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ArribaAbajo- XXV -

Autoridades rurales


En un rincón perdido de la Pampa lejana, sin agua mejor, sin más montes que en cualquier otra parte, y nada más que por un capricho del dueño del campo, se ha formado un pueblo. ¿Pueblo? denominación algo pretenciosa para una aglomeración de media docena de casas o ranchos, colocados sin orden, alrededor de una cuadra pelada, titulada Plaza.

Pueblo es, no lo duden, o, por lo menos, algún día, lo será. Por ahora, viven bien felices sus habitantes. Para fomentar la formación de su pueblo, que su imaginación impaciente sueña ya ciudad, el dueño ha regalado a cada uno de los seis primeros pobladores, un solar de veinte y cinco metros de frente por cincuenta de fondo, con la única condición de edificar   —160→   en él una casa de dos piezas. Y ya están instalados en sus casas esos seis favorecidos, gozando de la inesperada suerte de vivir en casa propia, edificada en terreno propio.

¡Qué casa! ¡qué terreno! ¡un rancho de barro, en mil doscientos cincuenta metros cuadrados! Pero, para el pobre, es la dicha; y se encuentra tan rico, cuando contempla los treinta repollos que ha conseguido en su propiedad, y que crecen lozanos, como el mismo patrón de la estancia, cuando viene a pasar balance y cuenta sus treinta mil ovejas, repartidas en diez y seis leguas de campo.

En ese embrión de pueblo, no hay municipalidad, no hay juez de paz, no hay comisario de policía, no hay tampoco recaudador de rentas; no hay cura, porque no hay iglesia; y el maestro de escuela, un pobre viejo haraposo, muy dedicado a estudios comparativos de las varias clases de bebidas que despacha el boliche vecino, y que junta, cada día, durante dos horas, a ocho muchachos, en una pieza prestada, para enseñarles las primeras letras, no tiene ni el más remoto aspecto de autoridad, a pesar del alto valor en que estima su ciencia.

No habiendo autoridades especiales, no existen tampoco escribientes, secretarios, empleados, y no habiendo juzgado, no nació todavía   —161→   la plaga de las aves negras, que saben suscitar cuestiones y pleitos entre los vecinos, entre éstos y el fisco, entre las mismas autoridades, entre la Luna y el Sol.

¡Pueblo feliz! pero, lo mismo que todas las felicidades sin sombra, esto no puede durar mucho. El dueño del pueblo ha vendido algunos solares más; el número de casas fue aumentando; no son ya sólo ranchos de barro, los que se van edificando: un horno de ladrillos se estableció y provee material. Las calles se han delineado, todas de ángulo recto, según la ley inmutable, dictada en el siglo décimo sexto, por el rey de España, y algunas casas tratan ya de distinguirse por su frente de relativo lujo.

Los terrenos van tomando cierto valor; la población acude. Las casas de negocio se multiplican; la competencia nace, trayendo consigo amagos de discordia: se acabó la edad de oro. Casi al mismo tiempo que, ocurriéndosele que debería ser su pueblo, cabeza de partido, empezó el dueño a empeñarse con el gobierno provincial para conseguir su objeto, a uno de los comerciantes le pareció que el título de juez de paz daría a su casa una superioridad indiscutible sobre las demás, y como el gobierno, al atender esos pedidos, pensó en aprovechar la coyuntura para dar colocación a algunos amigos   —162→   sin empleo y, por consiguiente, fastidiosos y cargosos, en pocos meses, cayó sobre el pueblito toda una manga de funcionarios.

Un intendente municipal, que no tenía en la localidad terreno alguno, empezó por obligar a los vecinos, propietarios de solares en la plaza, a cercarlos y a ponerles vereda, lo que les hizo gastar cinco veces el valor primitivo del terreno. Subieron mucho los ladrillos, porque el plazo era corto y perentorio, y pronto se supo, sin que nadie se admirara, que el señor Intendente era socio en los hornos de ladrillos.

Fue nombrado juez de paz, el negociante que lo había solicitado, y administró la justicia, basándose, para fallar, no en los códigos que adornaban su mesa de trabajo, sino en la costumbre que podían tener las partes, de sacar sus gastos de su almacén o de algún otro.

Vino un recaudador que empezó por revisar las patentes, hasta entonces paternalmente avaluadas, según la importancia total del negocio, y, la Ley en mano, dejó caer un granizo de multas sobre los bolicheros, por haber tenido en sus estantes, sin pagar patente separada, de zapatería, cigarrería, ferretería, ropería, sombrerería y confitería, media docena de botines, veinte kilos de tabaco, cuatro paquetes de puntas,   —163→   seis pantalones, ocho sombreros y diez cartuchos de caramelos.

Y siguiéndose las plagas, como las de Egipto, llegó un comisario de policía que se hizo pagar mensualidades por las casas de negocio, para mantener, decía, a su personal; apaleó a los pobres, sacándoles multas, por cualquier delito imaginario, dejándose poner en los ojos una venda de pesos, para no ver las casas de juego, y tomando parte en los negocios de una carnicería que compraba muy pocos animales, en proporción de los muchos que despachaba.

Bien pronto, crecieron los quehaceres del Intendente, del juez, del Comisario y del Recaudador, y necesitaron secretarios, escribientes, empleados de todas clases; y para pagar los sueldos de tanta gente, todos dieron cancha a su imaginación administrativa, para crear impuestos, no bastando ya las multas para tener las cosas en un pie serio, ordenado y seguro.

Y las autoridades de la ciudad, cabeza de distrito, ponderaron la prosperidad del pueblo nuevo.

Prosperidad será; ¡pero cuán más felices eran los habitantes! antes de conocer las ventajas de ser administrados, gobernados, estrujados, despojados y violentados por esos forasteros   —164→   hambrientos, atorrantes politiqueros, mandados por el gobierno provincial, para llenarse los bolsillos, en perjuicio de la gente productora, terribles bacilos, destructores del progreso.

Si, todavía, se tuviera el consuelo de pensar que, gracias a los grandes odios que nacen generalmente de las pequeñas pasiones políticas, se comerán entre sí; pero no, pues nunca falta un acuerdo que los salve de la muerte. Y, aun suponiendo que desaparecieran algunos, no han de faltar otros, para tomar su sitio, en el festín.



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ArribaAbajo- XXVI -

Hijos de Galicia


Entre las rocas azotadas, con estrépito, por las magnas olas del mar Cantábrico, lavadas por lluvias torrenciales y fertilizadas, al mismo tiempo, por una constante y tibia humedad, vive en paz una población humilde y ruda, sin más ambición que sacar del mar bravío, con riesgo de la vida, o de las quebradas de su escabrosa tierra, a fuerza de trabajo, su frugal sustento.

Las grandes invasiones, venidas del sud o del norte, si no las han respetado del todo, parecen haber tenido siempre cierto desdén o cierto recelo a esas comarcas ásperas, pobladas de montañeses huraños y de marinos atrevidos. Los pobres barcos de pescadores y los arados primitivos de los cántabros y asturianos, fueron   —166→   los postreros trofeos ibéricos de la conquista romana, en vísperas de la era de Cristo, y cuando los visigodos, germanos a medio refinar, sometieron a sus leyes, cuatro siglos después, al suevo grosero, germano también, pero del tobo bárbaro, que había ocupado ese pedazo de suelo, de poca valía, lo dejaron, en vez de destruirlo, que mezclase, bajo su dominación, en ese rincón inhospitalario, su rubia melena con la melena morena del íbero, y su pronunciación ronca de germano silvestre con el hablar rudo del celta.

Pero el castellano altanero, hijo de los visigodos audaces y de los moros batalladores, siguió y sigue mandando; y obedece el gallego, nacido de razas sufridas, encerradas entre peñascos que restringen el horizonte y acortan las ideas, de lengua tosca y de genio paciente, ansiosas, por naturaleza, de tener un amo.

En la llanura, corre el viento sin obstáculos y se extiende sin esfuerzo; en la montaña, choca con moles que le atajan, se encierra en desfiladeros, se desliza, tropieza, muge, da vueltas, se estrella, sin poderlas mover, en las rocas que le cierran el paso, y aunque penetre en ciertas partes, siempre deja sin poderlos explorar, tranquilos valles que parecen ignorar que exista. Así de la civilización: no necesita treparse en alturas inaccesibles para iluminar la llanura;   —167→   llama, y las poblaciones contestan a su voz; extiende el dedo, toca en la frente a la más remota, y nace el progreso. En la montaña, no. Y el gallego, montañés empedernido, ha quedado, por entre los siglos, como ha nacido, pasivo en su obediencia, fiel hasta volverse cargoso, tenaz hasta la torpeza, refractario a todo lo que la humanidad llama progreso.

Piensa como pensaban sus antepasados, siervos de la gleba goda; lo que dice el amo, lo que manda el cura, lo dice, lo manda Dios. Y cuando, a la voz de Pelayo y del obispo de Oviedo, con esa mandíbula algo bestial, que hace crujir las jotas, como de los granos de maíz hace el caballo, se agarró, a la par del asturiano, su vecino y pariente, de la costa natal, lo hizo de tal modo que fue este pedazo de España, el único, en toda la península, que no alcanzó a pisar la planta del Árabe. Así lo mandaba el amo, y sumiso, apretó tan bien los dientes, durante trescientos años, que el moro fue que tuvo que soltar la presa.

En recompensa, no hay gallego que no sea hijo de alguien, hidalgo, hijo de Gonzalo, de Lope, de Martín, de Fulano; González, López, Martínez, Fulanez.

Por cierto que sentaría mal el espadón de Quijote o la elegante capa del andaluz a su   —168→   figura mal tallada de hombre petizo, enanchada por una capa tan tiesa que parece mojada, aplastada por un chambergo monumental, campechanamente puesto, y hecha más pesada aún por botas gruesas; pero hay, en su cara abierta y franca de gente buena, con sus patillas cortas y su gran boca mal afeitada, tan patente protesta de fidelidad y buena conducta, que se explica el afecto del gran caballero andante hacia Sancho Panza, lo mismo que se comprende de cuanta ayuda estética es, para el castellano majestuoso o el andaluz esbelto, el relieve que da al garbo de su persona, la macisa silueta sin gracia del sirviente gallego que lo acompaña.

Pero también ejerce en él su poderosa influencia el ambiente americano, más, quizás, que en cualquier otro inmigrante. En algunos, la metamorfosis es rápida; la ambición nace con el cambio de clima, y el comercio de la campaña le abre amplia carrera.

Las gallegos, aunque audaces marineros, acostumbrados a desafiar, en pequeñas barcas, las terribles y continuas iras con que el océano castiga sin cesar las costas que habitan, nunca hubieran pensado en alejarse de ellas, para ir a conquistar un mundo nuevo, si los del Puerto de Santa María, los «porteños» andaluces   —169→   no hubieran ido, ellos; y bien tuvieron que seguir los gallegos, pues, en tierras lejanas, también necesitan los que saben mandar, sirvientes y porteros.

¡Oh! pero, en América, tierra de aventuras y de aventureros, no faltan otros rumbos; y el gallego se emancipa. Aprenderá a ser vivo, como cualquier hijo de vecino, y su honradez nativa se mellará, la pobre, cada vez más, en el borde de la balanza del almacén, a fuerza de pesar, según el caso, algo más o algo menos.

Con el dinero, venga de donde venga, entra el orgullo, y también la ilusión de que el hombre rico lo sabe todo. Con impertérrita confianza en su propia sabiduría, don Manuel Fulanez le asegurará que en su tierra hay minas de acero, y si pretende usted insinuar que quizás... un «permítame que le diga» perentorio, le quitará hasta las ganas de meterse en lo que usted no entiende.

Es que desde que llegó de su tierra, ha aprendido muchas cosas; en los primeros tiempos que estaba en el campo, su patrón, un criollo medio chusco, a quien enseñaba, una mañana de invierno, un redondel de hielo que tapaba un balde, exclamó, alegre: «¡Qué lindo! ¡ligero! Manuel, tráete una sartén con grasa y me lo haces freír!» y fue Manuel, a buscar la sartén.

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Después, estuvo de changador en la ciudad, donde empezó a criar mucha fe en sí mismo; y una vez que llevaba a un mecánico, hábil artesano, una pieza de máquina para componer, torno sobre sí de decirle, con voz imperativa: «y dice el patrón que tenía Vd. buen cuidado de no romperla.»

Ahora, es negociante; tiene plata, tiene crédito, y no necesita cuidar ovejas, pues esquila a los ovejeros. Su viveza, hilvanada, con hilo blanco de acarreto, en la confianza que por tradición inspira, basta para engañar al paisano incauto y también al civilizado, desdeñoso de las pequeñas y viles trampas de trastienda.

A su pulpería acude el estanciero, en busca del dinero que necesita para pagar a sus peones, los cuales lo volverán a traer, de a poquito. El criollo se sigue burlando de él; pero él se ríe; y, para chancelar las chocarrerías, apunta con errores a su favor, los pesos que el otro le pide prestados.

Probablemente para averiguar si es cierto lo que dice el refrán español: que al andaluz con plata, al catalán con bota y al gallego con mando, no se le puede ni acercar, lo nombraron a don Manuel, alcalde de su cuartel. Salomón no se negaría a firmar algunas de las sentencias que da, si no vinieran envueltas en cierto   —171→   limo de ignorancia petulante y pomposa, residuo de criba, producido por el roce secular de los de su raza con los amos de Madrid y de Sevilla, capaz de empañar hasta la luz centelleante de su sentido común nativo.

No puede decir sencillamente las cosas más sencillas; las repite cinco veces, como si temiera que no se le haya entendido bien; y cada vez más las enreda en adornos del peor gusto, pero que juzga suntuosos.

Y cuando, por casualidad, algo ignora, no por esto se detiene, convencido de su infalibilidad. En una revisión de cueros, dictó al escribiente, muy orondo: «horqueta de atrás», y un hacendado, amigo de él, que estaba a su lado, lo agarró despacio del brazo y le sopló: «la horqueta siempre se hace en el medio de la oreja. -¡No me manosee! le contestó, irguiéndose, ¡que soy autoridad!» y corrigió: «horqueta en el medio.»

Todo esto no impide que si una cosa es ser gallego, y otra que se lo digan, más aun es una cosa serlo, y otra muy distinta, haberlo sido, pues el hijo de Galicia se acriolla ligero y bien. A más, si el tronco gallego es de madera dura, y de cáscara rugosa, no es de madera quebradiza.

Cuesta trabajo para hacer entrar puntas en ella, pero la que admite, la detiene; no se raja.   —172→   Pulirla es obra larga; no se consigue más que un lustre apagado, y difícilmente, se puede fabricar, con ella, violines armoniosos o cachivaches artísticos; pero de ella se sacarán muebles sólidos y columnas firmes, y no son estas de las peores, entre las que sostienen al abigarrado edificio de la nacionalidad argentina.



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ArribaAbajo- XXVII -

Corro blanco


Mucho gauchaje se había juntado, en la pulpería de don Manuel Fulanez, aquel día, y todos se entretenían, jugando a la taba o al choclón, corriendo carreras y mamándose como cabras. El pulpero, que no había pedido policía ni dado a las autoridades del pueblito aviso de la reunión, había tenido la precaución de exigir que cada uno le remitiese, al llegar, el cuchillo, para evitar que algún zafarrancho repentino le valiese una buena y bien merecida multa.

Y con esto, les había dado rienda suelta, a que se divertiesen a su gusto, pensando que sería más que casualidad que les viniese a sorprender alguna de las escasas comisiones encargadas de recorrer el extenso partido.

Es que había contado sin Gorro Blanco, recién   —174→   incorporado a la policía de la localidad, y de quien todavía no había oído hablar; sino, no se atreve.

Gorro Blanco no era más que un oficial de la policía rural, como hay o podría haber muchos, nacido y criado en el campo, sabiendo más o menos leer y escribir, conocedor de todos los trabajos rurales, lícitos y clandestinos, y de todas las mañas del gaucho.

Incansable galopador, sufrido, paciente, sin miedo, de mucha sangre fría y de una fuerza muscular bastante para darle en sí mismo la mayor confianza, no hacía mis proezas, al fin y al cabo, que de cumplir con su deber.

Pero cumplía con él de cabo a rabo, ligero, fuerte y bien, sin miramientos personales, sin tergiversación, sin demora, sin más cálculo que obedecer a la ley y hacerla respetar.

