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ArribaAbajoDrama


ArribaAbajoGrandeza del teatro

I

Fácilmente influenciables, fácilmente ligeros, algunos espíritus se complacen en hablar de la decadencia del teatro en el mundo. Para demostrarlo se apoyan en la fuerza arrolladora del cinematógrafo que -dicen- es el enemigo natural del teatro. Se entregan a los morbosos placeres de la estadística para extraer las cifras que nutren su pesimismo ante el teatro y su optimismo ante el cinematógrafo. El público -añaden- ha dejado las salas de los teatros para encerrarse en las de los cines. El teatro se queda sin adeptos y su muerte es cosa de minutos.

Nada más falso que estas afirmaciones. El cinematógrafo no es el enemigo del teatro. No es más que su vecino, el vecino que, al menos por ahora, esta necesitando del teatro para sobrevivirse en esta segunda infancia en que se halla desde que inesperadamente, en virtud del vitáfono, se soltó hablando. En cambio, el teatro apenas sí ha sufrido pasajeramente la influencia del cinematógrafo. Los autores teatrales que sintieron la necesidad, innecesaria, de llevar al teatro procedimientos cinematográficos, han hecho bien en declarar que el teatro no les sirve como medio de expresión, y harán mejor en dedicarse a escribir para el cinematógrafo. Con la ausencia de autores de esta clase, el teatro moderno no pierde nada insustituible y, en cambio, el cine puede enriquecerse. El teatro, que vive feliz dentro de sus limitaciones, se disolvería en una libertad extraña a su objeto. Las naturalezas románticas que se hallan incómodas dentro de las tres paredes del teatro, harán bien en salir a buscar perspectivas indefinidas al campo todavía abierto e ilimitado aún del cinematógrafo.

El público del teatro nunca ha sido muy numeroso. No ha sido ni puede serlo por la calidad misma de las formas de arte y de pensamiento que lo hacen posible.

-Pero... ¿Y las representaciones en Grecia?

-Se veían muy concurridas por la sencilla razón de que eran espaciadas y casi gratuitas, y aun en ellas las mujeres casi no aparecían: se quedaban en casa, esperando que los maridos o los hijos les relataran el argumento de la obra y los incidentes de la representación.

-Pero... ¿Y la popularidad del teatro en tiempo de Lope?

-Se explica pensando en la avidez de un público singular en la historia, identificado con los autores de un teatro que tenía entonces un papel semejante al que representan ahora el periódico y el cinematógrafo; y en la acomodación de las obras al gusto popular. Lope lo comprendió en seguida y así lo expresó en los versos que me avergonzaría tener que citar. Pero Lope fue grande porque sin importarle la paga del público no descendió a hablarle en necio jamás. En los momentos en que aparenta hacerlo, como en la escena de Fuente ovejuna en que compara el arte de escribir con el arte de hacer buñuelos, detrás de la lisonja hace correr la ironía y una gracia naturalmente refinadas.

-De cualquier modo... ¿No es elocuente el hecho de que el cinematógrafo tenga un público infinitamente más numeroso que el teatro?

A esta pregunta respondo: -Sí es elocuente, como lo es también el hecho de que los deportes tengan un público mayor aun que el que asiste al cinematógrafo. Pero esto, que habla en favor de los deportes y del cinematógrafo, no dice nada, todavía, en contra del teatro. No es menos elocuente el hecho de que el periódico tenga un público infinitamente más numeroso que el libro, y, no obstante, nadie se atreverá a pensar que esto revela la poca importancia del libro cuando lo único que revela es la importancia social inmediata del periódico.

La cantidad de público ayuda a definir la naturaleza de una obra. Pero ni una cifra mayor de público es, necesariamente, una aprobación, ni una cifra menor es una objeción a la calidad de una obra.

El cinematógrafo, como los deportes, merece y logra un público numeroso porque son más numerosas las personas dispuestas a poner en juego su instinto o sus sentimientos, que su inteligencia. El público de los deportes busca el contagio inmediato, la posibilidad de colaborar, desde su asiento, en la ofensiva febril de los jugadores en pos de la victoria. El público del cinematógrafo, el grueso público, va en busca de emociones y las halla fácilmente; ríe, sufre y llora y, cuando esto no sucede, bosteza y duerme. El público del teatro tiene, a falta de éstas, otras virtudes. Menos instintivo, menos sentimental, es más complejo y en consecuencia menos numeroso. No busca en el teatro una simulación de lucha, ni una complicidad inmediata con los sentimientos que los actores expresan en la escena. Sabe que todo en ésta es convencional y se limita a seguir las ideas del autor puestas en boca de los personajes, la dirección de los diálogos, la arquitectura de las escenas, el progreso de los caracteres, y la inteligencia y sensibilidad de los actores, cosas todas menos primarias que las que mueven a los espectadores de cinematógrafo y deporte. El espectador de teatro necesita una preparación mayor, desde luego, que la que consiste en conocer las sencillas reglas de un deporte o saber leer en la pantalla los títulos que traducen las voces extranjeras. Y esta preparación previa sólo se refinará con la asistencia frecuente a nuevas representaciones. El teatro, como la poesía, no se entrega fácilmente, como el cinematógrafo o el deporte, al recién llegado.

La diferencia de públicos entre teatro y cinematógrafo revela, pues, la diversidad esencial entre una actividad artística y una que pretende serlo. El teatro es y seguirá siendo diverso del cinematógrafo cuya única razón de existir será la de no tener semejanza alguna con aquél. Después de una etapa en que pareció encontrar sus particulares terrenos, y en el dinamismo su verdadero medio y su único fin, el cinematógrafo ha vuelto a la servidumbre del teatro, viviendo de los textos, de los asuntos, de la técnica y de los actores teatrales, aunque en apariencia pretenda servirse de ellos. El cinematógrafo no sale favorecido con esto. Por el contrario, pierde la posibilidad de hallar sus esencias y se adhiere al género próximo del teatro olvidando o abandonando el dinamismo y la ligereza que forman su diferencia específica. Porque el cinematógrafo deberá ser diverso del teatro en la medida en que el periódico es ya diverso del libro. Su público es ya tan diferente del público del teatro como el lector del periódico es diferente del lector del libro.

