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"Surgir en un día". La búsqueda de un lugar en el mundo y las ambigüedades en un desenlace victorioso

Tulio Halperín Donghi



Lanzado repentinamente a la vida pública, en medio de una sociedad que me ha visto surgir en un día, sin saber de dónde vengo, quién soy, y cuáles son mi carácter y mis antecedentes...1







Cuando ha avanzado ya más de la mitad del camino de Recuerdos de Provincia Sarmiento cree posible por fin dar por cerrada la narración de la «historia colonial» de su estirpe para adentrarse en el examen de su esfuerzo por darle una continuación digna de ella aclimatando su legado enaltecedor en la intemperie a la vez inhóspita y prometedora de un orden republicano que no se decide a perfilarse.

Pero ocurre que la narración de su propia vida, que debía constituir el segundo tramo de un argumento destinado a presentarlo como el protagonista necesario de una regeneración nacional tan ligada al pasado como abierta al futuro, se resiste obstinadamente a prolongar las líneas sobre las cuales han avanzado esos desmesurados prolegómenos.

Es que, al volverse a su propia trayectoria, van a ser otros los temas y problemas que se impondrán a la atención de Sarmiento en su esfuerzo por entenderla. Y también por justificarla; pese a que cuando escribe Recuerdos de Provincia tiene ya motivos sobrados para estar satisfecho del punto al que ella lo ha conducido, y se presenta al final del libro como un hombre que, tras de «vencer las dificultades» de una carrera iniciada en situación casi desesperada, ha podido finalmente «tomar estado después de haber recorrido la tierra, y llegado con el estudio, la discusión de las ideas, el espectáculo de los acontecimientos, los viajes, el contacto con hombres eminentes, y sus relaciones con los jefes de la política de Chile, a completar aquella educación para la vida pública que principiaba en 1837 entre las prisiones y los calabozos»2 -en ese balance retrospectivo la ufanía oculta mal un inesperado subtono defensivo.

Esa ambivalencia no resuelta no se debe tan sólo a que la pretensión -laboriosamente preparada por la larga presentación de sus antepasados- de hacer de ella la reconquista de un patrimonio sobre el cual Sarmiento reivindica derechos hereditarios, de convertirse en suma en el continuador en un mundo nuevo de la élite colonial en la que brillaron tantos ascendientes ilustres, no es totalmente convincente. Sin duda en la evocación de la primera y humilde etapa de su propia trayectoria esa interpretación no logró obliterar del todo elementos que invitaban a reconocer en ella más bien un eco de las aspiraciones al ascenso social que la revolución estaba inspirando entre quienes eran ajenos a esa élite; también en la de las siguientes se verán aflorar disonancias análogas. Pero, como gradualmente comenzará a advertirse, las ambivalencias de Sarmiento reflejan algo más que sus dudas sobre las fuentes reales de esa «aspiración a no sé qué de elevado y noble» que tensaba su vida: invisten aun la validez y la índole del éxito que se jacta de haber alcanzado en ella.

Esas ambivalencias no afloran todavía en la evocación de la etapa que Sarmiento ubica bajo la égida de la naciente revolución emancipadora, ya que atribuye el celo con que, «balbuciente aún, empezaron a familiarizar mis ojos y mi lengua con el abecedario», a la «prisa con que los colonos, que se sentían ciudadanos, acudían a educar a sus hijos», y es sabido que la continuidad entre esas aspiraciones revolucionarias y lo más valioso del legado colonial es uno de los postulados centrales de Recuerdos de Provincia. Ellas inspiran en 1816 la creación de la Escuela de la Patria, en que iba a comenzar y también concluir su educación formal. Allí -nos cuenta- bajo el magisterio de «dos sujetos dignos por su instrucción y moralidad de ser maestros en Prusia [...] yo pasé [...] a confundirme en la masa de cuatrocientos niños de todas edades y condiciones, que acudían presurosos a recibir la única instrucción sólida que se ha dado entre nosotros en escuelas primarias», en un contexto transformado por el culto revolucionario de la igualdad, «sentimiento [...] desenvuelto en nuestros corazones por el tratamiento de señor que estábamos obligados a darnos unos a otros los alumnos, cualquiera que fuese la condición o la raza de cada uno».3

En ese contexto igualitario la superioridad que Sarmiento debe a lo que llama «sus talentos» (en primer lugar entre ellos su precoz facilidad para la lectura) va a ser bien pronto reconocida:

Siendo alumno de la escuela de lectura, construyóse en uno de sus extremos un asiento elevado como un solio, a que se subía por gradas, y fui yo elevado a él con nombre de primer ciudadano. Si el asiento se construyó para mí dirálo don Ignacio Rodríguez [uno de los maestros] que aún está vivo.4



Pero no le iba a ser fácil avanzar sobre las líneas trazadas por este comienzo tan auspicioso. Luego de nueve años de concurrir a la escuela «sin haber faltado un solo día bajo pretexto ninguno, que mi madre estaba ahí para cuidar con inapelable severidad que cumpliese mi deber de asistencia», se fatigó de aprender una y otra vez «la gramática, la aritmética, el álgebra». Como confiesa Sarmiento,

mi moralidad de escolar debió resentirse en esta eterna vida de escuela, por lo que recuerdo que había caído al último en el disfavor de los maestros. Estaba establecido el sistema seguido en Escocia de ganar asientos [...] Últimamente obtuve carta blanca para ascender siempre en todos los cursos, y por lo menos dos veces al día llegaba al primer asiento; pero la plana era abominablemente mala, tenía notas de policía, había llegado tarde, me escabullía sin licencia, y otras diabluras con que me desquitaba el aburrimiento, y me quitaban el primer lugar, y el medio de plata blanca que valía conservarlo todo un día entero, lo que me sucedió pocas veces.5



Comienza a desenvolverse aquí un motivo que volveremos a escuchar una vez y otra pero nunca llegará a hacerse dominante: tras de las ambivalencias que en Recuerdos alcanzan a columbrarse en la relación entre Sarmiento y la élite colonial o entre Sarmiento y su padre, tras de las que arrastra aun la efusiva identificación con su madre, se ocultan otras frente a sus propios esfuerzos por realizar esa «aspiración a no sé qué de elevado y noble», que retrospectivamente no le parecen quizá ni tan tenaces ni tan deliberados como hubiese sido necesario.

No es que vuelva a oírse en el balance de su carrera la nota claramente defensiva que resuena en la evolución de la última etapa de su frecuentación de la Escuela de la Patria. Pero el relato quizá deliberadamente fragmentario e impreciso de las que siguen parece esforzarse por eludir la conclusión de que, si una vez cerrada esa demasiado larga iniciación, aquella carrera siguió avanzando a la deriva, ello no se debe tan sólo, como busca persuadirnos y persuadirse, a las obstinadas injusticias de la suerte.

Sin duda, las dificultades que Sarmiento afronta no son inventadas, pero no es fácil medir la intensidad que ellas alcanzaron en una etapa conocida sobre todo a través del testimonio de Recuerdos. Así, ya en 1821, cuando contaba sólo diez años, su padre decidió hacerlo ingresar en el seminario de Loreto, en Córdoba; ello dio ocasión para la única visita de Sarmiento a la metrópoli del interior, pero ésta fue breve: «hube de volverme sin entrar»; en Mi Defensa había achacado este contratiempo a «enfermedades que me atacaron»;6 en Recuerdos esta justificación sugestivamente lacónica es reemplazada por una más genérica apelación a «la fatalidad».7 En 1823 debe fecharse otro episodio que para Sarmiento revela aun mejor el peso incontrastable de esa fatalidad: en ese año el gobierno de la provincia de Buenos Aires ofrece a la de San Juan seis becas para el recién creado Colegio de Ciencias Morales, antesala de la universidad:

pedíase que fuesen de familia decente, aunque pobres, y don Ignacio Rodríguez fue a casa a dar a mi padre la fausta noticia de ser mi nombre el que encabezaba la lista [...] Empero se despertó la codicia de los ricos, hubo empeños, todos los ciudadanos se hallaban en el caso de la donación, y hubo de formarse una lista de todos los candidatos; echóse a la suerte la elección, y como la fortuna no era el patrono de mi familia, no me tocó ser uno de los seis agraciados. ¡Qué día de tristeza para mis padres aquél en que nos dieron la fatal noticia del escrutinio! Mi madre lloraba en silencio, mi padre tenía la cabeza sepultada entre sus manos.8



Un año después, a los trece de edad, vemos a Sarmiento buscar a tientas modos de sobresalir alternativos al que parece haber quedado cerrado para él. Utilizando de modo menos novedosos las mismas dotes que habían hecho de él el primer ciudadano de la escuela de la Patria, los domingos por la mañana comienza a ofrecer un simulacro de misa en la capilla privada del «jorobado Rodríguez». El espectáculo provoca «grande edificación de los devotos» y a él acuden aun «los frailes del convento de Santo Domingo». Ese público era atraído por la maestría con que el precoz oficiante «parodiaba a su tío el cura que cantaba muy bien, y de quien, siendo él monaguillo, atisbaba todo el mecanismo de la misa».9 Pero, puesto que para entonces había abandonado el seminario cordobés, no parecía ya posible hacer de esa precoz celebridad el punto de partida de una exitosa carrera eclesiástica.

