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Teatro y silencio

Jerónimo López Mozo





Tan pronto como tuve uso de razón supe que vivía en un país sometido a una dura dictadura. No necesité salir de casa para ello. Mi padre, funcionario de telégrafos, había sido depurado por rojo. Mucho antes de que naciera mi vocación teatral supe que, en semejante situación, el silencio es la mejor fórmula para vivir sin problemas. Pero como no todos saben callar, o no les apetece hacerlo, los regímenes totalitarios poseen una eficaz herramienta llamada censura para imponerlo. No sospechaba entonces que mis relaciones con tal institución llegarían a ser estrechas y duraderas. Conocía su existencia, claro está, pues no en vano, como ciudadano, la padecía. Sabía que la prensa estaba sometida a su control, que por su causa muchas películas extranjeras no llegaban a nuestras pantallas, ni numerosas obras teatrales a nuestros escenarios y que, para conseguir ciertos libros, había que frecuentar las trastiendas de determinadas librerías. Es decir, veía la censura como una barrera sanitaria que nos separaba del mundo libre. Bastaba, pues, con viajar al otro lado de nuestras fronteras para acceder a lo prohibido y, en el caso de la prensa, la información omitida circulaba gracias al boca a boca. Era tan grande mi ingenuidad que no pensaba que la censura cumplía otra función más dañina e irreparable, pues no se limitaba a dificultar la libre circulación de ideas, sino que impedía su nacimiento. Muchas obras creadas -novelas, poesías, guiones, piezas teatrales, artículos, canciones, ensayos- quedaron inéditas, pero muchas más, quién puede fijar su número, no pasaron de ser ideas que jamás salieron de la cabeza de quienes las concibieron. Las víctimas eran, claro está, los creadores españoles, quiénes sólo tenían, para escapar al largo brazo de la censura, la vía del exilio.

Mi vida de autor de teatro empezó en 1965 y no tuve que esperar mucho para tener mi primer encuentro con ella. Muy a mi pesar siguieron otros y muy pronto llegué a reunir una notable colección de oficios expedidos por la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos en los que, amén de desearme que Dios me guardase muchos años, prohibía, una tras otra, la representación de las obras que sometía a su consideración. Nunca conocí las motivaciones esgrimidas por la Junta de Censura Teatral, pues sus escritos remitían a determinados artículos de unas normas que jamás me tomé la molestia de leer.

Mi situación no era, en líneas generales, distinta a la de los colegas que eligieron escribir un teatro política o socialmente comprometido, la mayor parte agrupados en las llamadas Generación Realista y del Nuevo Teatro Español. Pero no todos corrimos la misma suerte, entre otras razones porque, a la hora de hacer frente a la censura, había tantas estrategias como autores. No me refiero a los que, dando la batalla por perdida, acomodaron su teatro a las reglas impuestas desde el poder totalitario, sino a quiénes decidieron mantenerse fieles a sus ideas. Es evidente que, entre estos, unos estrenaban más que otros, hecho que no siempre guardaba relación con la calidad de las obras o con los gustos del público. Personalmente creo que la censura tenía más de una vara de medir y empleaba, en cada caso, la más adecuada en función del contenido de las obras, de la repercusión que las prohibiciones pudieran tener en la opinión pública y del lugar en que tendrían lugar las representaciones. En efecto, había temas tabú, como los referidos al gobierno y a los estamentos militar y religioso. Tampoco era lo mismo prohibir a Buero Vallejo que a un don nadie. Y, en fin, era más fácil representar en el salón de actos de un colegio mayor que en el escenario del Teatro Español. Pero, al margen de la existencia o no de diversas varas de medir, me parece que el aspecto que más interesa aquí es el que se refiere a la forma en que cada autor planteaba su relación con la censura.