-¿Luego usted piensa que el cine es un medio de expresión artística inferior al teatro y que el público de éste es superior al público de aquél?

-¿Superiores? ¿Inferiores? Importa poco decidirlo, por el momento. Son, simplemente, diversos.

Pienso en mis invisibles interlocutores, pescadores de decadencias, que ahora quieren decidir la del teatro apoyándose en la cifra limitada de su público y en la ilimitada del cinematógrafo. Pero ¿qué significa la cantidad mayor o menor de público en el teatro? «En el gran siglo francés, el mayor éxito fue Timócrates de Tomas Corneille, que alcanzo ochenta representaciones, mientras Andrómaca, la mejor obra de Racine, sólo alcanzo veintisiete», escribe Julien Benda a propósito de la injusticia de los contemporáneos. Y, para subrayar la ninguna importancia de la cantidad en el arte, Leon Paul Fargue ha hecho la siguiente aguda y penetrante definición: «La calidad es la cantidad asimilada». Ahora sólo me toca decir que el teatro ha sabido asimilar para sí un público fiel y culto, un público de calidad.

II

Si aceptamos que el público no debe ser necesariamente numeroso a condición de que la fidelidad y la calidad sigan siendo sus virtudes, la decadencia que ciertos espíritus ligeros diagnostican al teatro habrá de buscarse en otro de los elementos que lo hacen posible: autores, directores, actores.

¿Existen señales de una decadencia de autores dramáticos? ¿Los autores contemporáneos son de una calidad inferior a los antiguos? A estas preguntas podríamos responder simple y directamente en el sentido de que la decadencia no existe ya que las obras de los contemporáneos no son menos buenas que las de los autores que los precedieron en el tiempo. Pero aun en el caso impensable de que la producción teatral moderna acusara síntomas de decadencia, ésta sería una prueba contraria a los autores modernos pero no alcanzaría a herir al arte del teatro. Con ayuda de un público poco numeroso pero constante y culto (los griegos de Pericles, las honnêtes gens de Luis XIV, los nobles del Renacimiento italiano fueron siempre en breve número, subraya André Gide), los actores y directores tienen siempre a la mano los medios para mantener el brillo de la llama del teatro. Bastaría, como de hecho basta, ofrecer versiones nuevas e interpretaciones actuales de obras del repertorio de todas las épocas y de todos los países, que han sabido conservar a través del tiempo y en virtud de una misteriosa economía interior la fuerza que, mediante el concurso de público, actores y directores las hace actuales y vivientes.

Sófocles y Aristófanes, Séneca y Plauto, Lope y Calderón, Shakespeare y Ben Jonson, Racine y Molière, Schiller y Goethe, Gozzi y Goldoni ofrecen obras de arte que, por el hecho de serlo, son inagotables. Directores y actores se perecen por servirles cuando son buenos actores y directores o por servirse de ellas cuando no lo son. Los públicos se apresuran a conocerlas, a gozarlas, a olvidarlas. Actores, directores y públicos pasan y mueren para dar lugar a otros nuevos. En la prisión del libro, los textos siguen viviendo ansiosos, impacientes de nuevas objetivaciones, de versiones nuevas.

Pero, dichosamente, la decadencia del teatro no se manifiesta tampoco en la falta de autores modernos de calidad. Considerando la indiferencia del público ante las obras bellas que los autores ofrecen a menudo, Julien Benda llega a la conclusión de que los tiempos actuales son menos injustos que los pretéritos y que si en un siglo las novelas de Madame de Lafayette eran menos leídas que las de la Calprenede (lo que en México equivaldría, aunque muy remotamente, a decir que las novelas de Azuela son ahora menos leídas que las de Gamboa), si las obras menores de Molière se representaban más que El Misántropo (lo que en México no tiene ni el más remoto equivalente), y si en el siglo XIX Stendhal y Baudelaire eran opacados por falsas glorias a las que con el tiempo se les ha hecho la justicia de olvidarlas, actualmente han llegado a la cúspide de la fama Valéry, Claudel, Gide, Alain y Giraudoux que sí merecen esa gloria.

No hay duda que el ejercicio intensivo y constante de la crítica artística, en libros, revistas y periódicos, ha hecho imposible la existencia de talentos ignorados. Todo en la actualidad invita al hombre a expresar su talento o su falta de talento artístico. Pero la crítica desempeña el papel de finísima criba y aparta el grano bueno del malo. ¿No fue esta capacidad crítica la que, aun en nuestro medio, hizo posible que las novelas de Mariano Azuela, escritas para generaciones y públicos inmediatamente anteriores a los nuestros, desdeñadas por ellos, se abrieran paso, sean ahora ampliamente conocidas y hayan alcanzado dentro y fuera de nuestro país una difusión a la que nuevos escritores hemos contribuido y de la que nos sentimos orgullosos?

Precisa estar ciego o, lo que es peor, haber renunciado a la vista para no distinguir en la obra dramática de Gerhart Hauptmann y Arthur Schnitzler en Alemania, de Jules Romains y Jean Giraudoux en Francia, de Luigi Pirandello y Rosso de San Secondo en Italia, de Bernard Shaw y John Galsworthy en Inglaterra y de Eugene O'Neill y Elmer Rice en los Estados Unidos, la prueba de que estamos viviendo una de las épocas más brillantes que ha tenido el teatro.

