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Tipos y paisajes criollos

Serie III

Godofredo Daireaux



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ArribaAbajo- I -

Payadores


Hace muchos años, era grande la fama de Faustino Videla, como payador, entre el gauchaje del sur; pero, como ser payador, no era, por supuesto, oficio ni profesión, Videla, capataz en una estancia, sólo dedicaba a la guitarra y al canto los momentos de ocio que le dejaba su obligación.

Nadie le había enseñado a cantar ni a tocar el instrumento, sino que, como muchos otros, en la Pampa, había nacido con el don.

Hay guitarras insípidas, que ni siquiera son capaces de hacer bailar a la gente; hay guitarras fastidiosas que la ahuyentan; hay versos insulsos, hay otros peores; pero también hay gauchos cuyos cantos rebosan de poesía y de inspiración sin que jamás hayan sabido como se   —8→   llaman las notas, ni oído más música que el monótono gemido del viento entre los pajonales, ritmado por el compás del galope de su pingo, ni hayan hojeado más libro que el de la naturaleza ruda y solitaria que les rodea, empapando su pensamiento en infinita melancolía.

Lo mismo ha de haber sido, en los tiempos de Homero, de los rapsodas que con él cantaban las hazañas de sus legendarios héroes; lo mismo hicieron los bardos galos; lo mismo, los trovadores de la Edad Media, al pasear de castillo en castillo, sus romances hermosos, llenos del estrépito guerrero de las Cruzadas o de los suspiros amorosos que engendraba la paz renaciente; así han hecho en muchos países, poetas primitivos, sin dejar, casi, de sus ingenuos y preciosos cantos, sino el tenue recuerdo de la tradición y algunos poemas escritos, de inspiración ya más literaria que genuina, para enseñar a las generaciones siguientes, más que su propio valor, el valor probable de lo que se han llevado, las alas del viento.

Descollaba entre todos los que, en su pago, podían aspirar al título de payador, Faustino   —9→   Videla, y bastaba, que hubiera prometido asistir a una reunión, para que de la inmensa Pampa, al parecer, tan desierta, manase gente, y resultasen pocos los postes del palenque de la pulpería.

No dejaba de saberlo, y para hacerle el gusto a su amor propio, -ese amor propio de artista, que, calladito, se retuerce de gozo a la menor cosquilla, o de furor, por un inocente pellizco-, se complacía en llegar cuando la reunión estaba en su apogeo.

No llegaba tampoco sin cierto aparato teatral y bien se conocía, al verle con su traje todo negro, su rico pañuelo de seda, sus aperos y su tirador relucientes de plata, que no se consideraba como un gaucho cualquiera; y por fin tenía razón, pues todos a su talento rendían homenaje.

Tampoco se contentaba con la guitarra grasienta, sacrificada por el pulpero a las pasajeras expansiones poéticas y musicales de los gauchos ebrios; pobre guitarra pública, víctima resignada, paciente y sufrida confidente de payadores groseros, que más entendían de rajarla a golpes y de romperle las cuerdas, que de hacer vibrar lo que de alma le podía quedar.

Traía consigo bien envuelta en su funda, la compañera fiel, a quien nadie tocaba más que   —10→   él, lustrosa, coqueta, de lindas voces, que sabía, con él, llorar sus penas, acompañar sus suaves cantos de amor, o bordonear, enérgica, los sangrientos cuentos rayados a puñaladas.

No le pidan cantos alegres; el payador no sabe reírse. Podrán los oyentes saludar de vez en cuando con una carcajada, alguna copla picante, irónica, que, como flecha aguda, se irá a plantar en el pellejo del prójimo; pero siempre será mueca más bien que risa, como la que sugiere el vinagre fuerte.

Poco cantará sus amores, porque sus amores son pocos, y nunca buscará su inspiración en ideales religiosos que ignora o desdeña. Pero rebosa su guitarra de décimas alusivas, que acarician o pinchan, alaban o critican, piden cínicamente ofrendas, o rechazan, orgullosas, las dádivas que desprecia; de sus cuerdas sonoras, caen, corriendo parejas, humildes lisonjas con ironías crueles, e indirectas lascivas que, al llamar el rubor a la frente de las muchachas, hacen fruncir las cejas de sus festejantes.

A los versos que adulan, seguirán los que chocan, y en el palabreo, ora gritón, ora sordo, lento, a veces, otras, apurado, y que a pasos iguales acompaña el zumbido de la guitarra, caberá, al lado del piropo galante a la buena   —11→   moza codiciada, el epigrama velado a las uñas del juez de paz o al machete del comisario.

Y a pesar de no ser alegre la guitarra del payador, no por eso dejará de acompañar los mil graciosos bailes de la Terpsícore pampeana, para que se divierta la juventud. También se lucirá el verdadero payador, en los cantos de contrapunto, duelos de agudezas improvisadas, que tienen, para merecer los aplausos de la concurrencia, que salir ligeras, aladas y bien armadas.

Pero, más que en todo esto, sobresalía Faustino Videla en cantar con la guitarra en mano, las penas de la vida del gaucho, en coplas heroicas y sencillas, a la vez, llenas de dichos expresivos, chorreando a veces sangre y a menudo lágrimas, siempre impregnadas de esa tristeza pampeana que todo lo traspasa, seres y cosas. Y cuando un canto de estos empezaba, se recogían los auditores, como para pasar las horas escuchando, pues sabían que siempre eran cantos largos aquellos, de esos que no acaban y que tanto le gustan al gaucho; así les debían gustar a los griegos primitivos, sentados en rueda al rededor del fogón, donde lentamente se asaba el carnero entero, las interminables relaciones de la Odisea.

  —12→  

Se apeó Faustino. Sentado de sesgo en un banco de madera, con una pierna cruzada encima de la otra, está templando la guitarra. Ting, ting, tung, tung, ting; y al oír esto, todos han dejado la carrera que iban a correr, o la partida de bochas empezada, y hasta la taba, tan llena de atractivos, para venir, presurosos, a amontonarse en la pulpería, al rededor de él.

El cantor, impasible, sigue templando: ting, tung, ting; da vueltas a las llaves, hace sonar las cuerdas, toma un trago para aclararse la voz, prende un cigarro, y como es algo larga la cosa, las conversaciones poco a poco, vuelven a subir de tono... De repente, corrió por toda la sala un estremecimiento: las voces se callan; las copas, al medio alzar, se han vuelto a poner despacio sobre el mostrador, y solo la crepitación de un fósforo turba a ratos el silencio, ya solemne.

Una nota aguda, alta, gangosa, agria, ha desgarrado los oídos atentos, y muchas otras han ido siguiendo, desgranándose, trémulas, ligeras o lentas, de la garganta y de las narices del cantor, dominando con su tonada penetrante el incesante y sordo ting, tung, tung, ting   —13→   de la guitarra; y todos los presentes han quedado como suspendidos de ese canto ingenuo que tan hondamente refleja en su poesía, sus propias ideas y sus sentimientos, y hasta el ambiente a la vez lastimero y bravío en que se mueven; canto que puede hacer sonreírse al recién venido, -lo mismo que al novicio, estas pinturas primitivas, de personajes tiesos y sublimes, expresión tanto más genuina del arte, cuanto más desprovista de artificio-: pero pronto oprime el corazón su tristeza profunda, y seduce a la vez el alma su inefable poesía.

Cuando Faustino Videla, quebrantado por la edad, ya no pudo trabajar, se iba de estancia en estancia, al tranquito del mancarrón, llevando la fiel compañera, -algo cansada también, la pobre-, y en cambio de sus cantos, más hermosos que nunca, a pesar de su voz temblona, pues no hay como las chicharras viejas para cantar lindo, le daban la hospitalidad.

-«¿Quánto vi pagano per cantire?» -le preguntó una vez, al verlo tan pobre, un calabrés, armado de un acordeón. Y la mirada altanera que, por toda contestación, dejó caer en él el gaucho viejo, fue la de un maestro del pincel   —14→   a quien preguntaría un blanqueador de paredes cuanto gana por día.

El arte no tiene precio; cada sociedad, cada individuo lo tasa según su propio grado de cultura y de refinamiento. El hacendado o el comerciante, al dar al pobre vagabundo hambriento una presa de puchero, con un trago de ginebra y un cigarrillo, sólo hace la caridad; la verdadera remuneración del payador es otra: es el murmullo de admiración con que saludan sus cantos.



  —15→  

ArribaAbajo- II -

Matufia


Después del confortable almuerzo, se fue don Narciso a siestear, y se sentaron a la sombra de las preciosas aromas que rodeaban la estancia don Carlos Gutiérrez, hacendado de la vecindad, don julio Aubert, francés acriollado y mayordomo de una gran estancia vecina, y un vasco, ovejero rico de por allá, que llegado a comprar carneros, a la hora de almorzar, había sido convidado por el dueño de casa.

Por cierto que le hubiera gustado más estar en la cocina con los peones, a churrasquear y a tomar mate que quedar sentado de sesgo en una silla que parecía tener miedo de aplastar, y sudando mares en el saco dominguero y en las botas nuevas olientes a suela tucumana, con que había creído deber engalanar a su maciza persona.

  —16→  

Empezaba la conversación a cabecear lastimosamente, cuando llegó un peón trayendo la correspondencia. Don Carlos se precipitó sobre la «Nación» y antes de echar siquiera una ojeada a las noticias políticas o al precio de la lana, buscó el último extracto de la lotería. Después de un examen atento que derribó rápidamente el edificio de sus sueños de fortuna, de la grande al segundo premio, del segundo a los premios menores, de estos a los de consuelo, y por fin a nada, exclamó:

-«Nadie me quita que en la lotería hay matufia.»

-¿Por qué don Carlos? -le dijo Aubert.

-Porque van cuarenta y una veces, amigo, que compro el mismo billete y que nunca salió, ¡nunca! ¿oye?

-Casualidad, efectivamente, pero...

-¡Qué casualidad, ni que casualidad! déjese de casualidades, hombre; ¡si no es más que matufia!

-¡No! no crea; asistí una vez a la extracción de la lotería, y parece imposible que pueda haber sospecha, siquiera.

-¡Qué sabe V. hombre! V. es extranjero; si yo le digo que aquí, en nuestro desgraciado país, todo es matufia.

Y exasperándose, en uno de esos arrebatos   —17→   irreflexivos que de repente dominan a los latinos, y los llevan, lo mismo a alabarse locamente como a rebajarse sin medida, dejó correr el torrente:

-«Todo es matufia, amigo; todo, desde las casas en que vivimos, hechas de ladrillos mal cocidos, juntados con mezcla de donde han matufiado la cal, hasta la política que nos rige; desde las críticas de la opinión hasta las declaraciones del gobernador. Si se hace una ley cualquiera, para indemnizar, supongo, a los damnificados de una inundación, o para agraciar a los pobladores de tierras lejanas, ¡zas! al momento, se encuentra que hasta los boteros que se han enriquecido con la creciente han sido víctimas, y que los pobladores de tierras lejanas han sido tantos que no alcanzaría media república para satisfacer a los que solicitan acogerse a la ley.

Las elecciones, ya se sabe lo que son; ¡matufia! las licitaciones, matufia; la justicia, matufia, el ejér...»

Iba a seguir don Carlos anatematizando la administración de su país, cuando se oyó un crujido repentino, y se levantó el orador, sobresaltado, de su silla hecha pedazos:

-«¿No ve? dijo; ahí tiene la industria nacional: ¡matufia! y parece que, realmente, el   —18→   único anhelo de los argentinos es de matufiar al gobierno, el del gobierno de matufiar a los argentinos, y el de todos, de matufiarse entre sí.

-No exagere, le contestó Aubert; no exagere. Parece que Vds. los argentinos, no tienen mayor gusto o peor enfermedad que la de calumniarse a sí mismos, y que no ven o no quieren ver los progresos que, en todo y por todos lados, está haciendo el país. Paciencia, que todavía una nación tan nueva no puede estar organizada hasta en los menores detalles. Y mire; si es cierto que algo queda en las costumbres del país, del atavismo indígena, esencialmente matufiador, -eso sí-, su mismo enojo me llena de gozo, a mí, tan amigo de esta tierra como cualquier hijo de ella; porque el pecador que se rebela contra su pecado está muy cerca de la conversión...

-¡Bravo! don Julio. Tiene razón, interrumpió don Narciso, al aparecer en el umbral, con el mate en la mano, reposado, fresco como una rosa matutina, y dispuesto por su larga siesta a perdonar al mundo entero las faltas cometidas y las por cometer. ¡Tiene razón! y nos debemos empeñar, todos los hombres educados, en corregir ese defecto del carácter nacional.»

Don Narciso hubiera de buenas ganas seguido   —19→   su discurso -pues era bastante solista-, si un ronquido del vasco, muy dormido en su silla, no se lo hubiera cortado.

-«¡Qué don Juan este! miren; ¡Don Juan! ¿y los carneros?»

Don Juan se despertó, balbuceó una excusa. -«Haber mucho madrugado, y se fueron todos a los galpones.

Linda cabaña, la de don Narciso, con reproductores hermosos, importados unos, otros nacidos en el establecimiento, pero todos de gran valor y admirablemente cuidados. El vasco era conocedor; le gustaron unos carneros de sangre casi pura, que eran la flor de los productos del año; y después de haber tratado por el precio, apartó doce animales, marcándolos con tiza en la cabeza, y se volvieron a las casas a concluir el arreglo y tomar un mate.

Mientras tanto, el capataz, obedeciendo a una guiñada de don Narciso, cambiaba ligero tres de los carneros elegidos, por otros tres, de media sangre, pero bastante bien compuestos para que ninguno de afuera los pudiera conocer. Y como don Narciso se quedaba un poco atrás, vigilando la operación, de rabo de ojo, don Julio Aubert le empujó el codo y le dijo:

  —20→  

-«¡Firme! don Narciso; ¡a corregir la matufia!

-¡Bah! que quiere, amigo; y... Vds., dígame, en Europa... ¿no...?

-Allá es más peligroso; la ley...; sin embargo, también algo se hace, pero... para la exportación.»

Al llegar a la casa, se encontraron con una pobre mujer, de las chacras del otro lado del pueblito, y desconocida de todos ellos.

Vieja, enferma, débil, había venido a implorar la protección de don Narciso, a cuya influencia electoral había oído decir que nada se podía negar; había hecho en supremo esfuerzo, diez leguas a caballo para traerle sus lamentos de mujer desamparada, sus quejas de vieja pobre e impotente, sus lágrimas de madre desconsolada, y pedirle, no un favor, sino justicia.

Don Narciso la recibió con bondad, la hizo sentar, y le preguntó lo que le pasaba.

-«Señor, dijo, tenía un hijo, solo, que me mantenía con su trabajo; pues, enferma, como estoy, casi no puedo hacer nada. Tenía diez y nueve años; por consiguiente, dicen, no le tocaba la conscripción. Pero sucedió que a un hijo de un señor Gutiérrez, a quien no conozco, le tocó la de dos años para la marina, y como   —21→   el padre, -don Carlos dicen que es- es persona conocida, al hijo lo dieron de baja por enfermo, y, para reemplazarlo, me llevaron a mi José.»

Y entre sollozos mal contenidos, explicó la vieja que quería que él se lo hiciera devolver, mientras aun era tiempo.

Don Narciso nunca echó, en toda su vida, tanto tiempo para armar y prender un cigarro. Con don Carlos cambiaban unas ojeadas que no eran precisamente de triunfo, y en vez de prometerle nada a la pobre vieja, le dijo:

-«Mire, señora, hay que tener paciencia; si al muchacho le tocó, no le podemos hacer nada. A más, debe V. considerar que a esta edad, los jóvenes fácilmente se pierden, y que es un bien para él, eso de pasar dos años al mar.» Y dejando el tono bonachón por el clarín del entusiasmo, agregó: «Volverá hecho un hombre, señora...

-Pero ya no me encontrará, señor, contestó ella, llorando.

-...¡Orgulloso de haber servido a la Patria!

-Sí, sí, murmuró don Carlos Gutiérrez; el patriotismo...

-Debe ser carne bien flaca, señor, le contestó la madre, cuando siempre los ricos lo dejan para los pobres.»



  —22→  

ArribaAbajo- III -

Desastre


Cuando llueve, lo mejor es dejar llover, primero porque es lo más fácil y también porque, generalmente, la lluvia es una bendición de Dios para la campaña; pero sucede que se vuelve plaga cuando dura demasiado, inundando el campo, penetrándolo todo de humedad, traspasando el piso de las habitaciones, calando las ropas y el mueblaje, sin que pueda ni dormir en seco la familia, porque el techo del rancho, cansado de tanto sufrir, está lleno de goteras.

«¡Quién fuera pato!» rezonga la señora, chapaleando agua en el patio para llegar del rancho a la cocina.

-«Verdad es que es mucho lavar,» contesta el marido, al ponerse el poncho de paño, pesado todavía del agua de los días anteriores. Y, bajo   —23→   la lluvia que sigue, se va hasta el corral, a ver como han amanecido las ovejas.

Las vacas y las yeguas aguantan sin morir, y los hombres, sin aflojar, en la ruda tarea de sujetarlas, los mayores diluvios, por tal que no sean de agua muy fría. Las ovejas sufren más; pasan largas horas, encerradas, esperando, hambrientas, bajo el húmedo peso de su lana empapada, que un descanso del temporal permita al amo abrirle las puertas y dejarlas comer, apuradas, durante un rato, atajándolas, para que no se desparramen: no se pueden echar en el inmundo fango del corral y se lo pasan, paradas, en el barro hediondo, encogidas y dando las espaldas al viento, o remolineando sin descanso. Por otra parte, cuidarlas a rodeo, en noches de lluvia con viento, sería exponerse a perderlas: y mejor es todavía tenerlas seguras.

Así pensaba don Benjamín; y don Benjamín era hombre de mucho conocimiento en todo lo que se refería a trabajos de campo. Estimaba que en caso de temporal deshecho, el corral es el mejor peón, y que, aunque sufriesen hambre las ovejas, era preferible dejarlas encerradas, aun de día, que exponerse a no poderlas sujetar, una vez en el campo.

Y fiel a estos principios, es que tenía la majada encerrada, el segundo día de cierto temporal   —24→   furioso con viento sur, capaz, con sus cacheteos glaciales, de llevárselo todo por delante.

Don Benjamín, el día anterior, había largado la majada desde más de una hora, cuando principió a caer esa agua fría como la nieve; los animales azotados por el viento, empezaron a disparar y se apuró él en echar otra vez las ovejas al corral. Le costó mucho trabajo; no querían volver; no querían enfrentar ese viento que les helaba la sangre, ni los latigazos del agua que les castigaba el hocico como con puntas de acero.

Don Benjamín, sin llamar a sus dos hijos, muchachitos todavía, que no hubiesen podido resistir el frío aquel, llenó solo con sus perros, la ruda tarea de asegurarla majada.

Raras veces, dura mucha un mal agudo, y la naturaleza parece saber calcular, en sus más terribles enojos, la fuerza de resistencia de sus víctimas. Aquella vez, andaría descomunalmente rabiosa o habría perdido la medida, pues el viento quedó fijo en el sur y trayendo agua helada, durante tres días y tres noches, arreando sin dejarlos descansar una hora, y hasta llevarlos a ocho y diez leguas de la querencia, a los yeguarizos y vacunos de la Pampa, matando a millares los que habían quedado encerrados y los que, embolsándose en algún alambrado, no habían podido seguir caminando.

  —25→  

¿Quién no comprenderá que don Benjamín, el segundo día, teniendo la majada encerrada, aburrido de quedarse en la inacción, inquieto de la suerte que habían podido correr sus caballos, sus yeguas y sus vaquitas, se dispusiera a desafiar la intemperie para ir siquiera hasta la esquina, a saber algo, recoger datos, oír hablar de lo sucedido a este, o a aquel, a fulano a y mengano?

Bien emponchado, la cabeza envuelta en un pañuelo que le tapaba casi toda la cara, ensilló y fue. ¡Qué viento, señor; y qué frío! el agua parecía cortarle el cutis a uno. ¡La suerte que la pulpería estaba cerca!