No había para él partido político, ni pobres, ni ricos, y lo mismo hubiera prendido al estanciero poderoso, por haber cortado un alambrado para dar paso a su break lujoso, que a un vago, por haber carneado de noche, o al pulpero, por haberle comprado el cuero.

Un bruto, decían muchos; una gran cosa, decían los vecinos, en general.

No solía andar con los milicos de las comisiones que mandaba. Les daba cita a tal hora, tal   —175→   día, en tal parte, y tampoco faltaban ellos a la cita, pues, desde el primer día, le habían tomado un olor a paliza, capaz de hacer adivinar la hora al más dormilón, y de dar patas de acero al mancarrón más bichoco.

La sola vista de su rebenque les infundía, a los pobres soldados, un apego insólito a todas las virtudes: ¡adiós! repetidas copas que turban la vista, convites que tapan el horizonte, mientras desaparece el fugitivo; ¡adiós! amores furtivos, que, en las noches obscuras, propicias a las carneadas subrepticias, desaciertan la vigilancia; ¡adiós! bailecitos improvisados, en los ranchos, y siestas prolongadas, en las frescas ramadas de las estancias.

Con el gesto de Temistocles, rechazando los presentes de Artaxerces, atenuado sólo por una ojeadita de sentimiento, tienen ahora que desairar al compañero de otros tiempos, que, generosamente, ofrece algún maneador ancho, largo y fuerte de los muchos que tiene, sin ser hacendado, o para la familia, un cuarto de carne de vaca, demasiado gorda para ser propia.

Y feliz que se atreva el policiano a no denunciarlo, pues Gorro Blanco no admite amistades entre su gente y el paisanaje, considerando con razón, que pronto se volverían complicidad.

Mientras las milicias se venían al sitio, de antemano   —176→   fijado, al tranco o al galope, según la hora señalada, pues no debían llegar ni antes ni después, Gorro Blanco, vestido de particular, de sombrero gacho, cabizbajo, recorría el campo, sin llamar en nada la atención; vigilaba, miraba, escuchaba, poniéndose su gorra de vasco blanca, su distintivo predilecto, sólo en las grandes ocasiones, y para hacerse conocer de sus ayudantes.

A las dos en punto, ese día, se apearon en el palenque de la Colorada, de don Manuel Fulanez, un sargento y un soldado de policía, en el mismo momento en que se iba a correr la carrera principal.

Entre la concurrencia, había uno de esos vagos temibles, conocidos por gauchos malos, que, imbuidos de la idea que la gloria consiste en pelear a cualquiera, y especialmente a la policía, no desperdician ocasión de provocarla, a ver si la hacen reventar o disparar.

De facón en la cintura, -pues a él no se había animado Fulanez a pedirle las armas-, arrogante, lo primero que hizo fue convidar al sargento y al soldado a que tomasen la copa.

¡Cómo no! ¡que la iban a tomar! con gorro blanco mirándolos, recostado en el mostrador. Todavía andaba de chambergo, pero, no por eso, dejaba de ser, para ellos, el terrible gorro   —177→   Blanco, y con una rigidez, al parecer, estoica, insistieron en su negativa.

Irritado el gaucho, después de insistir, él también, un momento, reculó, dándose cancha, y sacó el facón, amenazando a los milicos, insultándolos, tratándolos de cobardes y otras cosas, poniéndolos «como trapo de cocina,» decía doña Ciriaca, la mujer del pulpero, al contar el hecho, el día siguiente; hasta que, sin saber como, él ni nadie, se encontró frente a frente con un hombre de bigote, algo petizo, morrudo, de gorra de vasco blanca, el poncho de vicuña en el brazo, y bien enroscada en la mano, la lonja de un rebenque de cabo de fierro.

-«¡Dese preso! dijo el hombre.»

El gaucho lo miró con sorpresa.

-«¡Tire el facón!» ordenó Gorro Blanco. Y en su voz, en su mirada había tanta autoridad, que casi, casi obedece el matrero. Pero la imagen de su fama de gaucho malo empañada, pasó por sus ojos, y, rápido, alargó un puntazo al oficial. El cabo de fierro del rebenque detuvo la mano, y la muñeca, casi quebrada, dejó caer el puñal.

El soldado alzó el arma, el sargento le pasó las esposas al gaucho, y media hora después, la larga comitiva de los jugadores que iban a pagar la multa, con el pulpero a la cabeza,   —178→   desfilaba al galopito, seguida por el preso, a quien iba acompañando Gorro Blanco.

Pronto se hicieron legendarias las apariciones de Gorro Blanco. Era el cuco de los malhechores. Los matreros preferían dejarle el campo libre, y se mandaban mudar más afuera; pues era su pesadilla el dichoso gorro ese, y no podía uno, decían, estar carneando una ajena, en noche obscura, o arreando hacienda... extraviada, sin verlo surgir del suelo, como alumbrando.

Estaba uno entregando cueros en la pulpería, donde no había más que un forastero, comiendo nueces. ¡Zas! de repente, el forastero asomaba la cara en el depósito, de gorra blanca, y revisaba las señales. Ya no era vida.

Y los vecinos cantaban glorias de Gorro Blanco; pues, durante meses, no hubo casi robos, ni hubo muertes. Pero, -bien decían que era un bruto-, ¿no se le metió entre ceja y ceja, en unas elecciones que hubo, que no haría más que conservar el orden, dejando que cada cual votase a su antojo? Naturalmente, lo despacharon. ¿Y qué más iban a hacer?



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ArribaAbajo- XXVIII -

Cuerambre


-«¡Antonio! mira que hay que carnear. Estatamos sin carne,» dijo doña Ceferina a su esposo que ya, sin acordarse de tal cosa, iba a soltar la majada. «Carnea gordo, agregó la señora, que también necesito grasa.»

Don Antonio franqueó los lienzos del corral, pasó vista un momento a las ovejas, removiéndolas despacio, y avistando, entre muchos, un capón que le pareció muy bueno, arrolló como lazo, el cinchón de dos vueltas que tenía en la mano, atropelló, en una esquina del corral, la punta de ovejas en la cual iba el capón, y lo enlazó del pescuezo. A la carrera, se volvieron las ovejas a juntarse con las compañeras; y quedó solo, tirando, saltando y brincando, el capón preso. Don Antonio lo volteó, le tocó la cola, lo   —180→   manoseó en varias partes, le miró los dientes, y haciéndolo levantar, lo condujo despacio, a tres patas, hasta la orilla del corral. Allí, lo levantó, lo hizo pasar a fuera, pasó él, y en el pastito verde y tupido, le cortó la garganta y lo dejó desangrarse y patalear, en los últimos estertores de la muerte, mientras iba él a buscar la chaira, y que los perros, ávidos, sorbían en el suelo, la sangre espumante, a medida que iba saliendo en borbollones.

Don Antonio desolló el animal, con cuidado, tiró las tripas a la perrada, después de sacarles el sebo, colgó del gañote, los bofes, en un clavo de la costanera, para repartirlos despacio a los gatos, que esperaban, sentados, en paciente rueda, que los perros se hubieran saciado; arregló la carne en dos medias reses, en el cuartito que servía de fiambrera, llevó a la cocina las achuras y la cabeza, y volvió a tender a la sombra, con todo cuidado, para que no se resecara, el cuero del capón, en una travesaña clavada en dos postes altos, colocándolo a lo ancho, y no a lo largo, lo que le hubiera hecho perder su flexibilidad.

Con un pincel, embadurnó de alquitrán las orejas, para que los gatos, más por vicio que por hambre, no viniesen a roerlas y a destruir la señal.

Sacó con el cuchillo, algunas cazcarrias que   —181→   quedaban pegadas en la lana, y, cortando algunos palitos, dejó, con ellos, entreabierto, el cuero de la cabeza, de la patas y de la cola, para evitar que quedase fresco y se llenase de gusanos, en vez de secarse bien.

Fuera del pobre capón en que recayeron los gastos de la función, todos, con la carneada, se han puesto alegres en la rústica morada. Los perros y los gatos se han hartado, casi sin pelear; las gallinas escarban y encuentran en los residuos, mil golosinas; los niños salen de la cocina riéndose, cada uno con un churrasco en la mano; doña Ceferina y don Antonio se reparten en el mismo plato, la tripa gorda, asada en las cenizas, mientras el coro de los chimangos trata, cacofónica banda, de amenizar la fiesta.

Don Antonio es hombre prolijo, que cuida sus intereses como es debido, y en todos sus detalles; sabe que los frutos en buenas condiciones seducen al comprador, consiguen mejor precio, se venden con facilidad, aun en los momentos de baja, y dan mayor peso, a más de su mayor valor. Y por esto, siempre lo pelea a su compadre Anacleto, que tiene cuatro ovejas y mucha familia, algunos hijos ya mozos y de servicio, y que no es capaz de cuidar un cuero, siquiera, como la gente.

¡Vaya! con el hombre dejado; ¿qué le costaría,   —182→   dígame, cuando carnea, de no dejar el capón morirse en el mismo charco de sangre, ensuciándose todo el cuero? «Le da más peso,» dice Anacleto. ¡Pavada! le quita valor, nada más. Lo desuella sin cuidado, deja que se pudra la cola; los gatos se comen las orejas, sin que nadie los espante, y después, son peleas con el acopiador, que aprovecha la bolada y le rebaja la mitad del precio, por el riesgo que corre de ser multado.

Un cuero de consumo que, en casa de don Antonio, parece dorado y varnizado, por haber sido oreado a la sombra y entrado, o sólo dado vuelta, cuando llueve, apenas se conoce de un cuero de epidemia, en lo de Anacleto. Quemado por el sol, mojado por la lluvia, vuelto a quemar y vuelto a mojar, picado, muchas veces, por la polilla, sólo puede el pulpero comprar semejante cuerambre, con tal de rebajar algún poco, aun perdiendo algo, el monto, siempre exagerado, de la libreta.

Y en lo de don Antonio, hasta los cueros de epidemia, que, en algún invierno de flacura, de seca o de inundación, ha habido que sacar por centenares, muchas veces en el barro del corral, tienen un aspecto de limpieza que llama la atención y excita la competencia de los compradores. Se les puede, por supuesto, arrancar la lana,   —183→   tirando, porque así es, siempre, en cueros de animales muertos de enfermedad, pero siquiera la sarna no los ha despojado en parte de su precioso vellón, y muchos de ellos, gracias a que se ha tenido la precaución de degollar el animal, antes de que echase el último suspiro, han podido conservar la apariencia, casi, de los cueros de consumo.

Con todo, triste se le pone el alma al pobre ovejero, cuando se van amontonando, en el galponcito, los cueros de epidemia. El cuero de consumo, amarillo claro, de cutis suave y blando, de lana larga, pesada y dorada, que resbala sin ruido de la pila, no deja sentimiento al criador. Ha aprovechado la carne que contenía, y la grasa, para mantener a su familia; con el sebo, ha hecho luz, y con el cuero, tendrá todavía una regular cantidad de pesos. Pero el pellejo descarnado, flaco y liviano, de lanita corta y rala, de la oveja vieja que, por ignorancia criolla, no se ha decidido el pastor a aprovechar, cuando todavía le hubiera podido suministrar buena carne, y que ha dejado morir de senectud, haciéndola faltar a su misión en la tierra; el cuerito del borrego consumido por la lombriz, con su lanita flaca, blanca y liviana como nieve, con su cutis descolorido, que suena cuando lo tocan, pergamino sin valor, quebradizo y reseco; el cutis pelado   —184→   de las ovejas, que recién esquiladas, han muerto de frío, sorprendidas, -sin haber salido todavía de su flacura invernal, y recién despojadas de su vellón abrigado-, por alguna tormenta traicionera; todo esto apoca la majada, sin compensación, y desespera, a veces, las mejores voluntades, volviendo fatalistas a los más enérgicos.

Llegó el carro del acopiador. Se acomoda en una tijera del techo del galpón, la romana que, con su brazo fatídico, siempre indica pesos que, al hacendado le parecen pocos; al recibidor, equivocados, por lo grandes.

En una hamaca, hecha con un lienzo de corral, colgado de dos sogas cruzadas, pasan los cueros a montones, después de bien revisados y limpiados por el recibidor, con una prolijidad, no ya de liberalidad pastoril, sino de codicia comercial, de todas las garras, aspas y cazcarrias que puedan haber escapado a la vigilancia, hábilmente superficial, del vendedor.

Y cuando sale el carro, lleno hasta el tope, calcula don Antonio que ahí le llevan una verdadera majada, con la cual hubiera podido pagar el arrendamiento de un año y los gastos de seis meses.

No se desanime, don Antonio; ¡paciencia! Tiene que haber de todo en la vida, y las ovejas aumentarían demasiado, sino hubiera, de   —185→   cuando en cuando, alguna mortandad que las hiciera mermar. No se turbe por tan poco, y haga como los gobiernos, fuerza, en presencia de las grandes calamidades. Ellos no se arriedran por nada: después de la inundación, aumentan los impuestos, y si baja la lana, aumentan el derecho. Haga como ellos, amigo, y a la oveja muerta, pídale dos corderos.



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ArribaAbajo- XXIX -

Amos y peones


-«¡Sandalio! tome esa carretilla, y se va a la alfalfa, a buscar pasto para la yunta de la volanta.

-Patrón, contestó Sandalio, esbozando una sonrisa respetuosamente irónica, yo me he conchabado para peón de campo; no para trabajos de a pie.

-¡Pues, señor! gran trabajo es ir a buscar una carretillada de pasto.

-No es mi obligación, patrón.» El patrón lo miró medio serio.

-«Si Vd. no está conforme con mi trabajo, patrón, me puede arreglar la cuenta.

-Pues, en seguida, amigo; no me gusta pagar brazos, para verlos cruzados.»

Y Sandalio, despachado, después de cenar, se   —187→   fue de la estancia, lo más contento de haber cazado un pretexto para hacerse despedir y para recobrar su libertad, enajenada durante todo un mes de conchabo. El espejismo falaz de los treinta pesos del sueldo, encerrados en su tirador, le parecía horizonte sin límite, de vida holgada y ociosa; y se iba galopando, bajo el cielo estrellado de la Pampa, aspirando, con pulmones enanchados por el gozo de sentirse libre, la atmósfera perfumada por los mil yuyos floridos, que pisaba su caballo.

Es que la ambición de Sandalio se limitaba a bien poca cosa: alguna platita para los vicios; de vez en cuando, una muda de ropa, un par de botas o un sombrero nuevo, y era hombre feliz.

No le faltaba algún techo hospitalario, donde tender el recado, ni el pedazo gratuito de tumba, que siempre sobra en el campo.

Nunca tampoco falta en alguna estancia, por un mes o dos, en los casos de apremiante pobreza, uno de estos conchabos, de trabajo liviano, de peón de campo, que consiste en ayudar, por la mañana y por la tarde, a recorrer las orillas del campo, para repuntar las vacas o parar rodeo, y a sentarse a tomar mate, en los puestos, mientras la hacienda endereza despacio para el centro.

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Su criterio para elegir a los patrones, a quienes hacía el honor de ofrecer sus efímeros servicios, era, más que todo, la reputación que podían tener de ser poco delicados para el trabajo.

Apreciaba particularmente a los hijos de estancieros ricos, que manejan los establecimientos paternos, en calidad de mayordomos. Con estos, en general, hay abundancia de peones y poco que hacer, bajo la indulgente vigilancia de los capataces, mientras que el amo, joven y amoroso, en vez de engordar el caballo con el ojo, pasa vista a los puestos, para elegir la vaquilloncita más sabrosa y tratar de echarle el lazo, o anda por la ciudad, en busca de ovejas algo refinadas. Y la vida corre, suavecita, para el paisano conchabado.

Un paseíto por la mañana, con la fresca; otro, a la tarde, después de la siesta larga; charlas, mates y cigarrillos, buena comida y descanso; por tal que, los días de elección, el patroncito se pueda lucir, en el pueblo, con numerosa compañía de votantes, pronto se pasa un mes, y venga la paga, no antes que el sudor se haya secado, sino, muchas veces, antes que haya tenido ocasión de brotar. ¡Vida linda!

