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1.       En el Suplemento de Moreri, impreso el año de 35, v. Christophe, se dice que el pintar gigante a San Cristóbal, viene de que en los siglos de ignorancia se creía que el que veía la imagen de San Cristóbal, no podía morir súbitamente (supongo que este privilegio era limitado al día en que se veía la imagen); por eso hacían la imagen muy grande, y la ponían a las entradas de los templos, para que de lejos pudiese verse. Allí se cita el siguiente verso de un poeta antiguo a este propósito:

                                                        Christophorum videas, postea tutus eris

 

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1. A las tradiciones populares falsas en materia de religión, que hemos impugnado en el Teatro, añadiremos aquí otras tres. Refiere la primera Guillermo Marcel en su Historia de la Monarquía francesa; y es que los druidas, sacerdotes y doctores de los antiguos galos, edificaron la iglesia de Nuestra Señora de Chartres, consagrándola a la Santísima Virgen antes que existiese, con esta profecía de su glorioso parto: Virgini pariturae. ¡Fábula extravagante! Los druidas eran gentiles, y aun a las comunes supersticiones añadían algunas particulares, entre ellas la cruelísima de sacrificar víctimas humanas, lo que Augusto les prohibió estrechamente. Pero no bastando este precepto a remediar el abuso, Tiberio cargó después más la mano, e hizo crucificar a algunos convencidos de este crimen. Con todo,   —367→   aún le quedó que hacer al emperador Claudio, al cual atribuyen los escritores la gloria de extirpar enteramente aquel horror. ¿Qué mérito tenían aquellos bárbaros, para que Dios les revelase tan de antemano aquel misterio? ¿O qué traza de adorar la Santísima Virgen antes de su existencia, los que después que esta Señora felicitó al mundo con su glorioso parto, y aun después de ejecutada la grande obra de la redención, persistieron en su idolátrica ceguedad?

2. La segunda tradición popular que notaremos aquí, está mucho más extendida. En toda la cristiandad suena, creído de muchos, que sobre el monte altísimo de Armenia, llamado Ararat, existe aún hoy la Arca de Noé, entera, dicen unos, parte de ella, afirman otros. Si los armenios no fueron autores de esta fama, por lo menos la fomentan; y poco ha, un religioso armenio, que estuvo en esta ciudad de Oviedo, afirmaba la permanencia de la arca en la cumbre de Ararat, no sólo de voz, más también en un breve escrito que traía impreso. Juan Struis, cirujano holandés, que estuvo algún tiempo cautivo en la ciudad de Erivan, sujeta a los persas y vecina al monte Ararat, dio más fuerza a la opinión vulgar con la   —368→   Relación que imprimió de sus viajes.

3. Éste refiere que en aquel monte hay varias ermitas donde hacen vida anacorética algunos fervorosos cristianos: Que el año de 1670 le obligó su amo a subir a curar un ermitaño, que tenía su habitación en la parte más excelsa del monte y adolecía de una hernia. Que gastó siete días en la subida del monte, caminando cada día cinco leguas. Que llegando a aquella altura, donde residen las nubes, padeció un frío tan intenso, que pensó morir; pero subiendo más, logró cielo sereno y ambiente templado. Que el ermitaño que iba a curar, y que en efecto curó, le testificó que había veinte años que vivía en aquel sitio, sin haber padecido jamás frío ni calor, sin que jamás hubiese soplado viento alguno, o caído alguna lluvia. En fin, que el ermitaño le regaló con una cruz, hecha de la madera del arca de Noé, la cual afirmaba permanecía entera en la cumbre del monte.

4. Esta relación logró un asenso casi universal, hasta que de la falsedad de ella desengañó aquel famoso herborista de la Academia Real de las Ciencias, Joseph Pitton de Tournefort, el cual, en el viaje   —369→   que hizo a la Asia a principios de este siglo, paseó muy despacio las faldas del Ararat, buscando por allí, como por otras muchas partes, plantas exóticas. Dice este famoso físico, citado por nuestro Calmet, en su Comentario sobre el octavo capítulo del Génesis, que el monte Ararat está siempre cubierto de nubes y es totalmente inaccesible; por lo cual se ríe Tournefort de que nadie haya podido subir a su cumbre. Cita Calmet, después de Tournefort, a otro viajero que vio el monte, y afirma también su inaccesibilidad a causa de las altas nieves que en todo tiempo le cubren desde la mediedad hasta la eminencia.

5. Aunque estos dos viajeros concuerdan en que el monte es impenetrable, y, por consiguiente, convencen de fabulosa la relación de holandés Struis, parece resta entre ellos alguna oposición, por cuanto si siempre está cubierto de nubes, como afirma el primero, no pudieron verse las nieves, como escribe el segundo. Pero es fácil la solución diciendo que la expresión de estar un monte siempre cubierto de nubes, no significa siempre estar de tal modo circundado de ellas que oculten su vista por todas partes. Basta que haya siempre nubes en el monte, aunque frecuentemente se vea descubierto por este o aquel lado, y aun por la cumbre. Acaso también en la traducción latina de Calmet, de que usó, hay en aquella expresión qui semper nubibus obtegitur, yerro de imprenta, debiendo decir nivibus,en vez de nubibus; equivocación facilísima, y que mucho mayores se encuentran a cada paso en esta edición. ¿Qué mucho, siendo veneciana?

6. Mas lo que decide enteramente esta duda, es el testimonio del padre Monier, misionero jesuita en la Armenia, el cual, hablando del monte Ararat, dice así: Su cumbre se divide en dos cumbres, siempre cubiertas de nieves y casi siempre circundadas de nubes y nieblas, que prohíben su vista. A la falda no hay sino campos de arena movediza, entreverada con algunos pobrísimos pastos. Más arriba todas son horribles rocas negras, montadas unas sobre otras, etc. (Nuevas memorias de las misiones de Levante, tomo III, capítulo II).

7. La tercera y última tradición popular que vamos a desvanecer, o a lo menos proponerla como muy dudosa, aún es más universal que la segunda, y tiene por objeto el celebradísimo caso de los siete durmientes. Éstos, se dice, fueron siete hermanos de una   —370→   familia nobilísima de Efeso, los cuales, en la terrible persecución de Decio se retiraron a una caverna del monte Ochlon, vecino a la ciudad, donde cogiéndolos un sobrenatural y dulce sueño, estuvieron durmiendo ciento cincuenta y cinco años; esto es, desde el 253 hasta el 408, en el cual despertando, y juzgando que el sueño no había durado más que algunas horas, enviaron al más joven de los siete a Efeso para que les comprase alimentos; que éste quedó extremamente sorprendido, cuando vio el estado de la ciudad tan mudado, y en muchos sitios de ella cruces colocadas. En fin, Efeso gentílica totalmente convertida en Efeso cristiana: que imperaba entonces Teodosio el Junior. Los nombres que dan a los siete hermanos, son: Maximiano, Malco, Martiniano, Dionisio, Juan, Serapión y Constantino. Omito otras circunstancias de la historia.

8. Baronio en el Martirologio, a 27 de julio, citado por Moreri, siente que lo que hay de verdad en ella es que estos santos habiendo padecido martirio en la caverna, imperando Decio, fueron después hallados sus cuerpos incorruptibles en tiempo de Teodosio el Junior, y que el epíteto de durmientes vino por equivocación de haberse en algún escrito significado su muerte con el verbo dormio u obdormio, expresión frecuente en la Escritura y aun en el uso de la Iglesia. Los autores que refieren esta historia no concuerdan en la data. Dicen unos que los siete hermanos despertaron el año 23, y otros el año 38 del imperio de Teodosio. No concuerdan tampoco en el nombre del obispo que había a la sazón en Efeso. Unos le llaman Maro, otros Stefano, y ni de uno ni otro nombre se halla alguno en la serie de los obispos de Efeso. Añado que el año de 253, en que se dice padecieron los santos la persecución de Decio, ya Decio no vivía, pues murió a lo último del de 251.

9. El autor más antiguo, a quien se atribuye la relación de este admirable suceso, es San Gregorio Turonense, el cual fue más de siglo y medio posterior a él; por consiguiente, pudo padecer engaño. Mas no es esto lo principal, sino que el libro en que se refiere esta historia, es falsamente atribuido a San Gregorio Turonense, como prueba Natal Alejandro, de que en la enumeración que de sus escritos hace este santo en el epílogo de su Historia, no nombra éste.

 

3

El agudo donaire que en este número apuntamos, de cierto diputado de una ciudad de Italia a un Sumo Pontífice, sin nombrar personas por no acordarnos entonces de ellas ni del autor en quien habíamos visto la especie, hallamos después ser referida por el padre Juan Esteban Menochio en el tomo II de sus Centurias, centur. 6, cap. 48, citando por él a Papirio Masón y Abrahán Bzovio, y pasó de este modo. Estando enfermo el Papa Urbano V en Viterbo, envió la ciudad de Perusa tres comisarios a solicitar con Su Santidad la expedición de cierto negocio. Uno de ellos, que era doctor, y por su grado le tocaba hablar, compuso y mandó a la memoria una larguísima oración sobre el asunto, siendo tan necio que por más que los compañeros le instaron a que la cortase, no quiso hacerlo. Llegado el caso de la audiencia, enfiló el importuno doctor   —346→   toda su molestísima obra, haciéndosela malísima al Papa, que estaba enfermo a la sazón; pero siendo Urbano de genio benignísimo, le toleró sin cortarle o interrumpirle, aunque se dejaba ver la violencia que en ello se hacía. Acabada la oración, el Papa, sin negar ni conceder, preguntó a los diputados si querían otra cosa. Entonces uno de los otros dos, que era muy discreto y había notado la náusea con que el Papa había escuchado al doctor, le dijo: Santísimo Padre, otra cosa ha insertado nuestra ciudad en la comisión, y es que si vuestra Beatitud no nos concede prontamente lo que pedimos, nuestro compañero vuelva a relatar todo su sermón. Cayó grandemente en gracia al Papa el donaire y, celebrándole, condescendió al punto en la demanda.

 

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1. El P. Gobat, tomo IV, núm. 955, con las palabras mismas de Bartolomé Casaneo, a quien cita, refiere que parte del Ducado de Borgoña abunda de unos animalejos mayores que moscas, sumamente perniciosos a las viñas, y el remedio que buscan los naturales contra aquella plaga es que el provisor del obispado a quien pertenece aquel territorio ponga precepto a dichos animalejos para que desistan de hacer daño a las vides, lo que con consentimiento del obispo ejecuta, y cuando no obedecen, se procede contra ellos con censuras en toda forma.