Había poca gente; capataces de estancias, hacendados que habían venido en sus mejores caballos, siguiendo sus animales arreados por el fantástico látigo del temporal, y que habían tenido que detenerse, porque los mancarrones ya se habían enfermado con el frío, y desmoralizado los hombres. Todos estaban contestes en que las ovejas habían sufrido poco, pero que el desparramo y la mortandad de animales mayores sería cosa nunca vista. Don Benjamín, fatalista, pensó que no había más que esperar con resignación que terminara el temporal para entrar a campear sus lecheras, bendiciendo   —26→   la suerte, por haber salvado siquiera la majada. Y tomó la mañana.

Ahí, no se sentía el viento; ni entraba el agua; hasta reinaba una temperatura regular, sino del todo confortable, por lo menos, llevadera, por comparación. Y don Benjamín ablandado por este bienestar relativo, siguió tomando la mañana... hasta las cinco de la tarde.

Al volver a su casa, un poco antes de la oración, con la vista turbada por el alcohol, por las ráfagas del viento y los remolinos de la lluvia, divisó algunas ovejas que iban, mancas, balando, apuradas y como tratando de alcanzar a las compañeras; conoció con inquietud que eran de la señal de su majada.

Galopó en la dirección del viento, y al rato pudo ver, cruzando el cañadón y yendo hacia el arroyo, en larga chorrera, sus ovejas, que, azotadas por la tempestad, casi corrían, como si tuvieran prisa de encontrarse con la muerte.

Desesperado, las quiso detener, trató de atajarlas; no pudo.

Debilitado por la bebida, enceguecido por la lluvia, helado por el viento, ronco a fuerza de gritar, en vano trataba de atravesarse a las ovejas, que iban hechas torrente, entre el agua del cañadón crecido, sordas, ciegas, ahogándose, ya. Vino la noche: y con lágrimas de rabia   —27→   impotente en los ojos, don Benjamín enderezó para su casa, donde encontró, sumida en la desolación, a su pobre mujer.

Y ella le explicó lo que había sucedido; la majada arrinconada por el viento en un costado del corral; un poste podrido que cae, un lienzo viejo que cede bajo el peso y, por el portillo abierto, ¡el desfile paulatino de la majada!

A los balidos, corrió ella, con los niños y los perros; y pudo impedir que salieran unas trescientas ovejas, que son las que quedan. Han luchado para atajar la majada, haciendo frente a pie, en el barro, al viento áspero que muerde, al agua cruel, que, de fría, quema y hiela a la vez.

Horas han pasado así, consiguiendo apenas hacer remolinear las ovejas, pero sin poderlas volver a encerrar; hasta que las criaturas no pudieron más, se acobardaron los perros y que ella, desbordada, tuvo que dejar correr la oleada llevada por el temporal hacia el cañadón, hacia la perdición.



  —28→  

ArribaAbajo- IV -

Cerdeada


A cualquiera que no sepa, le parecerá cosa fácil el cortar la cerda de un animal yeguarizo. Claro: si es un caballo manso, no es grande el trabajo. Con tener el animal del cabestro, le puede uno pasar por la clin, con toda tranquilidad, una tijera de esquilar y despuntarle la cerda, haciéndole con la mayor prolijidad, dibujitos y cortes de fantasía que lo dejen lo más gauchito, con tal que los sepan hacer. Despuntarle la cola, tampoco es difícil y es operación sin peligro; basta agarrar la punta, bien apretada, y con el cuchillo afilado como navaja, cortarla de un tajo. El mancarrón ni caso le hace, pero sí el muchacho que está espiando los gestos del padre; pues con la poca cerda así sacada de algunos caballos, correrá en su petizo   —29→   a la esquina, se trepará hasta llegar a la altura del mostrador y cambiará su cosecha por medio kilo de confites o de galletitas, de pasas o de nueces.

Si el menor puñado de cerda representa un valor, se comprende que, para el estanciero, no sea despreciable el producto que de ella se pueda sacar en un número crecido de animales. Lo que sí, es otra tarea cerdear una manada de yeguas ariscas y de potros, que de peluquear un mancarrón. Ahí no se trata de hacer obra de arte, sino de pelar, lo más cerca posible del cuero, la cerda de la clin y de la cola; y para esto, es preciso enlazar y voltear los animales, impidiendo por medios enérgicos que puedan despedir a patadas al oficial con sus tijeras.

Llegó marzo, con sus días frescos; las yeguas tienen todavía por delante muchos meses que esperar el aumento de su familia, y los golpes inevitables les serán menos funestos. El mayordomo cuidadoso evitará que se pialen los animales; se voltearán lo más suavemente posible, y hasta se tendrá la delicadeza de dejarles un mechoncito largo en la punta de la cola, para que puedan seguir con ella espantando los mosquitos. Que queden así muy bonitas, las yeguas harían mal en creerlo, y en volverse presumidas por lo bien tuzadas. A los potros, sólo se   —30→   les acorta la clin y la cola, para que tengan íntegros sus adornos naturales cuando venga el momento de domarlos.

Pero ¿podrá siempre el estanciero contar con el producto de la cerdeada y tener la seguridad de que el trabajo se hará con las precauciones debidas? ¡Oh! no; pues la cerda no tiene marca. Cualquier gaucho posee algunos yeguarizos, y el derecho de tuzarlos; y una vez embolsados los mazos de cerda ¿quién se atreverá a asegurar que pertenecen a don Nemesio, hacendado rico, más bien que al paisano Gregorio? ¡Hombre! justamente acaba este también de cerdear sus yeguas. ¡Qué casualidad!

El domingo, a la tarde, llovió gente al puesto de Gregorio. Vinieron los tres Ponce, el hijo de Agüero, el rubio Florentino y su hermano Máximo, otros más, todos con lazo y boleadoras; y era para ayudar a Gregorio a cerdear sus yeguas. Los pobres, amigo, se tienen que ayudar entre sí. ¿Dónde iríamos a parar si para tuzar cuatro yeguas, hubiera que conchabar peones por día? Que lo haga don Nemesio, está bien; pero Gregorio no puede, y tiene que ser de convite el trabajo, en su casa.

Y así fue. La noche del domingo pasó, según dicen, muy tranquila: descansando, seguramente, pues era como si no hubiera habido nadie   —31→   en el rancho; y al día siguiente, llevaron a lo de los Ponce, que tenían un corralito, las yeguas de su huésped. Entre todos, y como jugando, por supuesto, pues eran, sin excepción, buenos enlazadores, las iban tuzando con prolijidad, sin estropearlas y dejándoles, como es de regla, el mechoncito para los mosquitos.

Don Nemesio quiso aprovechar esa reunión de trabajadores hábiles para hacer tuzar, él también -pagando- las yeguas de su establecimiento; y se dirigía a casa de Gregorio para tratar del asunto, cuando se encontró con una manada de su marca, tuzada ya. Y ¡qué tuzada! por poco le sacan con la cerda, el pellejo. ¿Mechones, para qué? si las yeguas eran ajenas. Venía también un animal quebrado de una pata, otro medio deseogotado y faltaba un potrillo rosillo, el más lindo de la manada. Lo habían degollado para surtirse de lonja, tan necesaria para coser huascas.

Don Nemesio se paró, contempló el desastre, y en un arranque de legítima rabia, arrolló la manada y se la llevó por delante, hasta lo del alcalde. Pero cuando llegó allá, se encontró con el mismo representante de la autoridad abismado, aniquilado, derrumbado, en su corralito, mirando con ojos húmedos y labios temblorosos, no una vulgar manada de yeguas, sino su propia   —32→   tropilla de caballos, señor ¡sus caballos! sin clin ni cola, pelados hasta el cuero, y meneando sus rabitos del modo más ridículo.

Al ver en tan deplorable estado los famosos lobunos de don Servando, don Nemesio no tuvo valor para quejarse. Consuelo de tonto, dirán; pero, con todo, consuelo sentía, y entre las arrugas de su cara enojada, ya se iba esbozando como un sonrisa.



  —33→  

ArribaAbajo- V -

El parejero


En el patio de la pulpería, atado a una estaca cortita, el hocico hundido en la trompeta, cubierto con una funda de arpillera que lo protege mal que mal del sol, durante el día, y de la helada, durante la noche, la cabeza agachada, dormita el parejero, dando el conjunto de su persona, la idea de un aburrimiento profundo.

Estirándose, bostezando, sale de su cuarto el compositor y con pereza trae la ración del parejero. Este es el hijo mimado de la casa; y, lo mismo que ama de leche en casa rica, el compositor que lo cuida no deja, por supuesto, de atribuirse también su parte de privilegios.

El caballo no es ningún animal de condiciones extraordinarias; pero pertenece a Fulanez, el pulpero, y sirve de cebo para organizar carreras en la casa y fomentar reuniones.

  —34→  

«Es mi socio,» dice Fulanez, con una guiñada; y como gana o pierde la carrera, según queda arreglado de antemano con el compositor, este ya pasa de socio, y fácilmente se comprende que nadie le va a mezquinar un atado de cigarrillos, de los buenos, o un vaso de vino.

Es cierto que también tiene que varear al parejero, a horas fijas, especialmente en la madrugada, y con tino. Componer un parejero es oficio de haragán, pero de haragán que entienda el oficio.

Para Fulanez, el parejero es una regular fuente de beneficios, y sabe que, de cualquier modo, todo el dinero que traigan a la reunión los paisanos, ha de caer al cajón.

Pero lo que a uno lo mantiene, al otro lo empacha: y para don Braulio Vivar, modesto hacendado de por allá, el parejero fue fuente de ruina.

A pesar de ser buen criollo, don Braulio poco se acordaba de hacer correr mancarrones, cuando, un domingo que había reunión en lo de Fulanez, sin pensar, se puso medio alegre.

Había mucha gente: gauchaje bastante, pero también una punta de extranjeros con sus hijos, nacidos estos en el país, los más endiablados para correr. Mientras los padres, agricultores   —35→   italianos en su mayor parte, quedaban pegados al mostrador, dándole de puñetazos, chupando vino a litros, pitando sus cigarros Cavur, hablando a quién más fuerte, y chapurrando no se sabe si el español o el idioma materno, los muchachos, ellos, iban buscando a quien les corriera, aunque fuera por dos pesos.

Y no faltaba algún gaucho, que más por el honor que por la plata, voltease el recado y se pusiera la vincha en la frente, aceptando el desafío.

Se iban siguiendo las carreras que daba gusto.

-«¡Tres cuadras! ¡dos cuadras! ¡una ochenta! Le corro. -¡Dos pesos! -¡Pago! -¡Deme cinco kilos! -¡a mano! -¡Bueno, vamos!»

¡E iban! ¡qué diablos! y empezaban las partidas, fastidiosas, enervantes, al tranco, a medio galope, a todo correr, que ya creían todos que se venían; ¡y las vivezas para cansar al contrario, y las miradas de reojo para calarle la ligereza! como si se hubiera tratado de un gran caballo y de diez mil pesos.

De repente, se siente el tropel. «¡Cancha! ¡se vienen! ¡se vienen!» Y el alma en suspenso, todo el cuerpo sacudido por un movimiento maquinal, como si estuviera montado en su caballo favorito y castigándolo cadenciosamente, un   —36→   gaucho repetía, nervioso, sin resollar: «¡Picazo, picazo, picazo, picazo!»

A pesar de lo cual, pasó primero el doradillo, diez varas antes que el picazo, y el gaucho se calmó como leche retirada del fuego, alcanzando sólo a decir, al rato largo: «¡Pero, vea que lo ha ganado fiero!»

Ahora, manaban los parejeros. Todos ofrecían correr, y todos, al oírlos, no tenían más que un caballo de carro, un caballo bichoco, o muy gordo, o muy flaco, como quien dice: «No me tengan miedo, mi cuchillo no corta;» o bien: «Mi mujer es fea, no me la lleven.»

Don Braulio se dejó tentar. El caballo en que había venido era nuevo, guapo, vivaracho; lo prestó a un muchacho conocido para que corriese por dos pesos, para probarlo. Ganó.

Corrió otra, por cinco pesos. La ganó.

Don Braulio volvió a su casa hecho otro hombre, y, con regalar a la patrona los siete pesos, también algo la entusiasmó.

En vez de soltar el zaino, lo ató a soga y le dio pasto, y desde el día siguiente, empezó a enseñarle a comer grano, cosa que ignoraban por completo, hasta entonces, todos sus caballos, y a hacerlo varear a la madrugada por Braulito.

Desde aquel día, también, las ovejas quedaron   —37→   algunas veces encerradas muy tarde en el corral, y las apretó fuerte la sarna. Las vacas que, antes, daban poco trabajo, ya casi no dieron ninguno; pero el zaino empezó a ser cuidado en forma, y como verdadero parejero, tanto que fue criando fama.

Lo supo un vasco, carrerista de profesión, que vivía de pegarles fuerte a los incautos, con alguno de sus cinco parejeros mestizos, cuidados de modo a no aparentar lo que valían. Y se dejó llegar a la pulpería, donde don Braulio ahora pasaba sus días perorando.

El vasco no la emprendió con él haciéndose el chiquito, sino al contrario, alabando sus propios caballos, pinchando el amor propio del criollo, hablando de correr por cinco mil pesos para enseñarles a los argentinos, decía, lo que era cuidar parejeros. Tanto que a don Braulio, se le entraron las ganas de darle a ese gringo una lección, haciendo con él carrera por dos mil pesos, aunque tuvo para juntarlos que comprometerse, si perdía, a entregar vacas a elección, al precio de quince pesos.

Las vacas de don Braulio, a elección, bien valían veinte y dos; pero él no dudaba por un momento de la victoria del zaino.

Perdió, aunque por muy poco, y tuvo que entregar la flor de su hacienda, quedando perplejo   —38→   de si haría el gusto a la patrona, fastidiada ya con las carreras, con liquidar el famoso parejero.

Por consejo del compositor que había tomado a su servicio, consintió, antes, en hacer otra prueba. Hizo carrera otra vez con el vasco, por quinientos pesos; pero jugó de afuera, con todo sigilo, contra su propio caballo, por más de dos mil, lo que fue fácil, pues muchos conservaban su confianza al zaino.

El mismo compositor debía montar y perder la carrera, de cualquier modo que fuese. Pero, ¡vaya! sucedió que, al correr, el entusiasmo se apoderó de él; el amor propio se lo llevó por delante; no se acordó del compromiso, sino de la vergüenza de perder otra vez; y castigó, castigó tan bien que lo batió al vasco, pero de lo lindo, dejando del mismo golpe, al pobre don Braulio triunfante y furioso, renegando con las carreras, echando al demonio a los parejeros y a los compositores, empeñado hasta los ojos, y sin embargo, con un cierto dejo a satisfacción criolla.



  —39→  

ArribaAbajo- VI -

Fecundidad


En el talud de la zanja que circunda el corral, cubierto de punta a punta con un pastito bien verde y reluciente, recién lavado por el aguacero bienhechor, juegan a la mancha un centenar de corderos.

Blancos como nieve los ha dejado el agua; secos, así mismo, ya, pues su lana cortita no puede disputar por mucho tiempo la humedad al Pampero; alegres, llenos de salud, de vida exuberante, retozan y corren. La majada esparcida, aprovecha los últimos momentos de la tarde para llenarse de prisa, tratando de recuperar el tiempo que le ha hecho perder la lluvia; y, cuando un corderito, de los más chicos, bala, extraviado, llamando a la madre, ésta, sin despegar del pasto el hocico, tartamudea: «Aquí estoy,» con la boca llena.

  —40→  

De punta a punta del talud, carrera; descanso, y ¡volver! y así van y vienen los corderitos, llenando de alegría el ojo del amo, recostado sonriente en el caballo. Los mayores, buenos mozos de dos meses, encabezan la partida; con pie firme, ligero, disparan, y llegados a la punta, se paran, arrogantes; dan un brinco, bajando la cabecita donde asoman ya las astitas, alzando las patas o encabritándose y pegando dos, tres saltos seguidos, en las manos tiesas, saltos que pocos jinetes resistirían, si fueran de potro: y, de repente, otra vez a todo correr por el talud, seguidos de una caterva de hermanitos que van de mayor a menor, corriendo también y retozando, y dejando por detrás a algunos chicuelos, casi recién nacidos, que también, bamboleando en sus patas largas, se han querido agregar... ¡mocosos!

Y así, hasta que siendo ya de noche, el pastor, al tranquito, arrima despacio la majada balante y que los corderos vuelven a buscar las madres, conociéndolas entre mil, cada uno la suya, por la voz, por el olor, por el instinto, y de rodillas, buscando la teta, chupan con avidez la savia vital...

  —41→  

Detrás de unas pajas de penacho plateado, están escondidos, echados de barriga, tres terneros, recién llegados en este mundo de penas; el pelo como terciopelo, liso, lustroso, brillante; los ojos como grandes perlas de azabache; el pescuezo tendido en el suelo, no se mueven, convencidos de que nadie los ve, pues sus madres los han dejado ahí, con recomendación estricta de no moverse, ni seguir a nadie; y aquí están, y no se mueven.

Las madres andan por allá, engavillando con la lengua, cortando con los dientes, y almacenando en la panza las suculentas yerbas de la Pampa. Cuando nadie las vea, volverán apuradas, al tranco largo, hacia el lugar secreto donde han dejado escondida la prole, y le propinarán a grandes tragos, la leche de sus tetas generosas.

Y el rodeo se va llenando de nuevos seres que balan, corren, retozan y maman, dando grandes cabezazos en la panza materna, para conseguir apoyo.

¿Y ese bicho raro, de cabeza tan grande, de patas tan largas, que parece mirar con tanto asombro todo lo que pasa al rededor suyo? Dejen pasar unos días y será más bonito, más elegante que la madre, esa yegua vieja, panzona, que lo está llamando. Los potrillos,   —42→   sus hermanos, lo están incitando ya a que se mezcle con ellos y venga a correr, para aprender el oficio.

Así se complace la naturaleza en renovar las generaciones que se van, con generaciones más numerosas que llenan las soledades con su alegría y su juventud, haciendo el desierto cada vez menos solo, multiplicando las majadas, los rodeos y las manadas.

Se ríe de la destrucción con que los persigue el hombre; parece ayudarlo, a veces, como en burla, con alguna mortandad inesperada; pero ella misma pronto llena los vacíos, como si la población en la pampa fértil, tuviese que buscar su nivel, como lo busca el agua de sus llanuras en las lagunas y los ríos.

¡Y en la puerta de este rancho! ¡miren, vean! También se multiplica el hombre: una mujer da el pecho a una criatura; un niño la tiene agarrada del vestido; gatea otro más, en el patio, mientras éste, algo mayor, espanta con los brazos levantados y los gritos de su boquita toda sucia, unos patos atrevidos que le querían robar la papa que está comiendo. Y otros hay, más grandes, parados contra la   —43→   pared, mirando al hermano que se trepa como mono, en un mancarrón viejo, para ir a repuntar la majada paterna.

Son muchos aquí; en otro rancho, son más, y en cada rancho, pululan. Cada olla pare diez cucharas, aumentándose el número de los futuros pastores, por lo menos en proporción del aumento de los rebaños.

En la Pampa, no le hubieran faltado modelos a Zola para escribir su obra Fecundidad. Si allá es casualidad encontrar una familia numerosa, aquí es lo común; y lo raro es hallar a alguna que no haya puesto en práctica el mandamiento bíblico: «¡crescáis y multiplicad!»

Del mucho pasto, los muchos terneros; el estómago lleno hace contento el corazón, y el corazón contento es el gran procreador.

¿Lo dudan? Pues vean a todas estas mujeres santiagueñas, paradas en la orilla del camino, esperando, para saludarlo a la pasada, al dueño del ingenio donde trabajan.

Una que otra, contadas, tiene criatura en los brazos, pero llama la atención que todas, jóvenes y viejas, parezcan tan igualmente... abultadas.

-«Tuvimos, este otoño, explicó uno de la comitiva, mucha fruta de algarrobo.»

¡Tierra fecunda, tierra feliz! a la cual basta   —44→   una buena cosecha de fruta silvestre para facilitar en este grado la tarea a sus gobernantes, ya que, como lo dijo Alberdi, gobernar es poblar.



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ArribaAbajo- VII -

Esquilando


¡Clic, clic, clic, clic, clic! suenan las tijeras; corren rápidas entre la lana que cae y se amontona en enormes copos, cuya nitidez contrasta con el color gris y sucio del vellón de las ovejas sin esquilar.