Se comprende que Fortunato, nacido en la estancia, no haya soñado jamás en dejarla, y se haya vuelto igual a esos pumas nacidos en la   —189→   jaula, acostumbrados a tener segura la ración cotidiana, y que serían incapaces, si se llegasen a escapar, o si los soltasen, de buscarse la vida, de noche, en las majadas mal cuidadas.

Al amo le hace, también, cuenta, conservarlo; trabaja poco, es cierto, pero es hombre de campo y no es exigente; no tiene sueldo fijo, y mal que mal, sirve para lo que le mandan.

Los padres de él han muerto en la estancia, en tiempos del padre del patrón actual, y sigue él, viviendo como han vivido sus viejos, sin más anhelo que vivir así, toda la vida. Cuida los intereses del establecimiento, ni más ni menos que si fueran suyos: es decir, bastante mal, porque es descuidado por naturaleza, pero, a su modo, los vigila con fervor, lo que siempre algo vale.

No conoce en el mundo, más familia que la del amo, ni más casa que la estancia, y si lo viniesen a echar, volvería, como perro fiel, aunque fuese para morir apaleado.

De él se ríe el gaucho Sandalio, que no tiene más patrón, en realidad, que su capricho de incorregible nómade: y también se ríe de él, el catalán Clemente Terradán, valiente trabajador y amontonador paciente de los pesos penosamente ganados, pero para quien el patrón no es más que el que paga; concediendo al que lo emplea la   —190→   misma mezquina dosis de respeto, que sea aristocrático descendiente de los virreyes, o algún inmigrante enriquecido; reservando sólo la escasa y ruda simpatía de que es capaz, para el que mejor retribuya su trabajo y lo mantenga con carne más gorda.

A Terradán, no le gusta trabajar con patrones poco exigentes, poco delicados, que no sabrían apreciar y remunerar sus esfuerzos.

Él es hombre de pala, más que de caballo, pero a todo se presta, y lo mismo sabrá cuidar una majada, como arreglar el jardín o componer una puerta; trabaja sin descanso, siempre tiene algo que hacer, y su actividad, medida y sosegada, pero continua, no necesita pinchazos.

«Trabaja lo mismo que si fuera para sí; como peón es una alhaja, Clemente,» asegura su patrón.

Y lo es, no hay duda; pero si así trabaja, es que también él sueña con la independencia, y, que para conquistarla, necesita sueldos altos, en proporción con sus desvelos; y economiza con avidez, cuida y defiende sus ahorros con legítima avaricia, como que son la preciosa simiente de su fortuna futura.

-«Señor, le dijo un día, Clemente Terradán a su patrón, ¿sabe que lo voy a dejar?

  —191→  

-¡Oh! ¿y por qué? ¿estás mal aquí? si es cuestión de sueldo, nos podemos arreglar.

-No, señor; es que entro de acopiador habilitado con don Juan Antonio Martínez.»

Y cuando el estanciero le hubo entregado varios meses de sueldo que había dejado acumularse, Clemente, su peón de ayer, hoy comerciante, le ofreció comprar el cuerambre del establecimiento; el precio era razonable; se discutió, y trataron. Don Clemente, por un momento, pasó a ser casi el patrón, pues era él que pagaba.



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ArribaAbajo- XXX -

En viaje


Fortunato Lucero, hijo de un capataz de campo y de la cocinera de los peones, se había criado en la estancia, gateando entre las patas de los caballos, con los demás cachorros, con quienes compartía los rebencazos paternos y los fondos de olla, huesos de puchero y sopa de arroz enfriada, entregados por la madre, para que les dieran entre todos, una limpia preliminar. Y sin haber dejado nunca el establecimiento, a los treinta años, era el capataz de más confianza que tenía el patrón, para salir a los apartes o traer alguna hacienda; pero nunca había subido en un tren, ni se le ocurría que jamás le pudiese esto suceder.

Lo había visto pasar a menudo; y, desde tres años que existía la estación, en el campo lindero,   —193→   una que otra vez, había llegado a curiosear y ver de cerca al monstruo, pero no le entraban mayores deseos de entregarle el bulto. Le tenía más fe a su tropilla de picazos.

Y hete aquí, que una tarde, el mayordomo, en vez de darle las órdenes en la forma acostumbrada, le lee un telegrama del patrón, ordenando que por el primer tren, fuera a la estación Angélica, donde encontraría caballos, para ir a recibir una hacienda, y traerla.

El mayordomo explicó a Fortunato que tenía que embarcarse a las siete de la mañana, y que a las tres, estaría en su destino. Le dio plata para el viaje, y lo dejó sumido en la secreta e infantil emoción que hacía nacer en él la idea de ir, por primera vez, por ferrocarril, en vez de ir por tierra, como solía decir.

Nadie, por supuesto, lo supo nunca; pero Fortunato durmió mal, esa noche, entre sueños intrincados, en que su tropilla, ora era perseguida por el tren, ora lo arreaba, hasta que después de haber ensillado él, la locomotora con su recado, se sintió arrebatado con velocidad infernal, en medio de vapores espesos y de ruidos de trueno, hacia campos desconocidos, donde se encontró con una chinita lo más atenta, que le decía llamarse Angélica.

Y a las siete, subió en el vagón, con su recado   —194→   bien acomodado, entregándose, con recelosa resignación, a su suerte. Pronto vio que el diablo no era tan negro como a sí mismo se lo había pintado. La mañana era fresca; el tren iba ligero, haciendo desfilar con rapidez, bajo sus ojos, los campos de su pago, que conocía, palmo a palmo, y algunos trozos de las haciendas vecinas de la estancia, tantas veces revisadas.

Miraba por las ventanillas, con esa atención, rápidamente escudriñadora, del hombre acostumbrado a extender la vista en dilatados horizontes, anotando sin pensar, en su memoria, por ese solo instinto que da el desierto, y comparando entre sí, los mínimos detalles de los campos que atravesaba: la posición y la forma de un rancho, de un monte, de una laguna.

Se estremeció, al cruzar el tren, con fragor, un cañadón, y se admiró que hubieran hecho semejante puente de fierro para pasar un poco de agua, que no alcanzaba a la rodilla de un caballo.

Con extrañeza, veía el alambre del telégrafo bajar y subir continuamente, entre los postes que lo sostenían. ¡Y estos postes! ¿de dónde los habrían traído? pues en esta parte de la pampa, por donde cruzaba el tren, no había montes. ¡Qué torcidos eran! parecía que los hubieran elegido, adrede, para la risa. Unos, doblando la   —195→   cabeza, fingían hacer estupendos esfuerzos para sostener sus dos aisladores y los cuatro hilos; otros, ondulados de los pies a la cabeza, se retorcían, como de dolor; ¿sería por las quemaduras de que eran cubiertos? algunos parecían bailar, o quizás tratarían de sacar los pies del agua, en que los habían plantado; estos daban vuelta para arriba el pescuezo, como para mirar al ave de rapiña asentada en su punta, carancho o gavilán, chimango o águila. Y ni la vaca que en ellos se refregaba, ni las críticas de Fortunato, atajaban, en su marcha de relámpago, las noticias, buenas o malas, importantes o nimias, comerciales o políticas, que, por el hilo, sin cesar, silenciosamente vuelan.

El sol, mientras tanto, subía, y empezaba a calentar de veras el techo del vagón, y los herrajes y la vía, cuya reverberación, a su vez, calentaba el piso del coche, de modo que ya se viajaba como pan a medio cocer, en un horno ambulante.

Y Fortunato encontraba que no era nada el calor del sol, en el rodeo, comparado con él que se sentía en esa caja, llena de viajeros, de humo, de olores y de una tierra tan espesa que había que cerrar las ventanillas y ahogarse por falta de aire, para no ahogarse con ella.

Quiso echar un sueñito. Pero, vaya, con ese   —196→   calor, no se puede dormir, y volvió a mirar el campo, aburrido, y con muchas ganas de tomar un mate.

En este momento, unos italianos que iban a hacer la cosecha en el norte, sacaron de las lingheras, salame, pan, cebollas y vino. Fortunato, gaucho imprevisor, que viajaba sin una galleta, siquiera, acostumbrado a encontrar, siempre y en todas partes, el pedazo de pan que necesitaba para conservar el vigor nervioso y la elegante delgadez de su sobrio cuerpo de jinete, dejó, a pesar suyo, deslizarse sobre las apetitosas vituallas, una mirada de envidia.

Y los italianos, al verlo tan marchito, y tan desprovisto de todo; contentos, por otra parte, de tener un pretexto para entablar relaciones amistosas con gente del país, como deseosos de hacerse perdonar por el gaucho, a quien bien comprenden que, por pacífica y humilde que sea su invasión, lo van despojando, poco a poco, del beneficio de la vida de abundancia y de pereza pastoril, que hasta hoy ha llevado, fraternalmente, ofrecieron de comer al paisano.

Fortunato, que se hubiera dejado morir de hambre, antes de pedirles un bocado, aceptó sin cumplimiento, y dejó a los italianos convencidos de que si el gaucho es sufrido y sabe pasarlo sin   —197→   comer, también, cuando se ofrece, le sabe pegar fuerte.

Y las horas pasaban, monótonas, rodando el tren por la solitaria llanura, cruzando campos bajos que verdean, cañadones que relumbran, pajonales que esperan el arado, trigales dorados que esperan la segadora, alfalfares de esmeralda, muestras de la Pampa del porvenir, y médanos áridos, recuerdos de la Pampa prehistórica.

Se seguían las estaciones, iguales, de construcción uniforme, con sus nombres de santos, de guerreros de la Independencia, de generales de fronteras, de estadistas y de politiqueros, de sabios, de literatos y de personajes nacionales y extranjeros, de ingleses promotores de la línea, de antiguos propietarios y de efímeros especuladores, de vencedores y de vencidos de las luchas políticas, de astrónomos célebres que han pasado su vida, contando estrellas, y de modestos estancieros que pasaron la suya, contando ovejas, de hombres que no han sido más que ricos, y de hombres que no han sido más que útiles, con apellidos ásperos de caciques indios, o con graciosos nombres de niñas cristianas.

Entre las estaciones, algunas habían prosperado de modo inaudito, viéndose en pocos años,   —198→   rodeadas de una verdadera ciudad; otras habían quedado estaciones no más, y la suerte ciega, muchas veces, había permitido que creciera hasta volverse pueblo, justamente la estación que llevaba el apellido de un hombre chiquitito, dejando chiquitita, la estación coronada de algún nombre glorioso.

De repente silbó fuerte la locomotora, y el tren casi se paró, echando bufidos como mancarrón asustado. «¿Habrá visto algún tigre?» y el amigo Fortunato, apretando el sombrero con la mano, se estira por la ventanilla, para ver lo que pasa.

Pasa que la vía no está todavía alambrada, que los vecinos cuidan mal, y que a una vaca flaca que se estaba calentando los huesos en la misma vía, la alzó el miriñaque de la locomotora y la volcó en la zanja, hecha una bolsa de huesos.

«¡Pobre vieja!, dijo Fortunato; y viendo que cuatro yeguas, ahora, iban troteando entre los rieles, como arreadas por la máquina, sin que se les ocurriese bajar del terraplén, se agitaba el hombre, se desesperaba; gritándoles que no fueran sonsas, hasta que también cayó una, víctima del apuro humano.

Y medio kilómetro más allá, fue toda una majada de ovejas, que empezó a disparar, siguiéndose   —199→   locamente, deshilándose por delante del tren, en forma de arco, hasta que la locomotora la cortó por lo más delgado, matando media docena.

Pero, ya, pronto iba a llegar Fortunato a Angélica, y le faltaban ganas y tiempo para protestar contra las crueldades de esta huella sin pantanos, tan recta y corta, que va buscando poblaciones viejas, y sembrando por el camino tantas otras nuevas. Sobre todo que estaba muy ocupado en mirar a un muchacho que, a todo correr y castigando el caballo, no podía igualar la marcha del tren, a pesar de haber sido ya aminorada, y calculó con asombro, que en ocho horas, había hecho, sin reventar mancarrones, al rededor de treinta leguas. Tuvo que confesar, riéndose, a sus nuevos amigos, los italianos, que el ferrocarril es una linda invención, y que los gringos que viajan en él no son mala gente.



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ArribaAbajo- XXXI -

Día de reunión


Don Manuel Fulanez, dueño de la «Colorada» no sabía ya que hacer para desviar hacia su casa de negocio, la corriente poderosa de clientes de la acreditada pulpería, la «Nueva Esperanza».

En vano, para tratar de amansarlos, había usado de todas las armas conocidas del oficio: les había comprado los frutos, a precios disparatados, ofreciéndoles, en cambio, el azúcar, a diez centavos menos de lo que le costaba en plaza.

Todo lo que había conseguido era de haber dado libreta a los que rechazaba el competidor, una punta de atorrantes, metedores de clavos; y, triste, comparaba su palenque desierto con el de don Juan Antonio Martínez, cuyos   —201→   doce postes, en hilera, bastaban apenas para la mancarronada.

Salió un rato al patio, dando vueltas, juntando con el mingo, las ocho bochas desparramadas; alzó una botella vacía, tirada por algún mamado; de un puntapié, hizo rodar a la zanja, una caja vacía de sardinas, resto del almuerzo de algún pasajero, y recostado en el alambrado, aspirando con fuerza el aire vivificante de la Pampa, para limpiar sus pulmones del polvo de los estantes, hediondo a tejido engomado y a aguardiente adulterado, cavilaba en los medios de domar la Fortuna.

Cayó, al rato, su vista en la cancha de carreras, dos líneas paralelas, trazadas con la pala, entre el pasto, a tres o cuatro metros de distancia una de otra, y casi tapadas ya, por falta de uso; y una luz genial alumbró los repliegues de su cerebro mercantil, momentáneamente obscurecidos por la mala suerte.

Quince días después, un domingo, por la mañana, cuando don Manuel abrió las puertas del negocio, vio, con una sonrisa de victoria, los caballos ensillados, atados, en número crecido, a pesar de la hora temprana, no sólo en el palenque, sino también a lo largo del alambrado. Una tienda de campaña, formada de un pedazo de arpillera tendido en las varas   —202→   empinadas de un carrito, indicaba que hasta pasteleras habían venido de lejos, prueba evidente de que sería todo un éxito la reunión.

Y por las puertas apenas abiertas del boliche, se precipitó la gente, pidiendo copas, y galleta, y tarros de café, y cigarros, y tabaco, y fósforos, y esto, y el otro, en medio de alegre algazara.

Don Manuel y sus dependientes se movían, activos, y despachaban, atentos a recibir los pesos al entregar lo pedido, pues, en día de reunión, no hay fiado.

Nunca, todavía, se había visto tanta gente junta en la casa; y se oía el choque seco de las bolas del billar, y el rodar de las bochas en la cancha, y después de cada partido, era, en el despacho, una invasión de los jugadores que venían a hacer pagar a los vencidos los gastos de la guerra.

No había tiempo de cerrar el cajón; los centavos y los pesos iban cayendo, que era una bendición; y cuando vino la hora en que los estómagos empiezan a reclamar la protección de sus amos, bajaron de los estantes las cajas de sardinas, de calamares en su tinta, de pimientos morrones, y otros productos europeos, conservados en latas para la exportación, mientras que, en papeles de estraza, se pesaban pasas   —203→   de higo y pasas de uva, almendras y nueces, tajadas de queso, de dulce y de salame, a montones. Los dependientes corrían de la pipa del cartón a la cuarterola del vino seco, y de la damajuana de la caña al barril del coñac, sin tener el tiempo siquiera de lavar los vasos.

La alegría iba subiendo de tono; las conversaciones se hacían más bulliciosas; las ponderaciones al picazo o al zaino se exageraban, y ya, sólo a gritos, se podía imponer al prójimo la convicción de que ese o el otro iba a ganar.

A las dos en punto, empezaron las partidas de la carrera principal, objeto y pretexto de la reunión; el mostrador quedó desierto, y toda la gente se fue a juntar en la cancha: las apuestas se cruzaron, y hubo un momento largo de gran bullicio, de gritos, de llamadas; hasta que de repente, corrió la voz: «¡Ya se vienen!» quedando todo en silencio ansioso, por un instante durante el cual no se oyó más que el estrépito de la carrera, seguido pronto de los gritos desaforados que siempre acompañan la llegada a la raya.