En las tardes dominicales, quien por la mañana se había ofrecido en edificante espectáculo se trocaba en igualmente espectacular caudillo de una banda de fieles admiradores cuya edad oscilaba entre los once y los veinte años, reclutados entre las clases subalternas y aun marginales («un mulato regordete» que «había en casa de los Rojos», «inquieto y atrevido, capaz de una fechoría»; otro «del mismo pelaje, de Cabrera, [...] diminuto, taimado», «un peón chileno de veinte o más años, un poco imbécil»,10 y otros más hasta llegar a siete).

Al frente de ese diminuto ejército obtiene una victoria que es fruto de la sorpresa. El desquite convoca a los «cardúmenes de muchachos» que pululan en los barrios de Colonia y Valdivia; organizados en una tropa de quinientos combatientes, éstos reducen a duras penas a Sarmiento y sus siete seguidores, hechos fuertes en un puente de las afueras: esa gloriosa derrota pone brusco fin a esta apenas esbozada carrera de caudillo. A los catorce años de edad Sarmiento ha pues explorado y descartado (acaso sin advertirlo) las versiones cimarronas del rojo y el negro que permanecen abiertas en esa era de guerras civiles.

Un año más, y otro golpe del destino le ofrecerá un bienvenido diversivo para una situación en la que todos los caminos hacia el futuro parecen cerrársele (a falta de alternativa mejor, acaba de ocuparse como ayudante de un agrimensor francés doblado de arquitecto, para comenzar así -nos asegura- el aprendizaje de la ingeniería). En 1825 su tío José de Oro participa en una revolución que derroca al gobernador Del Carril, invocando el carácter sacrílego de las iniciativas secularizadoras incluidas en la Carta de Mayo que ha promulgado para la provincia; Del Carril es restaurado poco después por las fuerzas de los Aldao, caudillos de la vecina Mendoza, y Oro debe partir al destierro en un rústico rincón de la provincia de San Luis; «yo quise seguirlo -nos dice Sarmiento- y mi madre por gratitud lo aprobaba»11. Se abre así un intermedio pastoral, que da ocasión a algunas de las páginas más eficaces de Recuerdos de Provincia. En San Francisco del Monte, donde transcurre su venturoso destierro, no se repite el contraste que en su nativo San Juan opone a la sonriente huerta creada por siglos de acción humana una naturaleza inhóspita y árida: aquí pierden su ponzoña aun los rasgos que en el contexto sanjuanino le aparecían hostiles; cuando «por las tardes, a la hora de traer leña por los vecinos bosques», Sarmiento se internaba en «las soledades prestando el oído a los ecos de la selva», no sólo el ruido de las palmas o el canto de las aves, sino aun el chirrido de las víboras se integraba para él en la acordada melodía de ese mundo sin sombras. Junto con la naturaleza, también los hombres presentaban a los desterrados un rostro más amistoso que en el rincón nativo; en las cabañas perdidas en ese amable desierto lo esperaban paisanos dispuestos a recibirlo con «mil atenciones».12

En los dos años pasados en ese rincón de mágica concordia, sedimenta en Sarmiento la visión nostálgica de un mundo incontaminado por las impurezas de la historia, que en una página célebre de Facundo se volcará en una imagen estilizada sobre el modelo de las reconstrucciones de la vida arcaica armadas a partir del relato bíblico.13 Pero no es sólo esa visión idílica la que le hace atractivo el recuerdo de la etapa de su adolescencia transcurrida en San Luis, en la compañía de don José de Oro; ni tampoco solamente que en esas soledades en que «las pláticas y lecciones» de su maestro se constituyeron en su ligazón única con «la cultura del espíritu», su personalidad alcanzó su perfil definitivo. Por lo menos igualmente importante es que en su destierro ha encontrado por primera vez modo de sobresalir gracias a sus dotes y saberes.

En ese mundo incontaminado, en efecto, las «buenas gentes» tributan aun la deferencia debida a superioridades que en la Argentina trabajada por la crisis de emancipación suelen provocar una rencorosa hostilidad. Las «mil atenciones» que Sarmiento recibe, los quesos y huevos de avestruz que le tributan los paisanos encontrados en sus vagabundeos a la hora del crepúsculo, son homenajes al sobrino del cura, pero más aún al «maestro de la escuelita del lugar», y Sarmiento evoca con intensa complacencia su desempeño como tal.

Al hacerlo no deja de subrayar cómo a esa posición había debido un poder y un prestigio que parecían desafiar el orden natural:

Fundamos una escuela, a que asistían dos niñitos Camargos, de edad de veintidós y veintitrés años, y a otro discípulo fue preciso sacarlo de la escuela, porque se había obstinado en casarse con una muchacha lindísima y blanca, a quien yo enseñaba el deletreo. El maestro era yo, el menor de todos, pues tenía quince años; pero hacía dos por lo menos que era hombre por la formación del carácter, y ¡ay de aquél que hubiese osado salirse de los términos de discípulo a maestro a pretexto de que tenía unos puños como perro de presa!14



He aquí a Sarmiento, casi niño, derivando de su modesto dominio del alfabeto la autoridad necesaria, para imponerse a hombres hechos, y participar en la decisión que aleja a uno de éstos de una muchacha al parecer demasiado blanca para él. Se entiende por qué, cuando «una mañana aparecióse uno de sus deudos que venía a llevarte a San Juan, para mandarte de cuenta del gobierno a educar a Buenos Aires», ante la autorización de su tío a «optar libremente», repuso con «la carta más indignada y más llena de sentimiento que haya salido de la pluma de un niño de quince años». Aunque poco después vino a llevarlo su padre «y entonces no había qué replicar»,15 la demora iba a tener consecuencias fatales: el gobierno provincial que ofrecía costear sus estudios fue derrocado por las fuerzas invasoras de Facundo Quiroga. Una vez más, lo que el relato dice y más aun lo que calla sugiere que Sarmiento no está seguro de no haber colaborado con esa fatalidad que le cerraba una vez más las vías de acceso aun abiertas a las filas de la élite intelectual.

De todos modos la intervención paterna lo ha expulsado del paraíso que había sido para él San Francisco del Monte, definitivamente perdido puesto que su tío retorna también de su destierro al ser devuelta su facción al poder en San Juan gracias al triunfo de Quiroga. Al tomar empleo en el negocio de otra pariente, Ángela Salcedo, «tímido dependiente de comercio en una tienda, yo que había sido educado por el presbítero Oro en la soledad que tanto desenvuelve la imaginación, soñando congresos, guerra, gloria, libertad, la república en fin», Sarmiento parece resignarse a abandonar la búsqueda del lugar en la sociedad que está seguro que es suyo en derecho.

Estuve triste muchos días, y como Franklin, a quien sus padres dedicaban a jabonero, él que debía robar al cielo los rayos y a los tiranos el cetro, toméle desde luego ojeriza al camino que sólo conduce a la fortuna.16



Será en efecto la lectura de la autobiografía de Franklin la que le revele una alternativa no sólo a ese cursus honorum todavía cercano al de los letrados coloniales, que la fatalidad -ayudada por el celo sólo intermitente que Sarmiento ponía para afrontarla- le había cerrado, sino también a esas vertiginosas carreras político-militares que la revolución había abierto para tantos hombres de una generación anterior, y que eran ahora irrepetibles. Franklin, el «joven que sin otro apoyo que su razón, pobre y destituido, trabaja con sus manos para vivir, estudia bajo su propia dirección, se da cuenta de sus acciones para ser más perfecto» ofrece por fin un ejemplo pertinente a ese otro joven «pobrísimo como él, estudioso como él». «Dándome maña y siguiendo sus huellas -concluye Sarmiento- podía un día llegar a formarme como él, ser doctor ad honorem como él, y hacerme un lugar en las letras y en la política americana».17

Lo que la vida de Franklin le ofrece es entonces la revelación de que su «aspiración a no sé qué de elevado y noble» no necesitaba canalizarse a través de los cauces heredados del pasado, o de los más azarosos excavados por la crisis revolucionaria: en una sociedad menos rígidamente perfilada que las neohispanas, Franklin había venido inventando su propio rumbo al avanzar sobre él, y sólo retrospectivamente puede descubrirse que cada una de sus etapas había marcado un progreso hacia el desenlace apoteótico que lo constituiría en el «Santo del pueblo».