La gente ha almorzado y descansado durante las horas más calurosas de la siesta; han cobrado todos un nuevo brío, y a pesar del calor de plomo que todavía pesa sobre la naturaleza aletargada, trabajan con empeño, apurados. Agachados sobre la oveja, de un tijerazo hacen saltar el copete, la lana de la cara, y atacan con dos manos y de punta la lana tupida de las espaldas.

Gracias al calor que suaviza la lana grasienta, en pocos momentos, está todo el vellón en   —46→   el suelo. El esquilador, de una sacudida, lo pone como soplado: «¡Lata!» dice, y el latero acude al grito, paga, alza la lana y la deposita en la mesa del atador.

Ya se agachó otra vez el hombre y desató las patas de la oveja, toda sorprendida al verse tan blanca, al sentirse tan desnuda y al mismo tiempo, toda asustada por haber sido tan violentada, cortada, sacudida, manoseada. En un minuto, están peladas la barriga y las patas.

«¡Remedio!» grita el esquilador, parado, un pie encima de la oveja, y un muchacho, con un tarro en la mano, tapa con una pincelada de bleque los numerosos tajitos que colorean en la piel, inmaculada por un breve momento, del pobre animal. Se acabó; ¡a otra! y mientras se va a juntar la oveja pelada con las compañeras en el chiquero, el esquilador sigue con ardor su trabajo.

Nadie chista; el calor ambiente, duplicado por la sudosa actividad de tantos cuerpos en movimiento, por la respiración anhelante de las ovejas que el agarrador ata de las cuatro patas y acomoda en hilera, en la orilla del tendal; por los mil olores que se mezclan, variados y poco suaves, en la espesa atmósfera del galpón, acobarda a los más alegres y no les deja fuerza de sobra para chancear.

  —47→  

Durante dos horas, sigue así el trabajo. A pesar de haber, al entrar, agarrado cada esquilador una oveja elegida entre las de menos lana, el agarrador está continuamente en apuros; las chiqueradas vuelan en un momento, y mientras encierra otra, los esquiladores con su incesante clic, clic, clic, clic, acaban de pelar casi todos los animales que han quedado en el tendal. Y el hombre se apresura.

Puesto envidiado el suyo; si bien tiene ciertas obligaciones fastidiosas, como la de estar el primero en el trabajo, para carnear o encerrar y el último en el tendal, para barrer, también puede, de cuando en cuando, disimular para un sabroso churrasco, algunas achuras, como la tripa gorda o los riñones, y si, a ratos, el trabajo es fuerte y penoso, también tiene sus largos momentos de descanso.

Los esquiladores, por supuesto, no dejan, cuando pueden, de hacerle alguna jugada, o de llamarle fuerte a la orden, si lo pueden pillar faltando a su obligación.

Si las ovejas remolonas han tardado mucho en entrar al brete, asustadas por el movimiento del tendal, los esquiladores, apurándose, no tanto por el interés de ganar una lata más como para desacreditar al agarrador, han acabado ligero con la última oveja atada, y claman: ¡Ovejas!   —48→   como para volverlo sordo. Con el apuro, ató mal un carnero, y, a medio esquilar, éste se desmaneó, y con sus pataleos desesperados, hizo saltar la tijera de manos del obrero, deshizo todo el vellón, dando motivo a una algazara que obliga al mayordomo a intervenir con una reprensión.

Poco a poco, la gente se va cansando, pero al mismo tiempo, revive con las primeras brisas de la tarde.

«Me duele la cintura,» dice uno, y se endereza, estirándose para descansar un rato, al soltar una oveja. La verdad es que no sólo le duele la cintura, sino que también le hace cosquillas la lengua. Mientras ha durado el calor, no se ha conversado, y esto de trabajar sin charlar es una cosa bien triste.

«A afilar,» dice otro; y se va a sentar cerca de la piedra, donde está ya afilando las tijeras un compañero con quien, por supuesto, entabla una conversación llena de interés. «¡A pitar!» grita aquél, riéndose y armando un cigarro; y así, uno tras otro, con un pretexto o con otro, se paran, descansan, charlan y desentumecen a la vez el cuerpo y el alma.

El trabajo sigue; pero ya con menos apuro. El agarrador, cruzado de brazos, ha llenado el   —49→   tendal de ovejas maneadas y saborea un cigarro, el primero, desde la siesta.

El atador, todavía, anda medio atrasado, con un gran montón de vellones en la mesa. Extiende, sin descansar, las blancas capas de lana; las separa, las coloca unas encima de otras, las arrolla, las envuelve con el hilo, aprieta con el pecho, cruza el hilo, aprieta otra vez, hace nudo, corta y ¡a la pila! y sigue así sin resollar, hasta que el montón desaparecido de la mesa le haya hecho lugar para sentarse también un momento, y prender el pito.

-«Te corro cinco cuadras.

-¿Con cuál?

-Con el bayo.

-¿Cuánto me das?

-Nada, a mano. Está a campo hace dos meses.

-¡Qué esperanza! los míos son todos mancos.

-Te doy cinco kilos.

-Así, todavía; ¿por qué plata?

-Cien latas.»

Y en el momento en que todos seguían con oído atento los detalles de la carrera que se estaba por hacer, apareció en la puerta del galpón el mismo patrón, el dueño de la estancia.

Hay patrones que se hacen temer, otros que se contentan con ser respetados, y algunos pocos   —50→   que saben también hacerse querer. ¿Por qué? ¿cómo? esto no se aprende; pero cuando, después de su buena siesta, viene el patrón al tendal a ver cómo anda el trabajo, y si la lana sale liviana o pesada, limpia o fea, es fácil conocer a qué variedad pertenece.

El primer momento es siempre de silencio, súbito y completo, y el clic, clic de las tijeras suena como nunca.

-«¡Ay! exclama de repente un esquilador, sacudiendo el dedo, como si se hubiera pinchado: ¿Será abrojo?»

-«Está feo... el tiempo, dice otro; voy a que tenemos tormenta!»

O bien el silencio se hace profundo, y profundo queda, hasta que la aparición silenciosa se haya retirado, y un rato largo, todavía, después.

Basta que ciertos patrones pidan que se trate de acabar la majada en esta misma tarde, para que no falte quien conteste: no se puede; o: son muchas; o: ¿Quién sabe?

Al patrón que para sus peones no es ente ni tirano, lo saludan ellos afectuosamente, cuando aparece, y si también pide que se empeñen en acabarle la majada: «La lana está muy seca, dirá uno.

-¡Qué agua fea!» contestará otro; y con un litro de caña que mande buscar, sin que, así, nadie   —51→   parezca habérselo pedido, conseguirá lo que, para los otros ni, pudiendo, se hubiera hecho.

El agarrador, al pasear la escoba por el tendal, entre los esquiladores atareados en cumplir con el patrón generoso, ha visto el litro de caña, apenas principiado, depositado en un rincón, cerca de la mesa del atador. Ha podido hacerlo desaparecer, y, sin que nadie lo viera, lo escondió entre unos vellones de lana negra que se han puesto aparte.

Al fin, se acabó la majada: cansados, sedientos, rodean todos un balde de agua fresca que se mandó traer, y buscan la caña, para tomarla con ella.

¿La caña? -¡voló!

Ladislao es muchacho alegre, vivo, perspicaz: se fija que el agarrador sigue barriendo con entusiasmo, sin protestar, sin pedir su parte, y ya tiene sus dudas.

-«No digan nada, les dice a los compañeros; pronto vamos a saber quién es; váyanse, no más, a comer.»

Y él, en el crepúsculo, pronto queda invisible entre los árboles que rodean el galpón. Poco tiempo tiene que esperar: ve venir al   —52→   agarrador, y también lo ve echarse al buche un gran trago de caña y volver a esconder la botella entre la lana negra.

Ladislao corre a la cocina, pide una botella vacía, la llena con un líquido... de color parecido a la caña, y la pone en el lugar de la otra.

Después de comer, se fueron todos sin ruido, a esconder en el galpón, y cuando el compañero volvió para asentar la comida, empinó voluptuosamente el litro, y lo tiró de repente, enojado, y quiso tirar con él hasta el gañote, ¡no fueron nada las risas y los golpes en la boca con que lo aplaudieron!



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ArribaAbajo- VIII -

Vacas al corte


Cundió la noticia de que don Filemón Urquiola, para aliviar el campo, quería vender quinientas vacas al corte, de las dos mil que tenía; y como las vacas para cría eran algo buscadas, porque iban poblándose muchos campos afuera, don Filemón no tardó en recibir la visita de varios interesados. Su rodeo, sin ser de lo mejor, era algo mestizo; tenía buena novillada, buena proporción de vaquillonas y vacas de vientre; los terneros nacidos en la primavera ya tenían sus seis meses; sólo, pues, quedaba saber el precio y las condiciones de pago.

A don Filemón, como a cualquiera, le gustaba conversar, y cuando veía acercarse al palenque algún jinete desconocido, se apresuraba en convidarlo a pasar para las casas. Y mientras   —54→   iba y venía el mate, servido por un par de ojos negros que parecían tomar el más vivo interés en lo que se decía, se cambiaban preguntas y contestaciones sobre esto, aquello y lo otro, dando rodeos y vueltas el forastero, como para evitar de hablar de las vacas, lo único que le importaba, y dejándolo, por su parte, don Filemón, enredarse en charlas sin rumbo, cortadas de silencios molestos, hasta que cansado de tantas partidas, ya largaba el otro:

-«¿Será cierto, don Filemón, que quiere vender vacas?

-Hombre, según. Hice la conversación; pero no tengo muchas ganas, sabe. Está subiendo mucho la hacienda.

-No crea, don Filemón. Muchos son los que quieren vender, y no es tan fácil encontrar comprador.

-Pues a mí, señor, me han venido a ver una punta, y supongo que con alguno ha de cuajar, a menos que hayan venido sólo a tomar mate.

-¿Pedirá mucho? don Filemón.

-No, señor. Diez y ocho pesos.

-...¿A rebenque? -preguntó el forastero haciéndose el inocente.

-Pues no, y con cría, contestó, sonriéndose, don Filemón.

-¿Y cuántas son las que vende?

  —55→  

-Quinientas, a cortar de las dos mil del rodeo, con diez por ciento de novillos garantidos, libre de entecadas, y los terneros del mes, por muertos;» y agregó como quien no quiere la cosa: «plata al contado,» sabiendo que para muchos, ese era el escollo.

Tanteadas para conseguir plazos; ofrecimientos de cambiar ovejas por vacas; combinaciones ingeniosas para evitar de dar seña, de todo le habían metido por los ojos, pero el viejo no era lerdo, y mientras esperaba la contestación del forastero, el par de ojos negros reflejaba intensa ansiedad.

Con algún trabajo, todo se arregló, previa vista del rodeo, y a recibir a los diez días; y como, del precio, sólo había tenido que rebajar don Filemón, peso y medio, en vez de los dos que hubiera consentido en ceder, le pudo decir a su mujer, refregándose las manos:

-«A este le hice pagar la yerba.»

El día siguiente, don Filemón hizo parar rodeo, aprovechando los vecinos para sacar las ajenas, y pudo ver el comprador, que si cortaba con tino, el negocio no le podía salir malo.

Firmó el boleto, pagó la seña, y notó que el par de ojos negros estaba muy risueño.

A los diez días, vino a recibir la hacienda, con bastantes peones, para evitar que, en la recogida,   —56→   por uno de esos descuidos involuntarios que al más honrado le suceden, quedasen olvidados entre las pajas, justamente los mejores novillos y las vaquillonas más mestizas.

Y cuando, despertado por la bulla que metían en el campo, los perros con sus ahullidos y los peones con sus gritos, se apresuró el sol a saltar de la cama, envuelto todavía en los violetos jirones de su colcha de nubes deshechas, y asomó la cara en el horizonte, por todos lados, vio surgir de los pajonales y de los huecos, trozos de hacienda que corrían a juntarse en el rodeo, trotando las vacas, galopando, mugiendo, balando, corneándose, dando de cabezazos a los perros, trepándose unas encima de otras, parándose a veces un toro, para hacer volar con fiereza la tierra por el aire; llegando por fin todas, en largas filas, al rodeo, donde se mezclan, remolinean un rato, y poco a poco se sosiegan, juntándose por familias, buscando cada cual su sitio acostumbrado, esperando, tranquilas, bajo la custodia de los jinetes, lo que disponga el patrón.

Al comprador le gusta mucho la novillada, medio amontonada en una orilla del rodeo; pero también le gustan las vaquillonas de aquella otra y vacila. ¿Dónde cortará? Por su parte, don Filemón está algo inquieto: ¿le sacará los   —57→   novillos más grandes o las mejores vaquillonas? Y acaban por resolver, ambos de común acuerdo, de remover despacio el rodeo y de mezclar los animales, antes de cortar.

El comprador, de repente, levanta en silencio el rebenque, para que sus peones lo sigan, y abre con ellos en la hacienda, al tranco largo, un surco que corta del rodeo, más o menos, el trozo convenido de quinientas cabezas.

El surco se ensancha, las vacas caminan: las enderezan al viento, donde queda parado el señuelo, y al grito «¡Vaca! ¡fuera buey!», cien veces repetido, las apuran de golpe para que no puedan tener ya tiempo de volverse al rodeo.

El comprador y el vendedor envuelven la hacienda cortada en la misma ojeada escrudiñadora. Corte lindo para cría, piensa el primero: muchas vacas y vaquillonas lindas; y como ya son de él, cada minuto que pasa se las hace parecer mejores. Don Filemón también se serenó; cierto es que se le van algunas buenas vaquillonas y uno que otro novillo grande, pero se consuela pensando que va a recibir buenos pesos, que le quedan novillos para el matadero; y después de una vueltita al rodeo, que despacio, a paso lento, se va desgranando por el campo, queda del todo conforme.

En un momento, se desternera la punta cortada;   —58→   se sacan dos animales ajenos, una lechera de la patrona, un buey, un novillito rengo, y ¡a contar! y se forma la gente, se corta y se aleja el señuelo, al viento siempre, y por un embudo de jinetes, pasan de a una, de a dos, de a cinco, deshilándose despacio a veces, y otras, a todo correr, las vacas y los toros, los novillos y los terneros, las rosillas y las coloradas, las blancas y las negras, las moras y las overas, saludándose cada cincuenta con un grito y una tarja.

«¡Cincuenta en la negra!»... Se acabó. Queda la hacienda bajo el cuidado de los peones del comprador, que la van marchando despacio, atajando la punta delantera, hasta pasar la tranquera del alambrado.

El comprador se fue para las casas con don Filemón, a quien entregó los pesos; y cuando se retiró, notó en el par de ojos negros tanta alegría, al mirar a un buen mozo que parecía ser de la familia, y una sonrisita tan llena de inconsciente gratitud, al mirarlo a él, que comprendió que con la venta de las vacas, no sólo el viejo aliviaba el campo, sino que también adquiría los medios de apurar la felicidad de una simpática pareja; y sintió de veras no haber tenido que tratar el precio con la enamorada niña, pues ella, seguramente, le hubiera soltado las vacas, aun por doce pesos.



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ArribaAbajo- IX -

Al tranco


Durante todo el invierno, las mujeres de la familia han trabajado con empeño para completar el surtido de matras, sobrepuestos, cobijas y ponchos, tejidos con la lana grosera de sus ovejas criollas; y al asomar la primavera, pueden salir los muchachos a vender, por la provincia de Buenos Aires, los productos de la primitiva industria santiagueña.

Saldrán al tranquito, por grupos, y al tranquito, recorrerán centenares de leguas; los caballos son escasos en Santiago del Estero; se crían mal, por las palmeritas que cubren el suelo, y hay que cuidarlos mucho.

De puesto en puesto, irán ofreciendo su mercadería: las matras espesas de lana que duran años y los ponchos pesados e impermeables,   —60→   de colores vistosos, gritones, con flores en relieve. Tentarán a la mujer, con una cobija colorada, capaz de desafiar las beladas más crudas; al marido, con un sobrepuesto de un verde que hace llorar, con el cual se podrá lucir en las reuniones; y si hay todavía algunos pesitos en el baúl, fácil es que los santiagueños hagan el día. De cualquier modo, trocarán algo, siempre, por yeguas que amansarán o mancarrones bichocos, superiores todavía para el tranco, sin contar con el asado que, de llapa, les darán.

Pero pocos son los que tienen tejidos para vender, en suficiente cantidad para que su producto les alcance a pasar todo el invierno; y se juntan entonces por bandadas, cruzando campo, al tranco siempre, en busca de los trabajos rápidos y bien pagos, como los de esquila y de cosecha, que llenan en pocos días la maleta del hombre empeñoso y sobrio y lo arman de recursos para larga temporada.

Por cierto que, por los 1860, debían ser pocas, en Santiago del Estero, las ocasiones de ganarse con sus brazos una onza de oro; mientras que en la provincia de Buenos Aires, y con sólo cruzar apenas unas ciento cincuenta leguas, cortando de punta a punta la provincia de Córdoba, mal despierta, también, ella, de su   —61→   sueño secular, había un punto, -y pronto se supo-, donde dos franceses sembraban trigo y pagaban para segarlo con la hoz, una onza las diez tareas, o sea una cuadra.

El precio era lindo, y se juntaba la santiagueñada, que daba gusto, en el momento de la mies. Pero más lindo era el precio del trigo que, también, se vendía una onza la fanega; y como no siempre hay caballos para la vuelta, o que muchas veces faltan las ganas de dejar un pago de vida abundante y fácil, para cruzar otra vez al tranco ciento cincuenta leguas de pampa, entre penurias de todas clases, para volver a encontrar en la querencia las mismas penurias, muchos se quedaban a sembrar trigo también. Y fue fundado Chivilcoy.

No se sembraba trigo en toda la provincia, pero en todas partes se criaban ovejas y vacas, y se necesitaban peones y puesteros. ¿Quién resiste a la oferta de una majada al tercio, en campo fértil y extenso, con la celestial perspectiva de un continuo far niente, acompañado de churrascos a discreción, con carne gorda colgada siempre del alero, con libreta garantida por el patrón para la yerba, el tabaco... y la caña, que tan suaves cosquillas hace en la garganta cansada de charlar en la pulpería? ¡Sí quita esto hasta las ganas de irse robando caballos   —62→   para volver a Santiago! Y se fundaron así por miles, hogares en la Pampa porteña.

La corriente que así se desprende de la llanura santiagueña, y corre despacio, deslizándose sin meter bulla, modesta como es, por la pampa de Córdoba, arrastra de vez en cuando, por la fuerza del ejemplo, a paisanos cordobeses que también quieren tentar fortuna. Hijos humildes de provincias todavía pobres, hechos industriosos por esa misma pobreza, acostumbrados desde niños a cuidar con esmero los cuatro animales paternos, traen a la provincia orgullosa de sus innumerables haciendas, cantidad de conocimientos útiles y de habilidades y prácticas ingeniosas, que aplicadas en mayor escala a los rebañas porteños, han sido todo un progreso.

En cambio, los que a su tierra vuelven, atraídos irresistiblemente por el amor a la querencia, o porque tienen allá familia numerosa difícil de mover, llevan a sus provincias, -alzadas sin saber cómo, lo mismo que las carretillas que por el camino se les han pegado a las caronillas-, ideas nuevas, más amplias, más generosas, más humanas. En su tierra pobre y todavía mal preparada, no germinarán seguramente todas las semillas de trébol que llevan; tampoco se desarrollarán de golpe todas las   —63→   ideas recién injertadas en su cerebro primitivo, pero vendrá el día, -ha venido ya-, en que brotarán, cundirán, abundarán los gérmenes así juntados y mezclados, para desarrollarse en planta lozana.

Y esa planta, cada día más lozana, es la Unidad Nacional.

Llegará el día, en que el acento arribeño, de que, por costumbre vieja, tiene propensión el porteño a sonreírse siempre un poco, pasará desapercibido. No se siente ya en la pronunciación del santiagueño, cuando preguntado por su huésped, de qué provincia es, sencillamente contesta: «Soy aargentino.»



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ArribaAbajo- X -

Campeada


El temporal fue terrible; durante tres días y tres noches, el viento, sur neto, cosa rara, castigó sin cesar, con los millones de agujas de una lluvia helada, las haciendas desparramadas sin reparo en la campaña pampeana.