Los rayeros eran gente formal; no hubo discusiones. entregaron el dinero al dueño de la carrera, y la gente, cada vez más excitada, volvió a la pulpería, a vaciar copas, a charlar, a   —204→   discutir, fumando, riéndose, comiendo pasas y gastando la plata con liberalidad criolla.

Discretamente, se inició el partido de taba; y, poco a poco, empezó la vorágine del juego a poner en movimiento pesos y más pesos.

Se principia entre dos risas, por apostar cincuenta centavos al que tira o al que no, y se sigue, un poco más fuerte, cada vez, por amor propio, por despecho de haber perdido, por ganas de recuperar, por ambición de ganar más, y el coimero, hombre vivo, con apariencia muy seria, sabe atizar el fuego:

-«¿Vamos a ver, don Servando, qué hace? ¡Qué había sido miedoso!»

Y el gaucho que tiene en mano la taba, en postura de tirar, la mira, callado, la hace dar vueltas al aire, tentadora; extiende el brazo, lo retrae, listo ya, pero sin apuro, esperando que don Servando se decida, y por fin, lo envuelve a este, con una mirada suave como terciopelo, fascinadora, y don Servando, tomando su resolución, como la toma el pájaro, al dejarse caer en las fauces de la serpiente:

-«¡Cinco al que tira! dijo.» Y ganó.

Y jugó diez, y jugó veinte, y jugó cien, y perdió, y ganó, y sin saber lo que hacía, jugó lo que tenía, sin contar; se empeñó, pidió prestado al pulpero, le dio sus vaquitas en garantía;   —205→   volvió a jugar, a ganar, a perder, tomó muchas copas, él, hombre sobrio, hombre de familia, blanqueando en canas, ordenado, que había formado su haber a fuerza de trabajo; y, después de la taba, hasta altas horas de la noche, quedó, febriciento, ciego, parado cerca del billar, al lado del coimero, jugando locamente al choclón; hasta que abombado, cansado, ebrio, arruinado como por un temporal repentino, fue a desatar del palenque su caballo, y se retiró.

La vorágine sigue dando vuelta. Los pesos de don Servando ruedan en ella, trayendo otros, y otros, y de todos los bolsillos van saliendo, cada vez más apurados, cada vez en mayor número.

Pero el dinero sacado del tirador para el juego, no vuelve al tirador; cambia ligero de manos, y al pasar de una a otra, siempre algo se resbala de la punta del torbellón, para el cajón de don Manuel Fulanez y de su coimero; hasta que, vacíos todos los tiradores y lleno el cajón, se acabe la reunión.



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ArribaAbajo- XXXII -

Las admiraciones de Tomasito


Don Tomás llamó a Tomasito y le dijo, con tono enfático, estas palabras: «Mira, hijo; el señor te va a enseñar a leer y a escribir. Anda con él al comedor, que allí darán la clase.» Y Tomasito, con su aire de zorrito, sin decir palabra, entró en el comedor, seguido del maestro.

Tomasito, en la ingenuidad de sus diez años, era bastante predispuesto a la admiración; pero si bien la concedía, sin reserva, a ciertas cosas, a otras, se la negaba rotundamente, y en vano se hubieran empeñado en hacerlo extasiar, donde él no veía más que motivos de crítica, de burla o de desprecio.

Bien había comprendido que su padre, penetrado de la necesidad de dar a sus hijos una instrucción, que a él nadie le había podido proporcionar,   —207→   exigía tácitamente para este dispensador de la ciencia, un respeto incondicional.

Pero, aunque lo hubiera querido, ¿cómo hacer entrar en su mentecita gaucha, consideración alguna, para un hombre que había llegado a pie a la casa paterna? ¡a pie! señor, ¡en el campo! Pero ni los turcos que van de rancho en rancho, para vender espejitos a diez centavos, o boquillas de hueso y cuchillitos, de esos que se cierran, dejan de tener un caballo, siquiera, para cargar con las cajas; y si no se atreven a montarlo, por lo menos lo arrean.

Tomasito era inteligente, y aprendió con facilidad lo que el maestro le enseñó: primero las letras, y después a juntarlas, y en fin a leer correctamente y a escribir y a contar; y se empezó a considerar algo superior al maestro, ya que él podía aprender lo que éste sabía, mientras él ni siquiera era capaz de bolear una gallina, con boleadoras de carne.

Una vez, Tomasito se lo había querido enseñar; pero el maestro se había cansado sin poderlo conseguir.

¡Qué! ¡un fracaso! Hasta de a pie, había sido chambón, el hombre.

El primo Atanasio, ese sí, merecía la admiración del muchacho.

Era un gaucho alto y fortacho, de tez morena,   —208→   que siempre andaba de chiripá y de bota de potro, con las boleadoras en la cintura y una cuchilla; pero una cuchilla que al que sólo le mirase el filo de frente, era capaz de cortarle la vista. Y daba gusto andar con él, recorriendo el campo, para recoger la hacienda. A los gritos que pegaba: «¡Vaacaa! ¡chua, chua, chua!» se venían los animales disparando para el rodeo, apurados por los perros que les ladraban, mordiéndoles el garrón, o prendiéndoseles de la cola, o atajándolos de frente, y esquivando los torpes cornazos que les tiraban las vacas enojadas. ¡Qué lindo andar galopando por detrás, en su petizo, con el primo Atanasio y gritar como él: «¡Chua, chua, chuaaa!»

Algunas veces, el tropel de la hacienda hacía levantar un avestruz asustado, que después de dos o tres rápidos dengues, echaba a correr, al trote largo, con las alitas emplumadas, infladas al aire, desafiando al mismo Pampero.

Descuídate, no más, Churri, que aquí está Atanasio. Y éste, espoleando el redomón, tratando, con una vuelta, de enderezar el avestruz al viento, desataba, galopando, las avestruceras, y llegado a tiro, las empezaba a revolear, hasta que, a cien varas, las soltaba, y, chiflando, iban las dos bolas de metal, a enredar irremisiblemente su trenza fina en las patas largas del pobre animal.

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A veces, no dejaba de disparar también a un charabón que Tomasito, siguiéndolo con el petizo, en las mil vueltas locas que daba, acababa por agarrar, encerrándolo, después, en un cajón, donde, todo el día, hacía oír su silbido triste Y monótono, desgarrador.

Esas eran las cosas que Tomasito admiraba, y no los libros, aunque viniesen con láminas.

Un caballo guapo o bien amansado, capaz de galopar veinte leguas, sin resuello, o de voltear un novillo de una pechada, también le infundía respeto. Se entusiasmaba por un pial lindo, y él también, a acertar alguno, dedicaba una constancia, un ardor, que nunca hubiera desplegado para resolver los problemas sencillos que le dictaba el maestro.

A su padrino, don Martín, un buen vasco de la vecindad, tampoco le mezquinaba su aprecio; pues cuando venía a la estancia, llamado por el compadre, para algún trabajo de fuerza, como componer el alambrado, o hacer la parva, o cavar un jagüel, se quedaba Tomasito, las horas, mirándolo trabajar, con pretexto de alcanzarle las herramientas. Y cuando el macizo pico de acero, levantado por los brazos hercúleos del vasco, estirados en escultural esfuerzo, volvía a caer, casi extrañaba el muchacho,   —210→   que alcanzase a rebotar, en vez de hundirse hasta el cabo, en la tosca despedazada.

¡Era lindo! pero, cuando hablaba con los demás chicuelos de su tío Juan, el domador, entonces le faltaban las palabras para ponderar sus hazañas, y sólo alcanzaba a decir: «¡Ese sí que es hombre!»

Le hubiera dado la palma, a no ser su admiración más irresistible aún para don Manuel Zelaya; ¡ah! cuando éste, de visita en la estancia, empezaba, después de templar la guitarra, a echar al cielo esas hermosas notas agudas, que salidas de las narices, desgarraban el tímpano, celebrando las virtudes de don Tomás y su hospitalidad generosa, el muchacho quedaba pasmado, embelesado. La boca abierta, los ojos como patacones, entraba en éxtasis, absorbiendo, conmovido, cada vibración del canto, dejándose arrebatar el alma en poéticos sueños.

El toro de cinco mil pesos, que el patrón acababa de mandar por el tren, era un lindo animal, y don Tomás, el padre, mayordomo del establecimiento, cuando lo fue a recibir a la estación, sentenciosamente se lo había hecho notar a Tomasito, su hijo, y éste lo admiraba, ya que se lo mandaban así: pero, lo que, en realidad, más le llamaba la atención, era lo elevado del precio que representaba esa bestia. ¡Cinco mil pesos!   —211→   ¡que montón de plata! y su imaginación infantil trataba de hacerse una idea de lo que podía ser semejante cantidad.

Lo mismo, más o menos experimentaba, -aunque sea mala la comparación-, cuando venía el mismo patrón, de paseo a la estancia, y que se escondía él, detrás de un sauce, arriesgando, de vez en cuando, una ojeadita, para contemplar la cara de ese hombre, que le habían dicho que era tan rico, y que poseía cinco estancias, y su asombro, si bien no encerraba un gran caudal de simpatía, por lo menos, era lo más exento de todo sentimiento vil de envidia o de odio.

Lo más natural era para él, como lo era para su padre, y para el último peón criollo de la estancia, que un hombre fuera muy rico y que otros no tuvieran nada: pues es edad afortunada, la niñez, tanto la de los hombres como la de los pueblos, en que la envidia no enturbia aún la sinceridad de la admiración, y en que la pobreza es tan llevadera que puede soportar, indiferente, el resplandor de la opulencia.



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ArribaAbajo- XXXIII -

Tropa de carretas


La lana está apilada, desde dos meses, en el galpón de la estancia, y los acopiadores han andado dando vueltas, tanteándolo a don Matías, ofreciéndole precios liberales; pero don Matías ha quedado inquebrantable en su resolución de mandar, como siempre, su lana a plaza, y de un día al otro, espera la tropa de carretas de don Bernardo Zurutuá.

El ferrocarril llega ya al Azul, y podría hacer don Matías, como muchos otros: mandar su lana enlienzada, en carros de caballos, hasta la estación, para cargarla allí en los vagones; pues así, en menos de ocho días -¡sí, señor-, a veces, está la lana en Constitución. Pero a don Matías le gustan poco todas esas cosas nuevas. Con el ferrocarril y los carros de caballos, dice que la   —213→   lana corre muchos peligros: primero, que para ponerla en los lienzos, se desatan a mentido vellones y se ensucian; la lana pierde en su condición y en su peso; después, los carros al llegar al Azul, tienen que esperar vagones, semanas enteras; si se deposita la lana, hay que pagar almacenaje; si no se deposita, hay que pagar estadía. En los vagones, estropean los lienzos y la lana; el viaje dura lo mismo un mes que ocho días; en el mercado Constitución, los depósitos están atestados de pilas; cobran una barbaridad por el depósito, y los compradores hacen lo que quieren, porque la lana ha perdido toda su vista, y que ellos aprovechan. Si todavía, en el flete, hubiera ventaja, pero ¿cuándo? No; nada de tren y vengan las carretas, las carretas de bueyes, lentas, es cierto, pero seguras, que conservan a la lana toda su vista. Echarán dos meses, puede ser, pero ¿qué importa? no le corre prisa por los pesos a don Matías, y los precios quizás suban.

Y quince días después, o quizás un mes, surgieron en el horizonte altas siluetas, recortadas sobre el límpido cielo crepuscular del otoño, las ocho carretas de don Bernardo Zurutuá, en larga procesión, majestuosas, en la solemne lentitud de la marcha acompasada de sus bueyes graves. Los collares anchos vienen cargados   —214→   de campanillas que, con su tintirintín melodioso, acompañan el canto de los boyeros, sentados en el pértigo; las paredes de las carretas, pintadas con colores llamativos como los de un juego de barajas, llevan el ingenuo lema: «soy de Bernardo Zurutuá» y de la lanza del techo, cuelgan los adornos de perlas multicoloras que, por su complicación, revelan cuán largas son las horas de ocio del tropero.

Don Bernardo Zurutuá, que viene sentado en la primera carreta, ha pegado el grito de ¡alto! a sus bueyes, y estos, sentándose, se han detenido. Don Matías se adelantó hasta el palenque, a recibir al tropero, conocido viejo, que desde muchos años, lo tiene de cliente fiel; y mientras pasan ambos a tomar mate y a charlar, una por una, vienen llegando y se paran las otras carretas, en dos líneas bien rectas.

Pronto, los bueyes, desuncidos, son llevados a la aguada por uno de los peones; han traído carne de las casas, el fuego ya crepita, el asador se para, la olla se llena, se ceba el mate, y no deja de hacer ya bordonear sordamente la guitarra, un aficionado empedernido, de quien la música apacigua el hambre.

Es oficio aquerenciador el de tropero: la carreta es para él, como el buque para el marinero, el hogar que, siempre y en todas partes,   —215→   lo sigue, lo lleva. Largos son y muchos sus días de reposo, pero también tiene sus horas de recio trabajo, de enérgico empeño, de labor seguida y constante, de sufrimientos y de penurias.

Los cañadones son, a veces, anchos y pantanosos, los arroyos hondos y barrancosos, y si trabajan fuerte los bueyes en ellos, tampoco descansan mucho los boyeros, a picanazos y gritos, salpicados y mojados; siempre aguijoneados por la inquietud de ver encajarse o volcarse la carreta.

«¡Chicoo! ¡Lindoo! ¡Palomioo!» Y picanean con rabia, haciendo retumbar, en la llanura, juramentos tan enérgicamente sonoros y tan poderosamente expresivos que parecen con ellos, soliviar la rueda, enderezar la carreta que bambolea, e impedir la catástrofe.

Se cargaron las ocho carretas. Hacía mucho calor y fue obra de cuatro días de rudo y penoso trabajo, el pisar bien y acomodar la lana, vellón por vellón, en esas cajas angostas, cubiertas de un zinc que quema. Y con los cueros de potro mojados, se prepararon los buches de atrás y de adelante, que se tragan arrobas y más arrobas, hasta quedar retobados como un tercio de yerba.

Por una mañana preciosa, alegre, sonó el grito:   —216→   «¡A uncir, muchachos!» y las largas coyundas de cuero fijaron con sus repetidas y simétricas vueltas, los yugos encorvados en la sumisa frente de los bueyes; y una vez todo listo, empezó el largo desfile de las moles, enormes ahora y pesadas, arrancada, una tras otra, por el esfuerzo poderoso de sus cuatro yuntas, estirándose, como para reventar, los largos tiros de cuero crudo, en un crujir inquietante de las ruedas en los ejes, suavizado por el melodioso tintirintín de las campanillas.

Don Matías queda, mucho rato, recostado en la tranquera, contemplando la tropa que se va perdiendo en los vapores de la lontananza, cual escuadrilla en el mar, y mentalmente calcula cuanto le producirá la lana. Los peones, sentados en el pértigo, picanean y gritan, apurando los bueyes; tratarán de llegar pronto al término del viaje, la plaza Constitución, al rededor de la cual, una vez llevados los bueyes a alguna chacra, y libres de toda preocupación, podrán encontrar los mil medios paradisiacos de gastar su plata, con que sueñan voluptuosamente, durante el largo viaje de la vuelta, los marineros, en el mar, el boyero, en el camino. ¿Alcanzarán para saciar sus deseos sobrexcitados por larga privación, los boliches, garitos y   —217→   fondines, con sus despachos de bebidas, de azar y de amor?

Don Bernardo Zurutuá, él, fuma melancólicamente: no se acuerda siquiera de suputar cuanto importará el flete de su carga, ni de repasar en su memoria la lista de los almacenes por mayor que le han prometido flete para sus clientes de la campaña. En pensamientos más graves está absorto: la Municipalidad de Buenos Aires ha decretado la clausura del mercado de la plaza Constitución, y este sera probablemente el último viaje que, con su tropa, pueda hacer a la ciudad. El mundo, para don Bernardo, se está estremeciendo en sus bases: piensa con tristeza en lo que será de él, cuando, vendidos los bueyes, podrirán lentamente las ocho carretas, que son parte de su vida; dirige a los ferrocarriles destructores de su industria secular, maldiciones enérgicas, y asegura, convencido, que «se acabó la América».