2. Sobre este hecho propone el mismo Casaneo cuatro cuestiones: la primera, si aquellos animalejos pueden ser citados a juicio. La segunda, si pueden ser citados por procurador; y si en caso de ser citados personalmente pueden comparecer por procurador ante el juez que los cita. La tercera, quién es su juez competente. La cuarta, qué modo de proceder contra ellos se debe observar. Responde a la primera y segunda cuestión afirmativamente. A la tercera dice que el eclesiástico es su juez competente, por la razón de que la mayor parte de las viñas de aquel territorio pertenecen a personas eclesiásticas, y los que dañan a éstas pueden ser castigados por el juez o superior de ellas. A la cuarta, resuelve que pueden ser anatematizados por el juez eclesiástico.

3. Después de referir todo esto el P. Gobat dice que muchos   —353→   tienen por ridículas las expresadas decisiones de Casaneo, y que él no las aprueba, como comunísimamente no las aprueban los doctores españoles, italianos y alemanes. Añade luego la sentencia que da en el asunto el P. Teófilo Raynaudo, el cual condena por abuso y desvarío poner pleito o proceder por modo judicial contra las bestias, y que es muy ocasionado este abuso a que se mezcle con él algo de superstición: Est abusus (dice), este enim ad minimum anilis nugacitas litem intendere bestolis; nec proclivius quidquam est, quam ut cum ea animalitate supersticiosus, et damnabilis ritus adhibeatur.

4. Los ejemplos que se refieren de algunos Santos, que anatematizando o maldiciendo a varias bestias perniciosas lograron el efecto o en su muerte o en su expulsión nada prueban a favor de aquella práctica, ya porque éstas no fueron verdaderas excomuniones, sino similitudinarias, ya porque aquellos santos no obraron en virtud de jurisdicción alguna ordinaria, sí sólo en fuerza de una autoridad sobrenatural y milagrosa con que Dios en aquellos casos quiso favorecerlos.

 

5

Libro I. de Locis, cap. 2.

 

6

Satyric. p. 4, capítulo 12.

 

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NOTICIA Y VANIDAD DE LOS FILTROS

1. Fue notable descuido, que tratando de las causas del amor, especialmente de la que llamamos dispositiva, no nos ocurriese tocar algo de los filtros. Pero ahora supliremos esta falta, porque importa mucho desterrar uno u otro error que hay en esta materia. Filtro, voz griega, significa droga o medicamento destinado a conciliar el amor de alguna persona. Dícese que los hay de dos maneras: unos supersticiosos, diabólicos, pertenecientes a la magia negra; otros lícitos, naturales, pertenecientes a la magia blanca.

2. De la posibilidad de los primeros no se debe dudar; porque prescindiendo de las historias, que califican su existencia, entre las cuales es bien verosímil haya no pocas fabulosas, es cierto que puede el demonio dar una tal disposición al cerebro de cualquier persona, que, en virtud de ella, un objeto que antes no le agradaba, haga en él una impresión gratísima, por la cual conciba el sujeto una vehemente inclinación a aquel objeto.

3. Pero es bien advertir que rarísima vez permite Dios al demonio   —379→   esta operación; y así, comunísimamente, se frustran los encantamientos o hechizos amatorios; quedándose los desdichados que usan de ellos, con la horrenda mancha de tan atroz delito y ardiendo justamente sin alivio alguno en la impura llama que les indujo a cometerle. Esto dicta claramente el concepto que debemos hacer de la divina Providencia. ¿Qué fuera del mundo, qué fuera de los hombres, si Dios le dejara al demonio ejecutar todo lo que puede, o todo lo que solicitan de él algunos perversos que no dudan sacrificar el alma a la satisfacción del apetito? Esto mismo confirma la experiencia; pues se sabe de muchos, que tentando por tan detestable medio el desahogo de sus pasiones, no lograron el fin pretendido. Esto es, en fin, conforme a la malignidad del demonio, que, porque de todos modos padezca el hombre, procura inducirle al delito y privarle del fruto del deleite.

4. Insufrible es la simpleza del vulgo en esta materia. Apenas se ve alguna pasión de amor vehementísima y contumaz, que muchos no sospechen que es causada de hechizo. Y tal vez se llega a la extravagancia de sospecharle, aun cuando de parte del objeto amado se reconoce bastante atractivo. Insigne necedad es inferir causa preternatural donde la hay naturalísima. Habíanle dicho a Olimpias, mujer de Filipo de Macedonia, que una mujer baja, de quien Filipo estaba ciegamente enamorado, le había dado sin duda hechizos. Hizo Olimpias traerla a su presencia, como ya dijimos en otra parte, y viendo que era muy linda, con afabilidad bien extraña en mujer celosa, la dijo: ¡Ah hija mía! Tu cara te defiende de la acusación de hechicera, pues no es menester más hechizo que tu hermosura para prendar cuantos la vieren. Parece que con alguna apariencia de razón se discurre en hechizos cuando el amor es muy grande y muy tenaz, y el   —380→   objeto amado de corto o ningún mérito. Mas también este concepto es harto irracional, siendo tan fácil advertir, que las prendas conciliativas del amor son respectivas. Agrada a uno lo que desagrada a otro. No hay en el mundo dos hombres perfectamente semejantes en el gusto, así como no los hay perfectamente semejantes en el temperamento. A diversa temperie y distintos órganos, es consiguiente hacer diversa impresión los objetos. La gran pasión de Enrique II de Francia (que acaso no se vio hasta ahora otra mayor, más contumaz ni más desreglada en príncipe alguno) por Diana de Poitiers, duquesa de Valentinois, aun cuando esta señora era o pasaba de quincuagenaria, hizo decir a muchos en Francia, que Diana le había dado hechizos a Enrico. ¡Necedad pueril! Si aquella señora fuese hechicera, no se viera tan ultrajada por la reina viuda, como efectivamente se vio, luego que murió Enrico; pues pudiera hechizar a la Reina, como al Rey. Algunos refieren, que Diana aun en edad tan avanzada era hermosa; y cuando no lo fuese para los ojos de los demás, podía serlo para los del Rey; esto es, podía tener algunas gracias de gran valor respectivamente a la temperie y genio de aquel monarca.

5. Del mismo modo decían muchos en Francia que el duque de Luxemburgo, ilustre guerrero del siglo pasado, tenía hechizos con que se hacía amar de las mujeres. Esta voz no tenía otro fundamento que el que en efecto era bien visto de ellas comúnmente, siendo así, que era de pequeña estatura y rostro feo. Pero ¿quién no ve, que tenía aquel general otras partidas mucho más eficaces para lograr el amor de las mujeres, que la gentileza del cuerpo y buena disposición de facciones? Era en grado eminente intrépido y bravo. Esta es una prenda superior a todas las demás en la estimación del otro sexo; mucho más siendo acompañada de feliz y acertada conducta, como lo era en el duque de Luxemburgo.

6. Quisiera yo, y sería importantísimo, que todos los hombres de razón, especialmente los que tuviesen oportunidad para hacerlo por medio de la pluma y de la prensa, concurriesen a desterrar del vulgo estas necias aprehensiones. Aquellos nimiamente crédulos autores, que en sus escritos amontonaron relaciones de encantamientos, hicieron, sin pensarlo, gravísimo daño al mundo, porque persuadiendo, con la multitud de hechicerías y hechiceros que refieren, que el ser hechicero no consiste más que en quererlo ser, han   —381→   dado ocasión a que muchas de aquellas almas infelices que no siguen otra ley que la de su apetito, o por sí mismas directamente, hayan invocado el auxilio del demonio para logro de sus depravados designios, o por lo menos hayan solicitado para el mismo fin el sufragio de alguna persona, a quien el error del vulgo haya puesto en la opinión de saber hechicerías. Hay de esto en el mundo mucho más que lo que algunos podrán imaginar. Poco ha murió en esta ciudad de Oviedo una inmunda, derrengada, misérrima y embustera vieja que se interesaba en persuadir a gente rústica y tonta, que sabía hechizos para muchas cosas, por sacar seis u ocho cuartos de cada uno que la viniese a comprar drogas, y no faltaban compradores. A éste daba una haba o grano de alguna planta, para que siempre que la tuviese consigo, ganase al juego; a aquél una piedrezuela para hacerse amar de las mujeres; al otro enseñaba unas palabras para salir libre de cualesquiera peligros, etc. El efecto era quedar burlados, sin lograr nadie su intento. Dijo bien la vieja, llegando el caso de prenderla por el rumor de que era hechicera, cuando estaba ya postrada, sin poder moverse, en una sucia y pobrísima cama: Si yo fuera hechicera ni estuviera como estoy ni estuviera aquí. Murió dentro de pocos días; con que no tuvo lugar para darle el castigo que merecía por sus embustes; que de hechicera tenía tanto como de linda.

7. Es, pues, de grandísima importancia, y aun necesidad, mudar enteramente el concepto del vulgo en esta parte, y persuadirle (lo que es verdad) que las hechicerías son sumamente raras; que un hechicero realmente tal es una rara avis in terra; que los poquísimos o rarísimos que hay, tienen un poder limitadísimo, no permitiendo Dios al demonio que los auxilie, sino para una u otra cosa de leve importancia; que antes que Cristo viniese al mundo era mayor la facultad del demonio, y así había entonces más hechiceros, y aun acaso hay hoy más en aquellas tierras bárbaras donde no es venerado el nombre de Cristo, mas no donde la cruz y el crucifijo tienen a los demonios a raya; que en muchos libros se encuentran infinitas patrañas en materia de mágica por la facilidad de los autores en creer a gente embustera; que muchos de los que han sido castigados por hechiceros, sin serlo en realidad, fueron justamente castigados: unos, porque hicieron obras o dijeron palabras ordenadas a implorar el favor del demonio, aunque éste no haya correspondido a sus ruegos; otros, porque fingiéndose tales, hicieron caer en el detestable crimen de pacto con el demonio a algunos a quienes persuadieron podrían lograr por medio de él lo   —382→   que deseaban; que en algunas regiones o territorios hubo nimia facilidad en creer acusaciones de hechicería, sobre que se puede ver lo que hemos escrito en el tomo IV, discurso IX, número 15, 16, 17 y 18, y desde el 29 hasta el 32 inclusive. Persuadido el vulgo a estas verdades, se evitarán muchos atrocísimos pecados, pues los más resueltos a sacrificar el alma a sus pasiones, se abstendrán de solicitar pacto con el demonio, estando desesperanzados de lograr por este medio sus designios.