Antes de dejar la querencia, el animal lucha, sufre, mientras puede, los cintarazos de la lluvia con viento, y si, en el primer momento, ha disparado, pronto se paró en el límite del campo donde ha nacido y se ha criado. Se encoje, tirita, resiste las ancas al viento; pero si este sigue penetrando las carnes, como látigo mojado, cortando el cutis, helando los huesos, ya, paso a paso, el animal, con pesar, franquea despacio la línea, y entra en campo ajeno.

Camina, sin dar vuelta la cabeza, como   —65→   dirigido por el huracán; desviando si desvía éste, parándose, si deja de soplar y de arrearlo con su incansable rebenque.

Aquella vez, el viento no paró ni un rato, durante setenta horas; arreando sin descanso las haciendas enloquecidas y rendidas, de todo el sur de la Provincia, desviando sólo un poco al sur este, en la última noche del temporal.

Los arroyos crecidos vieron formarse en su cauce, tajamares de carne, con manadas enteras de yeguas caídas unas encima de otras, enceguecidas; hecatombes como nunca las vieron iguales los dioses más temidos de la antigüedad.

Desgraciado del animal que no ha llegado para cruzar el arroyo, antes que este haya crecido; la fuerza de la corriente, la lluvia helada, la extenuación producida por el frío y la marcha lo paralizan, y ahí no más, se ahoga, sin remedio. En la ribera, las lecheras recién paridas recorren balando la barranca, con sus terneritos indebles, buscando paso para salvar su prole, y no encontrándolo, allí mueren con ella. Y lo mismo pasa en cualquier recoveco de alambrado que no alcancen a evitar los animales en marcha; y, amontonándose para tratar de calentarse, pronto encuentran, en fúnebre promiscuidad, el frío que no se quita.

Al acabarse la tercera noche, dejó por fin de   —66→   llover; cuando el pampero limpió el cielo, y el sol, arrepentido de tan larga deserción, hizo resplandecer su luz alegre en los campos inundados y en las lomas sembradas de cadáveres, los estancieros vieron con desconsuelo que lo que no había muerto había huido; que de los animales muertos en sus campos, pocos llevaban las marcas de sus establecimientos, sino las de estancias situadas a diez leguas más al sur, y pudieron así calcular que sus propios animales tenían que estar también a diez leguas más al norte, desparramados o muertos.

No hubo más que hacer que empezar a cuerear los ajenos, para cobrar de sus dueños, cuando viniesen a reclamar los cueros, la comisión correspondiente; ¡y ojalá! que allá también, a diez leguas, prestaran los vecinos el mismo servicio.

¡Changa linda para el pobrerío! y si el viento sur ha soplado feo para el hacendado, lo bendice el gauchaje. ¡A cuerear, muchachos! que todo sirve para un caso de esos, los niños y los viejos; y por tal que tengan un cuchillo en la cintura, no les ha de faltar chairas!

-«¡Las vainas, son las que no faltan, digo yo, en ese mundo bendito!» rezongaba don Juan Valverde, al contemplar el tendal de sus mejores vacas, las tamberas, muertas allí todas, en el   —67→   mismo corral donde las habían encerrado, creyendo salvarlas así, mientras las otras se habían mandado mudar y andaban quién sabe dónde.

Y mientras la cuereada hacía por todas partes colorear y relucir al sol las osamentas, festín opíparo para los chimangos gritones, empezaban a volver, en pequeños grupos, caballos, yeguas y vacunos, en busca de la querencia abandonada. Mixturados, como después de una derrota, soldados de varias armas, se venían, punteando por entre los cañadones, vacunos y yeguarizos, juntos y de todas marcas: y salían los estancieros al encuentro, a revisar y apartar los que conocían ser de ellos.

Don Juan Valverde, desesperado, al ver que sólo dos vacas le habían vuelto, creyó ya sin remedio su desgracia; pero, siquiera, quiso saber si era cierto que hubieran muerto todas y donde estaban los cueros. Casi todos sus caballos habían desaparecido; y sólo, uno por uno, iban volviendo los más viejos. Una yegua chúcara recién había tenido potrillo; la mandó agarrar, le metió cencerro, la maneó, encerró con ella en el corral, durante la noche, todos los manearrones y potros que venían cayendo a la querencia, y a la madrugada del día siguiente, arreando con dos peones su tropilla improvisada, heteróclita, de caballos de todos pelos, de todas edades,   —68→   de bichocos y de redomones, con madrina chúcara y potrillo recién nacido, emprendió la campaña.

En el cañadón, nada; ni rastro. ¿Se habían ahogado las vacas en el arroyo? Parece que no: en la ribera son de otras marcas las que se están cuereando. Se cruza el arroyo; el potrillo guapea; a los relinchos de la madre, entró en el agua, y salió bien al otro lado: a duras penas, pero salió; ya es gente.

Después de descansar un rato, haciendo mil suposiciones sobre la suerte final de la hacienda, se sigue viaje. Pronto se va a llegar a un alambrado grande, y se divisan desde lejos los montones de osamentas frescas que están desollando numerosos peones; late el corazón al pensar que quizás sean justamente las vacas de la estancia. Por la dirección del viento, cuando el temporal, allí han de haber pasado; habrán cruzado el arroyo antes que creciera, para venir a embolsarse en el alambrado, y morir.

Peones conocidos de don Juan Valverde, están ocupados, alegres ellos, en la triste tarea. Y mientras él se acerca, sin atreverse a formular la pregunta que le quema los labios, por temor a la respuesta:

-«Buenos días, don Juan, le grita uno de ellos; ¿qué le parece el rodeíto? mansitas ¡eh! las   —69→   boconas de la Rosalía; parece que todas han venido a espichar aquí. Mire que montones.» Y sin esperar la pregunta de don Juan, agregó:

-«¿Está campeando las suyas, don Juan? Sabe que no he visto ninguna de su marca. Han de haber pasado rozando el alambrado, y andarán por allá, no más. Lo que sí, debe ser una mixtura regular y deben estar algo lejos.»

Valverde cobró ánimo, al saber que sus animales no estaban allí, en el tendal, y dándole al hombre las gracias por la noticia, siguió costeando el alambrado, destacando, de vez en cuando, a uno de sus peones para dar una batida y revisar de cerca todas las haciendas que se veían.

Recién a cuatro leguas de la estancia, encontraron dos vacas viejas, de la culata del rodeo, comiendo con toda tranquilidad; la deducción fue fácil. Cansadas de tanto andar, se habían echado al reparo de unas pajas que ahí estaban, y así, bien protegidas contra los furores del viento, se lo habían estado pasando, mal que mal, hasta que cesó el temporal.

Fue como una sonrisa de la suerte: las otras, más guapas o menos baqueanas, habían seguido caminando, pero era imposible que estuvieran muy lejos; y si estas dos, viejas y   —70→   deshechas, habían resistido, con más razón aún, tenían las otras que estar vivas.

Y casi alegres, ya, sin abrigar dudas sobre el resultado pronto y favorable de la campeada, siguieron camino, con los ojos más abiertos que nunca. Pero, en vano, y galoparon leguas, recorriendo el campo por todos lados, preguntando a los transeúntes que encontraban, -campeadores, también, muchos de ellos-, si habían visto animales de la marca de la tropilla que llevaban, dando las señas que podían haber llamado la atención: el toro colorado tapado, de la contramarca de Fernández, dos vacas huevo de pato que siempre andaban juntas, y un novillo descornado, y las señales de las orejas.

Nada. ¿Entonces, qué? ya empezaban los alambrados intrincados de las chacras del pueblo. Si hasta aquí han llegado y se han metido en los callejones, hechos pantanos, han perecido todas, y los cueros habrán servido para surtir de huascas a los chacareros, como parecía contarlo la presencia de tantas osamentas despojadas, yacentes en el fangal. Imposible que ninguna haya salido con vida de semejante dédalo, poblado de labradores tan hambrientos de carne ajena como los mismos indios. Y fue cosa de ir de rancho en rancho, de   —71→   chacra en chacra, durante tres días, recogiendo sólo datos vagos, contradictorios, que no tenían más utilidad que de conservar medio encendido el fuego de la esperanza.

Hasta que hilando todos estos datos, se acabó por convencer don Juan Valverde que, por la misma bendita casualidad que le había hecho cruzar el arroyo antes de la creciente, y rozar el alambrado sin embolsarse en él, su hacienda había pasado por la extremidad de las chacras, desviándose con el viento, cuando pasó del sur al sur este, sin pararse, y en momentos que, ni a palos, hubieran salido los habitantes de sus casas, por el frío, el agua y la noche; y que así debía haberse parado del otro lado del pueblo. Y siguiendo más al norte-oeste, empezó a encontrar desparramados en puntas, por las estanzuelas linderas del pueblo, los animales de su marca, y muchos de sus vecinos.

Volvió a los siete días, arreando como en triunfo, toda su hacienda recuperada, y trayendo a los conocidos noticias ciertas de Sus animales, en peligro de perderse, a diez leguas de la querencia, mientras que los amos y los capataces, con pretexto de campear, se quedaban tomando mate y bobeando en todos los ranchos de la vecindad.



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ArribaAbajo- XI -

Prendas de plata


Cerca del palenque, se oyó un retintín alegre que hizo levantar todas las cabezas agachadas en la taba, y salir de la pulpería a los gauchos en ella reunidos; y sólo fue después de una ligera cuerpeada de vacilación, que echaron todos a aclamar en bullicioso coro, y con un alboroto de teros, -con premiso de la gente-, que rodean a un perro, al amigo Ruperto Ramírez.

¿Y cómo lo hubieran conocido? acostumbrados a verlo pobre como las ratas, y, a veces, con los bastos pelados, sin poncho y sin tirador, de repente se les aparecía, todo chapeado en plata, como una Virgen milagrosa, o como dicen que anda Mandinga, cuando va cazando almas.

Al tranquito se venía, erguido en el oscuro, un grueso talero de plata, de punta en el muslo,   —73→   con la diestra extendida sobre la argolla, en actitud arrogante. Ni se dignaba siquiera bosquejar, entre la espesa barba negra, una sonrisa de complaciente agradecimiento por la ovación, y se dejaba admirar no más, sin dejar traslucir en lo mínimo, la íntima satisfacción de su orgullo.

Cubiertos de plata venían, tanto el caballo como el jinete. Un ancho pretal adornaba el pecho del animal; en el freno brillaban copas como platillos, y del mismo colgaba una pesada barbada que el oscuro sacudía sin cesar, no se sabe si con ganas de quitársela o para llamar la atención. La cabezada, las riendas, las estriberas, todo venía lleno de presillas y de argollas, y los pies finos y elegantemente calzados de don Ruperto, descansaban en unos estribos enormes de brasero, todo labrados, que dejaban boquiabiertos a los compañeros, extasiados ante semejante lujo.

Del tirador, todo estrellado de monedas, asomaba la empuñadura de plata del cuchillo, encerrado en rica vaina, y con tanta plata, al fin, cargaba don Ruperto, en sus aperos y en su traje, que bien se podía creer que lo mismo había hecho él con ese metal, que el rey Midas con el oro.

A las mil preguntas que le llovieron, al apearse,   —74→   curiosas, admirativas, envidiosas, irónicas, contestaba... sin contestar:

-«Sí; no; ¡claro! ¿quién sabe? ¡Tu madre!» dejando vagar las suposiciones, de lo más vil a lo más honroso, aunque, sin necesitar gran perspicacia, era fácil comprender que no debía ser herencia, no podía ser remuneración, ni era robo seguramente; y que sólo una inesperada vuelta de la rueda de la fortuna, podía haber hecho, en alguna partida de choclón o de monte, semejante milagro.

El caballo tan soberbiamente enjaezado, atado en el palenque, era como lunar entre la caterva de mancarrones mal ataviados, con cueritos haciendo las veces de sobrepuestos, bastos medio destripados, y caronas gastadas hasta faltarles el pedazo.

Los ojos del pulpero Fulanez habían quedado medio encandilados por el reflejo de tanto metal; pero pronto se repusieron, y sólo brilló en ellos un destello de codicia. Es que sabía la suerte que, tarde o temprano, suelen correr esas ingenuas y efímeras manifestaciones de lujo campestre, infantil superfluo de gente que nunca logra tener lo necesario, y que prefiere ostentar un cuchillo de plata sobre un chiripá roto, que tener un cuchillo de cabo sencillo, y ropa abrigada.

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Tenía él, en la trastienda, todo un cajón lleno de aperos de plata, de esas prendas extravagantes, productos del arte del platero, quien por un caballo atrozmente tallado, cabezudo y de patas cortas, destinado a hebilla de tirador, cobraba dos onzas de oro, y que, una vez empeñados por la cuarta parte de su valor intrínseco, por algún gaucho ávido de poder seguir jugando, raras veces volvían a ser recuperadas por su dueño Se fundían, y para realizarlos con la mayor ganancia posible, Fulanez los ponía en rifa; sino, los vendía al peso, a plateros que, de nuevo, los volvían también a fundir; pero en otros moldes, haciendo los adornos cada día más livianos, con más cobre cada día, para responder a la vez al prurito eternamente humano de lucirse, y al moderno anhelo de hacerlo con poco gasto.

No demoró mucho, por supuesto, ese día, don Ruperto Ramírez en pedir a Fulanez licencia para entrar a la trastienda y confesarse con él; la taba lo había desconocido, quizás por tan paquete, y como tenía poco dinero efectivo, había quedado pronto en seco, teniendo que acudir al manantial tentador y engañoso de los aperos de plata.

Fulanez, primero, hizo el que se echa atrás; no quería más prendas, dijo, ni chafalonía en su   —76→   casa; enseñó el famoso cajón; despreció hasta la exageración todo lo que era metal precioso; asegurando que aunque fueran onzas de oro, como las que solían llevar en el tirador los gauchos de antaño, no daría por ellas su buen papel de curso legal; y naturalmente menos, tratándose de un metal vulgar, como la plata, que, cada día, perdía en valor, sin contar que los plateros -agregaba- se habían hecho tan tramposos, que ya no podía uno fiarse de nada ni de nadie.

Tan abombado lo dejó a Ruperto con el discurso, tan desilusionado con toda su chafalonía, tan mareado, tan marchito y desarmado, que pudo entonces, con un puñado de pesos, desflorar a su gusto la fortunita del gaucho con sus ganchudas manos de pulpero. Pero también así, pudo Ruperto seguir haciendo guiñadas a la suerte, para tratar de hacerla volver. ¡En vano! por mucho dinero que tirara, la suerte lo dejó plantado, mereciendo ser tratada, una vez más, según la costumbre universal, de ingrata, y de muchas otras cosas, por no haber seguido colmándole con sus favores.

Cuando salió Ruperto de la pulpería, de noche cerrada, la luna, siempre juguetona, pudo, riéndose, sacar todavía algunas chispas de los restos del apero; pero el tirador había sido   —77→   despojado de sus mejores y más valiosas monedas; los pesados estribos de brasero, de plata maciza, quedaban empeñados en el cajón de Fulanez; y el oscuro, más liviano, galopaba, sin hacer sonar ningún pretal, ni necesitaba sacudir la cabeza, para librarse de la molesta barbada.

El amigo Ramírez, con las prendas que le habían quedado, pudo todavía, durante un tiempo, hacer regular figura en las reuniones de gauchos; pero nunca volvió, en toda su vida, a juntarse con la suerte, y acabó por volver a ser, y sigue siendo, el gaucho pobre como las ratas, de bastos pelados a medio destripar, sin poncho y sin tirador, que reparte entre la caña y la taba los pocos pesos que gana, y los que consigue, pechando.

Cedidas en pago, vendidas para comprar galleta, o empeñadas para alimentar la hoguera del juego, las prendas se desparramaron todas de una, de a dos, de a puntas, como, en el campo, hacienda que sale del rodeo. Y quedan apiladas en montones, como chafalonía sin valor, en los cajones de objetos empeñados de las pulperías, de donde irán al crisol, que si   —78→   bien devuelve el metal, guarda sepultado para siempre, con la linda costumbre del jaez suntuoso, lujo original de la pampa, un pedazo del alma criolla.

¡Adiós! retintín alegre de las hermosas prendas de plata, sacudidas por el corcel brioso. ¡Adiós! retintín alegre de antaño.



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ArribaAbajo- XII -

El pecado favorito


Cuando don Augusto Bouret vino a tomar posesión de sus dos suertes de estancia, adquiridas del Gobierno, convino con don Pedro Agüero, en testimonio de simpatía, que, en vez de pedirle el campo, como a los demás intrusos, le completaría la majada, como para hacer sociedad.

Don Pedro, cordobés aporteñado, cuyo rancho ocupaba desde hacía veinte años, la mejor loma del campo, apreció, como lo merecía, la excepción hecha a su favor, que le permitía quedar en la querencia, donde había vivido tantos años, con la finada su mujer, y donde dejaba correr despacio los días, cuidando, con sus dos hijos, las pocas ovejas que le había dejado lo que él llamaba la mala suerte.

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Por su lado, don Augusto, extranjero, nuevo en el oficio, sacaba de sus conversaciones con don Pedro, mil pequeños secretos de la vida del campo, aprendiendo a conocer las vivezas instintivas de los animales para defraudar la vigilancia del hombre, y los medios criollos de contrarrestarlas; el modo de hacer tal o cual trabajo, de salir airoso en sus tratos, y de evitar las trampas, frecuentes en los negocios de hacienda.

Se estableció la estancia, dejando independiente, aunque a poca distancia, el rancho de don Pedro, y todo andaba a las mil maravillas, sin que nada viniese a confirmar los augurios de los vecinos que habían anunciado tempestades, para cuando don Pedro, -decían, -«tomase su primera tranca.»

Y ¿cómo creer semejante cosa? si todo, en su conducta, era de tanta corrección que no podía haber, aseguraba don Augusto, otro gaucho en la Pampa, mejor educado, ni más instruido.

-«Sí, sí, contestaban los vecinos; cuando no está ebrio. Instruido y educado, lo es.» Y con cierto misterio, susurraban: -«Dicen que, en Córdoba, ha estudiado para fraile.»

Hospitalario y generoso con cualquier paisano que le viniera a pedir un servicio, don Pedro   —81→   inspiraba a todos cierto respeto como hombre bueno y de bien, que era, incapaz hasta de comer una oveja ajena extraviada en su majada. Su relativa superioridad, por benévola que fuese, no dejaba de dar lugar a cierta envidia, pronto disimulada con los ayes de lástima que todos concedían a los arrebatos locos de vicio que, de vez en cuando, venían a empañar sus excelentes cualidades.

-«V. verá, V. verá. ¡Es una lástima!»

El tiempo pasaba; don Pedro seguía cumpliendo regularmente con sus obligaciones; y cuando, por la mañana, después de haber atado en el palenque su caballo, bien rasqueteado y con la clin cuidadosamente tusada, se venía, caminando, al parecer, ligero, pero a pasitos tan cortos y menudos que su apuro era más ficticio que real, a saludar al patrón, con afectuosa humildad, su cara, de facciones distinguidas, realzadas por un cuadro de pelo negro ondulado y de barba toda rizada, recordaba estos hermosos tipos semíticos, cuya sumisa gravedad deja traslucir en los ojos, a la vez serios y risueños, cierto desprecio burlón para la humanidad en general, y para el interlocutor, en particular.

Su seriedad atenta, cuando le hablaba el amo, su política aprobación habitual de las   —82→   ideas del patrón, sólo restringida, a veces, por el sacramental y prudente: «V. es dueño,» que tan hondamente significa lo que quiere decir; los consejos, dados en forma de mera y modesta indicación, como quien no quiere la cosa, y con ese tacto peculiar del subalterno que no quiere parecer saber algo mejor que el superior; su comedimiento en ofrecerse para cualquier trabajo, todos sus modales hacían de este cordobés, barnizado sin acabar de pulir, un lunar entre el paisanaje porteño que le rodeaba, más activo, pero más rudo.

Es cierto que su ayuda era algo platónica, y cuando, viendo al patrón con una herramienta cualquiera en la mano, se le acercaba, diciendo: «Preste patrón,» y se la quitaba con gesto resoluto, como si fuera deshonra para él, dejar un momento que el patrón se cansara en trabajar, en su presencia, era generalmente puro ademán; ¡pero lo hacía tan bien y con tanta sinceridad aparente!