He dicho más arriba que había tantas estrategias como autores. La más traumática era, sin duda, la que convertía al autor en su propio censor. El autor se ponía en el puesto del funcionario de turno para, anticipándose a su juicio, eliminar lo que pudiera ser considerado inconveniente. Tarea harto difícil y, con frecuencia, inútil, pues no era tan fácil adivinar lo que cada censor consideraba que había de tacharse. Así, a lo que uno callaba voluntariamente, pudiendo haberlo manifestado sin mayores problemas, se añadía lo que el censor tachaba. Autores había que, para evitar la prohibición absoluta, negociaban con los censores los cortes. Con el fin de salvar de la quema frases consideradas importantes, los autores añadían alguna que otra barbaridad que desviara la atención del censor y saciara su voracidad. Más de una vez las barbaridades prevalecieron, lo que ponía de manifiesto la falta de criterios con que se actuaba. Muchas historias disparatadas, no siempre verdaderas, circulaban y circulan sobre los tira y afloja entre creadores y guardianes del orden establecido. Si hoy a algunos, entre los que no me incluyo, les parecen divertidas, en aquellos momentos no lo eran en absoluto. El teatro, como otras manifestaciones artísticas, pagó un precio muy alto por la existencia de estas trabas a la libre expresión. Frente a quiénes aseguran que la censura estimula la imaginación del creador, yo opongo que ejerce una función castradora. Por una parte, condiciona la forma de escribir, hasta el punto de que no son pocos los que piensan que, aquellos que dan sus primeros pasos literarios en un clima de censura, tienen serias dificultades para adaptarse, llegado el momento, a una sociedad libre. De otra, provoca enfrentamientos entre los propios creadores. De cuantos hubo en aquellos años, uno tuvo especial trascendencia por la personalidad de sus protagonistas y por la repercusión que alcanzó en los medios teatrales españoles. Me refiero a la polémica mantenida en 1960 entre Buero Vallejo y Alfonso Sastre, en torno al posibilismo, en las páginas de la revista Primer Acto. Fue tan agria que supuso la ruptura personal y posiblemente definitiva entre ambos autores, pero tuvo, al menos, un calado intelectual que faltó en otros casos. No deja de ser doloroso, que seres que ocupan la misma trinchera, lleguen a odiarse porque discrepan por la forma en que ha de plantearse la lucha. Por eso, estoy contra cualquier intento de trivialización cuando se pone sobre el tapete el tema de la censura. Trivialización que crece a medida que nos alejamos de la fecha en que fue suprimida. Fue en 1978. Aunque con frecuencia se habla de ella y es posible encontrar en las revistas especializadas materiales interesantes sobre la cuestión, la verdad es que aún está por hacer el estudio definitivo sobre la influencia que tuvo en el teatro español durante el período franquista y las secuelas que dejó en los años siguientes.

Debido a ese amplio abanico de estrategias desarrolladas para hacer frente a la existencia de la censura, no es fácil hacer una valoración global de las conductas de los que tuvimos que soportarla. Por otra parte, no soy la persona idónea para hacerla por cuanto, en su día, desaprobé determinados comportamientos que, en mi opinión, eran lesivos para la defensa de la existencia de un teatro políticamente comprometido. Ni siquiera creo que deba hacerla hoy, cuando el paso del tiempo ha limado tantas asperezas y uno tiende a encontrar razones para convertir en anécdotas intrascendentes lo que entonces veíamos como traiciones inadmisibles. No eludiré, en cambio, referirme a mi actitud ante la censura.