8. Siendo inútiles por lo común, o casi siempre, los filtros supersticiosos para conciliar el amor, los naturales nunca dejan de serlo. Es lo mismo que decir que no hay tales Filtros. Lo que aseguran los autores dignos de fe, que han tocado este asunto, es que el único efecto que se ha observado en las pociones, o drogas destinadas a conciliar el amor, es quitar el juicio o la vida, o juntamente uno y otro, a las personas a quienes se aplicaron. Y no se entienda, que aquí quitar el juicio, signifique inducir una pasión amorosa, tan vehemente, que perturbe la razón; sino causar una locura rigurosamente tal, furiosa por la mayor parte, y totalmente inconexa con los síntomas del amor. Léanse a este propósito varias historias. Cornelio Nepos, citado por Plutarco, dice que aquel famoso general Lucilo, célebre por las muchas victorias que obtuvo sobre Mitrídates, le quitó el juicio, y luego la vida una poción que le dio el liberto Calístenes, a fin de ser amado de él. Eusebio refiere que al poeta Lucrecio sucedió la misma desventura, porque Lucila, su mujer, creyéndole tibio y aun sospechándole infiel, con un filtro quiso asegurar su buena correspondencia, el cual le enfureció de modo que se quitó la vida. Aristóteles cuenta de otro, a quien habiendo dado una mujer una poción amatoria, al instante cayó muerto. De Federico, duque de Austria, electo rey de romanos, escribe Cuspiniano, que le quitó la vida otra mujer, usando del mismo medio, no para que la amase a ella, sino a su marido. De tiempos más cercanos a nosotros se escriben también semejantes tragedias. El autor del libro Caprices d'imagination refiere la de un cordonero de Witemberg, que enloqueció y murió loco por el mismo principio. Lo que cuenta Bayle de Pedro Lotiquio, poeta alemán, y de no vulgar erudición entre los protestantes, tiene algo de singular. Hallándose éste en Bolonia, la huéspeda, en cuya casa se aposentaba, estaba enamorada de un eclesiástico, que vivía en la misma posada, pero que no la correspondía; y para inducirle a amarla, le preparó en la sopa, que había de tomar a medio día, no sé qué droga amatoria. Eran compañeros de   —383→   mesa Lotiquio y el eclesiástico; sucedió que para el gusto de éste estaba la sopa demasiadamente crasa, por lo que Lotiquio, que no era tan delicado, se aprovechó de ella, pero con gravísimo daño suyo; porque aunque revuelto luego el estómago, arrojó por vómito parte del filtro, quedó lo bastante para ocasionarle una fiebre peligrosísima, en que se le cayeron todas las uñas, y aunque convaleció, quedó siempre algo dañado.

9. Supongo que no todos aquellos ingredientes, en quienes se ha imaginado virtud para conciliar el amor, producen estos malos efectos; sí sólo éste o áquel determinadamente, en quienes hay cualidad venenosa, porque de algunos otros que se leen en los autores, consta que no la tienen. Pero lo que de unos y otros generalmente se debe asegurar, es que ninguno tiene virtud atractiva del corazón. Porque demos que haya tal medicamento que inmute la temperie de un hombre, de modo que resulte de la inmutación una índole muy amorosa o una furiosa inclinación a la lascivia. Esta inclinación será general, y no respectiva, y determinada al sujeto que le dio la droga, porque para esta determinación no se puede concebir influjo en ella.

10. En varios autores, antiguos especialmente, se leen diversos ingredientes, a quienes se ha atribuido esta quimérica virtud. El más decantado de todos es el hippomanes. Pero este nombre se halla aplicado a tres cosas diferentes. En unos autores significa una cosa, en otros otra; pero a todas tres se atribuye la virtud de conciliar el amor. Por justos motivos omito hablar de los primeros y principales significados. Recato a los lectores discretos un rasgo de erudición curiosa, por evitar a los que no lo son algún tropiezo. El tercer significado es una hierba. Con esta significación se halla la voz hippomanes en algunos autores. Pero ¿qué hierba es ésta? o ¿qué nombre tiene entre los modernos la que llaman hippomanes los antiguos? Aún no está decidido. Tres opiniones he hallado sobre el asunto cuya disquisición nada nos importa. Lo que conviene saber es que no hay hierba alguna en el mundo capaz de producir un grano de amor.

11. Sin embargo, muchos del vulgo están persuadidos a que hay una hierba eficaz para esto. Y lo peor es que haya autores que patrocinen este error del vulgo. Con bastante disgusto mío he visto comprehendidos en este número dos bien conocidos en la república literaria. El primero es el Illmo. Sr. D. Fr. Antonio Guevara. El segundo, Juan Bautista Helmoncio.

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12. El Sr. Guevara en la Vida del emperador Marco Aurelio, que dio a luz como escrita por el mismo príncipe, dice que éste conoció en la hierba llamada flavia, la cual nace en la isla Lethir, sobre el monte Arcadio, la peregrina virtud de que cualquiera que tocase con ella a otra persona, se hacía amar de ella con una pasión vehemente, que jamás se extinguía, y que el mismo emperador hizo la experiencia en uno a quien tocó con el jugo de dicha hierba, y produjo en él un amor grande, que se terminó en su muerte.

13. Para demostrar a los lectores la ninguna fe que merece esta narración, es menester ponerles delante la desestimación grande que hacen los críticos de los escritos históricos de este prelado, aunque sujeto, por otra parte, dotado de ilustres prendas. D. Nicolás Antonio dice que el Sr. Guevara dio a luz sus propias ficciones, como que eran noticias halladas en escritores antiguos; atribuyó a otros autores narraciones que forjó él mismo y trató las historias de todos los tiempos, como si fueran las fábulas de Esopo o las portentosas invenciones de Luciano: Illud commiseratione potius quam excusatione indiget, talis famae virum putasse licere sibi ad inventiones proprii ingenii pro antiquorum proponere, et commendare, foetus suos aliis supponere ac denique de universa omnium temporum historia, tamquam de Aesopi fabulis, portentosive Luciani narrationibus ludere. Y luego añade que el mismo juicio hizo de los escritos del Sr. Guevara el Illmo. Cano.

14. El gran Antonio Augustino en el Libro X de sus Diálogos sienta que Guevara fingió historias romanas, y contó cosas que los mortales no habían visto, ni oído; estampó sueños que en ningún autor se hallan e inventó nombres de escritores a quienes atribuirlos.

15. El jesuita Andrés Scoto en la Biblioteca Hispana refiere que Pedro Rúa, doctísimo español, natural de Soria, en tres largas y eruditísimas cartas que escribió al Sr. Guevara confutó muchísimas ficciones suyas: Antonii Guevarae (qui tunc solus doctrinae, et eloquentiae arcem tenere videbatur) errores, mendaciaque in historiis antiquorum, veteribusque monumentis lapidum, et nummorum explicandis egregie refellic. Añade el padre Scoto, que se admira de que las cartas del Sr. Guevara hayan sido tan aplaudidas, cuando están ya en la opinión de contener (es hipérbole) tantas mentiras como cláusulas, quae tot mendaciis, quod versibus scatere dicantur. Y concluye insinuando, que aunque Rúa notó muchos errores, son en mucho mayor número los que dejó de notar: Rua itaque de tot millibus multa indicavit, facemque praetulit, ne quis post hac credulus in errorem induceretur.

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16. Por lo que mira a su Vida de Marco Aurelio, que es la obra que nos condujo a esta crítica, el famoso crítico Gerardo Juan Vosio, a quien citándole, insinúan dar asenso don Nicolás Antonio y Pedro Bayle, sienta que aquella obra toda es supuesta por dicho prelado, sin tener cosa alguna del autor a quien la atribuye: Vita illa Marci Aurelii Antonini, quae ab Antonio Guevara, Mindoniensi Episcopo Hispanice, edita est, eaque e lingua in alias permultas translata fuit, nihil Antonini habet, sed tota est supposititia, ac genuinus Guevarae ipsius foetus, qui turpiter os oblevit lectori, plane contra officium hominis candidi, maxime episcopi.

17. No sin dolor he manifestado el concepto que reina entre los eruditos, de la poca veracidad histórica del Illmo. Guevara, varón, por otra parte, muy digno de la común veneración. Pero fuera de que la obligación de desengañar al público debe prevalecer a cualquier particular respeto, pertenece con propiedad al asunto de mi obra impugnar la estimación que se da a las noticias históricas del Illmo. Guevara, por ser dicha estimación, o el concepto en que se funda la estimación, un error común y popular. Añádese que la materia que aquí estamos tratando ofrece un motivo especial y de mucho peso para desautorizar con los lectores la cualidad de historiador del Sr. Guevara. Fácil es conocer cuánto importa desterrar del vulgo la persuasión de que hay hierbas que tengan virtud de conciliar el amor, para evitar a muchos el riesgo de inquirirlas, perdiendo en esta investigación el tiempo, el honor y aun el alma. Para lograr este fin, es preciso mostrar que no es fidedigna la Historia de Marco Aurelio, dada a luz por el Illmo. Guevara; porque si lo fuese, como en ella se introduce el mismo emperador, certificando por experiencia propia la eficacia de la dicha hierba flavia para ganar los corazones, y por otra parte la conocida gravedad y entereza de Marco Aurelio es un fiador de su veracidad, habría un gran fundamento para creer la existencia y virtud de dicha hierba. No obstante, si alguno quisiere defender que todo lo que escribió de historia tan ilustre prelado, se debe presumir lo copió de otros autores, no lo impugnaré, como se me conceda, que lo copió de autores fabulosos. Entretanto, quisiera saber en qué parte del mundo están la isla Lethir y el monte Arcadio, donde nace la hierba flavia; porque ni el nombre de esa isla ni de ese monte pude hallar en los diccionarios que tengo.

18. El segundo autor que nos asegura haber o hierba o hierbas conciliativas del amor es Juan Bautista Helmoncio. Dice este autor*,   —386→   que hay una hierba (nada rara, antes que a cada paso se encuentra), la cual, si alguno toma en la mano, y la tiene en ella hasta que tome algo de calor, y después con la mano así caliente, cogiendo la de otra persona, la detiene hasta calentarla un poco, al momento la inflama en su amor. Añade Helmoncio que aún en un perro comprobó esta verdad; pues habiendo, con el requisito expresado, cogido un pie del bruto, éste le siguió, dejando la ama que tenía, aunque no le había visto jamás, y muchas noches estuvo aullando delante de su aposento.

