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Textos sobre la conciencia histórica de Andrés Bello

Andrés Bello






ArribaAbajo- I -1

Modo de escribir la historia


«No hay peor guía en la historia que aquella filosofía sistemática que no ve las cosas como son, sino como concuerdan con su sistema. En cuanto a los de esta escuela, exclamaré con Juan Jacobo Rousseau:

¡Hechos! ¡Hechos!».-Carlos du Rozoir.

Los historiadores formados por el siglo XVIII se dejaron preocupar demasiado por la filosofía de su tiempo... Trataron los hechos con el desdén del derecho y de la razón; cosa muy buena seguramente para operar una revolución en los espíritus y en el Estado, pero que lo es mucho menos para escribir la historia. Hoy no es ya permitido escribir la historia en el interés de una sola idea. Nuestro siglo no lo quiere; exige que se le diga todo; que se le reproduzca y se le explique la existencia de las naciones en sus diversas épocas, y que se dé a cada siglo pasado su verdadero lugar, su color y su significación. Esto es lo que yo he procurado hacer para el gran suceso cuya historia he emprendido. No he consultado más que los documentos y los textos originales, sea para individualizar las varias circunstancias de la narrativa, sea para caracterizar las personas y las poblaciones que figuran en ella. Tanto es lo que he sacado de esos textos, que me lisonjeo de haber dejado poco que tomar. Las tradiciones nacionales de las poblaciones menos conocidas y las antiguas poesías populares, me han suministrado muchas indicaciones acerca del modo de existencia, los sentimientos e ideas de los hombres en los tiempos y lugares a que trasporto al lector.

En cuanto a la relación, he adherido cuanto me ha sido posible al lenguaje de los historiadores antiguos, contemporáneos de los hechos o cercanos a ellos. Cuando me he visto precisado a suplir su insuficiencia por consideraciones generales, he tratado de autorizarlas reproduciendo los rasgos originales que me habían conducido a ellas por inducción. En fin, he conservado siempre la forma narrativa, para que el lector no pasase súbitamente de una relación antigua a un comentario moderno, y para que la obra no presentase las disonancias que resultarían de fragmentos de crónicas, entreverados de disertaciones. Por otra parte, he creído que aplicándome más a referir que a disertar, aun en la exposición de los hechos y resultados generales, podría dar una especie de vida histórica a las masas de hombres como a los personajes individuales, y que de esta manera en el destino político de las naciones hallaríamos algo de aquel interés humano que inspiran involuntariamente los pormenores ingenuos de las vicisitudes de fortuna y las aventuras de un solo hombre.

«Me propongo, pues, presentar con la mayor individualidad, la lucha nacional que se siguió a la conquista de la Inglaterra por los normandos establecidos en la Galia».-Agustín Thierry.

Sismondi anuncia que se propone escribir la historia de Francia hasta Luis XVI, y que terminará este trabajo con la filosofía de la historia de Francia: «Si me quedare bastante vida y salud, para llevar hasta el fin la tarea que he tomado a mi cargo, pediré a esos trece siglos las lecciones que, sobre, las ciencias sociales, nos tienen guardadas. Trataré sobre todo de dar a conocer ese progreso sucesivo de la condición de los pueblos, esa organización interior, ese estado de bienestar o de desazón, que debe mirarse como el gran resultado de las instituciones públicas, y que puede sólo enseñarlos a distinguir con certidumbre lo que merece en ellas nuestra aprobación o nuestra censura.

»Debo también decir aquí algunas palabras sobre el método que he adoptado para trabajar sobre documentos antiguos. Me lisonjeo de que a la primera ojeada ningún lector vacilará en reconocer que esta historia no es, como muchas otras, una compilación ejecutada sobre compilaciones. Mi trabajo principia y acaba en los originales, según el consejo que me dio en otro tiempo el gran historiador Juan de Muller. He buscado la historia en los contemporáneos, y tal como se presentó a ellos... Cito siempre sus autoridades para poner al lector imparcial en estado de verificar mi trabajo, y de formar su juicio con los mismos datos que me han servido para el mío».-Sismondi.

«La historia no tiene valor, sino por las lecciones que nos da acerca de los medios de hacer felices y virtuosos a los hombres, y los hechos no tienen importancia sino en cuanto representan ideas. Pero por otra parte es demasiado cierto que el espíritu de sistema los disciplina con facilidad, y que en el caos de los sucesos se hallarán siempre ejemplos en los que apoyar las más insensatas teorías. He visto mil veces la verdad forzada a servir la mentira, y esta charlatanería tan frecuente en los escritores superficiales, me ha hecho sentir más que cualquier otra cosa todo el valor de las individualidades, toda la importancia de un examen escrupuloso hasta de las menores circunstancias. Tal vez se creerá que doy una atención demasiado minuciosa a hechos comparativamente pequeños, que refiero muchos que tanto valdría haber ignorado, y que si yo hubiese reducido a cuatro tomos una narración que abraza dieciséis, hubiera podido encerrar en este estrecho cuadro las grandes lecciones de la historia, y desenvolver suficientemente los principios que he deseado grabar en la memoria de los lectores. Pero se olvida que procediendo así hubiera entresacado los hechos en vez de consignarlos, y que las conclusiones que hubiese presentado entonces habrían dependido del espíritu que hubiese presidido a la elección, y no de los hechos mismos. Al contrario, he querido que la historia de Italia se presentase a la vista del lector como un grupo aislado; y que él pudiese recorrerla en cierto modo, y contemplarla bajo todos sus aspectos. No he ocultado los sentimientos de que me he sentido animado a vista de ella, pero he querido dejar al lector la independencia de sus juicios. Ahí están los hechos; si alguna otra interpretación les cuadra, puede dármela».-Sismondi.

Villemain no perdona a Robertson el haber descarta do de su Introducción a la Historia de Carlos V ciertas particularidades que presenta después bajo la forma de notas o documentos justificativos. «Se admira, se alaba mucho esa Introducción; y cierto que hay en ella una serenidad de razón, una bien entendida distribución de partes, algo de regular y de progresivo, que agrada al pensamiento. Pero la acompaña un tomo de notas; y lo más curioso es que en estas notas es donde se encuentran todas las particularidades originales... Robertson nos dirá, por ejemplo, que cierto pueblo bárbaro, invasor de la Europa civilizada, tenía en el más alto grado la pasión y el fanatismo de la guerra. Eso es lo que coloca en el texto; pero los rasgos, las facciones de esa ferocidad salvaje, aquella pintura tan singular del campamento de los bárbaros, aquella muchedumbre que se agolpa alrededor de un bardo de la selva que entona canciones marciales, aquellas mujeres y niños que lloran, porque no pueden seguir a sus hijos o a sus padres a los combates, todos aquellos pormenores, en fin, referidos por el embajador romano Prisco, poseído todavía del terror que sintió al verlos y que lleva a la corte bizantina, todo esto que relega Robertson a las notas, hace falta en su libro».

«Una cosa es común a todos ellos» (los historiadores griegos y romanos), «aun a aquel Salustio que oculta los pesares de la ambición frustrada bajo el velo de una filosofía desalentada y amarga: es el talento de la narración. Todos la han hecho el fin o el medio de sus composiciones, y la han presentado con una ingenuidad candorosa, o con la inspiración de un sentimiento vivo y profundo. Si tienen una opinión que sostener, una moralidad que realzar, se percibe su color en la narración. Sea que los hechos se desarrollen ante ellos como un espectáculo o que traten de profundizarlos y de beber en ellos el conocimiento del hombre y de los pueblos, siempre saben presentarlos a nuestra vista como se ofrecerían a la suya. Han estudiado lo verdadero, lo han sentido, y el copiarlo es para ellos una obra de la imaginación.

»Tácito mismo, que es de todos ellos el que más ha contribuido a elevar y robustecer el pensamiento humano; aquel cuyas palabras conversarán eternamente con las almas que marchita el despotismo; que parece saborear el único consuelo que dejan al hombre la tiranía y la bajeza la satisfacción de conocerlas y despreciarlas, ¿de qué medios se vale? ¿Cuál es su secreto? ¿Cómo persuade sus opiniones? ¿Cómo demuestra las causas generales o los motivos particulares? Cuenta; y en testimonio de sus juicios, pone a nuestra vista las escenas y los personajes. Helos ahí; nuestro espíritu puede recoger y apropiarse juicios profundos, reflexiones profundas, bajo la forma de imágenes vivientes. ¿Es éste un filósofo, que nos da desde su cátedra graves y severas lecciones? ¿Es un político, que nos pone delante los ocultos muelles del gobierno? ¿Un orador que pronuncia acusaciones formales contra Tiberio y Seyano? No: él es (valiéndonos de la expresión de Racine) el más gran pintor de la antigüedad.

»Tal vez la época en que vivimos está destinada a restablecer la narración, y a restituirle su antiguo honor. Nunca se ha dirigido la curiosidad con más ansia a los conocimientos históricos. Hemos vivido hace más de treinta años en un, mundo agitado por tantos y tan diversos y tan prodigiosos acontecimientos; de tal manera han rodado delante de nosotros los pueblos, las leyes, los tronos; el cercano porvenir está encargado de la solución de cuestiones tan grandes, que el primer empleo del ocio y de la reflexión es el estudio de la historia. Como la existencia de cada uno, por grande o pequeño que sea, ha llegado a ligarse inmediatamente con las vicisitudes del destino común; como la vida, la fortuna, el honor, la vanidad, el empleo de nosotros mismos, las opiniones acaso; en una palabra, toda la situación del ciudadano ha dependido y depende todavía de los sucesos generales de su país y del mundo entero, la observación ha debido fijarse casi exclusivamente en la historia de las naciones. A esto se ha dirigido la filosofía; porque ¿qué causas y qué efectos hay más dignos de rastrearse hasta sus fuentes? La poesía misma no nos cautiva cuando no nos habla de lo que ofrece tantas maravillas, de lo que excita emociones tan vivas. El drama no parece ya destinado sino a reproducir las escenas de la historia. La novela, composición antes frívola, a que la pintura de las grandes pasiones había dado tanta elocuencia, ha sido absorbida por el interés histórico. Se le ha pedido, no que nos cuente aventuras de individuos, sino que nos los muestre como testimonios verdaderos y animados de un país, de una época, de una opinión. Se ha querido que nos sirviese para conocer la vida privada de un pueblo; ¿y no forma ésta siempre las memorias secretas de su vida pública?

»Estamos cansados de ver la historia trasformada en un sofista dócil y asalariado que se presta a todas las pruebas que cada uno quiere sacar de ella. Lo que se le piden son hechos. Como se observa en sus pormenores, en sus movimientos, este gran drama de que somos actores y testigos, así se quiere conocer lo que era antes de nosotros la existencia de los pueblos y de los individuos. Se exige que la historia los evoque, los resucite a nuestra vista».-Barante.

Así nos hablan los más distinguidos escritores contemporáneos; casi todos ellos, juntando el ejemplo a la doctrina, han dado al mundo instructivas e interesantes historias, que son tal vez los frutos más sazonados de la literatura moderna. Todos ellos concuerdan en la importancia de los hechos, y consideran la exposición del drama social viviente como la sustancia y el alma de la historia. Nuestra autoridad vale muy poco (por más que haya querido exagerarla para confusión nuestra el señor Chacón, juez parcial en esta materia). Por eso nos era necesario autorizar las sanas doctrinas con nombres ilustres. En los pasajes que hemos elegido (los primeros que nos han venido a la mano) es fácil ver que lo que el señor Chacón llama camino trillado es el único camino de la historia, como ya él mismo lo había dado a entender en las primeras líneas de su Prólogo, y que sólo por los hechos de un pueblo, individualizados, vivos, completos, podemos llegar a la filosofía de la historia de ese pueblo.

Porque es necesario distinguir dos especies de filosofía de la historia. La una no es otra cosa que la ciencia de la humanidad en general, la ciencia de las leyes morales y de las leyes sociales, independientemente de las influencias locales y temporales, y como manifestaciones necesarias de la íntima naturaleza del hombre. La otra es, comparativamente hablando, una ciencia concreta, que de los hechos de una raza, de un pueblo, de una época, deduce el espíritu peculiar de esa raza, de ese pueblo, de esa época; no de otro modo que de los hechos de un individuo deducimos su genio, su índole. Ella nos hace ver en cada hombre-pueblo una idea que progresivamente se desarrolla vistiendo formas diversas que se estampan en el país y en la época; idea que llegada a su final desarrollo, agotadas sus formas, cumplido su destino, cede su lugar a otra idea, que pasará por las mismas fases y perecerá también algún día. No de otro modo que el hombre-individuo diversifica continuamente sus deseos y sus aspiraciones desde la cuna hasta el sepulcro, desenvolviéndose en cada edad nuevos instintos que le llaman a objetos nuevos.

La filosofía general de la historia, la ciencia de la humanidad, es una misma en todas partes, en todos tiempos; los adelantamientos que hace en ella un pueblo aprovechan a todos los pueblos; entran en el caudal común de que todos los pueblos tienen solidariamente el dominio. Es como en las ciencias naturales la teoría de la atracción o de la luz: las leyes físicas y químicas lo mismo obraron antes en el mundo antediluviano que ahora en el nuestro; lo mismo obran en la Europa que en Japón; los descubrimientos físicos y químicos de la Inglaterra y de la Francia entran en el caudal solidario de todas las naciones del globo. Pero la filosofía general de la historia no puede conducirnos a la filosofía particular de la historia de un pueblo, en el que concurren con las leyes esenciales de la humanidad gran número de agencias e influencias diversas que modifican la fisonomía de los varios pueblos cabalmente como las que concurren con las leyes de la naturaleza material modifican el aspecto de los varios países. ¿De qué hubiera servido toda la ciencia de los europeos para darles a conocer, sin la observación directa, la distribución de nuestros montes, valles y aguas, las formas de la vegetación chilena, las facciones del araucano o del pehuenche? De muy poco, sin duda. Pues otro tanto debemos decir de las leyes generales de la humanidad. Querer deducir de ellas la historia de un pueblo, sería como si el geómetra europeo, con el solo auxilio de los teoremas de Euclides, quisiese formar desde su gabinete el mapa de Chile.

Así es como concibe la filosofía de la historia el filósofo que mejor ha inculcado su importancia, sus elementos y su alcance. Ella es, según él, la filosofía del espíritu humano aplicada a la historia; supone por tanto la historia; y de tal modo la supone, que debe ser comprobada, garantizada por ella, para que estemos seguros de que es la expresión exacta de la naturaleza humana, y no un sistema falaz que impuesto a la historia, la adultere. Esta filosofía debe estudiarlo todo; debe examinar el espíritu de un pueblo en su clima, en sus leyes, en su religión, en su industria, en sus producciones artísticas, en sus guerras, en sus letras y ciencias; ¿y cómo pudiera hacerlo si la historia no desplegase ante ella todos los hechos de ese pueblo, todas las formas que sucesivamente ha tomado en cada una de las funciones de la vida intelectual y moral? Veamos de qué modo figura Víctor Cousin ese vasto y grandioso trabajo; y dígase si es posible comprenderlo sin una exposición completa de los hechos, que es la materia en que trabaja el filósofo. Veámoslo, por ejemplo, aplicando sus principios, los elementos de la naturaleza humana, a la guerra. «¿Queréis saber lo que vale un hombre?» (dice este elocuente escritor): «vedle obrar: ahí es donde él pone todo lo que vale; de la misma manera la virtud de un pueblo aparece en el campo de batalla; ahí está él todo entero con todo lo que le pertenece. Hasta allí es preciso que la filosofía de la historia le siga... La organización de los ejércitos, la estrategia misma importa a la historia. Ved el modo de combatir de los atenienses y de los lacedemonios: Atenas y Lacedemonia están allí todas. ¿Os acordáis de la organización de aquel pequeño ejército griego de treinta mil hombres que conducido por un joven se internó en el oriente hasta la Bactriana? Ésa es la formidable falange macedonia, cuya configuración sola es el símbolo de la expansión rápida y poderosa de la civilización griega, y representa toda la impetuosidad, la celeridad y el ardor indomable del espíritu griego y del espíritu de Alejandro. La falange macedonia estaba organizada para la conquista rápida, para romper por todo, para invadirlo todo. Tiene un movimiento irresistible, pero poca fuerza interna, poco peso y duración. Volved ahora los ojos a la legión romana; en ella está toda Roma. Una legión es un gran todo, una masa enorme, que sacudida abruma cuanto encuentra, sin peligro de disolverse; tan compacta es, tan vasta, tan llena de recursos en sí misma. Al aspecto de una legión nos sentimos como en presencia de un poder irresistible, y al mismo tiempo durable, que barre el enemigo y le reemplaza, ocupa el suelo, se establece en él, se arraiga. La legión romana es una ciudad, es un imperio, un mundo pequeño que se basta a sí mismo, porque en su organización nada falta... En una palabra, la legión era un ejército organizado, no sólo para avasallar el mundo sino para mantenerlo sujeto: su carácter es la consistencia, el peso, la duración, la fijeza; es decir, el espíritu de Roma». Si es necesario que la filosofía de la historia estudie así cada uno de los elementos de un pueblo, ¿no es claro que debe existir de antemano la historia de ese pueblo, y una historia que lo reproduzca, si es posible, todo entero, que lo reproduzca animado y activo? Nos avergonzamos de insistir tanto en una verdad tan obvia.

El señor Chacón ha dicho muy bien que el mundo científico es solidario: las conquistas que cada nación, cada hombre hace en él, pertenecen al patrimonio de la humanidad. Pero es preciso entendernos. Los trabajos filosóficos de la Europa no nos dan la filosofía de la historia de Chile. Toca a nosotros formarla por el único proceder legítimo, que es el de la inducción sintética. No por eso miramos como inútil el conocimiento de lo que han hecho los europeos en su historia, aun cuando sólo se trate de la nuestra. La filosofía de la historia de Europa será siempre para nosotros un modelo, una guía, un método; nos allana el camino; pero no nos dispensa de andarlo.

