de cuya Academia de Ciencias era secretario, y como estaba ya curado de la lesión sufrida, quiso hacer una excursión a Estrasburgo antes de regresar a Italia. Yo me encontraba bastante repuesto, pero débil y delicado aún; sin embargo, me empeñé en acompañarle, así como mi amada, para disfrutar unos días más de la presencia de amigo tan querido. Emprendimos el viaje en el mes de octubre, y visitamos la famosa tipografía que Beaumarchais37 había montado en Kehl, con los materiales comprados a Baskerville, exclusivamente para editar las obras de Voltaire. La belleza de los tipos, la pericia de los operarios y mis estrechas relaciones con Beaumarchais, que residía en París, hiciéronme entrar ganas de imprimir en aquel establecimiento el resto, de mis obras, aparte de que allí no tropezaría con los muchos inconvenientes que la censura oponía entonces en Francia.

Me ha sublevado siempre el tener que someter mis obras a la censura antes de darlas a la estampa, no porque yo crea que se debe imprimir todo lo que se escribe, ni lo quiera tampoco, sino porque he adoptado por completo la ley de Inglaterra y a ella me atengo; no he escrito nunca nada que no se pudiese publicar libremente y sin censuras para el autor en la verdaderamente libre Inglaterra. Opiniones, todas las que se quieran; ofensas a las personas, ninguna; respeto a la moral y a las buenas costumbres, siempre. Estas han sido y serán mis únicas leyes; ninguna otra se puede admitir ni se debe respetar.

Obtenido previamente el permiso de Beaumarchais, que me lo concedió en París, para editar mis obras en sus talleres tipográficos, aproveché nuestra visita para entregar al regente el manuscrito de mis cinco obras tituladas La América libre, a fin de que dicha obrita sirviese de prueba. Y la prueba fue tan satisfactoria, tan acabada y bonita resultó la impresión, que durante más de dos años consecutivos fui enviando original, hasta que se acabó el de las obras ya conocidas y el de otras no publicadas aún. Cada semana me remitían a París las pruebas, en las que hacía yo muchísimas correcciones, cambiando a veces estrofas y poesías enteras, sin que por eso promovieran la menor queja los tipógrafos de Kehl, cuya pericia y singular complacencia nunca podré alabar bastantemente. Lo contrario, por cierto, de lo que me sucedía con los operarios y encargados del establecimiento de Didot, en París, que me encendían la sangre y exprimían mi bolsa, haciéndome pagar arbitrariamente y cuantas veces querían, a peso de oro, cada línea que tenían que tocar o recorrer a causa de alguna corrección hecha por mí; de manera que, al contrario de lo que a veces suele ocurrir en la vida, que se recompensa al que se enmienda, yo tenía que pagar con creces para enmendar o eliminar mis errores.

Volvimos desde la Argentina38 a nuestra quinta de Colmar, y pocos días después, a fines de octubre, mi amigo regresó a Turín, dejándome un deseo vivísimo de volver a verle y disfrutar de su agradable y docta compañía. Nosotros pasamos aún en la quinta todo el mes de noviembre y parte de diciembre, a fin de que pudiera yo restablecerme por completo de la afección intestinal que había padecido, y a pesar de mi delicado estado de salud aprovechó aquel tiempo para poner en verso; de cualquier manera, mi Bruto segundo -que debía ser mi última tragedia-, ya que tenía tiempo sobrado para corregirla y limarla convenientemente antes de darla a la imprenta.

De vuelta en París, como yo había contraído el compromiso de atender a la impresión de mis tragedias, era indispensable que fijara allí mi residencia, y, por lo tanto, que buscase casa. Tuve la suerte de encontrar una vivienda alegre y tranquila, aislada, en los baluartes del nuevo barrio de San Germán, en lo alto de una calle llamada del Monte Parnaso; una casa de magníficas vistas, muy bien ventilada y solitaria, que me recordaba la villa que por espacio de dos años había yo ocupado junto a las Termas de Roma. Llevamos con nosotros a París todos mis caballos, la mitad de los cuales cedí a mi señora, no sólo por gusto de que se sirviera de ellos, sino también para reducir mis gastos y que no me distrajeran tanto. Establecido cómodamente en aquella linda casita, pude dedicarme al difícil y fastidioso trabajo de cuidar de la impresión de mis tragedias, que me tuvo ocupado cerca de tres años consecutivos.

En febrero de 1788, mi amada recibió la noticia de la muerte de su marido, acaecida en Roma, adonde habíase retirado dos años antes, levantando su domicilio de Florencia. Aun cuando aquella muerte era de esperar de un momento a otro, a causa de los graves y repetidos ataques que había tenido en el espacio de pocos meses, y dejase a la viuda enteramente libre y dueña de sus actos, y a pesar de que la pérdida de su marido no implicaba para ella la de un amigo, con gran sorpresa mía fui testigo ocular de su pena, de su dolor, verdadero y no exagerado, pues en aquel carácter hermosísimo, franco e incomparable no cabía el fingimiento. A despecho de la diferencia de edad, aquel marido hubiera podido hacer de su mujer una excelente compañera y una amiga cariñosa, ya que no una esposa enamorada, si la hubiese tratado con los miramientos debidos, en vez de portarse como un marido borracho, brutal y grosero.

Así debo decirlo, como tributo a la verdad.

Continué atareadísimo todo el año 1788 en la impresión de mis obras, y como la del tomo IV tocaba a su fin, escribí mi Parecer sobre todas las tragedias, que debía cerrar la edición. El mismo año se terminó en Kehl la impresión de las Odas, el Diálogo, Etruria y las Rimas; y deseando dar mayor impulso a aquel trabajo para acabar cuanto antes, el año siguiente no me tomé un momento de descanso; de manera que en agosto estaba terminada en París la edición de los seis tomos de Tragedias, y en Kehl la de las dos obras en prosa Del Príncipe y de las Letras y La tiranía, que fue lo último que publiqué. Repasé también el Panegírico, que el año anterior había dado a la estampa; y echando de ver que en la corrección se me habían escapado muchas cosas que era preciso enmendar, ordené su reimpresión, que se llevó a cabo en los mismos talleres de Didot, añadiéndole la oda París, desbastillado -por haber sido yo testigo ocular de los primeros disturbios- y una fabulilla alusiva a los sucesos de aquellos días. Vaciado así el saco, me callé. Todas mis obras habían sido publicadas, excepto la tramelogedia Abel, porque me proponía escribir otras del mismo género, y la traducción de Salustio, porque nunca pensé siquiera en entrar en el desastroso e inextricable laberinto de traductor...




ArribaAbajoCapítulo XIX

Empiezan los disturbios en Francia y, molestándome de mil maneras, me convierten de autor en charlatán. Opinión sobre el presente y el porvenir de este reino


Desde abril de 1789 en adelante viví en continuo sobresalto, temiendo constantemente que cualquiera de los tumultos que producíanse cada día en París desde la convocación de los Estados generales entorpeciera la marcha de la edición de mis obras, y tras de tantas fatigas, trabajos y gastos naufragara a la vista del puerto. Yo me apresuraba todo lo posible, pero no así los operarios de la imprenta Didot, que, convertidos de improviso en políticos y ciudadanos libres, se pasaban el día leyendo periódicos, discutiendo y legislando, en vez de componer, corregir e imprimir libros. Creí volverme loco; pero, afortunadamente, con alegría que no es para decirla, vi terminadas, embaladas y expedidas a Italia y a otros puntos las tragedias que tantos sudores me habían costado. Mas no fue duradera aquella satisfacción, pues las cosas iban de mal en peor en aquella Babilonia; la seguridad y el sosiego disminuían a medida que aumentaban la duda y los siniestros presagios para el porvenir, y los que, como sucedía a mi amada y a mí, teníamos que vivir y habérnoslas con aquella gente, no podíamos por menos que temblar ante lo que sucedía, porque no podía acabar bien.

Pasé, pues, un año viendo y observando en silencio el progreso de los lamentables resultados de la docta impericia de aquella nación, que podía hablar muy bien de todo, pero sin ser capaz de realizar nada debidamente, por carecer de hombres prácticos, como ingeniosamente observó y dijo nuestro profeta político Maquiavelo. Hondamente afligido de ver la sagrada y sublime causa de la libertad continuamente vendida, cambiada, escarnecida y desacreditada por aquellos seudofilósofos; asqueado de ver cada día tantas medias tintas, tantas medias luces y tantos medios crímenes, pero nada entero, a no ser la impericia en todo y en todas partes; horrorizado, en fin, de ver la prepotencia militar y la insolencia y licencia de la toga, colocadas estúpidamente como base de la libertad, no deseo otra cosa que salir cuanto antes de este pestilente hospital de incurables y locos. Y tiempo ha que lo habría abandonado si desgraciadas circunstancias no nos retuviesen en él. Un año hace ya que se terminó la edición de mis tragedias, y aquí sigo vegetando, más que viviendo, dudando y temiendo siempre y esterilizado el cerebro por los tres años consecutivos de asiduo trabajo de corrección de mis obras, sin tener nada en qué ocuparme y sin poder dedicarme a algo bueno y útil. Entre tanto, voy recibiendo noticias de todos los puntos adonde envié ejemplares de mis tragedias asegurándome que tenían bastante aceptación y que han gustado. Pero como estas buenas nuevas proceden de amigos o de personas demasiado benévolas conmigo, no me forjo ilusiones y estoy decidido a no admitir elogios ni censuras que no vengan acompañados de sus respectivos porqués, de razones luminosas que redunden en beneficio de mi arte y de mí mismo. Pero estas razones son difíciles de dar, y hasta la fecha no he recibido ninguna; de manera que todo lo demás, como si nada me hubieran dicho. Aunque yo sabía de antemano que estas cosas habían de ocurrir, no dejaré por eso de trabajar con ahínco, sin economizar fatigas ni tiempo para perfeccionarme, y así quizá se tributarán más alabanzas a mi memoria; pues a pesar de los desengaños sufridos sigo obstinado en preferir hacer las cosas bien a hacerlas pronto y no tener de mira nada más que la verdad.

Respecto a mis otras seis obras editadas en Kehl, no quiero publicar por ahora más que las dos primeras, la América libre y La virtud desconocida, reservando para tiempos menos borrascosos, en que no se me pueda tachar vilmente cosa que no creo haber merecido de formar en el coro de los rebeldes, diciendo lo que ellos dicen y que no harán jamás, porque ni sabrán ni podrán hacerlo. Imprimí dichas obras, según he indicado antes, porque se me ofreció ocasión de darlas a la estampa y porque estoy convencido de que quien deja manuscritos no deja nunca libros, ya que ningún libro puede considerarse acabado si el propio autor no cuida de su impresión, lo repasa y corrige, por decir así, en la misma prensa. Claro está que ni aun así resulta el libro perfecto; pero menos lo será sin esos cuidados.

El no tener otras cosas en qué ocuparme, los tristes presentimientos que me invaden y el creer -lo confesaré ingenuamente- haber hecho algo útil en los últimos catorce años me han determinado a escribir mi vida, a la que pongo punto final en París, a la edad de cuarenta y un años y algunos meses, terminando este período, que sin duda es el más largo, el 17 de mayo de 1790. No pienso repasar, ni mirar siquiera, estas charlas hasta que haya cumplido los sesenta años, en el supuesto de que llegue a esa edad, en la que seguramente habrá acabado mi vida literaria. Entonces, con la frialdad propia de la vejez, leeré este escrito y añadiré, lo que haya realizado en esos diez o quince años, que emplearé, sin duda, estudiando y produciendo nuevas obras. Si logro triunfar en los dos o tres géneros literarios que me propongo ensayar, agregaré los años que emplearé en esos trabajos a esta cuarta época de mi vida; y si no lo consigo, continuaré esta mi confesión general, añadiendo, si conservo despejada la inteligencia, una parte más, la quinta, referente a los años estériles de la vejez y de la nueva infancia, pero muy brevemente, que no merecerá más una cosa tan inútil bajo todos los aspectos.

Mas si entre tanto muriese, que es lo más verisímil, ruego desde ahora al amigo benévolo a cuyas manos vaya a parar este escrito que haga de él lo que mejor le parezca. Si lo diera a la estampa tal como lo dejo, se verá, así lo creo y lo espero, el ímpetu de la verdad y, a la vez, de la precipitación, cosas ambas que llevan en sí la sencillez y la inelegancia del estilo. Asimismo, ruego a ese amigo que si añade a esta mi Vida algo por su cuenta se limite a consignar la fecha y lugar de mi fallecimiento. Y en cuanto al estado de mi ánimo en ese supremo momento, mi amigo podrá asegurar sin temor al lector que, sabiendo yo cuán falaz y huero es este mundo, no sentí abandonarlo nada más que por tener que separarme de la mujer amada; de la misma manera que mientras vivo, como en ella y por ella sólo puedo vivir, ninguna idea me agita y llena de terror tanto como la de perderla, por lo que pido a Dios que me haga desaparecer antes de este mundo miserable.

