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Telón de fondo

Noé Jitrik





De ninguna manera se trataría de relacionar una creación como la del Instituto de Literatura Hispanoamericana y sus acciones con todo lo que pasó en su entorno y contexto durante sus ochenta años de existencia. Más bien, y con suerte, tiene algún sentido evocar algunas circunstancias que rodean su conformación, aunque no la explican, y no solo la ocurrencia de empezar a mirar más allá de las fronteras, puesto que se trata de América Latina, en un país tan centrado sobre sí mismo en un momento política y socialmente complicado. ¿De esto será que hay que hablar? ¿O de lo que impetuosamente se denomina la «Realidad», avasallante, múltiple, inaprehensible e inexplicable, como si tal «realidad» hubiera determinado la creación de un Instituto?

Más modestamente, la ocasión se presta para tener en cuenta algunos pocos aspectos que actuarían como telón de fondo de esa memorable creación. Por ejemplo y por empezar, qué pasaba en la Argentina en esos años, desde 1930 a 1935; no se puede olvidar que el país entero, su economía y su sociedad, seguía todavía aterrado por la gran crisis que había comenzado hacia el 28, empobrecido el país y el campo, que había sido tan celebrado en el Centenario por Lugones, empezaba a ser abandonado sin que la industria pudiera absorber a aquellos que el campo expulsaba. ¿Y el Pacto Roca-Runciman denunciado por Lisandro de la Torre? ¿Tiene esto algo que ver con la creación que celebramos? No faltará quien considere que, dada esa situación, hay algo de condenable en la creación. Puede y no puede tener que ver y nosotros lo heredamos sin beneficio de inventario y con él nos hemos entramado. Pero no es estrictamente eso sino la existencia de un clima en el que surge algo y que hace, simplemente, de telón de fondo con la idea de que evocando esa relación se podrán entender muchas cosas: la Facultad misma se creó en medio de una reacción casi xenofóbica, como si estuviera destinada a defender el idioma y las impecables costumbres nacionales del asedio de los bárbaros y, sin embargo, eso no le impidió contribuir al impetuoso desarrollo de una cultura que buscaba su identidad.

Y de paso, puesto que hablo de un clima, ¿qué pasaba entonces, cuando el Instituto se puso en marcha, en el ámbito literario e intelectual? Quedaban ecos de la dramática decepción de de la Torre pero también de la de Lugones cuando el patético General Uriburu prefirió una mediocre restauración conservadora a la heroica convocatoria al fascismo que el poeta había formulado con prosa flamígera para justificar la Revolución del 30 y, opuesta e insoslayablemente, quedaba el hecho de fierro de la prisión, entre otros, de Ricardo Rojas, que en la gélida Ushuaia añoraría sus días en esta Facultad a la que había contribuido a conferirle un alma, su cátedra, su Historia.

Y para seguir con el clima: ¿se pueden olvidar las consecuencias de lo que implicó la Revolución del 30? Esa que en mala hora cortó un proceso aceptablemente democrático, o sea la ocupación de la escena por una política tan confusa como irresoluta, sin capacidad, ni las víctimas ni los victimarios, de comprender, asimilar y ver más allá de la parálisis que se estaba viviendo. Fraude electoral, emergencia de pujos fascistoides, las riendas del Estado en manos de quienes habían rechazado la nueva realidad social argentina encarnada en el radicalismo, y el radicalismo, a su vez, tristemente hibernando y consumido por sus disgregaciones, los avances de un nacionalismo agresivo y, por supuesto, lo que para algunos de ellos y para muchos de los demás, eran sucesivas entregas al capitalismo europeo, el imperio británico, tan detestado por la incipiente FORJA, esa situación por la cual pagó tributo con su vida Enzo Bordabehere, precisamente, valga la coincidencia, en 1935. Y mucho más. Nubes en el horizonte por doquier, descreimiento, anarquismo, pobreza, largo sería enumerar, todo ese conjunto que alguien, José Luis Torres, felizmente denominó «Década infame».

Es difícil conjeturarlo pero cabe la pregunta acerca de si la cultura argentina en general sufría la presión de lo que esa atmósfera ominosa ejercía sobre la sociedad. Que lo hacía parece que no caben dudas si se considera, así sea parcialmente, el escepticismo que acompaña la obra periodística de Roberto Arlt o la amarga poética de Enrique Santos Discépolo o, sobre todo, esa vuelta atrás del laicismo que creó inmejorables condiciones para el «Congreso Eucarístico» de 1934 y que no solo expresó un renacimiento del catolicismo sino, y sobre todo, un reforzamiento de sus intervenciones en la vida social, con una proliferación de grupos de acción y de publicaciones y hasta la conversión de herederos del liberalismo tradicional, ese que había llegado a romper con el Vaticano, caso único en la historia política de la Iglesia.

Por supuesto, venciendo el desaliento que producía el eclipse del anarquismo, estragado por una feroz represión y sus disidencias internas, las divisiones y emigraciones en el socialismo y la confusión que irradiaba el estalinismo en las dinámicas huestes del comunismo, intelectuales de izquierda combatían no obstante la oleada reaccionaria creando un vibrante anticlima controversial que se acentuó cuando comenzó lo que sería la guerra civil española. El antagonismo desatado entre la derecha amparada por el fraude y la represión y una izquierda en apariencia en retirada se manifestó en el Congreso Internacional de los Pen Clubs que tuvo lugar un poco después y durante el cual se pudo intuir en qué desembocarían esos enfrentamientos: el mundo sobre la Argentina y la Argentina en la semioscuridad.