  —218→  

ArribaAbajo- XXXIV -

Las tres horas del día


Los gallos han cantado; del fondo del galpón, donde duermen los carneros, ha salido el cocorico ronco, rezongón, acatarrado del gallo más viejo de la estancia; y de todas partes, le han contestado los cocoricos vibrantes de todos los gallos diseminados por el monte; sonando como clarines, dianas alegres, unos, o retumbantes como trompetas de victoria; como de voz adormecida, otros, vacilante y cabeceando, en titubeos de sueño; algunos, tartamudeados por pichones que también quieren ser gallos; cruzándose, llamándose, incitándose unos a otros, como apostando a quién cante el último; y sería cosa de nunca acabar, si el gallo viejo no volviese a llamar a sosiego, con su voz grave. Se calma el bullicio, y parece más silenciosa la   —219→   noche... Impaciente, volvió a tocar dianas, un gallo joven, por la segunda vez; y aunque afirme el viejo que todavía no es hora, estridentes y precipitados, se vuelven a cruzar los cantos, contestándose sin cesar, del galpón al monte, de los techos a los árboles.

Una puerta se abre; reluce un fósforo, y en la luz fugitiva aparece, por un momento, la figura, envuelta en pañuelos, de un hombre emponchado, que prende el cigarro; al rato chilla en la obscuridad, la cadena del pozo. Se oye en el corral el ruido que, al rumiar, hacen las ovejas; y un caballo atado en el patio, hace crujir entre los dientes, restos de alfalfa seca. El horizonte se va poniendo vagamente blancuzco. Las estrellas, una por una, se apagan; las nubes matutinas se estrían en largas rayas, pintadas de todos colores y alumbradas de abajo por la divina lámpara oculta; los objetos vuelven a tomar su color, y de nuevo estalla el discordante concierto de las cien voces alegres, celebrando la cotidiana resurrección de la naturaleza.

Resopla el caballo, al ver que se le viene acercando el amo, con el pesado recado. Los perros bostezan, se sacuden, se estiran; y antes que haya asomado el sol, en el horizonte, el gaucho recorre con ellos la llanura, adivinando en las últimas sombras de la noche vencida, en los   —220→   primeros albores matutinos, los caballos que busca, y a los cuales ya relinchó el pingo en que galopa. El tiritón pasajero con que recompensa a sus admiradores, el sol naciente, les hace más intenso el placer de sentirse poco a poco empapados en luz y en calor.

Ha subido majestuosamente el astro radiante, bebiendo a traguitos el rocío, con sus rayos; ahuyentó las tinieblas, y en ellas arrolló a las alimañas errantes que entre ellas viven, vergonzosas y dañinas; espantó las pesadillas, el frío, la muerte en acecho. Renace la vida: de los corrales han salido las majadas; la sonoridad matutina del campo repercute los gritos de los peones que arrean las haciendas al rodeo, y con su clamoreo montan, al cielo, los balidos, en alegre rumor de vida exuberante.

Y mientras que en el campo, virilmente atareado, el hombre se entrega a sus violentas faenas, la mujer, en las casas, se conforma con desempeñar el único y exquisito papel, grandioso en su sencillez, que parece haberle confiado a la naturaleza, de criar sus hijos y de hacerse amar, dedicando sus afanes a preparar lo que, después del rudo trabajo, pueda reparar las   —221→   fuerzas exhaustas del esposo y proporcionarle momentos de voluptuosa quietud.

El sol, engreído quizás, por haber llegado tan alto, deja caer ahora sus rayos ardientes sobre la pampa desnuda. Atrae hacia sí los vapores del suelo, formando con ellos, en el horizonte, paisajes de ensueño, con grandes montes ilusorios que se reflejan en lagunas imaginarias. Las ovejas, cabizbajas, sacuden el hocico para espantar los gegenes, y la que recibe todo el sol en las costillas, se va, dando despacito vuelta al grupo compacto, para ponerse al reparo, dejando así desabrigada a otra que, pronto, también la sigue; y todas, incesantemente, se mueven y remolinean, fatigadas, caminando siempre en círculo, sin otro anhelo que de conseguir el alivio momentáneo de un poco de sombra.

Las casas están cerradas: las paredes arden, los techos de paja humean; todo trabajo es imposible y sólo se puede vivir inmóvil, y respirar donde no penetra el sol. Las gallinas, con el pico abierto y las alas levantadas, jadean. Poco a poco, el sol va bajando; sus rayos oblicuos agrandan las sombras; la majada se extiende y vuelve a pacer; se ensillan los caballos, después que, a largos tragos, han tomado agua y se reanudan los trabajos de la mañana,   —222→   pero con menos empeño, y como si la siesta, en vez de reanimar las fuerzas, las hubiera disminuido.

Hasta que el sol, cansado, él también, de tan largo paseo, apura su retirada; suelta en grandes nubarrones blancos, orlados de oro y de seda violeta, ribeteados de anchas bandas anaranjadas y purpúreas, los vapores que a sí atrajo durante el día, y poco a poco, desaparece entre mil hermosos juegos de luz, dejando embelesado al hombre, maravillado de tanta hermosura.

La tierra se adormece; parece hundirse en la obscuridad creciente, con todo lo que lleva; las estrellas, silenciosamente, van saliendo. Los animales soñolientos entran despacio al corral y se echan; el gaucho desensilla.

Mañana será otro día.



  —223→  

ArribaAbajo- XXXV -

Precursores


Un escocés, de cara colorada como un tomate, de genio alegre, decidor, muy acriollado, a pesar de su acento británico; quien siempre hubiera soñado con ir más lejos, si hubiese tenido la seguridad de encontrar allá el whisky especial que para él, se traía de la capital; un bearnés, cuyos ojos vivarachos discernían al momento, entre las vueltas de un negocio, donde estaba el clavo y donde la pichincha; dos vascos fornidos y bonachones, y unos cuantos criollos, porteños y provincianos, momentáneamente fijados con sus haciendas, en aquellos parajes, por algún capricho del destino, dispuestos todos ellos a internarse más, el día que surgiese el desconocido dueño del campo en que tenían sus animales, o que se viniese a tupir demasiado la población,   —224→   eran los más asiduos clientes de don José Cuenca.

Este, pampa neto, vuelto, a los años, vestido de gente y bastante instruido, -como bagual buscando la querencia, después de amansado-, a los pagos ocupados antes, o más bien dicho, recorridos por sus antepasados, y de los cuales lo había arrebatado la conquista, niño aún, había establecido una importante casa de negocio en aquellos despoblados confines de la civilización, donde el efímero dominio de cada choza era todo un condado, de varias leguas.

Hay hombres para quienes salir de la ciudad en la cual han nacido, aun para un paseo por las cercanías, es todo un asunto; que limitan sus aspiraciones geográficas a conocer la vereda de enfrente, y que se creerían perdidos si tuviesen que salir al campo.

Otros hay, al contrario, cuyos pulmones necesitan siempre más espacio, cuya vista requiere horizontes despejados y más extensos, siempre, que los que puede abarcar, y cuya actividad, en eterno movimiento, busca, con afán incansable, lo desconocido.

No es que siempre les guste la soledad y el silencio; no, pues el explorador, a más de pedir al desierto la satisfacción de la curiosidad peculiar de que está poseído, el gozo, realmente supremo,   —225→   de ser el primero de los hombres civilizados en ver lugares ignotos; y la viril y noble emoción, poderosa hasta la opresión, de descubrir, entre los valles, algún lago escondido que sólo los pájaros del cielo hayan cruzado; de vadear un río todavía sin apuntar en los mapas; de turbar el silencio, hasta entonces inviolado, de alguna selva impenetrable, o de poder dar un nombre a tal o cual montaña o cerro, también le pide la gloria, la fama, la admiración.

No le basta haber humillado por su presencia atrevida al lago misterioso, al río sin vadear, a la selva inviolada, a la montaña sin nombre; quiere que todos sepan que él ha sido el primero en pisar tal sitio.

De su conquista, no le queda generalmente nada más que la memoria de haberla hecho; ha corrido mil riesgos, arrostrado mil peligros, el hambre, la sed, los accidentes de todo género, las fieras y los salvajes, los enojos de la naturaleza y de los seres vivientes, sin buscar para sus trabajos, más compensación que la del aplauso, desdeñoso de los resultados materiales; pero el aplauso, lo busca, lo exige.

Muy diferente es el «pioneer», precursor también del trabajo, de la población y del progreso, pero cuya lucha tenaz con la Pampa indómita   —226→   tiene por objeto principal de obligarla a producir. Este no busca la fama; sus ambiciones no llegan a conquistar para la humanidad nuevos dominios; no lleva consigo instrumentos de observación, para tratar de enriquecer la ciencia con descubrimientos que podrían inmortalizar su nombre.

Tampoco le parece propio ir a internarse en regiones desprovistas de todo recurso, más allá de lo necesario para que los rebaños que lleva consigo y que le asegurarán la manutención, puedan pacer con holgura y aumentar sin reserva.

El que así se adelanta, también es hombre resuelto, valiente, dispuesto a arrostrar y a salvar los obstáculos de toda clase, con que se defiende el desierto contra los temerarios que le quieren arrancar sus secretos o sus tesoros. Pero si sus vistas son más modestas, si demuestra menos entusiasmo, menos arrojo que el explorador, su valor es quizás de mejor temple, menos quebradizo, más resistente, más duradero.

El explorador asusta al desierto; el pioneer lo subyuga; el primero planta el hito, el otro abre las vías; aquel voltea la fiera, este la dorna, la amansa, la domestica. Ambos gozan en su obra: febrilmente y violentamente, uno, como conquistador que vence y pasa, en las alas   —227→   de la victoria; el otro, saboreando despacio el inmenso placer de crear, imponiendo su dominación con serenidad, exigiendo del vencido el merecido tributo.

Y tales eran, en su ingenua audacia de simples pastores punteros, todos estos hombres venidos de tan distintas partes del orbe, a juntarse en el galpón de fierro y de madera que constituía la casa de negocio del pampa José Cuenca.

Así mismo, si se les hubiera preguntado cual era el motivo que más poderosamente los había impulsado a dejar toda clase de comodidades, para venir a vivir en ese semidesierto: si la ambición de acrecentar rápidamente sus rebaños, o el amor a las aventuras, o el atractivo de lo desconocido, ¿quién sabe si no hubieran podido contestar sencillamente que sólo las ganas de vivir a sus anchas, y la impaciencia de sentirse codeados?



  —228→  

ArribaAbajo- XXXVI -

El guacho


«¿Por dónde andará todavía ese hijo de perra?» gruñó don Ramón, apenas salido de su cuarto, después de la siesta; y mientras el capataz le contestaba por un ¿Quién sabe? poco comprometedor, doña Baldomera, la cocinera, se apresuró a decirle:

-«Señor, salió a repuntar los carneros.»

Refunfuñó don Ramón, pero quedó medio apaciguado por la piadosa mentira de la vieja; y ésta volvió a su cocina, añadiendo entre dientes: -«Si la madre fue perra, lástima que no seas el padre; los dos hubieran hecho buena yunta.»

Y mientras tanto, el guacho, por una hora, encontraba la vida buena y digna de ser vivida; su caballo escondido en la hondonada de un médano, estaba él en acecho, con su fiel compañero,   —229→   Baraja, un perro sin abolengo conocido, lo mismo que él, mirando ambos, sin moverse y sin respirar, la boca redonda de una cueva misteriosa, tratando de percibir cualquier ruido que de ella saliera. En la cueva había desaparecido un zorrino, perseguido por Baraja, y no era esa, presa de dejarla, así no más.

Pero pasaban las horas y el zorrino no se movía; el sol había bajado, y tampoco era cosa de arriesgar una paliza. Saltó a caballo, el muchacho, y dando vueltas entre las lomas, de modo que siempre le tapasen el bulto, apareció de repente a pie, tirando el mancarrón del cabestro, y arreando despacio los carneros, como después de haberlos pastoreado con la mayor vigilancia.

Lo retó, furioso, por supuesto, don Ramón, por no haber estado en las casas, cuando lo había necesitado; pero, como lo hubiera retado lo mismo por no haber estado en el campo, si lo hubiera encontrado en las casas, no había más que aguantar y sufrir la tormenta, como lo sabía hacer el muchacho, con toda paciencia, aunque viniera con granizo.

Un día que el guacho, muy niño todavía, había cazado en una laguna cuatro patitos recién nacidos y los ofrecía a un vecino: -«Si tuvieran madre, le dijo éste, bien te los compraría, muchacho;   —230→   pero así, solos, se los comerán los gatos o las comadrejas.»

Y el niño pensó que si él también tuviera madre, quizás recibiría menos palos y oiría más a menudo palabras de cariño, como esas que de lástima, le solía decir a veces doña Baldomera, la vieja cocinera.

Pero, aunque tratado como esclavo por el que se decía su tutor, poco se solía quejar, sufrido, como era, contendándose con buscar alivio a sus males en las escapadas, que con su fiel Baraja, podía hacer, entre los médanos, el monte o los pajonales, aprovechando para ello algún descuido del tirano.

No siéndole permitido conversar con nadie, ni jugar con ningún muchacho, se había acercado a los animales; con Baraja, conversaba de veras, le contaba sus penas y le explicaba sus proyectos, y era de ver en los ojos del perro, y en los movimientos de su cola, como todo lo entendía perfectamente.

Juntando sus instintos y sus aptitudes, habían conseguido conocer las costumbres, mañas y modos de vivir de cuanto bicho existe en la Pampa, de tal modo que aquel al cuál habían echado los puntos, difícilmente les escapaba.

Ni al zorro, entonces, le lucían sus vivezas, ni al tero, sus gritos, ni al avestruz, sus dengues,   —231→   ni al venado, su ligereza; ni con su desliz silencioso, ni con sus erguimientos enojados se salvaba la víbora, ni la perdiz, con su más completo arrasamiento. Bien podía la nutría echarse a nado, la vizcacha entrar en su cueva, disparar el peludo o volar el cisne, todo era presa segura para las piernas ágiles, las diestras manos, el ojo certero del guacho. Su observación penetrante, su destreza infalible, su intrepidez, su paciencia a toda prueba, su energía indomable, su gran fuerza física, su sangre fría superior a toda sorpresa, su resolución rápida, inmediatamente puesta en acción, hubieran hecho de él, dirigidas por mano paterna, o sólo cultivadas por el amor materno, todo un hombre. Bien lo decían sus grandes y hermosos ojos, donde también hubieran tenido su sitio la ternura y la bondad, si las crueldades de la vida no las hubieran ahuyentado para siempre.

Sucedió que una tarde, se dejó estar con Baraja, en el campo, algo más que de costumbre: captivado probablemente por las idas y venidas de toda una familia de cuises, que soñaba de tomar vivos; y cuando volvió a la estancia, de noche casi cerrada, se encontró en el palenque, con su verdugo esperándolo; y ni las suplicaciones del muchacho, ni las preces   —232→   de doña Baldomera, ni las miradas de humilde reprobación del capataz, impidieron la tormenta de resolverse en los hombros del guacho, en brutal lluvia de rebencazos. Baraja, primero, suplicó también con los ojos; pero, pronto, gruñió, enseñó los dientes, y al fin, se abalanzó y mordió en el brazo a don Ramón. Lo mordió poco, casi respetuosamente, como quien se ve obligado por las circunstancias, a llamar al orden a un superior.

Don Ramón dejó de castigar al chico, sacó el revólver y apuntó al perro; pero pensó quizás que no podía ser esto, para él, un simple caso de defensa propia, sino que se debía a semejante desacato de su autoridad suprema, la reparación de una ejecución en forma, y con calma aparente, se fue a su cuarto, tomó una escopeta, la cargó, y descerrajó al pobre Baraja los dos tiros, yéndose el perro a morir por allí, entre los yuyos de la quinta.

El muchacho lo siguió, besó con lágrimas su cabeza de amigo fiel, y volvió a las casas, envueltas ya en las tinieblas de la noche y en un silencio tan denso que parecía protesta contra la mala acción cometida. Don Ramón le mandó se quedase de plantón, toda la noche, al pie de su cama.

Cuando amaneció, el guacho, protegido contra   —233→   sus posibles perseguidores, por toda la astucia que le podía inspirar su ciencia profunda de las artimañas propias de los bichos de la llanura, había desaparecido, llevándose uno de los mejores caballos de la estancia; y el capataz encontró a don Ramón, muerto en su lecho, degollado.

A su llamada, vino doña Baldomera; y la vieja mujer, en presencia de ese cadáver, sacudida por tantas emociones, enjugándose los ojos con el delantal, sólo pudo murmurar, sollozando: «¡Pobre guacho!»