Sarmiento necesita de la promesa inscripta en ese ejemplo para atravesar sin perder esperanzas años de esterilidad y penuria; en la evocación que de ellos ofrece Recuerdos está muy viva la conciencia de que su vida sigue a la vez dos cursos distintos: superficialmente es la de un muchacho que, por razones que retrospectivamente le parecen fútiles, abandonó las filas de la facción favorecida por sus valedores para unir su suerte al partido que iba a ser derrotado en las guerras civiles, y verse arrojado a un penurioso exilio en el cual, tras de llevar a la ruina el bodegón que abrió con su padre en un poblacho chileno con fondos adelantados por parientes menos infortunados, terminó como apire y capataz en una mina explotada por entonces con no mejor fortuna por un también exilado jefe militar argentino en el Norte Chico de Chile. Pero en medio de esa experiencia desazonante sigue confiando, en que ella secretamente prepara el desenlace que hará de él una figura pública y no le faltan reconocimientos que le anticipan algo de ese prometido triunfo.18

Pero si el recuerdo de Franklin le ayuda a seguir esperando ese desenlace tan improbable, el ejemplo que Franklin ofrece no se presta a una imitación literal por parte de Sarmiento. Sus talentos, aunque excepcionales, son menos versátiles que los de su modelo; y hay en Recuerdos indicaciones suficientes de que él mismo lo advierte muy bien. No ha heredado de su madre la destreza manual, ni lo atrajeron en la infancia los juegos que la requerían, así fuese en grado mínimo («No supe nunca hacer bailar un trompo, rebotar la pelota, encumbrar una cometa, ni uno solo de los juegos infantiles a que no tomé afición en la niñez»19; no estaba entonces a su alcance emular la hazaña de arrebatar a los cielos el rayo, que había constituido a Franklin en el «Santo del pueblo»). Y su veleidad de explorar otros campos que le estaban menos vedados, pero en los que tampoco se descubría dotes sobresalientes, no iba a llegar tampoco demasiado lejos: así en cuanto al dibujo («en la escuela aprendí a copiar sotas, y me hice después un molde para calcar una figura de San Martín a caballo que suelen poner los pulperos en los faroles de papel; y de adquisición en adquisición yo concluí en diez años de perseverancia con adivinar todos los secretos de hacer mamarrachos... Cuando pude, por el conocimiento de los materiales de la enseñanza del dibujo, faltóme la voluntad para perfeccionar»).

Esa voluntad no le faltó para seguir avanzando por terrenos menos ingratos. En 1829, ya derrotado en su primera campaña de la guerra civil, y prisionero en su casa gracias al influjo de sus familiares de la facción rival, se dedica a aprender francés sin más maestro que «una gramática y un diccionario prestados» («Tenía mis libros sobre la mesa del comedor, apartábalos para que sirvieran el almuerzo, después para la comida, a la noche para la cena; la vela se extinguía a las dos de la mañana, y cuando la lectura me apasionaba, me pasaba tres días sentado registrando el diccionario»). En 1833, ya exilado en Chile y dependiente de comercio en Valparaíso «ganaba una onza mensual, y de ella destiné media para pagar al profesor de inglés Richard, y dos reales semanales al sereno del barrio para que me despertase a las dos de la mañana a estudiar mi inglés».

Pero si el sacrificio es abrumador, la victoria sobre las dificultades afrontadas es total y fulmínea:

«al mes y once días de iniciado el solitario aprendizaje [del francés], había traducido doce volúmenes, entre ellos las Memorias de Josefina... después de mes y medio de lecciones, Richard me dijo que no me faltaba ya más que la pronunciación, que hasta hoy no he adquirido. Fuime a Copiapó, y... traduje a volumen por día los sesenta de la colección completa de Walter Scott».20



Pero si aquí lo vemos poner el mismo esfuerzo desesperado que cuando niño había sido la fuente secreta de su precocidad con el alfabeto no es sólo porque el aprendizaje de idiomas le permite revivir los triunfos casi instantáneos de aquella experiencia a la que debía su fe inconmovible en sus «talentos». No es sólo la «aspiración a un no sé qué elevado y noble», en que se entrelazan ambición personal y fe en una misión redentora, la que le da el tesón necesario para esos esfuerzos más que humanos: es una ambición de descifrar el mundo que, aunque no menos viva que la de Franklin, lo ve bajo una figura distinta de la preferida por éste. Sarmiento está convencido de que las claves para ese desciframiento están escondidas en los libros y, «para los pueblos del habla castellana, aprender un idioma vivo es sólo aprender a leer».21

Sarmiento no comienza sólo ahora a ver en su conquista del mundo de la escritura algo más que la de un arma de triunfo, y a buscar en él el instrumento capaz de descifrar ese otro mundo cuyo acceso le abría su experiencia de vida, y que a medida que avanzaba en ésta se le aparecía cada vez más enigmático. A la salida misma de la infancia, la «lluvia oral» de enseñanzas que manaba de don José de Oro, al ofrecerle un inventario de ese mundo a través de una deslumbradora sucesión de imágenes comparables a las «láminas de un libro cuyos significados comprendemos por la actitud de sus figuras» y en el cual «pueblos, historia, geografía, religión, moral, política, todo ello estaba anotado como en un índice». Desde entonces se puso a la busca del «libro que detallaba» lo que ese índice le había prometido, y con ello vino a redefinir para siempre su relación con el mundo de la palabra escrita.

Creyó recibir esa buscada revelación de «los catecismos de Ackermann que había introducido en San Juan don Tomás Rojo»: en ellos -nos dice- «encontré lo que buscaba, tal como lo había concebido, preparado por patriotas que desde Londres habían presentido esta necesidad de la América del Sur de educarse... Allí estaba la historia antigua, y aquella Persia, y aquel Egipto y aquellas Pirámides, y aquel Nilo de que me hablaba el clérigo Oro».22 El descubrimiento de esos catecismos no marca desde luego el punto de llegada, sino el de partida de una exploración que no iba a cesar ya nunca.

Por años todavía ella pareció marchar por rumbos dictados por el caprichoso azar de las lecturas; lo que su espíritu experimenta en esa etapa lo compara Sarmiento con «las inundaciones de los ríos, que las aguas al pasar depositan poco a poco las partículas sólidas que traen en disolución, y fertilizan el terreno». De retorno en San Juan desde 1836, entre 1838 y 1840 participó en las discusiones de un grupo de jóvenes -Quiroga, Rosas, Aberastain, Cortínez- dotados de la formación universitaria que a él le faltaba. Entonces, nos dice, «empecé a sentir que mi pensamiento propio, espejo reflecto hasta entonces de las ideas ajenas, empezaba a moverse y a querer marchar. Todas mis ideas se fijaron clara y distintamente... llenos ya los vacíos que las lecturas desordenadas de veinte años habían podido dejar».

Aunque la ambición propiamente teórica que había brotado en Sarmiento bajo el estímulo de las enseñanzas de José de Oro había agregado una dimensión nueva a la relación esencialmente práctica que hasta entonces había mantenido con el mundo de las letras (tanto desde una perspectiva individual, que lo valoraba como capaz de proveerle los instrumentos que le permitirían conquistar -o reconquistar- el lugar en la vida pública que era suyo por derecho de herencia, como desde una supraindividual, que veía en la difusión de la cultura letrada un instrumento particularmente eficaz de transformación colectiva), esta última seguía siendo ofrecida como la justificación de aquélla. Sarmiento estaba menos dispuesto que su lector actual a concluir que los hallazgos alcanzados en esa búsqueda teórica (tal como se despliegan por ejemplo en Facundo) constituyen su contribución esencial; la frase que acaba de citarse remata ofreciendo como coronamiento de ese esfuerzo «la aplicación [de nuevo eminentemente práctica] de aquellos resultados adquiridos a la vida actual, traduciendo el espíritu europeo al espíritu americano, con los cambios que el diverso teatro requería».23

Con ello no sólo supeditaba su ambición teórica a un objetivo práctico, sino circunscribía duramente su alcance, en cuanto el surgimiento de un «pensamiento propio», que parecía prometer una tentativa original y autónoma de exploración del mundo con instrumentos que, cualquiera fuese su origen, había ya hecho plenamente suyos, y se resuelve en algo menos que eso: a saber, una exitosa «traducción del espíritu europeo al espíritu americano». Si Sarmiento advertía muy bien el papel que la búsqueda de una clave para entender el mundo (y en primer lugar el mundo bajo la figura de la historia) tenía como motor de su formación intelectual, y no dejaba de ver en la ambición teórica que subtendía esa búsqueda la manifestación de un afán de saber que siempre reconocería como socialmente útil, al proponer una imagen global de su proyecto intelectual la relega a pesar de todo a un difuso segundo plano.

Puesto que no compartía la perspectiva del lector actual, para el cual a su ambición teórica debemos lo que su legado intelectual tiene de más valioso, no hubiera podido tampoco encontrar en ella el elemento capaz de dotar a la figura de intelectual sobre la cual busca perfilarse de la coherencia y la enjundia necesarias para justificar plenamente el papel, que invocándola reivindica para sí en el futuro de su patria. Esa reivindicación no podría entonces apoyarse sino en la eficacia práctica con que su acción de intelectual incide en la realidad que ambiciona transformar, y Sarmiento advierte muy bien cómo ello amenaza tornarla aun más problemática, y para superar esos problemas procura modelar sucesivamente su perfil de intelectual sobre dos figuras que halla disponibles para ello: la del educador y la del escritor.

Ya antes de que la experiencia de San Francisco del Monte le revelase qué formidables instrumentos de influjo y dominio sobre los hombres ponía a su alcance el papel de maestro, la de la Escuela de la Patria se lo había anticipado a través de la devoción inquebrantable que habían sabido evocar en él los que allí lo tuvieron por alumno. Pero durante su primer destierro chileno, entre 1831 y 1836, iba a descubrir la contracara de esa imagen exaltante: de todas las posiciones que ocupó durante esa etapa poco afortunada la de maestro de escuela fue quizá la menos prestigiosa y sin quizá la peor retribuida.