Seguramente, cuando joven, había sobresalido en todos los trabajos de campo; hoy, se contentaba con dar indicaciones a los muchachos para lo que era domar, o enlazar, o cualquier otro trabajo pesado; pero para un trabajo delicado, tenía fama merecida de hombre hábil, y si algún estanciero vecino quería que se le adiestrase   —83→   un caballo para la silla de la señora, o se le amanzase un petizo para los chicos, no buscaba sino a Pedro Agüero.

Tampoco había peligro de que Mandinga se llevase al padrillo hecho potro por él, cuando le había dibujado con la punta del cuchillo, en la faz interna de la cola, la señal de la Santa Cruz.

Fatalista, como los árabes a quienes se parecía, perdonaba a la suerte sus errores, pero no por esto dejaba de tratar de evitarlos, y como su mayor superstición era que todo trabajo hecho un sábado tenía que salir bien, poco a poco, llegaba a no trabajar más que el sábado... cuando no llovía, o que lo permitía el estado de la luna.

Y por el conjunto de sus cualidades y de sus defectos, resultaba para don Augusto, entre muy útil y casi inservible.

...Hasta que un día de viento norte muy feo, se oyeron en el puesto gritos desaforados, vociferaciones, insultos soeces: «a ese gringo que se le había venido a meter aquí, quién sabe con qué derecho;» y sonó un tiro de revólver, que fue a herir en el brazo al hijo mayor, quien había querido pedir al padre que se moderase.

Y, siguiendo la farra, volvió a la pulpería,   —84→   donde, con un tono chocante que contrastaba con su finura habitual, convidó a los concurrentes, hablando, con altanería sin par, de medir con cualquier facón su «capadora» y de castigar a rebencazos a esos cobardes, que lo miraban como zonzos, sin atreverse a decirle nada.

-«Y ¿por qué no le decían nada? ¡porqué bien sabían que él era gaucho! -¡Soy gaucho! repetía, soy gaucho!»

Lo que menos era, el pobre; pero no sólo lo sabían inofensivo, sino que pocos eran, en la vecindad, los que no habían tenido ocasión de ir a buscarlo a su casa, encontrándolo siempre dispuesto a venir, a cualquier hora, a cristianar algún recién nacido en peligro de muerte, o a rezar, en un velorio, las preces de los difuntos.

Al rato, le dio por cantar, y compró una guitarra; con ella, se fue para su casa, y de allí, mandó a su hijo menor a buscar otro porrón de ginebra.

Cuando volvió el chiquilín, le salió al encuentro, bamboléandose, emponchado, y desafinando a raja cincha con la guitara y con la voz; el mancarrón, un viejo servidor bichoco, se asustó y volteó al muchacho; don Pedro no vaciló, sacó la cuchilla, y degolló el caballo.

La vista de tanta sangre lo calmó; arrojó lejos de sí el arma; la guitarra fue a dar violentamente   —85→   contra el suelo, hendida, estertorosa, y don Pedro, dejándose caer en la cama, se durmió profundamente. ¡Pobre don Pedro Agüero!



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ArribaAbajo- XIII -

Capataces


«Patrón, le voy a tener que pedir licencia por algunos días, porque se ha vuelto a descomponer muy feo, Eulogia; la voy a tener que llevar al pueblito.

-¡Otra vez! ¡caramba! amigo; y tanto que tenemos que hacer con la hacienda, en estos días. ¡Qué broma!

-¿Qué le vamos a hacer? patrón.

-Bueno, mire, Santiago, aprecio mucho sus servicios; pero necesito un capataz que no me deje el establecimiento, a cada rato. Me voy a tener que arreglar con Benito, hasta que sus circunstancias le permitan estar más fijo en la estancia.

-Como le parezca, patrón.

-Siento mucho, créalo, pero...

-¡Paciencia!»

  —87→  

Y el pobre Santiago, muy buen capataz, pero casado con una mujer que necesitaba más cuidado que el mismo padrillo del galpón, tuvo que dejar su ambicionado puesto a otro que tenía la suerte de ser soltero.

-«¡Al diablo! con la china, iba renegando el patrón; ¿por qué no morirá de una vez?»

Es que encontrar un capataz bueno no es cosa de todos los días.

¡Benito!... Benito, claro, no era mal muchacho; pero no tenía, ni lejos, la formalidad de Santiago. Conocía muy bien la hacienda y el campo de la estancia, y era lo más apto y lo más guapo para todos los trabajos de a caballo; pero ¿quién sabe si tendría esa asiduidad, esa constancia en el cuidado, que debe tener el capataz, para evitar las pérdidas, de que siempre, en campo abierto, está amenazado el estanciero, en mil formas?

Benito entró en funciones; y como escoba nueva que era, empezó a barrer de lo lindo. Había que hacer varios trabajos de hierra y apartes, y en todos ellos, se lució de veras, no sólo con su trabajo personal, que por lo limpio, correcto y sereno, podía servir de modelo, sino que para manejar a los peones y dirigir la faena, se desempeñó con tino y habilidad.

Pero cuando ya sólo se trató de cuidar, de la   —88→   escoba, pronto no quedó más que el palo. Un día, las bebederas estuvieron sin agua; otro día, faltó una punta de hacienda en el rodeo; una manada ajena iba tomando querencia en el campo; había habido dos quemazones seguiditas, y así, varias otras cosas que al patrón pronto le fastidiaron. Y a Benito, lo reemplazó Timoteo.

¡Amigo! ese sí que cuidaba bien. No les dejaba descanso a los peones; tan bien que todos los que se habían conchabado con sus tropillas, se fueron retirando, poco a poco. ¿Qué le importaba a Timoteo? Los caballos de la estancia estaban gordos y descansados, y tomó peones sin tropillas. ¡Y péguele a los mancarrones! las recogidas a galope tendido, los repuntes a todo correr, y si alguna hacienda ajena se atrevía a pisar el campo, se le hacía una conducción como ventarrón, hasta lejos, en el campo de su dueño, para enseñarles a los vecinos que ahí, se cuidaban los intereses.

Pero cuando apretaron las heladas y mermó el pasto, empezaron a aflojar los fletes, y a entrar en el campo, como en su casa, las haciendas ajenas. Timoteo se disgustó, porque no había caballos; el patrón se disgustó, porque Timoteo se los había puesto a la miseria; y entró de capataz Anselmo, gaucho viejo, juicioso y sujeto   —89→   por la edad, -cuyo principal empeño fue de cuidar mucho los caballos y... la cocina.

Duró poco; pero capataces, al fin, siempre se encuentran, y Macedonio se ofreció. Lo probaron. Tenía muy buenas cualidades: activo, vigilante, muy de a caballo, muy de campo; lo que sí, se lo pasaba chacoteando con los peones, y estos, naturalmente, le obedecían mal.

Es peliagudo el papel de capataz. El capataz no es más que un peón a quien da el patrón autoridad sobre los demás peones; de modo que estos le tienen envidia y no pierden ocasión de hacerlo retar. Si, por orden del patrón, manda el capataz a los peones de recoger la hacienda ligero, la corren de tal modo que caballos y vacas llegan al rodeo fatigados, y el capataz tiene que oír rezongos. Si la deben traer despacio, a las horas, aparecen en el horizonte, trayendo puntitas al tranco, como si temieran de levantar tierra, y el patrón, impaciente, le pregunta al capataz si sus peones andan a pie. Si es malo, los vecinos lo critican; si es bueno, lo aprovechan. Los peones se le van, si los aprieta; y si no, engordan, muy descansados. Descubrir e inutilizar los armadijos que, sigilosamente, tienden todos por su camino, para hacerlo rodar, no es pequeño trabajo. Cuidar asiduamente, de día y de noche, intereses ajenos, más que si fueran   —90→   propios; cuidarlos hasta en pequeños detalles que el mismo patrón, muchas veces, ignora; tener la responsabilidad de faltas propias y ajenas, con bien poca esperanza de ver premiados sus esfuerzos; saber hacerse obedecer por sus pares, sin haber sido elegido por ellos, y sin tener que acudir al patrón que, pronto, se cansaría de ser molestado; afrentar odios, desvirtuar vivezas de todo género, rechazar provocaciones, sin permitir que lo puedan tachar de cobarde; ser inaccesible a las tentaciones que lo rodean, como a cualquier cristiano, en esta Pampa de Dios: carreras emocionantes y taba fascinadora, vino seco que parece oro cuando reluce en el vaso, o caña que parece fuego, cuando corre en las venas: es mucho pedir a un hombre.

Por esto es que, después de Macedonio, también tuvo que renunciar Florentino, demasiado tonto para entender una orden y por consiguiente para hacerla ejecutar, y un santiagueño, cuya manía era rodearse de huéspedes, como si la estancia hubiera sido de él. Pero, como un capataz siempre mete en estos mundos, algo más bulla que un simple peón, y que lo que quiere el hombre, mientras vive, es meter un poco más bulla que el vecino, y hacer en la superficie, antes de desaparecer, algunas ondas   —91→   más que el otro, no faltó quien le reemplazara. Hasta que empuñó el arreador del mando don Juan Bautista Larray, hijo de vasco, pero criollo como él solo, y dotado de todas las cualidades requeridas.

¿Quién no comprenderá que un hombre tan perfecto, no podía dejar de hacer entender pronto al patrón que casi no se le necesitaba, y que el patrón lo despidió, ni más ni menos que Dios a los ángeles rebeldes?



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ArribaAbajo- XIV -

Hogar criollo


Doña Baldomera es la mujer de don Anacleto; no se sabe de cierto si esposa por la iglesia o simple compañera, pero viven juntos y tienen familia numerosa. Tienen hijos de todas edades, desde el hombrecito cuyos labios empiezan a criar vello, hasta la criatura cuyo pudor no exige todavía más que una camisita, y que se siguen de año en año, con una regularidad de majada estacionada.

Sólo los más chicos son hijos de don Anacleto; los mayores lo son de su antecesor, pues doña Baldomera ha sido... casada varias veces; casamientos sin anotar, la contabilidad del registro parroquial o la del registro civil siendo algo inoficiosa, donde no hay bienes. La procreación, sola, no necesita tanta prolijidad, y   —93→   la ley divina: «Multiplicad», no habla de apuntes.

La Pampa es grande, hay holgura; crezca el rebaño, que después, lo contaremos.

Y doña Baldomera, cuando se juntó con don Anacleto, sólo trajo a la comunidad algunas lecheritas, un lote de gallinas y otro de entenados; y también algo como un embrión de esas cualidades caseras que de toda mujer hacen, y de la misma paisana criolla, podrían hacer, cultivadas, el alma del hogar.

Sentada en un cajoncito vacío de kerosene, doña Baldomera, vestal un poco marchita, con una tira de percal, rasgada de un vestido viejo, envuelve un pedazo de sebo; dispone con arte en el suelo, un montoncito medio suelto de fragmentos de leña de oveja, bien seca, y pronto se llena la cocina de espeso humo, con olor a grasa derretida y a amoniaco caliente, incienso digno del altar.

Mientras empieza a calentarse el agua, doña Baldomera, sacerdotisa también de la batea, se va, bajo la escasa sombra del sauce raquítico, único árbol que exista alrededor de la vivienda,   —94→   a enjabonar un lote de ropa que tenía preparado.

Ha empezado a salir, hormigueando, gente de la casa. Uno de los hijos, saltando en el caballo que ha dormido atado en el patio, fue a traer la manada de caballos.

El padre está en la cocina, tomando mate y vigilando la preparación del churrasco jugoso que chisporrotea en la ceniza y le hace agua a la boca. Y sale la chorrera de muchachos y niñas, grandes y chicos, poco vestidos los mayores, medio desnudos los más chicos, que van en busca de la madre, refregándose los ojos, cayéndose, llorando, peleando, hambrientos, sucios.

En los dos cuartos del rancho, de donde sale toda esa carne humana, hay poca luz, porque las ventanas son pequeñas, y poco espacio, no porque haya muchos muebles, sino, porque nada está en su lugar; los muebles, fuera de una cama grande de fierro y de media docena de catres, son todos cajones: cajones chicos para sentarse; cajones pegados en la pared para servir de armarios, un cajón grande para las huascas y la ropa de abrigo; cajones viejos de tienda o de conservas, comprados en la pulpería. También hay, en un pie de fierro medio descuajaringado, una palangana enlozada, bastante   —95→   averiada, que cada miembro de la familia, cuando se le ocurre lavarse, lleva cerca del pozo, para hacer sus abluciones.

En la mesa grande de la cocina, podría comer toda la familia, pero generalmente come cada uno donde quiere, sentado, parado, en cuclillas. Y los dos únicos muebles de verdadero lujo que haya en toda la casa, son un sillón viejo de mimbre, donde generalmente se sienta la señora para coser, y una cómoda para guardar la ropa blanca de las mujeres y soportar la imagen de San Ramón Nonato, con una vela prendida.

¡Coser!... Poco cose doña Baldomera.

Cose tan mal y tan penosamente, que la aguja es para ella, más pesada que la tijera de esquilar.

Y por esto es que los pequeños andan medio desnudos y los grandes tan mal entrazados, ataviados con los productos mezquinos y caros de la industria que, para bochorno de sus protectores, se llama nacional.

De ropa casera, poca provisión tiene doña Baldomera: los muchachos duermen en sus recados; cada catre es un revoltijo de ponchos usados y de pedazos de frazadas viejas que no da lugar a tender sábanas; la mesa de comer no precisa mantel, ya que nunca se sienta la familia al rededor de ella, y con media docena de toallas, está montada la casa.

  —96→  

Pero, si poco sabe coser doña Baldomera y si, en vez de perder el tiempo en componer los trapos usados, prefiere rajarlos para hacer mechas, por lo menos, ¿sabrá cocinar? -¡Cómo no! y de hachar la carne en pedazos, lavarla y tirarla en el agua de la olla, con arroz y sal; de hacer, en una palabra, el puchero, o de confeccionar el sabroso asado al asador, entiende como ninguna.

-«Deben estar muy bien estos extranjeros que han arrendado el otro puesto,» dijo doña Baldomera a su esposo al volver de una visita. «Vieras como están de bien instalados Y lo bien que viven. En la cocina hay un fogón alto y una cantidad de fuentes y cacerolas todas brillantes, colgadas en la pared; esta, por supuesto, blanqueada. En los cuartos, muchos mueblecitos bien arreglados, con coco punzó; las camas, todas bien tendidas, con sus buenas frazadas; un ropero repleto de ropa blanca, nada más que para los usos caseros, y un gran baúl lleno de ropa, para los muchachos.

«Doña María tiene máquina de coser, y ella misma corta y cose todo, que es una maravilla.»

«¡Y cómo se come bien allá, Anacleto! Un   —97→   puchero no más, una tortilla, y arroz con leche; pero una cantidad de verduras de todas clases, manteca, crema, que sé yo; un almuerzo, pero en regla, en una mesa bien puesta, con su mantel planchado, que daba apetito con sólo verlo.

«Deben estar muy bien estos extranjeros.»

Doña Baldomera exageraba; estos extranjeros ocupaban un puesto igual al de ella, pagaban el mismo arrendamiento; tenían, como don Anacleto, una majada, algunas vacas y bastantes hijos, y compraban también en la pulpería cajones vacíos para hacer muebles.

Lo que sí es cierto, habían aprendido, desde chicos, a nunca quedar ociosos, y trataban de que sus hijos hicieran lo mismo, enseñándoles a hacer uso constante de sus diez dedos.



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ArribaAbajo- XV -

El pan y la sal


La invasión del crepúsculo parecía ahuyentar de la superficie de la tierra todo lo que, momentos antes, resaltaba, tan netamente recortado. Los animales, aunque siguiesen paciendo donde los había dejado, el último rayo del sol, aparentaban haberse alejado una legua: y para alcanzar a divisar en el horizonte, un rancho, achicado de repente, como si se hubiera hundido, era preciso agacharse casi hasta el suelo, y abrir tamaños ojos.

Una tristeza infinita se extendía, con la noche, sobre la llanura; el mismo viento callaba, y todo, sepultándose en un silencio color de tinieblas, parecía borrarse paulatinamente de la vida.

Don Martín había rodeado su majada, desensillado   —99→   su caballo, y lo había atado con maneador largo, para que pudiera comer algo, durante la noche. Su rancho, habitación provisoria de pastor errante y sin familia, era de adobe crudo, angosto y bajo, cubierto con algunas chapas de fierro de canaleta, y le servía de cocina, de comedor y de dormitorio. Entró en él, prendió un candil de sebo, y empezó a arreglar, en el medio de la pieza, el fuego para cocinar su pobre puchero de solitario y hacer hervir el agua del mate.

Como no encerraba nunca la majada, le faltaba hasta la provisión de leña de oveja, y tenía que hacer fuego con unas anchas bostas de vaca, bien secas, que juntaba en el campo, y de las cuales acababa de traer una gran bolsa llena. Prendido el fuego, colocó en él la olla, provista ya de los elementos del puchero, que debía constituir su frugal cena, se sentó en una cabeza de potro, cargó el pito, rascó el mate, lo llenó de yerba, y esperó que cantase la pava. Un gran perro se estiró a su ado, mirando también la llama.

Así, solo, perdido en la Pampa, pasaba semanas enteras, sin ver alma viviente, meses sin saber nada del resto del mundo, y sin que supiera nada de él, nadie.

De repente, el perro levantó la cabeza, paró   —100→   la oreja, salió del rancho, y empezó a ladrar con fuerza. Don Martín se levantó, y, agachándose en el umbral de la puerta, trató de penetrar la obscuridad, densa ya, de la noche.

Un jinete se venía acercando.

Al cabo de un rato, cerca ya del palenque, se paró y pronunció la frase sacramental: «Ave María,» a la cual contestó don Martín, sin vacilar:

-«Sin pecado concebida. Bájese si gusta,» haciendo, al mismo tiempo, callar el perro.

El jinete se apeó; ató el caballo al palenque, y entró con don Martín en la pieza.

El hombre, un gaucho pobremente vestido, con la cabeza muy envuelta en un pañuelo de algodón, que, con el sombrero gacho, disimulaba parte de sus facciones, dejando sólo brillar dos ojos pequeños y centelleantes, tenía, en conjunto, cara tan poco simpática, que don Martín, al momento, se acordó que, en los días pasados había vendido quinientos capones, y que se los habían pagado en la puerta del corral, con ur dinero que justamente, tenía, en el tirador.

Pero fue sólo cosa de un rato. Don Martín concedió al forastero licencia para desensillar pensando que al fin, con cuidarse un poco, un hombre vale otro hombre. También puede ser que se resistiera su mente generosa de montañés   —101→   pirineo a discutir, siquiera, la religión innata de la hospitalidad.

Le alcanzó el mate, y siguiendo él los preparativos de la cena, se fue a un rincón de la habitación, a sacar del cajón, la sal, envuelta en un papel de estraza, y de una bolsa, cuatro galletas, ese pan rústico: el pan y la sal, sagrados emblemas de la hospitalidad antigua.

En ese momento, sonó el estridente grito de la lechuza, al cual don Martín no hizo caso, mientras pasaba un relámpago en los ojos del gaucho. Otro grito igual se hizo oír, un rato después, y este se estremeció.

Don Martín, incauto ya, seguía su trabajo de huésped atento, y, en el momento que se inclinaba para agregar para el forastero, una presa a la olla, rápido, se levantó éste -el huésped infame-, y, de un bolazo en la cabeza, volteó al pobre vasco. Este pudo todavía, aunque aturdido por el golpe, desnudar la cuchilla y acometer a su vil agresor; pero se encontró frente a dos más, emponchados, de cara tiznada, quienes, después de corta lucha, dieron con él en el suelo, acribillándolo a tajos.

Revolvieron el cajón, el catre; desataron el tirador de la cintura del cadáver, y apoderándose de su contenido, se lo repartieron entre risas. Entre risas, se comieron el puchero y   —102→   arrastrando el cuerpo de su víctima hasta el pozo, entre risas, lo tiraron en él, de cabeza. Y burlándose de los aullidos del perro, que acostumbrado a cazar los pequeños bichos del campo, nunca había visto fieras, y no se atrevía a acercarse, montaron a caballo; y, cortando a tientas, en la obscuridad, todo lo que, de la majada, podía caminar ligero, se internaron, arreando su botín, en los espesos y desiertos fachinales de la Pampa.