Jamás negocié con ella. Sé que, en casos muy concretos, algunos directores de grupos teatrales lo hicieron para defender algún texto mío que pretendían llevar a la escena. De hecho siempre ignoré quiénes formaban parte de la Junta de Censura. Es probable que, a estas alturas, hablar de indiferencia suene a falso. No me hubiera referido a ella si no lo hubiera hecho antes, cuando tenía más sentido, y si, además, no hubiera quedado constancia en alguna que otra publicación. Así, por ejemplo, en 1974 se editó un libro titulado Diálogos del Teatro Español de Postguerra en el que se recogen estas palabras mías en respuesta a una pregunta de Carlos Isasi, su autor: «Había [...] en mis primeras obras un deseo de no chocar con la censura, un afán de estrenar. Después comprendí que por ese camino habría de llegar pronto a la castración intelectual. A partir de Collage Occidental rompí con cualquier tipo de autocensura. El resultado son mis últimas obras. Moralmente estoy satisfecho. Las consecuencias son que hoy tengo pocas obras autorizadas y por eso apenas se me representa. Con todo y con eso no estoy arrepentido»1.

Por si esta afirmación no fuera suficiente, queda el testimonio de mis propias obras. Escribí la primera, Los novios o la teoría de los números combinatorios, en 1964. Se representó sin problemas por parte del TEU de Sevilla. Los tuve dos años después con una pieza breve titulada Los sedientos. No fue con la censura oficial, pues ni a mí, ni al grupo que la representó, el Teatro Lebrijano, se nos ocurrió someterla a su consideración. El tropiezo fue con los llamados poderes fácticos, en concreto con el alcalde de Lebrija. Tenía la obra un protagonista colectivo: un pueblo que pasaba sed y que no tenía agua para regar los campos. Un problema que, en aquel momento, padecían los vecinos de aquella población andaluza. A la representación, a la que asistí, siguió un coloquio subido de tono. El alcalde, que también estaba presente, abandonó el local de forma airada y me denunció en el cuartel de la Guardia Civil, denuncia que no surtió efecto porque, cuando me buscaron, yo ya viajaba hacia Madrid. La presión popular logró que días después el alcalde fuera destituido por su incapacidad para controlar la situación. De aquella experiencia saqué dos conclusiones. Una, que el teatro era un arma eficaz para transformar el mundo. Lógicamente, no tardé en comprobar que su eficacia era bastante limitada. Otra, que el teatro, ese teatro que yo quería hacer, era un juego cuya práctica encerraba algunos riesgos.

Las verdaderas batallas con la censura llegaron muy poco después. La primera se saldó de forma satisfactoria para mis intereses. Creo que merece la pena contar algo de ella porque lo sucedido ilustra sobre la lucha de poderes que, bajo cuerda, se estaba produciendo en el seno de un Régimen menos monolítico de lo que nos querían hacer creer. Corría el año 68. Iba a celebrarse en Palma de Mallorca la fase final de un Festival de Teatro Universitario en el que participarían cuatro grupos seleccionados previamente. Cada uno había de representar una pieza de su elección, pero todos estaban obligados a ofrecer otra breve impuesta por los organizadores. Como reciente ganador del Premio Nacional de Teatro para Autores Universitarios, se eligió mi obra El testamento. Fue enviada, como era preceptivo, a censura y unos días antes de que el Festival se celebrara, cuando los grupos ya la habían ensayado, fue prohibida en su totalidad. Fui testigo mudo del enfrentamiento que se produjo entre funcionarios del Ministerio de Información Y Turismo y los dirigentes del SEU, Sindicato Español Universitario, institución de corte falangista que organizaba y controlaba las actividades culturales en la Universidad. No creo sinceramente que mi obra mereciera tanto interés como el que unos se tomaron por llevar adelante la prohibición y otros por lo contrario. Más bien me parece que, el debate en torno a mi obra, fue un episodio más en una batalla política de gran calado que sostenían las gentes de Falange y del Opus Dei. Y lo digo porque el desenlace no justificaba en modo alguno el escándalo que se había producido. Censura consintió, al fin, que la obra se representara, aunque impuso algunos cortes en el texto. Siendo pocos, no me resisto a citarlos para que conozcan qué cosas quitaban el sueño a los celadores de la cultura. De un diálogo entre un hombre y su nieto, se suprimió la referencia a un pariente que siempre andaba con el brazo en alto, como si llamara a un taxi y, más adelante, de un monólogo, desaparecieron las palabras siguientes: dinastía, jerarquía, desfile, perenne estatuto, censura y opinión. Eso fue todo. Demasiado ruido para tan pocas nueces.