Y si el amigo a cuyas manos fuera a parar este escrito creyese que lo más conveniente sería quemarlo, hágalo en buen hora. Lo único que le ruego es que, si quisiera publicarlo reformado, haga en él todas las enmiendas que quiera, pero solamente en lo tocante a la elegancia del estilo; en cuanto a los hechos, no debe añadir ni alterar lo más mínimo los que dejo descritos. Si al escribir mi vida no me hubiese propuesto exclusivamente la empresa nada vulgar de hablar de mí conmigo mismo, de presentarme tal como soy, de mostrarme casi desnudo a los pocos que querían o querrán verdaderamente conocerme, habría sabido sacar el jugo, si alguno tienen, a mis cuarenta y dos años de vida, en dos o tres páginas todo lo más, con estudiada concisión y orgulloso y fingido desprecio a mí mismo, callando ciertas cosas. Pero eso no habría sido más que ostentación de mi ingenio, en vez de poner de manifiesto mi corazón y mis costumbres. Y como a mi ingenio, verdadero o supuesto, he dado ya libre desahogo en otras obras mías, en ésta me he complacido en dar otro más sencillo, pero no menos importante, a mi corazón, charlando difusamente, como un viejo, de mí mismo, y de rechazo de los hombres, tal como suelen mostrarse en privado.

París-Leído por primera vez a mi amada en marzo de 1798.






Época cuarta

(Continuación)



Pequeño proemio

Habiendo vuelto a leer, unos trece años después, en Florencia, todo lo que había escrito en París referente a mi vida hasta la edad de cuarenta y un años, poco a poco lo fui copiando y puliendo para que el estilo resulte claro y sencillo. Después de haberlo copiado, puesto que me hallaba engolfado en hablar de mí mismo, resolví continuar y describir esos trece años, en los que me parece que he hecho algo digno de ser conocido. Y como a medida que aumentan los años disminuyen las fuerzas físicas y morales, y probablemente mi obra ha terminado, esta segunda parte, mucho más corta que la primera, será la última, puesto que he llegado a la vejez, en cuyos umbrales me han colocado mis cincuenta y cinco años; y teniendo en cuenta el agotamiento de mi cuerpo y de mi mente, a causa, del excesivo trabajo, aun cuando viviera mucho tiempo más, muy poco o nada podría hacer que valiera la pena de ser contado.




ArribaAbajoCapítulo XX

Terminado el envío de los ejemplares de mis obras impresas, me dedico a traducir a Virgilio y Terencio, y con qué fin


Continuando, pues, la cuarta época, digo que, hallándome en París, según dejé consignado, ocioso y angustiado e incapaz de crear nada de lo mucho que tenía en proyecto, en junio de 1790 empecé, por puro pasatiempo, a traducir los pasajes de la Eneida que más me gustaban; pero observando que el pasatiempo resultaba un estudio tan útil como agradable, volví a comenzar desde el principio, para no perder la costumbre de escribir el verso suelto. Mas, como me aburriese y cansase el hacer siempre lo mismo, con objeto de variar y distraerme, y, sobre todo, con el de aprender bien el latín, emprendí la traducción de Terencio, a fin de intentar, teniendo tan purísimo modelo, la creación de un verso cómico, para cultivar después -como desde hacía tiempo deseaba -la comedia, y dar a ente nuevo género un sello propio, según me parecía haber hecho con las tragedias.

Así, alternando la Eneida con Terencio, desde el 1790 hasta abril del 92, que salí de París, traduje los primeros cuatro libros de la primera y Andria, Eunuco y Eautontimoromeno, de Terencio. Además, y sólo para distraerme de das funestas ideas que las circunstancias me infundían, quise desenmohecer también la memoria, que con el componer y el imprimir había descuidado por completo, y me aprendí de corrido millares de versos de Horacio, Virgilio, Juvenal, Dante, Petrarca, Tasiso y Ariosto. Estas ocupaciones secundarias esterilizaron mi ingenio y no pude crear nada. Tanto es así que, a pesar de mi firme propósito de componer por lo menos seis tramelogedias, no pude añadir una palabra a la primera, Abel. Desviado por tantas causas de ese camino, perdí el tiempo, la juventud y el entusiasmo necesario para semejantes creaciones, entusiasmo que nunca jamás he podido recobrar. Así es que durante el último año que forzosamente hube de permanecer en París y los dos siguientes que pasé en otros lugares no hice más composiciones originales que algunos epigramas y sonetos para desahogar mi justísima ira contra los amos esclavos y alimentar mi tristeza. Intenté escribir un drama mixto, titulado El conde Ugolino, para únirlo a las tramelogedias, si las hubiese hecho; pero, después de ideado, no quise extenderle ni pensar siquiera en él. Abel estaba terminado, pero no corregido. En octubre del mismo año 90 hice, en compañía de mi amante, un viajecito de quince días por Normandía hasta Caen, El Havre y Ruán, hermosa y rica provincia que no conocía aún, y de la cual quedé encantado. Aquella excursión me alivió bastante y fue muy beneficiosa para mí, porque los disgustos y sobresaltos y el trabajo incesante de tres años de corrección e impresión de mis obras habían debilitado mi cuerpo y mi inteligencia. En abril, visto que las cosas se enredaban cada día más en Francia, quise buscar en otro país la paz y seguridad que allí no podía encontrar, y como mi mujer suspiraba por conocer Inglaterra, única parte del mundo verdaderamente libre y tan diferente de las demás naciones, a Inglaterra fuimos.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Cuarto viaje a Inglaterra y Holanda. Regreso a París, donde tenemos que permanecer, obligados por las circunstancias


Partimos en abril del 91, y, como nos proponíanos estar fuera bastante tiempo, levantamos nuestra casa de París, llevándonos nuestras caballos. Llegamos en pocos días. El país gustó a mi amada por unos conceptos y le desagradó por otros. Yo, que había envejecido mucho desde mis dos primeros viajes, lo admiré todavía -aunque algo menos- por los efectos morales de su gobierno; pero me disgustó muchísimo, más aún que en mi tercer viaje, tanto por el clima como por la manera de vivir, pues se comía siempre y se velaba hasta las dos o las tres de la mañana, vida enteramente opuesta a las letras, al ingenio y a la salud. Pasada la novedad de los objetos para mi mujer, y atormentado yo por la gota, que dijérase es indígena de aquella bendita isla, pronto nos aburrió Inglaterra. En junio de aquel año tuvo lugar la famosa fuga de los reyes de Francia, que, como todos caben, fueron detenidos en Varennes y conducidos a París como verdaderos prisioneros. Este suceso ennegreció aún más, si cabe, el horizonte de Francia, y nuestra situación económica empezaba a preocuparnos seriamente, porque ambos teníamos colocados dos tercios de nuestras respectivas fortunas en Francia. donde la moneda había desaparecido, reemplazándola con papel imaginario y cada día más desacreditado, por lo que uno veía cada semana cómo disminuían sus rentas, primero un tercio y luego la mitad, amenazando con la pérdida completa. Preocupados, como he dicho, y con razón, por el desastre financiero que se cernía sobre nosotros, decidimos someternos a la dura necesidad de regresar a Francia, donde con el papel que poseíamos podríamos ir tirando, pero en la expectativa de algo peor. En el mes de agosto, antes de abandonar a Inglaterra, hicimos una corta excursión por la isla, visitando Bath, Bristol y Oxford, y regresando a Londres, donde permanecimos algunos días antes de embarcar en Douvres.

Desembarcamos en Calais, pero antes de ir a encerrarnos en París dimos una vuelta por Holanda, a fin de que mi mujer viese aquel raro emporio de la industria, ya que quizá no se le volviera a presentar ocasión tan propicia como aquélla. En unas tres semanas, siguiendo la costa, visitamos Brujas y Ostende, Amberes y Rotterdam, Amsterdam, La Haya y Nort-Hollanda; en septiembre llegamos a Bruselas, donde mi amada pasó unos días con su madre y sus hermanas, y a fines de octubre volvimos a entrar en la cloaca máxima, adonde las circunstancias nos arrastraban a nuestro pesar y donde nos vimos obligados a fijar nuevamente nuestra residencia.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Huimos de París y a través de Alemania regresamos a Italia, fijando nuestro domicilio en Florencia


Empleados o perdidos cerca de dos meses en buscar y amueblar casa a principios del 1792 nos instalamos en una muy cómoda. Esperábamos que un día u otro se restablecería la normalidad, pero con más frecuencia desesperábamos de que eso sucediese. En semejante estado de temores y vacilaciones, mi mujer y yo -como todos los que nos encontrábamos en París y en Francia retenidos por la defensa de nuestros intereses- no hacíamos otra cosa que matar el tiempo, como suele decirse. Dos o tres años antes habíame hecho enviar de Roma todos los libros que dejara allí en 1783, y desde entonces había aumentado mucho mi biblioteca con los volúmenes adquiridos en París mismo y en Inglaterra y Holanda durante mi último viaje; así es, que no me faltaba ninguna clase de libros que me pudieran ser útiles o necesarios en aquel estrecho círculo literario. Y entre mis libros y mi amadísima compañera, no me faltaba ninguna alegría doméstica, aunque si nos faltaba a ella y a mí la esperanza de que pudiera durar, y era muy fundado el temor de que acaeciese lo contrario. Esta idea fija me impedía dedicarme a todo trabajo. original, y a duras penas pude continuar las traducciones de Virgilio y Terencio. Por otra parte, ni en esta última ni en mi estancia anterior en París quise tratar, ni conocer siquiera de vista, a ninguno de aquellos hacedores de falsa libertad, por los que sentía la más viva repugnancia y no merecían más que desprecio. Por lo tanto, hasta el momento en que escribo estas líneas -y hace ya más de catorce años que dura esa farsa trágica-, me puedo gloriar de ser virgen de lengua, de oídos y aun de ojos, puesto que jamás he visto, ni oído ni hablado a ninguno de los esclavos dominantes franceses ni a ninguno de sus esclavos servidores.

En marzo de aquel año recibí las últimas cartas de mi madre, que se expresaba con doloroso y cristiano afecto, apesadumbrada de que estuviese yo -decía- en un país donde hay tantos disturbios, donde no se permite ya el libre ejercicio de la religión católica, donde todos tiemblan siempre, esperando continuos desórdenes y desgracias. Por desdicha, tenía razón; pronto se realizaron sus presentimientos; pero cuando volví a Italia, la dignísima y venerable matrona no existía ya: había pasado a mejor vida el 23 de abril de 1792, a los setenta años de edad cumplidos.

Entre tanto, había empezado la guerra contra el emperador, que después fue general y funesta. En junio se trató de borrar por completo el nombre del rey, que era lo único que quedaba de la antigua monarquía; y como fracasara la conjura del 20 de junio, los ánimos se fueron excitando más y más, hasta que por fin estalló el 10 de agosto lo que se venía preparando, como todos saben.