19. Para conocer cuán indigno de fe es Helmoncio, véase lo que hemos escrito de él en el Tomo III, discurso II, número 34. Y sobre aquello aún tenemos no poco que añadir. Fue Helmoncio apasionadísimamente inclinado a referir virtudes prodigiosas, ya de la naturaleza, ya del arte, que no hay, ni en el arte, ni en la naturaleza. Buena prueba es de lo primero, lo que afirma, como indubitablemente comprobado con muchos sucesos, de la increíble virtud de la piedra turquesa (supongo que eso significa la voz turcois de que usa), que el que la trae consigo, aunque caiga de una gran altura, no padece la menor lesión, porque el efecto del golpe se transfiere enteramente a la piedra. Después de referir tres casos, nombrando los sujetos a quienes sucedió, trayendo la piedra en un anillo, siendo precipitados de sitio eminente, hacerse pedazos la piedra, sin padecer ellos algún daño; añade que podría referir otros diez casos semejantes: Possem adhuc decem casus similes referre; sed dicta sufficiant, quoniam exinde constat gemmae virtutem magnam esse praeservandi a lesione, et transferendi ictum in se.** Que hable de la piedra que llamamos turquesa, que de otra cualquiera, ¿quién no ve que es quimérica la virtud que le atribuye?

20. Lo segundo se califica sobradamente con los milagros médicos que publicó de su alkaest y de la piedra de Buthler. Alkaest, voz química, significa menstruo o disolvente universal; esto es, que tiene virtud para desatar todas las substancias corpóreas, reduciéndolas a sus primeros principios o materia primigenia, de que se forman. En algunos autores alkaest es voz genérica, común al disolvente universal y a los que sólo lo son respecto de este o aquel mixto; mas ésta es mera cuestión de nombre. El primero, que se jactó de poseer el gran secreto de alkaest o disolvente universal, fue Paracelso, y el segundo, su sectario Helmoncio, calificándole de remedio universalísimo y eficacísimo para todo género de enfermedades, en lo cual sin duda mintió; pues sobre   —387→   la dificultad y aun imposibilidad que se representa en que haya algún remedio universal, consta, como ya notamos en el lugar citado arriba, que Helmoncio no pudo curar varias enfermedades que eran absolutamente curables; por consiguiente, su alkaest no tenía la virtud que él predicaba, o él no tenía tal alkaest.

21. De la piedra medicinal de Butler no quedó más noticia, que la que dio el mismo Helmoncio. Era Butler un quimista Irlandés, a quien trató y con quien trabó amistad Helmoncio en Flandes. Éste, según la relación de Helmoncio, curaba todas las enfermedades con una piedra, no natural, sino ficticia, de tan rara eficacia, que una gota del aceite en que se infundiese por breve tiempo la piedra, aplicada, ya a la punta de la lengua, ya a otra alguna parte del cuerpo, prontamente sanaba aun enfermedades envejecidas, radicadas en lo íntimo de la complexión, y rebeldes a todos los demás remedios. Esta noticia sobre tener contra sí los argumentos que prueban la imposibilidad de remedio universal, padece nuevas dificultades en la minutísima dosis del remedio, su leve aplicación y su prontísimo efecto. Añádese (y ésta es una consideración de gran peso para reputar la narración fabulosa) que ningún escritor, exceptuando Helmoncio y los que citan a Helmoncio, hace memoria ni de aquel admirable quimista ni de su admirable piedra. Yo, por lo menos, aunque he leído en muchos la noticia de Butler, y de las prodigiosas curaciones, que obraba con su piedra, ninguno he visto que hable sino fundado en la testificación de Helmoncio. ¿Cómo es posible que en un tiempo en que la Europa estaba llena de escritores médicos, muchos no conociesen por sí mismos, y tratasen a un quimista que andaba vagueando fuera de su tierra y haciendo curas admirables? ¿Ni cómo es posible, que conociéndole muchos, ninguno, a la reserva de Helmoncio, quisiese estampar tan portentosa raridad?

22. Así no se puede dudar de que Helmoncio, aunque tuvo un genio particularísimo para la medicina, y ya por su mayor habilidad, ya por su mayor osadía, hizo varias curaciones que juzgaban imposibles otros médicos (bien que juntamente es harto verosímil que muriesen algunos a sus manos, que vivieran, sino hubieran caído en ellas); no se puede dudar, digo, que tuvo mucho de charlatán. Por lo que dijo de él Sebastián Scheffer***, multum certe fallitur, qui ejus credit jactabundis vocibus. Y el célebre Boerhaave**** prueba largamente   —388→   lo mismo; añadiendo, que en sus escritos, los cuales repasó con gran cuidado, halló innumerables contradicciones. Por lo que se debe considerar este autor totalmente indigno de fe en lo que refiere de la hierba amatoria como en otras muchas cosas.

23. Tales como hemos visto, son los autores, que por experiencia nos aseguran la eficacia de alguna hierba para conciliar el amor.

24. Aun de mucho mayor desprecio son merecedores aquellos secretistas ridículos que recomiendan esta virtud en algunas piedras, anillos y otras cosas. Un librito con el título De Mirabilibus que ha corrido debajo del nombre de Alberto Magno, obra sin duda de algún insigne embustero que quiso darla curso al favor de tan esclarecido nombre, hizo creer a gente simple esta y otras monstruosas patrañas que después, citando a Alberto, copiaron Wequero, Mizaldo y otros autores de secretos. Allí se halla que la piedra de la águila tiene la preciosa virtud de que hablamos; lo mismo el corazón de la golondrina; lo mismo el de la paloma. Dicho libro está condenado por el Santo Tribunal, y declarado también, que no tiene por autor a Alberto Magno; lo que es evidentísimo, pues no se ha escrito jamás igual colección de fábulas ridículas con título de Secretos admirables.

25. La de anillos construidos debajo de tal o cual aspecto, de estos o aquellos astros, con cuyas notas o figuras se sellan, y eficaces, por la virtud comunicada de ellos, para atraer las voluntades, curar dolencias, etc., ha logrado alguna aprobación entre no pocos dominados de una especie de fanatismo astrológico, que imaginan influencias misteriosas y una armonía como mágica entre los cuerpos celestes y sublunares. A esto aluden dos dísticos de Hugo Grotio, contenidos entre otros muchos, que hizo en elogio del anillo:

Annule, qui pestem, faedumque arcere venenum

Pectore, qui philtri crederis esse loco:

Annule, qui magica non servis inutilis Arti,

Cum tua sideris est rota picta notis.

26. No fue hombre Hugo Grotio, cuyo carácter dé lugar a la sospecha de que creyó lo que estampó en estos versos, de que los anillos sellados con notas astrológicas, tengan virtud para curar enfermedades y eficacia de filtros amatorios. En vez de ser de tan fáciles creederas aquel famoso Holandés, incidió en errores perniciosísimos por nimiamente incrédulo. Pero habló según la opinión de muchos que erradamente lo entendieron así; y escribiendo en alabanza de los anillos, como poeta, no se le debe culpar que introdujese algunas fábulas en el elogio.

  —389→  

27. Gayot de Pitaval en el tomo XIII de las Causas célebres refiere una historieta graciosa, concerniente a la virtud de los anillos, para el efecto de que tratamos, la cual dice leyó en un autor contemporáneo de Carlo Magno, persona principal en el asunto de dicha historieta. Fue el caso que habiendo fallecido una concubina de Carlo Magno, a quien aquel príncipe amaba con extremo, perseveró en él la misma pasión en orden al cadáver; de modo que no podía apartarse de él. Pasáronse algunos días, en cuyo espacio el cadáver llegó a aquel grado de corrupción en que ya era intolerable su hedor; pero insensible a él Carlo Magno, y sólo sensible a la llama amorosa que ardía en su corazón, no podía apartar el cuerpo ni los ojos de aquel objeto, cuya presencia era el único alivio que podía lograr en su dolor. Un obispo, notando un anillo que tenía la difunta en un dedo, y sospechando que acaso del anillo procedía la pasión del Emperador por haberse construido con las observaciones astrológicas necesarias para tal efecto, se le quitó y le trasladó a un dedo suyo. Al punto que lo hizo, sintió el Emperador la infección del cadáver y lo hizo enterrar; pero todo el afecto que antes tenía a la difunta concubina, mudando de objeto, se transfirió a aquel prelado; de modo que ya no podía sufrir que se apartase de sus ojos. Asegurado entonces el obispo de la virtud mágica del anillo, le arrojó al Rhin. Mas ¿qué sucedió? La virtud magnética del anillo a cualquier parte donde iba, llevaba consigo arrastrado el corazón de Carlo Magno. Olvidado ya enteramente de la concubina y del obispo, sólo al río, donde se había sumergido el anillo, miraba con amor y todo su deleite era pasearse a las márgenes del Rhin, enfrente del sitio donde se había arrojado el anillo.

28. Gaspar de los Reyes, citando al Petrarca, refiere el mismo suceso con alguna variedad en una u otra circunstancia. El anillo, según este autor, no estaba en la mano sino debajo de la lengua de la concubina. El prelado que descubrió que él era la causa de la extraordinaria pasión del Emperador fue el arzobispo de Colonia, de quien dice que lo supo por revelación. De la experiencia de la virtud del anillo, ni en el prelado ni en el Río, nada dice Reyes; de que infiero que nada de esto halló en el Petrarca.

29. Si esta historia fuese capaz de que se le diese alguna fe, ya se ve que debiéramos preferir la relación de Pitaval a la de Reyes, porque aquél dice haberla leído en autor contemporáneo a Carlo Magno, y éste en autor posterior a Carlo Magno algunos siglos. Pero una fábula   —390→   ¿qué importará que se cuente de este o aquel modo? Es de discurrir que esta variación dependió de que el Petrarca, habiendo leído aquella narración en algún autor antiguo, o el mismo, o distinto de aquél donde la leyó Pitaval; y considerando que la circunstancia de transferirse el amor de la concubina al prelado y del prelado al río, le daba un carácter sensibilísimo de patraña, dejó fuera dicha circunstancia para hacer la historia creíble; a lo que conducía también añadir que el arzobispo había conocido la causa de aquel extraordinario afecto por revelación, lo que de otro modo era difícil.

30. Mas dirá alguno: ¿por qué no se ha de creer a un autor contemporáneo al suceso? Respondo lo primero, porque el suceso es inverosímil. Respondo lo segundo, porque no tenemos certeza de que el autor fuese contemporáneo, aunque suene serlo. ¡Cuántas historias se han supuesto a autores antiguos que no tuvieron alguna parte en ellas! Respondo lo tercero, que la circunstancia de contemporáneos no debe hacer mucha fuerza para dar asenso a aquellos autores que escribieron antes que hubiese imprenta; como ni tampoco a aquellos, que después que la hay, no escriben para imprimir. La razón es, porque los manuscritos de unos y otros suelen estar reservadamente depositados en la mano de sus autores mientras éstos viven, y aun mucho tiempo después de su muerte en las de amigos o herederos; con que, por dos capítulos se puede desconfiar de ellos. El primero, porque un autor que escribe lo que juzga se ha de leer mucho tiempo después de su muerte, tiene alguna probabilidad de que no se le puede probar lo contrario de lo que escribe; fuera de que no sentirá mucho que le tengan por mentiroso cuando ya no existe en la tierra. El segundo, porque aquellos en cuyas manos quedan los escritos, pueden adicionar, quitar o alterar en ellos cuanto quisieren.