Deliberadamente he escogido de cada uno de los países donde el arte teatral conserva una vitalidad manifiesta, además de esa otra secreta y silenciosa que hace posible la renovación constante de los medios de que se sirve el artista, una pareja y sólo una pareja de autores de consagración antigua: Shaw, Hauptmann, Pirandello... o de reciente consagración: Romains, Giraudoux, San Secondo, O'Neill... Quedan fuera de esta enumeración simplista de autores teatrales contemporáneos, espíritus no menos finos y a menudo más audaces que los ya nombrados. Pero mi objeto es subrayar los nombres de autores cuyas obras han alcanzado o alcanzan una circulación internacional intensa y a quienes el público y los críticos no pueden acusar ya de monederos falsos como un tiempo lo hicieron, cuando la novedad de su técnica y la densidad de sus ideas producían vértigo en cabezas poco sólidas, en sensibilidades poco educadas.

-Pero ¿y España? ¡Se olvida usted de España y sin embargo el público es allá numeroso y, en proporción, los autores no lo son menos!

-No soy yo sino España la que, cansada de haberlos tenido en otras épocas, parece olvidarse de producir nuevos ingenios de primer orden en el teatro. Descontado a unos cuantos que, excepcionalmente, han escrito obras dramáticas, los autores teatrales españoles no son artistas. Siguiendo la vieja receta se dedican a complacer indefinidamente a un público numeroso, de poca altura, que se conforma con facilidad y que, por lo mismo, es incapaz de exigir al autor un alimento nuevo.

-¿Y Jacinto Benavente?

-En el caso de que Benavente fuera el talento de primer orden que no es, vendría a representar la excepción, confirmando la regla.

Pienso en la extraordinaria carrera de Gerhart Hauptmann, tendida entre la representación de su drama Antes del alba en el teatro libre de Berlín en 1889 y la reciente Antes del ocaso: La realidad social alemana comprimida en escenas teatrales de corte naturalista pero impregnadas de un lirismo personal, que nos estremecen como ya lo hicieron de modo más agudo por delicado e irónico páginas de novelas inolvidables.

Por la juventud siempre alerta de su espíritu, Hauptmann representa ahora, no sin justicia, en la moderna Alemania, un papel goethiano. Pienso en la capacidad dialéctica de Bernard Shaw, que se sirve del teatro como un medio para expresar ideas y mantener polémicas y que, no obstante, realiza el milagro de producir obras no sólo ricas de ideas, de formas de ironía y sátira sino, además, teatralmente perfectas. Y en el modo original como Luigi Pirandello plantea el problema eterno de la personalidad del hombre en obras de una novedad innegable, de una fuerza teatral evidente, concebidas, a menudo, con lucidez genial. En la amarga ironía que se oculta en los personajes aparentemente frívolos de Schnitzler. En la reaparición de la farsa, renovada alegremente por la inteligencia aguda y precisa de Jules Romains. En la obra ambiciosa y fuerte de O'Neill, que ya superó los ambientes y personajes que en sus primeras obras inventaba con ayuda de la realidad y que, ahora, en obras recientes, trabaja ya no con anécdotas sino con categorías espirituales. En las piezas de San Secondo y Jean Giraudoux que han vuelto a considerar la obra de teatro como la objetivación, la materialización de un poema, creando climas y personajes que se expresan en el lenguaje de la poesía. Pienso en estos autores y en otros más. Y vuelvo a los invisibles enemigos del teatro y encuentro que llevan, sin duda, retratado en sus ojos, el paisaje ruinoso del arte teatral. Nada puede hacerlos ver que ese paisaje no existe. Melancólicos reyes Midas, todo lo que abarca su mirada se convierte en desolación y ruina. Mas la decadencia que buscan no está fuera de ellos, puesto que la llevan en los ojos.

1934.




ArribaAbajoJules Romains en México

Quien recuerda que Jules Romains no es más que el seudónimo de Louis Farigoule? Lo cierto es que en todo el mundo occidental se le conoce mejor por el «nombre de pluma» que ha sustituido al verdadero en tal forma que lo que ahora nos parece un seudónimo de Jules Romains es su verdadero nombre.

Poeta, novelista y autor dramático, Jules Romains es, también, jefe de escuela literaria y hombre de ciencia. Sus pruebas en torno a lo que llamo la visión extra-retiniana, encaminadas a descubrir la posibilidad de algunas regiones del cuerpo humano para desarrollar la función que parece ser privilegio exclusivo de los ojos, llamaron la atención hace algunos años a hombres de ciencia y cultura. Por un momento pareció que los ciegos, gracias a las humanitarias experiencias de Jules Romains, podrían llegar, mediante una educación especial, a romper las tinieblas que los circundan... Sus ensayos sobre el método psicoanalítico de Sigmund Freud son de una claridad envidiable. Porque la claridad, la fuerza y la salud espirituales son las dimensiones características de un espíritu profundamente francés y profundamente... romano.

Jules Romains fue un tiempo animador de lo que se ha llamado la escuela unanimista. Romains y sus amigos, entre los que sería injusto dejar de nombrar a Duhamel y a Vildrac, formaron un grupo que pretendió renovar lúcidamente la poesía francesa por medio de una concepción original del papel del poeta. El vigoroso impulso filosófico y poético de Romains, unido al talento de sus compañeros de la Abadía, hizo de ellos, no los miembros de una fría escuela, sino un grupo viviente. Sentíanse alegres de ser siete buenos camaradas, de actuar juntos y de hallarse reunidos en un mismo punto de la tierra. El unanimismo es menos una tesis científica que una visión original del universo en que la inteligencia y la sensibilidad de un filósofo y de un poeta se ponen al servicio de una fe: «Penetrad en la masa, dulcemente. Interrogad a los hombres». Sabremos entonces que todo se entrecruza, que todo coincide y se ayunta en la vida. El espacio no es de nadie. El tiempo es arbitrario y elástico. La vida unánime, La muerte de cualquiera son los ejemplos más precisos de la teoría unanimista de Romains: Un hombre, un hombre cualquiera, el nombre no importa, ha muerto. La vida en torno, que pareció detenerse un segundo ante el acontecimiento, no se ha detenido un segundo. ¡El hombre no supo siquiera que había muerto!