Desde aquel momento no vacilé ya, y como mi único pensamiento y mi solo deseo era poner a mi amada a cubierto de todo peligro, el día 12 hice precipitadamente los preparativos necesarios para nuestra partida. La mayor dificultad consistía en procurarnos pasaportes para poder salir de París y del reino; pero tanto nos ingeniamos aquellos dos o tres días, que, como extranjeros, el 15 lo obtuve yo por conducto del ministro de Venecia y el 16 se lo facilitó a ella el ministro de Dinamarca, que eran casi los únicos diplomáticos que habían quedado en aquel remedo de corte real. Más trabajo nos costaron, pero al fin los conseguimos, los pasaportes individuales que debía extender nuestra sección de policía llamada del Montblanch, tanto para nosotros dos como para los criados y doncellas, en los que constaban todas nuestras señas personales, estatura, pelo, edad, sexo y no sé cuantas cosas más. Provistos de estas patentes de esclavitud, fijamos nuestra partida para el 20 de agosto; pero como todo lo teníamos ya listo, no pudiendo sobreponerme al siniestro presentimiento que me embargaba, la anticipé y emprendimos la marcha el día 18, que era sábado, después de haber comido. En la Barriere Blanche, que era la salida más próxima para tomar el camino de San Dionisio a Calais, adonde nos dirigíamos para abandonar cuanto antes aquel desgraciado país, tres o cuatro guardias nacionales y un oficial revisaron nuestros pasaportes, y disponíanse a abrirnos la puerta de aquella cárcel inmensa, cuando de un tabernucho situado junto a la barrera salieron unos treinta bribones de la más baja plebe, descamisados, borrachos y furiosos, los cuales, al ver dos carruajes con las imperiales cargadas de baúles y ocupados por nosotros con dos doncellas y tres criados, prorrumpieron en desaforados gritos y amenazas, diciendo que todos los ricos querían huir de París llevándose sus tesoros para dejar a los pobres sumidos en la miseria y en la desesperación. Salté vivamente de vehículo, con los pasaportes en la mano, y rodeado de aquella chusma me puse a chillar, a disputar y armar más ruido que todos aquellos energúmenos juntos, pues en Francia el que más grita es el que vale más. Uno a uno iban leyendo, o se hacían leer los que no sabían, las señas personales que constaban en nuestros pasaportes respectivos. Yo, ciego de ira, sin darme cuenta del peligro que corría, o arrostrándolo con temerario desprecio, pues había perdido por completo la serenidad, por tres veces les arrebaté de las manos los pasaportes, gritando con todas las fuerzas de mis pulmones: «¡Sí, ya lo oís; me llamo Alfieri y no soy francés, sino italiano! ¿Acaso no coinciden las señas? Alto, flaco, tez blanca, pelo rubio; ¡miradme bien! ¡Tengo mis pasaportes en regla, puedo salir libremente y saldré, ¡vive Dios!, pese a quien pese!» Más de media hora duró aquella escena, que no tuvo malas consecuencias gracias a la entereza que demostré. Alrededor de nuestros carruajes hablase congregado un gentío inmenso, del que salían algunos gritos de: «¡Hay que apedrearlos!» «¡Son nobles que se escapan!» «¡Llevémosles a la Municipalidad y que se haga justicia!» Pero al fin, con la débil ayuda que nos prestaban los guardias nacionales, que de vez en cuando aventuraban alguna palabra a favor nuestro, y mis gritos de pregonero mostrando en alto los pasaportes, al cabo de media hora larga de disputar, como he dicho, se fue calmando la furia de aquellos monos-tigres, los guardias hiciéronme señas de que volviese a montar en el carruaje, donde continuaba mi señora, en la situación de ánimo que es de suponer; los postillones ocuparon sus puestos, abrióse la barrera y salimos al galope de nuestros caballos, acompañados de los silbidos y maldiciones de aquella chusma. Fue no pequeña fortuna para nosotros que no prevaleciese el criterio de conducirnos a la Municipalidad, pues al ver llegar dos carruajes cargados de equipaje y rodeados de una plebe furiosa que nos tachaba de fugitivos, los esbirros del Municipio nos hubieran impedido salir de París, encerrándonos en las mismas cárceles donde quince días después, el 2 de septiembre, ocurrieron las horribles escenas en que tantas dignísimas personas fueron bárbaramente asesinadas. Escapado de aquel infierno, en dos días y medio de camino llegamos a Calais, habiendo tenido que enseñar nuestros pasaportes más de cuarenta veces. Según supimos después, fuimos nosotros los primeros extranjeros que abandonamos París y el reino, a consecuencia de la catástrofe del 10 de agosto. En cada pueblo por donde pasábamos teníamos que presentarnos ante el Municipio para visar los pasaportes, y aquellos individuos ponían ojos como platos al ver que en los documentos, que estaban impresos, había sido suprimido el nombre del rey. Todos estaban poco y mal informados de lo que sucedía en París, y temblaban. Bajo estos auspicios salí finalmente de París, con la esperanza y el propósito de no volver jamás a él. Llegados a Calais, donde no encontramos dificultades para continuar hasta la frontera de Flandes por Gravelinas, preferimos embarcarnos e ir directamente a Bruselas. Habíamos escogido Calais porque, como los revolucionarios estaban todavía en paz con los ingleses, era preferible dirigirnos a Inglaterra que a Flandes, donde ardía ya la guerra. En Bruselas quiso mi señora reponerse de los sustos y penalidades sufridas pasando un mes en compañía de su hermana y su dignísimo cuñado. Allí recibimos cartas en las que la servidumbre que habíamos dejado en París noticiábanos que el mismo lunes, 20 de agosto, fecha que habíamos señalado para partir, y que tan afortunadamente había yo anticipado, habíase presentado corporativamente en nuestro domicilio la misma sección que nos había expedido los pasaportes -¿cabe mayor estupidez?-, para prender a la señora, por el horrible delito de ser noble, rica y honrada. A mí no me dispensaban semejante honor, porque siempre he valido menos que ella. No nos encontraron, pero desquitáronse confiscando nuestros caballos, muebles, libros y cuanto hallaron en nuestra casa que valiera algo, declarándonos emigrados a entrambos. Luego nos enteramos por el mismo conducto de la horrible matanza del 2 de septiembre, y dimos fervorosas gracias a la Providencia por habernos librado de tan espantosos acontecimientos.

Y en vista de que cada día aturbonábase más y más el horizonte de la desventurada Francia y que la República nacía en el terror y la sangre, considerándonos felices con todos los males que pudieran sobrevenirnos en cualquiera otra parte, pues ne podían ser tantos ni tan terribles, emprendimos el regreso a Italia, y por Aquisgrán, Francfort, Augusta e Inspruck llegamos a los Alpes; los pasamos felizmente, y nos pareció que renacíamos el día que nos encontramos en el hermoso país «donde el suena». El placer de vernos fuera de aquella cárcel y de recorrer en compañía de mi amada el mismo camino que tantas veces había hecho yo solo para ir a reunirme con ella; la satisfacción de poder gozar libremente y a todas horas de su presencia y, bajo la sombra de su cariño, reanudar mis queridos estudios, tranquilizaron mi espíritu y despejaron mi mente de tal modo, que desde Augusta a Toscana abrióse nuevamente para mí el manantial de las rimas, y las fui sembrando y recogiendo en abundancia. Finalmente, el 5 de noviembre llegamos a Florencia, de donde no nos hemos movido hasta la fecha y donde encontré el vivo tesoro de la lengua italiana, que me compensó con creces de las pérdidas que había sufrido en Francia.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

Poco a poco voy continuando mis trabajos. Termino las traducciones y empiezo a escribir algunas cosillas originales. Encuentro en Florencia agradabilísima vivienda y me dedico a recitar


Aunque transcurrió cerca de un año sin que pudiera encontrar en Florencia casa a mi gusto, el placer de oír hablar nuevamente tan hermosa y para mí tan preciosa lengua, el tropezar con personas que me hablaban de mis tragedias y el verlas representar mejor o peor, pero con frecuencia, despertó mi espíritu literario, que en los dos últimos años había permanecido en profundo letargo. Lo primero que se me ocurrió -al cabo de tres años de no haber compuesto más que unos cuantos versos- fue la Apología de Luis XVI, que escribí en diciembre de aquel año. Sucesivamente fui continuando con ardor las traducciones de Terencio y la Eneida, que a fines del 93 dejé terminadas, pero no repasadas y corregidas. Salustio fue lo único a que atendí algo durante mi último viaje por Inglaterra y Holanda -aparte las obras de Cicerón, que había vuelto a leer y releer con entusiasmo-, corrigiendo mucho y limando bastante, y lo puse en limpio aquel mismo año, dándole los últimos toques. Escribí también en prosa un resumen histórico-satírico de los sucesos de Francia, y como poco después me encontrase con un rimero de composiciones poéticas, sonetos y epigramas, referentes a aquellos dolorosos y ridículos acontecimientos, reuní todos aquellos miembros dispersos para darles cuerpo y vida, utilizando el antedicho resumen en prosa a modo de introducción de la obra, que titularía Misogallo, que título más apropiado no podía encontrar.

Entregado de nuevo a mis tareas literarias, teniendo asegurado un cómodo vivir, a pesar de la mernia que habían sufrido mi fortuna y la de mi señora, amándola yo cada día más y considerándola más sagrada y querida cuanto más la perseguía la suerte adversa, mi espíritu se iba calmando y mi ardiente amor por el saber hervía en mi mente. Mas para emprender los estudios que yo hubiera querido realizar me faltaban libros. Los míos habíanmelos quitado en París -salvo unos ciento cincuenta tomitos de ediciones de bolsillo que al huir pude llevarme conmigo- y no había medio de recuperarlos, por lo que me limité a reclamarlos en son de broma, a un conocido mío italiano, agente de negocios en París, a quien envié un epigrama pidiéndole mis libros. El epigrama, la respuesta y el recibo mío se encuentran en una larga nota que puse al final de mi segunda prosa del Misogallo. En cuanto a componer no me fue posible lograrlo, pues aunque tenía trazado el plan de cinco tramelogedias, sin contar el Abel, las angustias pasadas y presentes habían apagado la juvenil inventiva, la fantasía nada me decía, y los disgustos, unidos al trabajo que me acarreó la corrección y edición de mis obras, que duraron tanto tiempo, habían, por decirlo así, despuntado y truncado los últimos y preciosos años de la juventud. Y tuve que abandonar aquella idea porque me faltaba el fuego e inspiración que exige ese género literario. Entonces me dediqué a la sátira. Había hecho ya una que sirvió de prólogo a las que siguieron, y en el Misogallo habíame ejercitado bastante en este género, cuyas dificultades esperaba vencer. Escribí la segunda y parte de la tercera; pero como aun no estaba suficientemente recogido en mí mismo, carecía de libros y nuestro albergue no reunía buenas condiciones, no tenía humor ni gusto para nada.

Esto me indujo a buscar un nuevo pasatiempo, el de recitar mis tragedias. En Florencia había varios jóvenes y una señora que demostraban felices disposiciones para ello; estudiaron y ensayaron el Saúl, y en la primavera del 93 se dio una representación de esa tragedia en un salón sin escenario, alcanzando lisonjero éxito. Por último, encontramos junto al puente de la Santísima Trinidad una casita preciosa, quizá demasiado pequeña, situada al mediodía del Lung'Arno, la casita Gianfigliazzi, en la que nos instalamos en noviembre y donde, si otra cosa no dispone el cielo, acabaré mis días. El aire, las vistas y las comodidades de mi nueva vivienda restituyéronme gran parte de mis facultades intelectuales y creadoras, pero no para las tramelogedias, que no pude jamás llevar a cabo. Sin embargo, llevado de la manía que me había acometido el año anterior, perdí más de tres meses la primavera del 94 dedicado a la representación de mis obras. Pusimos nuevamente en escena, en mi propia casa, el Saúl, tomando yo parte en la obra, y luego Bruto primero, en el que también desempeñé un papel. Todos decían, y llegó a parecérmelo a mí también, que hacía grandes progresos en el dificilísimo arte de representar; y si hubiese tenido menos anos y nada más en qué pensar, creo que a él habríame dedicado, pues cada vez que recitaba alguna obra sentía aumentar en mí la capacidad, el atrevimiento, la reflexión, la gradación de sonidos y la importantísima y continua variedad del rápido y despacio, alto y a media voz vehemente y tranquilo, que alternado según lo exige la frase da color y vida a ésta, esculpen, por decir así, el personaje y graban en bronces sus palabras. Asimismo, la compañía, dirigida por mí, adelantaba mucho, y estoy seguro de que si hubiera tenido dinero, tiempo y salud que gastar, en tres o cuatro años habría podido formar una compañía de actores trágicos, si no óptimos, desde luego muchísimo mejores que todos los que usurpando ese nombre recorren los teatros de Italia.

Semejante entretenimiento me distrajo de mis tareas literarias todo aquel año y parte del siguiente, 1795, en que puse fin a mi vida de histrión representando en mi casa la tragedia Felipe, en la que desempeñé el doble papel de Felipe II y de Carlos, y después Saúl, que era mi papel favorito, porque en él hay todo, absolutamente todo, lo que necesita un actor para lucirse. Otra compañía de aficionados que en unos salones particulares de Pisa representaba también mi Saúl me invitó para la luminara, y tuve la pueril vanagloria de ir y desempeñar por última vez el papel de Saúl, muriendo allí definitivamente como actor.