A los cinco días, pasó de allí un vecino, -vecino de a cuatro leguas-, y bajándose, entró a saludar a su amigo, don Martín. Pronto se dio cuenta de lo ocurrido; las pocas ovejas que quedaban, desparramadas; el caballo atado a soga, que no habían querido llevarse los malhechores, para no ser vendidos por la marca, quizás, y muerto de sed y de hambre; el perro, vagando, aullando tristemente y resistiéndose a acudir a su llamada; el tirador vacío, en el suelo; el revoltijo de cosas en el rancho, y por fin, una alpargata que, desprendida, había quedado en la orilla del pozo y le sirvió de indicio para adivinar que ahí era la tumba del pobre.

No extrañes ahora, viajero, si alguna vez, a   —103→   las horas del crepúsculo, al acercarte a un palenque para pedir hospitalidad, oyes a la mujer temblorosa insinuar al marido:

«¡Por Dios! Decile que no se puede, que no tenemos comodidades.»



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ArribaAbajo- XVI -

Manchas en el horizonte


La Pampa es como el mar, siempre igual y siempre diversa.

La vela de un bote de pesca, un soplo que riza las olas, o el viento que las agita, la tenue faja de humo del vapor que se aleja, un rayo de sol, la nube que pasa, bastan para hacer del mismo paisaje marítimo, cuadros distintos.

Y en la Pampa, sucede lo mismo, sino en mayor grado todavía.

¿Se parece el alba de un hermoso día de otoño al alba invernal gris y triste? ¿Habrá los mismos tintes en el cielo y en la tierra, en una fresca tarde de primavera y en una mañana de verano? ¿Dominarán los mismos matices durante las horas abrumadoras de la siesta, y cuando las brisas de la tarde hayan refrescado, la atmósfera?

  —105→  

¡De cuántos colores deberá recargar su paleta, el pintor atrevido que quiera dar una idea de las mil formas y aspectos en que se combinan, se deshacen, se estiran y se vuelven a amontonar las nubes blancas, coloradas, negras y doradas que cruzan a todo correr, o encapotan lentamente el cielo de la Pampa!

Y no solamente la hora del día y la estación influirán en cada pincelada que tenga que dar el artista; que no deje la obra a medio hacer, si no tiene muy desarrollada la memoria de los colores; pues la majada que, por la mañana de un día sereno, extendida en el cañadón, le habrá parecido compuesta de animales pequeños y grises, a medio día, si el viento ha traído nubes, estará paciendo en un suelo negro, y serán todas ovejas corpulentas, de un blanco de nieve.

El rodeo de vacas mestizas, de todos colores, que, bajo los rayos del sol matutino, casi resplandecía, lustroso, al bajar en largas hileras, de la loma verde, hasta la laguna de azul profundo, se ha vuelto rodeo de puras barrosas, que toman agua color plomo, al pie de una loma negruzca.

Y así, de todo.

¿Esta será la laguna que hemos visto ayer, tendida entre sus barranquitas de arena, como   —106→   un espejo azul en un marco de oro, con flamencos rosados, pintados en la orilla? ¡no puede ser! -Y así es.

El agua, hoy, en olitas agitadas por un viento frío, salpica sus barrancas con espuma de rabia. Se ha vuelto verde, de un verde de sapo enojado que no puede sufrir que se luzcan cerca de él, pájaros hermosos y de brillante plumaje. ¿Y aquel monte allá, tan grande y cercano, qué es? no estaba ayer. Sí, estaba; pero, perdido entre los vapores que, con el calor, subían de la tierra, parecía pequeño y lejano; era gris-celeste como un sueño de amor, hoy es verdinegro como una pesadilla.

¡Monótona, la Pampa! ¡qué haya gente que así lo diga! lo han oído decir, sin haberla visto nunca.

El viento sopla, y en el horizonte, de repente, se levanta rápida, más y más, una columna que corre, ancha en la cima, delgada en el pie, remolineando como loca, hasta que de golpe, se acabó, murió, cayó, se deshizo: fantasma de tierra, ciclón en miniatura, bailarín jocoso, que se divierte en tirar polvo a las ovejas, haciéndolas disparar, perseguidas por una bola liviana de paja voladora. ¡Qué susto!

El horizonte, apenas quebrado en lontananza, por algunas lomas, esta dormido, muerto. Parece   —107→   que no hay, ni puede haber nada, detrás de esa barrera; y en pocos momentos, sale, se eleva, crece, una gran nube de humo, liviana como gasa, que apenas atenúa el zafiro obscuro del cielo, o espesa bastante para tapar los rayos del sol y hacer, del disco de oro, un disco de sangre.

Y en días de calor, a medida que va tomando fuerza el sol, aparece en el horizonte la hermosa visión de montes y lagunas inmensas que hacen soñar con paraísos terrestres; paraísos bien imaginarios por cierto, simple figura, agrandada por los vapores transparentes que simulan el cristal del agua, de dos álamos y de tres sauces, miserable adorno de algún rancho lejano, cocido en seco por un sol rabioso.

No faltan tampoco manchas siniestras, en el horizonte pampeano, y de vez en cuando, oprime de veras el corazón del hacendado, la silenciosa amenaza del sol, colorado como fuego, que parece aplastarse en el globo terrestre, para quemarlo, más bien que desaparecer detrás de él. Y también, para divertirse, suele salir la luna misteriosa, en el silencio incipiente de la noche, enorme, roja, disfrazada de incendio, para infundir, con esa travesura, a los gauchos rodeados en torno de la cena, un súbito terror;   —108→   terror pasajero, que pronto disipa la luz benévola y blanquecina del astro sonriente.

Es que, en la soledad, siempre ayuda la imaginación para hacer de cualquier cosa motivo de curiosidad, o presagio de temibles acontecimientos.

Cuando en 80, en el sur, empezaban a juntar gente para la revolución, sucedió que un día, relucieron en el horizonte, relámpagos de acero; y no eran un sable, ni dos sables; una punta de gente debía ser, y seguramente, bien armada; alguna vanguardia de cuerpo de ejército, por lo menos, y lo que más imponía, era que se venía acercando despacio, con la serenidad de la fuerza que se sabe invencible.

De todos los ranchos, empezaron a disparar, en sus parejeros, los hombres válidos, dejando para más tarde de averiguar de qué partido era, y si llevaba gente de la guardia nacional para defender al gobierno o para sostener la revolución; hasta que, pasado el susto, se supo que eran quince napolitanos armados de palas, que al tranco, porque no sabían galopar, iban a una estancia a destruir las vizcachas.

El jinete que cruza, el arreo que levanta una nube de polvo, la tropa de carros o de carretas que, despacio, va deshilando el camino interminable, que tanto serpea por la Pampa que   —109→   parece haber perdido el rumbo; los médanos que polvorean a lo lejos, amarillentos; la humareda que se eleva, la loma que verdea, la laguna que resplandece, el espejismo que relumbra, los rebaños que pacen, todo es espectáculo, para quien quiere ver.

-«Siéntese, amigo, tome un mate y mire; que contemplar también es vivir.

¿No ve allá esas manchas verdes, color de esperanza, tan extensas y tan alegres? Son tablones de alfalfa, manchas que no engañan, estas, pues no son espejismos fugaces; es la inagotable fuente de la abundancia futura.

¿Y aquellos edificios que, como torres y castillos, pueblan el horizonte, quebrando su línea recta con sus ingentes moles macizas? Hace poco todavía, la Pampa los ignoraba; son baluartes nuevos, inexpugnables, contra el hambre mundial; son parvas de trigo argentino.»



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ArribaAbajo- XVII -

El agrimensor


Se ha juntado la comitiva al pie de un mojón que viene a ser el esquinero de tres campos, lo que facilita la tarea. El estanciero, cuyo campo se va a mensurar, no tiene todavía mayor lujo en el establecimiento: un rancho primitivo y un galpón con techo de paja, son las únicas poblaciones que, hasta entonces, haya querido hacer; pero ha podido poner a disposición del agrimensor un carricoche a toda prueba, capaz de resistir los más terribles socotrocos, entre las cortaderas quemadas.

El mojón solitario, un riel fuera de uso, acostumbrado desde varios años a no recibir más visitas que las interesadas de las aves de rapiña, que sentadas en su punta, espían silenciosamente la presa que les pueda reservar la casualidad, y   —111→   de las vacas que, regalonas, y sin nunca darle las gracias, se refriegan voluptuosamente las paletas y el pescuezo en sus filos romos, ve con cierta sorpresa, juntarse tanta gente alrededor suyo. Se acuerda que así fue, cuando lo plantaron.

Ahí están los vecinos, llamados oficialmente a presenciar la operación, para que hagan en forma las protestas que de ella puedan surgir. Más que todo, es, para ellos, ocasión de pasar el día juntos, en agradable charla, de conocer mejor por donde pasa la línea exacta de cada campo, de recorrer los mojones ya colocados y de ver plantar los nuevos.

El agrimensor, después de las presentaciones, dispone su teodolito, estudia el horizonte, toma algunos apuntes, hace cálculos, traza en su cartera pequeños signos cabalísticos, mira con atención en el anteojo, da vuelta a los tornillos, los baja, los sube, vuelve a escribir, todo en medio del más respetuoso silencio, interrumpido a ratos por los gritos de un chimango, que trata de hacer notar a esa gente que tarda mucho en devolverle su asiento.

El hombre, entregado a una tarea práctica de ciencia, por modesto que sea, siempre parece pontificar un poco, rodeado de gente ignorante que lo mira y forzosamente extraña que gestos   —112→   que no entiende, puedan resultar útiles. El dueño del campo, arrobado en la contemplación de estos preliminares, algo solemnes para él, que los costea, queda ahí, de pie, inmóvil, las manos cruzadas, teniendo del cabestro el caballo, como esperando órdenes, la fisonomía seria, las cejas fruncidas, la boca hecha geta, y los ojos como adormecidos por la misma acuidad del interés con que los contempla, sin entender. Por fin, el agrimensor dispone que salgan peones a fijar la línea que va a recorrer él con la cadena, y tres o cuatro de ellos disparan a galope tendido, en la dirección que se les indica. Entre las quebraduras del terreno, desaparecen a ratos, y vuelven a aparecer; se destacan sus siluetas, en la punta de algún médano, dando al campo una animación inusitada; y basta para romper la monotonía del cielo azul intenso y realzar el tinte verdoso de la pradera, la alegre nota colorada de las banderitas punzó que corren. Colocados en su lugar los jalones, empieza el largo y fastidioso trabajo de la cadena y la colocación de los mojones.

La ubicación de estos no deja, en ciertos casos, de ser harto delicada. En las regiones desiertas, el agrimensor que primero mide, coloca sus mojones sin más control que sus propios cálculos, basados en indicaciones geográficas algo vagas   —113→   y, a veces, en datos oficiales más vagos todavía, y su mensura, correcta o no, una vez oficialmente aprobada, será, durante muchos años, artículo de fe, y como tal, base tanto más inquebrantable de todas las que sigan, cuanto más errónea sea.

El mojón, oficialmente colocado, estaquita de madera blanca, con chapa de lata numerada, que se pudre y se pierde, o poste de ñandubay, con que los boleadores hacen fuego, o simple hoyo en la tierra, que las vacas y el viento vuelven a tapar, tendrá que ser respetado, si se encuentra, aunque esté equivocado su sitio, como si hubiera sido realmente puesto y consagrado por el mismo dios Término. Y si, por un descuido del agrimensor, ha sido ligeramente torcida la línea, quitándole al vecino algunas hectáreas, se quedará, no más, sin ellas, el vecino, fuera de que quiera meterse en inacabable pleito, lo que sólo sería admisible en caso de que la casualidad quisiera que cayese, ahí mismo, una estación importante de ferrocarril, embrión de alguna ciudad futura.

No se vaya el perjudicado a indignar demasiado por los errores; fácilmente se explican, y es de extrañar que no hayan sido más frecuentes, sabiendo en qué clase de títulos de propiedad se tenían que apoyar los pilotos   —114→   marinos, únicos agrimensores de antaño, para hacer sus mensuras. La fórmula: «media legua de frente al arroyo tal, por legua y media de fondo,» hubiera sido de relativa claridad, de no haber sido, a veces, otorgada a favor de muchísimas más personas de lo que tenía el arroyo aludido, de medias leguas de frente; pero se solía complicar el asunto, cuando, con este tono de majestuosa brutalidad de conquistador, en que están empapadas las leyes de Indias, agregaba el título: «hasta que topare con quien topare.» ¡De qué fondo lo podía armar al favorecido con semejante título, un agrimensor de buena voluntad!

Particularmente en el norte de la Provincia de Buenos Aires, algunas mensuras han sido de extrema dificultad, y se comprende que después de haber medido quince leguas cuadradas, comprendidas entre cuarenta y dos costados, unos de varios kilómetros, otros de pocos metros, temblase el agrimensor, al sacar el último ángulo, que le debía dar la comprobación final de la exactitud del resultado.

Era, por lo demás, puro amor propio de profesional, pues el valor de aquellos campos era entonces tan nimio ¡mil pesos papel la legua! (ahora, medio siglo después, vale medio millón de pesos nacionales;) a pesar de que,   —115→   el comprador se había hecho tratar de loco por sus amigos.

Hoy, abundan las mensuras pequeñas, de áreas cada vez más diminutas, por particiones de herencias, división de colonias, etc., pero tampoco faltan las de centenares de leguas, por cuenta del Gobierno Nacional, bajo los climas más diversos, donde tiene amplio campo el agrimensor moderno, para probar que no desmerece de sus antepasados, y que lo mismo sabe soportar los ardores del sol tropical y los mosquitos del Chaco, como las nevadas de la Cordillera, los fríos y los ventarrones de la pampa patagónica.

Sus instrumentos serán perfeccionados, algo más completos sus medios de acción y más confortable su indumentaria; no necesitará salir en coche, de la misma capital, para ir a treinta leguas, por caminos deshechos, para cualquier mensura; pero si el tren, descansadamente, lo lleva a mil quinientos kilómetros de la ciudad, no por esto deja de tener que hacer, por caminos que no existen, travesías peligrosas por la falta le todo recurso, principalmente de agua, durante decenas de leguas, a veces. Hay mucho paño todavía en que cortar, y colocación para muchos miles de los mojones de fierro en forma de tubo, que hoy se emplean, porque son   —116→   livianos y resistentes, y que no pueden servir de combustible.

Lo mismo que antes, poco se enriquece el agrimensor con su oficio; pero lo mismo que antes, si quiere y puede colocar dinero en campos, está, más que nadie, en condiciones de no equivocarse sobre la calidad de lo que compre, pues nada enseña a conocer lo que es tierra, como el pisarla con el pie, durante leguas y leguas, resbalando, paso a paso, sobre las mil clases de pastos que cubren las diferentes comarcas de la República.

De cualquier modo, tiene que ser rica en recuerdos, la memoria del agrimensor, pues el que no ha tenido alguna ocasión de morirse de sed, de hambre o de frío, no puede decir que haya hecho mensura de cuenta.

En otros tiempos, también tenían que contar con los indios; pues, a pesar de la reserva prudente, en que los hubiera podido, por un momento, detener, la creencia de que el teodolito era un cañón, y lanzas, las cañas con banderitas, estos eran un verdadero y terrible peligro.

Seguir la cadena durante año y medio, plantando estacas y colocando mojones, para repartir en lotes de cuatro, cuatrocientas leguas en el Chaco, sin poder hacer más que un kilómetro   —117→   por día, en término medio, por tener que abrir casi constantemente, picadas entre fachinales y montes, o cruzar terrenos pantanosos, cocido por el sol y devorado por la sabandija, representa, sin duda, una empresa más costosa y trabajosa que agradable.

Y tiene el agrimensor, a pesar de la suma respetable recibida para semejante trabajo, que medirla bien y no perder tiempo, una vez en el terreno, si quiere que algo le quede para su trabajo personal, pues es fácil figurarse lo que tendrá que invertir en medios de transporte, en elementos de trabajo, en peones y en mantención, durante tanto tiempo, y en semejantes regiones.

No le faltarán, es cierto, compensaciones de orden pintoresco, ni momentos sensacionales, capaces de dejarle inolvidables recuerdos, por ejemplo, el instante feliz en que después de sufrir de la sed, durante dos días enteros, divisarán los peones un charquito de agua límpida y transparente, en la cual, en medio de aclamaciones de loca alegría, echarán, antes que se haya podido contener el ímpetu de esa gente entusiasta, toda la tropilla, para que tome agua. Y cuando el agrimensor que viene por detrás, en una volantita, llega, él también, con terribles ganas de beber, no tiene más   —118→   remedio que renegar con los estúpidos, y contentarse con el agua atrozmente removida, enturbiada y conculcada por toda la caballada, filtrada, Dios sabe como, en pañuelos.

Pero, tendrá a veces, después de andar todo el día, sin haber encontrado nada que comer, la suerte de que le regalen en algún puesto, donde justamente se acabó la carne, una sandía o dos, para él y su gente, ¿y de qué se quejaría, teniendo postre?

¡Que pene, que pene! mientras está joven y fuerte. Le llegará el día de poder, sin más trabajo que autorizar con su firma mensuras ajenas, ganar más plata en un mes, que antes, en un año, sufriendo mil penurias; lo mismo, al fin y al cabo, que en tantos oficios, en los cuales gana poco el que hace, y mucho el que dirige.

¿Y no valdrá nada acaso el goce del recuerdo? El recuerdo de la dicha, muchas veces, es un dolor; pero el de los sufrimientos materiales valientemente soportados, en la juventud, es el consuelo de la vejez impotente, el rayo de luz que matiza de alegría las tristezas del invierno de la vida.



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ArribaAbajo- XVIII -

El agregado


El mayordomo de «Laguna Honda» continuamente lo retaba a don Pedro Linares, porque admitía agregados en su puesto, asegurándole que, el día menos pensado, iba a quedar comprometido por esa gente dañina, en sus intereses o en su familia. En vano: no podía don Pedro decidirse a cerrar la puerta de su pobre rancho al paisano que le pedía hospitalidad; y ni siquiera le preguntaba de donde venía, ni adonde iba, sabedor, como lo era, de que todos venían de todas partes y no iban a ninguna.

A todos les daba licencia, previniéndoles, -eso sí- que el día siguiente, se tenían que ir. Uno que otro acataba la indicación; pero muchos, con algún pretexto, sabían dejar pasar los días, sin que Linares, mientras no asomaba   —120→   por allí el mayordomo, tuviera el valor de renunciar a lo que le parecía, más que un deber, noble prerrogativa de la pobreza: ayudar a más pobre que sí. Se sentía orgulloso, cuando algún desconocido le venía a decir, con toda ingenuidad: «Don Pedro, me encuentro fregado; y he pensado en Vd. -Gracias, amigo, contestaba él. Bájese y desensille.»

Y no era poca tarea, pues había cundido, entre la gente vaga, su fama de hombre bueno, y le sobraban clientes. No faltan vagos en la Pampa...

Hay estancias en formación, hay tropas que van y vienen, hay trabajos de rodeo; en las esquilas, escasean las tijeras; se requiere gente para levantar ranchos; hasta se buscan puesteros; para domar potros, como para segar pasto y cuidar ovejas, para todo, faltan los brazos y las buenas voluntades; pero ni los trabajos más apropiados a su modo de vivir, a sus gustos y a sus aptitudes, lo seducen al gaucho que ha guardado en sus venas la sangre nómada de sus antepasados.

Nace uno andariego en la Pampa, como nace marino el isleño.

Tener uno por delante la Pampa abierta, y a mano, el caballo, y no correr por ella, sería como tener por delante el mar, con la barca   —121→   que se mece, bajo la vela medio recogida, que tan lindamente solicita el viento, sin echarse a navegar.

Si de las olvidadas generaciones de piratas que saqueaban las costas del mar, a los siglos, todavía nacen aventureros, ¿cómo no saldrían de los nómadas que cruzaban, hace poco, la llanura, pampeanos atorrantes, gauchos refractarios a toda disciplina, locos de independencia?