Nuestro joven amigo nos permitirá decirle que en las comparaciones con que se empeña en sostener algunas de las ideas del Prólogo, hay más poesía que lógica. «¿Qué se pensaría» (son sus palabras) «de un sabio que dijese que no debemos aprovecharnos del sistema de ferrocarriles europeos, porque es necesario que Chile empiece la carrera de los descubrimientos desde el simple camino carretero hasta el ferrocarril? ¿Qué se pensaría de un sabio que dijese que Chile no debe aprovecharse de la excelencia del arte dramático europeo, porque debe empezar la carrera de este arte, como la Europa, desde los toscos misterios?... ¿Qué se pensaría de un sabio que dijese que Chile no debe aprovecharse de los descubrimientos y progresos de la maquinaria europea, sino que debe empezar, como la Europa, por el grosero tejido de paño burdo y las calcetas de nuestros abuelos?» La verdad es que estas mismas proposiciones con una ligera modificación no tendrían nada de absurdo. Realmente hay, en todo, cierto camino que es necesario andar, aunque más o menos aprisa. Ningún pueblo necesita ya de producir un Watt para tener ferrocarriles pero sí le sería preciso haber principiado, no decimos por la carretera, sino por el angosto sendero, que comunica de una choza a otra. ¿Llevaría el señor Chacón el ferrocarril a nuestra colonia del estrecho? ¿Pondría una fábrica de encajes o de sederías en la Araucania? ¿Y se necesitaría por ventura ir muy lejos para encontrar pueblos a quienes los misterios de la Edad Media cuadrarían mejor que las tragedias de Racine o los dramas de Víctor Hugo? Pero no es esto en lo que consiste el paralogismo. Las comparaciones de que se sirve el señor Chacón no son adecuadas a la materia de que se trata. Una máquina puede trasladarse de Europa a Chile y producir en Chile los mismos efectos que en Europa. Pero la filosofía de la historia de Francia, por ejemplo, la explicación de las manifestaciones individuales del pueblo francés en las varias épocas de su historia, carece de sentido aplicada a las individualidades sucesivas de la existencia del pueblo chileno. Para lo único que puede servirnos es para dar una dirección acertada a nuestros trabajos, cuando a vista de los hechos chilenos, en todas sus circunstancias y pormenores, queramos desentrañar su íntimo espíritu, las varias ideas, y las sucesivas metamorfosis de cada idea, en las diferentes épocas de la historia chilena. Si así no fuese, el señor Lastarria, que según el prólogo ha querido darnos la filosofía de nuestra historia, se habría tomado un trabajo superfluo.

En otro número seguiremos desenvolviendo estas ideas y haremos ver que el Bosquejo Histórico es, como lo dice su título, una obra rigurosamente histórica, aunque, por otra parte, sea cierto que en algunos puntos y calificaciones se hace desear el testimonio de los hechos. Pero no podemos soltar la pluma sin contestar al grave cargo que se hace a la Comisión, acusándola de exclusivismo y de intolerancia, porque ha creído que, en el estudio y cultivo de la historia chilena, debe principiarse por el esclarecimiento de los hechos. Si este juicio, expresado bajo la modesta forma de un deseo, es un acto de intolerancia, adiós crítica literaria. Villemain quisiera que Robertson, en lugar de calificar los hechos con frases generales, los individualizase, los pintase. Proteseemos pues contra este deseo como un acto de exclusivismo. ¿Qué más hubiera podido decirse si la Comisión, en vez de apreciar justamente el Bosquejo Histórico, como el mismo señor Chacón lo confiesa, y de adjudicarle el premio, arrogándose facultades inquisitoriales hubiese prohibido su lectura? La misma libertad que tiene un escritor para dar a luz cuanto le dictan su inteligencia y su conciencia, tiene otro escritor para examinarle y criticarle, según su leal saber y entender.




ArribaAbajo- II -

Modo de estudiar la historia


Es fuerza decir que aunque el señor Chacón, al principio de su artículo primero, se ha propuesto fijar la cuestión (que, a nuestro juicio, bien clara estaba) nos parece más bien haberla sacado de sus quicios. La comisión, después de haber dado los debidos elogios al Bosquejo Histórico, dice que carece de suficientes datos para aceptar el juicio del autor sobre el carácter y tendencias de los partidos que figuraron en la revolución chilena. Juzga con sobrada razón que sin tener a la vista un cuadro en donde aparezcan de bulto los sucesos, las personas y todo el tren material de la historia, el trazar lineamientos generales tiene el inconveniente de dar mucha cabida a teorías y desfigurar en parte la verdad, inconveniente, añade, de todas las obras que no suministran todos los antecedentes de que el autor se ha servido para formar sus juicios. Y se siente inclinado a desear que se emprendan antes de todo trabajos destinados a poner en claro los hechos: «la teoría que ilustra esos hechos vendrá en seguida, andando con paso firme sobre un terreno conocido».

No se trata pues de saber si el método ad probandum, como lo llama el señor Chacón, es bueno o malo en sí mismo, ni sobre si el método ad narrandum, absolutamente hablando, es preferible al otro: se trata sólo de saber si el método ad probandum, o más claro, el método que investiga el íntimo espíritu de los hechos de un pueblo, la idea que expresan, el porvenir a que caminan, es oportuno relativamente al estado actual de la historia de Chile independiente, que está por escribir, porque de ella no han salido a luz todavía más que unos pocos ensayos, que distan mucho de formar un todo completo, y ni aun agotan los objetos parciales a que se contraen. ¿Por cuál de los dos métodos deberá principiarse para escribir nuestra historia? ¿Por el que suministra los antecedentes o por el que deduce las consecuencias? ¿Por el que aclara los hechos, o por el que los comenta y resume? La comisión ha creído que por el primero. ¿Ha tenido o no fundamento para pensar así? Ésta y no otra es la cuestión que ha debido fijarse.

Cada uno de los dos métodos tiene su lugar; cada uno es bueno a su tiempo; y también hay tiempos en los que, según el juicio o talento del escritor, puede emplearse el uno o el otro. La cuestión es puramente de orden, de conveniencia relativa.

Sentado esto, es fácil ver que la cita de Barante, en que se apoya como decisiva el señor Chacón, no toca el punto que se discute. Barante, a presencia de los grandes trabajos históricos de sus contemporáneos, dice que ninguna dirección es exclusiva, ningún método obligatorio. Lo mismo decimos nosotros poniéndonos en el punto de vista en que se coloca Barante. Cuando el público está en posesión de una masa inmensa de documentos y de historias, puede muy bien el historiador que emprende un nuevo trabajo sobre esos documentos e historias, adoptar o el método del encadenamiento filosófico, según lo ha hecho Guizot en su Historia de la Civilización, o el método de la narrativa pintoresca, como el de Agustín Thierry en su Historia de la Conquista de Inglaterra por los Normandos. Pero cuando la historia de un país no existe, sino en documentos incompletos, esparcidos, en tradiciones vagas, que es preciso compulsar y juzgar, el método narrativo es obligado. Cite el que lo niegue una sola historia general o especial que no haya principiado así. Pero hay más: Barante mismo en el punto de vista en que se coloca no disimula su preferencia de la filosofía que resalta como espontáneamente de los sucesos, referidos en su integridad y con sus colores nativos, a la que se presenta con el carácter de teoría o sistema exprofeso; que siempre induce cierto temor de que involuntariamente se violente la historia para ajustarla a un tipo preconstituido, que, según la expresión de Cousin, la adultere. Véase la prefación de Barante a su Historia de los Duques de Borgoña, y véase sobre todo esa historia misma, que es un tejido admirable de testimonios originales, sin la menor pretensión filosófica.

No es nuestro ánimo decir que entre los dos métodos que podemos llamar narrativo y filosófico haya o deba haber una separación absoluta. Lo que hay es que la filosofía que en el primero va envuelta en la narrativa y rara vez se presenta de frente, en el segundo es la parte principal a que están subordinados los hechos, que no se tocan ni se explayan, sino en cuanto conviene para manifestar el encadenamiento de causas y efectos, su espíritu y tendencias. Cabe entre ambos una infinidad de matices y de medias tintas, de que no sería difícil dar ejemplos en los historiadores modernos.

El juicio de la comisión no es exclusivo, ni su preferencia absoluta. No hay más que leer su informe, para convencernos de que los argumentos aducidos por el autor del prólogo son inconducentes: impugnan lo que nadie ha dicho ni pensado. La comisión no ha emitido fallo alguno sobre cuestión alguna que tenga divididas las opiniones del mundo literario, como se supone. Ha deseado... ni aun tanto... se ha sentido inclinada a desear que se nos ponga en posesión de las premisas antes de sacar las consecuencias; del texto, antes que de los comentarios; de los pormenores antes de condensarlos en generalidades. Es imposible enunciar con más modestia un juicio más conforme a la experiencia del mundo científico y a la doctrina de los autores célebres que han escrito de propósito sobre la ciencia histórica. Y más diremos; dado que el punto fuese cuestionable, la comisión, declarándose por una de las opiniones controvertidas, no hubiera hecho más que poner en ejercicio un derecho que los fueros de la república literaria franquean a todos. ¿Por ventura no es lícito a todo el que quiera hacer uso de su entendimiento elegir entre dos opiniones contrarias la que le parezca más razonable y fundada? ¿Y es el campeón de la libertad literaria el que nos impone la obligación de suspender nuestro juicio sobre toda cuestión debatida, y de no emitir otras ideas que las que llevan el imprimatur de la aprobación universal?

El señor Chacón nos da una reseña del origen y progresos de la historia en Europa desde las cruzadas; reseña gratuita para el asunto de que se trata, y no del todo exacta. En ella se principia por Froissart; y se le hace encabezar la serie de cronistas «que en los siglos XII y XIII mezclaron la historia y la fábula, los romances de Carlomagno y de Arturo con los hechos de la caballería». El señor Chacón olvida que Froissart floreció en el siglo XIV, y parece ignorar que los romances de Carlomagno y de Arturo habían empezado a contaminar la historia algún tiempo antes de la primera cruzada. A juzgar por esta reseña, pudiera creerse que en el primer período de la lengua francesa (que propiamente no es la lengua de los trovadores) faltaron historiadores verídicos, testigos de vista de los sucesos mismos de las cruzadas, como Villehardouin y Joinville. Como quiera que sea, se hace desfilar a nuestra vista una procesión de cronistas, historiadores y filósofos de la historia, que principia en Froissart y acaba en Hallam. ¿«Y se quiere» (se nos pregunta) «que nosotros retrogrademos; se quiere que cerremos los ojos a la luz que nos viene de Europa; que no nos aprovechemos de los progresos que en la ciencia histórica ha hecho la civilización europea, como lo hacemos en las demás artes y ciencias que se nos trasmiten, sino que debemos andar el mismo camino desde la crónica hasta la filosofía de la historia?».

No es difícil responder a este interrogatorio. Mal puede retroceder el que no hecho más que poner los pies en el camino. No pedimos que se escriban otra vez las crónicas de Francia: ¿qué retroceso cabe en hacer la historia de Chile, que no está hecha; para que ejecutado este trabajo venga la filosofía a darnos la idea de cada personaje y de cada hecho histórico (de los nuestros se entiende), andando con paso firme sobre un terreno conocido? ¿Hemos de ir a buscar nuestra historia en Froissart, o en Comines, o en Mizeray, o en Sismondi? El verdadero movimiento retrógrado consistiría en principiar por donde los europeos han acabado.

Suponer que se quiere que cerremos los ojos a la luz que nos viene de Europa, es pura declamación. Nadie ha pensado en eso. Lo que se quiere es que abramos bien los ojos a ella, y que no imaginemos encontrar en ella lo que no hay, ni puede haber. Leamos, estudiemos las historias europeas; contemplemos de hito en hito el espectáculo particular que cada una de ellas desenvuelve y resume; aceptemos los ejemplos, las lecciones que contienen, que es tal vez en lo que menos se piensa: sírvannos también de modelo y de guía para nuestros trabajos históricos. ¿Podemos hallar en ellas a Chile, con sus accidentes, su fisonomía característica? Pues esos accidentes, esa fisonomía es lo que debe retratar el historiador de Chile, cualquiera de los dos métodos que adopte. Ábranse las obras célebres dictadas por la filosofía de la historia. ¿Nos dan ellas la filosofía de la historia de la humanidad? La nación chilena no es la humanidad en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales; tan especiales como los montes, valles y ríos de Chile; como sus plantas y animales; como las razas de sus habitantes; como las circunstancias morales y políticas en que nuestra sociedad ha nacido y se desarrolla. ¿Nos dan esas obras la filosofía de la historia de un pueblo, de una época? ¿De la Inglaterra bajo la conquista de los normandos, de la España bajo la dominación sarracena, de la Francia bajo su memorable revolución? Nada más interesante, ni más instructivo. Pero no olvidemos que el hombre chileno de la Independencia, el hombre que sirve de asunto a nuestra historia y nuestra filosofía peculiar, no es el hombre francés, ni el anglo-sajón, ni el normando, ni el godo, ni el árabe. Tiene su espíritu propio, sus facciones propias, sus instintos peculiares.

Sea en hora buena culpa nuestra haber encontrado inconsecuencia u oscuridad en ciertos pasajes del prólogo. A la verdad, no dejó de ocurrirnos la clave con que en el artículo primero del señor Chacón se ha tratado de conciliarlos. Pero la idea nos pareció demasiado repugnante al sentido común para atribuírsela. Ello es que ni aun ahora nos atrevemos a imputársela, y preferimos creer que (por culpa nuestra seguramente) no hemos acabado de entenderle.

Pedimos perdón a nuestros lectores. Hemos prolongado fastidiosamente la defensa de una verdad, de un principio evidente, y para muchos trivial. Pero deseábamos hablar a los jóvenes. Nuestra juventud ha tomado con ansia el estudio de la historia; acabamos de ver pruebas brillantes de sus adelantamientos en ella; y quisiéramos que se penetrase bien de la verdadera misión de la historia para estudiarla con fruto.

Quisiéramos sobre todo precaverla de una servilidad excesiva a la ciencia de la civilizada Europa.

Es una especie de fatalidad la que subyuga las naciones que empiezan a las que las han precedido. Grecia avasalló a Roma; Grecia y Roma a los pueblos modernos de Europa, cuando en ésta se restauraron las letras; y nosotros somos ahora arrastrados más allá de lo justo por la influencia de la Europa, a quien, al mismo tiempo que nos aprovechamos de sus luces, debiéramos imitar en la independencia del pensamiento. Muy poco tiempo hace que los poetas de Europa recurrían a la historia pagana en busca de imágenes, e invocaban a las musas en quienes ellos ni nadie creía; un amante desdeñado dirigía devotas plegarias a Venus para que ablandase el corazón de su querida. Ésta era una especie de solidaridad poética semejante a la que el señor Chacón parece desear en la historia.

Es preciso además no dar demasiado valor a nomenclaturas filosóficas; generalizaciones que dicen poco o nada por sí mismas al que no ha contemplado la naturaleza viviente en las pinturas de la historia, y, si ser puede, en los historiadores primitivos y originales. No hablamos aquí de nuestra historia solamente, sino de todas. ¡Jóvenes chilenos! aprended a juzgar por vosotros mismos; aspirad a la independencia del pensamiento. Bebed en las fuentes; a lo menos en los raudales más cercanos a ellas. El lenguaje mismo de los historiadores originales, sus ideas, hasta sus preocupaciones y sus leyendas fabulosas, son una parte de la historia, y no la menos instructiva y verídica. ¿Queréis, por ejemplo, saber qué cosa fue el descubrimiento y conquista de América? Leed el diario de Colón, las cartas de Pedro de Valdivia, las de Hernán Cortés. Bernal Díaz os dirá mucho más que Solís y que Robertson. Interrogad a cada civilización en sus obras; pedid a cada historiador sus garantías. Ésa es la primera filosofía que debemos aprender de la Europa.

Nuestra civilización será también juzgada por sus obras; y si se la ve copiar servilmente a la europea aun en lo que ésta no tiene de aplicable, ¿cuál será el juicio que formará de nosotros, un Michelet, un Guizot? Dirán: la América no ha sacudido aún sus cadenas; se arrastra sobre nuestras huellas con los ojos vendados; no respira en sus obras un pensamiento propio, nada original, nada característico; remeda las formas de nuestra filosofía, y no se apropia su espíritu. Su civilización es una planta exótica que no ha chupado todavía sus jugos a la tierra que la sostiene.

Una observación más y concluimos. Lo que se llama filosofía de la historia, es una ciencia que está en mantillas. Si hemos de juzgarla por el programa de Cousin, apenas ha dado los primeros pasos en su vasta carrera. Ella es todavía una ciencia fluctuante; la fe de un siglo es el anatema del siguiente; los especuladores del siglo XIX han desmentido a los del siglo XVIII; las ideas del más elevado de todos éstos, Montesquieu, no se aceptan ya sino con muchas restricciones. ¿Se ha llegado al último término? La posteridad lo dirá. Ella es todavía una palestra en la que luchan los partidos: ¿a cuál de ellos quedará definitivamente el triunfo? La ciencia, como la naturaleza, se alimenta de ruinas, y mientras los sistemas nacen y crecen y se marchitan y mueren, ella se levanta lozana y florida sobre sus despojos, y mantiene una juventud eterna.




ArribaAbajo- III -

Resumen de la historia de Venezuela


Colón infatigable en favor de la España volvía por la tercera vez a América con designio de llegar hasta el Ecuador, pero las calmas y las corrientes le empeñaron entre la isla de Trinidad y la Costa Firme y desembocando por las bocas de Drago descubrió toda la parte que hay desde este pequeño estrecho hasta la punta de Araya, y tuvo la gloria de ser el primer europeo que pisó el Continente Americano, que no lleva su nombre por una de aquellas vergonzosas condescendencias, con que la indolente posteridad ha dejado confundir el mérito de la mayor parte de los hombres que la han engrandecido. Las ventajosas relaciones que Colón hizo en la Corte, del país que hoy forma la provincia de Venezuela, excitaron la codicia de Américo Vespucio, que se unió a Alonso de Ojeda comisionado por el gobierno para continuar los descubrimientos de Colón en esta parte de la América. La moderación española fue víctima de las ventajas que ofrecían los conocimientos geográficos de Vespucio a la locuacidad italiana, y Ojeda y Colón tuvieron que ceder a la impostura de Américo la gloria de dar su nombre al Nuevo Mundo, a pesar de los esfuerzos que ha hecho la historia para restituir este honor a su legítimo dueño.

A la expedición de Ojeda se siguió casi al mismo tiempo otra al mando de Cristóbal Guerra, que reconoció en su derrota la costa de Paria, las Islas de Margarita y Cubagua, Cumanagoto (hoy Barcelona) y llegó hasta Coro, desde donde tuvo que volverse a España para poner a cubierto de la ferocidad de los naturales de aquel país las perlas que había venido a buscar, y que eran la única producción que atraía entonces a los españoles a este punto del continente americano. Despertóse la codicia con la fortuna de Guerra y de casi todos los puertos de la Península se aprestaron expediciones para la Nueva Andalucía, que así llamó Ojeda a toda la parte oriental de la costa. Apenas se supieron en la isla de Santo Domingo las relaciones del continente con la España, se apresuró el celo apostólico de algunos religiosos a esparcir la semilla evangélica en los nuevos países, pero los excesos de la avaricia sublevaron de tal modo a los naturales, que después de sacrificar los misioneros a su venganza, acabaron con un establecimiento que, Gonzalo de Ocampo, enviado por la audiencia de Santo Domingo para conservar el orden, había planteado en el sitio que ocupa hoy Cumaná, y que se llamó Toledo. Este desgraciado acaecimiento hizo que la audiencia enviase de nuevo en 1523 a Jaime Castellón, que con su humanidad y dulzura logró restablecer lo perdido, concluir la fundación de la ciudad de Cumaná, y asegurar la buena inteligencia en toda la parte oriental de la costa.