Todavía habría de presentar algunas otras obras a la consideración de la censura. Todas fueron prohibidas, entre ellas Collage Occidental y Crap, fábrica de municiones, fechadas en 1968 y 1969, respectivamente. Aquella, primera que escribí, como he dicho más arriba, sin el corsé de la autocensura, llegó, sin embargo, a ser representada en varios colegios mayores por decisión de José Manuel Garrido, creador y director del Teatro Universitario de Madrid. Otros grupos siguieron su ejemplo, no sólo con esta obra, sino con algunas otras también prohibidas, de modo que pudieron verse de forma semiclandestina en los lugares más insólitos.

Jamás, desde entonces, cedí a la tentación de la autocensura, ni siquiera cuando escribía por encargo de algún grupo. Ellos sabían el riesgo que corrían al pedir mi colaboración, y lo asumían. Eso sucedió con El Fernando, obra redactada por siete autores para el Teatro Universitario de Murcia, que, tras su estreno en el Festival de Sitges, vio limitada su presencia a unas cuantas capitales de provincia, entre las que no figuraban Madrid, ni Barcelona. Obras escritas desde la más absoluta libertad y que nunca presenté a la censura, aunque tampoco guardé bajo llave, fueron Matadero solemne, un alegato contra la pena de muerte, entonces vigente en España, Guernica, una reflexión sobre la destrucción de esa ciudad vasca, y Anarchia 36, en la que abordé el tema de la Guerra Civil española. Todas estas obras pertenecen al período comprendido entre los años 69 y 71. Ninguna fue publicada, ni representada, antes del final de la dictadura. Pero, como he dicho, no permanecieron en el anonimato. Éstas y algunas otras que no he citado encontraron cauces por los que circular, de modo que, aunque entonces no cumplieron la función lógica de llegar a los escenarios, sí dieron fe de mi existencia como autor y, sobre todo, del sitio en que yo mismo me había colocado, amén, claro está, de que la propia existencia de estos materiales inéditos era una denuncia de la falta de libertad en que se vivía en España.

¿A qué cauces me refiero? Algunos había. No hay dictadura, por férrea que sea, capaz de cegarlos todos. Uno de los más eficaces, al menos para mí, fue el de los premios teatrales. En general, eran convocados por instituciones franquistas, pero, con frecuencia, entre los miembros de los jurados había personas comprometidas con la causa democrática. Y así, se daba el caso de que obras políticamente inaceptables para el sistema se alzaban con los premios. Mi generación fue tenida por la más premiada y menos representada en la historia del teatro español y, dentro de ella, fui de los autores más favorecidos por esa especie de lotería que vienen a ser los premios. Repasando los jurados que me premiaron aparecen nombres como los de Enrique Cerdán Tato, Ernesto Contreras, José Luis Alonso, José Monleón, Ricard Salvat y Enrique Llovet, entre otros.

Otra vía de interés estaba fuera de España. Numerosos profesores, críticos y ensayistas extranjeros se interesaron por el teatro español y por su situación. Recibíamos su visita, hablábamos largo y tendido y se llevaban nuestras obras mecanografiadas bajo el brazo para darlas a conocer en sus universidades. Así, no era extraño que algunos autores vieran publicados o representados sus textos en Estados Unidos o en Alemania antes que en España.