  —234→  

ArribaAbajo- XXXVII -

Gente rica


Don Enrique Pérez, llegado de su tierra, sin más capital que sus brazos y sus calidades nativas de amor al trabajo y de economía, había llegado, después de muchos años de empeño, a poseer una estancia importante, que él mismo administraba. Y la administraba con una rigidez y una parsimonia que, si bien le daban buen resultado, también pesaban fuertemente sobre los puesteros, peones y demás gente pobre sometida a su yugo de fierro.

Duro era para sí mismo, sin haber podido perder, con la fortuna, la costumbre de privarse de todo, contraída y profundamente arraigada en él, durante los años de pobreza y de lucha; pero más duro aún, por supuesto, para los que todavía trataban de salir, ellos también, de su   —235→   estado precario, tarea que les hacía difícil la vigilancia de su avaricia quisquillosa. Les contaba los bocados, y ya que sólo la carne les daba, por ser el alimento más barato y más indispensable, la carne les mezquinaba, como para mantenerlos siempre en el estricto límite del hambre.

No comprendía, ignorante de toda ley moral, que el ser rico impone deberes más nobles y más sagrados que el de aumentar su riqueza; y al encontrar, días después de haberse ido un puestero cargado de familia, a quien había negado el suplemento que le pedía, de medio capón por semana, un pozo lleno de cueros podridos, ni un momento le cruzó por la mente la idea de que el verdadero culpable era él.

-«¡Pero, mire, don Antonio, si son canallas!» exclamó, dirigiéndose al capataz que lo acompañaba; y éste, un buen gaucho, ya maduro y lleno de esa filosofía serena, que da la ausencia de toda clase de ambición, y que injustamente, porque no la entienden, tachan de cachaza los patrones, le contestó por un «¡caramba!» tan sin convicción, que, más que su conformidad, significaba que lo lindo, en este mundo, sería que los ricos también dejasen vivir a los pobres.

Y a la noche, después de la cena, en la cocina   —236→   de los peones, don Antonio, en voz baja, contó la cosa, y todos estuvieron contestes en que era bien merecido, y que realmente, son pocos los ricos que saben hacerse perdonar su fortuna.

El que no es avariento, tira la plata en pavadas, en cosas de puro lujo, y no piensa siquiera en mejorar en algo la triste vida del trabajador: al gaucho porque es gaucho, al gringo porque es gringo, lo desprecia, aunque bien se dé cuenta de las aptitudes peculiares de cada uno, y perfectamente sepa aprovecharlas. ¡Quién los ve! tan enceguecidos por la vanidad, tan campantes en sus fueros, mirando a la gente como si le fueran superiores, hablando de sí como de los únicos creadores de lo que hace su riqueza; y en vez de la admiración que se creen merecida, consiguiendo sólo hacerse objeto de odio y de risa.

Probablemente para evitar ese escollo, o por haberse sentido, quizás, hecho de masa bastante inferior, se le ocurrió a don Fermín Zubirrúa, a medida que aumentaba su fortuna, acentuar más y más, en su persona y en su modo de vivir, las manifestaciones exteriores de la pobreza; a las aristocráticas compadradas y al orgullo relumbroso del que por demás ostenta su riqueza, opuso él la compadrada grosera, pero siquiera original, de empañar toscamente su propio orgullo   —237→   en harapos, fingiendo ser un pobre, aunque poseyera millones. Y su gloria era poner de incógnito, frente a frente, en visitas inopinadas, su chiripá mugriento con el traje elegante de algún estanciero refinado.

Al tranco, se acerca al palenque de la peonada, un gaucho humilde, vestido pobremente, de chiripá descolorido y de manta de algodón, calzando alpargatas, y con un sombrero relavado, cuyo aspecto canta la larga y agitada vida. Sólo el caballo y los aperos indican que no es, el visitante, cualquier gaucho ruin.

-«¡Ave María!» dice, y lo convidan a bajarse. Hace rueda con los peones; toma mate con ellos, conversa un rato y pregunta tímidamente si se puede hablar con el patrón.

Y uno, que por la laya del individuo y por lo que ha oído contar, medio sospecha quien es, va a avisar al patrón, sin descubrir el secreto, prometiéndose gozar de la función.

El estanciero, después de haberle mandado decir que no necesita peón, al oír que insiste y viene a ver si le quieren comprar los novillos, manda que pase adelante:

-«¿Qué se le ofrece, amigo? le dice con aire protector y con el sombrero puesto.

-Buenas tardes, señor; contesta don Fermín, dándole vuelta entre los dedos al chamberguito   —238→   desteñido; venía a ver si me quería usted comprar unos novillitos que tengo.

-¿Para matadero o para invernada?

-Para matadero, señor; están gordos, y como sé que usted manda tropas...

-¿Cuántos son? pregunta el estanciero, pues no me conviene molestarme por unos pocos animales.

-Tengo dos mil en una estancia, y tres mil en otra, señor, contesta con fingida sencillez, el fingido gaucho.»

Y experimenta satisfacción sin igual, al verse inmediatamente agasajado por el desdeñoso de hace un rato, quien comprendiendo que se las tiene con don Fermín Zubirrúa, conocido por su manía, se confunde en saludos y en atenciones.

Don Fermín goza; preferiría quizás, en el fondo, que adivinaran en él al millonario, a primera vista, a pesar de su vestimenta, pero bien sabe que es imposible, y de ello se consuela, al pensar que, si así lo adivinasen, creería él que estaban sobre aviso. Goza; se siente invadido, penetrado, hinchado por el orgullo recio y necio, inmenso y tonto, de haber sabido poner de relieve, sobre la pantalla obscura de su simulada pobreza, toda la brillantez de la fortuna de que lo saben dueño.

  —239→  

-«¡Cuánto valdré, piensa él, para que a pesar de mis harapos, me agasaje tanto ese dandy vanidoso!

-Tu plata es la que vale, compadrón,» piensa el huésped.

Y los gauchos, que desde lejos, están mirando, no atinan a comprender que ninguno de estos astros dorados por la suerte, y que tanto se empeñan en lucirse de algún modo, sepa dar en la tecla, dejando caer en el pobrerío, para que lo refleje en la pantalla de su agradecimiento, un rayo de su luz, en cualquier forma que sea.



  —240→  

ArribaAbajo- XXXVIII -

El jagüel


-«¡Caramba! esta vez, no hay mas remedio que arreglar el jagüel, y pronto; y pasado mañana, empezar a tirar agua.»

Así rumeaba don Anastasio Soleyro, al ver que todas las lagunas, en su campo, estaban secas y que se amontonaba la hacienda en cualquier charco barroso, para disputarse la poca agua turbia que allí quedaba.

Y a don Anastasio no le causaba ninguna gracia tener que emplear tiempo y dinero en tirar agua. ¡Tirar agua! ahí tienen palabras que suenan feo al oído del hacendado; trabajo fastidioso y gasto sin compensación; y no hay más que hacerlo, y ligero, para que no se desparrame la hacienda en los campos linderos.

Don Anastasio galopó hasta el jagüel, abandonado   —241→   desde dos años, por no haberse necesitado, y vio que estaba bastante desmoronado, que los tres álamos que sostenían la roldana estaban todavía de pie, pero completamente podridos, y se fue para la estancia a hacerlo preparar todo.

Mandó avisar al vasco don Martín, para que viniese el día siguiente, sin falta, con el pico, a cavar el jagüel; hizo voltear tres álamos gruesos, de las hileras que cercaban la quinta; buscó en el galpón la soga de cuero crudo torcido que especialmente se reservaba para tirar agua; mandó atar el carro para llevar la represa y las bebederas de madera, que todavía estaban en regular estado, y un tarro de bleque, para pintarlas; cuatro postes y alambre para hacer un cerco que las protegiese; palas y demás herramientas. Pero constatando con dolor, que la manga, hecha de un cuero de potro, era ya completamente inservible, no vaciló; hizo traer la manada al corral, enlazó una yegua gorda y vieja, la degolló, y sin desdeñar de poner a un lado los matambres para adobarlos y hacer un asado, reservó la grasa, siempre tan útil para mil cosas; después, cortó el cuero, redondeándolo, para coserlo al rededor de la gran argolla de fierro, con las mismas lonjas que de él había sacado, de modo que el   —242→   pescuezo formase, como un caño de embudo; llenando con pasto la manga así improvisada, para que, al secarse, no se fuera a encoger.

El día siguiente, el vasco, con dos peones, y la ayuda de un muchacho que, montado en un petizo, tiraba afuera la manga, limpió el jagüel, enderezó sus paredes, destapó las vertientes, y lo ahondó hasta darle más de un metro de agua.

En los dos años, durante los cuales han estado siempre con agua las lagunas, bien han podido las vacas olvidarse del jagüel; y así mismo, apenas el muchacho, con su petizo echándose sobre la cincha y haciendo fuerza, empezó a hacer chillar el eje mohoso de la roldana, cuando ya algunos animales viejos paran la cabeza y miran por ese lado.

Y al cesar, por un momento, el rechino de la roldana y del molinillo de la represa, cuando sordamente suena, al caer a manojos, el agua, que se desploma en catarata sobre la represa vacía, se paran más cabezas, como soñando, en su actual penuria, de regueros abundantes y límpidos, vertidos, a hora fija, en aquel mismo lugar.

Vuelve a hacerse oír el chillido de la roldana, y vuelve a caer la catarata, y el agua empieza a correr de la represa a las bebederas, con su cantito   —243→   suave. Ya se acordaron los animales sedientos; no necesitan más llamada; uno por uno, todos, con lentitud, se vienen acercando, siguiendo paso a paso, la sendita vieja y casi borrada que lleva al jagüel.

El muchacho sigue yendo, viniendo, silencioso, en el petizo que hace fuerza; y monótono sigue el crujido del eje, seguido, al rato, por el estrepitoso derrame del agua en la represa.

Tímidas, se paran las vacas, como pidiendo permiso, como si dudasen que sea para ellas el agua que ahora sube en las bebederas, clara y limpia. Tanto ruido las asusta; vacilan; pero pronto se atreve una, estira el hocico, toca el agua, se echa atrás, vuelve y ahora bebe a grandes sorbos, sosegada y voluptuosamente, el agua sana, que para ella el hombre ha sabido sacar del seno de la tierra.

Las bebederas y la represa están llenas; el muchacho se apea y deja resollar el petizo, mirando la hacienda que tranquilamente bebe y, satisfecha, se retira a comer. De cuando en cuando, vuelve a tirar algunas baldeadas y descansa.

Pero, según se conoce, no faltarían clientes si se les dejara hacer. No todos los vecinos han tenido la precaución de don Anastasio, y también conocen la melodía del jagüel, sus animales   —244→   sedientos. Al trote largo, de otro campo, se viene una manada, con su padrillo al frente, las orejas paradas y relinchando, pidiendo o exigiendo, -no se sabe-, su parte del festín. «Pues, señor, no faltaría más,» piensa el muchacho, y saltando en el petizo, les pega a los intrusos una corrida jefe.

-«¿Qué tal anda el jagüel, Pedro?» le pregunta al peoncito, don Anastasio, cuando viene a almorzar.

-Bien, patrón. Mana lindo, contesta Pedro; y toda la hacienda ha tomado agua a gusto.

Don Anastasio Soleyro, con esta noticia, puede dormir tranquilo; las vacas se sostendrán; no hay peligro que se le vayan, y por fin, habrá gastado veinte pesos, entre todo.

A su vecino Demetrio, no le salió tan bien: tenía este seiscientas vacas, en campo arrendado, y como se le vencía la contrata a los dos meses, no quiso arreglar el jagüel. Trató más bien de vender las vacas; le ofrecieron diez y ocho pesos: le pareció sacrificio y quiso seguir esperando, pero siempre, sin tirar agua y tan bien esperó, que salvó los veinte pesos que esto le hubiera costado, pero tuvo que aceptar por las vacas enflaquecidas, diez y seis pesos, y ¡por suerte!

  —245→  

Así lo contó el mismo, ingenuamente, a don Anastasio, mientras este estaba viendo dar agua a su hacienda; y un hornero, que ya estaba edificando su nido en los palos del jagüel, al oír el cuento, no pudo contener la risa.



  —246→  

ArribaAbajo- XXXIX -

Fueron toldos


Indicados en el medio de una zona como de ochenta leguas cuadradas de pampa, cuya venta decidió el gobierno, aparecen los «Jagüeles de Pincen.» Están marcados en el plano con tres manchitas azules que significan aguadas, y en la leyenda, vienen tan pomposamente descriptos por el rematador, que casi le sugieren al lector ideas de paraíso terrenal, de tierra fecundada por varias generaciones, y de asombrosa fertilidad. Y ¡cómo no! ya que Pincen, en otros tiempos, cacique sin rival en toda aquella comarca, eligió ese sitio para campamento de su tribu, no puede haber duda que reúna condiciones especiales: pastos inmejorables y agua dulce, por lo menos, pues Pincen, debía, mejor que nadie,   —247→   conocer los secretos de la Pampa y saber aprovecharlos.

Y el objeto ansiado del penoso viaje, fue de encontrar, cuanto antes, en la llanura, quemada por la persistente sequía, los famosos jagüeles de Pincen. Después de mucho andar, de cansar caballos, entre los sotrocos de esta tierra sin pisoteo, de perder el rumbo veinte veces, entre los escasos y mezquinos mojoncitos oficiales, de dudosas indicaciones, y escondidos entre las pajas, se acabó por encontrar, en la cuenca de un médano, tres pequeñas lagunas. No había, ni podía haber la menor duda: ahí era el antiguo sitio de las tolderías del cacique; y más que todo, lo confirmaba la presencia de innumerable cráneos y huesos de yeguas, quemados unos, muchos enteros, restos de festines pasados.

¡Pobre Pincen! Las rastros dejados en la pampa por su poderosa tribu, no dan gran idea de las delicias de su vida errante.

Y también establecieron los viajeros su carpa, donde habían sido toldos. El agua era poco abundante, pero dulce, y esto sólo era, para los caballos, un gran alivio, después de las penurias de los días anteriores.

Donde ha habido toldería, siempre hay agua; y donde hay agua, forzosamente, la vegetación es algo menos pobre que en otras partes; pero si   —248→   el pasto no ha desaparecido para siempre de donde pisaron los indios, como decían que sucedía donde pisaba el caballo de Atila, tampoco ha crecido tupido ni más refinado.

En su estadía secular, y siempre momentánea, de aborígenes nómadas, no han fecundado nada; nunca, de sus manos sangrientas, ha caído semilla que prospere, ni ha germinado, en todas esas frentes estrechas y bajas, más idea que repugnantes instintos de rapiña, de crueldad, y de hartadas bestialmente compensadoras de hambres acumuladas.

Sobre los ceñudos arcos de sus ojos oblicuos, pesaba también el instintivo recelo de la fiera que siempre se siente amenazada, hasta en los recovecos de su guarida; y fácilmente se adivina que así era, pues de los toldos de Pincen, aunque fueran disimulados en un hueco, se podía divisar, por pequeñas abras, todo el horizonte, notar cualquier movimiento sospechoso en la Pampa, y huir, desaparecer rápidamente, entre las ondulaciones arenosas de la llanura, en guardia siempre contra la sorpresa fatal, viniera de otros indios, envidiosos y traidores, o de los cristianos exasperados ya por los malones repetidos, el saqueo de sus poblaciones, el arreo, burlón y ruinoso, de sus haciendas, el espantoso cautiverio de sus familias, el asesinato de sus   —249→   hermanos, el continuo retroceso de su pacífica conquista del desierto.

Donde fueron toldos, fácilmente se oye zumbar el alma india, y surge de las aguas azules de las tres lagunitas, en el circo formado por el médano, la visión del pasado, tan reciente, por lo demás, que la civilización todavía, apenas piensa en borrarlo: alaridos y galopes, carreras locas de figuras endemoniadas, desnudas y moviéndose en los caballos, como sólo centauros lo podían hacer, blandiendo la temible lanza; orgías repelentes; horrorosos sufrimientos de las cautivas cristianas, entregadas a los feroces amores de semejantes amos, menos crueles cuando matan que cuando aman; y las evasiones emocionantes, y las epidemias de viruela, asoladoras, que casi destruyen tribus enteras, a pesar de los conjuros ingenuamente sanguinarios de las brujas, tanto más temibles para sus víctimas, cuanto más temerosas, ellas, de las amenazas del cacique.