En la occidental era igualmente necesario el freno de la autoridad para desvanecer las funestas impresiones que contra la dominación española empezaban a recibir los naturales de la conducta de aquellos aventureros. Juan de Ampues obtuvo de la audiencia de Santo Domingo esta comisión, y la desempeñó de un modo capaz de honrar la elección de aquel tribunal. La confianza recíproca fue el primer efecto de su misión: un tratado solemne estableció la alianza del cacique de la nación coriana con la española: siguióse a esto el juramento de fidelidad y vasallaje, que proporcionó a Ampues el permiso para echar los cimientos a la ciudad de Coro ayudado por los mismos vasallos del cacique. Estos sucesos prometían a la provincia de Venezuela todas las ventajas de que es capaz un gobierno tan interesado en la conservación del orden. Mas las circunstancias políticas no dejaban a sus benéficos cuidados toda la influencia que necesitaban los interesantes dominios que acababa de adquirir; y si se vio en la necesidad de enajenarlos provisionalmente de su soberanía, también supo escudarlos con ella e indemnizarlos profusamente con sus sabias disposiciones luego que cesaron las funestas causas, que embarazaron sus filantrópicos designios.

El espíritu de conquista había obligado a Carlos V que ocupaba el trono de España a contraer considerables empeños de dinero con los Welsers o Belzares, comerciantes de Augsburgo, y éstos por vía de indemnización, consiguieron un feudo en la provincia de Venezuela desde el cabo de la Vela hasta Maracapana, con lo que pudiesen descubrir al sur de lo interior del país. Ambrosio de Alfinger, y Sailler su segundo, fueron los primeros factores de los Welsers, y su conducta la que debía esperarse de unos extranjeros, que no creían conservar su tiránica propiedad un momento después de la muerte del Emperador. Su interés era sacar partido del país, como le encontraron, sin aventurar en especulaciones agrícolas unos fondos cuyos productos temían ellos no llegar a gozar jamás, ni cuidarse de que la devastación, el pillaje y el exterminio, que señalaba todos sus pasos, recayese injustamente sobre la España, que debía recobrar con el oprobio aquel asolado país. La única providencia política que dio Alfinger en la provincia de Venezuela, y que no llevó el sello de su carácter, fue la institución de su primer ayuntamiento, en la ciudad de Coro, que había ya fundado Ampues, y como Juan Quaresma de Melo tenía de antemano la gracia del emperador para un regimiento perpetuo en la primera ciudad que se poblase; le dio Alfinger la posesión en Coro, con Gonzalo de los Ríos, Virgilio García y Martín de Arteaga, que eligieron por primeros alcaldes a Sancho Briceño y Esteban Matheos. La naturaleza ultrajada por Alfinger oponía a cada paso obstáculos a sus depredaciones, y la humanidad oprimida triunfó al fin de su verdugo y su tirano, que murió asesinado por los indios en 1531 cerca de Pamplona, en un valle que conserva aún el nombre de Misser Ambrosio para execración de su memoria. El derecho de opresión recayó por muerte de Alfinger en Juan Alemán nombrado de antemano por los Welsers para sucederle, y que hubiera merecido el agradecimiento de la posteridad de Venezuela si hubiese hecho guardar a sus compañeros la moderación que distinguía su carácter. Sucedióle en 1533 Jorge Spira nombrado por los Welsers, con 400 hombres entre españoles y canarios que unidos a los que vinieron con Alfinger se dividieron en tres trozos, con orden de que después de asolar por todas partes el país se reuniesen en Coro con los despojos de una expedición que hubiera podido llamarse heroica si hubiese tenido otro objeto. Cinco años duró el viaje de Spira, al cabo de los cuales volvió a Coro con sólo 80 hombres de los 400 que le acompañaron, y murió en 1540, sin dejar de sus trabajos otra utilidad que las primeras noticias de la existencia del Lago Parima o el Dorado, para repetir nuevas empresas a costa de la humanidad.

Desde el año 1533 había sido elevado Coro al rango de obispado, cuya silla ocupaba don Rodrigo Bastidas, que fue nombrado provisionalmente gobernador de Venezuela por la audiencia de Santo Domingo, mientras la Corte proveía la vacante de Spira. Tenía este prelado por lugarteniente de su autoridad civil a Felipe Urre, pariente en todo de los Welsers, y por agente de sus empresas a Pedro Limpias, capaz de serlo de Alfinger. El descubrimiento del Dorado era la manía favorita de los españoles en la Costa Firme, y los dos comisionados del obispo gobernador partieron por diferentes puntos a renovar en busca de este tesoro las vejaciones de los factores alemanes. Limpias tardó poco en enemistarse con Urre, y unido a un tal Carvajal que había suplantado un nombramiento de la audiencia a su favor, asesinaron a Urre cuando volvía a Coro después de cuatro años de trabajos propios y calamidades ajenas, sin haber hecho a la Provincia otro beneficio, que el de la fundación de la ciudad del Tocuyo hecha por Carvajal con los 25 compañeros que tenía de su partido, de los cuales se formó el segundo ayuntamiento de Venezuela, en 1545. Tal fue la suerte del hermoso país que habitamos en los diez y ocho años que estuvo a discreción de los arrendatarios de Carlos V; hasta que instruido el emperador de los funesto que había sido a sus vasallos aquel contrato, volvió a ponerlos bajo su soberanía nombrándoles por primer gobernador y capitán general al Lic. Juan Pérez de Tolosa.

Con esta providencia volvieron a aprestarse en España expediciones para la parte occidental de la Costa Firme corno las que frecuentaban desde el principio la parte oriental, que no correspondía al feudo de los Welsers. Mas en todas partes habían dejado éstos tal opinión de su conducta, que ni la persuasión evangélica ni el cebo de las bujerías españolas, pudieron mantener la buena correspondencia con los indios; ganarles un palmo de terreno sin una batalla; ni fundar un pueblo sin haberlo abandonado muchas veces; de modo que la provincia debió exclusivamente a las armas su población, y la prerrogativa de que las bendiga el Santísimo Sacramento cuando se las rinden. La gobernación de Caracas no se extendió entonces hasta la Nueva Andalucía, que desde Maracapana hasta Barcelona era gobernada con independencia. La conquista y población de esta parte de la provincia de Venezuela estuvo sometida desde 1530 a varios españoles, que obtenían en la Corte a proporción de su crédito, despachos para establecerse en este punto de la América, teatro por muchos años de las más sangrientas disensiones civiles entre los españoles, y de la más obstinada resistencia por los naturales, sin haber podido conseguirse otro establecimiento, que el que bajo el nombre de Santiago de los Caballeros planteó y tuvo que abandonar en 1552, Diego de Zerpa, asesinado después con su sucesor Juan Ponce por los indios cumanagotos.

No tenían mejor suerte las empresas de los españoles en lo interior de la gobernación de Venezuela. El Lic. Tolosa había dejado el gobierno a Juan de Villegas mientras él pasaba al de Cumaná con una comisión de la audiencia de Santo Domingo en cuyo viaje murió, quedando Villegas encargado interinamente del mando. Luego que entró en posesión de él comisionó a su veedor Pedro Álvarez para que concluyese el establecimiento de la ciudad de la Borburata que él había comenzado el año anterior por encargo de Tolosa, y que las continuas excursiones de los filibustiers hicieron abandonar a los pocos años. Deseoso al mismo tiempo Villegas de descubrir algunas minas para animar el desaliento que notaba en su gente, despachó a Damián del Barrio al valle de Nirgua con algunos de los suyos, que habiendo descubierto una veta de oro a las orillas del Río Buría, formaron un pequeño establecimiento, que es de creer diese origen a la ciudad de San Felipe. Viendo Villegas que el trabajo de las minas atraía mucha gente a sus inmediaciones, concibió el designio de edificar una ciudad en el valle de Barquisimeto en honor de Segovia, su patria. Después de mil encuentros con los indios jirajaras que habitaban aquel valle, logró plantear en 1552 la ciudad de Barquisimeto o Nueva Segovia, pero los indios se vengaron bien pronto del buen suceso que tuvo Villegas en su establecimiento, haciendo que quedasen abandonadas hasta ahora las minas de San Felipe y que tuviese que trasladarse la ciudad de Barquisimeto del lugar de su primitivo asiento al que ocupa actualmente.

Igual suerte corrió la ciudad de Nirgua, que bajo el nombre de las Palmas fundó en 1554, Diego de Montes por disposición del licenciado Villacinda enviado por la Corte para suceder a Tolosa. Dos veces tuvo que mudar de sitio para evitar las excursiones de los jirajaras sin haber podido lograr tranquilidad hasta la entera reducción de estos indios. Los descalabros que habían sufrido los españoles en las minas de San Felipe reclamaban una pronta indemnización y Villacinda, trató de buscarla en un nuevo establecimiento que les asegurase de la desconfiada inquietud de los indios y les compensase en adelante los perjuicios que acababan de sufrir. Sus miras se dirigieron desde luego a la laguna Tacarigua que había descubierto Pedro Álvarez en su expedición a la Borburata, y que además de la fertilidad de sus orillas prometía por su posición más facilidad para la conquista del país de los caracas, cuya fama entraba desde mucho tiempo en los cálculos de los españoles. Nombróse por cabo de la empresa a Alonso Díaz Moreno, vecino de la Borburata, que después de mil debates con los tacariguas pudo hacerse dueño del país, y tratar de dar cumplimiento al encargo que se le había confiado. Aunque arreglado a él debía poblar en las orillas del lago, el conocimiento práctico de su insalubridad le hizo infringir las órdenes que traía en beneficio de la salud pública, eligiendo para fundar la ciudad de la Nueva Valencia del Rey la hermosa, fértil y saludable llanura en la que se halla actualmente, desde el año de 1555 en que Alonso Díaz puso sus primeros cimientos.

Entre los españoles que formaban proyectos sobre el valle de Maya, en que habitaban los caracas, ninguno podía realizarlos mejor que Francisco Fajardo, que tenía a su favor todo lo necesario para sacar partido de un país perteneciente a una multitud de naciones reunidas para mantener su independencia, y cuyo denuedo había retardado tal vez su reducción. Era Fajardo hijo de una caraca, y casado con una nieta del cacique Charayma, jefe de estos indios, que hacían parte muy considerable de la población del valle de Maya. A las ventajas del parentesco unía Fajardo las del idioma, como que poseía cuantos dialectos se hablaban en el país de donde era originaria su mujer, y donde había nacido su madre.

A favor de estas circunstancias se resolvió Fajardo probar fortuna en el valle de Maya para ver si eran asequibles los designios que tenía de agregarlo a la dominación española. Con tres criollos de la Margarita y once vasallos de su madre se embarcó en una canoa, y siguiendo las costas desembarcó en Chuspa, donde fue tan bien recibido durante su mansión, como sentido de los naturales a su partida. Tan agradables fueron las noticias que Fajardo dio a su madre de la buena acogida que le habían hecho los caciques sus parientes, principalmente su tío Naiguatá, que la decidieron a acompañar a su hijo en la segunda expedición que proyectaba, y reuniendo todos sus parientes, sus vasallos, y cuanto pudieron producirle sus cortos bienes, se embarcó con todo en el puerto de Píritu y arribó en 1557, cerca de Chuspa en la ensenada del valle del Panecillo. La cordialidad que inspira la patria, la sangre y el idioma distinguió los primeros días de la llegada de la familia de Fajardo, y los parientes y paisanos de su madre le cedieron de común acuerdo la posesión del valle del Panecillo en prueba de lo grata que les era su venida. Menos que esto había menester Fajardo, que no perdió un momento en poner por obra la empresa que tenía premeditada. Apenas obtuvo licencia del gobernador Gutiérrez de la Peña para poblar en el valle de Maya, empezó a tratar de esto con los indios y a hacerse sospechoso para ellos: a la sospecha se siguió la enemistad: y a la enemistad la resistencia: los indios no perdonaron ninguno de los medios que estaban a su alcance para oponerse a los designios de los españoles, tomaron las armas, envenenaron las aguas, cortaron los víveres, y Fajardo, después de haber perdido a su madre en estas turbulencias, tuvo que darse por bien servido de haber podido ganar en el silencio de la noche la playa, y volverse a embarcar con los suyos para la Margarita.

Poco después de la fundación de Valencia falleció Villacinda en Barquisimeto quedando los alcaldes por una prerrogativa anexa entonces a su representación, encargados interinamente del mando de sus respectivas jurisdicciones. El deseo de señalar la época de su interinidad con algún establecimiento útil al país les hizo pensar en la reducción de los cuicas, que según las relaciones de Diego Ruiz Vallejo habitaban el fértil país, que desde Carora corre Norte Sur hasta las sierras de Mérida. Diego García de Paredes fue encargado de esta empresa, y habiendo salido del Tocuyo con setenta hombres, doce caballos y buen número de indios yanaconas, atravesó todo el país de los cuicas, que con su afable carácter le permitieron elegir terreno a su gusto para establecerse. El sitio de Escuque sobre las riberas del río Motatán fue el que pareció mejor a Paredes para echar en 1556 los cimientos a una población, que llamó Trujillo en obsequio de su patria en Extremadura, y que hubiera tardado poco en llegar al rango de ciudad, si los indios exasperados con la conducta que observaron los españoles en una corta ausencia que tuvo que hacer Paredes, no hubieran interrumpido por una parte sus progresos, y no hubiese por otra impedido a éste de continuarlos, la violencia con que Gutiérrez de la Peña lo tuvo despojado de aquella conquista mientras gobernó la provincia por comisión de la audiencia de Santo Domingo. Francisco Ruiz fue nombrado para suceder a Paredes, que tuvo el disgusto de ver agregarse al partido de su usurpador muchos de los que le habían acompañado en su primera expedición; con ellos tomó Ruiz la vuelta de los cuicas y llegó hasta el Valle de Boconó donde se detuvo a proveerse de lo necesario para su empresa. A pocos pasos de ella se encontró con Juan Maldonado que había salido con igual designio de Mérida, ciudad que acababa de poblar en 1558, Juan Rodríguez Suárez al pie de las sierras nevadas bajo la advocación de Santiago de los Caballeros, y que el mismo Maldonado había trasladado a mejor temperamento en el valle que ocupa actualmente, circunvalada de los ríos Chama, Mucujún y Albarregas. Las disputas suscitadas entre Ruiz y Maldonado produjeron la reedificación de Trujillo que Ruiz promovió en despique de su adversario; bien que para usurpar con la propiedad la gloria a su primitivo fundador le mudó el nombre en el de Miravel, que conservó hasta que habiendo venido Pablo Collado de la Corte a suceder a Villacinda en el gobierno, reintegró a Paredes en sus derechos, y lo puso en estado de restituir a la ciudad su primitivo nombre, y de proseguir en su adelantamiento. Por la mediación de algunos sujetos respetables de ambos partidos se terminaron amistosamente las desavenencias que había entre Ruiz y Maldonado, quedando desde entonces determinada la jurisdicción de la audiencia de Santa Fe, y la que correspondía en Venezuela a la de Santo Domingo, cuyos límites quedaron fijados en el país de los timotes, que reconocido también por Maldonado como término de su conquista, se volvió a Mérida, y Ruiz se quedó en Miravel con el dominio de los cuicas. No sucedió así a Paredes, que contrariado siempre en sus designios tuvo que sufrir de nuevo con Collado los mismos disturbios que con Gutiérrez de la Peña; hasta que renunciando de aburrido a sus proyectos se retiró a Mérida, y Trujillo, abandonada de su fundador, devorada por la discordia de sus vecinos, y acosada de los insectos, los pantanos y las tempestades, anduvo vagando convertida en ciudad portátil, hasta que en 1570 pudo fijarse en el sitio que ocupa actualmente. Pocas ciudades de la América pueden gloriarse de haber hecho tan rápidos progresos como los que hizo Trujillo en el primer siglo de su establecimiento. El espíritu de rivalidad de sus primitivos habitantes se mudó con el suelo en una industriosa actividad, que prometía a Trujillo todas las ventajas de la aplicación de sus actuales vecinos; pero las incursiones del filibustiers Grammont asolando su territorio sofocaron el germen de su prosperidad, dejando en las ruinas de sus edificios motivos para inferir por su pasada grandeza lo que hubiera llegado a ser en nuestros días.

Las esperanzas que el valle de Maya había hecho concebir a Fajardo eran muy lisonjeras para los riesgos pasados, los obstáculos presentes, y los inconvenientes futuros pudiesen trastornar sus proyectos: constante en ellos y animado con la buena inteligencia que conservó siempre con él Guaimacuare, uno de aquellos caciques, volvió a salir por tercera vez de la Margarita en 1560, y para evitar nuevos debates se dejó correr más a sotavento y desembarcó en Chuao donde habiendo sido bien recibido de su amigo Guaimacuare le dio cuenta del designio que traía de reconocer el país que había de allí al valle de Maya. Bien quisiera Guaimacuare apartarlo de un proyecto en que él sólo conocía las dificultades, pero la confianza de Fajardo triunfó de las reconversaciones del cacique y emprendió su marcha sin dificultad hasta Valencia, desde donde habiendo solicitado y obtenido permiso del gobernador Pablo Collado para entender en las conquista de los caracas, y reunidos treinta hombres a los once compañeros de su temeridad, continuó su derrota para los Valles de Aragua, más bien como amigo que como conquistador. Al llegar a los altos de las Lagunetas tuvo que valerse de su maña para entrar en convenio con los indios teques, arbacos, y taramainas dispuestos a disputarle el paso. Después de mil debates pudo ajustar con ellos una alianza que le proporcionó llegar hasta el valle de San Pedro, pero al bajar la loma de las Cocuizas le salió al encuentro el cacique Teperaima, a quien ganó con el presente de una vaca de las que traía consigo, y consiguió llegar a las orillas del río Guaire, de quien tomaba el nombre aquella parte del valle de Maya, llamada desde entonces por Fajardo de San Francisco en honor de su patrono. La poca seguridad que le prometían los naturales del Guaire, le obligó a volverse a la costa para reunirse con los suyos que habían quedado con Guaimacuare, con los cuales después de fundar en la ensenada de Caraballeda una población bajo el nombre del Collado volvió reforzado al valle de San Francisco en busca de unas minas que tenía noticia había en su territorio.