Tener por toda fortuna, en un mancarrón ajeno, un recado de mala muerte; a veces, un poncho, un tirador y un cuchillo, con las piezas de ropa indispensables para poder, cuando se ofrece, estar entre la gente; no poseer otra cosa, en el mundo, ni querer poseerla; no tener hogar, ni siquiera querencia, para vivir más libre; desconocer todo vínculo, hasta los de familia, de amistad y de interés; estar hoy aquí, mañana allá; vagar entre la costa del mar y la cordillera, entre los áridos desiertos del sur y los campos fértiles del norte; tener la pampa entera por casa, el cielo por techo, la tierra por cama; gozar con oír, tendido de espaldas en el recado, al reparo de las pajas espesas y altas que lo atajan, silbar el viento furioso, que pasa por encima y por los costados del abrigo improvisado, sin poder penetrar   —122→   en él; evitar las reuniones numerosas, fuentes siempre de peligros y de compromisos; sin ser perseguido, huir de las autoridades, protectoras natas de la riqueza que las mantiene, contra todo pobre que no sea su esclavo ciego; someterse al trabajo, sólo en casos de imperiosa necesidad, por poco tiempo, y por un precio tanto mayor cuanto son menores las ganas que se tiene de hacerlo; conocer en todos sus recovecos, la llanura inmensa; poder ir, en línea recta, a cualquier punto de cualquier comarca; saber las costumbres de cuantas alimañas puede haber en la Pampa, para evitarlas o aprovecharlas, según el caso; entender el idioma de los animales y de las cosas, de la tierra y del pasto, de las estrellas y de las nubes, del sol y del viento; saber pasarlo vagando; sin llamar sobre sí la atención de la policía, tener la memoria del lugar de donde se ha sacado el último caballo, para evitar de volver allí con él; vivir de lo que cae, sin ser delicado, pues, generalmente, vendría mal al caso, el quejarse al dueño, de que sus animales están flacos; y de vez en cuando, agregarse, para invernar, en algún rancho hospitalario, para permitir que se componga el flete, o descansar de alguna temporada de mucha miseria, tal es todavía la vida de más de un gaucho   —123→   errante en la Pampa lejana; y tal era la de don Matías... nunca se supo de qué.

Él no pidió hospitalidad a don Pedro Linares; le pidió sólo un jarro de agua. Se lo dieron. Pero dejó entender que no le hubiera desagradado un mate, y no se hizo rogar para apearse. Le bastó, después, una vaga indicación, para ir a desensillar y soltar el caballo mancado, frente al rancho. Y una vez instalado, se mostró muy hombre de mundo con la señora y las hijas de don Pedro Linares, conversador interesante y discreto, conocedor de todos los palenques, a veinte leguas y más al rededor, pudiendo dar entradas y salidas seguras sobre las obras y milagros de cualquiera de las familias vecinas, en el mismo radio, por lo menos; servicial y dispuesto a ayudar en cualquier trabajito casero, amable, risueño, decidor; ¡lo más simpático!

Y cuando, el día siguiente, al amanecer, ensilló, para ir, según aseguró, en busca de trabajo, hubo frases de sentimiento y ofrecimientos recíprocos.

A la tarde, volvió. No había encontrado trabajo.

La verdad era que, gracias a los mates y al churrasco, con que lo habían convidado por la mañana, pudo pasar todo el día, vagando por   —124→   el campo o durmiendo entre las pajas; y como la casa de don Pedro Linares le había parecido un albergue superior y completo, para pasar la mala estación, había resuelto pegarse en ella sin hacerse sentir, como bichuca en hombre dormido.

Traía dos mulitas para comer, y una lagarta grande y gorda, cuya grasa sacó y regaló a la señora de Linares, precioso remedio para muchas dolencias; dándole a una de las hijas mozas los anillos de la cola, preservativo seguro, como lo sabe cualquiera, contra las picaduras de víbora.

Durante varios días, hizo lo mismo, desapareciendo por la mañana, volviendo a la tarde; espiándole las mañas al personal de la estancia, hasta saber mejor que el mismo capataz, cuando iba el mayordomo a caer por el puesto de Linares.

Pudo entonces vivir sin inquietud, volviéndose, de nómada, casero. Pasaba los días trenzando bozales y riendas; cortaba leña en el corral; ayudaba a don Pedro a carnear o a curar las ovejas; prendía el fuego para la señora, cebaba mate; y también dormía, comía, criaba panza.

Pero cuando, pasados los fríos, se acercó la esquila, y que tanto sobró el trabajo, por todas   —125→   partes, que no cupo ya pretexto para no encontrar ocupación, sucedió que una madrugada, don Pedro Linares extrañó no encontrar, dormido en la cocina, a don Matías... nunca se supo de qué, ni el recado que le había prestado.

Al recoger la manada, vio que le faltaba su mejor caballo; del ropero, había desaparecido su poncho de paño, casi flamante. El día siguiente buscó, sin poderlo hallar, su cuchillo de vaina y cabo de plata; y algún tiempo después, supo por la señora, que una de sus hijas estaba embarazada.



  —126→  

ArribaAbajo- XIX -

Gordos y flacos



«Jamás llegues a parar
adonde veas perros flacos.»


(Vuelta de Martín Fierro.)                


-«¡Pero, mire que se ha puesto de gordo, don Luciano! ¡Qué barbaridad!

-¿Qué quiere? señora; la vejez.

-Diga la buena vida, patrón, allá en la ciudad; con todo a pedir de boca y quizás algo más. Si fuera sólo la vejez, también podría estar gorda yo.»

Y doña Filomena, llamando a su hijo Manuelito, le dio orden de matar inmediatamente dos pollos:

-«Y trata de que sean de los gordos,» le gritó.

Al rato, llegó del campo don Gumersindo, encargado del establecimiento, y esposo de doña Filomena.

  —127→  

-«¿Cómo le va? don Gumersindo, le dijo el patrón. Siempre flaco, no; según veo. A V. no le da por engordar.»

Y efectivamente, don Gumersindo, hombre de unos cincuenta años, era uno de esos criollos huesudos y apergaminados que hacen acordar a las huascas: cuanto más viejas y sobadas por el uso, menos grasa necesitan para conservarse flexibles.

La gordura del mayordomo, por lo demás, no indica, en general, que esté gorda la hacienda, y será siempre mejor seña, para el patrón, ver a su mayordomo luciéndose, delgado en caballo gordo, que gordo, en mancarrón flaco. No por esto, se debe exagerar, y el caballo muy gordo tampoco vale gran cosa: se pone pesado, haragán y flojo, lo mismo que los hombres demasiado favorecidos por la buena fortuna.

Hubo un tiempo en que la flacura salvaba a los caballos de un fin prematuro; era cuando, en cada cambio de presidencia, el candidato eliminado se creía con el deber de protestar, a mano armada, contra los que habían falsificado con más energía que él, los registros electorales. Y naturalmente, la protesta se resolvía en una alzada de ponchos en la campaña, inútil y ruinosa, cuyo único resultado, fuera del inevitable acuerdo final, era de dejar sembrado el campo   —128→   de los esqueletos de los millares de caballos arreados. Entre ellos, iban caballadas de estancieros ricos, que lucían así su devoción a una personalidad, de cuyo triunfo esperaban muchos bienes, y tropillas de pobres gauchos cuya convicción, algo vaga, los hacía seguir a los amos, sin darse cuenta cabal de para quién, ni contra quién iban a combatir; y lo peor era que la misma suerte corrían caballos de servicio de modestos hacendados que, sin poder discernir, con la necesaria elevación de ideas, la necesidad de lo que los otros llamaban una revolución, sólo comprendían que, sin compensación posible, salían ellos amolados, a la fija.

La comisión no insistía, cuando veía los caballos flacos; y lo mismo hacen los cuatreros. La gordura es tentadora; y aunque no precise tropilla, el que da, por casualidad, con una, bien gorda, no sabe siempre resistir, y se la lleva; pero, ¿quién se va a meter a arrear flacos, para hacerse alcanzar por cualquier gringo?

Tener caballos gordos ha sido siempre la llave de todo, en la Pampa; y cuando, después de medio siglo de lucha estéril contra el Indio, hubo gobiernos que, cansados de recibir el mismo monótono parte de comandantes de frontera, demasiado gordos, anunciando que, para perseguir a los indios, los caballos estaban   —129→   demasiado flacos, mandaron que fuera al revés, la Pampa, en un momento, fue conquistada.

-«Doña Filomena, dígale a Manuelito que me engrase las botas, porque voy a salir a cazar patos.

-Bien, patrón; pero, casi no vale la pena. Están flacos todavía los patos. No ve que ha habido mucha seca, este año, y todavía no han tenido tiempo de engordar.»

Y doña Filomena, sin dejar de llenar, con el sebo derretido que tenía por delante, en una olla grande, un velero cuidadosamente guarnecido de sus doce mechas de pavilo, mandó a Manuelito que sacara de una lata que fue de kerosene, un pedazo de unto sin sal, preciosamente conservado para las grandes ocasiones.

En el patio, don Gumersindo, mientras tanto, untaba con grasa de potro, el pecho de un caballo de varas que se había lastimado, y un peón, con un pedazo de la pella de un capón, engrasaba un lazo chileno, estirado entre dos árboles.

Más allá, la cocinera hacía derretir, en medio de una nube espesa de humo, la grasa más fina de los animales últimamente consumidos en la estancia, esparciendo por el aire un olor a chicharrones, tan provocativo que, en todos estos apetitos campesinos, evocaba, con titilaciones   —130→   voluptuosas en el paladar, el recuerdo de festines de tortas doradas y de copiosos fritangos.

Cuando volvió don Luciano de cazar patos, se quejaba de dolores en la espalda; inmediatamente, doña Filomena le ofreció un remedio seguro, que tenía guardado como tesoro, en el ropero. Grasa de tigre, no tenía, lo confesó: hacía ya tiempo que, por estos pagos, había muerto el último de esos bichos; pero tenía una grasa casi tan buena, la de lagarto, y se la aplicó, antes que se pusiera en la cama, con el solo recelo de que quizás, a los puebleros, no les hacía tanto bien como a los paisanos.

Bendito el año en que abunda la gordura, en que se le hace agua la boca al hacendado, al hablar de lo gordos que están sus animales; en que los capones están de pella, tan gordos que repugnan, y que hay que elegir para carnear, y en que las vacas están envueltas en grasa; pues, no sólo dará para freír tortas y fabricar velas, sino que seguramente quedará también el estanciero con el riñón cubierto.

No dejará de venir desgraciadamente, algún otro año, de vez en cuando, que no traerá consigo ni grasa para remedio, ni sebo para una vela; durante el cual, los perros y los gatos flacos se disputarán carne flaca; en que, hasta las perdices y las viscachas, andarán flacas por los   —131→   campos sin pasto; en que el peón casi no se ensuciará las manos, al manejar el lazo, ni se las tendrá que limpiar con el cuchillo, después de la comida.

La gordura es el exceso de riqueza de la llanura; es lo que en ella no cabe, y es preciso aprovecharla ligero, para que no se vuelva a sumir, otra vez, en el suelo que la produjo.

¡Al tacho con los carneros gordos! era el grito del estanciero de hace treinta años, en la Pampa desierta; y entre los ríos de sangre, el ruido de los balidos, el olor horrible a hueso quemado y a sebo derretido, y el siniestro relampagueo de los cuchillos incansables, degollados por millares, desollados y descuartizados, en un abrir y cerrar de ojos, iban los capones, a hervir y deshacerse, en la cubas enormes de las graserías, para derramar sobre la Europa, nunca saciada, la gordura elaborada por ellos.

Y los campos, entonces, no eran más que pobres praderas de pasto duro; hoy, cunden los alfalfares; se extiende cada vez más su mancha verde, y la gordura abunda. ¿Quién sabe si no volverá el día, en que no se sepa qué hacer con ella? si no veremos, como se ha visto en Chicago, en otros tiempos, echar a las hornallas de los vapores, jamones, por ser el combustible más barato?

  —132→  

Dice la ciencia que la grasa no es alimento completo. Será; pero por los elementos de que se compone, encierra luz y fuerza, calor y vida; y es imposible que esté muy lejos el momento, en que algún hombre de genio condense, en forma que asombre al mundo, esta resultante de la producción de las pampas argentinas, esta obsesión de toda conversación pampeana.



  —133→  

ArribaAbajo- XX -

Afuera


Para el paisano que tiene, por todo haber, su tropilla y su recado, en las palabras: «irse afuera,» caben todas las esperanzas que pueden hacerle concebir el abandono voluntario y definitivo del pago natal, y el éxodo hacia las adormecidas soledades que esperan, para despertar de su letargo, el sonido de la voz humana. Expresa la resolución de dejar tras sí el hogar familiar, donde el sitio se va, cada día, estrechando más, y del cual tienen, a la fuerza, que enjambrar, a su hora, los hijos mayores.

La majada paterna es poca, el rancho es pequeño, la familia aumenta sin cesar, y a los pichones que ya han criado alas, se les abre de par en par, los extensos horizontes de la llanura.

  —134→  

-«La bendición ¡tata! la bendición, ¡mamá!» Un abrazo, con fuertes palmadas que disimulan la emoción: un sollozo penosamente ahogado, en la garganta estrechada, hasta doler, por la lucha del amor propio viril naciente del joven, en pugna con la ternura de su corazón de niño; una lágrima que asoma en los ojos de los viejos, y ¡abur!

Echando por delante la tropilla bien entablada, irán con ella, en busca de vida fácil y de trabajos de su oficio, en las estancias que se están formando; y siempre más lejos irán, hasta que el destino caprichoso señale a cada cual el lugar donde se deba detener y echar raíces, protegido, uno, por algún patrón, detenido, éste, por algún compañero, enredado, aquél, en algún lazo mujeril, que le haga sentir la necesidad de fundar, a su vez, un hogar.

También sueña con irse afuera el hacendado, agobiado por el precio del arrendamiento, en los campos de adentro, de donde el arado ahuyenta la oveja. Oprimidos están los rebaños, y si bien es cierto que los pastos refinados y tupidos por un siglo de pisoteo, dan para mucho, no alcanzan a remunerar el trabajo del arrendatario, y a satisfacer, a la vez, la codicia del dueño de la tierra.

El hacendado, él, ha oído decir que su vecino   —135→   que se fue al tanteo, con su majada, y a la aventura, ha encontrado en paraje lejano, conocido por alguna designación vaga, como ser: el moro, las tres lagunas o los jagüeles, buen campo, extenso y barato, y que quedan todavía muchas leguas para arrendar; y con este dato, tan poco seguro, también se fue, con hacienda y familia, a conocer esos pagos nuevos, donde, según afirman todos, la prosperidad es la regla.

En pocos meses, cunde el ejemplo, se extiende la fama del paraje privilegiado, y se va formando en él, un núcleo de población, cada día mayor, donde todos ya, más o menos, se conocen entre sí, bastante para poder conversar de los recuerdos de tierras adentro, y de los afectos que todos han dejado allá. Sólo por haber venido del mismo partido o de partidos linderos, pronto resultan amigos y fraternizan, los que han emigrado del Azul o de Tapalqué, con los que han venido de Las Flores o de Rauch, en busca de mejor suerte.

Pero, con el hacendado que arrea su rebaño, en busca de mayor holgura y del éxito que la fortuna reserva a los audaces, con estos enjambres de pobladores útiles, que vienen a preparar la fertilidad de la Pampa, a despertarla, a alistarla para las mieses del porvenir, emigran los zánganos de la colmena.

  —136→  

Este aluvión fecundo arrolla también en sus oleadas, una resaca mezclada de espuma, que, en la orilla, se asienta, hasta que otra marejada la corra más adelante. Tiene que irse a fuera, y siempre más lejos, todo lo que, en la campaña, tiene con la justicia cuentas sin liquidar, todo lo que la disciplina social rechaza de su seno, todo lo malo, todo lo inservible. Los lejanos vapores del desierto nublan los ojos indiscretos, y allí puede el vago recorrer sin recelo la inmensidad, y sacar de sus pajonales mil recursos misteriosos, que no sólo le permitan vivir, sino también hacer, de cuando en cuando, figura de gente, en estos mundos de Dios, retribuir en la pulpería una convidada, o afianzar una parada a la taba o al truco.

Allí viven, ora diseminados en inhallables cuevas, ora reunidos en temible pandilla, boleando avestruces y venados, o cortando, de noche, puntas de hacienda, de que nunca se llega a tener más noticias que si se las hubiera tragado la tierra.

Rodeado de esas aves de rapiña, el poblador de tierras nuevas les paga forzosamente un tributo que tiene que entrar en sus cálculos, lo mismo que lo que le puede costar cualquier otra plaga, y tiene que tomar precauciones para, sino evitar del todo el mal, por lo menos aminorarlo.

  —137→  

Y mientras lucha sin descanso, para defender su bien, viviendo de privaciones, trabajando de día, alerta de noche, arriesgando su salud y su vida, muchas veces; en lidia siempre, con las iras imbéciles de la naturaleza, la perversidad feroz del hombre y la ferocidad inconsciente de las fieras, el dueño de este suelo, que sus haciendas mejoran y abonan, a menudo, con sus huesos, por no haber encontrado en él el sustento de su vida, se felicita, allá, en su confortable casa de la ciudad, de haber, al fin, hallado para ese campo, al cual nunca ha visto, ni piensa ver, que ha comprado por casualidad, y como quien tira la plata, un arrendatario que le paga, por año, cinco veces el precio de compra... «y todavía es barato,» agrega.



  —138→  

ArribaAbajo- XXI -

Porrazos


-«¡Pataplum! si no le digo que son locos... y el otro, ahora ¡zas! ¡Qué bárbaros!

-¡Mira; el montón!»

Y era como para mirar. La vaca, cortada del rodeo, iba disparando al viento, y dos gauchos, persiguiéndola a todo correr para atajarla, la iban a alcanzar, cuando rodó el animal, y, cayéndose al suelo, tendió sin querer una trampa tan repentina a sus perseguidores, que ambos vinieron a caer sobre ella; no dándoles tiempo para levantarse, otro jinete, que venía en su ayuda, y, que llegó justito para entreverarse con caballo y todo, y completar el enredo.

-«Siete bestias, dijo uno.

-Al barrer, completó otro.»

Ya se habían levantado, parado y sacudido   —139→   los jinetes caídos, los caballos y la vaca, la cual, abombada por tanto golpe, se volvía trotando, al rodeo.

-«Buenos chambones, les dijo el mayordomo, cuando llegaron; atropellar, en vez de abrirse. ¿Les habrán parecido pocos los tres rengos que ya andan en el rodeo?

-Qué golpe, patrón, contestó el más viejo, con aire lastimero. El pecho es lo que me duele. Voy hasta la estancia, a pedirle un poco de aguardiente a doña Sofía para refregármelo.

-Sí, por dentro: murmuró el mayordomo. Bueno, anda, anda; y volvé pronto.

-Traigase la botella, don Victoriano, que también hemos rodado, le gritó uno de los compañeros.»

No hay piedras en la Pampa, por suerte, y los golpes, casi siempre, son amortiguados por el pasto y el suelo blando: pero son tantas las ocasiones de sacudirse porrazos, que en la cantidad, no deja de haber algunos que resultan, de cuenta; y son frecuentes, sino las desgracias, por lo menos, los accidentes. Es cierto que la mayor parte de las rodadas sólo sirven para poner en ridículo al caballo y lucir al paisano.

Por bueno que sea un animal, es difícil que, de vez en cuando, no le toque rodar. En un galope largo, se le acaban por cansar las manos, y   —140→   no es difícil que afloje, a ratos; tanto el jinete como el caballo van medio dormidos, y cualquier tronco de paja, o la traicionera cueva del peludo, suelen ser ocasiones de rodadas repentinas, irresistibles. En esos casos, es cuando se ve que jinetear sabemos todos, pero que salir parado es la llave.

Nadie hace caso de una espantada, y si, por casualidad, por un descuido o por no saber, deja uno, impresa en el suelo, la imagen redonda del piso bajo de su individuo, no es de mayor gravedad; se levanta y vuelve a montar; si está solo, se sonríe, geteando; si anda acompañado, los compañeros son los que se ríen.