Pero, no obstante, una o dos paradojas toman forma en esa misma época; la primera concierne a la literatura curiosamente en crecimiento y expansión o, al menos, en una nueva y prometedora etapa: la revista Sur, piloteada por Victoria Ocampo, cuya prestancia podría ser interpretada como un más allá de la pobre y violenta contingencia en la que surgía y que parecía negar; más todavía el vigor de una generación de escritores, emanados de las modestas vanguardias de la década anterior, que encarnaban y realizaban lo que Borges había preconizado, años antes, en «El escritor argentino y la tradición»; una fuerte corriente realista, de crítica social; la transformación del teatro, del tablado y el sainete a la modernidad escénica propia; la afirmación de una música nacional y una pintura que nada le debía a las grandes tradiciones europeas; la emergencia de editoriales que enriquecieron el horizonte de lectura del país, todo eso junto tiene un relieve sorprendente, a través de la literatura y el arte el mundo está presente, como problemática y como representación y, en correlato, la literatura argentina empieza a entrar en el mundo. La Argentina como enigma atrae a viajeros intelectuales que intentan resolverlo por medios un tanto primarios, preguntas apasionadas, cuestionamientos apremiantes, exigencias intelectuales, «¿qué es ser argentino?» está en los labios de celebridades que creen que podrán decirlo aunque desconfían de oírlo. Y de argentinos: la voz de Ezequiel Martínez Estrada está en un diapasón dramático con esas preguntas pero también con la angustia que genera la relación entre un pensamiento fuerte y una realidad inaceptable. El mundo, además, para lo que vamos razonando, es también América Latina, la gran desconocida cuya literatura tiene en el remolino editorial argentino una presencia que, de alguna manera, induce un programa para este Instituto que debe definir sus objetos y sus objetivos. Cerca está, directa o indirectamente, para respaldar una posibilidad o justificar una existencia, la sombra tutelar de Pedro Henríquez Ureña, permanente, y Alfonso Reyes transitoria pero igualmente convincente.

La otra paradoja reside en la Universidad misma y lo primero que podría decirse de ella es que constituye un espacio de resistencia frente a los embates de ese exterior violento y desesperanzado; no los ignora y, seguramente, algo concede pero en la sombra de los claustros y en los recintos de los Institutos se sigue gestando una significación, algo así como una figura global de una cultura deseable y en vías, pese a todo, de ser tantálicamente alcanzada. En pocos momentos de su historia la Universidad argentina contó con tantas figuras notables y con una producción tan relevante de conocimientos y de ideas desde sus comienzos, fundamento inolvidable del brillo que tuvo entre 1956 y 1966 y que recuperó a partir de 1984. Fue en la época que estoy evocando que Ricardo Rojas y sus discípulos revelaban la riqueza de una literatura olvidada, era cuando Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña proseguían la ejemplar labor del mítico Ramón Menéndez Pidal, secundados por los talentosísimos hermanos Lida; el lugar en el que historiadores como Emilio Ravignani y José Torre Revello hacían Historia de la historia y filósofos como Francisco Romero, Carlos Astrada y Juan Luis Guerrero introducían lo clásico y lo moderno con un dinamismo extraordinario y Claudio Sánchez Albornoz seguía rescatando metódicamente la Edad Media Española; todo ello ocurría en nuestra Facultad y en nuestros Institutos, junto a los cuales vino a instalarse el que hoy cumple sus primeros 80 años, como titulaba victoriosamente Ramón J. Cárcano su libro de memorias.

De modo que es en este contexto que nace un Instituto cuyo objeto y materia necesitaba abrirse paso en las estructuras que poco a poco fueron otorgando una fisonomía a las carreras que canalizaban intereses gnoseológicos propios de una sociedad que avanzaba y que no quería, sin declararlo, como si fuera una lucha sorda, verse reducida al solo pragmatismo de las profesiones liberales. No era sencillo hacerse entender aunque había entonces voces que encarnaban un saber de América Latina con rigor y profundidad: Pedro Henríquez Ureña mediante un trabajo filológico y editorial de enorme riqueza y su intervención en la vida literaria argentina: no por nada nuestra biblioteca lleva su nombre; Alfonso Reyes, en su permanente descubrimiento de la Argentina y su invencible capacidad de vincularse con toda la cultura que brotaba por todas partes; él, al igual que su antiguo compañero y maestro Henríquez Ureña, demostraba con sus investigaciones y sus libros cuanta lógica había en crear un ámbito específico, este del que estoy hablando, en el que se trataría de comprender lo que bullía en estos torturados países en el orden superior de la literatura pese a lo que política e institucionalmente no terminaba de tomar forma.

Hubo momentos de desfallecimiento y otros de euforia; en los últimos años tratamos de hacer honor a esa historia: América Latina está presente en nuestras preocupaciones y ocupaciones actuales; tal vez hayamos hecho algunos aportes y hayamos comunicado los resultados de nuestra labor, amparados por un credo, la Universidad pública de la que sale todo, lo que somos y lo que podemos llegar a ser. En todo caso, lo hecho nos permite esta rememoración y justifica, como lo predice José Lezama Lima en las finales y triunfantes frases de Paradiso: «Era la misma voz, pero ondulada en otro registro. Volvía a oír de nuevo; ritmo hesicástico, podemos empezar». Para quienes estamos en esto, es el recomienzo de todos los días, el proyecto de una integración, América Latina como empresa, como significado.





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