Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo Una ciudad de América

Alberto Prebisch


Si nos apartamos de la opinión más o menos interesada o deliberadamente amable del extranjero, si cerramos nuestro espíritu a cualquier insinuación de nuestro muy loable optimismo patriótico, nos veremos forzados a reconocer la verdad dolorosa de esta afirmación: vivimos en la ciudad más fea del mundo.

  —217→  

Por poco que hayamos ejercitado la vista y la inteligencia ante el espectáculo de las grandes capitales, la categoría urbana de Buenos Aires resulta irremediablemente empequeñecida por la comparación. Acaso el método comparativo no sea el más conveniente para esta suerte de valoraciones; pero, no habrá otro más eficaz y razonable si comparamos a Buenos Aires consigo mismo.

Tal como ocurre en las personas, cada ciudad posee su tipo especial, sus características propias e intransferibles, sus propias posibilidades de perfección que, en cada caso, suponen un proceso de evolución distinto. No es muy difícil comprobar que aun de esas virtudes carece Buenos Aires, pues el carácter de nuestra gran ciudad consiste, precisamente, en su falta de carácter.

Me refiero, claro está, al Buenos Aires de estos días, al Buenos Aires fachendoso y engreído, no al del siglo pasado que aún subsiste en algunos barrios, cada vez menos visible. Es indudable que ha traicionado su destino, no obstante haberle sido éste inconfundiblemente anticipado por el conquistador en el riguroso plano del damero inicial. Y hoy se presenta contradictoria hasta el absurdo la coexistencia de la primaria geometría de sus calles con el enrevesado estilo de sus construcciones, de aquel trazado ingenuo con esta edificación presuntuosa.

Esa desavenencia denuncia en forma categórica la incapacidad de perfección de Buenos Aires: el exceso de vida material no le permite evolucionar en el sentido impuesto por sus fundadores. Y, a menos que se la rehaga, tampoco podrá desarrollarse en el sentido de una gran ciudad moderna, por impedírselo la irremediable característica de su planta urbana.

Hubo, sin embargo, un momento en que Buenos Aires tenía un carácter definido, es decir, una apariencia física perfectamente   —218→   acordada con su realidad espiritual. Sus características de entonces no eran, como hoy, negativas; correspondían afirmativamente a su destino.

Hasta fines del siglo pasado, la superstición progresista que hoy padece Buenos Aires no había turbado la felicidad de sus calles ni afeado el espíritu de sus habitantes. Era, en todo sentido, lo que hoy sólo podremos asegurar que es si damos crédito a la geografía: una ciudad de América. Una ciudad humilde, sin diagonales, subterráneos ni pretensiones; pero con la belleza de las cosas que son exactamente lo que parecen. Hospitalaria al visitante y amable a sus porteños, era una cosa real, definida y viviente, motivo de cariños y poesía. El avance inmigratorio no había alterado aún la ordenación jerárquica de su sociedad ni la fisonomía moral de su pueblo.

La arquitectura bonaerense del siglo pasado se ajustaba directamente a las condiciones de la vida familiar, y reproducía en el orden estético la idiosincrasia de sus moradores. Aquélla era, todavía, arquitectura de hombres y no de arquitectos; es decir, que su estilo provenía del cumplimiento natural de necesidades bien concretas. Como en toda ciudad organizada, había en Buenos Aires un tipo común de habitación cuya frecuencia daba a la ciudad el aspecto unitario de que hoy carece. El buen gusto y la urbanidad presidían las relaciones de una casa con sus vecinas.

A principios del siglo pasado, ese standard arquitectónico respondía a las tradiciones de la colonia: muros blancos y lisos, fachadas vivientes merced al juego eficaz de las ventanas, siempre dispuestas con intuitivo acierto y gracia. La distribución interna de la casa, con sus patios sucesivos y sus amplias galerías a la manera pompeyana, obedecía lógicamente a las imposiciones   —219→   del clima y las costumbres. La disposición mezquina, comercial, de los modernos departamentos no está, sin duda, más próxima a nuestras necesidades que aquella ingenua y primitiva enfilada de grandes piezas.

En la segunda mitad del siglo pasado, el alarife local es sustituido por el práctico italiano, hombre generalmente iletrado y humilde, pero de natural buen gusto, no pervertido aún por las degeneraciones de la moda clasicista. El standard colonial es entonces modificado por la aplicación, reducida, de los grandes órdenes clásicos; de donde resulta un nuevo tipo de habitación. Esas casas lucían columnas adosadas, arcos de medio punto, anchas cornisas y, por sobre éstas, la gracia alegre de unas balaustradas hechas de ladrillo y cielo. Mostraban frentes amplios pintados al aceite, y a ellas daba acceso un zaguán adornado con mosaicos de colores sombríos. Verdaderos living-rooms durante la época estival, los patios eran espaciosos. El agua fresca del aljibe y la sombra cordial del emparrado resumían la sencilla felicidad de aquella gente.

Aun los mismos edificios públicos respondían al buen sentido popular. Así tenía Buenos Aires una arquitectura propia, determinada por la influencia del gusto italiano sobre el estilo colonial. El todo era armonioso -la metáfora surge fácilmente- como una partitura en la que cada instrumento contribuye al equilibrio del conjunto. Una disciplina colectiva, espontáneamente impuesta por leyes de elemental humanidad, hacía que ningún vecino rico pretendiera exhibir su condición privilegiada con arbitrariedades estilísticas de su propio magín.

Eso es lo que hoy ocurre en Buenos Aires. El rumboso capricho personal del parvenu ha extendido a lo largo de nuestras   —220→   calles las más absurdas variedades de disparate arquitectónico. Para este caos -que no tiene la grandeza ni el interés del neoyorquino- queda una sola posibilidad de orden: un terremoto diligente y circunspecto que pulverice con sumas precauciones la chuchería de los frontispicios. Y aun cuando la intemperie y los aprietos no ahorraran disgustos a la población, sería saludable una fuerte lección de humildad a esta ciudad enferma de amor propio.

A la espera de ese castigo providencial, es conveniente que los arquitectos de Buenos Aires se instruyan con amor en el antiguo arte de construir casas humanas.