Y se admira uno de que tan débil fantasma, haya tenido en jaque, durante tantos siglos, al invencible poder de toda una civilización armada. Es que quedaba escondido detrás de la transparente, pero misteriosa valla de la Pampa desconocida, y que la imaginación latina, siempre dispuesta a abultarlo todo, vacilaba en arremeterlo.   —250→   Ahora que el ventarrón, desencadenado a la voz de jefes audaces y serenos, lo volteó, barriendo de la llanura sus toldos miserables, al solo flameo de la bandera argentina, queda abierto el desierto al esfuerzo civilizador, y se disolverá pronto hasta el recuerdo nebuloso de este pasado de pesadilla.

Vendrá, -vino, y ya pasó-, la cueva del pioneer solitario y nómada todavía, que arrea sus rebaños, sin más rumbo que el de «siempre más allá», y surgirá poco después, el rancho, bien humilde, por cierto, pero que, a pesar de su pequeñez, toma ya real posesión de la pampa desierta; modificando de tal manera su horizonte que el viajero que vuelve de más afuera, al ver, en un solo golpe de vista, tres de ellos, en tres leguas cuadradas, exclama, convencido: «¡Está muy poblado por acá!» Y más tarde, -no mucho más- la estancia, con su buena casa, sus galpones y sus alambrados, sus montes y sus cultivos, sus rebaños mansos y altamente productores, habrá borrado de la mente de los hombres que ahí mismo, fueron toldos.



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ArribaAbajo- XL -

Diversiones amenas


Impasible, detrás de su mostrador, protegido por una fuerte reja de fierro contra posibles intrusiones, -pues la cultura relativa que permite hoy, en casi todas partes la supresión de estas defensas, estaba entonces, por aquellos pagos, apenas en sus albores-, don Manuel Fulanez contemplaba el espectáculo, monótono para él, que cada día lo presenciaba, fastidioso para el transeúnte indiferente, serio y triste para el pensador, de los estragos morales y físicos que puede producir en el hombre, y particularmente en el hombre algo primitivo, el despacho del alcohol, hecho sin más medida que la capacidad tragadora y pagadora del infeliz parroquiano.

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Eran sólo las diez de la mañana, y día de trabajo.

-«Pero, decía el viejo Cipriano, ¿por qué será que los llaman días de trabajo? Para mí, los días de fiesta son todos los en que tengo pesos o algún amigo que me convide; y los de trabajo, los pocos en que, a la fuerza, tengo que buscar conchabo, por no tener ya en que caerme muerto.»

Y al hacer su babosa y filosófica declaración, el gaucho, medio se levantó del banco de madera en que estaba, más bien que sentado, aplastado, estiró el brazo hacia la media cuarta de caña, que había empezado a tomar, -era la tercera-, y de un trago, la acabó de vaciar.

Era su ración, en las mañanas de los días que llamaba él, de fiesta. Se dejó caer otra vez en el banco, rezongó que «ya le habían echado agua a la caña», y después de un momento de valiente pelea contra el sueño, echó a roncar.

Al rato, entró su gran amigo, don Benjamín, que venía en busca de provisiones para su casa; por un verdadero fenómeno de intuición, lo sintió, y entreabriendo sus ojos velados por la embriaguez, balbuceó con voz impedida: «Tome algo, don Benjamín,» y se volvió a dormir.

Don Benjamín era hombre más juicioso; pero de cuando en cuando, también se dejaba enredar   —253→   por la tentación: tomaba un inocente vermouth, como para no desairar al prójimo, y que no dijeran que se hacía el virtuoso; después, tomaba otro, para que no anduviera rengueando el primero; y otro, porque el anterior le había dejado un gustito en la boca; y otro más, porque ya se iba; y el siguiente, porque no se había ido, y después, porque quería acabar la botella; y seguía tomando vermouth, hasta no tener más apetito que para bebidas más fuertes, como el ajenjo, la caña o la ginebra, y ya andaba de resbalón seguro.

Cuando, al rato largo, despertó el viejo Cipriano, oyó que su amigo don Benjamín, discreto y de buenos modales, en ayunas, le hablaba al pulpero, en tono muy seco, reprochándole su mala fe, tratándolo como puede tratar al usurero que le ha prestado dinero y se lo viene a reclamar, cualquier caballero. Los ojos le chispeaban, las palabras salían de su boca, sonantes, cortantes y chocantes, irónicas, altaneras, injuriosas, por el tono más que por sí mismas, y don Cipriano comprendió que su amigo Benjamín estaba «algo divertido.»

-«Deme una botella de caña, para llevar, dijo éste a Fulanez, y no me la rebaje, ¿oye? que la quiero doble ¿oye?»

Y Fulanez, con la paciencia del pulpero que   —254→   aguanta tanto más cristianamente las injurias, cuanto más judaicamente las apunta en la libreta, en forma oculta, le trajo lo que pedía. Don Benjamín quiso probar la caña; le tomó, -dijo él-, olor a vermouth Torino, y después de un breve altercado con el pulpero, desdeñoso, volcó en el patio, desde el umbral de la puerta, el contenido de la botella; y se la devolvió al comerciante, diciéndole:

-«Lave esta botella y vuélvala a llenar.»

Dos italianos recién venidos, que estaban ahí, almorzando con queso del país, galleta y agita, lo miraban con tamaños ojos.

-«Está medio divertido, don Benjamín, pensó Cipriano.

-Sírvase algo, Cipriano, le dijo éste.» Y empezaron ambos a convidarse mutuamente, alternando las copas de bitter con las de ajenjo, y las de caña con las de ginebra, y a medida que ingurgitaban mayor cantidad de veneno, la tensión de los nervios se acentuaba; de irónicas, volvíanse provocantes, las palabras, y dirigía don Benjamín a cada uno de los que entraban, alusiones tan hirientes, apodos tan injuriosos, que se conocía que hasta los más mansos quedaban resentidos, y que los cuchillos se estremecían en las vainas.

  —255→  

-«Está divertido, don Benjamín, pensó Cipriano.

-¡Mozo! deme cohetes,» gritó aquel.

Y encendiendo un mazo de cohetes de la India, lo tiró sin dar tiempo para nada, en medio de la docena de caballos atados en el palenque, lo que produjo un desbande general, con cortaduras de cabestros y disparadas de ensillados; provocando protestas enérgicas, contra «los borrachos que no se podían divertir, sin hacer daño.»

-«Está bastante divertido,» don Benjamín, siguió pensando Cipriano.

Y don Benjamín, que había oído la palabra borrachos, se empezó a enojar y preguntó con tono acerbo: a quién le parecía que él anduviera borracho.

Y como cayeran sus ojos, torcidos por la ebriedad, en los de un muchacho que lo miraba, más bien con curiosidad que de otro modo, se aproximó a él, cuchillo en mano, desafiándolo.

-«Está muy divertido,» susurró Cipriano.

Pero el joven, aunque bien sintiera que era pura parada de hombre mamado, al verse amenazado, y al oírse tratar de mocoso, se le enderezó, sacó la cuchilla y le pegó al agresor un tajo en la cabeza, cortándole el sombrero, y algo también, el cuero.

  —256→  

Al ver correr su sangre, se creyó muerto don Benjamín; soltó el cuchillo y se dejó caer en el suelo, llorando mares.

El viejo Cipriano le sostuvo la cabeza, le vendó mal que mal la pequeña herida, con un pañuelo, que empapó, suspirando, con la caña que le quedaba en el vaso y dijo:

-«Está completamente divertido, don Benjamín.»



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ArribaAbajo- XLI -

Para alcanzar el tren


Resolvió el patrón salir para la ciudad el día siguiente, y hubo consulta entre él, el mayordomo y el capataz, para decidir cuál de los dos caminos era preferible.

La estancia quedaba a sólo catorce leguas de una estación del ferrocarril del sud, y a veinte de una del oeste; pero, para llegar a la primera, había que cruzar mucho campo bajo; había llovido bastante, y los cañadones, arroyos y pantanos del camino estaban en un estado tal, que sólo el pensar en las dificultades del viaje hacía erizar el pelo. -«Ni con veinte caballos, llegamos, dijo el mayordomo; sin contar que van a quedar estropeados para todo el invierno.»

Y se acordó ir por el oeste, a pesar de no haber huella, en una gran parte del camino, y   —258→   de ser, por lo menos, de veinte leguas, la tirada. Pero era por campos altos, bastante parejos, donde no había más que meterle trote seguido.

El tren pasaba a las seis de la tarde, hora linda, que permitía aprovechar todo el día entero para alcanzarlo; con condición de madrugar, pues era en invierno, con días muy cortos, y teniendo los caballos poca fuerza, no se podía pensar en apurarlos.

A la tarde, hizo juntar el mayordomo las dos manadas de caballos y encerrarlas en el corral; y seguido del capataz y de dos peones, armados de bozales y de cabestros, penetró, caviloso, abrumado, al parecer, por el peso de sus meditaciones, en el entrevero inquieto de las grupas en movimiento, que se encogen, o disparan, o reculan, ondeando sobre la estacada movediza de la patas nerviosas, que pisotean el suelo con estrépito, y patalean, en perpetuo susto.

-«Cuatro mudas de cuatro caballos, y llegaríamos volando; pero ¿de dónde saco ocho caballos de pecho? Juan, agarra los dos tordillos; Pedro, saca el rosillo y el malacara.»

Esto ya se sabía de antemano; eran los cuatro de siempre; comían maíz, trabajaban sólo en las grandes ocasiones y se mantenían gordos; pero ¿después? y mientras la agarrada de los indicados daba lugar a un revoltijo general de la   —259→   caballada, seguía pensando el mayordomo. Poco a poco, a fuerza de consultar con el capataz, de mover y remover los animales, de eliminar a los maulas, a los flacos, a los lastimados, a los mañeros, se pudo formar una tropilla regular de laderos que, a pesar de la mediocridad de algunos de los de pecho, salvarían la situación.

Y durante toda la noche, alrededor de los pesebres improvisados en el patio, hubo ruidos insólitos de mandíbulas quebrando maíz o mascando pasto, entreveradas con pateaduras y coces sonoras en las carretillas llenas de alfalfa, y también en los flancos vacíos de aquellos mancarrones que, siempre mantenidos a campo, ignorantes de las costumbres sociales, y demasiado tímidos para imponerse, trataban de acercarse al pesebre, sin haber sido presentados; festín precursor de grandes fatigas, pero festín, no más, y quedaban pocas migas, cuando apareció el farol vagabundo del mayordomo, empezando este, con voz imperiosa, a despertar a la gente.

Las estrellas pestañeaban, como cayéndose de sueño, después de tanto velar, esperando que el sol, todavía lejano, las viniera a relevar.

Hacía frío, y en la obscuridad, aun bien espesa, pronto se movieron sombras, que, tiritando, empezaron a desatar de los postes, los caballos medio dormidos. En la cocina, crepitó un fósforo,   —260→   y, al rato, brilló, el fuego, reanimado de las brasas por la humilde vestal del fogón, saliendo en seguida por el techo las espiras del humo. El mayordomo golpeó a una puerta, llamando: -«Patrón, son las cinco;» por la segunda vez, cantaron los gallos, y, poco a poco, se fue animando el patio, con los bulliciosos aprestos de la salida.

Al breque, sacado del galpón, eran arrimados los caballos, aperados por los peones. No faltaban reniegos y puntapiés a los mancarrones, ni rabietas del mayordomo contra su gente, por dormidos, unos, por torpes, otros. Una hebilla que se corto, pareció todo un acontecimiento: «¡Estamos frescos, ahora!» gritó el mayordomo; pero el capataz, sin decir palabra, cortó ligero un tiento, sacó la lesna plantada en la pared del rancho, y, en cinco minutos, puso todo mejor que nuevo.

Se abrió ya la puerta del patrón; listo, él, bien emponchado, de guantes, con las botas finas y el sombrerito gacho, gallardamente colocado, la escopeta a la espalda, no se necesita mirarlo dos veces para adivinar quién es; y mientras la cocinera le sirve el café, los peones llevan al coche las diversas piezas de su confortable equipaje de hombre refinado.

Aclara; las estrellas van desapareciendo; los gallos cantan por última vez, antes de bajar al suelo: «Cuando guste, patrón,» avisan; y después de una despedida, cariñosamente protectora, a la cocinera y a los peones, el amo sube en el breque, dejando, por ahora, que el mayordomo maneje.

Empieza el viaje largo.

-«¡Brrr!... no hay mosquitos, esta mañana,» observa el patrón, envolviéndose en sus cobijas.

-«Los hemos de ver más tarde,» contesta el mayordomo. Y efectivamente, sí, a las seis, hace frío, a las diez, habrá sol bastante para que, en los bajos, no dejen de fastidiar en grande, mosquitos y gegenes. Y el sol picará, a pesar de estar en invierno, y calentará casi demasiado, por un costado, hasta las doce, para, después, calentar por el otro, hasta la llegada, oblicuo y fastidioso, más y más, a medida que va bajando.

Parándose, de vez en cuando, para mudar caballos, para almorzar con las provisiones traídas de la estancia, para que resuellen los animales o para componer algún desperfecto en los aperos o en el coche, se va, se camina, se adelanta, dejando tras sí las leguas andadas, en interminable cinta, y después de diez horas largas, se llega a la estación anhelada, cansado,   —262→   aburrido, pero con el alivio de pensar que si se ha necesitado todo el día para hacer cien kilómetros, en toda la noche, durmiendo, sin sentirlo, se harán los cuatrocientos que quedan, para llegar a la ciudad. Y se bendice el progreso.



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ArribaAbajo- XLII -

¡Mañana!


Día más, día menos, ¿qué importa? ¿qué es un día en la vida? Y don Pedro, suavemente amodorrado por esa idea, antes de decidirse a emprender cualquier trabajo, dejaba pasar los días, sin darse cuenta de que al caer, sin ruido, uno encima del otro, pronto forman la semana, y que fenece el mes, sin que se sepa cómo.

La sarna había cundido en su majada, de un modo feroz; y si la dejaba seguir así, sin atajarla con vigor, casi no iba a tener lana y perdería también muchas ovejas; y resolvió empezar una cura seria. Hoy, era tarde ya; había que aprontarlo todo: preparar el remedio, alistar botellas y recipientes, componer algunos lienzos del corral, muchas cosas; ¡mañana! pues, empezaría; y soltó la majada.   —264→   No tenía puntas en la casa, y tuvo don Pedro que ir a la pulpería, a comprar un paquete. En la pulpería, no faltaron conocidos con quienes conversar, y cuando acordó, era ya casi de noche y tuvo que postergar para el día siguiente la compostura de los lienzos. ¡Bah! un día más o menos, ¡hombre! lo mismo es, y curaremos pasado mañana.

El día señalado para empezar el trabajo, llovió: fuerza mayor; el día siguiente, los chiqueros estaban hechos un fangal, y no se podía, trabajar; se dejó, pues; y como el otro día era un sábado, francamente, no valía la pena de empezar la cura, para interrumpirla el domingo. No se sabe bien lo que ocurrió el lunes, pero algo ha de haber habido, ese día, que imposibilitó el trabajo para el martes, y probablemente para el resto de la semana, o del mes; lo cierto es que llegó la esquila, y que la majada se encontraba en un estado lamentable.

Dio muy poca lana, y fea; tanto que don Pedro tuvo que pensar en deshacerse de una punta de vacas, para pagar el arrendamiento. Un día que platicaba con su vecino y amigo don Próspero, que lo había venido a visitar, tomando mate sobre mate, hablando interminablemente de las dificultades de la vida, llegó un conocido, quien le dio aviso que en una estancia vecina, querían   —265→   comprar vacas, y que le vendría a él de perilla, la ocasión.

-«¡Caramba! dijo don Pedro, ya lo creo; mañana mismo, voy allá.»

Y fue, efectivamente, el día siguiente. Lo que sí, se halló con que su vecino y amigo don Próspero, que también, sin haberlo dejado entender, tenía vacas para vender, no había sido lerdo, y había venido derechito, al salir de su casa, el día anterior, a ofrecer las de él, y que había cerrado trato; y renegó don Pedro con los amigos que traicionan y se aprovechan, sin dejarle a uno el tiempo de darse vuelta.