El hallazgo de una veta de oro fue más bien el origen de las desgracias que la recompensa de los trabajos de Fajardo. Todos los vecinos del Tocuyo se conspiraron contra él con tal encono que consiguieron que el gobernador Collado lo privase de entender en el beneficio de la mina, y que enviase a Pedro de Miranda y a Luis de Ceijas para que le sucediesen y enviasen preso a la Borburata. Ni estos comisionados, ni Juan Rodríguez Suárez, enviado después por Collado para informarse del rendimiento y calidad de los metales, pudieron conservar la mina de las continuas correrías de los indios mariches, teques y taramainas, que habitaban todo el país que bajo de estos nombres fertilizaban los ríos Tuy, y Guaire, y que hicieron a los españoles abandonar aquel establecimiento, sin otro fruto que haber fundado bajo la advocación de San Francisco un mezquino pueblo, que no merece otra memoria que la de haber estado situado en el mismo sitio en que se halla actualmente Caracas. Aunque Fajardo logró vindicar sus derechos no pudo volver a pensar en sus proyectos sobre el valle de San Francisco, porque su presencia era necesaria en el Collado para contener las atrocidades que cometía en todas las poblaciones de la gobernación de Venezuela el facineroso Lope de Aguirre, a quien la historia da impropiamente el epíteto de tirano. Este monstruo vomitado de las turbulencias del Perú había bajado por el río Marañón con otros satélites, y después de asolar la Margarita, pasó a la Borburata, y desde allí a Barquisimeto, señalando todos sus pasos con el exterminio y la desolación; hasta que al fin murió en esta ciudad a manos de aquel Paredes que había fundado a Trujillo, acreditando en sus últimos momentos la ferocidad que había distinguido todos los de su vida. Hallábanse muy debilitados los españoles con la persecución de Aguirre, y Fajardo lo estaba más que nadie en Caraballeda; de modo que tuvo que volverse a la Margarita para librarse del riesgo en que le tenía continuamente la obstinada resistencia de Guaicapuro, jefe de aquellos indios. Dejando a su devoción a Guaimacuto, cacique de las cercanías de Caraballeda, y comprometidos a sus compañeros en volver con él a la conquista de los caracas, abandonó Fajardo la costa, pero no los designios que tenía de establecerse en el valle de Maya. Aprestada en la Margarita el año de 1564 la tercera expedición, determinó desembarcar con ella en el río de Bordones inmediato a Cumaná para evitar nuevos encuentros con los indios de Caraballeda. Gobernada a la sazón aquella ciudad y su jurisdicción Alonso Cobos, enemigo declarado de Fajardo, que apenas supo su venida le convidó a que viniese a verle, y luego que le tuvo asegurado en su casa le hizo ahorcar en el cepo en que estaba preso, ayudando Cobos con sus manos a consumar esta horrible perfidia para que su memoria fuese tan detestable a la posteridad como sensible la suerte del intrépido Fajardo.

Las ventajas que prometía el país de los caracas habían llegado a la Corte tal vez, por las relaciones de Sancho Briceño, diputado de la provincia de Venezuela para establecer la forma de gobierno más conforme al estado de su población, pues que habiendo venido a gobernarla don Pedro Ponce de León se le dio especial encargo de que concluyese la reducción del valle de Maya. El honor de fundar en él la capital que los heroicos trabajos de su conquista prometían a Fajardo, estaba reservado a Diego Losada, a quien confirmó Ponce el nombramiento que le había dado su antecesor para entender en la reducción de los caracas. Ofrecióse a acompañarle Juan de Salas, su íntimo amigo, con 100 indios guaiqueríes que tenía en la Margarita, y al mismo tiempo que salió Salas para buscarlos, partió Losada del Tocuyo en 1567 y llegó hasta Nirgua, desde donde encargado el mando de la expedición a Juan Maldonado con orden de que lo esperase en el valle de Guacará, se dirigió él a la Borburata en busca de Salas, cuya tardanza era ya perjudicial a su derrota. Después de esperarlo en vano quince días se volvió a incorporar con los suyos, que se hallaban ya en el valle de Mariara, donde se detuvo a pasar revista a su ejército, que según ella se componía de 150 hombres, entre ellos veinte de a caballo, 800 indios auxiliares, 200 bagajes, y abundante provisión de ganado.

Con tal reducida fuerza, salió Losada de Mariara, y llegó hasta la subida Teperaima o loma de las Cocuizas, sin haber podido tomar lengua de ninguno de los naturales de aquellos valles, a quienes llamó del Miedo por el sospechoso abandono en que los encontró, más apenas empezó a subir la cuesta oyó resonar los caracoles con que los indios tocaban la alarma por todas las montañas vecinas. Espantado con el estruendo el ganado se esparció por todas partes, y mientras se empleaban los españoles en recogerle, cargaron sobre ellos los indios con tal denuedo, que no se pudo sin haber hecho un gran estrago conseguir ahuyentarlos y llegar a los altos de la montaña para dar algún descanso a la gente. El hambre y la fatiga hizo a algunos salir del campamento a coger una aves que se descubrían a poca distancia, puestas artificiosamente por los indios para atraer a los españoles a una emboscada. La defensa empeñó un combate en que murió Francisco Márquez a manos de los indios en el sitio que conserva aún el nombre de Márquez por este desgraciado suceso. Cuatro leguas caminó Losada desde allí hasta la garganta de las Lagunetas, que funesta siempre a los españoles les preparaba riesgos más terribles por su combinación. Los indios arbacos belicosos por carácter, y arrojados por resentimiento no perdonaron medio alguno para acabar con los españoles y para conseguirlo después de acometer los unos la retaguardia de Losada, incendiaban los otros la montaña para envolver sin recurso a sus enemigos. Húbose menester toda la serenidad de Losada y toda la intrepidez de Diego Paredes para salir bien de aquel conflicto, y ponerse en estado de vencer otro que les estaba prevenido de no menor consideración.

Aquella noche la pasó Losada acampado en el sitio llamado las Montañuelas, y al otro día se puso en movimiento para el valle de San Pedro. La rapidez de su marcha había ocultado su venida a la mayor parte de las naciones de su tránsito, de modo que hasta entonces sólo había tenido que lidiar con los indios arbacos; mas al bajar el río de San Pedro se encontró con el porfiado Guaicapuro que le presentó la batalla con más de 8.000 indios teques, tarmas y mariches apostados en todos los desfiladeros de la montaña. Fueron los primeros movimientos de la sorpresa de Losada dirigidos a pedir consejo a sus capitanes, pero presentándole su intrepidez mayores riesgos en la dilación, y la disputa, la dirimió desbaratando él mismo con la caballería la vanguardia de los bárbaros; su gran número y el conocimiento del terreno les permitió volver a reunirse, y dejar dudoso el éxito de la acción; si Francisco Ponce cortándolos por la retaguardia, y Losada acudiendo con su denuedo a animar a los que flaqueaban en el centro, no hubiesen hecho en ellos tal carnicería, que los obligó a dejar franco el paso a costa de una completa derrota por su parte y de muy pequeña pérdida por la de los españoles. No quiso Losada descansar hasta verse seguro de Guaicapuro, y sin la menor dilación siguió dos leguas a hacer alto con su gente en un pueblo que gobernaba el cacique Macarao en el confluente de los ríos Guaire y San Pedro, cuyos habitantes temerosos de que les talase el ejército sus sementeras, lo recibieron con el mayor agasajo, y les permitieron que descansasen toda aquella noche a su salvo de las pasadas fatigas. Al amanecer continuó Losada su marcha hacia el Valle de San Francisco, pero temeroso de nuevos encuentros se apartó de los cañaverales que había en las orillas del Guaire, y tomando a la derecha por el territorio del cacique Caricuao, salió al valle que riega el río Turmero, que es el mismo en donde se halla hoy el pueblo del Valle, llamado por Losada de la Pascua, por haber permanecido en él desde la Semana Santa que llegó, hasta pasada la Resurrección, sin la menor inquietud.

Era la intención de Losada llegar a sus fines más bien por los medios de la paz y la conciliación que por los de la violencia y el rigor, sin emplear en otra cosa las armas que en la propia defensa y seguridad. Cuantos indios se cogían en el campo volvían a su libertad agasajados, instruidos y vestidos; mas aunque daban señales de agradecimiento tardó poco la experiencia en demostrar que no hacían otro uso de la generosidad de los españoles que el de volver a sus ardides para incomodarlos, o el de formar nuevas coaliciones para combatirlos; hasta que desengañado Losada de que su moderación no hacía más que darles un siniestro concepto de sus fuerzas se resolvió a valerse de ellas para hacerse respetar. Dejados 80 hombres en el Valle de San Francisco a cargo de Maldonado; se entró por los mariches a quienes llevaba ya reducidos, cuando tuvo que volver desde Petare a socorrer a Maldonado que cercado de 10.000 taramainas hubiera perecido con los suyos si Losada no hubiese llegado a tiempo de ahuyentarlos con sólo la noticia de su venida. Tan obstinada resistencia, hizo a Losada variar la resolución en que estaba de no poblar hasta haber concluido la conquista y tener asegurada con ella la tranquilidad. Convencido de que era preciso hacerse fuerte en algún paraje para asegurarse en adelante, o tener cubierta la retirada, se resolvió a fundar una ciudad en el valle de San Francisco, a la que intituló desde luego Santiago de León de Caracas, para que con esta combinación quedase perpetuada su memoria, la del gobernador don Diego Ponce de León, y el nombre de la nación a quien había vencido. Ignórase aún el día en que se dio principio a la fundación de la capital de Venezuela, y la diligencia de la generación presente sólo ha podido arrancar a la indolencia de la antigüedad datos para inferir que fue a fines del año de 1567 cuando se estableció su cabildo de que fueron los primeros miembros Lope de Benavides, Bartolomé de Alamao, Martín Fernández de Antequera, y Sancho del Villar, y éstos eligieron por primeros alcaldes a Gonzalo de Osorio y a Francisco Infante.

Los débiles principios y la mala vecindad de la población; la tuvieron algunos años expuesta al irreconciliable encono de Guaicapuro que irritado de lo mal que lo había tratado la suerte con Losada, estuvo tres o cuatro años sublevando todas las naciones de alrededor hasta que pudo formar una conspiración con los caciques Naiguatá, Guaimacuto, Querequeremare señor de Torrequemada, Aramaipuro, jefe de los mariches, Chacao, Baruta, y Curucutí, que acaudillando a sus vasallos hubieran hecho abandonar la ciudad si hubiera estado a cargo de otro que Losada. Después de derrotarlos y acabar con Guaicapuro que murió peleando cuerpo a cuerpo con el alcalde Francisco Infante, logró Losada intimidar algo los teques y mariches, dejando asegurada por entonces la buena correspondencia en todo el Valle. En seguida pasó a reedificar la ciudad de Caraballeda para que sirviese de puerto al comercio de la metrópoli en lugar de la Borburata que había quedado abandonado por las incursiones de los filibustiers, hasta que despojado injustamente del gobierno de Caracas, murió en el Tocuyo a manos del sentimiento que le causó la ingratitud con que correspondió el gobernador Ponce a sus heroicos servicios, pero su memoria vivirá entre la de los primeros conquistadores de la América con el aprecio que merecen las proezas con que logró perpetuarla en Venezuela.

Desde el año de 1531 habían los españoles empezado a conquistar la parte oriental de la provincia que desde Maracapana formaba la jurisdicción de Cumaná. La fijación de límites entre ésta y la de Caracas, el descubrimiento de los países que inunda el Orinoco, la fama de las riquezas del río Meta y el hallazgo del Dorado produjeron otras tantas expediciones que contrariadas, renovadas y malogradas sucesivamente, dieron margen a que se descubriesen los dilatados países que bajo el nombre de los Llanos forman hoy una parte muy esencial de la prosperidad de Venezuela, sin que pudiese hasta muy tarde formarse en ellos ningún establecimiento que merezca particular atención. No deben sin embargo pasarse en silencio las heroicas empresas de los españoles que arrastraron por primera vez las impetuosas corrientes del Orinoco. El primero a quien pertenece esta gloria fue Diego de Ordaz, que después de haber perdido a manos de los indios y las enfermedades casi toda su gente llegó hasta Uriapari, desde donde pasó a Caroao, y sus habitantes deseosos de deshacerse de los españoles les hicieron creer que más arriba hallarían innumerables riquezas. Vacilante Ordaz entre la codicia y el amor propio, quiso que no atribuyesen los indios a cobardía el desprecio de aquellas noticias, y envió para reconocer la tierra a Juan González, que volvió a los pocos días dando noticias del descubrimiento de la Guayana y de la buena acogida que le habían hecho sus naturales. El deseo de hallar el oro que le aseguraban los indios había río arriba, hizo a Ordaz seguir su navegación contra las corrientes, los insectos, las enfermedades, el hambre y la guerra, hasta reconocer el caño de Camiseta, el de Carichana, y la boca del río Meta; desde donde tuvo que volverse a Uriapari, y de allí a Cumaná sin otro fruto que el de verse preso y despojado de su conquista por don Antonio Sedeño, y don Pedro Ortiz Matienzo, que habiendo representado a la Corte contra él, obtuvieron permiso para enviarlo a España, en cuyo viaje fue envenenado por Matienzo encargado de conducirlo.

Gerónimo Ortal que había ido con Ordaz a España obtuvo de la Corte la facultad de continuar la conquista de la Nueva Andalucía, y en 1535, llegó a la Fortaleza de Paria, desde donde cometido el mando de la expedición a Alonso de Herrera emprendió éste su entrada por el Orinoco siguiendo la derrota de Ordaz. Ya iba a perecer de hambre si la suerte no le hubiera proporcionado llegar a Cabruta, cuyo cacique le ofreció víveres para algunos días, y con ellos siguieron varando en mil partes, y viendo la muerte en todas hasta entrar por la boca del suspirado río Meta, donde en lugar de la riqueza que buscaban hallaron una raza de indios que les disputó el paso y los obligó a un combate en que murió Herrera con algunos de sus soldados. Sucedióle en el mando don Álvaro de Ordaz sobrino del que envenenaron en el viaje a España, y el primer uso que hizo de su autoridad fue abandonar prudentemente la conquista y volverse a Cubagua en tal miseria, que él y los suyos tuvieron que alimentarse en el viaje con cueros podridos de manatí, y el poco marisco que podían coger en las playas. Bajo los mismos auspicios que Ortal, y con la misma suerte que Herrera emprendió por comisión de la audiencia de Santo Domingo don Antonio Sedeño, gobernador de la Isla de Trinidad, la conquista de la Nueva Andalucía. El primer paso de ella fue un sangriento encuentro que tuvo Juan Bautista comisionado de Sedeño con Ortal en el puerto de Neverí, en el que quedó herido y abandonado de los suyos. Con los que se pasaron a su partido del de Bautista continuó Ortal su conquista, hasta que despojado de ella por Diego Escalante, se dispersaron todos los que le acompañaban y se avecindaron en la gobernación de Venezuela. Entretanto se mantenían en la de Cumaná los que habían permanecido fieles a Sedeño, que reforzado de nuevo en Puerto Rico llegó a Maracapana para unirse con los que le esperaban deseosos de recobrar lo perdido. Disponíase Sedeño para entrar en el río Meta cuando supo que había llegado a Cubagua un juez de residencia enviado por la audiencia de Santo Domingo a pedimento de Ortal para que le impidiese seguir en aquella conquista, pero antes que se verificase el juicio que él quería evitar sufrió el final envenenado por una esclava suya, quedando con él sepultada su memoria en el valle de Tiznados cerca del río de este nombre, y terminados en 1540 cinco años de guerras civiles sin provecho alguno para la población de la provincia de Cumaná.

En la gobernación de Venezuela era el hallazgo del Dorado el móvil de todas las empresas, la causa de todos los males y el origen de todos los descubrimientos. Su fama había penetrado hasta el Perú de donde habían salido en su busca varias expediciones. Después de aquella funesta y desgraciada en que Felipe de Urre con una temeridad superior a los obstáculos, que la naturaleza y la incertidumbre de los datos oponían a la realización de sus designios, hizo heroicidades capaces de honrarlos si hubieran tenido mejor objeto; debe mirarse como la más memorable la de Martín Poveda que produjo la que en 1559 emprendió don Pedro Malaver de Silva, reducida a haber salido de la Borburata y llegado a Barquisimeto o después de haber andado vagando un año a la ventura por los inmensos llanos del río de San Juan, sin otro fruto que el desengaño, el escarmiento y el abandono de los suyos. Peor suerte cupo a su compañero Diego de Serpa, que vino después de España con facultad de entender en la conquista de la Nueva Andalucía y el país de Guaya, descubierto por Juan González en la expedición de Diego de Ordaz por el Orinoco. Es constante que Diego Fernández de Serpa se dirigió desde luego a Cumaná que era desde muy temprano la capital del territorio asignado a su conquista, pues que a él le dedicó la institución de su primer, ayuntamiento, restituyéndole el nombre del río de Cumaná en lugar del de Toledo y Córdoba que había tenido hasta entonces. Tal vez pasó de allí al país de los cumanagotos para empezar por ellos su derrota y dejar reducidos a estos enemigos, que eran los más formidables. Pero ellos estaban ya de mala fe con los españoles y uniéndose con los chaimas sus vecinos juntaron una fuerza de hasta 10.000 combatientes cargando con ella sobre los 400 españoles de Serpa, que murió con su sargento mayor Martín Ayala en una acción cerca de las orillas del Cari, sin dejar otra memoria que el establecimiento del Cabildo de Cumaná, y la fundación de la ciudad de Santiago de los Caballeros en una de las bocas del Neverí, destruida poco después de su muerte por los cumanagotos. Desde la funesta derrota de don Pedro Malaver se hallaba avecindado en la gobernación de Venezuela su sobrino Garci González de Silva, sujeto muy acreditado por su intrepidez y valor. Estas circunstancias lo recomendaron particularmente a los alcaldes, que gobernaban interinamente la provincia por muerte del gobernador Ponce de León para que lo eligiesen por cabo de todas las expediciones, que se emprendieron para pacificar y asegurar la población de las continuas correrías de los indios. Bajo la interinidad de los alcaldes y el gobierno de don Diego Mazariegos, sucesor de Ponde, hizo Garci González tales servicios a la provincia, que puede mirarse como el ángel tutelar de su conservación. Los taramainas con su valiente jefe Paramaconi, los teques, y los mariches quedaron reducidos a la obediencia, y asegurada con ella la tranquilidad en toda la parte oriental de la provincia, por la infatigable entereza de González; así como en la parte occidental se distinguían otros capitanes aumentando la población y extendiendo la dominación española con el establecimiento de nuevas ciudades.