31. Por estos motivos, yo no hago aprecio de aquellos manuscritos históricos, en que se refieren acciones ocultas o causas ocultas de acciones manifiestas de algunos príncipes o personajes señalados en el mundo, que florecieron algún tiempo ha, siempre, o por la mayor parte en deshonor suyo; v. gr., las relaciones manuscritas del modo y causas de la muerte del príncipe Carlos, hijo de Felipe II, de los motivos de la desgracia de Antonio Pérez, del pastelero de Madrigal, etc., por más que infinitos hagan especial estimación de tales manuscritos, con preferencia las mejores historias impresas. Cuanto mayor representación hacen los hombres en el mundo, ya sea por su fortuna, ya por su mérito, tanto mayor número de enemigos tienen; y   —391→   entre esta multitud de enemigos, es fácil se hallen algunos que quieran saciar su odio, su venganza o su envidia, infamándolos con la posteridad. Hay también quienes, sin motivo especial de malevolencia, sólo por dar satisfacción a su maligna índole, echan borrones sobre la fama de hombres ilustres.

32. Ni logran conmigo más aceptación las anécdotas (o historias inéditas de cosas ocultas), que están impresas con nombre de autor. ¿Qué fiador tiene de su veracidad el que las escribe? Tales escritos siempre, o casi siempre, son satíricos. ¿Por qué he de creer verídico a quien me da motivo para juzgarle mal intencionado? Procopio, príncipe de los anecdotistas, porque fue el primero que escribió historia de este carácter, en ella hace un infierno de la aula del emperador Justiniano, pintándolos a él y a su mujer Teodora como dos monstruos compuestos de todos los más horribles vicios, habiendo en las demás obras, que entonces permitió a la luz pública, representándolos dos modelos de virtud. O mintió en uno o en otro. ¿Qué asenso debe darse en nada a un autor que no puede evitar la nota de mendaz? Acaso mintió en uno y otro extremo: en uno por adulador, en otro por maligno; siendo lo más verosímil y más conforme a otras historias, que aquellos dos príncipes, ni fueron tan malos ni tan buenos. Quizá podrá salvarse el honor de Procopio con la evasión de que la historia anécdota, que anda con su nombre, no es suya. No es ésta sospecha tan ajena de fundamento que no haya tenido cabimiento en algunos hombres muy doctos, según afirma Guillermo Cave*****: Tanta in ea ubique scatet fortiter conviciandi libido, tanta mendaciorum inverecundia, a solita Procopii gravitate alienissima, ut supposititium esse opus, et Procopio falso inscriptum viri doctissimi opinati sint. Esta contingencia, la cual es casi transcendente en esta especie de escritos, bastaría como ya insinuamos arriba para desconfiar de ellos, aun cuando no mereciesen la desconfianza por otros capítulos. ¡Cuán fácil es que un hombre de buena habilidad y mala intención componga una historia satírica, y la dé a luz debajo del nombre de algún autor conocido contemporáneo a los sujetos infamados en ella! Muchos de los escritos, que con título de memorias corren en las naciones, especialmente en la Francia, están reputados entre los sujetos de algún discernimiento por partos supuestos a los autores, bajo cuyos nombres se publicaron.

33. El aprecio que se hace de tales escritos, no nace tanto de depravación   —392→   del gusto como de corrupción de la voluntad; o acaso diremos mejor, que de la corrupción de la voluntad nace la depravación del gusto. ¿Qué humanidad, qué rectitud, qué amor a su propia especie, a sus hermanos mismos, hay en el corazón de un hombre que se complace en ver publicar las acciones torpes de otros hombres? ¿No podremos decir con algo de razón que no es sangre humana, sino de víboras y alacranes, la que circula por sus venas? Así, para todo hombre de razón, cualquiera que con solicitud busca escritos satíricos, que los lee con deleite, que los publica, que los copia, que los aplaude, tiene hechas las pruebas de ánimo maligno, intención torcida y conciencia estragada.

34. Los libelos o escritos difamatorios de príncipes u otras personas, por cualquier título ilustres, logran más general aceptación, porque induce a ella un principio vicioso muy común. El amor propio, la estimación que hace cada hombre de sí mismo, le inclina a mirar con una especie de displicencia o enfado todos aquellos que son más que él, en el aprecio del mundo, por representárseles que la magnitud de la estatura ajena disminuye a los ojos de los demás hombres la suya. De aquí viene la complacencia de ver publicar sus faltas, porque le parece, que cuanto se les quita de honor, se les rebaja de tamaño.

35. Como la aceptación de historias anécdotas y satíricas es también un error común y comunísimo, fue justo aprovecharme de la oportunidad que me dio la historieta de Carlo Magno para corregirle. Y volviendo a ella, añado, que podíamos permitir su verdad, sin perjuicio de lo que establecemos en orden a la falsedad de los anillos amatorios, suponiendo, que la influencia del de la concubina de aquel emperador fuese no natural, sino diabólica. Tenemos por quimérica aquélla; juzgamos posible ésta. Cuantos astros hay en las esferas celestes, barajados según todas las combinaciones imaginables, es delirio pensar que puedan imprimir en un anillo, ni en otra cosa, eficacia alguna para producir una mínima dosis de amor en el corazón humano. Tampoco el demonio, si se mira bien, se la puede dar; pero puede, mediante el pacto, ser el anillo condición para que el demonio induzca en los órganos corpóreos tal disposición, que sirva a inflamarse en un vehementísimo amor el sujeto.

36. Este caso, digo, es posible; pero juntamente rarísimo, como dejamos bien advertido arriba. Así, nadie se deje engañar del común enemigo en materia de tanta importancia. Hombres depravados, cuyo único anhelo es solicitar a todo riesgo la satisfacción de vuestras pasiones, sabed, que Dios muy rara vez permite, que el demonio, por medio del pacto, coopere   —393→   al cumplimiento de vuestros detestables antojos. Aun el demonio mismo quiere vuestra ruina, mas no vuestro deleite. Así, cuando le solicitéis a favor de vuestro apetito, os quedaréis burlados, con la carga de tan horrible pecado, y sin el logro del fin pretendido.

37. Por conclusión, no me parece inútil proponer a este propósito el dictamen de Gayot de Pitaval, sujeto, cuyo voto, por su ciencia, discreción, juicio y conocimiento práctico del mundo, que le adquirió el ejercicio de abogado del parlamento de París, y la residencia en el gran teatro de aquella ciudad, parece es acreedor a algún particular aprecio. Este autor, habiendo en el tom. 13 de las Causas célebres, tratado de la Magdalena de la Palude, acusada de haber practicado hechizos amatorios y castigada por ello a la mitad del siglo pasado; con ocasión de este proceso, en seis conclusiones manifiesta su sentir en general sobre esta materia, el cual referiré con sus mismas voces; advirtiendo primero, que los tres sujetos que nombra en la sexta conclusión, uno de ellos la expresada Magdalena de la Palude, todos fueron acusados y sentenciados por usar de hechizos amatorios, y trata sus causas a la larga en algunos de sus libros.

38. Primeramente, dice: «Estoy persuadido a que los hechizos son posibles; pero juntamente creo que son muy raros, y que lo más seguro es disentir a la mayor parte de las historias que tratan de ellos.»

39. «Lo segundo siento, que hay efectos preternaturales que tienen tal carácter, que por él se conoce, que no pueden ser atribuidos a Dios ni a los buenos ángeles.»

40. «Lo tercero creo, que los ángeles malos, a quienes estos efectos extremamente raros pueden atribuirse, tienen un poder muy limitado, que no pueden hacer todo lo que quieren y cuando quieren. Tal es la victoria que Cristo consiguió sobre las potestades infernales. Él las tiene encadenadas y no las deja apoderar de nosotros, sin embargo de nuestros desreglamentos, sino en algún caso particular. Son impenetrables los designios de Dios; pero, vuelvo a decirlo, estos casos excesivamente raros.»

41. «Lo cuarto, los efectos admirables, en quienes vemos señales que nos mueven a juzgar que el demonio los causa, pueden tener su origen en el mecanismo de la naturaleza, no obstante que algunos físicos no puedan comprehender cómo es esto. Sin embargo, hay algunos efectos, que evidentemente exceden la facultad de todas las causas naturales, como suspenderse algún tiempo considerable en el aire; saber lo que a determinado punto sucede en regiones distantes, etc. Substituimos   —394→   esta excepción a otra equivalente, mas no tan clara, que pone el autor.»

42. «Lo quinto, viniendo a los ejemplos que he referido, digo, que no se puede dudar de la inocencia de Urbano Grandier, en orden al crimen de hechicería de que fue acusado, no habiéndose alegado contra él más que las testificaciones de unas energúmenas fingidas. Aun cuando lo fuesen verdaderas, sería nula la prueba. Si el demonio, por su carácter de seductor y mentiroso, no sería testigo suficiente, los energúmenos, que lo representan, tampoco pueden serlo.»

43. «Por lo que mira a Luis Gaufridi (este es un sacerdote condenado al fuego por el parlamento de Provenza, de cuyo proceso trata el autor en el sexto tomo), he observado que monsieur du Vair, presidente del parlamento, no le creía hechicero; pero fue justamente condenado, por haber seducido a Magdalena de la Palude y otras mujeres, abusando para este efecto de la confesión sacramental, y por   —395→   su voluntad desreglada y corazón corrompido, que la había hecho hechicero de imaginación, tan criminal como si realmente lo fuese, pues inducía a otros para hacer operaciones mágicas y dar culto al demonio.»

44. «En cuanto a Magdalena de la Palude, no veo en el proceso que se le hizo, pruebas evidentes de que fuese mágica, pero tuvo esta reputación; y los jueces, haciendo juicio de que tenía un corazón corrompidísimo, y que esta corrupción era contagiosa y podía producir grandes males, en la obscuridad de las pruebas de magia, tomaron por el partido más seguro condenarla a cárcel perpetua.»

45. «Lo sexto, en las historias raras de mágicos verdaderos es menester purgarlas de muchas fábulas sobreañadidas a la verdad. De este número son los congresos nocturnos, que se dice hacen las brujas todos los sábados.»