Sin duda, en las provincias argentinas y en Chile no sólo son educadores esos famélicos maestros de aldea, sino quienes desde niveles más altos practican el arte de enseñar y hacen de esa práctica una actividad ancilar; en la universidad ella requiere de quienes la ejercen los títulos que precisamente faltan a Sarmiento, y de ellos recibe su prestigio; a otros niveles se apoya también en un más difuso prestigio social e intelectual previamente conquistado en otras esferas de actividad: así algunos de los publicistas más prestigiosos de esa hora hispanoamericana (en Santiago don Andrés Bello; en Buenos Aires Pedro de Angelis; en ambas ciudades José Joaquín de Mora) regentearon escuelas en alguna etapa de su carrera, pero pudieron hacerlo porque llevaban a esa actividad una reputación ya adquirida, que por su parte Sarmiento necesitaba aun conquistar. Realizarse bajo la figura del educador no podía entonces significar para él acogerse a la que la sociedad en que vivía aceptaba como válida, sino inventar otra radicalmente nueva, y a partir de su retorno a San Juan, en 1836, iba en efecto a avanzar hacia esa invención.

El asesinato de Facundo Quiroga, en 1835, fue seguido al año siguiente por la instalación en el gobierno de San Juan de un antiguo discípulo de la Escuela de la Patria, Nazario Benavides, que debía su encumbramiento al influjo de Rosas, ya predominante en todo el país. Con Benavides comenzaba lo que podría llamarse la normalización de la hegemonía federal; mientras el ritual y el lenguaje heredados de los conflictos facciosos de la década anterior eran cuidadosamente conservados y aun exacerbados, el clima de emergencia permanente que la provincia y el país habían vivido durante diez años comenzaba a disiparse. En este contexto se produce el retorno de Sarmiento a San Juan, facilitado de nuevo por sus parientes de la facción ahora dominante, más esta vez los Quiroga Sarmiento que los Oro, entre los cuales Domingo, muy cercano a Facundo Quiroga, es víctima de la reorientación política que sigue al asesinato de éste, y sus tíos -tanto el obispo como el presbítero- están en la antesala de la muerte.

En su ciudad nativa, Sarmiento no sólo continúa, ahora como integrante de un grupo generacional, el esfuerzo de aprendizaje y maduración que hasta entonces ha debido afrontar solitariamente, sino -nos dice- comienza a perfilar una figura pública:

En 1.836 regresé a mi provincia, enfermo de un ataque cerebral, destituido de recursos y apenas conocido de algunos, pues, con los desastres políticos, la primera clase de la sociedad había emigrado y hasta hoy no ha vuelto. Una complicada operación de aritmética que necesitaba el gobierno, púsome en evidencia, y pasando los días y comiéndome privaciones, llegué por la amistad de mis parientes a colocarme entre los jóvenes que descollaban en San Juan... hombres de valor, de talento y de luces, dignos de figurar en todas partes de América. De aquella asociación salieron ideas utilísimas para San Juan,



en primer lugar entre éstas un «colegio de señoras».

Ese colegio del que iba a ser maestro y director Sarmiento había comenzado por inventarlo como la herramienta que debía transformar el clima político-cultural a través de la formación de la mujer:

Era mi plan hacer pasar una generación de niñas por sus aulas, recibirlas en la puerta, plantas tiernas formadas por la mano de la Naturaleza, y devolverlas por el estudio y las ideas, esculpido en su alma el tipo de la matrona romana. Habríamos dejado pasar las pasiones febriles de la juventud, y en la tarde de la vida vuelto a reunimos para trazar el camino a la generación naciente. Madres de familia un día, esposas, habríais dicho a la barbarie que sopla el gobierno: no entraréis en mis umbrales que apagaríais con vuestro hálito el fuego sagrado de la civilización y de la moral que hace veinte años nos confiaron. Y un día aquel depósito acrecentado y multiplicado por la familia, desbordarla y transpirarla hasta la calle, y dejaría escapar sus suaves exhalaciones en la atmósfera.24



Ese proyecto está marcado sin duda por la coyuntura política en que surge, cuando el triunfo federal aparece demasiado abrumador para que no sea inevitable aceptarlo como el dato básico del marco sociopolítico en el cual a Sarmiento y sus compañeros de generación les tocaría vivir, y por su parte la normalización que se insinúa parece ofrecer aun dentro de ese marco posibilidades nuevas a la generación ascendente de la élite letrada. Pero refleja a la vez ciertos rasgos de la figura del educador que quiere ser Sarmiento que no dependen en cambio de ese contexto coyuntural: ese educador es más que el inventor y planificador de un proyecto educativo que un practicante del arte de enseñar, y es guiado en sus planes por propósitos de transformación sociopolítica antes que por objetivos estrictamente pedagógicos o culturales (aun en etapas posteriores de su carrera, en Chile y la Argentina, Sarmiento canalizará su esfuerzo de educador en publicaciones programáticas y luego en proyectos legislativos y medidas de gobierno, antes que en cualquier actividad estrictamente directiva o docente, y es significativo que ya en la presentación que hace de sí mismo en el cuadro genealógico que abre Recuerdos la mención de su acción educativa sea inesperadamente concisa, y se ciña a recordar a sus lectores que él es el «fundador de la Escuela Normal» de Santiago, de la cual fue también el primer director).

Sarmiento es en suma educador porque es ésa la única forma de acción política que queda abierta para él, pero, puesto que la validez de esa opción depende de que ese instrumento de transformación sociopolítica termine por revelarse tan eficaz como él espera, sólo el futuro podrá consagrarla como legítima. Mientras ello no ocurra, presentarse bajo la figura del educador no da a la posición pública de Sarmiento la solidez y la espectabilidad a la que éste aspira.

No podría dársela: esta figura él la está inventando, y, más bien que conferirle prestigio ninguno, del éxito del proyecto que él intenta realizar a través de ella depende que ella misma conquiste un prestigio del que por el momento carece.

A la espera del éxito futuro que habrá de vindicarla, la figura del educador seguirá entonces colocada bajo una luz que aparecerá tanto más ambigua por cuanto, al ser ofrecida como alternativa a la perfilada a través del cursus honorum al que abre acceso la Universidad, viene a oponer a ésta una recusación demasiado tajante, apoyada en bases demasiado inseguras. Sarmiento estaba muy consciente de lo que ese desafío tenía de problemático, y la huella de esa conciencia puede rastrearse en el testimonio que Recuerdos ofrece acerca de su inserción en su carnada generacional de la élite letrada sanjuanina, que siguió a su retorno del primer destierro chileno.

Esta no hubiera podido ser más exitosa: sin afrontar oposición de ninguno de sus pares, Sarmiento iba a emerger como la figura dominante en ese diminuto grupo generacional; así lo revela su papel protagónico en los dos proyectos más importantes de éste, el colegio de Santa Rosa y el periódico El Zonda. Ese éxito es aún más sorprendente si se recuerda que su pertenencia al grupo letrado no tiene el sello de legitimidad que confiere un grado universitario, y que el papel de iniciador ideológico -que en Buenos Aires había permitido a Esteban Echeverría, también él desprovisto de formación universitaria, ocupar en una primera etapa el liderazgo en su generación de 1838- había sido ya ocupado en San Juan por José Quiroga Rosas.

Pero hubo al parecer, fuera de ese menudo grupo de precoces intelectuales al que Sarmiento estaba incorporándose, quienes objetaban a su creciente espectabilidad. Recuerdos se refiere a todo ello en un par de frases que combinan la concisión con la vaguedad incluidas en el conmovido retrato de Antonino Aberastain, el integrante de ese grupo al que Sarmiento se sentía afectivamente más cercano:

Nadie mejor que yo he podido penetrar en el fondo de su carácter, amigos de infancia, su protegido en la edad adulta, cuando en 1836 llegábamos al mismo tiempo a San Juan, desde Buenos Aires él, de Chile yo, y empezó a poco de conocerme á prestarme el apoyo de su influencia, para levantarme en sus brazos cada vez que la envidia maliciosa de aldea echaba sobre mí una ola de disfavor o de celos, cada vez que el nivel de la vulgaridad se obstinaba en abatirme a la altura común. Aberastain, doctor, juez supremo de alzada, estaba siempre ahí defendiéndome entre los suyos, contra la masa de jóvenes ricos o consentidos que se me oponían al paso.25



Estos comentarios demasiado ricos en sobreentendidos pueden sin duda interpretarse en distintos contextos; Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo26 han ofrecido un análisis penetrante del pasaje, que busca su clave en la posición de origen de Sarmiento en la élite tradicional sanjuanina a juicio de ambos lo bastante problemática para suscitar las desdeñosas recusaciones de esos «jóvenes ricos o consentidos». Pero es difícil encontrar en este punto diferencias significativas entre Sarmiento y su protector; éste sin duda está también vinculado por su origen con esa élite (pertenecía, como no iba a dejar de notar su antiguo protegido en el folleto que le dedicó poco después de su trágica muerte, en 1861, «a una de las más antiguas familias de San Juan, pues que uno de sus antepasados alcanzó hasta 1605») pero parece menos arraigado en esa élite27 y en lo que de ella sobrevive al vendaval revolucionario que el propio Sarmiento, cuyas vinculaciones con Oros y Quirogas Sarmiento le han ayudado -se ha visto ya- a superar trances difíciles de la vida política, y desempeñarían luego en su promoción a director del Colegio de Santa Rosa un papel que invita a verla, al estilo del Antiguo Régimen, como el triunfo de un linaje. La pertenencia de pleno derecho a esa élite tradicional sanjuanina de los hijos de José Clemente Sarmiento y Paula Albarracín parece estar por otra parte fuera del alcance de cualquier malévola duda; en la Sociedad Dramática Filarmónica, en cuyas actividades, según cuenta Damián Hudson, «fue nuestra firme resolución no acompañarnos sino de señoritas de familias principales»,28 tanto Procesa Sarmiento, la futura discípula de Monvoisin, como su hermana Rosario, presentada en el cuadro genealógico como «obrera en bordados, tejidos, etc.» figuran entre las que superaron con éxito escrutinio tan exigente...

