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ArribaAbajo La vida de los escritores rusos

(Meros apuntes a raíz de un viaje por la república de los Soviets)


Elías Castelnuovo


Todo ha cambiado fundamentalmente en Rusia después de la revolución. Y la vida de los escritores tuvo forzosamente que cambiar. Hubo un tiempo en que se persiguió a los intelectuales. Se los redujo a la miseria y a la prisión. Algunos tuvieron que ir a lavar ropa. Otros a despachar azúcar o sardinas en los almacenes del estado. Seguramente que esto se hacía con los intelectuales del régimen depuesto. No con los de la revolución.

Pero ahora ese tiempo pasó. Hoy, los intelectuales en general y en particular los escritores, viven perfectamente bien. Casi tan bien como los obreros, que son los que gozan allí de mayores derechos y de más positiva reputación.

La vida económica del escritor está ahora prácticamente resuelta. Como lo está asimismo la vida de todos los distintos trabajadores manuales e intelectuales que laboran dentro de las fronteras del soviet. La carrera de un escritor, entonces, resulta relativamente fácil. Porque no bien una persona, sea mujer o varón, revela tener condiciones literarias y presenta alguna prueba de mérito -novela, drama, poesía-, ya tiene el pan asegurado y su vocación definida.

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Entre nosotros, un escritor, bueno o malo, puede publicar un libro y otro libro y seguir siendo, no obstante, no ya un desheredado de la fortuna, sino del más elemental salario. Horacio Quiroga que es, sin disputa, uno de nuestros mejores cuentistas, una vez sacó la cuenta de lo que había ganado en veinte años de labor intensa, sumando toda su producción, y le salió un sueldo de 20 pesos por mes... Si yo sacara la cuenta de la mía, posiblemente no llegaría, con premios y todo, a siete...

En Rusia no ocurre esto. Un escritor, cualquier escritor, (hay allí peores que los nuestros), a quien una editorial del Estado le publique un libro, cosa natural y fácil, tan fácil y natural como acá, ya puede ingresar al sindicato de escritores y consagrarse como un proletario de la pluma. Desde entonces en adelante no tendrá más lucha que la lucha que pueda sostener consigo mismo o con su ideal literario. De golpe, el Estado le allana el renglón de su economía. Le saca un clavo de la cabeza. Del centenar de escritores que vi o visité no encontré a ninguno que tuviese preocupaciones de orden financiero.

La producción literaria se cotiza con esplendidez. Se me dijo que ya en los tiempos del zarismo había esa costumbre, que ahora el nuevo régimen mejoró. Hay una tarifa uniforme. Se paga más bien la fuerza del trabajo que la calidad. El tiempo que un hombre emplea en realizar una obra, independientemente de sus condiciones intelectivas o de su inspiración. El libro se cotiza por pliego de 32 páginas. El escritor recibe 400 rublos por cada pliego o sea 800 pesos argentinos. De manera, que un libro de 128 páginas, que es la dimensión mínima, le rinde al autor la suma de 1600 rublos, lo suficiente como para vivir holgadamente un año. Si se añade a esto que se le permite a un libro llegar a la tercer edición y que no hay libro que no la alcance, tenemos en menos de cuatro meses triplicada automáticamente la suma de su salario. La colaboración en diarios y revistas se paga mejor aún. La tarifa mínima es de cien rublos por artículo. Si se trata de un estudio la cotización se verifica a razón de cincuenta rublos por página.

Es así que un dramaturgo o novelista, con escribir tan sólo una   —196→   obra por año, puede desenvolverse espléndidamente y dedicarse exclusivamente a su arte y a su tarea sin verse forzado a desperdigar sus energías psíquicas en otras obligaciones.

Difícilmente un escritor no se dedica a otra cosa que no sea la literatura, que es su especialización. El más insignificante lo puede hacer, porque como digo, la organización soviética se lo permite. Otro tanto ocurre con los pintores y con los actores, aunque ellos trabajan a sueldo de la nación. El escritor, en cambio, es un trabajador independiente. No debe cumplir más consigna que la que le dicta su conciencia, partiendo de la base, claro está, del respeto del sistema. No es posible suponer que uno se descuelgue con una novela contra el soviet y que el soviet se la vaya a publicar y a pagar encima. Las limitaciones, no obstante, son contrarias a las limitaciones que existen fuera de la república. Pues mientras en el otro mundo, se pone en el índice a un escritor revolucionario, allí se pone al que no lo es.