Si el poeta hace pensar en un Lucrecio moderno, por la intensidad de su amor no a la naturaleza sino a la naturaleza humana, el prosista, robusto y tónico, que aborda ahora una empresa novelística de una gran ambición, hace pensar en un Balzac más lúcido.

¿Un espíritu como el de Jules Romains, había de dirigirse sólo a un público oculto cuyas reacciones inmediatas se le escapaban? Imposible.

Tenía que buscar el contacto físico con ese ser anónimo pero unánime que es el público del teatro. Su primera obra dramática la dedicó «a la muchedumbre presente». Supo -dice Jean Prevost- alcanzar el éxito en las salas de los teatros modernos. Hizo aplaudir a esas masas formadas casi exclusivamente por imbéciles en plena digestión.

Las dos farsas del Señor Trouhadec, Knock o El Triunfo de la Medicina, Cromedeyre, La Cintilante, Amadeo y los Caballeros en Fila, Demetrios, El Dictador, son las principales obras dramáticas de Romains. Entre todas, Knock o el Triunfo de la Medicina alcanzó y alcanza aún, no sólo la aprobación de las capillas literarias y de la crítica cultivada sino la sanción entusiasta del público de todos los países donde ha sido llevado a la escena.

No es Knock o el Triunfo de la Medicina una farsa más, dirigida a satirizar a los médicos. Jules Romains ha ido más lejos. Sin dejar de presentar con amplificados relieves de caricatura el personaje de un médico vulgar, escéptico de las posibilidades de su profesión e incapaz de una visión amplia de los recursos del ejercicio de su arte -tema que, en manos poco atrevidas, habría bastado para una obra de teatro-, Romains presenta, inventa, crea un nuevo personaje, el doctor Knock, consciente de las ilimitadas perspectivas que se ofrecen, en el campo de la medicina, a un espíritu de empresa. Este personaje va a llevar a sus consecuencias más extremadas la idea de que la misión de un medico no es otra que hacer triunfar, en un apostolado teórico, y practico a un tiempo, el arte de que es sacerdote, la bandera de que es portador. Por todos los medios que encuentra a la mano, por encima y muchas veces gracias a los escollos que se presentan a su paso, el doctor Knock llega a dotar de un sentido médico no a unos cuantos pacientes ni a unas cuantas familias sino a toda una población en la que el espíritu de la medicina no había encontrado maneras de extenderse, de expresarse ampliamente. Antes de Knock, los habitantes de San Mauricio no teman la conciencia de que, según el aforismo del nuevo médico,

«todo hombre sano es un enfermo que se ignora». Gracias al doctor Knock, la población de San Mauricio adquiere esta conciencia. Una oscura población, sumida en la más incolora neutralidad, cómoda dentro de los pretendidos estados de salud, despierta de su duermevela y encuentra en la enfermedad y en la cura incesante un sentido que antes no había soñado alcanzar. San Mauricio tendrá, desde ese momento, una vida unánime: el espíritu de la medicina habrá invadido y coloreado no sólo los cuerpos de sus habitantes sino también sus pensamientos que, antes de la llegada de Knock, eran cuerpos vacíos y pensamientos incoloros.

La comedia de Jules Romains es una brillante exposición de las teorías de su autor. De la nada surge, gracias al soplo renovador de un hombre inteligente, una población con alma. El personaje principal de la obra, el mismo doctor Knock, llega a sentirse sugestionado por sus propias teorías y a punto de correr el riesgo de uno de tantos pacientes que, gracias a la conciencia de su enfermedad real o imaginada, habrán de aceptar la misión de llevar al triunfo el arte de la medicina.

Imaginemos este asunto en sus particulares detalles, en su desarrollo progresivo. Cada uno de los personajes está dibujado con el lápiz de la más afilada ironía, con la más aguda forma de sátira. La progresión de cada uno de los efectos de la obra es tan lógica como precisa y revela la maestría del autor en el conocimiento del oficio de hombre de teatro. Nada falta ni sobra en esta obra en que los menores detalles se hallan subordinados a la concepción total, atrevida, irónica, original.

Si no la mejor, El Triunfo de la Medicina es una de las obras más características de Jules Romains y, desde luego, la que rápidamente informa al público acerca de la robusta personalidad de su autor. Seiscientas representaciones en París son una cifra elocuente para evidenciar el éxito de público. Espíritus preparados para seguir la obra en sus imperceptibles secretos, y públicos profanos incapaces de seguir sino los grandes trazos de la obra, han coincidido en el entusiasmo y la admiración.

El teatro de Jules Romains es apenas conocido en México. El pequeño Teatro de Orientación estreno Knock y Amadeo y los caballeros en fila ante un público poco numeroso pero ávido de hacer cambiar la dirección falsa de los repertorios en que se ahogan nuestros teatros comerciales.

1934.