Por añadidura, si Sarmiento es pobre, Aberastain lo es aún más (su padre, comerciante, ya en el momento de su nacimiento «había tenido la desgracia de perder los bienes que poseía, por malos negocios»).29 Hasta tal punto lo es que cuando la beca para la cual fue preferido a Sarmiento le permitió iniciar estudios en el Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires, la imposibilidad en que estaba su familia de enviarle recursos «le hacía pasar las penurias que son consiguientes», afrontadas por el muchacho «con su industria personal que lo constituía carpintero para componer todo mueble desarreglado, zapatero para remendar su calzado, y el de sus amigos...30

Pero si la distancia social entre el origen de Aberastain y el de Sarmiento no es la que confiere a aquél ese prestigio más sólido que le permite proteger eficazmente a éste, hay otra diferencia más obvia entre ambos, también ella recogida en esas frases de rumbo impreciso: como «doctor, juez de alzada», Aberastain se ha apropiado de los signos a través de los cuales quienes no integran la élite letrada han aprendido a reconocer la eminencia dentro de ella. El contraste entre los títulos irreprochables de Aberastain y la irregularidad de los de Sarmiento es evocado por éste en términos que sugieren de nuevo que le es imposible ver en esta última, como desearía, el fruto excesivo de la fatalidad.

Precisamente, porque le es imposible creerlo del todo, el aval de Aberastain es importante para él no sólo en cuanto lo ayuda a superar esas «olas de disfavor o de celos» con que la «envidia maliciosa de aldea» se interpone en su camino, sino en cuanto es capaz de acallar el eco que esos juicios desfavorables encuentran en quien es su blanco:

He debido a este hombre bueno hasta la médula de los huesos, enérgico sin parecerlo, humilde hasta anularse, lo que más tarde debí a otro hombre en Chile, la estimación de mí mismo por las muestras que me prodigaba de la suya.31



Lo que Sarmiento admira en Aberastain y vuelve a reconocer en ese «otro hombre en Chile» (se trata desde luego de don Manuel Montt, el ministro de cuya política se ha transformado en portavoz periodístico, y cuya candidatura presidencial apoya con entusiasmo en 1850) no son tanto los impecables títulos académicos y profesionales que ambos ostentan, sino las virtudes de carácter que les han hecho posible adquirirlos venciendo obstáculos acaso no menos duros que los que a él le vedaron conquistarlos. Ambos son todo lo que Sarmiento no es: cuando éste, habiendo asimilado ya todo lo que la Escuela de la Patria podía darle, entraba en una etapa de impaciencia e indisciplina, su condiscípulo y coetáneo Aberastain seguía mostrándose «serio, aprendía con asiduidad todo, descollaba entre todos sus condiscípulos y no fue reprendido nunca por acto ninguno de los tan frecuentes en los niños». Quienes fueron sus camaradas de estudios en el Colegio de Ciencias Morales, «el Sr. Carreras, D. Marcos Paz y Dr. Alsina, todos recuerdan aquella imperturbable moralidad en medio de la atmósfera de travesuras y disipación que dominaba a sus compañeros, sin serle por esto molesto aquella contracción al estudio». Esa virtud imperturbable y flemática tiene una contracara casi estólida que Sarmiento advierte muy bien, y parece encontrar igualmente admirable («llamáronle los estudiantes de la Universidad “el buey”, y su robusta mole, su calma habitual, su mansedumbre inmutable daba a esa similitud una extraña oportunidad»).32

El retrato de Manuel Montt presenta con el de Aberastain similitudes más estrechas de lo que parece a primera vista. Las diferencias entre ambos se deben sobre todo a que, mientras los dos que Sarmiento nos ha dejado de Aberastain -el de Recuerdos y el del folleto de 1861- son los de una figura decididamente secundaria, hundida en 1850 en un casi anónimo destierro en Copiapó, y en la segunda transfigurada ya por una muerte trágica en cuya condena aun los dirigentes nacionales de la facción de la que había sido víctima se creían obligados a participar, el segundo era en el momento en que Sarmiento compone Recuerdos uno de los hombres más eminentes pero también más odiados de Chile (su avance hacia la presidencia provocará en 1851 reacciones lo bastante enconadas para encender una guerra civil). Sarmiento no puede ignorarlo del todo, y admite que el nombre de su amigo y protector suscita en Chile «impresiones diversas de afecto o de encono como hombre público». Pero -se apresura a agregar- esas divergencias cesan en cuanto a su «carácter personal, que todos tienen por circunspecto, moral, grave y bien intencionado». Su circunspección es la de «un hombre que habla poco, y cuando lo hace, se expresa en términos que expresan una clara percepción de las ideas que emite».

Como Aberastain, Montt se siente demasiado seguro de sí para sacrificar nada al amor propio o la vanidad («Don Manuel Montt pretende no saber nada, lo que permite a los que le hablan exponer sin rebozo su sentir, y poder contradecirlo sin que su amor propio salga a la parada, a diferencia en esto de la generalidad de los hombres con poder y con talento, que se aferran a su propia idea, negando hasta su existencia a las adversas; y un ministro letrado o un orador que no sea pedante, es una rara bendición en estos tiempos en que cada hombre público está haciendo la apoteosis de su fama literaria en escritos y discursos»). A juicio de Sarmiento, tanto Montt como Aberastain van quizá demasiado lejos en el desinterés por la dimensión personal de la ambición política que los mueve: si al sanjuanino lo encontraba «humilde hasta anularse», lamentaba que al más famoso chileno, adornado con «todas las dotes del hombre público», le faltaba «la única que debiera darle complemento y objeto: la ambición decidida».33

En la hora de Recuerdos, por otra parte, el homenaje que Sarmiento ofrece así a un cierto perfil humano, antes que un más sólido anclaje en la vida pública, no excluye ya la convicción muy segura de que él mismo posee dotes que lo hacen radicalmente distinto, pero no inferior a esos dechados (en el caso de Montt, las diferencias que los separan permiten que ambos se complementen útilmente en la acción; «nuestras simpatías -asegura Sarmiento- [han sido] confirmadas por diferencias esenciales de espíritu, que han hecho servir el suyo de peso opuesto a la impaciencia de mis propósitos, no sin que alguna haya yo quizás estimulado y ampliado la fuerza de su voluntad en la adopción de mejoras»). La adquisición por parte de Sarmiento de una idea menos humilde de su propio valer se vio facilitada al disiparse las dudas que había mantenido acerca de la solidez y espectabilidad de su figura pública. Mientras a Montt, el primer hombre público de Chile, lo presenta como quien, habiendo sido su «arrimo antes» es ya hoy simplemente su amigo (e implícitamente su igual), en la afectuosa evocación de Aberastain no deja de oírse el subtono condescendiente propio de quien, ayer joven oscuro favorecido por la generosa protección de un amigo de infancia, está ya en posición de devolver favores rescatando de la misma oscuridad a ese benefactor al incorporar su retrato a la galería de los incluidos en Recuerdos.