Entre tanto, durante los dos años que llevaba residiendo en Toscana había ido comprando poco a poco bastantes libros, y así adquirí nuevamente todos los publicados en lengua toscana que había perdido, gran parte de clásicos latinos y no pocos clásicos griegos, en magníficas ediciones grecolatinas, estos últimos por el capricho de tenerlos y el deseo de conocerlos siquiera de nombre.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

La curiosidad y la vergüenza me impulsan a leer a Homero y a los trágicos griegos en las traducciones literales. Prosigo con tibieza las sátiras y otras cosillas


Más vale tarde que nunca. Pasada ya la raya de los cuarenta y seis años de edad y después de haber ejercido, mejor o peor, la profesión de autor lírico y trágico, sin haber leído jamás los trágicos griegos, ni a Homero, ni a Píndaro, nada, en fin, experimenté cierta vergüenza de mi ignorancia y, al mismo tiempo, laudable curiosidad por saber lo que habían dicho los padres del arte. Y con tanta más voluntad cedí a esa vergüenza y curiosidad, cuanto que en muchos años de viajes, caballos, impresión y corrección de obras, angustias de ánimo y trabajos de traducción habíame empequeñecido de tal suerte, que podía aspirar a pasar por erudito, para lo que, en resumidas cuentas, no se necesita más que buena memoria y saber apropiarse de lo ajeno. Desgraciadamente, hasta la memoria, que tan vigorosa había sido, se me debilitaba también. Sin embargo, para distraer el ocio, acabar con mi vida de histrión y desasnarme un poquitín, puse manos a la obra, y sucesivamente leí y estudié detenidamente a Homero, Hesíodo, Aristófanes y Anacreonte en las traducciones literarias latinas que suelen ponerse en columna junto al texto griego. En cuanto a Píndaro, comprendí que no haría más que perder el tiempo, porque sus admirables poesías líricas resultaban detestables traducidas literalmente; y como no podía leerlas en su texto original, tuve que dejarlas. En este asiduo e ingratísimo estudio, que ningún provecho podía reportarme ya, porque traducía muy poco, empleé más de año y medio.

No por eso dejé de escribir algunas cosillas, y mis sátiras pasaron de siete en el 1796. Ese año, tan funesto para Italia, que al fin fue invadida por las franceses al cabo de tres años de tentativas, me anubló el entendimiento al ver que se cernía sobre nosotros la miseria y la esclavitud.

El Piamonte estaba ya destrozado, y era evidente que perdería lo poco que me quedaba para mi sustento. No obstante, estaba preparado para todo y firmemente resuelto a no acatar jamás al invasor, y mucho menos a servirle; esto era lo único que no hubiera podido soportar; lo demás no me acobardaba, y para distraerme de tan desagradables pensamientos, me dediqué con mayor ahínco al estudio. En el Misogallo, que aumentaba de día en día, enriquecido con nuevas prosas, quise vengar a mi querida Italia, y abrigo la esperanza de que, con el tiempo, ese librito será tan útil a mi patria como perjudicial a Francia. Sueños y ridiculeces de autor hasta que se convierten en realidades; profecías de vate inspirado cuando se cumplen.




ArribaAbajoCapítulo XXV

Por qué motivo de qué modo y con qué objeto me decidí a estudiar por mí mismo y a fondo la lengua griega


En 1778, cuando estaba conmigo en Florencia el queridísimo amigo Caluso, por distracción y un poco de curiosidad, había escrito en una hoja de papel el alfabeto griego, mayúsculas y minúsculas, y así aprendí a conocer las letras y sus nombres, pero nada más, y en mucho tiempo no volví a acordarme siquiera del griego. Mas cuando me dediqué a estudiar las traducciones literarias busqué entre mis papeles el alfabeto de que he hecho mención y me esforcé por recordar lo que de él sabía, sin otro objeto que el de echar de vez en vez una ojeada al original y ver si podía dar con el sonido de alguna de aquellas palabras que, por ser compuestas o extraordinarias, de la traducción literal, me inducían a consultar el texto. En efecto, de vez en cuando dirigía. a la columna del latín una mirada codiciosa y atravesada, como la zorra de la fábula miraba el racimo de uvas que no podía alcanzar. Por desgracia, la vista no me ayudaba a descifrar aquellos maldecidos caracteres, y sólo a costa de mucho trabajo, porque las letras me bailaban delante, lograba leer una que otra palabra de las más cortas; que un verso entero no llegaba a leerlo completo, ni pronunciarlo, y mucho menos aprenderlo de memoria.

Por añadidura, había perdido la costumbre, tan opuesta a mi carácter, de fijar mi vista y mi mente en la gramática, y no tenía disposición para aprender las lenguas extranjeras -puesto que dos o tres veces habíame empeñado inútilmente en conocer el inglés, y, por último, el año 90, en París, antes de ir a Inglaterra, resultó vano también mi postrer esfuerzo con la traducción de Wíndsor y el Ensayo sobre el hombre, de Pope, que no terminé-. No obstante, a pesar de mis años y de mi ignorancia en gramática, pues no sabía nada de ninguna, ni aun de la italiana -ya que si no he disparatado demasiado en esta lengua lo debo a la costumbre de leer y escribir en ella, y no al conocimiento de las reglas-; no obstante, repito, y pese a tantos obstáculos físicos y morales, cansado de leer traducciones, me propuse aprender el griego sin maestro, pero sin decir nada a nadie, ni siquiera a mi mujer, que fue el colmo de la reserva. Llevaba ya dos años en los confines de Grecia, sin poder traspasarlos más que con el rabillo del ojo; me enojé sobre manera y quise pasar de la otra parte.

Compré gramáticas en abundancia, primero grecolatinas y después griegas sólo, para hacer dos estudios al mismo tiempo, entendiendo unas cosas y quedándome a obscuras en las más, repitiendo diariamente el tupto, los verbos circunflejos y los acabados en mi -con lo cual no tuve más remedio que revelar el secreto a mi señora, porque viéndome siempre hablar entre dientes quiso saber la causa, y la supo-; obstinándome cada día más, forzando, la vista, la mente y la lengua, a fines del año 1797 pude leer alguna página entera sin que me bailaran las letras y entender el texto griego, haciendo respecto a la traducción lo contrario de lo que hasta entonces había hecho, es decir, dando una rápida mirada a la palabra latina correspondiente a la griega, si ésta era nueva para mí o no me acordaba de su significado; y, finalmente, llegué a leer en alta voz con soltura y claridad, pronunciando bien, respetando las aspiraciones, los acentos y los diptongos tal como está escrito y no como estúpidamente pronuncian los griegos modernos, que, sin darse cuenta, se han creado un alfabeto con cinco jotas, por lo que su lenguaje es un continuo jotismo, un relinchar de caballos, más que el habla del pueblo más armónico que ha existido. Vencí la dificultad de leer y pronunciar declamando en voz alta, no sólo la lección diaria del clásico, que estudiaba, sino también otras extraordinarias durante dos horas consecutivas, pero sin entender casi nada a causa de la rapidez de la lectura y la sonoridad, de la pronunciación de Heródoto, Tucídides, que leí dos veces, Jenofonte, todos los oradores menores, y menos aún el comentario sobre el Timeo, de Platón escrito por Proclo, porque las excesivas abreviaturas hacen muy dificultoso su estudio.

Tan penoso e ímprobo trabajo no debilitó mi inteligencia, como llegué a creer y temer, sino que, por lo contrario, me despertó del prolongado letargo que tanto tiempo había durado. Aquel año terminé las Sátiras, que son diez y siete, y revisé y corregí, después de haberlas hecho copiar, muchas de mis poesías. Finalmente, enamorado del griego cada vez más, a medida que me iba pareciendo que lo entendía mejor, comencé a traducir: primero, la Alcestes, de Eurípides; luego, Filoctetes, de Sófocles; después, Los persas, de Esquilo, y, por último, para ensayarlo todo, Las ranas, de Aristófanes. El estudio del griego no me hizo olvidar el del latín, pues aquel mismo año 1797 estudié a Lucrecio y Plauto y leí a Terencio, cuyas seis comedias había traducido fielmente sin haber leído ninguna entera, por lo que, dando por supuesto que las traduje, podría decir, sin apartarme de la verdad, que lo hice antes de leerlas o sin haberlas leído.

Aprendí además los diversos metros de Horacio, avergonzado de haberlo leído, estudiado y aprendido de memoria, sin entender su métrica, e igualmente adquirí una idea bastante aproximada del metro griego en los coros, sobre todo de Píndaro y Anacreonte. En resumidas cuentas: que el 1797 recorté lo menos un palmo cada una de las orejas de burro que por derecho propio llevaba; que el objeto de tanto trabajo no fue otro que el de satisfacer una curiosidad y al propio tiempo desasnarme y olvidarme hasta de que existían los galos; es decir, «desceltizarme».




ArribaAbajoCapítulo XXVI

Inesperado fruto de mi tardío estudio de la lengua griega: escribo -faltando por última vez al juramento hecho a Apolo- «Alcestes Segunda»


No esperaba ni deseaba yo otros frutos que los arriba apuntados; pero el buen padre Apolo me concedió espontáneamente otro, y no pequeño, a mi modo de ver. En 1796, que, como he dicho, lo dediqué a leer las traducciones literales, terminadas las de Homero, Esquilo y Sólocles y cinco tragedias de Eurípides, le tocó el turno a Alcestes, obra de la que yo no tenía la menor noticia; y fue tal la impresión que me causó su lectura, que, encantado de la sublimidad del asunto, tomó una hoja de papel, que conservo todavía, y escribí en ella lo siguiente:

«Florencia, 18 de enero de 1796

Si no hubiese jurado a mí mismo no componer mis tragedias, la lectura de Alcestes, de Eurípides, que tan honda emoción me ha causado, me impulsaría a escribir una Alcestes nueva, aprovechando todo lo bueno que hay en la griega, mejorándolo, si me fuese posible, y descartando todo lo inútil y malo que hay en el texto, y que no es poco. Empezaría por disminuir el número de personajes, creando otros.»

Y a continuación escribí los nombres de los personajes, que son los mismos que figuran en mi tragedia.

Proseguí la lectura de las tragedias de Eurípides, pero ninguna me gustó tanto como aquélla. Cuando, siguiendo mi costumbre, volví a leer las tragedias de Eurípides, Alcestes me produjo la misma emoción que la primera vez, el mismo transporte, igual deseo, y en septiembre de 1796 tracé el plan y distribuí las escenas, pero sin ánimos de componer la tragedia. Entre tanto, había comenzado la versión de la primera de Eurípides, y el 97 la terminé; pero como entonces no entendía el griego, hube de valerme de la traducción latina. Al llegar a Alcestes, que habíase convertido para mí en una verdadera obsesión, no pude resistir más a la tentación de hacerla original en vez de traducirla, y cierto día del mes de mayo de 1798, cuando volví a casa después del paseo de costumbre, durante el cual no pensé más que en el asunto de dicha tragedia, empecé a extenderla, y sin levantar cabeza escribí todo el primer acto, poniendo esta nota marginal: «Extendida con loco furor y muchas lágrimas.» En los días sucesivos extendí con igual ardor los otros cuatro actos, el borrador de los coros y las líneas en prosa que sirven de aclaración, y el 26 de mayo la dejé terminada. Aquel laborioso parto me dejó al fin tranquilo, pero sin ánimos de poner en verso la tragedia ni volver a tocarla.

Pero, habiendo continuado el estudio del griego con verdadero fervor, en septiembre del 98 se me ocurrió cotejar con el texto original mi traducción de la Alcestes Primera, para rectificarla y aprender al mismo tiempo algo de aquella lengua, pues nada enseña tanto como el traducir al que quiere y se obstina en conocer y desentrañar el significado verdadero de cada palabra y de cada concepto para reproducirlos con toda fidelidad. Repasando, pues, la Alcestes Primera sentí por cuarta vez el deseo vehementísimo de terminar la mía; la tomé, la leí detenidamente, me gustó; el 30 de septiembre del 98 comencé a ponerla en verso y el 21 de octubre la dejé completamente acabada, incluso los coros. Así fue como, al cabo de diez años de silencio, falté a mi juramento. Pero no queriendo pasar por plagiario ni ingrato, y reconociendo que dicha tragedia era más de Eurípides que mía, la he colocado entre las traducciones, y allí debe seguir, con el título de Alcestes Segunda, inseparablemente al lado de Alcestes Primera, su madre. No hablé a nadie, ni aun a mi adorada mitad, de mi perjurio; y queriendo divertirme un poco, en diciembre invité a varias personas, y leí mi Alcestes, como traducción de la de Eurípides. Los que tenían presente la tragedia original cayeron fácilmente en el engaño; pero los que la conocían siguieron la broma hasta el tercer acto y descubrieron el secreto en medio de grandes risas. La tragedia fue del agrado de mis oyentes y a mí no me disgustó, como obra «póstuma», aunque advertí desde luego que tendría que corregirla y modificarla bastante. He referido tan minuciosamente este hecho por que si con el tiempo se considera buena mi Alcestes se vea la natural espontaneidad del poeta verdaderamente inspirado, y que aquellos que a veces quieren hacer una cosa no lo con siguen, mientras que otros que no quisieran lo alcanzan si se lo proponen, porque obedecen a un hermoso impulso natural. Y si, por lo contrario, mi tragedia se reputa mala, el lector hallará ocasión de reír doblemente a mi costa, en mi Vida y en mi Alcestes, y tendrá este capítulo como una prueba de que esta época no es continuación de la cuarta, que abarca mi edad viril, sino que constituye la quinta, que debiera titular: Vejez.