La laguna de Maracaibo era un fenómeno que llamaba la atención de los españoles en la Costa Firme, desde que Alfinger tuvo y comunicó a los demás las primeras noticias de su existencia y fertilidad, pero hasta el gobierno de don Pedro Ponce de León no se había podido pensar en ningún establecimiento a sus orillas. Desde el año de 1568, le tenía encomendada al capitán don Alonso Pacheco la fundación de una ciudad en ellas, y en esta empresa acreditó Pacheco por tierra y mar una constancia y una intrepidez, que lo hicieron acreedor a un lugar distinguido entre los conquistadores de Venezuela. La construcción de dos bergantines fue el primer paso que tuvo que dar para su expedición. Concluidos y armados éstos en Moporo empezó a costear las orillas de la laguna, en cuya vuelta gastó tres años de continuos debates con los saparas, quiriquires, atiles y toas, sin poder ganarles impunemente un palmo de tierra, hasta que reducidos a fuerza de armas pudo el capitán Pacheco en 1571, dar principio a la fundación de la ciudad de la Nueva Zamora, en el mismo sitio en que se estableció Alfinger cuando le llamó Venezuela por la semejanza que halló con Venecia en el modo de fabricar los indios sus casas sobre estacas en medio del gran lago, que ha recibido de la ciudad el nombre de Maracaibo, así como él ha dado el de Venezuela a toda la provincia. Al gobernador Ponce sucedió Diego de Mazariegos, que no pudiendo por su avanzada edad entender en nuevas conquistas nombró por su teniente a Diego de Montes, y éste en uso de sus facultades comisionó al capitán Juan de Salamanca para que entrase a poblar en el país de Curarigua y Carora. La malograda expedición de Malaver, y la derrota de Serpa en los cumanagotos habían dejado esparcidos muchos españoles sin acomodo en la gobernación de Venezuela, de suerte que Salamanca tuvo poco que hacer para juntar setenta hombres con los cuales salió del Tocuyo, y atravesando sin obstáculos todo el país de Curarigua llegó al sitio de Baraquigua donde fundó en 1572 la ciudad de San Juan Bautista del Portillo de Carora, que tardó poco en poblarse con los españoles refugiados a sus inmediaciones de resultas de la fatal conquista del Dorado.

Todavía quedaban en las de Caracas algunas tribus de indios que con su obstinación causaban enormes perjuicios a los progresos de los españoles y a la población de la provincia. Eran los más enconados los mariches, teques, quiriquires y tomuzas, cuya reducción encomendó Mazariegos a Francisco Calderón su teniente en la ciudad de Caracas. El conocimiento que éste tenía de las prendas de Pedro Alonso Galeas le hizo encargarle la conquista de los mariches, para cuya empresa le reunió la opinión de su valor otros compañeros muy acreditados y útiles, entre los cuales se hallaba Garci González de Silva y el cacique Aricabacuto, que siendo aliado fiel de los españoles, y teniendo sus posesiones inmediatas a los mariches, debía procurar su reducción para verse seguro de las vejaciones con que querían vengar sus paisanos la infidelidad que había cometido. En esta expedición tuvo que pasar Galeas por todo cuanto podía sugerir a una multitud bárbara irritada, y acaudillada por un jefe intrépido el deseo de vengar sus agravios y asegurar su independencia. Repetidas veces se vio en la última prueba el valor de Galeas, la fidelidad de Aricabacuto y la intrepidez de Garci González con el impertérrito Tamacano, que no paró hasta presentar con sus mariches a los españoles una batalla en las orillas del Guaire. Sólo la firmeza de Galeas pudo sacarlo con bien y hacerlo triunfar de las ventajas con que el terreno y la muchedumbre favorecía a los bárbaros, hasta que dispersos éstos por Garci González, quedó en la palestra Tamacano solo, que después de matar por su mano a tres españoles, tuvo que rendirse para perder la vida con una nueva prueba de coraje tan honrosa para él como injuriosa para sus vencedores. No fue más fácil a Garci González la reducción de los teques, que era indispensable para poder continuar en el trabajo de las minas que descubrió Fajardo, y que trataba de beneficiar de nuevo Gabriel de Ávila. Esta nación heredera del odio que Guaicapuro juró en sus últimos momentos a los españoles, estaba acaudillada por Conopoima, cuya intrepidez y valor podía sólo reconocer superioridad en Garci González. No obstante la sorpresa con que le atacó de noche en su mismo pueblo, y de la derrota que habían sufrido los suyos, trataba Conopoirna de presentarle al amanecer nueva acción con las reliquias de sus huestes, y perseguirlo hasta las alturas, para impedirle la reunión con los que había dejado en ellas. No consiguió Conopoima contra los españoles en esta jornada otra cosa, que acreditar que había entre sus vasallos quien imitase el heroísmo de las más grandes naciones. Entre los prisioneros que llevaba González en su retirada se hallaba Sorocaima a quien mandó González hiciese saber a sus compañeros que desistiesen de incomodar con sus flechas a los españoles, so pena de empalarlo a él y a otros cuatro; pero repitiendo el bárbaro Sorocaima la patriótica heroicidad de Atilio Régulo, levantó la voz animando a Conopoima a que cargase sobre Garci González, asegurándole la victoria en el corto número de los suyos; acción que puso a su constancia en el caso de renovar la prueba de Scévola alargando la mano para que se la cortasen en castigo de su generosidad, pero Garci González no pudiendo permanecer insensible a tanto denuedo revocó la sentencia, que después ejecutaron ocultamente sus soldados para desacreditar la humanidad de su jefe. Esta crueldad causó mucho desaliento a Conopoima y los suyos, que echando menos después de la retirada a su mujer y dos hijas del cacique Acaprapocon su aliado, concluyó el amor lo que había empezado la compasión; y ambos caciques se resolvieron a rescatar a su familia con la paz, que gozaron con ventajas y conservaron con fidelidad.

Sujetos los teques y mariches, quedaban los quiriquires y tomuzas de cuya reducción se encargó Francisco Infante, que tuvo que abandonarla por una peste que empezando por él se comunicó a los suyos, y obligó a Francisco Calderón a entregarse de la conquista. Los primeros pasos con que Infante había asegurado la buena cortespondenci-a con los indios sirvieron de mucho a Calderón que entrando por el valle de Tacata y siguiendo las márgenes del Tuy, tomó pacíficamente posesión de toda la Sabana de Ocumare, donde hubiera fundado una ciudad si no se lo hubieran impedido sus compañeros. La mala conducta de Francisco Carrizo, que sucedió a Calderón en aquella conquista exasperó a los indios hasta el punto de perder lo ganado, si no hubiese acudido a conservarlo Garci González con su prudencia y buena dirección. Apenas volvía de librar a la provincia de las carnívoras incursiones de los caribes, le nombró el gobernador don Juan Pimentel que había sucedido a Mazariegos, para que redujese a los cumanagotos, que insolentes con los atentados cometidos con Serpa y los suyos, no dejaban esperanza de poder establecerse en la provincia de Cumaná, ni permitían hacer el comercio de las perlas en toda la Costa. Con la gente que tenía González para la conquista de los quiriquires salió de Caracas en 1579 con 130 hombres por los Valles de Aragua, atravesó los Llanos, y costeando el Guárico salió a Orituco, y llegando al país del cacique Querecrepe se acampó cerca de las orillas del Unare. Era la intención de Garci González sorprender a los cumanagotos, y para esto, en lugar de empezar como Serpa su conquista por la costa, hizo el largo rodeo que hemos visto; mas a pesar de esta precaución, del auxilio que le prestaron los caciques de las naciones Palenque, Barutaima, Cariamaná y el de Píritu, que ya estaba catequizado, y de una completa derrota que sufrieron los indios en número de 3.000 sobre Unare, cuyas corrientes arrostró González con una heroica resolución, no pudo conseguir otra ventaja que la de retirarse a Querecrepe y fundar una pequeña ciudad bajo la advocación del Espíritu Santo, que quedó abandonada a resultas de una nueva batalla que tuvo que empeñar González en la llanura de Cayaurima, con 12.000 combatientes que habían juntado los cumanagotos, con la ayuda de los chacopatas, cores, y chaimas sus vecinos.

Tantos trabajos y contratiempos empezaban a apurar la constancia de Garci González, al paso que otros más temibles amenazaban la entera desolación de la provincia. Al abandono en que la dejaba el retiro de Garci González a Caracas, se siguió la aparición del contagio devastador de las viruelas traído por primera vez a Venezuela en un navío portugués procedente de Guinea que arribó en 1580 a Caraballeda. Los efectos del contagio se contaban por naciones enteras de indios que cubrían con sus cadáveres el país que había visto sucederse tantas generaciones, dejando a la provincia en tan funesta y horrorosa despoblación que a ella debe referirse el total exterminio de las razas que han desaparecido de su suelo. Apenas se respiraba de tantas calamidades, hubo que recurrir de nuevo a Garci González para que librase a Valencia y las cercanías de Caracas de otras con que las amenazaban los caribes. A pesar de la resolución en que estaba González de vivir retirado hubo de prestarse al socorro del país, y cediendo a las instancias de don Luis de Rojas, que había venido a suceder a Pimentel en el gobierno, salió en busca de los caribes y habiéndolos hallado en el Guárico los batió, derrotó y sujetó a la obediencia. Ya habían quedado los quiriquires en otra expedición bien dispuestos a favor de los españoles, de suerte que Sebastián Díaz pudo sin gran trabajo establecerse en aquel país y fundar en el confluente de los ríos Tuy y Guaire la ciudad de San Juan de la Paz, que abandonada por la insalubridad de su clima, quedó reemplazada con la de San Sebastián de los Reyes que en obsequio de su patrono fundó el mismo Sebastián Díaz en 1584, con Bartolomé Sánchez, Frutos Díaz, Gaspar Fernández, Matheo de Laya, que eligieron por primeros alcaldes a Hernando Gámez, y Diego de Ledesma.

Los malos sucesos de Garci González hicieron que se mirase la reducción de los cumanagotos como una empresa destinada más bien para castigo que para premio del que la continuase, y bajo este concepto se ordenó a Cristóbal Cobos a que la concluyese, en pena de la perfidia que cometió su padre con Francisco Fajardo. Esta circunstancia parece que hizo a don Luis de Rojas tener en poco el resultado de la expedición de Cobos y contentarse con darle 170 hombres para una empresa que había puesto a prueba el valor de capitanes muy acreditados. Disimuló Cobos el desprecio con que miraba Rojas su vida, y reservando para el fin de la expedición los efectos de su resentimiento se presentó atrevidamente en la boca del Neverí con sus 170 compañeros a todo el poder de Cayaurima, que traía entre cumanagotos, chaimas y chacopatas más de 8.000 combatientes aguerridos en las pasadas jornadas, y orgullosos con lo que les había favorecido en ellas la fortuna. Ya iba el cansancio y el desaliento de los soldados de Cobos a renovar los triunfos de Cayaurima, cuando Juan de Campos y Alonso de Grados se resolvieron a decidir por sí solos la suerte en favor de los españoles. Fiados en lo extraordinario de sus fuerzas se arrojaron a brazo partido sobre el escuadrón de los indios en busca de Cayaurima para apoderarse con su persona del ardor y valentía de los suyos. Halláronle en el lado que hacía cara a la caballería, y sin darle lugar de apercibirse se lo cargaron en brazos, y lo llevaron escoltado por un piquete de caballos al alojamiento, con lo que desmayadas sus huestes propusieron la paz para evitar la ruina de su caudillo, y aprovechar al abrigo de la tregua los medios que estuviesen a su alcance para libertarlo. Los mismos designios que tuvieron los bárbaros para proponer el armisticio tuvo Cobos para aceptarlo, y a la sombra de la esperanza del rescate de Cayaurima tuvo a los indios tranquilos, pudo mudar su alojamiento a una de las bocas del Neverí, y poblar en 1585 la ciudad de San Cristóbal, llamada de los cumanagotos en memoria de los triunfos de Cobos sobre estos indios. No bien se vio Cobos dueño de un país cuya conquista creyó imposible con los débiles medios que le dio Rojas, cuando pensó en vengarse de él, y para conseguirlo de un modo que lo dejase a cubierto de su autoridad se pasó a la gobernación de Cumaná poniéndose él y la nueva provincia bajo la obediencia del gobernador Rodrigo Núñez Lobo. Rojas despreció lo que no podía remediar, y mientras, obtenida la aprobación del rey adelantó Cumaná sus límites hasta la ribera del Unare, adquiriendo toda la provincia llamada hoy de Barcelona, y entonces de los cumanagotos.

No fue sólo la reducción de sus límites la única calamidad que tuvo que sufrir la provincia de Venezuela, cuando terminadas en 1586 las empresas militares con que había logrado la respetable población que hemos visto, esperaban sus conquistadores el reposo necesario para elevarla a la prosperidad a que la destinaba la naturaleza. Un abuso funesto de la autoridad que debía desarrollar el precioso germen de su industria, es lo primero que se encuentra por desgracia al entrar en la época de su regeneración política. Rojas que había visto con indiferencia perder veinte leguas de jurisdicción, no quiere sufrir que el cabildo de Caraballeda conserve el simulacro de la autoridad que el rey había depositado en su ayuntamiento, y se empeña en vulnerar los sagrados derechos del común nombrando él a su arbitrio los alcaldes para el año 1587. En vano quiere oponerse aquella respetable municipalidad a la escandalosa violación de sus derechos; la fuerza prevalece contra la justicia, y los vecinos de Caraballeda antes que dar lugar a excesos que hubieran deshonrado su causa, prefirieron abandonar para siempre a los reptiles y los cardones un lugar en que se había ultrajado la dignidad del hombre, y el carácter de sus representantes. Caraballeda quedó borrada del catálogo de las ciudades de Venezuela, pero sus ruinas serán un eterno monumento de la sumisión que siempre han acreditado sus habitantes a la soberanía, aun con sacrificio de sus más sagrados intereses. La maligna influencia del gobierno de Rojas no acabó con su autoridad, porque es imposible que deje de tener partidarios un jefe que no ha guardado la imparcialidad que le impone su magisterio. La provincia quedó dividida en facciones de agraviados y favorecidos, y convertidos los unos en fiscales de los otros, descubrieron lo que es muy fácil de suceder en toda conquista, y muy difícil de ocultar entre conquistadores. Los indios fueron el pretexto y la piedra de escándalo que sublevó todos los ánimos, y su maltrato fue el móvil de todas las querellas. La audiencia de Santo Domingo no pudo mirar con indiferencia un asunto que el rey tenía puesto bajo su inmediata protección, y envió en calidad de pesquisidor al Lic. Diego de Leguisamón en 1588. La materia de su pesquisa era por desgracia tan trascendental y funesta al país, como útil a las miras del juez, que no quería perder su tiempo. Las condenaciones, las costas, los salarios y todos los demás gastos de la comisión iban llegando a tal exceso, que si el ayuntamiento de Caracas no toma la resolución de enviar a Santo Domingo a Juan Riveros para que hiciese presente la desolación que amenazaba a la provincia la conducta de Leguisamón, hubiera él sólo gozado tal vez el fruto de tan ardua y penosa conquista.

Pero ni la audiencia ni la Corte se mostraron indiferentes a las justas reclamaciones de tan fieles vasallos; aquélla condenó en las costas a su pesquisidor, y ésta sustituyó en las funciones del déspota Rojas a don Diego de Osorio con facultad de residenciar a su antecesor. La primera providencia con que llenó la confianza que los desalentados vecinos de Venezuela habían depositado en su administración fue el restablecimiento de la ciudad de Caraballeda. Era muy fresca la herida, y estaba en parte muy noble y sensible, para poder renovarla y curarla radicalmente, de suerte que fueron inútiles las medidas de Osorio que tuvo al fin que pensar en otro puerto para el comercio de la metrópoli. A la despoblación del de Caraballeda debió su establecimiento el de la Guaira, habilitado por Osorio, y fortificado después por sus sucesores. Las circunstancias de un país recién conquistado, cuya población se componía de jefes intrépidos y ambiciosos, de soldados feroces y deseosos de sacudir la disciplina que los había hecho dueños del suelo que pisaban, y de naciones bárbaras y sumisas que reclamaban las luces de la religión, y los auxilios de la política, eran obstáculos que no podía vencer Osorio con la sola investidura de gobernador, pero su conducta le había granjeado de tal modo la confianza del ayuntamiento de Caracas, que le propuso sujeto de su satisfacción para solicitar en la Corte las facultades que faltaban a sus filantrópicos deseos. Simón de Bolíbar, fue destinado a llevar a los pies del trono los intereses de Venezuela, y a implorar en su favor todas las facultades que faltaban a su gobernador para cumplir las esperanzas de sus vecinos. Penetrado S. M. de las razones del procurador general Bolíbar, se dignó acceder a cuanto solicitaban sus leales vasallos de Venezuela, concediéndoles en prueba de su benéfica protección la exención de alcabalas por diez años, la facultad de introducir sin derechos un cargamento de cien toneladas de negros y la gracia de un registro anual para el puerto de la Guaira a favor de la persona que nombrase el ayuntamiento, con la aprobación de cuanto proponía Osorio para dar a la provincia todo el esplendor que le prometían las primicias de tan augusta munificencia. A favor de ellas pudo desplegar Osorio la influencia de sus acertadas miras repartiendo tierras, señalando ejidos, asignando propios, formando ordenanzas municipales, congregando y sometiendo a orden civil los indios en pueblos y corregimientos, y añadiendo como necesaria a los partidos del Tocuyo y Barquisimeto la ciudad de Guanare, que bajo la advocación del Espíritu Santo pobló a orillas del río de este nombre Juan Fernández de León en 1593; y para que nada faltase al lustre de la capital de Venezuela hizo perpetuos los regimientos de su cabildo, siendo los primeros que gozaron esta distinción el famoso Garci González de Silva, depositario general, Simón de Bolíbar oficial real de estas cajas, Diego de los Ríos Alférez mayor, Juan Tostado de la Peña alguacil mayor y Nicolás de Peñalosa, Antonio Rodríguez, Martín de Gámez, Diego Díaz Bezerril, Mateo Díaz de Alfaro, Bartolomé de Emasabel, y Rodrigo de León regidores.

Mientras los gobernadores y los ayuntamientos de las gobernaciones de Caracas y Cumaná entendían en los medios de dar a sus jurisdicciones una consistencia política que asegurase sus adelantamientos y llenase las intenciones de la metrópoli con respecto a los naturales, se hallaba todavía en su infancia al sur de ambas provincias una, que debía formar algún día la porción más interesante de la capitanía general de Caracas. La Guayana, a quien el Orinoco destinaba a enseñorear todo el país que separan del mar los Andes de Venezuela, fue de poco momento mientras que los entusiastas del Dorado pisaron su majestuoso suelo ciegos por la codicia y sordos a las ventajas de la industria y el trabajo; mas aunque estas funestas expediciones no produjeron el deseado fin que las hizo emprender no pudieron menos que llamar la atención sobre el maravilloso espectáculo con que la naturaleza convidaba a unos hombres desengañados a indemnizarse con su sudor de las pérdidas y la destrucción, a que los había reducido la avaricia. La religión fue el asilo que encontraron para empezar su carrera bajo mejores auspicios, y sus ministros se prestaron gustosos a recuperar lo que había perdido la violencia, con un celo que hará siempre respetables a los emisarios del Dios de la paz. Sus apostólicas tareas hubieran tardado poco en preparar aquel país a recibir todas las modificaciones de la política, si su misma fertilidad no lo hubiese hecho el objeto de la codicia de otras potencias inmediatas, y más adictas a sus propios intereses, que a la felicidad de aquellas naciones. Los holandeses de Esquivo y Demerari miraban como impenetrable la barrera evangélica, y fue lo primero que procuraron derribar sublevando a los indios contra los misioneros, y haciendo que abandonasen aquella espiritual conquista hasta que en 1586, vino a continuarla don Antonio de la Hoz Berrío por los trámites ordinarios.