Lo que hace posible a Sarmiento reconocer ahora como sus iguales a quienes fueron sus protectores es el éxito que ha coronado su esfuerzo por ganar una presencia espectable en la escena pública, y ese éxito ha comenzado a conquistarlo bajo la figura del escritor. Sarmiento no se cansaría de evocar el episodio que, al revelarle que el público antes tan esquivo estaba dispuesto a reconocerlo bajo esa figura, le reveló a la vez que él era en efecto un escritor. El 11 de febrero de 1841 no habían pasado aún tres meses desde que se había refugiado por segunda vez en Chile, fugitivo de su San Juan, cuando la derrota de la coalición de provincias norteñas alzadas contra Rosas, a cuya causa había buscado infructuosamente ganar a Benavides, anunciaba ya una etapa de feroz persecución de los que habían sido sus partidarios; ha sobrevivido hasta entonces en «un cuarto desmantelado debajo del portal, con una silla y dos cajones vacíos que le servían de cama» malvendiendo los libros traídos en su fuga. Pero ese día El Mercurio de Valparaíso publica su conmemoración de la victoria de Chacabuco, primer golpe decisivo del ejército chileno-argentino de San Martín contra el restaurado dominio español en Chile. El eco alcanzado por ese artículo atribuido a un anónimo, teniente de artillería decidió su destino:

Yo era escritor por aclamación de Bello, Egaña, Olañeta, Orjera, Minvielle, jueces considerados competentes. ¡Cuántas vocaciones erradas había ensayado antes de encontrar aquélla que tenía afinidad química, diré así, con mi presencia!34



Surgido así a la vida pública chilena «en un día»,35 y rescatado del anonimato por esas aclamaciones, Sarmiento emerge de inmediato como redactor de El Mercurio, desde cuyas columnas ofrece apoyo y a la vez amistoso consejo al gobierno conservador de Chile, tal como ha prometido a Manuel Montt, cuya influyente amistad ha ganado con esa brillante «entrada en escena». El artículo que hace de él un «escritor por aclamación» no es el primero que sale de su pluma: en San Juan ha sido redactor y primer colaborador de El Zonda, órgano del grupo juvenil al que se incorporó al retornar de su primer destierro chileno. Pero no había entendido con ello acogerse a la figura del escritor: en la visión de Sarmiento escribir era, más exclusivamente aun que educar, una actividad ancilar puesta al servicio de un proyecto de trasformación de la entera sociedad, y no podría por lo tanto ser valorada independientemente de éste, ni tampoco por consiguiente ser invocada por que quien la ejerce para reivindicar el lugar al que Sarmiento aspira en la vida pública.

Lo que el éxito de su estreno como escritor en Chile le ha revelado es que el mundo en que le toca desenvolverse valora la actividad del escritor de modo distinto, en cuanto quienes lo aplauden no necesitan para ello cerciorarse de que sus escritos alcanzarán esa eficacia trasformadora que es a su juicio la que los justifica, y celebran en ellos cualidades del todo independientes de la eficacia con que puedan cumplir ese papel trasformador. El aplauso revela en suma a Sarmiento que posee virtudes de escritor que nunca se interesó en cultivar; pero aunque no vacila desde entonces en esgrimirlas como la decisiva carta de triunfo que han resultado ser, no abandona por ello la justificación eminentemente instrumental de la escritura que ha sido siempre la suya.

Ello impide que el descubrimiento de que para el mundo él es ante todo un escritor lleve a Sarmiento a ampliar el lugar que en su proyecto personal ha reconocido a la actividad de escribir, o a interesarse más específicamente que en el pasado por ella. Si no deja de anotar que el triunfo ganado con su «magnífico artículo de entrada en escena» en Chile se debe a una «afinidad química» entre lo que llama su «presencia» y la actividad del escritor, eso no lo lleva a indagar cuáles son las facetas de su personalidad y las modalidades de la relación entre autor y lectores o auditores entre las cuales se da esa afinidad a la que debe su éxito fulgurante.

No es que en las evocaciones de su iniciación en el periodismo chileno falten notaciones que se hubieran prestado para ser exploradas sobre esas líneas: a través de ellas descubrimos de inmediato, por el contrario, todo lo que separa el contexto en que se dio de aquél en que tomaron la pluma Mier, Funes o Belgrano, y cómo ese nuevo contexto ha contribuido a hacer posible el triunfo que Sarmiento no se cansa de celebrar. Porque entre sus escritos y los de aquéllos se ha cruzado ya una frontera entre dos épocas hispanoamericanas, el diálogo que Sarmiento propone no se entrelaza ya como el de Belgrano con su propia conciencia, o como casi siempre el de Mier con perseguidores y jueces, sino con un público. Y éste, a diferencia del que sin duda preveía Funes para sus páginas autobiográficas, supera los límites del estrecho mundo de los letrados, cuyos integrantes vienen a confundirse en él en una más vasta, indiferenciada, casi anónima masa de lectores.

Los signos de esa trasformación parecen muy claros, y van desde la existencia de una prensa diaria dirigida a ese público nuevo hasta la presencia en las columnas de ésta de los anuncios de libreros que le ofrecen las últimas novedades introducidas en el mercado. Pero esos signos sugieren acaso una trasformación más completa de la que efectivamente se ha dado; así, cuando Sarmiento comienza su carrera de escritor de periódicos en El Zonda de San Juan, lo veremos lamentar que ese público para el cual escribe por el momento no existe como tal. Sin duda ese provinciano San Juan, golpeado primero por más de medio siglo de decadencia económica y desolado luego por un ciclo de salvajes guerras civiles, es territorio poco propicio para el cultivo de una nueva relación con un nuevo público, pero cuando el artículo que consagra a Sarmiento ante el de Chile ve la luz en El Mercurio de Valparaíso, éste es el único cotidiano publicado en la república de Portales; aunque la capital pronto volverá a contar con algunos, éstos sobrevivirán gracias a subvenciones abiertas o indirectas del gobierno; sólo en la ciudad del puerto, centro del comercio ultramarino de la nación, la nueva economía ha adquirido densidad suficiente para asegurarles una supervivencia menos artificial.

No faltan con todo otros signos de que -pese a la endeble base socioeconómica que ofrece Chile- se hace sentir ya en él la presencia de un como esbozo de ese público nuevo. Sarmiento iba a aludir a ello al evocar en 1881 las polémicas con que cuatro décadas antes había buscado retener la perezosa atención de sus lectores, mediante calculadas provocaciones al sentimiento nacional chileno, al que azuzaba prodigando desde las columnas de El Mercurio desdeñosas referencias a las primeras notabilidades intelectuales de su país de refugio: día tras día le era posible medir el éxito de ese desafío con sólo asomarse por la mañana a la Plaza de Armas desde su miserable cuarto en la recova del sur:

en una antigua casa... del lado del este... estaba la oficina de correos, y el de Valparaíso llegaba a las siete de la mañana trayendo el Mercurio... desde mi balcón podía divisar la mancha negra con puntos blancos de gente devorando, que no leyendo, el recién llegado Mercurio.36



Pero si se leen con atención estas reminiscencias, se comienza a dudar de que ese público nuevo sea mucho más vasto que aquél al que tenían acceso los letrados de la madura colonia; pese a que lo ensanchaban las reacciones del patriotismo chileno, y más episódicamente las de «gazmoñas» y clérigos ante las burlas demasiado subidas o las alusiones poco piadosas en que también incurría Sarmiento, sus filas se nutrían sobre todo de «la juventud universitaria», que contaba menos de un millar de integrantes, no todos por cierto dotados de las curiosidades intelectuales capaces de atraerlos a esos debates, pese a los señuelos un tanto gruesos con que Sarmiento los provocaba a interesarse en ellos.

Y por otra parte ese público anónimo que iba a evocar en 1881 no era, según sus más recientes recuerdos de 1850, el destinatario que tenía en mente para sus producciones. Sin duda nos asegura Sarmiento que en vísperas de presentarse ante él «mi oscuridad, mi aislamiento me anonadaban menos que la novedad del teatro, y esa masa enorme de hombres desconocidos que se me presentaban a la imaginación cual si estuvieran todos esperando que yo hablase para juzgarme». Pero esa «masa enorme» no es una multitud anónima; lo que la hace formidable son los prestigios personales e institucionales acumulados por sus integrantes como partícipes de la vida pública chilena; en la ocasión Sarmiento, como «el caminante solitario que se acerca a una gran ciudad [y] ve sólo de lejos las cúpulas, pináculos y torres de los edificios excelsos... no veía público... sino nombres como el de Bello, Oro, Olañeta, colegios, cámara, foro, como otros tantos centros de saber y de criterio»37.

No es sorprendente entonces que para cerciorarse del éxito de su «entrada en escena» no haya buscado recoger el eco anónimo de la calle, anunciador de una popularidad de multitudes, sino la reacción de aquellos a quienes reconocía «superioridad», comenzando por el exilado argentino Domingo de Oro, con quien aún no había intimado:

mandé & un amigo a la tertulia donde Oro solía hallarse, para que leyese en su fisonomía qué efecto le causaba la lectura... El amigo volvió después de dos horas de angustiosa expectativa, diciéndome desde lejos: “Bravo! Oro ha aplaudido!”, Yo era escritor, pues. [...] Al día siguiente supe que don Andrés Bello y Egaña lo habían leído juntos, hallándolo bueno. “Dios sea loado!”, me decía a mí mismo; estoy ya a salvo.38



He aquí cómo en estos comienzos de una nueva era los espaldarazos siguen buscándose como antes en las tertulias. Pero si el círculo de lectores al que Sarmiento tiene acceso puede no exceder mucho el de los letrados, y dentro de él es decisivo el juicio de aquéllos cuya eminencia es reconocida a partir de criterios que no innovan sobre los del Antiguo Régimen, ello no impide que la relación entre autor y lectores haya variado radicalmente, y de un modo que hace aun más difícil a Sarmiento reconocer valor autónomo a su actividad de escritor. Hay sobre esto en las Reminiscencias de 1881 un pasaje revelador; se cuenta allí cómo, entre otros escritos polémicos, Sarmiento ha producido una fábula, supuestamente traducida del francés de Jorge Sand, para pintar a través de ella a «ciertos literatos hostiles de Chile». Se describe en ella un certamen sobre lenguaje entre gallos afrancesados, chilenos y mestizos, del que sale victoriosa «una jaca castellana despachurrada [que] avanzándose con aires de padre prior... con sus enormes y retorcidos espolones, con su franciscano plumaje de bruto refinado, y con voz grave y con su ganguera exclama: Chriiiis... to na...cióó-óó!». Gracias a esa inspirada invención, concluye Sarmiento, «Lastarria se pasa a nuestras filas» y la polémica «toma nuevas formas».