46. «La opinión de que los hechiceros pierden todo su poder, luego que les echa mano la justicia, no sé qué fundamento tiene. Su facultad, no siendo permanente, sino accidental, cesa muchas veces que estén en poder de la justicia, que no. Estos son, en materia de hechicerías, mis sentimientos, los cuales se conforman con lo que enseña la religión católica que profeso. Hasta aquí el autor alegado.»

*Ap. Joan. Zahn, tom. 2. Mundi mirab.

**Apud eumdem Joan. Zahn, ubi sup.

***Apud Prope Blount in Helmoncio.

****In Prolegom. ad Institutiones chemiae

*****Apud Prope-Blount in Procopio.

 

8

1. Aunque hemos despreciado como inútiles las evacuaciones médicas para el efecto de curar la pasión amorosa, la equidad pide que no disimulemos algunos sucesos, que después hemos leído, y pueden hacer alguna fuerza por la opinión contraria. Monsieur de Segrais, en sus Anécdotas, refiere dos de este género, que son los siguientes.

2. Aquel gran guerrero de la Francia, el príncipe de Condé, estaba apasionadísimo por una señorita (madamusela de Vigean). Sucedió que en una enfermedad peligrosa que padeció le sangraron tantas veces que apenas le dejaron gota de sangre. Esta era la moda curativa, o la furia exterminativa de los médicos franceses en aquel tiempo. Al fin, el príncipe sanó, y no se acordó más de la madamusela. A los que se le manifestaban admirados de esta mudanza decía que, sin duda, su amor todo estaba en la sangre, pues a proporción que se la habían ido quitando, el amor se le había ido desvaneciendo.

3. El segundo caso que refiere monsieur de Segrais, por las extrañas circunstancias que dieron ocasión a la cura de la pasión del enamorado, más parece aventura de novela que suceso real. Ciertamente, el caso es digno de llegar a la noticia de todos, para que se vea cuánto ciega y a qué precipicios trae esta pasión loca que el mundo llama amor.

4. Un caballero alemán, enamorado de una señora muy principal, le significó su pasión, que fue más bien escuchada que debiera. Resolviose la señora a darle la ocupación de mayordomo de su casa para tenerle en ella sin escándalo. El afecto de parte de la señora no fue de mucha duración. Pasado algún tiempo tuvo la ligereza de prendarse de otro sujeto en el mismo grado que lo estaba antes de su mayordomo. Éste, no pudiendo sufrirlo, dio quejas tan ásperas a la señora, que ella, irritada, le arrojó de su casa con prohibición de ponerse jamás en su presencia. El desdichado amante estaba tan perdido y tan intolerable de la ausencia, que a pocos días se entró por la casa de la señora, y penetrando hasta su gabinete, se arrojó a sus pies, suplicándola le perdonase y restituyese a su gracia. La señora, con ira y desprecio, le mandó que se retirase. Aquí entra lo singular de la historia. El pobre, traspasado de dolor,   —399→   le protestó serle imposible obedecerla en aquella parte, añadiendo que más querría morir a sus manos que apartarse de su presencia, y al decir esto, desenvainando la espada que traía al lado, se la presentó para que dispusiese de su vida. ¡Portentosa transmutación de amor en odio! Mas ¿de qué extremos no es capaz un corazón que sin rienda se abandona al ímpetu de sus pasiones? La señora, tomando la espada y arrojándose furiosa, le dio dos grandes estocadas, y aunque no se siguió a ellas la muerte, no pudo convalecer sino después de una larguísima curación, de lo que fue el principal motivo la mucha sangre que vertió por las heridas; porque parece que después de recibirlas se tardó considerablemente en acudir a atajarla. El conde de Harcourt, a quien el caballero debió especial cuidado en su curación, testificó a monsieur de Segrais, que después de sano miró siempre con tanta indiferencia a la señora, como si nunca la hubiese amado.

5. En el segundo tomo de las Memorias eruditas de don Juan Martínez Salafranca se refieren otros dos casos al mismo propósito, citando como testigo de ellos al Illmo. y sapientísimo Huet; bien que en el segundo sólo a un sudor copioso se atribuyó la terminación crítica, tanto de la enfermedad del alma como de la del cuerpo.

6. Sin embargo, me inclino a que no se evacuó en aquellos casos con las evacuaciones médicas la pasión amorosa. Lo más verosímil es que, entregada el alma totalmente, por tiempo considerable, al gravísimo cuidado que ocasiona el riesgo de la vida en una aguda enfermedad, desatendiéndose entretanto el objeto de la pasión, viene a desvanecerse ésta enteramente. Tal vez se deberá la cura de esta dolencia únicamente a la divina gracia, obtenida por las diligencias cristianas que se ejecutan en las enfermedades peligrosas.

 

9

Si el salto de Leucadia, tan famoso entre los antiguos para curar la pasión amorosa, tenía la eficacia que ellos le atribuían, es para mí cierto que ésta dependía del mismo principio de donde en el número citado y siguientes dedujimos el modo de curar esta dolencia; conviene, a saber, la fuerza que tiene un objeto terrible, presentado a la imaginación, para extinguir en el cerebro y, por consiguiente, en el corazón los movimientos que excita el objeto del amor. Por ser el salto de Leucadia, como remedio del amor, uno de los asuntos más curiosos que ocurren en la antigua Historia y tener aquí lugar oportuno; creo que no se me desestimará el que dé noticia de él, tratándole críticamente con alguna extensión, pues aunque éste ciertamente nada conducirá para la curación de los enamorados, servirá a la curiosidad y erudición de los lectores.

Disertación sobre el salto de Leucadia

§. I

1. Es Leucadia una isla del mar Jonio, de cincuenta millas de circuito, colocada enfrente del istmo que divide la Acaya del Peloponeso. Retiene aún, con poca o ninguna corrupción entre los modernos griegos, el nombre de Leucadia, que la daban los antiguos, bien que nuestros geógrafos más comúnmente la apellidan Santa Maura, derivando a toda la isla el nombre que es propio de su ciudad capital. Termínase Leucadia, por la parte de mediodía, en un promontorio, compuesto de escarpadas rocas, que se avanza sobre el mar a una gran altura; y éste es el sitio donde hallaban su remedio   —412→   los míseros amantes, que padeciendo la infelicidad de no ser correspondidos, ni podían sufrir ni extinguir de otro modo el fuego que les devoraba las entrañas. El remedio consistía en arrojarse de aquella eminencia sobre las ondas, a lo que se dio ya el nombre del Salto de Leucadia, ya el Salto de los Enamorados. Ya se ve que esto era peligrosísimo, siendo lo más natural costar la vida el arrojo, mayormente cuando los escritores nos pintan elevadísima aquella cumbre. Pero se usaba de la precaución de tener cercado de barcos el sitio donde había de caer el que se precipitaba, para acudir a salvarle en caso que no llegase ya al agua muerto, o muriese del golpe.

2. Un rito supersticioso, que se practicaba en aquella isla, da motivo para conjeturar, que la precaución dicha no era la única de que se usaba para salvar la vida de los enamorados que venían a curarse. Todos los años, en un día determinado, arrojaban de aquella cumbre un delincuente, lo que observaban como un sacrificio expiatorio, a fin de precaverse de los males de que estaban amenazados. Pero al mismo tiempo se hacía lo posible porque no pereciese; porque no sólo le esperaban barcos abajo para socorrerle, mas prendían de su cuerpo muchas plumas y aun aves vivas, para que la caída fuese lenta. Digo que se hace verosímil, que con los enamorados, que voluntariamente venían a arrojarse, se practicase lo mismo. Es verdad que éstos usaban de otra precaución singular. Había sobre el promontorio un famoso templo de Apolo, de que hace mención Virgilio en el tercero de la Eneida:

Mox, et Leucatae nimbosa cacumina montis,

Et formidatus nautis aperitur Apollo.

A este templo acudían primero devotos con sacrificios, los que iban a curarse con el tremendo salto, implorando la protección de la deidad que se veneraba en él, para evitar que fuese mortal la caída. Pero la confianza que tuviesen en su patrocinio no sería tanta, que les hiciese despreciar esta otra diligencia.

3. Los mismos escritores que dan estas noticias, refieren varios casos, ya faustos, ya infelices, de amantes, que fueron a buscar en aquel precipicio su remedio. De unos, que perdieron la vida; de otros, que se salvaron; pero sentando como cierto, que los que se libraron de la muerte, se libran también del amor. Hubo experiencias en uno y otro sexo; pero en el femenino todas infelices. Cuéntanse entre los hombres, Deucalion, marido de Pirra; Fobo, hijo de Foceo; el poeta Nicóstrato, amante de Tettigidea; otro poeta, llamado Charino, abrasado en   —413→   una abominable pasión por el eunuco Eros, copero de Antíoco Eupator, rey de Siria; un cierto Macés, natural de Butrota, de quien se refiere la insigne singularidad, que habiendo recaído diferentes veces en la dolencia amorosa, no sé si con el mismo o con diferentes objetos, cuatro veces dio el salto, y todas cuatro logró la mejoría deseada. De las mujeres se cuentan, entre otras, dos famosísimas en la antigüedad, la sabia Safo y Artemisa, reina de Caria. Ésta es, en suma, la historia del famoso salto de Leucadia. Reflexionémosla ahora con algo de cuidado, porque la materia es muy digna de crítica.

§. II

4. Monsieur Hardion, de la academia real de Inscripciones y Bellas letras, a quien en parte debo estas noticias, no pone duda alguna en los hechos referidos. «Paréceme (dice) que no se puede dudar de la verdad de los hechos; porque fuera de que son testificados por un gran número de autores, el remedio no se mantendría mucho tiempo en crédito, si no hubiese curado a persona alguna; y la experiencia era muy costosa, para que nadie se arrojase a ella sin fundar su esperanza sobre algunos ejemplares incontestables». Pero yo hallo mucho que dudar en lo que se le representa indubitable a monsieur Hardion.

5. Lo primero, siendo tan enorme la altura del peñasco (pues aunque ésta no se determina con medida señalada, convienen los autores en que es tanta, que la cumbre está comúnmente escondida entre las nubes, o lo que coincide, cubierta de nieblas), se hace increíble, que el salto dejase jamás de ser mortal, aunque fuese bien pertrechado de aves y plumas el que se precipitaba; y las aves es manifiesto que serían totalmente inútiles, porque desde el principio del descenso, el cuerpo precipitado, que las arrastraba consigo, las cortaría el impulso y dejaría ineptas al vuelo, de modo que ni aun podrían jugar las alas aquello que era menester para retardar algo el movimiento hacia abajo. Fuera de que es natural, que aturdidas, se dejasen caer como si fuesen cadáveres.