Su primer ensayo fue la fundación de San Tomás de Guayana en la orilla derecha del Orinoco a cincuenta leguas de sus bocas. Apenas se vio establecido, se contagió como los demás de la manía del Dorado, y envió a su teniente Domingo de Vera, a que reclutase en España gente para esta expedición. Trescientos hombres salieron de Guayana, de los cuales volvieron a los pocos días treinta esqueletos que demostraban sobradamente las horribles miserias de que habían sido víctimas sus desgraciados compañeros. Tantos descalabros no podían menos que reclamar alguna venganza, contra Berrío autor de ellos, que al fin fue capitulado y reemplazado por el capitán Juan de Palomeque. Ni el nuevo país ni el nuevo gobernador pudieron respirar mucho tiempo de las pasadas calamidades. Los ingleses y holandeses no perdían jamás de vista la Guayana y desengañados de que no podían sostener clandestinamente sus relaciones mercantiles con ella, se resolvieron atentar su conquista.

Una expedición combinada de ingleses y holandeses contra la Guayana fue el primer acaecimiento del siglo XVII, en la provincia de Venezuela. Gualtero Reylli o Reali, jefe de ella, se presentó con 500 hombres delante de la ciudad guiado por los indios chaguanes y titibis, sin que el valor de Alonso de Grados ni las acertadas providencias del gobernador Palomeque y su teniente Diego de Baena pudiesen impedir que se apoderasen de la ciudad, reconociesen y arrasasen a su satisfacción todo el país, sondeasen el Orinoco y sus bocas, y se volviesen a la Trinidad, sin descalabro, con mejores ideas, y más esperanzas de sacar partido de la Guayana, cuyos habitantes sufrieron todos los horrores de la emigración en un país inculto, y perdieron en la acción a su valiente jefe Palomeque.

Semejantes a los principios del siglo XVII en Guayana fueron los fines del XVI en Caracas. Apenas respiraba la provincia de la hambre que ocasionó el año de 1594 una plaga exterminadora de gusanos que arrasó sus sementeras, se vio acometida por el corsario Drake a la sazón que se hallaba en Maracaibo su gobernador don Diego de Osorio. La ensenada de Guaicamacuto fue el paraje que eligió Drake para desembarcar 500 hombres, y guiado desde allí por un español a quien el temor de la muerte hizo ser traidor a su país, subió el cerro de Ávila por una pica desconocida y se presentó a las puertas de Caracas, que se hallaba casi desamparada de sus vecinos. Hallábanse éstos acaudillados por los alcaldes Garci González y Francisco de Rebolledo, que gobernaban por ausencia de Osorio, apostados en todos los desfiladeros y puntos principales del camino real de la Guaira, mientras que Drake ayudado de la perfidia se hallaba cerca de Caracas, sin otra resistencia que la de un anciano sexagenario, que no quiso comprar con la opresión de su patria los pocos años que faltaban a su vida. Alonso de Ledesma cuyo nombre no podrá callarse sin agravio de toda la posteridad de Venezuela, se hizo montar a caballo por sus criados, y empuñando en sus trémulas y respetables manos una lanza, salió al encuentro del corsario para que no pasase adelante sin haber pisado el cadáver de un héroe. Quiso Drake honrar como era debido tanto denuedo y mandó a los suyos que respetasen al campeón de Caracas, pero el anciano Ledesma no quiso aceptar la injuriosa compasión de su enemigo, hasta que viendo los soldados que no se apaciguaba su coraje a menos costa que la de la vida se la quitaron contra la voluntad de su jefe, que hizo llevar en pompa su cadáver para sepultarlo con aquellas señales de respeto que inspira el patriotismo a los mismos enemigos. Mientras se hallaban los alcaldes y los vecinos de Caracas esperando al enemigo en el camino real, estaba ya éste posesionado de la ciudad y hecho fuerte en la iglesia y casas del cabildo, temeroso de lo que pudiera intentarse contra él. Viendo los alcaldes que no era posible ya acometerle, lo sitiaron en su mismo atrincheramiento, y cortados por todas partes los socorros tuvo que abandonar la ciudad a los ocho días y embarcarse en sus bajeles, después de haber saqueado e incendiado cuanto se oponía a sus designios.

Aunque las providencias de Osorio habían consolidado el sistema político de Venezuela de un modo que hizo sensible a los que lo conocieron su muerte y dejó perpetuada para siempre su memoria, quedaba todavía mucho que hacer para concluir la reducción y población de la provincia de Cumaná. La vecindad de Guayana había desde el principio de su establecimiento defraudado mucho a sus progresos, y la conservación y seguridad de aquella provincia contra las incursiones de los holandeses puede mirarse desde entonces como una de las trabas incompatibles con los adelantamientos de Cumaná. Hacía muchos años que existía su gobierno cuando se fundó la segunda ciudad de su distrito. Don Juan de Urpín obtuvo de la audiencia de Santo Domingo en 1631, facultad para acabar de reducir los indios cumanagotos, palenques y caribes, de modo que de soldado de la real fortaleza de Araya se vio con el carácter de conquistador, a pesar de los émulos que se oponían a sus designios. Con trescientos hombres que reclutó en la isla de Margarita y la gobernación de Caracas atravesó los Llanos, y después de algunos sangrientos encuentros con los palenques pasó el Unare, costeó el Uchire, salió a la playa, y se dirigió por ella al pueblo de San Cristóbal de los Cumanagotos para empezar desde allí su derrota. Pero sus enemigos se la interrumpieron y le obligaron a pasar a España de donde volvió ratificado por el Consejo de Indias su nombramiento, y empezó de nuevo su conquista. Los obstáculos que encontraba a cada paso le hicieron contentarse por algún tiempo con el beneficio de los cueros del mucho ganado vacuno que había en los Llanos de Mataruco, sin hacer otra cosa que edificar bajo la advocación de San Pedro Mártir un fortín, en el sitio que ocupa hoy el pueblo de Clarines. Luego que se creyó mas reforzado, y provisto de lo necesario emprendió otra salida, en que no tuvo mejor suceso que en las anteriores, hasta que disimulando bajo las apariencias de prudencia el convencimiento de su inferioridad, se volvió sin empeñar lance alguno con los cumanagotos al pueblo de San Cristóbal, y aprovechándose de la división en que estaban sus vecinos, se retiró con los de su partido a las faldas del cerro Santo, donde dio principio en 1637 a la ciudad de la Nueva Barcelona en una llanura que le cedió para el intento el capitán Vicente Freire. Las desavenencias que originaron la traslación del pueblo de San Cristóbal a la falda de cerro Santo, no se acabaron con mudar de sitio, sino que continuando, llegaron al extremo de tener que abandonarlo de nuevo y traer la ciudad de Barcelona al sitio que ocupa actualmente en el orilla del Neverí, desde el año de 1671 en que se fijó en aquel lugar bajo el gobierno de don Sancho Fernández de Angulo. Apenas se logró la reducción de los indios y se tranquilizaron las disensiones de los españoles, se vieron nacer a impulsos de la fertilidad con que el país convidaba al trabajo, algunas poblaciones que han sido abandonadas, trasladadas y aumentadas sucesivamente. Las más principales son la ciudad de San Felipe de Austria o Cariaco, fundada por los años de 1630 a orillas del río Carenicuao que desagua en el golfo de que toma el nombre la población: la de la Nueva Tarragona en el valle de Cúpira, destruida por los palenques y tomuzas; la de San Baltasar de las Arias o Cumanacoa, a la orilla izquierda del río Cumaná, y la villa de Aragua en el valle de este nombre, cuyo origen es anterior a los años de 1750.

En los fines del siglo XVII debe empezar la época de la regeneración civil de Venezuela, cuando acabada su conquista y pacificados sus habitantes, entró la religión y la política a perfeccionar la grande obra que había empezado el heroísmo de unos hombres guiados, a la verdad, por la codicia, pero que han dejado a la posteridad ejemplos de valor, intrepidez y constancia, que tal vez no se repetirán jamás. Entre las circunstancias favorables que contribuyeron a dar al sistema político de Venezuela una consistencia durable debe contarse el malogramiento de las minas que se descubrieron a los principios de su conquista. La atención de los conquistadores debió dirigirse desde luego a ocupaciones más sólidas, más útiles y más benéficas, y la agricultura fue lo más obvio que encontraron en un país donde la naturaleza ostentaba todo el aparato de la vegetación. No se descuidó la metrópoli en favorecer con sus providencias el espíritu de industria y aplicación agrícola que veía desenvolverse en Venezuela, y los derechos de propiedad anexos a la conquista se hicieron bien pronto trascendentales a la industria y el trabajo. Los cabildos tuvieron desde luego la prerrogativa de presentación al derecho de propiedad, cuya sanción era privativa de los gobernadores. Este sistema debió aumentar sobremanera la propiedad territorial, y aunque la extensión del terreno era inmensa con respecto a la población, la inmediación a las ciudades, la proporción del riego y la facilidad del transporte de los frutos, ocasionaron ciertas preferencias, que no pudieron menos que someter la cuestión de lo mío y lo tuyo a la decisión de la ley, o a la autoridad de los tribunales. Una medida mal premeditada hizo llevar a la Corte estos pleitos, y la agricultura recibió contra la voluntad del soberano un golpe mortal, y la propiedad quedó sujeta a mil disputas que ocasionaron y ocasionan enormes gastos y disensiones. El temor de los costos y las dilaciones que acarrearía a los vecinos de Venezuela ventilar sus derechos a tanta distancia los hizo pasarse sin tierras en perjuicio de los adelantamientos del país, o poseerlas sin títulos con notable daño de sus descendientes, hasta que conocido el mal en la Corte, se precavió por una real cédula de 1754 que cometía a las audiencias la sanción definitiva de todo lo perteneciente a tierras, ordenando para reformar los anteriores abusos que todos los propietarios presentasen a los comisionados del tribunal los títulos de posesión. Si habían sido concedidos por los gobernadores quedaban refrendados, siempre que el poseedor no hubiese pasado los límites de la concesión, pero en el caso de no presentar los títulos quedaba la tierra reunida a la corona, y si había exceso en los linderos estaba obligado al poseedor a comprar al rey a un precio moderado lo que resultaba excedido, o a perderlo con los frutos y mejoras que tuviese.

Estos primeros pasos hacia la propiedad legal en Venezuela fueron consecuencias de otros dados anteriormente en beneficio de los primitivos propietarios de su suelo. Los indios distribuidos hasta entonces en encomiendas entre los conquistadores quedaron por real cédula de 1687 libres del servicio personal, y sujetos sólo a los ministros de la religión, para que luego que por su benéfico ministerio estuviesen capaces de entrar en la sociedad gozasen en ella de todos los derechos que le concedían las leyes españolas, que no conocen los que tanto deprimen en esta parte nuestra conducta. La obra de un código completo inmediatamente después del descubrimiento de unos países desconocidos, y el arreglo de unos establecimientos tan nuevos en el orden civil son esfuerzos superiores al poder humano, que sólo deben esperarse del tiempo y de las circunstancias. El europeo y el americano que no miran en las demás colonias su establecimiento, sino como una mansión pasajera, y como un medio de volver ricos a la madre patria, gozan al abrigo de nuestras leyes todo cuanto puede hacer apreciable al hombre el suelo que pisa. Tres siglos de existencia en que se han visto elevarse muchas ciudades de la América al rango de las más principales de la Europa, justificarán siempre la política, la prudencia, y la sabiduría del gobierno, que ha sabido conservar su influjo sin perjudicar a los progresos de unos países tan distantes del centro de su autoridad. Venezuela no tuvo en sus principios aquellas cualidades que hicieron preferibles a los españoles otros puntos del continente americano. Sus minas no atraían las flotas y los galeones españoles a sus puertos, y las producciones de su suelo tardaron mucho en conocerse en la metrópoli; mas a pesar de esta lentitud vemos que apenas se desarrolla su agricultura obtiene el fruto de su primitivo cultivo la preferencia en todos los mercados, y el cacao de Caracas excede en valor al del mismo país que lo había suministrado a sus labradores. Bien es verdad que el espíritu político de la España contribuía poco a favorecer los países que no poseían metales o aquellos frutos preciosos, que llamaron la atención de la Europa en los primeros tiempos del descubrimiento de la América; y Venezuela con sólo su cacao debía figurar poco en el sistema mercantil del nuevo mundo; México y Perú ocupaban toda la atención del gobierno, y atraían todas las producciones de la industria española, de suerte que Venezuela apenas podía decir que estaba en relación con la madre patria. Por muchos años no recibió ésta el cacao de Caracas sino por mano de otras naciones que suministrando a sus vecinos lo necesario para las comodidades de la vida, privaban a la metrópoli de recibir directamente el precioso fruto de los Valles de Venezuela.

Estas relaciones clandestinas debían apartar necesariamente a los que las mantenían, de la inspección de los agentes del fisco, y a ellas debió Puerto Cabello su existencia en perjuicio de la Borburata que era el puerto destinado para el comercio de Venezuela con la Península. Puerto Cabello habilitado por la naturaleza para contener, y carenar toda la marina española, fue el surgidero que eligieron los holandeses de Curazao, para dejar sus efectos y llevarse el cacao. Unas miserables barracas de contrabandistas unidas a las de algunos pescadores fueron el núcleo de la población de este Puerto condenado a parecer por mucho tiempo una dependencia de la Holanda, más bien que una propiedad española. Quiso el gobierno dar una consistencia legal a aquella reunión de hombres, cuyo carácter y ocupación debía hacer muy precaria la tranquilidad pública, pero la independencia criminal en la que habían vivido, y el interés particular sostenido por el general de los holandeses, les hizo oponerse obstinadamente a los designios del gobierno, hasta hacerle renunciar al proyecto de someter a su autoridad las barracas de Puerto Cabello, que se convirtieron bien pronto en el asilo de la impunidad y en el almacén general de las colonias holandesas de la Costa Firme. Nada tenía que ofrecer Venezuela a la Península para atraer sus bajeles a sus puertos, sino el cacao, mas los holandeses tenían muy bien cuidado de extraerlo para poner bajo el monopolio de la necesidad a un país que no tenía de donde vestirse y proveer a las atenciones de su agricultura, sino los almacenes de Curazao, ni otro conducto por donde dar salida a sus frutos y recibir estos retornos que Puerto Cabello; hasta que por una de aquellas combinaciones políticas más dignas de admiración que fáciles de explicar, se vio la provincia de Venezuela, constituida en [un] nuevo monopolio tan útil en su institución, como ruinoso en sus abusos, a favor del cual empezó a salir de la infancia su agricultura, y el país conducido por la mano de una compañía mercantil, empezó a dar los primeros pasos hacia su adelantamiento: la metrópoli recobró un ramo de comercio que se había sustraído injustamente de su autoridad, y Puerto Cabello se elevó al rango de una de las primeras plazas, y del más respetable puerto de la Costa Firme.

La Compañía Guipuzcoana a la que tal vez podrían atribuirse los progresos y los obstáculos que han alternado en la regeneración política de Venezuela, fue el acto más memorable del reinado de Felipe V, en la América. Sean cuales fuesen los abusos que sancionaron la opinión del país contra este establecimiento, no podrá negarse nunca que él fue el que dio impulso a la máquina que planteó la conquista, y organizó el celo evangélico. Los conquistadores y los conquistados reunidos por una lengua y una religión, en una sola familia, vieron prosperar el sudor común con que regaban en beneficio de la madre patria una tierra tiranizada hasta entonces por el monopolio de la Holanda. La actividad agrícola de los vizcaínos vino a reanimar el desaliento de los conquistadores, y a utilizar bajo los auspicios de las leyes la indolente ociosidad de los naturales. La metrópoli que desde el año de 1700 no había hecho más que cinco expediciones ruinosas a Venezuela, vio llegar en 1728 a sus puertos los navíos de la Compañía, y llenarse sus almacenes del mismo cacao que antes recibía de las naciones extranjeras. No fue sólo el cultivo de este precioso fruto el que contribuyó a desenvolver el germen de la agricultura en el suelo privilegiado de Venezuela, nuevas producciones vinieron a aumentar el capital de su prosperidad agrícola y a elevar su territorio al rango que le asignaba su fertilidad y la benéfica influencia de su clima. Los valles de Aragua recibieron una nueva vida con los nuevos frutos que ofreció a sus propietarios la actividad de los vizcaínos, ayudados de la laboriosa industria de los canarios. Los primeros ensayos de don Antonio Arvide y don Pablo Orendaín sobre el añil dieron a esta preciosa producción de la agricultura de Venezuela un distinguido lugar en los mercados de la Europa. El gobierno honró y recompensó sus filantrópicas tareas, y la posteridad desnuda de prestigios ha decretado eterna gratitud a unos labradores que ofrecieron tan precioso manantial de riqueza, desde los valles de Aragua teatro de sus primeros ensayos, hasta Barinas que ha participado ya del fruto de tan importante producción.

Apenas se conoció bien el cultivo, y la elaboración del añil, se vieron llegar los deliciosos valles de Aragua a un grado de riqueza y población de que apenas habrá ejemplo entre los pueblos más activos e industriosos. Desde La Victoria hasta Valencia no se descubría otra perspectiva que la de la felicidad y la abundancia, y el viajero fatigado de la aspereza de las montañas que separan a este risueño país de la capital, se veía encantado con los placeres de la vida campestre, y acogido en todas partes con la más generosa hospitalidad. Nada hallaba en los valles de Aragua que no le inclinase a hacer más lenta su marcha por ellos; por todas partes veía alternar la elaboración del añil, con la del azúcar, y a cada paso encontraba un propietario americano o un arrendatario vizcaíno, que se disputaban el honor de ofrecerle todas las comodidades que proporciona la economía rural. A impulsos de tan favorables circunstancias se vieron salir de la nada todas las poblaciones que adornan hoy esta privilegiada mansión de la agricultura de Venezuela. La Victoria pasó rápidamente de un mezquino pueblo formado por los indios, los misioneros y los españoles, que se dispersaron en las minas de Los Teques, a la amena consistencia que tiene actualmente; Maracay que apenas podía aspirar ahora 40 años a la calificación de aldea, goza hoy todas las apariencias y todas las ventajas de un pueblo agricultor, y sus inmediaciones anuncian desde muy lejos al viajero el genio activo de sus habitantes. Turmero ha debido también al cultivo del añil y a las plantaciones de tabaco del rey, los aumentos que le hacen figurar entre las principales poblaciones de la gobernación de Caracas; Guacara, San Mateo, Cagua, Güigüe, y otros muchos pueblos aún en la infancia, deben su existencia al influjo del genio agrícola protector de los valles de Aragua; y las orillas del majestuoso lago de Valencia que señorea esta porción del país de Venezuela, se ven animadas por una agricultura que renovándose todos los años provee en gran parte a la subsistencia de la capital.