En ocasiones doy vueltas, en mi cabeza, a algo que me parece realmente curioso. De los cincuenta y seis años que llevo vividos, treinta y tres lo han sido bajo un régimen dictatorial y veintitrés en democracia. Pero si me refiero a la actividad profesional, los términos se invierten. Desde que la inicié, en el año 65, hasta la muerte de Franco sólo transcurrieron diez años. Diez años frente a veintitrés. Y, sin embargo, aquellos, que apenas representan un tercio del total, pesan como una losa. Cuando se habla de los autores de mi generación, se alude más a aquel período que al actual. Hoy mismo, en este foro, el tema que se aborda, teatro y silencio, parece remitir a esa época. Cierto es que, entre paréntesis, se apunta que se trata de analizar la evolución del hecho teatral en España desde 1939, sin que se indique en que año hemos de parar. Entiendo que ello se debe a que se da por sentado que hemos de hacerlo en el 75. Permitirán, sin embargo, que me acoja a esa aparente imprecisión para adentrarme, siquiera brevemente, en estos años recientes, porque, en mi opinión, el silencio, un cierto silencio, ha seguido y sigue existiendo, aunque sea menos clamoroso que el de antes. Hay, además, otra razón que me anima a hablar del presente. El silencio impuesto por la censura de aquel régimen dictatorial ya es historia. No digo que no haya que hablar de él. Hacerlo de los hechos pasados es saludable y conveniente, aunque sólo sea por prevenir que la historia se repita, lo que a veces sucede, contrariando a quienes aseguran que agua pasada no mueve molino. Volviendo al presente, insisto en que siguen existiendo obstáculos que dificultan el trabajo de los creadores. Tales obstáculos, cuya existencia niegan algunos porque apenas son perceptibles, en el caso que nos ocupa, que es el teatro, están apartando a no pocos autores de su compromiso con la sociedad a la que pertenecen y convirtiéndoles en obsesivos contempladores de su propio ombligo. Pero vayamos por partes.

Un decreto-ley puso fin a la censura en 1978, dos años después de la desaparición del franquismo. Pocos se lo creyeron de verdad. La revista Pipirijaina se hizo eco de la desconfianza de la profesión en una portada en la que, junto a unas tijeras, se leía: «La censura cae. Los censores siguen»2. Afirmación nada gratuita, pues, mientras se firmaba el finiquito del organismo censor, uno de cuyos últimos actos administrativos había sido autorizar a Els Joglars la representación de La torna, la jurisdicción militar, ofendida por el contenido de la obra, encarcelaba a los miembros de la compañía. También por aquella época, una sala emblemática del teatro independiente, la Cadarso, era cerrada por el Gobierno Civil esgrimiendo determinados artículos de la obsoleta y disparatada legislación vigente sobre locales públicos.

También yo padecí en alguna ocasión la actuación de la nueva generación de censores vocacionales. Por no alargar en exceso mi intervención, solo me referiré a la primera. Fue en 1977, cuando la censura oficial daba sus últimos coletazos. Bajo el patrocinio del Ministerio de Información y Turismo se creo la compañía Corral de Almagro, cuya dirección fue encomendada a César Oliva. El objetivo era llevar el teatro clásico español a cualquier rincón del país siguiendo la ruta de los Festivales de España. La andadura se inició con El caballero de Olmedo y con Comedia de la olla romana en que cuece su arte la Lozana, versión bastante libre de La Lozana andaluza, de Francisco Delicado, de la que me ocupé yo. Pocos días después del estreno, sin que nadie me lo dijera, sospeché que mi trabajo no había gustado a los gerifaltes del Ministerio. En efecto, consideraban que la obra era, cuando menos, irreverente. No debió parecerles bien que me pusiera claramente del lado de la Lozana frente al poder establecido, ni que me sirviera de ella, que no era, a sus ojos, más que una vulgar prostituta, para entonar un canto a lo lúdico frente al oscurantismo de un poder represor y corrupto. La confirmación de mis sospechas se produjo cuando al llegar a Madrid, mi obra fue retirada de la programación sin que se diera ninguna explicación. En realidad no era necesario, pues algunas caras largas eran sumamente explícitas3.