ArribaAbajoElmer L. Rice en México

La producción cinematográfica norteamericana ofrece de vez en cuando, acaso para confirmar su inflexible y monótona regla, alguna sorpresa. No hay duda que los productores norteamericanos han alcanzado una envidiable perfección técnica. Pero esta misma perfección de sus recursos mecánicos -fotografía y sonido- amplifica el drama en que el cinematógrafo norteamericano fatiga sus pasos y consume su tiempo y su dinero. Si es verdad que es dueño de una técnica, también lo es que no sabe emplearla para algo que siendo ya una industria no llega a ser todavía un arte. Imagino el drama del escritor que pretende convertirse en un artista y que después de haber dominado las reglas de la más estricta gramática y las leyes de la más casuista retórica se encuentra en el caso de no tener un contenido espiritual digno de ser vaciado en el molde que cuidadosamente y a costa de grandes esfuerzos ha logrado construir: se consumirá en obras banales y sólo acertará a decir, en el más pulido lenguaje, frases hechas y lugares comunes. Porque el dominio de la gramática en el caso del escritor como el de la técnica en el del cinematografista no son más que deberes ineludibles del oficio, puntos de partida y no fines últimos de la expresión. De este modo los productores norteamericanos, dueños de una técnica mecánica, se hallan a menudo perplejos ante un molde lleno de vacío. ¿Qué hacen entonces? Acuden a las obras teatrales y las trasplantan con más prisa que buen éxito al campo del cinematógrafo. Pocas veces aciertan, porque la estructura de la obra de teatro se impone siempre, abierta o secretamente, de modo que es fácil seguir en la pantalla, una a una, las divisiones: escenas, cuadros, actos, que los directores cinematográficos no logran hacer desaparecer del todo. Así, en los últimos años, hemos asistido, gracias al vitáfono, a la vulgarización de un buen número de obras dramáticas que han conservado, a pesar de todo, en el cine, su calidad esencial de teatralidad. Ana Christie y Extraño Intermedio, de Eugene O'Neill; Una Mujer para dos, de Noel Coward; Cena a las Ocho, de Kaufman; Escenas de la Calle y ahora El Penalista, de Elmer L. Rice, acuden a mi memoria y declaran en favor del teatro y en contra del cine. En favor del teatro, que prueba de este modo la fuerza de los alimentos espirituales que el cine se apresura a asimilar. En contra del cinematógrafo que demuestra con ello la pobreza de asuntos propios, diferentes, específicos.

Elmer L. Rice y Eugene O'Neill forman la pareja impar de autores dramáticos norteamericanos. No son los únicos, pero son los ya consagrados. Sus obras se representan en Europa y alternan con las mejores entre las modernas. Son dueños de un estilo porque han logrado, cada uno a su modo, la precisa e insensible acomodación de su visión interior en las escenas, cuadros y actos en que, lúcida y conscientemente, objetivan sus intenciones poéticas, sus intuiciones, sus ideas. Pero si O'Neill y Rice se tocan es para separarse profundamente, como los extremos. Si el primero concentra el interés en un tema en torno al que gira toda la acción, el segundo realiza a menudo el prodigio de hacer de la periferia el centro de sus obras. No hay en las obras de Elmer L. Rice un foco ni una acción únicos, pero las luces de los múltiples focos y la multiplicidad de las diferentes acciones que se entrecruzan en un solo sitio forman, al fin, una sola luz compuesta y una sola acción excéntrica.

Solamente una obra de Rice ha sido representada en México. María Teresa Montoya dio a conocer en el Teatro Fábregas, con el título de «La Calle», una obra característica del estilo de Rice, «Street Scene», en cuya versión cinematográfica, conocida también entre nosotros, Silvia Sydney tuvo oportunidad de poner a prueba su temperamento exquisito El protagonista de Street Scene es, simplemente, la calle. La obra se desarrolla en el exterior de una casa de departamentos. Varias vidas transcurren, simples o complejas, anónimas, opacas, dentro de la casa y fuera de ella, en la calle. De estas vidas sólo obtenemos los fragmentos que al detenerse a hablar con un vecino, un amigo o un transeúnte, nos dejan los inquilinos al salir o al entrar en la casa, antes de encerrarse en el mundo hermético de las alcobas a las que no tenemos acceso y a las que apenas nos asomamos un momento, cuando las personas permiten ver, desde las ventanas, un rostro, un cuerpo, una situación, antes de desaparecer súbitamente. De este modo se plantean varios conflictos, surgen problemas simultáneos, intensos o triviales que se resuelven o no, poco importa. Las inquilinos viven: se fugan, se aman, se odian, se ignoran, se soportan, mueren... La casa de apartamentos permanece muda, indiferente, como una colmena a la que, de todas partes, abejas anónimas llegaran a ocultar su miel y sobre todo su acíbar.

El procedimiento empleado por Rice no es otro que el naturalista de la «rebanada de vida», que en este caso es también la rebanada de calle. Pero el arte con que pone en juego los seres cuya vida significativa descubre en forma indirecta, es mucho más: un arte de discretísimas sugerencias, de alusiones y elusiones dramáticas. Sugerir, aludir y eludir pueden parecer armas exclusivas del poeta. El autor dramático acostumbra presentar directamente la crisis de sus personajes y el nudo que ha de romper o desatar a la vista del público. Sin perder su calidad de hombre de teatro, Elmer Rice conserva las agudas y penetrantes armas del poeta, que emplea con un arte tan depurado que alcanzan una perfecta apariencia de naturalidad.

En ninguna obra mejor que en The Consellor at Law, que, adaptada al cinematógrafo por el mismo Rice, se exhibe ahora en México, son tan claras sus cualidades, tan eficaces sus efectos, tan delicado el arte de expresar eludiendo y aludiendo. El personaje principal de «El Penalista» es, mejor que el abogado George Simon, la oficina en que se desarrolla la obra. El abogado, los criminales absueltos gracias a la dinámica inteligencia del penalista; la mecanógrafa; el meritorio; la familia del abogado; la taquígrafa, que pasa de vez en cuando ante nuestros ojos, impávida, de un despacho a otro, con su cuaderno de taquigrafía en las manos, como la imagen misma de la rutina; y la telefonista que tiende, como una diosa moderna, los hilos que comunican el mundo exterior con el microcosmos de la oficina del penalista, y que es un a modo de impasible coro, demuestran que el centro de la obra no está en ninguna parte sino en todas. De pronto podríamos considerar que el centro de la acción es el abogado, pero, ¿y su esposa y sus hijos, con sus particulares dramas? ¿Y el joven comunista que en una sola escena atrae la atención del espectador que por un momento cree encontrar el definitivo centro de la obra? Sólo para resolver y cerrar el círculo, Elmer Rice hace recaer la atención del público en la figura del penalista que, vencido por la realidad, intenta el suicidio. No obstante, interrumpido el suicidio, el abogado seguirá viviendo y el centro de la película quedará otra vez flotando, sujeto a todos los azares.