La lisonjera perspectiva que acabamos de presentar justificará siempre los primeros años de la Compañía de las justas objeciones que puedan oponerse contra los últimos que precedieron a su extinción. No sólo se ven estrechadas en los primeros ensayos de esta sociedad mercantil los lazos con la metrópoli, sino facilitadas las relaciones de Venezuela con los demás puntos del continente americano. México, La Habana y Puerto Rico, obtienen con más ventajas el cacao que se multiplica a impulsos de la exportación y el consumo que le procura la Compañía. Crece la población con los agentes, dependientes, empleados y trabajadores de Vizcaya y Canarias, nace la navegación y comercio de cabotaje, se mejora y propaga el cultivo de nuevas subsistencias, los americanos redoblan sus esfuerzos hacia un nuevo orden de prosperidad, multiplícanse las necesidades de todas las clases, y se facilita la comunicación interior con los reinos y provincias limítrofes. Santa Fe recibe por el Meta los ganados de los inmensos y feraces llanos de Venezuela, y envía sus esmeraldas y las producciones de su naciente industria, muy propias para las necesidades de un país naciente. La Europa sabe por la primera vez que en Venezuela hay algo más que cacao, cuando ve llegar cargados los bajeles de la Compañía, de tabaco, de añil, de cueros, de dividivi, de bálsamos y otras preciosas curiosidades que ofrecía este país, a la industria, a los placeres y a la medicina del antiguo mundo. Tales fueron los efectos que harían siempre apreciable la institución de la Compañía de Guipúzcoa, si semejantes establecimientos pudieran ser útiles cuando las sociedades pasando de la infancia no necesitan de las andaderas con que aprendieron a dar los primeros pasos hacia su engrandecimiento. Venezuela tardó poco en conocer sus fuerzas y la primera aplicación que hizo de ellas, fue procurar desembarazarse de los obstáculos que le impedían el libre uso de sus miembros.

Los justos clamores de los vecinos de Venezuela penetraron hasta los oídos del monarca a pesar del interés y las pasiones, y la Compañía se sujetó a unas modificaciones que apenas le dejaban la odiosa apariencia de su instituto; pero su preponderancia en el país burlaba todas las precauciones con que Carlos III, quiso conciliar sus intereses, los de sus vasallos de Venezuela, y los de su propio erario. La Compañía abusó en tal manera de todo, que fue necesario pensar en una verdadera y sólida reforma. El establecimiento de una intendencia en Caracas fue el primer síntoma mortal de la Compañía, y la integridad y entereza del sujeto encargado de esta comisión ocasionó un movimiento que no pudo menos que hacer perder el nivel a este coloso mercantil. A pesar de esto pudo resistir algunos años a los repetidos choques con que procuraban bambolearlo las continuas reclamaciones de los agentes del fisco y de los vecinos de Venezuela; hasta que se desplomó al fin al último golpe con que uno de los más celosos e ilustrados ministros supo conciliar tan opuestos intereses.

El año de 1788 será siempre memorable en los fastos, de la regeneración política de Venezuela, y su memoria permanecerá inseparable de la del monarca y el ministro que rompieron con una augusta munificencia las barreras que se oponían a sus adelantamientos. Cuanto toda la América levantaba al cielo los brazos por los beneficios que en 1774 derramó sobre ella la libertad del comercio, se veía tristemente abrumado uno de los más preciosos dominios de la monarquía española con todos los gravámenes de un estanco, contra la voluntad de un rey benéfico, y la opinión de un ministro ilustrado sobre los verdaderos intereses de su nación, pero poco tardaron en llegar a sus oídos sin el velo de las pasiones las quejas de unos vasallos dignos de mejor suerte, y la provincia de Venezuela ocupó el lugar que la intriga le había quitado en el corazón del monarca, y de que la tenía privada injustamente el interés particular. A impulsos de tanta beneficencia se ensancharon milagrosamente los oprimidos resortes de su prosperidad, y se empezaron a coger los frutos del árbol que sembró, a la verdad, la Compañía, pero que empezaba a marchitarse con su maléfica sombra. Todo varió de aspecto en Venezuela, y la favorable influencia de la libertad mercantil debió sentirse señaladamente en la agricultura. El nuevo sistema ofreció a los propietarios nuevos recursos para dar más ensanche a la industria rural con producciones desconocidas en este suelo. Hasta entonces estaban las islas francesas en posesión de suministrar exclusivamente el café a la Europa, pero apenas se presenta en sus mercados el de Caracas se le ve igualar en precio al de la Martinica, S. Domingo y Guadalupe. La posteridad de Venezuela oirá siempre con placer y repetirá con gratitud, el nombre del Ilmo. prelado que supo señalar la época de su gobierno espiritual con tan precioso ramo de prosperidad política, y el respetable nombre de Mohedano recordará los de Blandín y Sojo, que siguiendo el ejemplo tan filantrópico fomentaron uno de los principales artículos que hacen hoy parte muy esencial de la agricultura de Venezuela. Los ensayos de estos apreciables ciudadanos hubieran quizá esterilizádose si una circunstancia política no hubiera hecho llamar la atención sobre el precioso germen que empezaba a desarrollarse en las inmediaciones de Caracas. Los desastres de la colonia francesa de S. Domingo privaron de repente al comercio de la Europa de la mayor y más estimable porción del café de las Antillas, e hicieron emigrar a la Costa Firme el gusto y los conocimientos sobre tan importante cultivo. El valle de Chacao fue el plantel general que proveyó a los ansiosos esfuerzos con que los labradores de toda la provincia se dedicaron a este nuevo ramo de agricultura. Bien pronto se vieron desmontadas, cultivadas y cubiertas de café todas las montañas y colinas, que conservaban hasta entonces los primitivos caracteres de la creación. La mano y la planta del hombre penetró y holló por la primera vez las inaccesibles alturas que circunvalan la capital de Venezuela, y así como los valles de Aragua se vieron cubiertos poco antes con el lozano verdor del añil, aparecieron simétricamente coronadas de café las cimas y las laderas que habitaban los tigres y las serpientes. Los que hasta entonces no habían imaginado que pudiera haber otra propiedad útil que las de los valles o las orillas de los ríos, se vieron de repente con un terreno inmenso que cultivar con ventajas; redóblanse los esfuerzos de los labradores hacia tan precioso y rápido arbitrio de fortuna; la industria multiplica la propiedad, e inmediatamente se ven elevados a la clase de propietarios útiles los que no lo hubieran sido quizá sin la lisonjera perspectiva que presentaba a la Provincia la introducción de este importante cultivo.

No sólo la madre patria vio con placer fomentarse esta interesante porción de sus dominios, sino que hasta las naciones extranjeras gozaron legalmente de las ventajas de la libertad mercantil de Venezuela, sin que ella tuviese que sufrir los gravámenes del monopolio clandestino en que la tuvo la Holanda en los primeros tiempos de su establecimiento. Las benéficas combinaciones de un intendente que desplegó en Venezuela los conocimientos económicos que lo elevaron al primer ministerio de la nación, hicieron que la provincia y las Antillas amigas gozasen las recíprocas ventajas de un comercio dictado por la beneficencia y organizado con todas las precauciones de la política. El residuo de los alimentos que ofrecía este suelo feraz a sus moradores, pasaba a alimentar las islas vecinas, y bajo las más sabias condiciones salían nuestros buques cargados de ganados, frutos y granos, para traer en retorno, instrumentos y brazos con que fomentar nuestra agricultura. Las nuevas relaciones propagan los conocimientos, atraen el numerario, e introducen nuevos gérmenes de industria rural. La parte oriental de la provincia llama su atención hacia el cultivo del algodón que sale por Cumaná a aumentar el comercio de Venezuela con tan importante artículo; los ganados de los llanos fomentan con su extracción el puerto de Barcelona y Coro, y la Guayana recibe nueva vida con el tabaco de Barinas buscado con preferencia para el consumo y las manufacturas europeas. Hasta los acaecimientos políticos que privaron a la metrópoli de una de sus mejores posesiones en las Antillas contribuyeron a dar más extensión a la agricultura de Venezuela. Los valles de Güiria, y Guinima, se vieron cultivados por los propietarios emigrados de la isla de la Trinidad, y los que ahuyentan de la Margarita la escasez de lluvias que se experimenta continuamente, de suerte que la naturaleza, la política y el genio industrioso parece que se combinaron ventajosamente a favor de una feliz casualidad con la acertada elección de otro intendente, que reuniendo a sus talentos y conocimientos económicos el más exacto criterio de las circunstancias locales de este país, supo sacar todo el partido que prometían tan favorables combinaciones en favor de la provincia y dejar perpetuada su memoria con las acertadas providencias que dieron a esta distinguida porción de la España americana la consistencia que tiene actualmente, y proporcionaron a tan digno ministro la opinión que lo ha conducido a uno de los primeros cargos de la suprema administración.

Tal ha sido el orden con que la política ha distinguido sus medidas en la conquista, población y regeneración del hermosos país que desde las inundadas llanuras del Orinoco hasta las despobladas orillas del Hacha, forma una de las más pingües e interesantes posesiones de la monarquía española; y tales los sucesos con que sus habitantes reunidos en una sola familia por los intereses de una patria, han correspondido a los desvelos con que el gobierno ha procurado elevar a Venezuela al rango que la naturaleza le asigna en la América meridional. Tres siglos de una fidelidad inalterable en todos los sucesos, bastarían sin duda para acreditar la recíproca correspondencia que iba a hacer inseparables a un hemisferio de otro; pero las circunstancias reservaban a Venezuela la satisfacción de ser uno de los primeros países del Nuevo Mundo donde se oyó jurar espontánea y unánimemente odio eterno al tirano que quiso romper tan estrechos vínculos, y dar la última y más relevante prueba de lo convencidos que se hallan sus habitantes de que su tranquilidad y felicidad están vinculadas en mantener las relaciones a que ha debido la América entera su conservación y engrandecimiento por tantos siglos. El día 15 de julio del año de 1808, cerrará el círculo de los timbres de Venezuela, cuando recuerde el acendrado patriotismo con que, para eterno oprobio de la perfidia, juró conservar a la corona de Castilla íntegra, fiel y tranquila esta preciosa porción de su patrimonio.




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Constituciones


Hemos dicho, y repetimos, que «las constituciones políticas escritas no son a menudo verdaderas emanaciones del corazón de la sociedad, porque suele dictarlas una parcialidad dominante o engendrarlas en la soledad del gabinete un hombre que ni aun representa un partido». En esto nos hemos limitado a sentar un hecho de que la última generación ha sido repetidas veces testigo, y nos causa no poca sorpresa que en este año de 1848, después de tantos experimentos constitucionales abortivos, haya personas que consideren las constituciones escritas como esencial y constantemente emanadas del fondo de la sociedad. Decimos esencial y constantemente, porque esa es y no otra la proposición que negamos, y que debe probar el que se escandaliza de lo que hemos dicho sobre las constituciones políticas escritas. ¿Hemos afirmado acaso que nunca salgan de las costumbres, ideas, creencias generalmente dominantes? Ni aun nos hemos avanzado a indicar que en la mayor parte de los casos no tengan semejante origen; lo que dijimos y lo que decimos es que a menudo no lo tienen; esto era lo que debía refutarse; colocar la cuestión sobre otro terreno es desorientarla, y atribuirnos lo que no hemos pensado decir.

Que éste sea el siglo de las constituciones, como dice Guizot, no hace al caso. Nosotros también lo decimos. Que Sismondi excite al estudio de los principios constitutivos, nada prueba contra nosotros. Si nuestra débil voz valiese algo, nosotros también lo recomendaríamos como el más importante de todos para las naciones que viven bajo un régimen constitucional. Nosotros no hemos mirado las leyes civiles de un país como emanadas del movimiento social. No vivimos nosotros bajo las leyes civiles de la España, como cuando éramos colonia española? ¿Dónde está el código civil que ha emanado de nuestro movimiento social? El movimiento social debe influir en las leyes civiles; los legisladores deben modificarlas para ponerlas en armonía con él, pero de que debiesen hacerlo no se sigue que lo hayan hecho efectivamente, y mientras la modificación no se lleve a efecto, es evidente que las leyes civiles no pueden mirarse como emanadas de un movimiento social que no representan, que no ha obrado en ellas. Tales son las opiniones que constantemente hemos profesado acerca de las civiles, y no pensamos de otro modo acerca de las constituciones. Deben éstas ser conformes a los sentimientos, a las creencias, a los intereses de los pueblos: ¿se sigue de aquí que efectivamente lo sean?

Que las revoluciones de Francia, que la de Inglaterra haya salido del corazón de esas sociedades, ¿quid ad rem? ¿Podrá decirse lo mismo de todas, o de casi todas, que es lo que debe mostrarse para refutarnos? ¿No podrá decirse lo contrario de muchas de las que se han promulgado en nuestra América?

Es necesario recordar a cada paso el verdadero punto de la cuestión, porque en todo el artículo 2.º del señor Chacón se la pierde vista. «En cada hecho» (dicen Duvergier y Guadet citados por nuestro erudito amigo) «se debe notar con especialidad cual ha sido su influencia sobre la forma del gobierno, y recíprocamente en qué ha influido la forma del gobierno sobre los hechos: es necesario, en una palabra, considerar los acontecimientos históricos y las instituciones políticas sucesivamente como causas y como efectos». Admitimos de todo corazón esta doctrina, que nada tiene de nuevo, y si algo prueba en la materia presente, es contra el autor del artículo. De ella se sigue que los hechos son en parte causa y en parte efecto de las instituciones políticas. Una conquista impone cierta forma de gobierno al pueblo conquistado, y esta forma de gobierno influye luego sobre las costumbres del pueblo. Una constitución política sale del corazón de un partido o de la cabeza de un hombre; y si ella está construida con algún acierto, si no ha sido inspirada por falsas teorías, si consulta los intereses de la comunidad, podrá influir sobre toda ella, modificar sus sentimientos, sus costumbres, y representarla verdaderamente algún día. «Para apreciar bien las instituciones de un pueblo» (dicen Duvergier y Guadet) «es necesario conocer el origen de éstas, las modificaciones sucesivas que han experimentado, y tener nociones exactas sobre las costumbres, los usos, los hábitos, y el carácter nacional de cada pueblo». Aplaudimos la buena fe del señor Chacón, otro en su lugar hubiera omitido este pasaje, porque nada pudo citarse más concluyente contra su propia opinión. En efecto, si las constituciones todas emanasen del corazón de la sociedad, excusado trabajo era el buscar su origen, como lo prescriben los autores citados. No se puede apreciar bien una constitución, según ellos, sino teniendo nociones exactas sobre las costumbres, usos, etc. ¿Por qué?. Claro está; porque si la constitución está en lucha con las costumbres, con el carácter nacional, será viciosa; si por el contrario, armoniza con el estado social, será buena. Pueden no estar calculadas las instituciones políticas sobre las costumbres, las ideas, las creencias sociales, y es necesario saber si lo están, para apreciarlas bien. He aquí pues comprobado nuestro modo de pensar con autoridades de escritores contemporáneos bien superiores a nosotros.

Lo que se sigue en el artículo 2.º es un resumen histórico, dirigido a probar que las sucesivas constituciones de Francia (entre las cuales se olvidan unas pocas, la de la antigua monarquía, la del directorio, la del consulado, la del imperio, la de la restauración, y la del año 1830) salieron del fondo, del corazón de la sociedad francesa. ¿Pero esas constituciones no más? ¿Hemos negado por ventura que ellas y acaso muchísimas otras no hayan tenido el origen que el señor Chacón atribuye a todas? Es necesario, para impugnar la proposición nuestra que se ha puesto al frente del 2.º artículo, que se nos convenza con todas o casi todas las constituciones que se han promulgado en el mundo, principiando por los sirios y egipcios, y acabando en el Paraguay. De otra manera nuestra aserción queda en pie.

Las constituciones escritas tienen su causa, como todos los hechos. Esta causa puede estar en el espíritu mismo de la sociedad, y la constitución será entonces la expresión, la encarnación de ese espíritu, y puede estar en las ideas, en las pasiones, en los intereses de un partido, de una fracción social, y entonces la constitución escrita no representará otra cosa que las ideas, las pasiones, los intereses de un cierto número de hombres que han emprendido organizar el poder público según sus propias inspiraciones. Así sucedió en Chile en los primeros años de su revolución, como lo dice expresamente el señor Lastarria; cuyas ideas en esta parte son algo diversas de las del Prólogo: «Ella (la primera constitución escrita que tuvo Chile) es la expresión pura y verdadera de los intereses y de las ideas que dominaron en aquel tiempo a los que nos dieron una república independiente, una patria». Son palabras textuales del Bosquejo Histórico.

Esta misma idea la vemos expuesta con más evidencia, si cabe, en las líneas siguientes: «No había entonces sino dos partidos que elegir; o el que se adoptó en el reglamento constitucional en la forma que se le dio, o un despotismo enérgico que aterrorizase a los enemigos y consolidase el partido revolucionario; y nadie puede poner en duda que el primero no era sólo el más prudente, sino también el más lógico, el más consecuente con el carácter, la educación, los principios, las preocupaciones y el género de vida de los patriotas influentes en los negocios». Esto es ver las cosas como fueron, y como no pudieron menos de ser; no al través de teorías quiméricas, sino con los ojos del sentido común. El Prólogo exagera las ideas de la obra, y las falsifica.

Sucederá en ciertos casos que la fracción dominante, o los pocos hombres que dominan a esa fracción, o en último resultado un individuo solo, que más hábil o más enérgico domina esos pocos, arrostran la empresa de constituir el poder público del modo que les parece más a propósito para hacer triunfar una causa, que puede ser conforme a los votos de la sociedad entera o no serlo. Nos ponemos en el primer caso, que ha sido el de las repúblicas americanas. No es lo mismo el fin que los medios: la causa estará en el corazón de la sociedad; los medios, entre los cuales es uno de los principales la constitución escrita, habrán salido de unas pocas cabezas, de una sola acaso. Pueden estos medios probar bien o mal; pueden hacer triunfar una causa o destruirla; puede ser necesario alterarlos, darles hoy una dirección, mañana otra; y de estas sucesivas correcciones, mediante la acción recíproca de las leyes sobre el estado social y del estado social sobre las leyes, puede al cabo resultar entre uno y otro la consonancia que al principio no había, y encontrarse en las instituciones políticas la expresión, la imagen de las costumbres, del carácter nacional. Este amoldamiento de las constituciones es un hecho histórico que no pretendemos negar; pero él es la obra del tiempo, y no pocas veces se verifica insensiblemente, sin que el texto constitucional se altere. Habrá entonces eadem magistratuum vocabula, según la expresión de Tácito, pero la constitución no será ya lo que era. El texto no será entonces una representación genuina del estado social, pero la constitución verdadera, la constitución práctica, la que los hombres reconocen en sus actos y a la que los gobiernos mismos se ven en la necesidad de sujetarse, lo será. Por eso hemos cuidadosamente ceñido nuestra aserción, la aserción de que tanto se escandaliza nuestro joven amigo, a las constituciones escritas.