La rodada es de mayores peripecias, y por ella, se puede juzgar, en un momento, el valor de un jinete. El que salga apretado, que no se meta a domador; el que sale por entre las orejas del caballo y se va a parar... de narices en el suelo, poco sirve. Si la rodada ha sido muy fuerte, como tendremos la finura de suponer, le aconsejaremos de alejarse corriendo, o siquiera, gateando, para evitar que el mancarrón se le venga encima, con todo su peso.

Otros hay, -estos son ya gauchos-, que salen disparando y dejan el caballo caer o levantarse, como le parezca; pero el verdadero jinete sabe agregar a la agilidad salvadora, la serenidad   —141→   impecable, que sola, le permite conservar, en lo más recio del trance, la perfecta limpieza de actitud, la exquisita sobriedad de gestos, la elegante corrección del hombre verdaderamente fuerte y dueño de sí.

En el mismo momento de tropezar el caballo, el jinete boleó la pierna, soltó la rienda, y se quedó impasible, de pie, esperando -sin dejar la punta del largo cabestro- que el mancarrón que todavía tambalea, se venga, después de un corto momento de reflexión sobre la instabilidad de las cosas de este mundo, a tenderse largo a largo, a los pies del amo. Si el gaucho está sólo, se sonríe, desdeñoso; si anda acompañado, aplauden los compañeros. Las patadas son escasas; el caballo argentino es sumiso; así mismo no las busquen: no son confites.

Entre el surtido de porrazos que puede la equitación proporcionar al que tiene afán en comprar campo en la Pampa, hay uno, reservado sólo a los valientes que se quieren agauchar de veras. Un buen criollo no necesita estribos para montar, ni suplirlos por los pesados y complicados movimientos que algún panadero europeo, sin duda, habrá hecho conocer en la Argentina, ya que por «del panadero» se designa ese modo de montar, ayudándose con toda la fuerza de las muñecas.

  —142→  

Con un simple balanceo lleno de gracia, el gaucho deja caer la cabeza y el tronco, de tal modo que las piernas y la parte inferior del cuerpo se encuentran asentadas en el lomo del caballo, sin salto, casi sin esfuerzo aparente, con una suavidad de pájaro que se posa, y sucede que, para imitarlo, el novicio calcula mal el apalancamiento, exagera el esfuerzo y cae del otro lado. ¡Qué risa, señor!...

Y el niño, por supuesto, también quiere galopar, y taquea con enojo el petizo con los botincitos, y tanto le pega con el rebenque que, al fin se movió el animal, y empezó a trotear; al enojo sucede un relámpago de gozo, en la carita rosada, que pronto da lugar a cierto recelo: las sacudidas se van haciendo muy fuertes, el niño tira de la rienda, el petizo se sujeta de golpe y ¡pumba! sonó en el suelo un golpe sordo. Acude la madre asustada, levanta al niño, y a un peón que le dice: «No es nada, patrona; a golpes se aprende;»

-«Los burros», contesta ella.

El niño ya no llora, y quiere montar otra vez: «con estribos,» dice. -«Eso sí que no,» interviene el padre; y tiene razón, pues, con estribos, de cómicos que son, los porrazos, muchas veces, se vuelven trágicos.



  —143→  

ArribaAbajo- XXII -

Abuelita


Desde que murió «el viejo» como, en su cariño más familiar que respetuoso, solían los hijos llamar al autor de sus días, la familia había pasado por momentos harto difíciles. El campo, comprado al gobierno a plazos largos, no estaba pago todavía, sino en parte, y si cada año traía consigo su vencimiento inexorable, no siempre traía los medios de aguantar el golpe.

Mientras dura el jefe de la familia, la tarea es relativamente fácil: por tal que los muchachos obedezcan al padre y trabajen, todo va bien. La experiencia del viejo, los amigos que lo protegen, y, en un caso, lo ayudan; una firma en el Banco, una prórroga oportuna, un préstamo, aunque sea, suavizan el paso y mal que mal, se llega a la orilla.

  —144→  

Una vez desaparecido él, cambia de tono la cosa; no hay quien mande y menos quien obedezca; cada uno tira por su lado; la madre gasta sin saber y deja gastar sin contar; los amigos tienen poca fe y no ayudan; los protectores, si no se retiran, hacen algo peor y buscan como apoderarse despacio del bien codiciado; las aves negras lo pastorean; los muchachos no las saben espantar, y, a veces, la misma madre les da de comer.

Pero, no todas son así, y doña Carmen Linares sin ser más que una madre vigilante, supo resistir los ataques de todo género, con una habilidad tanto mayor, cuanto menos vistosa.

Era ella una perfecta china. El finado la conoció, cuando joven, vino con una haciendita del padre, a ocupar en la frontera, campos del Estado. Nació un hijo, nacieron varios; el campo, despoblado y sin dueño, fue comprado y se volvió estancia; las haciendas se multiplicaron y, con los años, alcanzó a correr pareja su aumento con el de la familia.

Y presentó esta, la imagen acabada de la vida feliz del Pastor, no ya nómada, sino arraigada en inmensa tierra propia, con sus numerosos rebaños y rodeos, libre de los mil afanes propios de las regiones de población tupida; de pocos recursos, es cierto, pero de tan pocas necesidades,   —145→   que casi todas las llenan ampliamente los productos de la hacienda; vida de que sólo, en nuestros días, puede todavía y podrá, por muy poco tiempo más, gozar, el pastor argentino, en la fértil llanura pampeana.

Pues, cuando murió don Lorenzo, los hijos -fuera de dos o tres ya mozos-, eran todavía niños, y doña Carmen, aunque prematuramente envejecida por su exuberante producción de vástagos, a pesar de su tipo pampa acentuado, muy bien hubiera podido, ayudada por el aliciente del extenso campo de su propiedad, encender los deseos y sobre todo la codicia de más un desocupado.

Pero, por suerte, no fue así, y si, por descuido, prendió algún fuego, se apresuró en apagarlo, antes que se volviera quemazón.

Mamita, como la llamaban entonces, se contentó con ser sencillamente el centro de la familia, lo mismo que lo había sido el finado; y, sí no podía prestar a los suyos los mismos servicios que él, su experiencia de mujer de campo le permitía guiar con acierto a su hijo mayor, capataz y mayordomo de la estancia, al cual escuchaban y obedecían los otros, sin rezongar, porque así lo mandaba Mamita. Los trabajos se hacían bien, y en su tiempo, pagándose como se podía, los vencimientos al   —146→   Gobierno. A veces, cuando no alcanzaban para ello los recursos, hubo grandes inquietudes; no faltaron usureros para tratar de aprovechar la bolada, tendiendo la soga salvadora, cuyo nudo corredizo ahorca al auxiliado; pero todo se pudo evitar, y llegó el momento en que, vencidos todos los obstáculos, pagado el campo, poblada la estancia con numerosas y buenas haciendas, se encontró Mamita, rodeada de su gente, como general victorioso, por su Estado Mayor, después de larga batalla.

Pocos años después, una boquita sonrosada de criatura le cambió, balbuceando, el nombre de Mamita por el de Abuelita; y con el pasar de los años, sus hijos, desdeñosos, a pesar de su fortuna asentada ya en cimientos sólidos, y siempre creciente, de ir a la ciudad, «al chiquero grande,» como decían, comer carne cansada, cuando, en su casa, podían mascar a su gusto, la carne firme y jugosa de la res de su marca, recién carneada, fueron formando, sin cesar, alrededor de ella, como una aureola de florecientes retoños.

Abuelita no dejaba de contemplar con cierto asombro, entre las muchas cabelleras lacias y renegridas que la rodeaban, algunas cabecitas blancas, coronadas de pelo rubio, que sonreían con su ojos de cielo, a su cara cobriza y siempre seria de hija legítima de la Pampa ruda.



  —147→  

ArribaAbajo- XXIII -

Guardia nacional


-«¿Gusta un mate, patrón?»

-«Bueno, don Pedro, tomaré.» Y el patrón de la estancia, un extranjero de unos cuarenta y cinco años, de risueña cara colorada y de pelo rubio, se sentó, sin cumplimiento, como todo lo hacía, en la punta del banco, para saborear un cimarrón y conversar un rato con su capataz, Pedro Ponce, un puestero, Francisco Muñiz, que estaba de visita, y el viejo Soria, un gaucho casi octogenario, titulado peón, para poder darle, sin herir su amor propio, el techo y la comida y algunos pesos para la caña, en que se conservaba, como un encurtido, en vinagre.

Era lindo tipo, el viejo Soria, con su poderosa estatura, apenas encorvada por la edad, su larga   —148→   y tupida cabellera blanca, y sus modales de fiera vieja, que desdeña de gruñir porque ya no puede morder, pero que nunca ha aprendido a lamer la mano.

Había sido soldado de Rosas; había llevado el gorro colorado de manga, que, como chorro de sangre, se desparramaba sobre el hombro; había presenciado, por lo menos en parte, los misterios de Santos Lugares; y la imaginación de los muchachos, hijos del estanciero, se encendía, al conversar con él, de aquellos tiempos, en que aseguraba Soria que no había cuatreros en los campos del sud. -«Desgraciado, decía, del que, entonces, hubiera carneado un animal!» Pero, como si el solo recuerdo de ellos hubiera sido terrible, bien se guardaba de agregar que a los mismos que tanto cuidaban de la propiedad ajena, poca plata les costaban los rodeos enteros, con que poblaban sus campos, y que si bien prohibían carnear vacas, degollaban gente por lujo.

Salido ileso de Caseros, Soria había vuelto a sus pagos de la costa del Gualichú; hecho perdiz, entre los juncales y las cortaderas, había dejado pasar las tormentas de Cepeda y de Pavón, sin ganas de meterse en nuevas trifulcas, y disparando de las comisiones arreadoras de gente para la frontera. Conversaba complaciente   —149→   del tiempo viejo. ¡Qué de cosas les contaba a los muchachos, del tiempo del tirano! hablando de él sin nombrarlo, como hablan de su Dios misterioso, los sacerdotes de ciertas religiones cruentas.

Recuerdos del ejército de entonces, atrocidades, cruzadas por rasgos de burlona generosidad, historias de cuartel y de campo raso, gauchadas atrevidas, proezas y disparadas, avances y pánicos, brotaban de sus labios; y los niños escuchaban, bebían sus palabras, ávidos de mas detalles, siempre.

Pero, por mucho que se las hubiesen preguntado, había dos cosas sobre las cuales nunca pudieron conseguir del viejo, más que un refunfuño de disgusto, perdido entre los espesos bigotes quemados por el cigarro, y un relámpago de rabia en los ojos empañados, escondidos en los pliegues de la cara, abotagada por el alcohol; nunca pudieron saber a cuántos cristianos había degollado, cuando soldado de Rosas, ni cuántos azotes había recibido.

Puede ser que el viejo ni hubiera tocado el violín a nadie, ni hubiera recibido palos, pero les parecía imposible que no fuera así, ya que, según la leyenda de aquel tiempo, degollar y ser apaleado, eran dos de las principales atribuciones   —150→   del ciudadano argentino, bajo las armas.

-«Pues en mi tiempo, señor, dijo Muñiz, así como por el setenta, y un poco antes, no nos trataban tampoco muy bien, a los de la guardia nacional, pero siquiera, no tuve que pelear con argentinos, y cuando tuvimos que matar indios en la frontera, fue siempre en combate leal, y con riesgo del cuero.

-A mí me tocó algo de la grande, dijo Ponce, con la guerra del Paraguay; ¡suerte! que fue recién al final, cuando ya había menos tiempo para morir; pero, con todo, era medio fuerte la cosa... ¡Lindo país! el Paraguay, pero por demás caluroso, en aquel año del 69.»

El otro vecino, él, se jactó de haberse siempre podido escurrir del servicio, gracias a una tía a quien quería mucho el comandante militar del partido. Y seguían conversando, acordándose todos, de los sufrimientos y penurias pasadas, y también de los caprichosos arreos del 74 y del 80, de hombres, sin más arma que la caña tradicional, con la media tijera de esquilar en la punta, y de mancarrones a millares, que iban a morir, por todas partes, inútiles.

Iba uno entonces, pensaban, sin saber siquiera por quién ni contra quién; ahí estaba la comisión y había que seguir, no más. Ya que le   —151→   aseguraban, y que se lo podían probar a machete, que era Vd. guardia nacional, y que siendo guardia nacional, había que marchar, se marchaba; encontrándose cualquiera, muchas veces, revolucionario, sin saberlo.

Después, a los años de estar tranquilo el país, había surgido por el lado de las cordilleras, el fantasma chileno, y los jóvenes, los hijos ahora, habían tenido los ejercicios del domingo, -sin armas, porque no alcanzaban para todos-, chapaleando durante cuatro horas por semana, a pie, en el polvo o en el barro del camino real, maniobrando, como bandada de gansos, el gauchaje, por el modo de caminar, y mandados por un exvigilante destituido por borracho, que hacía de oficial.

Con todo, los viejos asentían en que la guardia nacional era bastante diferente de la de sus tiempos; primero, que estaba a pie, casi toda, en vez de andar montada y con caballo de tiro, como antes; a más que, al rato de ser reunidos, se les daba a los milicos uniforme, kepí, manta y todo, y unos fusiles, que hasta los mismos remingtons eran juguetes al lado de ellos. -«Sin contar los cañones,» dijo el patrón, y les explicó los efectos de la artillería moderna, lo que los dejó pasmados.

Pero, pocos momentos después, pudieron darse   —152→   cuenta de que otra diferencia debía haber, mayor aún, entre los arreos indebidos y al tun-tun, de antaño, y el llamamiento a las armas, legal y respetado, de una verdadera guardia nacional organizada. Llegó el hijo mayor del patrón, de vuelta del pueblo vecino, saltó del caballo fatigado, y, tirando al aire el sombrero, desde el palenque, gritó: «¡Viva la patria! se retiró Portela!»

Todos se levantaron y lo rodearon, ávidos de noticias, y el muchacho, con juvenil excitación, les contó que iba a estallar la guerra con Chile, que se habían llamado las clases del 78 y del 79, que a él le tocaba, y que con ganas iba. Y pasó sobre todos ellos, sobre el mismo padre, aunque fuera padre y fuera extranjero, como un soplo heroico, que ni el viejo soldado de Rosas, ni él que había roto lanzas con los indios, ni el mismo guerrero del Paraguay, había, hasta entonces, conocido, y que hizo estremecer y ruborizarse al que siempre se había sabido escurrir del servicio militar: era la llamada ansiosa y vibrante de la patria amenazada.



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ArribaAbajo- XXIV -

Tierra querida


Los bueyes, con el paso lento, humildes y poderosos, en esfuerzo invencible de sus frentes agachadas, tiran del arado, mezclando los largos filamentos de su baba relumbrosa, con los vapores que suben, bebidos por el sol, del surco negro abierto, por primera vez, en la rica tierra pampeana.

Giuseppe, vigoroso piamontés, a pasos iguales y largos, sigue la marcha de los animales, haciendo pesar en la mansera la mano musculosa, para hundir más la reja del arado vencedor, en este suelo que todavía resiste.

Y sueña Giuseppe. Venido a la América del sur, en busca de fortuna, deja correr su mirada, del surco, al horizonte sin fin de la llanura inmensa; y calcula que de esta misma tierra rica   —154→   y fértil, hay extensiones inacabables y desiertas; y, al acordarse las maravillas que, en su tierra, crea el trabajo industrioso del hombre, en una sola hectárea, poblándola de centenares de árboles de variada fruta, de hortalizas suficientes para mantener a familias numerosas, de forrajes productores de carne y de leche, y hasta de glorietas floridas que, de algún rincón hacen un paraíso, siente cundir en su alma de pobre peón, la vehemente ambición de poseer, él también, algún día, un retazo, un jirón, una hilacha de este manto regio.

El esclavo que, bajo el látigo del amo, arrancaba del seno de la tierra las mieses, sin que nunca tuviera la mínima esperanza de tener su parte de ellas, podía, con razón, echarle maldiciones a esa cruel madrastra; el proletario europeo que la cultiva, por el pedazo de pan cotidiano, todavía la puede malquerer; al nómada que la recorre, sin pedirle más que lo que da sin trabajo, puede ser indiferente; pero para él que la remueve, con la legítima ambición y la esperanza fundada de llegar a poseerla, la tierra es una querida deseada con pasión, y merecedora de todos los sacrificios, de todas las privaciones, digna de todos los esfuerzos que puedan acercar el anhelado momento de los esponsales.

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Y bien sentía Giuseppe que cuando, en tierra argentina, pudiera realizar esta su aspiración suprema, ese día, de inmigrante que era, se volvería ciudadano de una nueva patria.

Para muchos, la tierra es la novia rica, objeto, no de afección, sino de codicia, con quien el ambicioso se casa, no para tener en ella hijos que le hagan honor, sino para gozar de los bienes que le pueda traer. Y las leyes los ayudan; leyes agrarias, dictadas, al parecer, lo mismo que en la Roma antigua, para dar a los pobladores audaces la posibilidad de formar un hogar y de echar prole de ciudadanos arraigados, que tanto necesita la República; aprovechadas, en realidad, casi únicamente, por los hombres astutos de las ciudades, para aumentar sus improductivas riquezas.

Estos, por supuesto, no pueden querer a la tierra. Han oído decir, saben que hay hombres que la cultivan, pagando bien caro el derecho de tomar ese trabajo ingrato; y la arriendan, sabiendo que el sudor ajeno le dará valor, y que, con el tiempo, la podrán vender a mejor precio, sin haberla visto jamás.

¿Podrá querer a la tierra, el arrendatario? bien pronto supo que no, Giuseppe, al observar a sus vecinos.

Uno, cansado de cuidar muchos animales,   —156→   con mucho trabajo, en mucho campo arrendado, y de quedar siempre, al fin del año, tan pobre como antes, resolvió un día de vender hacienda, hasta poder comprar media legua. El otro prefirió seguir con sus diez mil ovejas y sus dos mil vacas, en tres leguas de campo arrendado y abierto.

Para el pulpero, la plata de este último relucía mucho más que la del primero, pero aumentaba menos; y cuando la lana bajaba y que los novillos no engordaban, lo que, muchas veces, sucede, en campo sin mejora posible, por ser ajeno, quedaba el pobre medio empeñado, a pesar de tener tanto capital.

El que compró media legua quedó con una sola majada y algunas lecheras; pero pagó y alambró su campo, y lo va llenando de alfalfa. Si la lana baja, ajusta un poco la faja, y compra alpargatas, en vez de botas; y cuando llega el fin del año, si no queda dinero, por lo menos queda la tierra, con sus mejoras, con su arboleda que crece, con sus alfalfares que verdean y sus animales que aumentan, gordos siempre, y sin peligro que enflaquezcan.

Cuando el arrendatario deje el campo que ocupa, con el bolsillo vacío y la hacienda mermada, le quedará el consuelo de llevarse, entre los postes del corral, ¡cortado en tres pedazos,   —157→   un álamo grande que existía en el puesto. Don Fernando, él, hace plantar, cada año, en el campo de su propiedad, algunos árboles por sus hijos, y les infunde, a la vez, con esto, el amor al trabajo y el apego a este pequeño retazo de tierra, cuya posesión lo pone tan encima del que, cada tres o cuatro años, se tiene que mudar, con la hacienda, la familia y los ranchos, de campo desnudo a campo pelado, yendo cada vez más lejos, y pagando cada vez más caro el derecho de mejorar con los esqueletos de su hacienda, la pampa desierta.

Y se sonríe éste, -pero, ¡con qué envidia!- cuando le oye a don Fernando decir al pulpero, con un orgullo que no puede reprimir: «No me mande tierra por tabaco, don Juan Antonio, que tierra tenemos en casa.»

A los años, también acabó Giuseppe, a fuerza de rudo trabajo y de privaciones, por hacerse de una chacra de cien hectáreas. ¡Cien hectáreas! ¡una miseria en la Argentina! pero propiedad inmensa, para él que se acuerda cuántas maravillas hacen en su tierra, en una sola hectárea.

¡Y cómo la quiere a su chacra!

Más que el arrendatario, para pagar al dueño del campo; más que el peón, para ganarse la   —158→   vida; más que el siervo, bajo el látigo del amo, trabaja y se afana.

Para adornarla, embellecerla, darle todo su valor, nunca descansa; Giuseppe era peón; don José es esclavo; pero es esclavo, don José, de su propia tierra, como lo es de una esposa querida, el esposo enamorado.



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