Como un ojo implacable y siempre despierto, la cámara cinematográfica dirigida con destreza poco común por William Wyler, persigue, vigila con su mirada seca y fría a cada uno de los seres que se mueven en el ámbito escogido, dándonos la sorpresa de realizar cinematográficamente, con el tema de una obra de teatro excelente, una película de veras dinámica, rica de contenido y perfecta de técnica.

Elmer Rice no es sólo el autor de Escenas de la Calle, de «El Penalista», sino también de La Maquina de Sumar, representada esta última en los mejores teatros de Europa. Si hace unos meses Elmer Rice pasó unos días entre nosotros punto menos que inadvertido, sus obras teatrales, aun aquellas adaptadas al cinematógrafo, quedarán siempre en la memoria de los espectadores inteligentes.

1934.




ArribaAbajoUn nuevo autor dramático

Ninguna forma de arte literario debe ser acogida en México con mayor atención que la poesía dramática. El teatro no es nuestro fuerte, no lo fue jamás. Si contamos con buenos poetas líricos y ensayistas, si la novela, cultivada ya en nuestro siglo diecinueve con una ingenuidad prolija y siguiendo, casi siempre, modelos de segundo orden, empieza a cobrar nuevos bríos en obras realistas o poéticas; si con el libro magnífico de José Vasconcelos, Ulises Criollo, se abre la mina profunda, antes poco explotada o explotada superficialmente, de los libros de memorias, el teatro mexicano con las inevitables excepciones de Juan Ruiz de Alarcón y de Sor Juana Inés de la Cruz, apenas si ha dado esporádicos y debiles frutos.

Formas literarias que se desarrollan y cumplen su objeto en la soledad, la poesía lírica, el ensayo, la novela y la autobiografía, se acomodan mejor que el teatro al carácter del mexicano, introvertido y señero. En la soledad, el poeta lírico, el ensayista y el novelista conciben y crean sus obras, siguiendo las reglas que ellos mismos se imponen o bien haciendo a un lado todas las reglas, tomando para sí toda suerte de licencias. Nada hay en México que los sancione, ni una crítica severa ni un verdadero público. Poetas, ensayistas, novelistas tendrán las ventajas de la libertad y de la gratuidad de su arte, pero también sus riesgos. Cuando aparezca un crítico o una escuela de críticos capaces de valorizar objetivamente las obras literarias; cuando se cree inevitablemente un público advertido, ¡cuantas reputaciones que ahora gozan de un falso prestigio van a caer en el olvido o en el desprecio que merecen! El teatro, dice Jules Romains, es el único lugar en que la obra literaria tiene aún la oportunidad de ser recibida y tratada rigorosamente, con todas las exigencias, con todos los riesgos que este trato lleva consigo. Es el último lugar en que la palabra humana tiene alguna oportunidad de alcanzar su pleno destino artístico, de ser una materia real, un objeto sonoro y ritmado en el espacio, y no solamente una serie de signos impresos en el papel.

Éstas y otras razones más secretas y sutiles fueron sin duda alguna las que impulsaron a Celestino Gorostiza al arte dramático, afrontando los riesgos de tener que edificar una obra como un objeto concreto que exista entre límites de espacio, como una arquitectura, y entre límites de tiempo, como una sinfonía. Por ello, las obras de teatro que Celestino Gorostiza logró representar bajo su dirección en el teatro de Orientación en años pasados y que ahora aparecen viviendo una vida potencial en un libro impreso, deben ser acogidas con una atención singular.

Escribir teatro en un país como el nuestro cuyos escenarios y cuyo público no soportan sino excepcionalmente obras de buena calidad que los empresarios rechazan sistematicamente, antes o después de leerlas -lo que en su caso es lo mismo-, equivaldría a construir un edificio, destinado a un público, en nuestra alcoba. Un espíritu clásico no puede conformarse con esto. Si no tiene público, deberá tender a formarlo. Si no tiene un teatro, se verá en la necesidad de crearlo. ¿Y qué otra cosa fueron los teatros experimentales de Ulises y Orientación sino las tentativas de crear un público, una curiosidad nuevos, que resistieran nuevas obras, extranjeras y mexicanas? Sonrío al pensar como se puede hablar del fracaso de estos teatros experimentales, gracias a los cuales los nombres de los grandes autores dramáticos antiguos y modernos volvieron a sonar o sonaron por primera vez en los oídos de nuestros contemporáneos mexicanos. Gracias a los cuales se tienen obras como éstas de Celestino Gorostiza que alcanzaron la vida fugaz, pero no por ello menos concreta, palpable y material, ante el concurso, no de un gran público, pero sí de un público exigente, y que lo revelaron como buen autor dramático.

Porque Ser o no ser y La escuela del amor son dos piezas dramáticas construidas con plena conciencia de las reglas, problemas y limitaciones del arte escénico. Ambas parten de una tradición dramática que el autor no pudo obtener regalada, como la obtienen los autores europeos, pero a la que Celestino Gorostiza ha logrado ligarse por medios más intelectuales pero no por ello menos sino más precisos. Porque no es una hipérbole afirmar que con estas obras, como con muy pocas más, el teatro mexicano contemporáneo logra, de pronto, colocarse en un plano de universalidad sin perder por ello el contenido que la personalidad de su autor, mexicano selecto, ha sabido vaciar en un continente que tiene validez en cualquier latitud espiritual.