El episodio tiene por protagonistas a los participantes activos en la disputa, todos ellos letrados, antes que al público quizá algo fantasmagórico al que éstos gustan de imaginar que se dirigen, pero sólo la gravitación que todos convienen en reconocer a este último puede dar peso decisivo a una página satírica que no contribuye en nada a iluminar el argumento central de la polémica. «Don Andrés Bello -recuerda con orgullo Sarmiento- aplaudía como el golpe maestro de la composición la h del Cristo, sin la cual el Cristo nació que oyen las comadres en el canto del gallo, pierde su significado tradicional»39. Esa grafía arcaica sólo podría alcanzar la eficacia polémica que Bello le reconoce si se postula como su destinatario un lector ante el cual los recursos sugestivos y evocativos tienen un papel distinto y más amplio que en el diálogo interno al grupo letrado. Porque tiene ese lector en mente, ese letrado quintaesencial que es Bello aplica al análisis del texto de Sarmiento criterios retóricos menos orientados por la tradición clásica que por una situación nueva, y que ofrecen como un esbozado anticipo de los seguidos con tanto éxito por los hidden persuaders de la propaganda moderna.

Pero sí al leer a Sarmiento, Bello está dispuesto a suspender su autodefinición como letrado para colocarse en el lugar de ese público más indiferenciado que quizá sólo exista como un desdoblamiento imaginario del que desde antiguo integran sus pares, sólo muy ocasionalmente escribe sus producciones con vistas a ese público así redefinido. Ese público menos prestigioso será en cambio el primero al que se dirige Sarmiento, y seguirá siendo luego para él el principal; ello coloca a su triunfo como escritor bajo una luz tan ambigua como la que la ausencia de otros triunfos igualmente tangibles proyectaba sobre su definición bajo la figura del educador.

Esa ambigüedad de la que estará cada vez más consciente contribuye a explicar las reticencias que Sarmiento mantiene frente a sus específicos talentos de escritor, y la contribución de éstos (que sin embargo sabe decisiva) al éxito de sus escritos. Para aludir a los valores literarios aclamados por los lectores de su biografía de Aldao, este hombre tan poco dado a fingir la modestia se limita a mencionar que esa «obrita» fue «muy gustada por los inteligentes como composición literaria»; en cuanto al Facundo, fuente principal de la reputación europea de la que está tan orgulloso, si no deja de recordar a los lectores de Recuerdos que la larga reseña publicada en la Revue des Deux Mondes lo había proclamado «obra brillante de imágenes y de colorido», lejos de apropiarse de ese elogio, se apresura a admitir que el libro «revela en cada página la precipitación con que está escrito».40

La ambivalencia del juicio de los entendidos frente a una producción que aspira a entrar en un circuito más amplio pero también menos selecto que aquél al que tenían en mente los letrados no sólo se refleja en la resistencia de Sarmiento a asumir con un orgullo sin mezcla los triunfos ganados en ese terreno algo dudoso. También va a reforzar su desinterés por establecer si los recursos expresivos acuñados para satisfacer las apetencias de ese nuevo público son a la vez más adecuados para comunicar sus intuiciones básicas acerca de la historia y la sociedad hispanoamericanas que los más prestigiosos cultivados por la tradición letrada.

La coincidencia -que así se vedaba explorar- entre las preferencias asignadas a ese hipotético nuevo público y las exigencias interiores de quienes buscaban dirigirse a él, no se descubre tan sólo en Sarmiento. Ella subtiende ya el triunfo del artículo de costumbres, que intenta acortar la distancia con un público más amplio que el íntimo grupo letrado ofreciéndole -a través de un avance aparentemente caprichoso, que en la línea del ensayo periodístico cultivado desde el siglo anterior adopta el tono y el ritmo de un monólogo dirigido a un interlocutor cercano- una ilusoria intimidad con los movimientos espontáneos de la mente de su autor.

Pero el artículo de costumbres incurre en una infracción todavía venial al ideal de reticente decoro que es parte de la tradición letrada, ya que lo que en él finge desnudarse es la mente -y sólo la mente- de su autor. Sarmiento va a ir más lejos: para conquistar al público está dispuesto a ofrecer la persona toda del autor a su curiosidad. Es ése quizá el modo más obvio de dotar a un texto del «toque humano» que se espera habrá de retener el interés de lectores que no es seguro que tengan en común entre sí y con quien a ellos se dirige mucho más que, precisamente, su indisputablemente común humanidad.

Desde el comienzo Sarmiento está dispuesto a utilizar este recurso: la evocación de Chacabuco con que se presenta al público chileno la pone en la pluma de un veterano de esa jornada, trasformando con ello la narración al cabo bastante convencional de un hecho de armas en «documento humano» capaz de evocar reacciones más vivaces entre sus lectores. Pero pronto se descubrirá que está dispuesto a ir aun más lejos, reemplazando a ese artificioso sujeto forjado al servició de un recurso retórico por otro que es inconfundiblemente el propio Sarmiento, quien se ofrece así en espectáculo desplegando efusivamente sus sentimientos y pasiones para beneficio de ese público anónimo.

No pocos de sus contemporáneos -y no sólo por cierto los nostálgicos del decoro neoclásico- hallaron excesivo tanto desenfado, que iba a contribuir a la fama de excentricidad (cuando no de algo peor) que iba a crecer junto con la popularidad de Sarmiento. Pero, aunque esas confidencias eran entre otras cosas expresión de un desbordante egocentrismo, la disposición de Sarmiento a ubicarse en el centro del cuadro que pinta no se debía tan sólo a ese rasgo demasiado real, y sería igualmente erróneo ver en ella nada más que una concesión a las preferencias de un público poco dispuesto a interesarse en una presentación más abstracta de los temas y argumentos que Sarmiento aspira a comunicarle.

Se ha visto ya cómo en Recuerdos éste se propone explorar el problema de la decadencia sanjuanina, que es cifra de la argentina e hispanoamericana, a través de la historia de su linaje, y a la vez proponerse como el destinado a darle solución: ese proyecto, en el que el egocentrismo sarmientino alcanza su punta extrema, se apoya en un modo de ver la relación entre destino individual y colectivo que postula entre ambos una correspondencia gracias a la cual ambos se ofrecen al indagador de la realidad histórico-social como claves recíprocas.

Esa postulada correspondencia, sobre la cual se había erigido ya Facundo cinco años antes de Recuerdos, había sido ya explorada por la generación romántica argentina de 1838, de la que Sarmiento se proclamaba discípulo a distancia. Echeverría y Alberdi habían escrutado la relación entre el personaje histórico (o la figura pública contemporánea) y el contexto del cual surge y sobre el cual incide, en la esperanza de que su examen les revelaría cuánto espacio la presión de ese contexto dejaba abierto a la iniciativa creadora de los hombres públicos; la conclusión que habían alcanzado en ese escrutinio era que esa iniciativa sólo alcanzaba eficacia histórica cuando venía a realizar exigencias objetivas ya inscritas en aquel contexto.

Sarmiento iba por su parte a hacer de esa conclusión, que le parecía la evidencia misma, la justificación de un método de aproximación a la realidad histórica que en Facundo se mostraría capaz de manejar con deslumbradora destreza.

Ese método estaba ya anunciado en el titulo originario de su obra maestra, Civilización y Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina, que hace plena justicia al doble tema de la indagación allí emprendida. Juan Facundo Quiroga, caudillo militar de los Llanos de La Rioja, que al frente de sus jinetes conquistó las provincias del interior argentino en la segunda mitad de la década de 1820, es allí a la vez el artífice de la victoria alcanzada por la barbarie en las guerras civiles de esa década y el hijo legítimo de esa barbarie. La exploración de un país a través de un hombre y de un hombre a través de un país se articulan a través de una anécdota que narra cómo la infinita paciencia y fortaleza de ese hijo del desierto pampeano le permite sobrevivir al ataque de un tigre. Esa anécdota está ya parcialmente iluminada por la minuciosa reconstrucción del modo de vida de las campañas pastoras que le antecede. En ese crisol se han forjado las cualidades a las que Quiroga debe haber sobrevivido al temible encuentro, pero que a la vez han hecho de él el Tigre de los Llanos denunciado por la pluma justiciera de los sobrevivientes a sus crueles hazañas. El perfilamiento en la figura pública de Quiroga de rasgos ya anticipados en su infancia y sobre todo en su turbulenta adolescencia, y la incidencia que ellos alcanzan en la luctuosa historia reciente de las provincias argentinas, se agregan como corolarios a lo sacado a luz en esa exploración de una anécdota que es mucho más que una anécdota.