Las dos Alcestes, de las que se habló mucho en Florencia, fueron causa de que desapareciera el secreto de mis estudios del griego, que yo había guardado tan cuidadosamente, que ni mi amigo Caluso pudo descubrirlo; pero éste lo supo del modo siguiente: En mayo de aquel año envié a mi hermana un retrato mío -obra acabadísima del pintor Javier Fabre, nacido en Montpellier, pero que no tenía nada de francés- y a modo de dedicatoria escribí al dorso dos versos de Píndaro. Mi hermana agradeció mucho el recuerdo y contentísima lo miraba por todos lados, sin poder, como es de suponer, descifrar los garabatos que yo había escrito, por lo que llamó al abate Caluso para que satisficiera su curiosidad. Por aquellas líneas dedujo el abate que yo tenía que haber aprendido algo más que a escribir en caracteres griegos, pues no podía admitir la necia pedantería ni la impostura de que yo escribiese un epígrafe sin entenderlo. En consecuencia, me escribió sin pérdida de tiempo tachándome de disimulado, por no haberle dicho una palabra de los nuevos estudios a que me había dedicado. Le contesté con una cartita escrita en griego, como Dios me dio a entender, cartita que, según dijo, no estaba mal para un estudiante de cincuenta años que sólo llevaba uno y medio de estudio. Acompañé la carta de algunos trozos de mis cuatro traducciones para que pudiera apreciar los adelantos que yo había hecho en la lengua griega. Los elogios que tuvo la bondad de tributarme fueron acicate para que con más tesón prosiguiera yo mis estudios, imponiéndome el ejercicio, que tan buen resultado me había dado en los del latín y el italiano, de aprender de memoria centenares de versos de distintos autores.

Mas en aquel mismo año 1798 tuve que recibir y contestar cartas de individuos muy diferentes del amigo Caluso. Según he dicho, y como todo el mundo sabe, los franceses habían invadido la Lombardía en 1796; el Piamonte se tambaleaba; habíase firmado una desdichada tregua, llamada paz de Campo-Formio, con el dictador francés; el solio del Papa vacilaba también, y Roma estaba ocupada y esclavo democratizada; todo en nuestro derredor respiraba miseria, indignación y horror. A la sazón era embajador de Francia en Turín un tal Guinguené, de la clase u oficio de los literatos de París, el cual trabajaba sordamente en Turín por la sublime y heroica empresa de derribar a un rey vencido y desarmado. Aquel desdichado me dirigió una larga carta, que leí con tanta sorpresa como indignación.

Por lo visto, había recibido orden de sus déspotas de que el Piamonte sirviera a la libertad francesa; y como para tamaña iniquidad necesitaba ministros viles, quería tantear el terreno para ver si me podrían deshonrar de la misma manera que habíanme empobrecido. Pero si los bienes mundanos están a merced de la tiranía, el honor no lo está más que a la de quien lo posee. Contesté como merecían aquellas cartas, y no insistió el embajador; pero creo que se valió de la noticia que le dio el abate Caluso de la pérdida de mis libros para recuperarlos y valerse de ella, como luego se verá. La nota de los libros, que, según dijo, quería restituirme, haría reír si la reprodujese aquí: comprendía un centenar de tomos de los peores italianos, que era todo lo que quedaba de la biblioteca que dejé en París, compuesta de unos 1.600 volúmenes de clásicos italianos y latinos. Pero a nadie sorprendería esa nota sabiendo que se trataba de una restitución francesa.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

«Misogallo», terminado. Cierro las «Rimas» con la «Teleutodia» «Abel» y las dos «Alcestes» refundidas, así como la «Amonestación». Distribución hebdomadaria de estudios. Preparado así y provisto de lápidas sepulcrales, espero la invasión de los franceses, verificada en marzo de 1798.


Aumentaba cada día más el peligro que corría Toscana, dada la leal amistad que le profesaban los franceses. En diciembre del 98 habían realizado la espléndida conquista de Lucca y desde allí amenazaban continuamente a Florencia, y a principios del 99 parecía inminente la ocupación. Yo preparé todas mis cosas, por lo que pudiera suceder. El año anterior di por terminado el Misogallo, cerrándolo con la ocupación de Roma, que me pareció la más gloriosa empresa de aquellos esclavizadores; y a fin de salvar aquella obra, que era para mí tan querida e importante, hice sacar diez copias de ella, que oculté en distintos sitios con objeto de que no se perdiese y saliera a la luz a su debido tiempo. Como no había disimulado jamás el odio y desprecio que sentía por aquellos esclavos malnacidos, esperaba de ellos toda clase de violencias y vejaciones, y sólo pensé, por lo tanto, en procurar los medios de escapar a ellas. Si no se me provocaba, callaría; de lo contrario, daría señales de vida y de hombre libre. Dispuse, pues, todo lo necesario para vivir incontaminado, libre y respetado, o para morir vengado, si llegaba el caso. La misma razón que me indujo a escribir mi Vida, es decir, la de evitar que otros la escribiesen peor que yo, me indujo también a hacerme mi epitafio y el de mi amada.

Dispuesto así para la fama, o para la no infamia, quise también proveer a mis trabajos, limando, separando lo que estaba acabado de lo que no lo estaba y terminando lo que la edad y mi propósito querían. Por eso, al cumplir los cincuenta años, reduje la excesiva y fastidiosa producción de versos y formé con ellos otro tomito de setenta sonetos, un capítulo y treinta y nueve epigramas, que habían de añadirse a las poesías que ya hablan sido impresas en Kehl; sellé la lira y se la devolví a quien le correspondía, acompañada de una oda al estilo de Píndaro, a la que, para darme tono de griego, titulé Teleutodia. Con ella cerré para siempre la tienda; y si después he concebido algún sonetillo o algún epigramita, no lo he escrito, y si lo he escrito no lo he conservado, y no sé adónde han ido a parar ni los reconozco por míos. Es preciso acabar de una vez, a tiempo y espontáneamente, antes que uno tenga que hacerlo por fuerza. La ocasión que me ofrecían los diez lustros cumplidos y la invasión de los bárbaros antilíricos, que se venían encima, no podía ser más oportuna, y la cogí por los cabellos.

En cuanto a las traducciones, copié la de Virgilio, la corregí en los dos últimos años y la dejé, pero no por acabada. La de Salustio me parecía que estaba bien, y no la toqué; pero no así la de Terencio, pues sólo la hice una vez y no he vuelto a leerla ni a copiarla. Respecto a las cuatro traducciones del griego, dolíame condenarlas al fuego; pero como tampoco podía dejarlas como estaban, por lo que pudiera suceder, empecé a copiarlas, tanto el texto como la traducción, en primer lugar las Alcestes, para traducirlas directamente del griego, a fin de que no resultase una traducción de otra. Las tres restantes, mal o bien, habíalas vertido del griego, y, por lo tanto, me costaría menos tiempo y trabajo corregirlas. Abel estaba destinada a ser, no diré única, sino sola, pues sus compañeras, concebidas habían sido, pero no nacidas; la hice copiar, la corregí y me pareció que quedaba bien.

En los años precedentes había añadido a mis obras originales una produccioncilla política, en prosa, titulada Amonestación a las potencias italianas, y también la hice copiar y la dejé corregida. No fue la estúpida vanagloria de querer dármelas de político -que Dios no me llama por ese camino- lo que me impulsó a escribir aquella advertencia, sino la justa indignación que habíanme causado políticas mucho más necias que la mía, adoptadas por la impotencia del emperador y las impotencias italianas. Finalmente, las Sátiras, que había ido haciendo poco a poco, hasta diez y siete, número del que me he propuesto no pasar, también quedaron corregidas, retocadas y sacadas en limpio.

Dispuesto así mi segundo patrimonio poético, con el corazón tranquilo esperé los acontecimientos, y a fin de que en lo sucesivo se compadeciera más mi vida, en el supuesto de que hubiera de continuar Viviendo, con mi edad y con el plan que desde tiempo atrás venía madurando, desde principios del 99 distribuí mis estudios por semanas, y desde entonces no he traspasado los límites que me tracé ni he alterado el orden. Destiné las tres primeras horas de las mañanas de los lunes y martes a la lectura y estudio de la Sagrada Escritura, porque me avergonzaba de no conocer a fondo ese libro y de no haberlo leído apenas antes de llegar a la edad madura. Los miércoles y los jueves los dedicaba a Homero, segunda fuente para todo género de literatura; los viernes, sábados y domingos los consagré aquel año a los estudios de Píndaro, por ser el más difícil de todos los autores griegos y de todos los poetas líricos habidos y por haber en el mundo, sin exceptuar a Job y a los profetas. Habíame, empero, propuesto, y así lo he hecho después, dedicar estos tres días últimos de la semana, sucesivamente, a los tres trágicos, a Teócrito, Aristófanes y a otros poetas y prosistas, con objeto de ver si me sería posible profundizar en esta lengua, no para saberla bien, que éste sería un sueño irrealizable, sino para entenderla siquiera como el latín. El método que poco a poco me fui formando me pareció muy útil, y quiero describirlo para que pueda utilizarlo también, o lo rectifique, el que quiera consagrarse a esa clase de estudios. Leía la Biblia primero en griego, versión de los Setenta, texto Vaticano, y después la cotejaba con el Alejandrino. Los dos o tres capítulos que leía cada mañana, volvía a leerlos en nuestros Diosdados italianos, que se ajustan mucho al texto hebreo; luego, en la Vulgata latina, y, por último en la fidelísima traducción latina interlineal del texto hebraico. Aprendí el alfabeto hebreo, y a fuerza de paciencia llegué a leer materialmente dais palabras, articular los sonidos, que no tienen nada de agradables, y aun a descifrar algo de aquellas voces y giros tan raros para nosotros y que participan de lo sublime y de lo bárbaro.

En cuanto a Homero, leíalo en griego en voz alta y lo traducía luego literalmente al latín, sin detenerme por muchos que fueran los disparates que escribiese en la versión de los sesenta, ochenta y aun cien versos que estudiaba cada mañana. Leía luego en alta voz y prosódicamente aquellos versos en griego; después, el escoliador griego y las notas latinas de Barnes, Clarch y Ernesto, y tomando, por último, la traducción literal latina impresa, la cotejaba con la que acababa yo de hacer, compulsando la columna de aquélla para descubrir en qué y por qué habíame equivocado. Después anotaba al margen de mi texto griego, aclarándolo, con otras palabras griegas equivalentes lo que hubiera escapado al escoliador, para lo cual me sirvió mucho Exiquio, el Etimasógico y Favonino. Hecho esto, anotaba y aclaraba en columna aparte las voces, los giros y los conceptos raros. Finalmente, leía el comentario de Eustasio sobre aquellos versos, que así pasaban unas cincuenta veces bajo mis ojos, con todas sus interpretaciones y figuras. Tal vez parecerá fastidioso y algo duro este método; pero téngase en cuenta que más duro de mollera era yo y que la corteza de los cincuenta años exige escalpelo muy distinto que la corteza de los veinte.

Sobre Píndaro había hecho yo en los años precedentes un estudio más pesado aún que el arriba indicado. Conservo, un ejemplar de este autor en que no hay palabra que no esté marcada con un número -el 1, el 2, el 3 y a veces el 40, y aun más-, indicador del lugar que aquella palabra reconstruida ha de ocupar en sus eternos y laberínticos períodos. Pero esto no bastaba, y los tres días que consagré a este estudio tomaba un Píndaro en griego -edición antigua, mal cuidada y peor puntuada, la de Calliergi, de Roma, la primera que se hizo con escolios-, lo leía con la vista, como hacía con Homero; luego, en la versión latina, y después, literalmente y en voz alta, en griego, siguiendo la misma progresión que observaba en el estudio de Homero, y terminando con notas marginales en mi edición griega, que aclaraban la intención del autor; es decir, su pensamiento despojado de figuras retóricas. Lo propio hice con Esquilo y Sófocles cuando les tocó el turno, después de Píndaro; y como estos sudores y locos empeños debilitaron bastante mi memoria, confieso que he podido aprender muy poco, y que, aun leyendo, se me escapan no pocos disparates. Pero me he aficionado de tal modo a ese estudio, que constituye para mí una necesidad, y desde el 96, por ninguna razón lo he interrumpido ni dejado de consagrarle tres horas cada mañana; pues si bien he hecho algún trabajo original, como mi Alcestes, las Sátiras y las Rimas y alguna traducción, ha sido en horas extraordinarias, dedicando a lo mío lo poco que quedaba de mi tiempo en lugar de las primicias del día; en la alternativa de tener que dejar mis propias producciones o el estudio, opto por éste sin vacilar.