§. III

6. Lo segundo, los autores que se citan no son tantos ni tales, por más que monsieur Hardion ostente su multitud, que puedan obligarnos al asenso en hechos de esta naturaleza. Cita monsieur Hardion los mismos que había citado antes monsieur Bayle en su Diccionario Crítico, (véase Leucade); y todos, sacando fuera los poetas que no hacen fe y los que se fundan únicamente en el testimonio de los poetas, no pasan de dos, y éstos hablan de distintos casos.

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§. IV

7. Lo tercero, algunos de los hechos carecen de verosimilitud. Determinamos dos, el de Deucalion y el de Artemisa. De Deucalion se dice, que fue a curar con el salto de Leucadia, no algún amor impuro, sino el lícito, que tenía a su esposa Pirra; el cual, aunque permitido por ser vehementísimo, le inquietaba y afligía, y que en efecto logró la curación que deseaba. Mucha credulidad ha menester esta noticia. Un amor tan ardiente, tan activo, de condición, digámoslo así, dolorífera y maligna, que desasosiega y aflige al que lo padece, hasta el grado de exponerse a un remedio peligrosísimo para mitigarle, es incompatible en la posesión conyugal. Dando que ese estado permita algunas violentas accesiones de la fiebre amorosa, los derechos que da el mismo estado, es natural y aun necesario, que las mitiguen. Todo el mundo entiende que el estado conyugal tanto es más feliz, cuanto es mayor el amor de los consortes. ¿No es quimera que el amor por grande haga a alguno tan infeliz que busque su curación en un remedio, que le arriesga la vida?

§. V

8. El suceso de Artemisa pide algo de excursión histórica. Hubo dos Artemisas, entrambas reinas de Caria, y entrambas famosas. La primera, por su insigne valor e igual conducta en las empresas bélicas, de que dimos alguna noticia en el primer tomo, discurso XVI, número 35. La segunda, por el tierno amor que conservó en la viudez a su difunto esposo Mausoleo, y por la fábrica de aquel sumptuoso sepulcro llamado Mausoleo, que le erigió para inmortalizar en él la memoria de su amor, y que fue celebrado como una de las siete maravillas del mundo.

9. Algunos autores han confundido una Artemisa con otra, aunque hubo más de un siglo de distancia entre las dos. Entre ellos podemos contar a Plinio, que en el libro XXV, capítulo VII, dice que Artemisa, mujer de Mausolo, dio su nombre a la hierba que hoy llamamos así, y antes de aquella reina se llamaba Partenis; lo que no puede ser porque Hipócrates, que floreció antes de Artemisa, mujer de Mausolo, hace mención de la hierba Artemisa con este nombre. Con que si alguna de las dos reinas de Caria dio su nombre a la hierba, fue sin duda la primera. También en orden al hecho del salto de Leucadia, las confunde José Scalígero, y otros que le siguen, atribuyéndolo a la segunda; lo que sobre no tener fundamento en algún escritor antiguo, se opone manifiestamente a lo que todas las historias   —415→   unánimemente afirman del fino y constante amor de aquella reina a su esposo, vivo y muerto, como vamos a mostrar inmediatamente.

10. El suceso que dio motivo a Artemisa para exponer su vida en el salto de Leucadia, se refiere de este modo. Enamorose esta reina, en el estado de viuda, de un hermoso mancebo llamado Dárdano, el cual nunca quiso resolverse a corresponderla; por lo que ella, irritada, sorprendiéndole una vez dormido, le arrancó los ojos. La satisfacción de su ira no lo fue de su amor. Arrepintiose luego de su inhumanidad, y la llama del amor se encendió en su pecho más furiosa que nunca. Buscó en la consulta de un oráculo el remedio, y fuela respondido que se precipitase de la roca de Leucadia. Hízolo, y perdió el amor, pero juntamente la vida. Véase cómo puede adaptarse este suceso a la segunda Artemisa, de quien, concordes los historiadores afirman que dos años que sobrevivió a su esposo, no hizo más que gemir su muerte y trabajar en el magnífico monumento que hemos dicho, para eternizar su memoria; añadiendo algunos, que no satisfecha con esto su pasión, habiendo reducido a cenizas el cadáver, dio pasto a su fineza, tragándoselas poco a poco; extremo el más singular a que puede llegar un tierno amor.

11. Sólo puede, pues, atribuirse a la primera Artemisa el caso del amor de Dárdano con sus funestas resultas. A la verdad esta aventura, ni en todo desdice, ni en todo es conforme al carácter de aquella reina. Es impropia de ella, por lo que tiene de amorosa; no desdice, por lo que tiene de trágica. Fue Artemisa princesa de gran espíritu, en extremo osada, astuta y ambiciosa, guerra ilustre y afortunada, mujer de cabeza y manos. Dijo, a mi parecer, bien un crítico moderno de gran nombre, que rarísima vez mujeres que se dedican a altos cuidados son trabajadas por la parte del amor. Yo añado que mucho menos si el genio las conduce a ellos. En efecto, en orden a esto es fácil notar en las historias una gran diferencia entre uno y otro sexo. A cada paso se encuentran en ellas hombres de genio bélico y político, empeñados en grandes proyectos, muy activos en la prosecución de designios ambiciosos, y con todo, de un temperamento muy expuesto a pasiones amorosas. Al contrario, entre las mujeres muy rara se encontrará de espíritu sublime y heroico, que padeciese indignas fragilidades. Aunque la razón física de esta diferencia no es muy oculta, ¿para qué detenernos ahora en explicarla? Empero como esta regla admite excepciones, el capítulo del alto corazón de Artemisa no basta, por sí solo,   —416→   para condenar como fabuloso su ciego afecto al joven Dárdano.

12. Mas al paso que esta fragilidad es algo extraña en una mujer de aquel espíritu, se debe confesar que es muy natural una venganza cruel, viéndose despreciada. Una reina feroz y altiva, ¿de qué rabia, de qué furor no es capaz contra quien ultraja su vanidad, desestimando su amor? Así, supuesta su pasión y la inutilidad de sus diligencias para vencer a Dárdano, era muy natural la cruel venganza de arrancarle los ojos. También era natural, ejecutada la venganza, el arrepentimiento, y envuelta en el mismo arrepentimiento nueva accesión violentísima de la amorosa fiebre; de modo que conspirados el dolor y el amor contra el corazón de la reina infeliz, le despedazasen míseramente.

13. Es así que hasta aquí vemos un suceso en parte impropio, en parte natural, en el sujeto de quien se refiere, mas de ningún modo repugnante; de modo que si la posibilidad por sí sola bastase para el asenso, teníamos lo necesario para dar crédito a la historia. Mas como la crítica, demás de la posibilidad, debe contemplar la verosimilitud de los hechos y la fuerza de los testimonios que acreditan su existencia, por estos dos principios hemos de decidir la cuestión.

14. Digo, pues, que el suceso, comprendidas todas sus circunstancias, es poco o nada verosímil, y más parece aventura de novela que de historia. Ya hemos visto que desdice mucho del espíritu de aquella reina haberse dejado dominar despóticamente de una pasión indigna. La constante resistencia de Dárdano está muy cerca de totalmente increíble. Doy que para él no tuviese atractivo el amor de una reina victoriosa y feliz. Doy que las lágrimas, los ruegos, las promesas, las dádivas no tuviesen fuerza para vencerle aunque ésta ya es demasiada virtud para un gentil. Pero ¿cómo es creíble que resistiese a las amenazas, las cuales, sin duda, precedieron a la sangrienta ejecución? ¿Tan poco estimaría o su vida o sus ojos? Últimamente, la resolución, y mucho más la acción de precipitarse, aunque fuese dictado por un oráculo, halla una resistencia tan fuerte de la naturaleza, que de nadie debe creerse sin gravísimo fundamento.

15. Pero ¿qué fundamento hay para creer un complejo de circunstancias tan irregulares y extraordinarias? El más débil del mundo. Toda esta historia estriba únicamente en la fe de un autor, y autor poco conocido, pues no han quedado de él más escritos, que unos pequeños retazos que insertó el patriarca Focio en su Biblioteca, en uno de los cuales se contiene la historia de que tratamos. Llamábase éste Ptolomeo   —417→   de Efestion, esto es, hijo de Efestion. Todos los que escribieron tan raro suceso, de éste lo trasladaron, porque a éste únicamente citan. Un autor solo, aun cuando se hallase muy calificado, sería corto fiador para asunto tan difícil. ¿Qué diremos de un autor oscuro? Suidas hace memoria de él y dice que vivió en los tiempos de Trajano y Adriano, esto es, seiscientos años, poco más o menos, después de Artemisa. Añádese esta circunstancia para prueba de la poca fe que merece en sucesos tan anteriores a él.

§. VI

16. El cuarto fundamento que tenemos para condenar como apócrifo lo que se dice del salto de Leucadia es la mezcla que esta narración tiene con las fábulas y quimeras del gentilismo. El mismo Ptolomeo de Efestion refiere, como ahora diremos, el principio por donde se supo que la roca de Leucadia tenía virtud curativa del amor. Luego que Venus supo la muerte de su querido Adonis, puso todo su cuidado en buscar el cadáver, pensando lograr un gran consuelo en el desahogo de bañarle con sus lágrimas. Hallole en un templo de la isla de Chipre, pero la vista del cadáver, bien lejos de aliviarla, avivó más su amor, y por consiguiente, su dolor. En esta aflicción se le propuso el expediente de consultar a Apolo como dios de la medicina. Éste, conduciéndola a la eminencia del promontorio de Leucadia, la aseguró que como se precipitase de ella, convalecería perfectamente de su dolencia. Obedeció la diosa y logró la sanidad deseada. Admirada de tan prodigioso efecto, le preguntó a Apolo de dónde sabía que aquella roca tenía virtud tan peregrina. A lo que Apolo la respondió que el primero que la había experimentado y descubierto era Júpiter, el cual, fatigado de la extremada pasión que tenía por Juno, y buscando remedio para ella, el único que había encontrado era sentarse sobre la cumbre de aquella roca. ¡Qué extravagancias por tantos caminos ridículas!