A la verdad, las constituciones son siempre una consecuencia lógica de las circunstancias: ¿cómo pudieran ser otra cosa? Lógico es, y muy lógico, que un déspota, en la constitución que otorga, sacrifique los intereses de la libertad a su engrandecimiento personal y el de su familia. Lógico es que donde es corto el número de los hombres que piensan, el pensamiento que dirige y organiza esté reducido a una esfera estrechísima. Y lógico es también que los que ejercen el pensamiento organizador lo hagan del modo que pueden y con nociones verdaderas o erróneas, propias o ajenas. Sí, señor, ajenas; venidas de afuera. «Nadie concebía en aquella época (1811) que la unidad y energía de acción de que tanto necesitaba el gobierno revolucionario, no podían alcanzarse en un directorio compuesto de hombres que representaban intereses y principios diversos; pero era preciso imitar; y el único modelo que se presentaba era la copia desfigurada de la Revolución francesa que se dibujaba en los procedimientos de la de Buenos Aires»: así dice el Bosquejo Histórico. Una forma gubernativa chilena que copia la de Buenos Aires, la cual a su vez es una copia de la Revolución francesa, ¿de qué corazón ha salido? Veamos los hechos como son; hablemos el lenguaje del sentido común. Las constituciones son a menudo la obra de unos pocos artífices, que unas veces aciertan y otras no; no precisamente porque la obra no haya salido del fondo social, sino porque carece de las calidades necesarias para influir poco a poco en la sociedad, y para recibir sus influencias, de manera que esta acción recíproca modificando a las dos, las aproxime y armonice.

Oigamos otra al señor Lastarria. Hablando de la ocupación de Rancagua, dice: «¿Debemos considerar este penoso y desgraciado fin como un efecto de accidentes pasajeros que pudieron haberse evitado?... ¿Deberemos atribuir a algunos o a todos los autores de la revolución esa anarquía, esa serie de inconsecuencias, de perfidias y debilidades que forman el cuadro del primer período de la revolución chilena? No, porque si hemos de juzgar como historiadores, es preciso que nos remontemos a las verdaderas causas que prepararon aquel desenlace; es preciso que no veamos en ese cuadro sino la consecuencia necesaria de los antecedentes de nuestra sociedad». La constitución escrita pudo haberse formulado de mil modos, sin que los hechos tomasen otro rumbo que el que efectivamente tomaron, porque éstos nacían de los antecedentes sociales y aquélla fue un accidente pasajero. ¿Puede calificarse de otro modo una constitución que se saluda hoy con aclamaciones y juramentos para escupirse mañana? La desgraciada catástrofe de Rancagua no fue efecto de la constitución escrita, sino de la constitución real del pueblo chileno. Así cuando el señor Chacón nos dice que sólo el historiador constitucional que penetra a fondo el modo de ser de la sociedad, puede darnos las verdaderas causas de los acontecimientos políticos, no dice nada a que no estemos dispuestos a suscribir; pero el historiador que así proceda, no habrá ceñido sus ideas a la constitución escrita sino al fondo de la sociedad, a las costumbres, a los sentimientos que en ella dominan, que ejercen una acción irresistible sobre los hombres y las cosas, y con respecto a los cuales el texto constitucional puede no ser más que una hoja ligera que nada a flor de agua sobre el torrente revolucionario, y al fin se hunde en él.




ArribaAbajo- V -

Sobre los nuevos estados hispanoamericanos


Consiguientes a nuestro propósito de dar lugar en este periódico a todo lo que se publica en los extranjeros sobre la historia, antigüedades y geografía de América, hemos insertado en los números anteriores dos extractos de un artículo de la Revista Extranjera de Londres, relativos al Perú y a Bolivia, y al hacerlo hemos descartado una porción no pequeña de vulgaridades, y otra no menor de exageradas declamaciones contra los nuevos Estados americanos. Aun por lo que hemos conservado de aquel artículo habrán echado de ver nuestros lectores los cortos alcances del revisor en materia de erudición americana y de filosofía.

Nada puede ser más común y trivial que lo que allí se encuentra sobre la época de la dominación española. Según la revista, con la multiplicación de las audiencias desaparecieron en gran manera las vejaciones a que los indígenas y criollos habían estado-sujetos; estos tribunales ejercían sus funciones con integridad e independencia, y el celo que la metrópoli mostraba por los derechos privados y los intereses de los habitantes de las colonias y la libertad que éstos disfrutaban de contribuciones y gabelas a que los españoles estaban sujetos en la Península, eran una suficiente garantía del bienestar futuro de las provincias americanas. Es imposible pintar con más tristes colores la revolución de estas provincias, que gozaban de tanta felicidad bajo la protección de España: Estados (dice la Revista), que parecen haber nacido sólo para expirar. La desgraciada precipitación que aceleró en Europa y en los Estados Unidos su reconocimiento luego que sacudieron el yugo materno, y antes que hubiesen dado pruebas de su capacidad de gobernarse a sí mismos, por justo que este principio pareciese en abstracto, y por necesario que fuese aquel paso en otra época ulterior, fue perniciosa entonces para ambas partes, y dio a conocer del modo más amargo estas lecciones morales y políticas, que el desentendernos de nuestras pasiones y aun intereses, por compasión a un Estado hermano en sus momentos de apuro, es un acto de piedad que cede tanto en beneficio del que lo hace como del que lo recibe; y que es un deber de todos los hombres públicos despreciar y reprimir el clamor popular en materias de que ellos están dudosos y la nación que gobiernan impacientemente ignorante. Toda esta filosofía moral y política presupone una de dos cosas, o que los suramericanos habían sido condenados por el cielo a un pupilaje eterno, o que hubieran sido más capaces de gobernarse a sí mismos continuando otro siglo en la peor de todas las escuelas en la que un pueblo ha podido hacer el aprendizaje de la existencia política. En cuanto al reconocimiento de las nuevas repúblicas por los Estados Unidos y por algunas potencias de Europa, no vemos que este paso haya influido en bien ni en mal, sea con respecto a las colonias o a la metrópoli. Los Estados que nos han reconocido lo han hecho por el interés de su comercio, no por miras a amistad o benevolencia, que hayan podido producir efecto alguno sensible en el éxito de la contienda.

En este cuadro de sombras no se ha presentado a los ojos del revisor más que un punto luminoso, que es Bolivia, o por mejor decir, el general Santacruz. ¿Y cuáles son los títulos del presidente de Bolivia a tan lisonjera excepción? El código boliviano, que no es obra suya ni buena; el arreglo de las rentas públicas, en las que todo lo bueno fue obra de Sucre, y sólo es de Santacruz el dispendio en proyectos insensatos que han convertido la posteridad en indigencia y miseria; el no haber contraído empréstito extranjero, mérito negativo que tampoco le pertenece, porque la presidencia de Santacruz y aun la existencia de Bolivia como Estado independiente, fueron posteriores a las dificultades pecuniarias de la guerra, que dieron ocasión a los empréstitos: la confederación Perú-Boliviana, efectuada, como las conquistas de los incas, por las armas de la persuasión, y en fin (lo que en concepto de algunos es el resumen de todas las virtudes y el epítome de todas las alabanzas) la predilección a los extranjeros.

Todo esto parece algo extraño en un periódico de tan merecida reputación como el Foreign Quarterly.Pero se disminuye algún tanto la extrañeza al percibir que aquel artículo ha sido en gran parte compilado de materiales suministrados por un boliviano, aspirante a los favores de Santacruz; autor de ciertas Memorias Históricas de las que el Foreign Quarterly ha dado antes noticia en términos que manifiestan muy poca versación en la lengua en que están escritas (porque de otra suerte se hubiera guardado bien de alabarlas), y fuente de la exquisita erudición aimará de que está adornado el artículo. Para que no quede duda alguna sobre el fidedigno y desinteresado origen de los encomios del presidente de Bolivia, traduciremos aquí las indirectas que le hace la Revista para que confiera al autor de las Memorias la plenipotencia de Bolivia en Londres. «No podemos dejar al autor de la obra citada (Memorias Históricas) sin expresar otra vez lo satisfechos que hemos quedado de la solidez y moderación de sus miras. La reunión de sagacidad y patriotismo que hemos encontrado en ella (y algo debe concederse a la parcialidad nacional) han recomendado sin duda este escritor a la noticia del presidente de Bolivia; como panegirista suyo quizá, pero ciertamente justo, y esperamos no equivocarnos en creer que sus servicios han sido al fin recompensados por su patria con el encargo de representarla en Inglaterra; para lo que (como se ve por su obra) sus sólidos conocimientos de los gobiernos europeos y sus relaciones con su país nativo prueban su aptitud superior».




Arriba- VI -

Aniversario de la victoria de Chacabuco


La espantosa y larga anarquía que ha afligido a casi todos los Estados hispano-americanos desde los primeros tiempos de su independencia, nos parece que llega ahora una crisis favorable, que no puede menos de conducir su última solución. No es éste para nosotros un puro presentimiento, hijo del vivo deseo que nos anima por la paz y felicidad general de los Estados hermanos; es más bien una profunda convicción, fundada en la misma duración del mal; en los crueles desengaños que ha sembrado por todo, y en la decisión general en favor del orden, que ha llegado a ser el tema, hasta de los mismos desorganizadores de antes.

Que los Estados americanos tienen en sí mismos los medios de establecer este orden, y de un modo sólido y permanente, apenas podrá ponerse en duda, en presencia de los ejemplos y brillantez de dos de estos Estados que marchando por la misma senda, tropezando con iguales inconvenientes y sin recursos ajenos o extraordinarios, han llegado felizmente a establecer un sistema regular político y económico, que lleva a todas las apariencias de estabilidad y todos los gérmenes de adelantamientos.

Estos Estados especialmente favorecidos son, como es sabido, Venezuela y Chile, que disfrutan de todos los bienes de la paz pública y del orden legal, a cuya sombra benéfica se desarrollan entre ellos sus instituciones, y crecen cada día en moralidad pública y prosperidad material. Y ¡cosa digna de- notarse! Venezuela y Chile se hallan sin relación alguna entre sí, y colocados en extremidades opuestas, como para servir de modelo a las demás repúblicas hermanas, marcando a todas ellas la diferencia que existe entre el orden y la anarquía, la exaltación y la prudencia, y para hacer ver a las naciones extrañas que no debe desesperarse de la suerte de unos países llamados a grandes destinos, aunque extraviados ahora de la senda que conduce a la verdadera felicidad de las naciones por pasiones muy excusables en la infancia de ellas, y atendido su origen, inexperiencia y todos los antecedentes de su existencia política.

He aquí también las causas que han movido nuestra pluma siempre que hemos tratado de hacer ver las ventajas de nuestra situación feliz, y que nos han hecho aprovechar y aun buscar las ocasiones de inculcar el amor al orden, para hacerlo amar más y más de nuestros conciudadanos, y atraer sobre él y sobre nosotros mismos las miradas de los pueblos americanos, menos felices que nosotros, y necesitados por consiguiente de los argumentos del ejemplo y de los hechos. En esta obra, protestamos que jamás ha entrado la menor parte de vanidad o jactancia, o el ridículo orgullo de representarnos a los ojos del mundo como un pueblo excepcional entre los que tuvieron el mismo origen, o como especialmente llamado a diferentes destinos que los demás; semejante superficialidad sería indigna del carácter del país, y de la experiencia que acerca de la instabilidad de las cosas públicas en los países nacientes, hemos llegado a adquirir a costa de los grandes sacrificios y desgracias que hemos arrostrado en común con las nuevas naciones americanas.

Estamos persuadidos, por el contrario, que lejos de dar la debida importancia a los hechos salientes de nuestra historia de ayer y la de ahora, y de representarlos con el relieve correspondiente, o los rebajamos a veces nosotros mismos, o dejamos a la posteridad el cuidado de hacernos la debida justicia; dejamos, por ejemplo, como olvidada la última gloriosa campaña de nuestras armas en el exterior, su grandiosa terminación en Yungay y el desinterés y magnanimidad de Chile en toda la obra de la restauración del Perú; acaba de pasar el 20 de enero sin un recuerdo de estos hechos, y sin que nadie mencione que Chile adquirió desde su primer ensayo sobre las fuerzas españolas el dominio del Pacífico, que ha sabido conservarlo, y que de Chile y por él se han hecho todas las expediciones marítimas de importancia, incluso la de la restauración en beneficio de la causa americana. Más extraño parece todavía el que no se fije bastante la atención acerca de lo que pasa actualmente entre nosotros, sobre todo después de aquella gran crisis electoral del año precedente (1841) y en esta misma estación, que parecía a los ojos de muchos de un peligro inminente para la paz pública, sin que faltaran otros que la considerasen como el paso preliminar de una disolución inevitable, o de verdadera retrogradación hacia los tiempos de confusión y desorden. Y sin embargo, Chile y sus instituciones salieron triunfantes de aquella penosa prueba; nació de ella misma la obra de la reconciliación de los ánimos; la paz pública y el orden legal se cimentaron y establecieron sobre fundamentos más sólidos que nunca; y se abrió una nueva era de civilización y adelantamiento, de cuyos beneficios participan actualmente todos los chilenos.

Después de esto, y en medio del cuadro brillante de actividad industrial y de espíritu de empresa que nos rodea, y del prospecto más halagüeño todavía de continuada paz, y de mejora y prosperidad crecientes, tal vez es un signo nada equívoco de nuestra solidez de principios y sobriedad de aspiraciones en el orden político, esa misma modestia que nos hace como olvidar las páginas más gloriosas de nuestra historia y no dar importancia a los adelantamientos de todo género que hemos conseguido a favor de esos mismos principios y del orden público felizmente establecido.

Pero semejante modestia, compañera inseparable del verdadero mérito, en los individuos como en las naciones aventajadas, no debe ser llevada demasiado adelante, o en perjuicio de los bienes que podrían resultar a otros y a nosotros mismos, dando a conocer nuestra situación actual, y los medios por donde hemos llegado a ella. Importa que la conozcan, lo repetimos, los pueblos hermanos, por lo mismo que les deseamos todo el bien posible, porque estamos seguros de sus simpatías, para con nosotros. Sabemos además, por experiencia, que las mismas ideas más o menos acertadas, y aun los mismos extravíos, han señalado la carrera de sus buenas y malas fortunas en todas las secciones americanas desde el principio de su transformación política, y creemos deberles un buen ejemplo, que será fecundo en resultados importantes, y que no dudamos será seguido, como lo fue de una extremidad a otra el eco de la independencia y el. instinto de libertad, desgraciadamente pervertido o extraviado en todas partes, y que ya es tiempo de sobra de que sea moderado por el buen sentido público y dirigido por la razón y la experiencia. Por eso, nunca hemos desesperado de la suerte de estas nuevas naciones, y aun creemos ver cercano el día de su paz exterior y doméstica, para darse mutuamente la mano y caminar juntas por la vía del orden hacia las mejoras sólidas y la mayor dicha social.

Del mismo modo, creemos de suma importancia que sea conocida nuestra situación actual por las naciones europeas, en donde el sobrante de capitales y de una población activa e industriosa, se hubieran abierto paso hasta nosotros, hace tiempo, sin las continuas revueltas y agitaciones que nos han atormentado, y que hacían incierta, por no decir imposible, toda especulación industrial o cualquier empresa fundada en la estabilidad de nuestros gobiernos e instituciones. Felizmente, el estado y circunstancias de Chile no han debido escaparse a la observación de aquellas naciones, y el hecho de ser este país el primero que con el pago exacto de la deuda interior y extranjera, ha dado positivas pruebas de su empeño por el restablecimiento de su crédito y el cumplimiento de sus obligaciones, empieza ya a reanimar las especulaciones de los europeos, y hoy se hacen a nuestro gobierno proposiciones de diversos géneros que deben contribuir al desarrollo de nuestras riquezas naturales, y que no dudamos, serán realizadas en breve tiempo. Sólo falta que las ventajas de Chile, así en el orden político como en el orden industrial, se hagan más generalmente conocidas; y he aquí el cargo de los escritores públicos, si desean que se apresure la época de los grandes adelantamientos a que es llamado el país.

Importa, por último, este conocimiento a los mismos chilenos, para animarles a las empresas útiles, estimular las bellas acciones con el ejemplo de nuestros conciudadanos que más se han distinguido en obsequio del bien público, y formar el carácter nacional sobre la base del amor al país y a sus instituciones, trayendo a la memoria los males y extravíos pasados, y excitando el entusiasmo público, por medio de los recuerdos gloriosos de todas épocas, o de los varones ilustres, a quienes son debidos los bienes de que disfrutamos.

¿Y qué días más oportunos para estos grandiosos recuerdos, que los de Chacabuco y la Independencia, unidos en un mismo aniversario, como lo habían sido necesariamente por la fuerza de los acontecimientos? Sí, la jornada inmortal del 12 de febrero de 1817, que aseguró la independencia de Chile, y aun abrió la puerta a la de esta parte de América, debía ser celebrada al año siguiente y en igual día, con la proclamación y juramento solemne de esa misma Independencia, perdida en una época fatal de desavenencias, y por lo mismo suspirada y más ansiada que nunca. Imponente y grandiosa fue por cierto la pompa de aquel día, sin igual el entusiasmo, puros y fervientes los votos del pueblo... El entusiasmo reparó en breve el desastre de Cancha-Rayada, y los votos de la Independencia fueron sellados con sangre chilena en Maipo. El dominio español cayó para siempre en Chile; nació nuestro poder marítimo sólo por obra de este mismo entusiasmo, y con él solo fuimos a desafiar a nuestros antiguos señores en el mar, y en aquel imperio de los incas, centro de todos sus recursos y empresas. Cuatro años más tarde había terminado en toda la América la guerra de la Independencia.

Tales fueron en compendio las consecuencias de aquel famoso día de Chacabuco, o más bien el rápido encadenamiento de acontecimientos extraordinarios y gloriosos derivados de él, que lo harán memorable para siempre, y que no haya un chileno, que deje de saludar con entusiasmo la vuelta de cada uno de sus aniversarios. En el presente que vemos realizados todos los bienes que se proponían los autores de la Independencia, no podremos menos de volver nuestras miradas de reconocimiento hacia ellos, y penetrarnos sobre todo del más religioso respeto para con la Providencia especial que tan visiblemente nos protege. ¡Honor y homenaje eterno al 12 de febrero!





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