Establecido así el método de vida que me proponía seguir, embalé todos mis libros, dejando fuera únicamente los necesarios, y los envié a una casa de campo de los alrededores de Florencia para salvarlos, si era posible, de la esperada y odiosa invasión francesa, que se verificó, como es sabido, el 96, con todas las particularidades conocidas y las que no merecen que se conozcan, porque todas las operaciones de esos esclavos son de un mismo color e igual esencia. Aquel mismo día, pocas horas antes que entrasen los franceses en Florencia, mi señora y yo nos retiramos a una quinta situada fuera de la Puerta de San Galo, junto a Montughi, habiendo desamueblado previamente la casa que ocupábamos en la ciudad, para que sirviera de alojamiento a los opresores militares.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Ocupaciones en la quinta. Salida de los franceses. Nuestro regreso a Florencia. Me entero con infinito pesar de que se prepara en París la reimpresión de mis obras editadas en Kehl, que aun no había publicado


Apenado y oprimido por la común tiranía, pero no subyugado, me instalé en la quinta con poca servidumbre y, mi dulce mitad, y nos dedicamos ambos a cultivar las letras, pues ella conoce bastante bien el inglés, el alemán, el francés, el italiano y la literatura moderna de estas cuatro naciones, y la antigua por medio de las traducciones que existen en esos idiomas. Pudiendo, por lo tanto, hablar de todo con ella, y satisfecho el corazón, lo mismo que en la mente, no había para mí horas más felices que las que pasábamos solos, y apartados de las miserias y dolores del mundo, en aquella retirada casita de campo, donde sólo recibíamos las visitas de contados amigos y conocidos de Florencia y muy raras veces, para no infundir sospechas a la tiranía militar y abogadesca, que es la más monstruosa, repugnante, ridícula e insoportable de todas las alianzas políticas, y me hace pensar en un tigre que se dejare guiar por un conejo.

En cuanto nos instalamos en la quinta puse mano a la obra de copiar y corregir las dos Alcestes, sin quitar ni un minuto a las horas que por la mañana dedicaba al estudio; y como estaba continuamente ocupado en algo, no tenía mucho tiempo para pensar en nuestras desazones y en los peligros que nos amenazaban. Los peligros eran muchos, y no cabía disimularlo ni forjarse la ilusión de que no existían, pues a cada instante teníamos nueva prueba de ellos; más a pesar de llevar esta espina clavada en el corazón, y teniendo que temer por dos, me armaba de valor y trabajaba. No pasaba día o, mejor dicho, noche sin que muchos individuos fuesen detenidos arbitrariamente, que era la única manera como podía proceder aquel desgobierno; las pobres víctimas eran arrancadas del lecho, donde reposaban al lado de sus esposas, y enviados a Liorna como esclavos, si no los deportaban a la isla de Santa Margarita. Yo era extranjero, pero no por eso debía abrigar menos temor de que me sucediese algo parecido, pues los franceses sabían, sin duda, que les despreciaba y era enemigo de ellos. De un momento a otro podían, pues, encarcelarme; pero yo había tomado mis medidas, en cuanto era posible, para no dejarme sorprender ni maltratar, y entre tanto que, se proclamaban en Florencia las mismas libertades que en Francia, y los viles y los miserables triunfaban, continué versificando, estudiando el griego y dando ánimos a mi mujer.

Esta situación desgraciada duró desde el 25 de marzo, fecha de la entrada de los franceses en Florencia, hasta el 5 de julio, en que, derrotados y habiendo perdido toda la Lombardía, huyeron de la ciudad, de madrugada, llevándose, como es de suponer, todos los objetos de valor que hallaron a mano. Ni mi señora ni yo habíamos puesto los pies en Florencia durante la ocupación francesa; de manera que no contaminamos nuestros ojos viendo siquiera un francés en todo ese tiempo. Sería imposible describir el júbilo de los florentinos la mañana que los invasores evacuaron su querida ciudad y el que se desbordó algunos días después, con motivo de la entrada de doscientos húsares austriacos.

Acostumbrados a la paz y quietud de la quinta, quisimos permanecer en ella otro mes, antes de volver a Florencia con nuestros muebles y libros. Cuando regresamos a la ciudad, el cambio de residencia no me hizo cambiar de régimen de vida ni interrumpir ni alterar el orden de mis estudios, sino que, por lo contrario, los continué con más ardor y mayor esperanza; porque, derrotados por completo los franceses en el resto del año 99, resurgía la esperanza de la salvación de Italia, y con ella la que yo abrigaba de poder acabar mis obras, que tan amenazadas habían estado de quedar incompletas. Aquel año, a raíz de la batalla de Novi, recibí una carta del marqués de Colli, sobrino mío, es decir, marido de una hija de mi hermana, a quien yo no conocía siquiera de vista, pero sí por la fama de sus hazañas, pues habíase distinguido mucho en aquellos cinco años largos de guerra como oficial al servicio del rey de Cerdeña, su soberano natural, puesto que había nacido en Alejandría. Decíame el marqués Colli en su carta que estando gravemente herido fue hecho prisionero y que había pasado al servicio de los franceses, después de haber sido expulsado de sus Estados, en enero del 99, el rey de Cerdeña. Y a propósito, habíame olvidado de decir que antes de la invasión francesa el rey de Cerdeña había estado en Florencia, donde yo le saludé y presenté mis respetos, doblemente obligado porque era mi rey y desgraciado entonces. El monarca me acogió muy afablemente y su vista me conmovió hasta el extremo de que experimenté lo que jamás había sentido en mi vida: un deseo vehementísimo de servirle al verle perseguido y rodeado de tan pocos e ineptos servidores, y seguramente lo habría hecho si hubiese creído que podía serle útil; pero mi capacidad política era nula y, por otra parte, llegaba demasiado tarde. El rey marchó a Cerdeña; pero las cosas habían variado tanto, que tuvo que regresar a Florencia, donde hubo de permanecer varios meses en Poggio Imperial. Los austriacos ocupaban la Toscana en nombre del Gran Duque; pero, mal aconsejado, como siempre, nuestro monarca no hizo nada de lo mucho que debía y podía hacer en beneficio del Piamonte; por lo que las cosas fueron de mal en peor, y cuando quiso reaccionar ya no era tiempo. Volví a presentarle mis homenajes a su regreso de Cerdeña, y como le vi más esperanzado, no me apenó tanto el no poder serle útil.

Mas apenas las victorias de los defensores del orden y de la propiedad habían calmado un poco mi espíritu, tuve que experimentar otro dolor acerbísimo, aunque no me cogió de sorpresa. Cayó en mis manos una circular del librero Molini Italiano, de París, en la que decía que había emprendido la impresión de mis obras -filosóficas, tanto en prosa como en verso, según las clasificaba la circular-, y a continuación daba una lista de ellas..., ¡de las que yo había editado en Kehl y que aun no habían sido publicadas! Semejante golpe me tuvo aterrado durante varios días, no porque me hubiese forjado la ilusión de que los fardos que contenían la primera edición de mis cuatro obras Rimas, Etruria, Tiranía y Príncipe hubieran podido escapar a la rapacidad de los que me despojaron de mis libros y de todos los objetos de mi propiedad que dejé en París, sino porque, habiendo transcurrido tantos años, esperaba alguna dilación. Ya en 1793, hallándome en Florencia, convencido de que no lograría recuperar mis libros, hice publicar en todas las gacetas de Italia un aviso, en el que decía que, habiendo sido robados, confiscados y vendidos mis libros y papeles, declaraba que no reconocía por mías más que tales o cuáles obras, que habían sido publicadas por mí, y que, por lo tanto, repudiaba todas las que a mi nombre pudieran aparecer. Ahora bien: al leer la circular de Molini, fechada en 1799, en la que prometía para el año entrante la publicación de mis obras, el medio más eficaz para justificarme a los ojos de los buenos y estimables hubiera sido el lanzar otra circular manifestando que aquellos libros eran de mi exclusiva propiedad, y que me los habían robado antes de que pudiera yo publicarlas, y, para mayor disculpa, dar a luz el Misogallo, que bastaba para que se conociera mi manera de sentir y pensar. Pero yo no era libre, ni lo soy, puesto que resido en Italia, amo y temo, por otros más que por mí mismo; así es que no hice lo que seguramente habría hecho en otras circunstancias para exentarme de una vez para siempre de la casta vil de los esclavos presentes, que, no pudiendo limpiarse a sí mismos, tratan de manchar a los demás, dando a entender que pertenecen a su número. Por haber hablado siempre en favor de la libertad, corro el riesgo de ser tenido por uno de esos tantos miserables; pero el Misogallo me justificará ampliamente, aun a los ojos de los malignos y de los estúpidos, únicos que pueden confundirme con semejante canalla. Desgraciadamente, estas dos categorías constituyen los dos tercios de la humanidad. No pudiendo, pues, hacer lo que hubiera sabido y podido, me limité a lo único que me era dado en aquellas circunstancias: a reproducir en todas las gacetas mi aviso del 93, añadiendo que, habiendo llegado a mí noticia de que en París se anunciaba la publicación de unas obras en prosa y verso que llevarían mi nombre, renovaba la protesta formulada seis años antes.

Lo cierto es que el honrado literato y embajador Ginguené, que me había escrito las cartas que he hecho referencia en lugar, y a quien Yo había hecho decir de viva voz, por conducto del abate Caluso, ya que parecía tan dispuesto a servirme, que yo no podía la restitución de mis libros ni de lo que me había sido confiscado en París; sino únicamente que se pusieran en lugar seguro los cinco fardos que contenían la edición de mis obres todavía no publicadas, a fin de impedir su circulación; lo cierto es, repito -o, al menos así lo supongo-, que, de regreso en París, Ginguené revolvió mis libros, halló entre ellos un paquetito formado con cuatro ejemplares de cada una de aquellas cuatro obras y se las apropió; vendió a Molini un ejemplar para que lo reimprimiese tradujo al francés los trabajos en prosa para contraer méritos, regaló a la Biblioteca Nacional los restantes ejemplares, que no eran suyos. Así se desprende del prólogo que aparece en el cuarto tomo de la reimpresión de Melini, en el que se dice que de la primera edición no se han podido encontrar más que cuatro ejemplares, que cita, y que coinciden con los del paquetito que había dejado yo entre mis libros.

Respecto a las fardos, que contenían más de quinientos ejemplares de cada una de las expresadas obras, no he podido averiguar qué ha sido de ellos. Si se hubiesen encontrado, es indudable que los libros se habrían puesto a la venta, en lugar de reimprimirlos, puesto que la edición era esmeradísima y hecha en buen papel y con tomos muy bonitos. Todo hace suponer que los fardos no han sido abiertos, y que se están pudriendo en uno de los muchos sepulcros de libros que existen en París, puesto que en el exterior de aquéllos había hecho yo poner el rótulo de «Tragedias italianas». Sea como fuere, lo cierto es que he sufrido doble daño: el de la pérdida de dinero, trabajo y propiedad de los que fueron editados par mí, y el de acarrearme, no diré la infamia, pero sí la desaprobación y la tacha de formar en el coro de aquellos bribones al verlas publicadas por otros.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

Segunda invasión. Insistencia fastidiosa del general literato. Una especie de paz que calma un tanto mis angustias. Seis comedias ideadas a la vez


Hacía muy pocos meses que Italia respiraba libre del yugo y del latrocinio francés, cuando la famosa batalla de Marengo, en junio de 1800, la entregó en pocas horas, y Dios sabe por cuánto tiempo, en poder del mismo invasor. Yo lo sentía tanto o más que los otros; pero doblando la cerviz ante lo irremediable procuré terminar mis asuntos, sin cuidarme poco ni mucho, de un peligro del que no me había desacostumbrado y no podré desacostumbrarme jamás, dada la instabilidad de las situaciones políticas. Pasaba el tiempo, por lo tanto, trabajando asiduamente en la revisión y corrección de mis cuatro traducciones del griego y prosiguiendo con ardor unos estudios demasiado tarde emprendidas. Llegó el 15 de octubre, e inopinadamente, pues aun duraba la tregua pactada con el emperador, los franceses invadieron de nuevo a Toscana, que aquél ocupaba en nombre del Gran Duque, con el cual no estaba Francia en guerra. No tuve tiempo de retirarme, como la primera vez, a una casa de campo, y hube de soportar su presencia, pero sólo en la calle, pues mi calidad de extranjero y el poseer una casa demasiado pequeña e incómoda indujo al Municipio de Florencia a eximirme de la obligación de dar alojamiento a los soldados. Tranquilizado por esta parte, ya que semejante molestia hubiera sido para mí insoportable, me resigné a todo lo que pudiera sobrevenirme. Me encerré, pues, como suele decirse, entre cuatro paredes, y excepto las dos horas de paseo por las mañanas, tan necesario para mi salud, solo y por lugares apartados, no me dejaba ver en todo el día, que consagraba al estudio.