Es conveniente saber, empero, que la orientación de la literatura no es impuesta por la dictadura del proletariado, sino por los mismos escritores que realizan congresos con este solo fin, interesados como todos por la marcha de la reconstrucción socialista del territorio.

A Vladimiro Maiakovsky no le pidió nadie que escribiese su célebre canto al plan quinquenal, ni a Feder Gladkov que escribiese El Cemento, o sea, la novela de la reconstrucción. Si bien abunda el tipo de escritor comunista, doctor en marxismo, no es obligatorio que un escritor sea comunista para publicar. Basta que sea, lo que en Rusia se llama, «una persona honesta».

En las dos grandes ciudades, Moscú y Leningrado, los escritores disponen de una casa común. Una está terminada. La otra, en construcción. En esta casa pueden vivir todos, aunque no es obligatorio hacerlo. También dispone el gremio de un comedor colectivo como dispone por otra parte allí toda agrupación gremial o sindicato. Difícilmente se cocina en casa. Se lo reputa, además, una costumbre burguesa y se lo considera una falta de solidaridad.

Siempre que visité a un escritor que no acudía al comedor común, me dio infinidad de disculpas (sufría del estómago, tenía una úlcera,   —197→   le repugnaba la manteca) para explicarme por qué comía en su casa. En el comedor de Moscú o de Leningrado se puede ver en una hora a más escritores juntos que aquí en dos o tres años.

Visten modestamente como viste allí todo el mundo. Ninguno se señala por su elegancia. A excepción de aquellos que han estado en Francia o en el extranjero, como Lavreñov o Sloninsky, ninguno se distingue, por su indumentaria de cualquier obrero. Algunos, rebasan toda medida y van con un overol o en zapatillas. Parecen mujiks. Más de uno me recibió en mangas de camisa, con una barba de nueve días, el pantalón ceñido con una cuerda y la cabeza afeitada. Se estila mucho esto de raparse el cráneo con una navaja. Se lleva una vida tan agitada, tan febril, que se opta generalmente o por dejar crecer la melena hasta el cuello o por arrancarla de cuajo. A veces, era una bola de billar la que entraba en el comedor de los escritores, adonde acudí algún tiempo; a veces, en cambio, era una melena de carnero que metía miedo.

Serafimovich o Gorki, por el traje, más que dos notabilidades, parecen dos reos.

Nadie ocupa más de dos piezas. Es el máximo de «extensión territorial» que la constitución le concede a cualquiera. El mismo Stalin no ocupa más lugar. El profesor Jorge F. Nicolai que iba conmigo, no se arregló con la Universidad de Moscú para dictar un curso de fisiología porque reclamó tres habitaciones.

Dado que allí se vive más en la calle, en el club, en la biblioteca, en la asamblea y dado que en todas partes, hasta en los cuarteles, hay una sala para leer y otra para escribir, la casa también ha cambiado de sentido. Sólo se va a ella para dormir en la mayoría de los casos. Dejó de ser el nido individual para ser un agujero de tránsito. El escritor, asimismo, cambia incesantemente de domicilio, según el trabajo que haga. Así, por ejemplo, si se propone describir una fábrica o una represa o un astillero, cosa muy frecuente en la nueva literatura, se traslada allá y allá vive. Los pintores llevan una existencia más trashumante aún. De Odessa se los manda a menudo a los pozos de Bakú y de Bakú a Samarkand o a Siberia. Se los moviliza, artísticamente,   —198→   como a los soldados y se los obliga a realizar sus exposiciones en los pasillos de las fábricas.

Cuando yo llegué era época de «canícula» y se encontraban muchos escritores veraneando en las antiguas residencias de la nobleza, puestas ahora al servicio de los trabajadores.

En vez de irse en tren, como nosotros, ellos se echan una mochila al hombro y se hacen el recorrido a pie, de Moscú a Leningrado, hasta la Georgia. A los escritores rusos les agrada mucho recoger las impresiones directamente y estar constantemente en contacto con los hombres y con la naturaleza. Hay muchos, como Gladkov o Serafimovich, que trabajan voluntariamente en una fábrica o en una chacra y simultáneamente escriben sus obras.

El trabajo manual ha sido tan exaltado y dignificado en Rusia, que nadie se siente desmerecido por trabajar con los brazos.