Eran, aquellos, años de confusión y de chalaneo en procura de una transición pacífica. Para mi fueron años de relativo silencio porque la confusión también me alcanzaba. Escribí algunas obras, cinco o seis, de las que no reniego, pero que no me satisfacían plenamente. En 1983 concluí Bagaje, balance personal de lo vivido hasta entonces y punto de arranque de una nueva etapa que llega hasta hoy. Si en los años del franquismo escribí lo que quise, con mucha más razón lo hago ahora. Por eso me sorprende que algunos dramaturgos jóvenes que no vivieron aquella época, apenas tengan en cuenta el mundo que les rodea y sólo se ocupen de elucubrar en torno sus problemas personales. Si el argumento para no ocuparse de cuestiones que afectan al interés general es que en democracia no es necesario hacerlo, pues para es están los políticos, habría que recordarles que es tarea de los intelectuales ejercer una función crítica frente al poder, sea este autoritario o democrático. Pero mucho me temo que el verdadero argumento no sea ese, sino otro menos confesable: la autocensura. Otra vez, la autocensura. Y como consecuencia, el silencio de nuevo.

La vida teatral en nuestro país depende, en buena medida, de las subvenciones concedidas por las instituciones públicas. Muchos cuestionan la conveniencia de que esto sea así. Anticipo que mi posición al respecto es la de que el Estado está obligado a destinar buena parte de sus presupuestos al desarrollo de la cultura, porque en una sociedad capitalista como la nuestra, es contraproducente dejar esa tarea exclusivamente en manos de la iniciativa privada. No se me ocultan los riesgos que lleva implícita esa vinculación económica entre creadores e instituciones. De hecho, no son infrecuentes los casos de clientelismo, sobre todo en el mundo de la cultura donde no siempre es fácil encontrar baremos adecuados par medir sus productos. Ninguna norma que pretenda regular la concesión de ayudas para evitar tanto los favoritismos como la compra de voluntades, es eficaz si la ética no preside el comportamiento de las personas que han de aplicarla.

Estoy convencido de que esta dependencia del dinero público afecta a la creación mucho más de lo que nos podemos imaginar, sobre todo cuando, como sucede en España, el Estado es el empresario más solvente. Los profesionales de la escena evitan indisponerse con los responsables de las instituciones. Por ello, los empresarios y los directores rechazan aquellas obras cuyo contenido consideran inoportuno. Para ellos no representa ningún problema, pues pueden elegir otras más adecuadas a sus intereses. Al autor, en cambio, le está vedada esa posibilidad.

Para el dramaturgo, el silencio de hoy es muy distinto al de antaño. Aquel, estuviera motivado por la prohibición de las obras o fuera consecuencia de la autocensura, tenía cierta grandeza. Era un elemento más de la lucha contra la dictadura. El silencio que se nos imponía se convertía en arma contra el opresor, porque, al callar, proclamábamos nuestra situación. La periodista argentina Olga Cosentino decía hace poco que el silencio es, en ocasiones, estremecedor, más elocuente, incluso, que las palabras. El silencio actual, en cambio, es vergonzante, porque es producto de la prudencia. Se calla por miedo a perder la subvención, no por razones de mayor fuste. El autor que calla lo que piensa o que cambia su discurso crítico por otro que no moleste a quienes tienen la llave de la despensa, no sólo se perjudica él, sino que presta un flaco servicio a la causa del teatro. Con su actitud contribuye a despojarle de algunas de sus funciones esenciales. Deja de ser reflejo de la sociedad y de hacer de tábano, ese insecto del que uno de los grupos más combativos durante el franquismo tomó el nombre, cuya picadura tanto molestaba a quiénes la recibían.

No creo que, ni en este final de siglo, ni después, la censura desaparezca. Cambiará de rostro, se disfrazará de otra cosa, pero estará ahí, atenta a lo que hacemos, controlando nuestra creación y presta a cercenarla si transgrede el orden establecido o a comprar nuestra voluntad para que cambiemos el discurso. No debiéramos admitirlo. Hay que hacerle frente, aun a sabiendas de que nuestras fuerzas no bastan para abolirla definitivamente.





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