Empero, mientras yo huía de los franceses, éstos procuraban acercarse a mí, y, por desgracia mía, su general, gobernador de Florencia, que tenía ribetes de literato, quiso conocerme. Estuvo dos o tres veces en mi casa; pero no me encontró, porque yo había tomado las medidas necesarias para que no me encontrase. Entonces, el general, adivinándome la jugada, algunos días después envió a un ordenanza suyo a preguntar a qué hora estaría yo visible. En vista de su insistencia, y no queriendo dar de viva voz la respuesta, puesto que podía ser mal entendida o tergiversada, tomé una hoja de papel, en la que escribí: que Víctor Alfieri, para que no se pudiera dar torcida interpretación a lo que el criado pudiera decir al general, contestaba por escrito; que si el general, en su condición de gobernador de Florencia, le intimaba que se presentase sería obedecido inmediatamente, porque nunca ha resistido al poder constituido, cualquiera que éste fuese; pero que si únicamente deseaba satisfacer una curiosidad, Víctor Alfieri era por, temperamento adusto y salvaje, refractario a toda clase de relaciones, y que, por lo tanto, le rogaba que me dispensara. El general me contestó con dos líneas, diciéndome que mis obras habíanle hecho nacer el deseo de conocerme personalmente, pero que, dado mi carácter tan retraído y huraño, no insistiría. Y así lo hizo, librándome del mayor suplicio que se me hubiera podido imponer.

Entre tanto, el que fue Piamonte, celtizado también e imitando todo lo de sus semi-amos, trocó su Real Academia de Ciencias en un Instituto Nacional, por el estilo del de Francia, donde tenían cabida las Letras y las Artes. Plugo a sus fundadores no sé a quién, pues el abate Caluso había dimitido el cargo de secretario de la Academia- nombrarme miembro del flamante Instituto y comunicármelo directamente por oficio; pero como yo había sido ya prevenido por el abate, devolví el oficio sin abrirlo, encargando a mi amigo Caluso que dijese de palabra que no aceptaba el nombramiento; que no quería pertenecer a ninguna clase de asociación, y mucho menos a una de la que recientemente habían sido, excluídos, con rencorosa desconsideración, tres personajes tan dignos como el cardenal Gerdil, el conde Balbo y el caballero Morozzo, sin más motivo que el de ser demasiado realistas. Yo no he sido nunca, ni soy, realista, pero tampoco formaré jamás en las filas de esa ralea; mi república no es la de ellos, y tendré siempre a gala ser precisamente lo que ellos no son ni serán nunca. Me vengué del ultraje recibido rimando catorce versos sobre el mismo y enviándolos a mi amigo; pero como no me quedé con copia de aquéllos ni de otros muchos versos del mismo género que la indignación arrancó a mi pluma, no puedo incluirlos en mis ya excesivas poesías.

No tuve el mismo valor para resistir en septiembre del año siguiente a un nuevo o, mejor dicho, a un renovado y fortísimo impulso natural que me obsesionó durante varios días, hasta que al fin me venció y tuve que ceder. Ideé y escribí seis comedias casi al mismo tiempo. Siempre había estado en mi ánimo probar mis fuerzas en esta nueva lid escribiendo doce comedias, numero que no quería rebasar; pero los contratiempos, las angustias y desazones y, sobre todo, el trabajo agobiador del estudio incesante de idioma tan inmensamente rico como es el griego habíanme desviado de aquel camino y agotado de tal modo, que, considerando imposible que pudiese concebir ninguna obra, no volví a pensar en las comedias. Mas, no sé cómo, en los momentos más tristes de esclavitud, sin probabilidad ni esperanzas de triunfar y sin tiempo ni medios para llevar nada a cabo, de pronto levantóse mi espíritu y brotaron en mi mente chispas creadoras. Las primeras cuatro comedias que más propiamente debería llamar una dividida en cuatro, puesto que es uno solo el objeto, aunque los medies de conseguirlo sean distintos las ideé mientras daba mi paseo matinal de costumbre, y de vuelta en mi casa tracé inmediatamente el esquema, Al día siguiente, cavilando sobre el particular, quise probar si lograría hacer algo en otro género, ensayándome con una siquiera, e ideé dos más, la primera de las cuales debía ser un género nuevo también para Italia y distinto del de las cuatro precedentes, y la sexta, una comedia de costumbres actuales italiana, a fin de que no se dijera que no sabía describirlas. Mas como las costumbres cambian, el que quiera que sus comedias sobrevivan debe ridiculizar y corregir al hombre, pero no al hombre de Italia con preferencia al de Francia o, Persia, ni al de 1800 más que al del 1500 o del 2000, pues de lo contrario perece con esos hombres y esas costumbres la gracia de la comedia y el nombre de su autor. Así, con seis obras de esa clase he procurado dar tres géneros distintos de comedias. Las cuatro primeras se adaptan a todos los tiempos, lugares y costumbres; la quinta es fantástica, poética y hasta de amplios límites, y la sexta es del corte de las comedias modernas, de las que se pueden hacer docenas con sólo mojar la pluma en el cieno que diariamente se tiene ante la vista; pero la frivolidad de estas últimas es mucha; poco, a mi juicio, el deleite que proporcionan, y ninguna su utilidad. Mi siglo, pareo en inventos, ha querido tomar la tragedia de la comedia practicando el drama urbano, que viene a ser lo que pudiéramos llamar la epopeya de las ranas. Yo, que, por lo contrario, no me atengo más que a la verdad y a la realidad, he querido sacar -y creo que con mayor verosimilitud- la comedia de la tragedia, lo cual me parece más útil, divertido y verdadero, puesto que grandes y poderosos que nos hagan reír se encuentran a cada paso, y, en cambio, escasean los medianos, es decir, banqueros, abogados y otros por el estilo, y el coturno no se adapta bien a pies cubiertos de fango. Sea como fuere, yo lo he intentado; ahora estoy repasando esas comedias, Y ya veré si las debo dejar vivir o condenar al fuego.




ArribaAbajoCapítulo XXX

Extiendo, un año después de haberlas ideado, la prosa de las seis comedias, y al año siguiente las pongo en verso; ambos trabajos perjudican notablemente mi salud. Vuelvo a ver en Florencia al abate Caluso


Pasó también aquel interminable año 1800, cuya segunda mitad fue tan funesta y terrible para todos los hombres de bien; y como en los primeros meses del 801 los aliados no habían hecho más que disparates, se hubo de llegar a la llamada paz, que todavía dura, y tiene a toda Europa sobre las armas, esclava y llena de temor, incluso la misma Francia, pues a pesar de dictar sus leyes a todos los pueblos no tiene más ley que la dura e infame que le impone su cónsul vitalicio.

Pero, a fuerza de oír hablar demasiado de las calamidades públicas que sufría Italia, me hice poco menos que insensible a ellas, y sólo pensé en terminar mi larga y fecunda carrera literaria. En julio de ese mismo año quise probar mis últimas fuerzas con las seis comedias, y trabajando ahincadamente las extendí sin levantar cabeza, como había hecho cuando las ideé, dispuesto a no emplear en cada una más allá de cinco o seis días; pero fue tal el esfuerzo mental y la tensión nerviosa, que no pude acabar la quinta, y enfermé gravemente de congestión cerebral y acceso de gota al pecho, que me hizo esputar sangre. Tuve, pues, que suspender aquel trabajo. Afortunadamente, el mal, aunque grave, fue de corta duración; más larga fue la convalecencia, a causa de la debilidad, y hasta septiembre no estuve en disposición de terminar la quinta comedia y empezar a extender la sexta; pero en octubre las seis estaban acabadas y me vi al fin libre de aquella tremenda pesadilla.

A fines de año recibí de Turín una triste noticia: la del fallecimiento de mi único sobrino, de hermana de doble vínculo, el conde Cuminana, que a los tres días de enfermedad, y a los treinta años no cumplidos había muerto, sin dejar esposa ni hijos. Aunque yo apenas le había conocido, su muerte me afligió mucho, porque hacíame cargo del dolor de mi hermana -que había quedado viuda dos años antes-, y porque, justo es que lo confiese, dolíame que todos los bienes de que yo había hecho donación a mi hermana pasaran a manos extrañas. Los herederos naturales de ésta y de mi cuñado eran las tres hijas que quedaban del matrimonio, casadas, una, como he dicho, con el marqués Colli, de Alejandría; otra, con un Ferreri, de Génova, y la tercera, con el conde Callano, de Aosta. Podría y debería pasar por alto este alarde de vanidad, pero no se desarraiga fácilmente del corazón del que ha nacido de noble linaje el deseo de que se perpetúe su nombre o, al menos, el de la familia; y por más que yo creyese lo contrario, ese deseo estaba muy arraigado en mi pecho, mucho más de lo que yo hubiese querido; lo cual demuestra que para conocerse uno bien a sí mismo se necesita mucha experiencia y hallarse en determinadas circunstancias para poder decir con verdad lo que se siente y lo que uno es realmente. La muerte del heredero varón me indujo a buscar amigablemente con mi hermana los medios de asegurar la pensión que había de recibir del Piamonte, para el caso, poco probable, de que yo le sobreviviera, y no verme obligado a depender del capricho o la buena o mala voluntad de mis sobrinas y sus respectivos maridos, a quienes ni siquiera conocía de vista.

Entre tanto, el simulacro de paz que disfrutábamos había devuelto un tanto la tranquilidad a Italia, y habiendo sido anuladas las cédulas monetarias impuestas por el despotismo francés, lo mismo en Roma que en el Piamonte, volvió a circular el oro, y tanto mi señora como yo recibimos, ella de Roma y yo del Piamonte, lo suficiente para considerarnos a cubierto de apuros y libres de las desazones que nos ocasionaba el temor de quedar en la ruina, pues nuestros gastos superaban a los ingresos. Así, a fines del 1801 pudimos volver a comprar caballos, pero sólo cuatro, de ellos uno de silla para mí, pues desde que salimos de París no había tenido yo caballos ni más carruaje que uno, muy malo, de alquiler. Los años, las desgracias públicas y tantos ejemplos de peor suerte que la nuestra habíanme hecho moderado y discreto, y los cuatro caballos resultaban excesivos para mí, que pocos años antes no me hubiera contentado con diez o quince.

Por otra parte, hastiado y desengañado de las cosas del mundo, pareo en la comida, abstemio, vistiendo siempre de negro y no gastando más que en libras, me considero muy rico y tengo a mucho orgullo el morir la mitad más, pobre, por lo menos, de lo que nací. Por eso desdeñé los ofrecimientos que por conducto de mi hermana me hizo mi sobrino Colli de interesar a sus amigos de París, adonde iba a fijar su residencia -amigos que tuvo la poca vergüenza de nombrarme en la segunda carta que me dirigió-, para que me fuesen devueltos mis libros, mis muebles y todo lo que me había sido confiscado en Francia. De los ladrones no acepto nada, y de una risible tiranía, que concede por gracia lo que es de justicia, no quiero ni una cosa ni otra. Por eso no quise que dijesen a Colli ni una palabra de mi parte acerca de su ofrecimiento, y no contesté a su segunda carta, en la que no me acusaba recibo de la primera y única que le envié. Era muy natural que, siendo él general francés, ocultase que la había recibido. De la misma manera que yo, italiano puro y hombre libre, no debía contestar a su segunda ni aceptar nada de él, cualquiera que fuese, el medio de que se valiera para hacer llegar a mí sus ofrecimientos.