§. VII

17. Finalmente, me parece no debo omitir que aunque la tragedia de la docta Safo que es una de las amantes infelices a quienes se atribuye el salto de Leucadia, se halla repetida en tantos libros, todos los autores que la refieren, a lo que he podido colegir, bebieron esta noticia en Menandro. Y ¿quién fue Menandro? Un poeta cómico ateniense. Dicho que fue poeta, está entendido qué grado de fe merece. Que la insigne poetisa Safo fue de un temperamento extremamente amoroso; que se hizo tan infame por su vida impúdica, como famosa por su delicado ingenio; que fue amante y un tiempo amada de   —418→   Faon; que éste, después fastidiado de ella, se ausentó de Lesbos de donde eran naturales uno y otro, a Sicilia, por no perder sus importunidades; que ella, impelida del impuro fuego en que ardía, le siguió a Sicilia, pero sólo para experimentar nuevos desdenes; todo esto se lee en varios autores antiguos. Pero que agitada siempre del amatorio furor, se resolviese a buscar remedio a él, precipitándose de la eminencia del promontorio de Leucadia, sólo se halla en una comedia de Menandro, de que conservó Estrabón un fragmento, donde se lee esta aventura.

18. Paréceme que lo que hemos razonado sobre el asunto prueba suficientemente, que es harto dudoso lo que refieren los autores antiguos y modernos del salto de Leucadia; y que monsieur Hardion tuvo poco o ningún motivo para dar por constantes aquellos hechos.

§. VIII

19. Tratada la cuestión del salto de Leucadia en cuanto a lo histórico, resta en la misma materia otra cuestión que es puramente filosófica. Ésta es, si en caso de haberse practicado aquel salto por algunos amantes que tuviesen la felicidad de salvar la vida, tendrían también la dicha de curarse del amor. Los que asienten a la verdad de aquellos hechos, dan también por decidida esta cuestión segunda, porque la historia de ellos incluye uno y otro; esto es que hubo varios amantes que buscaron aquel remedio, y que los que quedaron vivos le experimentaron eficaz; mas a lo segundo parece que asienten debajo del supuesto de que la curación no fue natural, sino obrada por el demonio para autorizar y promover el culto de la mentida deidad de Apolo, que se veneraba en el templo inmediato a la roca, y a quien procuraban antes propiciar con ruegos y sacrificios los que se resolvían a la experiencia de tan violento remedio. Pero yo afirmo, que supuesto salvarse la vida en el salto, era natural la curación, y no sería menester intervención alguna del demonio para que el remedio fuese eficaz.

20. Para prueba de esta aserción, revóquese a la memoria lo que hemos escrito en los párrafos 9 y 10 de este discurso sobre los Remedios del amor. La doctrina que dimos en aquella parte es la propia para explicar el fenómeno moral de que tratamos ahora. Pongamos que fuese verdadero el caso de Safo en cuanto a precipitarse de la roca Leucadiana, y añadamos la suposición de que sobreviviese al riesgo. ¿Qué sucedería después, cuando le viniese su adorado Faon a la memoria? Que infaliblemente vendría con él el recuerdo del salto de Leucadia, porque estos dos objetos, en virtud de lo precedido, había   —419→   contraído cierta liga mental o conexión objetiva, de modo que al presentarse el primero a la imaginación, era necesario presentarse el segundo. Y ¿qué efecto haría la presencia del segundo? Borrar enteramente o impedir la impresión que era capaz de producir la del primero, agitando con impulso opuesto las fibras del cerebro. Aun cuando hubiese lugar a que el recuerdo de Faon excitase algún movimiento de ternura, al punto el recuerdo del salto terrible excitaría otro de horror y de espanto, y éste destruiría aquél como una onda rompe el ímpetu de otra onda. La grandeza del peligro en que se había visto haría, al tiempo de recordarle, una impresión tan viva en la imaginación de Safo como si de nuevo se hallase en la punta de la roca, en el movimiento de arrojarse al piélago. Al que ha pasado por algún riesgo de muy enorme magnitud, suele la imaginación, al hacer memoria de él, representarle, no como pasado sino como existente. ¡Cuántas veces al que se libró del naufragio a fuerza de brazos, se le representa que aún está actualmente lidiando con las ondas! Por la profunda sigilación que hizo el peligro en el cerebro, la viveza de la imagen es tal, que al volver los ojos a ella, a pesar de la contraria persuasión del entendimiento, se figura tener presente el original. De aquí es natural originarse una conmoción tumultuante en el cerebro y corazón, poderosa para disipar otro cualquier afecto.

§. IX

21. Esta es la doctrina que hemos dado en los párrafos citados y que tiene su natural aplicación al caso del salto de Leucadia, en orden a que fuese remedio del amor. Pero reflexionando más la materia, hallo que en algunos sujetos, no sólo por el medio señalado podría serlo, mas también por otro y acaso más eficaz.

22. Cualquier objeto que haga una muy grande y muy viva impresión en el ánimo de horror, de espanto, de miedo, es capaz de inducir alguna nueva disposición habitual y constante en el sujeto, en virtud de la cual se mude también habitual y constantemente su índole, inclinación o genio. Esta nueva disposición puede ser respectiva al temperamento, consista éste en lo que quisiere, o sólo a la constitución del cerebro; y de cualquiera de los dos modos que sea, puede causar una gran mutación en la vida mortal. Del primer modo, por la famosa máxima: Mores sequuntur temperamentum. Del segundo modo, porque variada la textura y constitución del cerebro, ya no hacen en él la misma impresión que antes los objetos.

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23. De una y otra mutación por la causa dicha, hay bastantes ejemplos. En las historias leemos de algunos sujetos, que por un gran susto se encanecieron enteramente en el espacio de una noche; lo que no pudo ser sin una notable alteración en el temperamento. Asimismo se sabe de muchos, que por haber padecido algún gran terror, quedaron el resto de su vida, o totalmente o medio fatuos, lo que arguye una insigne variedad en la constitución del cerebro.

24. Acaso estos dos principios vendrán a coincidir en uno mismo, pues por la gran dependencia que toda la máquina animada tiene del cerebro, cualquier gran alteración de esta parte príncipe ocasionará otras en varias partes de este todo. Y sin duda que la inmediata acción del objeto terrífico sólo se ejerce en el cerebro, y sólo mediante ésta, puede extenderse influjo al corazón o a otras partes. Bástanos, pues, para el asunto, explicar cómo aquella operación por sí sola puede inducir una mutación considerable en inclinaciones, pasiones o afectos.

25. Un objeto muy terrífico es preciso que haga una grande y violenta impresión en el cerebro. Es fácil entender que esta impresión sea a veces tan fuerte, que induzca alguna alteración permanente en esta entraña, o varíe algo en su constitución nativa, o ya rompiendo algunas fibras, o laxándolas, o corrugándolas, o inmutando de varias maneras la textura de la substancia medular, etc. Como cuando una parte exterior del cuerpo recibe un golpe, si el golpe es pequeño, aunque padece algún desorden la parte, fácilmente se enmienda, y por sí misma recobra su natural constitución; mas si el golpe o la herida es grande, resulta en la estructura de la parte algún desorden o vicio permanente; lo mismo debemos concebir que sucede en aquellas conmociones, que recibe el cerebro por la acción de los objetos. Si la conmoción es leve, sólo causa una alteración transitoria, pero puede ser la conmoción tan grande, que de ella resulte alguna inversión habitual y permanente.

26. Supuesta esta nueva y preternatural disposición del cerebro, también es fácil de entender cómo de ella puede resultar alguna habitual mudanza en las pasiones o afectos del sujeto. Ya algunos objetos no harán en él la misma impresión que antes hacían; porque variada la disposición del paso, aunque el agente sea el mismo, suele no obrar en él el mismo efecto; y alterada la constitución del   —421→   móvil, no producir en él la causa motriz el mismo movimiento. Así, puede desplacerle lo que antes le placía, atemorizarle lo que antes no le atemorizaba, etc., y quedar de este modo en una variación permanente, en orden a algunas cosas, la índole o genio del sujeto.

27. Un caso que ahora me ocurre, será oportuno para persuadir a los lectores menos perspicaces la verdad de la filosofía que acabamos de proponer. Estando el año de 1675 resueltos a batirse por la parte del Rin los dos ejércitos imperial y francés, aquél mandado por el general Montecuculi, y éste por el famoso mariscal de Turena, fue el de Turena acompañado de monsieur de San Hilario, teniente general de la artillería, a reconocer una altura donde quería colocar una batería. Estando en ella, llegó el momento fatal de aquel gran héroe. Una bala de artillería, disparada del campo enemigo, llevando primero un brazo a monsieur de San Hilario, dio en el estómago del mariscal de Turena, y acabó con su gloriosa vida. Larrey, que refiere este suceso, advierte juntamente como cosa muy notable, una gran mudanza que aquella fatalidad produjo en el genio de monsieur de San Hilario. Era este oficial de genio feroz y cruel, como lo había manifestado en las ocasiones que habían ocurrido. Pero desde aquel momento en adelante (porque tuvo la dicha de curarse y vivir después mucho tiempo) mostró siempre una índole mansa y apacible. ¿Quién produjo en él esta mudanza? Aquel objeto terrible; la impensada, digo, y repentina muerte de Turena. Una circunstancia que añade el mismo historiador, muestra que no el dolor de la pérdida del brazo propio, sino la fatalidad del general, hizo en su cerebro aquella gran impresión, que era menester para mudar su genio. Estaba con el de San Hilario un hijo suyo, al cual viendo el padre llorar por el destrozo del brazo, con ánimo verdaderamente heroico, aunque al mismo tiempo altamente condolido, le dijo: «No llores por mí, hijo mío; llora la muerte de este gran hombre, cuya pérdida no podrá jamás repararse». Un héroe ilustre con tantas victorias, impensada y repentinamente destrozado a sus ojos con el impulso violento de una bala de artillería, fue un objeto sumamente terrible y espantoso para aquel oficial. Era una tragedia grande para la que no estaba preparado en alguna manera el ánimo. Así, incurriendo de golpe en el cerebro, era natural conmoverle extraordinariamente, y mediante la conmoción alterar su textura; de modo que ya en adelante algunos objetos no hiciesen las mismas impresiones ni ocasionasen las mismas ideas. De aquí el no lisonjearle al de San Hilario, después   —422→   del trágico suceso, la venganza feroz y despiadada, en que antes se complacía. Acaso en otras muchas cosas se mudaría su ingenio y padecería mudanza en otros afectos, aunque el autor que citamos u otro alguno no lo hayan notado.

28. Si alguno quisiere filosofar de otro modo sobre este y otros fenómenos semejantes, por mí tiene libre el campo, pues como se me salve la máxima de que los objetos terribles y espantosos tienen eficacia para transmutar algunas pasiones o afectos, tengo lo que he menester para mi intento, hágase dicha transmutación de esta o aquella manera.

29. Así concluyo que el salto de Leucadia pudo curar a los amantes infelices de los dos modos dichos. Confieso que no todos se curarían del segundo modo; pero en los que la lograsen, sería la curación radical y más segura.

 

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In cap. 2. Genes.