En La escuela del amor, dice Jorge Cuesta en la introducción de las obras dramáticas de Celestino Gorostiza, el teatro pasa por encima de la vida, sin modificarla, apenas estremeciéndola, poniendo de manifiesto su extraordinaria fugacidad. «Su personaje principal es un hombre banal a quien una indiscreción obliga a ser, inesperadamente, un personaje de leyenda». Así vemos como en una mediocre tertulia de un café cualquiera, los personajes ascienden a vivir una vida superior a la que los encadenaba la costumbre. Esta fuga durará el tiempo necesario para que los personajes describan realmente órbitas que antes sólo recorrieron con la fantasía. En el último acto, reintegrados a la vida habitual, tenemos la sensación de aterrizaje que el autor ha buscado. Y hay en Ser o no ser tan variados elementos, que admira la destreza con que han sido utilizados de manera que ningún choque inarmónico se produzca. Construida con un cálculo que no enfría la pasión, la fábula de Celestino Gorostiza cuenta no sólo con un diálogo denso y lleno de ideas que revelan un fino sentido moral, sino también con nuevos elementos de más difícil definición pero no menos luminosos y desde luego más teatrales. Si el primer y tercer actos se desarrollan en un clima moral, el segundo es una prueba de que el autor sabe respirar y hacer respirar a sus personajes en una atmósfera poética: la del sueño, tanto o más real en este caso que la de la vigilia.

El personaje principal de esta Fábula es un doctor Fausto a la inversa, que pacta con el diablo a fin de obtener el poder aun a costa de su juventud. Sabe que, si obtiene aquél, perderá irremisiblemente ésta. Pero la ambición es la más fuerte de sus pasiones y a ella sacrifica la juventud, la amistad, el amor.

Mundo de fábula es el teatro. En el principio era la fábula. En el principio, en el medio y en el fin. Las piezas de Celestino Gorostiza nos instalan en un mundo en que la fábula se realiza: toma las apariencias más corpóreas y las proporciones más humanas.

Presos detrás de las rejas horizontales de la tipografía, los personajes de Celestino Corostiza viven impacientes, febriles, pidiendo los actores que vengan a encarnar, una vez más, sus particulares destinos, su voluntad de poder o de ruina, su pasión o su indiferencia, su mediocridad o su heroísmo.

1935.




ArribaAbajoEl teatro es así

Desde luego, el teatro no es como lo pintan las compañías profesionales que trabajan en México.

Sucios locales, viejos actores, anacrónicas decoraciones e imposibles repertorios... he aquí los síntomas de la enfermedad que no es lo bastante fuerte para acabar con el teatro, pero sí lo bastante aguda para hacerlo arrastrar una existencia cubierta de llagas, unas llagas cubiertas de harapos.

No obstante, el público, practicando inconscientemente una de las llamadas obras de misericordia, acude a visitar al enfermo. ¿Por qué lo hace? Sucede que el público asiste a las representaciones que los teatros comerciales le ofrecen, porque está decidido a divertirse y, pues ha pagado por entrar, ríe la mala comedia o se interesa en el drama mediocre. Finge que se divierte y, algunas veces, se divierte fingiendo. El teatro se ha instalado en la sala, los actores ocupan las lunetas, el escenario se halla, en cambio, vacío.

No obstante, cada periódico y cada revista cuenta con un cronista de teatro. Cierto también. Pero sucede que el cronista que en un principio trata de corregir, de curar o de poner en claro los defectos o los males del teatro, acaba por entrar en la rutina y ser, también él, parte del mecanismo enfermo.

Si alguien me preguntara el por qué de estos síntomas, y, más aún, la causa primera del mal, le respondería: «El teatro se agota por exceso de conservación». Todo en él es caduco: locales, actores, decorado, repertorios y -por qué no decirlo-, público.

Todos los malos hábitos y las vencidas costumbres de la tradición teatral española del siglo XIX, pesan sobre las compañías que habitualmente trabajan en nuestros teatros.

La vejez parece ser su atmósfera necesaria; la improvisación, su único método; la incultura, su contenido. Vejez, improvisación e incultura se alían para encerrar al teatro en un oscuro e irrespirable recinto, para librarlo de todas las tentaciones que puedan devolverle la salud que ha perdido.

¿Dónde está el edificio que reúna las condiciones indispensables para ser un teatro viviente, simple, aséptico, actual? Viejos caserones o vastos circos, nuestros teatros son inadecuados, casi siempre, para los espectáculos que en ellos se desarrollan. Demasiado grandes o demasiado incómodos, los teatros de comedia -para limitarnos al genero que ahora nos importa- no se acomodan a ninguna de las necesidades del espectáculo y del público modernos, que si aún no tienen vida regular entre nosotros, ya se impacientan por merecerla.

¿Dónde están los actores dueños de un criterio nuevo o clásico acerca de su arte, que les permita dar algo más que superficiales versiones del personaje que encarnan? Amarrados al duro banco de la galera española de improvisación e inspiración que llamaremos románticas, puesto que es preciso llamarlas de algún modo, nada viviente es posible esperar de ellos. Aun nuestros actores de algún renombre, Fernando Soler y Alfredo Gómez de la Vega, no se deciden a romper con la falsa tradición. Otros se limitan a repetir los errores y los horrores de acabadas escuelas italianas y españolas del siglo pasado, que no tienen razón alguna de sobrevivir.

De los empolvados telares de nuestros teatros bajan sucios telones que forman -si esto es formar- una decoración indecorosa. Nada mejor que los maltratados o maltraídos telones, las estorbosas bambalinas sin objeto y los eternos fondos que lo mismo sirven para una escena de alcoba que para un acto de jardín, nos hablan de la miseria en que vive nuestro teatro. Miseria económica e imperdonable miseria de gusto y de criterio de sus directores.