Las muchas otras que jalonan el avance del argumento desenvuelto en el libro (del mismo modo que las que se suceden en Recuerdos) son también ellas algo más que un medio para retener la atención de ese nuevo lector del que no cabría esperar la paciencia con que el de los letrados había aprendido a seguir el desarrollo de razonamientos teóricos considerablemente abstractos: lo que con todo hace de ellas algo más que un recurso retórico es la convicción de que ellas ofrecen acceso privilegiado a las totalidades de sentido forjadas a través de la entera experiencia histórica de una colectividad.

Pero esas anécdotas siguen siendo a la vez parte del arsenal de recursos retóricos que están inventando a tientas los escritores que producen de cara a ese público nuevo. Precisamente gracias a tales recursos el argumento central de Facundo, de densidad y complejidad comparables a las que tradicionalmente encontraban vehículo en el tratado, puede envolverse sin violencia -tal como acaba de recordarnos Elizabeth Garrels-41 en la estructura del folletín. Pero esa estrategia expositiva, a la que Facundo debe un triunfo conquistado primero desde las columnas de un periódico, es la que le impide ser a la vez plenamente la obra que Sarmiento, según asegura en el prólogo, hubiese ambicionado ofrecer: a saber, la que haría para la América del Sur lo que la de Tocqueville hizo para la del norte.

Se ha visto cómo Sarmiento lo advierte muy bien y, aunque no está dispuesto a renunciar a ese público, teme que al destinar sus escritos a un circuito más amplio pero menos selecto que el tradicional de los letrados haya venido a restar legitimidad al triunfo que lo ha consagrado como escritor, en cuya celebración pone una cautelosa mesura del todo inhabitual en él. Esa cautela estaba aun más justificada de lo que él mismo advertía: sólo gradualmente iba a advertir la seriedad de las reservas con que era recibido por muchos de los lectores argentinos cuyo aplauso le interesaba sobre todo ganar; dos años después de Recuerdos y en medio de una desbridada polémica, Juan Bautista Alberdi, ahora su compañero de destierro en Chile, abroquelado en los títulos irrecusables que le confieren sus borlas doctorales y su próspero bufete, se encargará de recordarle que su estruendoso éxito como tal le ha ganado tan sólo un lugar en una suerte de equívoco demi monde de la vida letrada.42

Tras de seguir hasta el fin el desarrollo del argumento desenvuelto en Recuerdos parece posible concluir que Sarmiento no está él mismo totalmente persuadido de la validez de las conclusiones que se había propuesto inculcar a sus lectores acerca de sí mismo. Mientras su tentativa de presentarse como el hombre predestinado por la herencia de un pasado prestigioso para constituirse en protagonista de la empresa de redención nacional que proclamada inminente descansaba en una postulada continuidad con un pasado colonial del que ofrecía una imagen lo bastante desenfocada para ocultar lo que su legado tenía de más específico; por su parte la reválida de los títulos heredados de ese pasado, tanto bajo la figura del educador como la del escritor, ha puesto en descubierto demasiados aspectos problemáticos para que Sarmiento pueda identificarse sin reservas con ninguna de ambas.

Puesto que renuncia a cobijarse en ellas, sólo le queda abierta como vía de reivindicación una apuesta tan exorbitante que podría creerse desesperada: quien ha recorrido en vano pasado y presente en busca de títulos suficientes para justificar el papel protagónico que reivindica para sí en su país, se remite con más firmeza que nunca al futuro que ha de revelarlo como el predestinado regenerador requerido por esa esperanzada hora argentina. Como comienza a advertirse, la construcción del pasado y el presente sobre el futuro, que diferencia el testimonio autobiográfico de Sarmiento de los de sus compañeros de generación, es algo más que una consecuencia del momento en su trayectoria personal en que ese testimonio fue articulado en Recuerdos, y depende más bien de dos elementos permanentes en la visión que Sarmiento había elaborado de su propio lugar en el mundo.

El primero es una percepción más fina y precisa de la relación entre los dilemas que no ha logrado resolver en cuanto a su ubicación en el presente y la indeterminación e incoherencia que la atormentada etapa hispanoamericana que le tocó vivir imprimía a cualquier carrera pública. Si se esfuerza con sólo relativo éxito por convencerse de que es el influjo invencible de los tiempos el que le ha hecho imposible perfilar la suya sobre líneas más cercanas a las de sus ilustres antepasados, al completar su exploración está por lo menos razonablemente seguro de que su incapacidad de trazarse una carrera más convencional ha tenido consecuencias para él menos graves de lo que al comienzo había temido. Más aun: el avance zigzagueante que ha seguido hasta entonces, inventando a cada instante su rumbo mientras avanzaba sobre él, ha contribuido a aclimatarlo más exitosamente que a sus rivales en esa desorientada Hispanoamérica postrevolucionaria. Ya en sus primeras polémicas, mientras se descubría ante el superior saber de ese letrado por antonomasia que era Bello, no dejaba por eso de concluir que era precisamente esa superioridad la que hacía de su contrincante un anacronismo viviente. Al afirmarlo advertía mejor que sus compañeros de polémica romántica que el gran venezolano no era el nostálgico sobreviviente de un pasado que merecía morir, y que sus exigencias de rigor y mesura anticipaban por el contrario las de un tiempo que aún no había llegado, pero ello no tornaba a Bello menos ajeno a ese otro tiempo en que era su destino vivir y actuar, y que era más plenamente el de Sarmiento.

En el marco que ese tiempo ofrece, por otra parte, aun quienes emprenden con títulos menos discutibles que Sarmiento la reconquista de un lugar en la sociedad comparable al de los letrados en la de la colonia sólo en apariencia alcanzarán ese objetivo: en la dura polémica que en 1852 lo opone a Alberdi, los argumentos ad hominem que le asesta con inaudita violencia buscan todos mostrar cómo la adquisición oportuna de los títulos tradicionales en el mundo letrado no ha dado a la carrera de su contrincante la coherencia y ejemplaridad cuya ausencia éste denuncia acremente en la de Sarmiento.

Esa constatación tiene por corolario legítimo la negativa a reconocer ningún fracaso en el hecho de que luego de tantos triunfos su figura pública no haya alcanzado un perfil nítido y ejemplar. Esa ambición es sencillamente inalcanzable, y aunque es cierto que al renunciar a realizarla por los carriles heredados Sarmiento se ha condenado a desempeñar en el escenario hispanoamericano un papel distinto de los de Bello o Montt, ese papel no le parece ya menos valioso que los de éstos.

Ese modo de reconciliarse con su papel en el mundo está destinado a perdurar. En 1868, en el diario de su navegación entre Nueva York y Buenos Aires (donde, como sospecha ya al partir y confirma en el curso del viaje, le espera la presidencia de la República Argentina) incluye estas líneas confesionales:

Soy yo un ente raro... Soy el intermediario entre dos mundos distintos. Empecé a ser hombre entre la colonia española que había concluido, y la República que aun no se organiza.



Esa declaración que arraiga su rareza en la hora hispanoamericana bajo cuyos influjos se formó se acompaña de un inciso que revela que a su juicio no es ella la que lo diferencia de sus contemporáneos, sino su lúcida conciencia de ella y sus raíces («otros lo son más y no se aperciben de ello»).43 Pero las incongruencias que no hacen sino arraigarlo triunfalmente en su tiempo son rasgos básicos de una personalidad demasiado vigorosamente dibujada para que el éxito de la obra de redención colectiva que es su misión llevar adelante alcance a cancelarlos. La consecuencia paradójica es que ese éxito, lejos de consolidar su figura pública, no podría sino socavarla, ya que precisamente gracias a él será Sarmiento quien se habrá trasformado en un anacronismo.

Cuando, al final de su vida, Sarmiento contemple retrospectivamente su trayectoria, querrá apasionadamente creer que en efecto ha desempeñado exitosamente ese papel redentor que ha comenzado por asignarse a sí mismo. Pero ello no le impedirá percibir que ese éxito paradójico era el de quien, habiendo guiado a su pueblo a la tierra prometida, se descubre en ella más extranjero que en el desierto dejado atrás. En su último y brevísimo esbozo autobiográfico, de tono desafiantemente afirmativo, no hay ninguna amargura en la constatación de que del festín de la vida, en el triunfo presente como en los trabajos pasados, le tocó gozar sólo a hurtadillas: en ese país del que, como quiere apasionadamente creer, ha hecho en verdad su criatura, él es más que nunca un intruso.

Precisamente porque entiende mejor y asume más plenamente que sus compañeros de generación el papel del pensador, del hombre que, tras de avizorar el futuro, guía a una entera nación por el camino que conduce a él, Sarmiento se distancia radicalmente de ellos. La identificación con esa misión redentora se iba a revelar en éstos menos obsesiva (los veremos en efecto abandonarla como a una veleidad ya insostenible apenas descubran que el destino no se apresura a realizarla), y en cambio les preocuparía más sostenidamente la búsqueda de un lugar como intelectuales en el marco de esa dura etapa hispanoamericana que Sarmiento se cree llamado a cerrar con su acción. Y precisamente por ello tienen más que decirnos acerca del lento perfilarse de una nueva figura de intelectual, adecuada al perfil todavía impreciso de la vida pública en la Hispanoamérica republicana.





 
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