En cuanto llegó el verano de 1802 -como las cigarras, yo canto siempre en verano-, puse mano a la obra de versificar las seis comedias, y lo hice con el mismo ardor e igual afán con que las ideé y extendí. Y ese año experimenté también, pero, de distinta manera, los funestos efectos del excesivo trabajo, pues, como he dicho, estas tareas hacíalas en horas extraordinarias, para respetar el tiempo que venía dedicando por las mañanas a mis estudios del griego. Había versificado ya dos comedias y estaba a la mitad de la tercera, en plena canícula, cuando nuevamente la sangre fluyó hirviente a mi cabeza, y todo el cuerpo se me llenó de granos y diviesos, de los que sin duda me hubiera reído, si uno de éstos, el rey de todos ellos, no hubiera sentado sus reales en mi pie izquierdo, entre la cara externa de la canilla y el tendón, teniéndome postrado en cama más de quince días con dolores espasmódicos, y erisipela por añadidura, que fue el mayor sufrimiento que he experimentado en mi vida. No hubo otro remedio que dejar los versos para mejor ocasión y permanecer en el lecho. Y sufrí tanto más, cuanto que el querido Caluso, que desde hacía varios años nos venía repitiendo su promesa de hacernos una visita en Toscana, llegó al fin por aquellos días y no podía detenerse más allá de un mes, porque iba de paso para recoger a su hermano mayor, el cual, huyendo de la esclavitud del Turín celtizado, habíase refugiado en Pisa. Aquel mismo año habíase dado una ley, propia de la libertad francesa, obligando a todos los piamonteses a volver a su jaula, so pena de confiscación de sus bienes y expulsión perpetua de los felicísimos Estados de aquella increíble república. Llegó, pues, el queridísimo abate, y me encontró postrado en cama, lo mismo que cuando se separó de nosotros en Alsacia quince años antes -que ése era el tiempo que hacía que no nos habíamos vuelto a ver-, y su visita me llenó de alegría y de pena a la vez, porque no podía levantarme, ni moverme de la cama, ni ocuparme de nada. Le di, empero, a leer mis traducciones del griego, las Sátiras, el Terencio, Virgilio; en fin, todo lo que había hecho, excepto las comedias, que no he leído todavía a nadie ni las he mencionado siquiera, ni diré una palabra acerca de ellas hasta que las haya terminado. Mi amigo mostróse muy satisfecho de mis trabajos y de viva voz y por escrito me dio fraternales y luminosos consejos respecto a las traducciones del griego, enseñanzas que he tenido siempre muy presentes y que no olvidaré cuando me disponga a dar el último toque a esas obras. A los veintisiete días perdí tan gratísima compañía, y quedé sumido en tan profunda pena, que no sé si la habría soportado de haberme faltado el cariño y el consuelo de la mujer incomparable que me compensaba con creces, de todas las privaciones que sufría. En octubre me restablecí de aquellas dolencias, y reanudando en seguida la tarea de poner en verso las comedias, a primeros de diciembre las dejé terminadas, a falta únicamente de algún repaso y corrección.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

Mis intenciones acerca de esta segunda hornada de obras inéditas. Cansado, agotado, pongo fin a toda empresa; más apto para deshacer que para hacer, salgo espontáneamente de la Cuarta Época viril, y a la edad de cincuenta y cuatro años y medio me doy por viejo, después de veintiocho años casi consecutivos de inventar, versificar, traducir y estudiar, y envanecido puerilmente de haber vencido las dificultades del idioma griego, creo la orden de Homero y me nombro Caballero.


Heme aquí, si no me engaño, al final de esta larga y fastidiosa charla. Conveníame decir si he hecho bien o mal todo lo que he referido. La causa de la minuciosidad con que lo he contado no es, otra que el haber sido demasiado fecundo en el obrar. Ahora las dos últimas enfermedades que he padecido me advierten que ha llegado el momento de cesar de hablar, y hacer, y, por consiguiente, pongo punto final a la Época Cuarta, seguro de que no he de crear nada más, porque no podría hacerlo aun cuando lo quisiera. Mis propósitos son los de continuar puliendo y corrigiendo mis trabajos originales y las traducciones en los cinco años y meses que me faltan para cumplir los sesenta, si Dios quiere que llegue a esa edad. En este último caso, me propongo y ordeno a mí mismo no hacer otra cosa que proseguir -pues esto no podría dejarlo mientras viva- los estudios emprendidos. Y si por casualidad volviera a tocar mis obras, sería para deshacer o rehacer, en lo referente a la elegancia de estilo, no para añadir ni una palabra. Cumplidos los sesenta años, lo único que haré será traducir el áureo Tratado de la vejez, de Cicerón, obra adaptada a la edad, que dedicaré a mi inseparable compañera, con la que he compartido todos los bienes y males de esta vida durante más de veinticinco anos y los seguiré compartiendo.

En cuanto a dar a la estampa lo que tengo ya terminado y lo que terminaré antes de cumplir los sesenta años, me parece que no lo haré jamás, no sólo porque supone mucho trabajo, sino porque, hallándome en un país donde no existe verdadera libertad, tendrían que pasar mis obras por la censura gubernativa, y a esto no quiero someterme. Dejaré, pues, corregidos y limados lo mejor posible los originales de las obras que considero dignas de ser publicadas y quemaré las demás. Lo propio haré con el manuscrito de mi Vida: revisarlo y corregirlo, o quemarlo. Y para terminar alegremente estas serias frivolidades, y demostrar que he dado ya el primer paso de la Época Quinta volviéndome niño, referiré, para regocijo del lector, mi última debilidad en el presente año, 1803. Una vez terminado el trabajo de poner en verso las seis comedias y de darle los últimos toques, me he considerado como un verdadero personaje, cuyo nombre ha de pasar a la posteridad. El estudio tan asiduo e intenso del griego me permite, o al menos así me lo parece, interpretar a simple vista no sólo Píndaro y a los trágicos, sino también, y sobre todo, al divino Homero, tanto en la traducción literal latina como en la sensata traducción italiana, y me siento orgulloso de haber alcanzado esta victoria después de haber luchado con tesón desde los cuarenta y siete hasta los cincuenta y cuatro años de edad. Y como todo trabajo merece recompensa, he creído que debía concedérmela a mí mismo y que ésta recompensa debía significar honor y no lucro. En consecuencia, he inventado un collar, que lleva grabados los nombres de veintitrés poetas, antiguos y modernos, del cual pende un camafeo que en el anverso ostenta el retrato de Homero y en el reverso -¡ríe, lector!- un dístico mío griego. He enseñado al abate Caluso el dístico, para evitar barbarismos, solecismos y errores de prosodia, y su traducción italiana, para que vea si he atemperado en la lengua vulgar la excesiva impertinencia del griego, pues sabido es que el autor puede hablar con más desenfado de sí mismo en idiomas poco conocidos que en los vulgares. En cuanto al collar definitivo, lo haré construir pronto en oro y piedras preciosas. Luciré en el ojal el distintivo de esta Orden, que, la merezca o no, será, por lo menos, creación mía, y la posteridad imparcial, al negármela a mí, la concederá a quien sea más digno de ella que yo. ¡Hasta la vista, lector, supuesto que nos volvamos a ver cuando, a pesar de la chochez, hablaré con más cordura que en este último capítulo de mi agonizante virilidad.

Florencia, 14 de mayo de 1803.

VICTOR ALFIERI








ArribaCarta del abate Caluso

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sus ultimas líneas fueron escritas en 14 de mayo de 1803. Continuaré, a partir de esta fecha, la narración, repitiendo lo que usted, señora condesa, me ha contado por escrito, y que tiene tan presente, porque siempre tuvo atentos ojos, oídos, mente y corazón a todo lo que a él atañía.

Estaba, pues, en aquel tiempo el conde Alfieri dedicado a terminar sus comedias y, para alivio suyo y pasatiempo, pensando en el dibujo, lema y ejecución del collar que quería hacerse de caballero de Homero. Pero la podagra sobrevínole en la primavera, como solía sucederle con el cambio de estación, más molesta que nunca, porque, a causa de su asiduo estudio, le encontró casi exhausto de fuerzas y vigor que la rechazasen, fijándola en alguna parte externa. Para combatirla, o debilitarla al menos, discurrió que no había mejor medio que el de mermar su alimento, a pesar de que era ya asaz escaso el que tomaba, tanto más, cuanto que desde hacía algunos años digería penosamente. Creía que la falta de nutrición obligaría a la podagra a ceder y que el estómago vacío dejaríale la mente libre y despejada para consagrarse más ahincadamente a tan obstinada aplicación al estudio. En vano la señora condesa le reconvenía cariñosamente e instábale a que comiese más, pues cada día era más evidente la necesidad que tenía de mayor alimento; él, firme en su propósito, pasó aquel verano en excesiva abstinencia; y trabajando afanosamente en sus comedias, temeroso de que la muerte le sorprendiera antes de haberlas perfeccionado y sin dejar un solo día de dedicar algunas horas al estudio de otros libros para adquirir nuevos conocimientos. De esta suerte, destruyéndose poco a poco a sí mismo, redoblando sus esfuerzos a medida que más se debilitaba, y hastiado de todo lo que no fuera el estudio, única dulzura ya de su cansada y penosa vida, llegó al 3 de octubre. Este día se levantó más aliviado al parecer y de más alegre humor que en mucho tiempo atrás, y salió después de su acostumbrado trabajo matinal a dar un paseo en faetón. Mas al poco rato cogió un frío intensísimo, y para entrar en calor quiso andar a pie; pero se lo impidieron agudísimos dolores de vientre. Cuando regresó a su casa tenía una fiebre altísima, que remitió bastante al anochecer; y aunque al principio los vómitos le molestaron bastante, pasó la noche relativamente bien. El día siguiente se vistió y aun bajó al comedor; pero, no pudo probar bocado entonces ni después; en cambio, durmió la mayor parte del día, por lo cual pasó la noche desvelado, y molesto. La mañana del 5, después de afeitarse, quiso salir a dar un paseo, pero se lo impidió la lluvia, y por la tarde tomó con gusto el chocolate, como tenía por costumbre; pero al amanecer del día 5 acometiéronle fortísimos dolores de vientre. El médico ordenó que le pusieran sinapismos en los pies, y cuando empezaban a producir su efecto se los quitó el propio conde, temiendo que se le llagasen las piernas y le impidiesen andar durante unos días. En la tarde del día siguiente parecía que estaba mejor y no quiso acostarse, porque había cobrado horror a la cama. La mañana del 7, el médico de cabecera pidió consulta, y su colega prescribió pediluvios y vejigatorios en las piernas, a lo cual se opuso resueltamente el enfermo, para no verse privado de andar. Le suministraron opio, que calmó sus dolores y le permitió pasar una noche bastante tranquila. Pero tampoco se acostó, y el sosiego que le proporcionó el opio no le libró de la agitación que le ocasionaban las imágenes de los recuerdos y de las cosas que más vivamente le impresionaban en las velas involuntarias y la atormentaban en sueños. Así es que hablaba sin cesar de los trabajos y estudios realizados durante treinta años, y, cosa sorprendente en verdad, repetía sin equivocarse buen número de versos griegos del principio de Hesíodo, que sólo había leído una vez. Así lo decía él a usted, señora condesa, que estaba sentada a su lado. No creo que la pasase por la mente que estaba tan próxima la muerte, que desde mucho tiempo atrás le acechaba y él esperaba. Sea como fuere, lo cierto es que nada dijo a usted, a pesar de haber permanecido junto a él hasta las seis de la mañana, hora en que, contra el parecer de los médicos, tomó aceite y magnesia, lo cual tuvo que perjudicarle muchísimo, embarazándole los intestinos, puesto que, hacia las ocho, sintiéndose morir, mandó llamar a la señora condesa. Le encontró usted presa de mortal angustia y pudiendo respirar a duras penas. El enfermo se levantó del sillón, acercóse a la cama y aun llegó a acostarse; pero en seguida se le anubló la vista, estremecióse y expiró. No se olvidaron los auxilios y deberes de la religión; pero como nadie creía en un desenlace tan rápido, el sacerdote, que fue llamado apresuradamente, no pudo llegar a tiempo. No por esto se ha de suponer que el conde no estaba preparado para el supremo tránsito, pues teníalo siempre tan presente, que hablaba de él con muchísima frecuencia. Así, en la mañana del sábado 8 de octubre de 1803 murió el hombre insigne, cuando se hallaba a la mitad del quincuagésimo quinto año de su edad.

Fue enterrado donde yacen tantos hombres ilustres, en la iglesia de Santa Cruz, junto al altar del Espíritu Santo, bajo una sencilla losa sepulcral, donde descansarán sus restos hasta que esté terminado el mausoleo que la señora condesa de Albany ha mandado levantar cerca del sepulcro de Miguel Ángel. El señor Canova ha puesto ya mano a la obra, que será, indudablemente, digna de tan gran escultor39.

TOMAS VALPERGA CALUSO.

Florencia, 21 de julio de 1804.