Las carteleras anuncian obras de un repertorio formado sin orden, sin aseo y sin criterio. El teatro español contemporáneo es su casi único alimento. Y ya sabemos que poco rico en sustancias es el teatro español actual. El astracán, que pareció adueñarse de la plaza, ahora ha cedido el puesto a una producción más inexistente. De las novelas pornográficas decía Gourmont que tienen sobre muchas otras la ventaja de ser, al menos, pornográficas. De las obras de astracán podemos decir otro tanto: siquiera son astracán. Las que ahora se representan en los teatros de México son nada o menos que nada.

También el público de los teatros de México es, en su mayoría, un público viejo que asiste a los espectáculos para seguir una costumbre que morirá con él. El estado actual del teatro no imanta, no puede imantar adeptos nuevos, espectadores sin prevenciones ni, menos aún, espectadores cultos. Los deportes se llevan a los primeros; caen los segundos en la red que les tiende el cine norteamericano; se alejan conscientemente los últimos, conformándose con leer las obras del teatro extranjero, disfrutando a medias un placer que sólo la representación puede dar íntegro.

Si tiene alguno, el remedio del teatro en México está en crearle un ambiente nuevo, hacerle respirar un aire puro, desatarlo de una falsa tradición, hacerlo recorrer un camino de orden clásico, renovar su material humano, sus útiles materiales y crearle amistades jóvenes, vivientes que formen su nuevo público. En una palabra, el remedio esta en sacarlo de sus casillas; en echarlo por la ventana mientras entra el escéptico y modesto huésped renovado.

Sería inmoral darse cuenta del estado del teatro en México y no tenderle la mano que, acaso, pueda acercarlo a la orilla. En varios intentos se nos ha visto poner algo de nuestra voluntad, de nuestra inteligencia, y toda nuestra ironía y buen humor. Desde luego, en aquel teatro de Ulises, formando exclusivamente por artistas o por aprendices de artistas, en el que fuimos todo, actores, traductores, directores, escenógrafos. Los jóvenes historiadores de un antiguo fantasma: el teatro mexicano, hablan de este experimento como de un intento exótico. Descontando la ironía que quieren darle a su calificación, aciertan. Exótico fue el teatro de Ulises, porque sus aciertos venían de fuera: obras nuevas, sentido nuevo de la interpretación y ensayos de nueva decoración, no podían venir de donde no los hay. Curioso temor éste de las influencias extranjeras. Miedo a perder una personalidad que no se tiene.

A nuestro paso por el Departamento de Bellas Artes de Educación, José Gorostiza y yo organizamos un experimento menos informal y deportivo, pero orientado en el mismo sentido de universalidad y de modernidad que apuntó el teatro de Ulises. Aprobada la tendencia, dibujadas las rutas, formado el repertorio, se organiza «entre incomprensiones y alarmas» la temporada de 1932 del Teatro de Orientación.

Un local pequeño y nuevo en el que se habían efectuado poco tiempo antes algunos loables intentos, va a servir para un experimento mejor organizado. El local no es, ni con mucho, adecuado: el escenario, demasiado estrecho; la sala, demasiado larga... Pero siquiera es nuevo, y en su ambiente no pesa ninguna irrespirable atmósfera de mal teatro. Celestino Gorostiza se encarga de la dirección. Apresurándose lentamente, forma un grupo cada vez más unido, cada vez más discreto, de jóvenes aficionados que con ambiciones, caras y voces nuevas se disponen a seguir los consejos de un maestro joven como ellos. Celestino Gorostiza salió del Teatro de Ulises, donde hizo sus primeras armas como director y como actor. Si no es dueño de un temperamento fogoso, cuenta, para decirlo recordando a Beyle, con una cabeza lógica. Con minucioso cuidado va preparándose y armándose para librar una de las pocas batallas de teatro que ya empieza a dar frutos, haciendo surgir de la nada actores nuevos y formas nuevas, por moderadas, de actuación. Diez obras dirigió en sólo un año, logrando siempre versiones correctísimas, y, a veces, indudables aciertos.

A Agustín Lazo le toca resolver la mayoría de las escenificaciones. Carlos González y Roberto Montenegro hacen los decorados de tres obras el primero, y de una el segundo. Con un sentido notable de lo que es el teatro, Agustín Lazo realiza en el escenario del Teatro de Orientación escenificaciones perfectas. Todas las limitaciones de un escenario pequeño e inadecuado le sirven de estímulo en vez de cohibirlo. Con la precisión que da el equilibrio del temperamento y el gusto, resuelve los problemas plásticos y logra crear con telones, decoraciones, trastos, según el caso, el ambiente propicio al desarrollo de la acción escénica. Trajes, útiles -formas y colores-, todo sirve al texto poético. ¡Grandeza de esta servidumbre! Un escenificador, como Agustín Lazo, goza sirviendo a la materialización del poema hasta crearle un ambiente adecuado.

El repertorio del Teatro de Orientación, escogido cuidadosamente entre las mejores obras clásicas y modernas, abarcó, en 1932, desde la Antígona de Sófocles, en la versión moderna de Jean Cocteau, hasta la reciente Intimidad, de Pellerin. Un entremés de Cervantes, El viejo celoso, una de las mejores obras de Molière: Jorge Dandin y una comedia de Shakespeare, entre las obras clásicas. Chéjov, Romains, O'Neill y Synge entre los autores modernos. Excepto la obra de Shakespeare, adaptada por Jacinto Benavente, las demás fueron traducidas especialmente para estas funciones por escritores mexicanos.

El impulso adquirido por el Teatro de Orientación hizo posible que en este año subieran a escena algunas obras más: El Matrimonio, de Gogol, y Su esposo de Bernard Shaw; Macbeth, de Shakespeare, en una excelente simplificación y adaptación a un teatro pequeño, hecha por Agustín Lazo, y una comedia de Jules Romains, Amadeo o los caballeros en fila.

Si el Teatro de Orientación no ha dado la verdad. Si no es el teatro, es ya una imagen del teatro.

1933.