Al volver a su casa, encontró un aviso de que hubiera de pagar, en todo el mes, la contribución directa por una casita que tenía en el pueblo, y como, al retirarse, su señora le preguntaba cuando pensaba ir, le dijo:

-«Mañana, si Dios quiere.

-¡Y la Virgen!» agregó piadosamente la señora. Y es de creer que ni Dios quiso, ni la Virgen, ni tampoco don Pedro, pues pasó el mes, y cuando éste acordó y fue, tuvo que pagar con multa.

Lo bueno es que, apurado para ir a pagar, ya que no era tiempo, había aplazado al día siguiente el campear unos animales recién aquerenciados que se le habían mandado mudar; y   —266→   en vano los buscó, pues tan lejos estaban ya, que, a la vuelta del pueblo, ni noticias pudo conseguir de ellos.

¡Ah! ¡don Pedro! con su eterno ¡mañana! palabra enervadora, que sólo para cuando llama la muerte, debería servir. ¿No ve que hablar de mañana es casi renunciar a vivir? ¿quién sabe lo que antes que llegue mañana, nos ha de suceder? Sólo el día de hoy vale para el hombre; mañana no encierra más que enigmas; dejemos que los resuelvan los cine, mañana, estén de pie.

-«Tiene razón, señor; tiene razón; pero, ¿qué quiere? hago como el gobierno con esos campos donde estamos. Van como quince años que han plantado estaquitas, para marcar los canales que se deben hacer para evitar las inundaciones y desde entonces, todos los días, dicen: «mañana,» y nunca empiezan a hacerlos.

-¡Sí! y ¿sabe lo que representa este perpetuo mañana? la pérdida, desde muchos años, de lo que habrían producido los treinta millones de ovejas que, en esta parte anegadiza, podrían caber, a más de las pocas que en ella viven mal, si estuviera canalizada...

-Don Pedro, el jagüel está sin agua, vino a avisar un peón.

-Bueno, contestó; mañana...

-¡Don Pedro!

-¡Caramba! señor, es cierto... Hoy mismo lo vamos a cavar.»



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ArribaAbajo- XLIII -

Cuatreros


«Ladrón que harta bestias», dice, del cuatrero, el diccionario, y el oficio, realmente, parece mandado hacer para el que, en la Pampa, no quiera vivir de su trabajo; pues el que, allí, tenga que robar para comer, no puede casi robar otra cosa que bestias. Con robar bestias, llena, por lo demás, todas las necesidades de su precaria existencia: carne para su mantención, cueros para vender y proporcionarse los vicios, o para cortar las huascas indispensables para su industria.

No hay duda que le sería mucho más ventajoso al cuatrero, en general, hacerse pastor y cuidar tranquilamente una majada de ovejas o una punta de vacas, propias o ajenas, pues así tendría siempre carne a discreción, los vicios   —268→   y las huascas a pedir de boca, caballos gordos para andar, y techo seguro. Pero así, se muere el que ha nacido para cuatrero. ¡Miren! ¡qué gracia! carnear a la luz del día; elegir la res en el rodeo, enlazarla con toda comodidad, degollarla y desollarla, rodeado de comedidos: vecinos, perros y chimangos, que todos aprovechan, y quizás después, lo traten de zonzo.

Buscar la víctima en la tinieblas de la noche, sin turbar el silencio solemne del campo, más que una sombra en la sombra, enlazarla al tanteo, sin hacerla mover; sentir revolotear, en derredor suyo, al desollar de prisa, la palpitante inquietud de tener quizás que pelear y jugar la vida para salvarse, en caso de ser pillado, esto sí, le da sabor al matambre de cualquier animal y hace el cuero más blando para sobar.

Trabajo ingrato, por fin, peligroso como ninguno y de poco o ningún provecho; pero obra de artista que trabaja para la gloria.

Hoy, todo progresa; el cuatrero moderno, mestizo y hasta importado, ya no se contenta con carnear, de vez en cuando, una oveja o una vaca; se ha hecho criador; ha formado sindicatos; tiene socios habilitados en los varios ramos de su industria, y obra en grande. Autoridades cómplices, facilitan las guías; gauchos, que, más de gusto que por amor al lucro, se prestan a ayudar,   —269→   cortan puntas de hacienda y las arrean, abriendo y cerrando portillos discretos en los alambrados; carniceros improvisados, en los pueblos más cercanos, benefician los animales, venden la carne barata y regatean poco por el precio de los cueros, por tal que, ligero y sin fijarse en las mareas, el pulpero, que es alcalde, los haga desaparecer en los arcanos de su depósito.

No falta una estanzuela alambrada, con tranqueras hábilmente dispuestas a todos vientos, para encerrar los animales que no puedan ser muertos inmediatamente; con su administración prolija, su fábrica de marcas de fuego, y hasta su laboratorio, para estudiar a fondo el arte de contraseñalar ovejas.

Y como no se debe despreciar las pequeñas utilidades, y que la galera pasa cerca, el postillón tiene su puesto en la orilla del campo, y nunca le faltan, para vender al dueño de la galera, caballos, a precios tirados; las marcas, en general, están en llagas vivas y algo mal pintadas, en los certificados, pero todos los sellos están; y la necesidad, siempre reñida con los escrúpulos, hace que el comprador prefiera dejarlos a un lado que pelear con ellos.

Nunca puede saber el caballo más mimado y mejor invernado, de las cercanías, donde acabará sus días.

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Pero, los estancieros también se van poniendo más ariscos y la policía más activa. Se cansan los primeros de verse robados a cada rato, y sin saber cómo, ni por quién, y echan el grito al cielo. El cielo les hace poco caso, mientras sólo se trata de cualquier hijo de vecino, pero basta que le toque la suerte a la hacienda de un personaje político, para que empiece la cosa a ponerse más seria.

-«Señor, decía, un día, un paisano al comisario de un pueblito naciente, vengo a decirle que me han robado anoche una punta de vacas.

-¿Las ha buscado bien? preguntó el comisario.

-Sí, señor, pero no encontré nada.

-Es que no las habrá campeado. Búsquelas, amigo, y si de aquí dos o tres días, no las encuentra, entonces veremos.

-Y mientras tanto, señor, ¿qué le digo a mi patrón?

-¿Quién es su patrón?

-Don Benito.

-¿Quién dice?

-Don Benito Vergara.

-¿El diputado?

-Sí señor.

-Pues dígale, no más, amigo, que hemos de dar con los ladrones, cueste lo que cueste.»

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Y mandó formar, sin perder un minuto, tres comisiones, a las cuales dio instrucciones terminantes; tan terminantes que, el día siguiente, a la madrugada, antes que el rocío hubiera desaparecido, una de las comisiones pudo seguir, abriendo el alambrado, el rastro de otra punta de hacienda, arreada por allí, esa misma noche, y el rastro llevó a los policianos directamente a la carnicería, habilitada por el Juez de Paz.

Situación difícil para un comisario; pero el diputado era influyente; le tenía rabia justamente al Juez de Paz ese, por su flojedad en las elecciones, y tanto hizo que fue un bochinche espantoso, una arreada general en el pueblito. Se mandó de la capital un comisario especial, con gente; un juez de instrucción, con sus secretarios, la mar. Se pusieron presos al carnicero, a su hijo, al juez de paz, al pulpero. En casa de éste, se encontraron muchos cueros que, mojados y lonjeados, dejaron ver el archivo entero de las marcas del partido.

Quiso negar; quisieron todos negar, pero se cortaban, se mancaban en las declaraciones y quedaban peor. El carnicero, por ejemplo, le sopló al hijo, al pasar: «niégalo todo.» Y cuando al hijo le enseñaron una marca, preguntándole si la conocía, dijo que no; a otra, lo mismo, y   —272→   a todas; hasta que fastidiado, el juez, le enseñó la misma marca del padre, y también afirmó que no la conocía. El padre se levantó entonces y le dijo:

-«Pero no seas tonto ¡hombre!

-¿Y no me dijo V., contestó el hijo, de negarlo todo?»

Y como el diputado era hombre de puño, y que no soltó la presa hasta que todos estuvieran en la cárcel, cosa hasta entonces casi inaudita, se moralizó, por un tiempo, el pago aquel. ¡Dios quiera que a todos los cuatreros de la campaña, se les ocurra, de vez en cuando, robar hacienda de algún diputado!



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ArribaAbajo- XLIV -

El resero


Para don Demetrio, como para todos los pequeños hacendados que no tienen campo propio, el gran problema anual era el pago del arrendamiento.

La lana, generalmente, alcanzaba y hasta sobraba, para saldar la libreta del pulpero, pero los mil pesos de dinero efectivo que necesitaba, a fecha fija, para el dueño del cuarto de legua que ocupaba con su hacienda, eran para él y para toda la familia, en Abril de cada año, fuente temida de punzantes inquietudes.

En Abril, suele haber en los rodeos, novillos gordos, y en las majadas, capones; de poderlos vender, está salvado el paso; pero, y aunque no se haga cuestión de precios, no siempre se encuentra quien los compre.

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La mayor parte de los reseros, mandados por los saladeros y frigoríficos, tratan por lotes importantes, en las estancias grandes: menos trabajo y menos gastos requiere una tropa de varios miles de cabezas, así conseguida, que el aparte y la junta de pequeños lotes, en muchos rodeos chicos; sin contar que siempre, en el primer caso, sale la hacienda más pareja; pero los pequeños hacendados se quedan con las ganas.

Y por esto era que desde principios de marzo, don Demetrio, y como él, muchos otros, arrendatarios de fracciones del mismo campo, subían más a menudo que de costumbre, a la punta de la larga escalera del mojinete, con pretexto de observar el campo, para ver si la majada no se mixturaba con la del vecino, pero más que todo, en realidad, con la inconfesa esperanza de divisar, en el horizonte, la espesa silueta de don José Aramburú.

Es que don José Aramburú, era, para toda esta buena gente, el resero providencial. Era un vasco, de estatura soberbia, algo grueso, pero galopador incansable; trabajaba por su propia cuenta, con su pequeño capital y no podía aspirar a tratar con potentados, para formar tropas grandes, a precios altos; su clientela, la formaban grupos de modestos criadores, felices de   —275→   encontrar en él al comprador siempre dispuesto a tomarles los escasos novillos de sus pequeños rodeos, a precios siquiera regulares, por tal que en los alrededores, pudiera alcanzar a juntar suficiente número de cabezas para formar tropa.

Lo mismo que la mayor parte de sus clientes, no sabía leer ni escribir; y esto mismo simplificaba las cosas, no habiendo nunca con él, cuentas enredadas. Nunca pedía plazo; compraba, apartaba y pagaba.

Era un mesías, el hombre; y los patacones que adornaban su tirador repleto, relucían como rayos de un sol bienhechor, en medio de la negra penuria de pesos, a la cual venía poner remedio.

De Barracas al Sur, donde tenía la familia, cerca de los corrales, irradiaba, siempre acompañado de su fiel capataz, Juan Sosa, en toda la campaña del Sud, de Chascomús a Tapalquen y de Cañuelas al Tandil. Hoy aquí, mañana allá; pero, siempre apurado, con la oferta en la boca y la plata en la mano.

Poco le gustaba la gente remolona, la que nunca sabe si debe vender o no, la que regatea, la que nunca acepta de plano el precio ofrecido, por bueno que sea, o discute sin razón el número de animales a apartar. Él sabía lo   —276→   que hacía, conocía su oficio; al rato de estar en un rodeo, le decía al dueño, con su voz siempre pausada:

-«Mire, señor, de aquí le voy a sacar tantos novillos, a tal precio;» y de ahí no salía.

Nunca, por supuesto, faltan hacendados que quieren mayor precio, o quieren obligar al resero a apartar osamentas, o tratan de envolverlo en conversaciones de no acabar; y la mujer interviene, y lo dejan ir hasta el palenque, a veces montar a caballo, antes de decir que sí; con don José, era juego peligroso, pues más de una vez, había sucedido que, aunque hubieran aflojado, no se había vuelto a apear; y era esta una despedida para toda la vida, dejándolos ya que buscasen quien pagase más que él, por sus cuatro guachos.

-«Soy vasco inglés, en mis tratos,» decía él, dicho que le parecía condensar acabadamente lo infrangible de su palabra.

Con don Demetrio, se conocían desde muchos años, y este nunca hubiera vendido a otro sus novillos; pues sabía él no sólo que con don José siempre se podía tratar, sino que era hombre de buen consejo, conocedor como nadie de cuanto campo disponible había para arrendar, con precios, condiciones y todo; y esto, en ciertas ocasiones, podía ser de gran importancia.

  —277→  

Mientras formaba tropa, don José se hospedaba en lo de don Demetrio, y no faltaban, a la noche, visitas ni temas de conversación, pues el resero, desde veinte años que andaba derramando pesos en toda la campaña, la conocía palmo a palmo, teniendo en cada palmo un amigo, y podía dar a cualquier vecino, noticias de cuanto conocido o pariente tuviera en cualquier parte.

Y por todo esto, era una alegría la llegada de don José. Después de los primeros mates, principiaba el tiroteo serio, cruzándose las preguntas veladas sobre el estado de los novillos, por parte del resero, con las discretas indirectas sobre los precios que iba a pagar, por parte de los hacendados.

Y don José, para hacerla amostazar a la dueña de casa, empezaba a pedirle y aconsejarle a don Demetrio, como en secreto aparte, que le vendiera algunas vaquillonas gordas, unas pocas; que le podría pagar buen precio. ¡Efecto infalible!

-«Pues, señor; ¡qué barbaridad! nunca permitiría ella semejante herejía,» gritaba, al momento, la señora.

Don Demetrio, tentado, bien insinuaba tímidamente que, con plata, se compran otras; que una vaca no es más que una vaca, y que siempre   —278→   se debe vender lo gordo; pero él mismo lo decía sin convicción. Es que si, para el rico que tiene grandes rodeos, la hacienda no pasa de un artículo de comercio, para el hacendado modesto, es cosa muy diferente. Para él, cada una de sus vacas tiene su nombre, su historia, su personalidad propia, y por mucho que se la paguen, nunca se le dará su valor.

Bien lo sabía esto don José, pero le gustaba hacerla enojar a la señora, para reírse después.

El enojo, de todos modos, duraba poco y pronto se llevaba el resero los novillos del rodeo, dejando ya forrados y libres de inquietud para todo el invierno, a don Demetrio y a muchos otros hacendados del pago.



  —279→  

ArribaAbajo- XLV -

Ramal en construcción


Arterias a la vez y pulpos, que fomentan el progreso en la campaña desierta, y exprimen de ella, hasta hacerla reventar, la misma savia que le dispensan, el ferrocarril del Oeste y el del Sur, han tendido sus rieles, en soberano esfuerzo, el primero hasta los confines de la provincia, el otro hasta el punto predestinado: Bahía Blanca. Han desparramado la población, sacándola en enjambres, de las aglomeraciones ya formadas, sacudiendo y sembrando por la Pampa colonias humanas, para que ahí prosperen y se extiendan.

Han pasado quince, veinte años; las viejas aldeas han crecido; algunas han aprovechado el largo tiempo durante el cual han sido cabezas de línea, para volverse ciudades; otras, apenas   —280→   han tenido tiempo de despertar de la nada, que ya se han quedado asombradas de su propio adelanto; y centenares de puntos geográficos han nacido a la vida, adquiriendo nombres y transformándose en centros de población, pequeños o grandes.

Pero en esto, como en todo, hay hijos y entenados; y la zona intermedia, inmensa, fértil como la que más, ávida de pobladores como de agua una esponja, queda sin vías de comunicación, igualmente alejada de cada una de las dos grandes líneas, que parecen despreciarla, en su marcha adelante, y son, para ella, más pulpos que arterias.

Pueblos antiguos de esta zona, primitivos y meritorios baluartes de la civilización contra la barbarie, quedan rezagados, como estos modestos veteranos cubiertos de gloriosas heridas, siempre omitidos en la lista de ascensos, donde figuran tantos nombres, ayer desconocidos.

¡Paciencia! que también les ha de llegar el día.

Rumores han corrido que iban a sacar, al fin, el ramal tan deseado. El pueblo viejo, entumido ya en sus esperanzas tantas veces defraudadas, se ha conmovido. En sus casas, que al oír la noticia, recién les han parecido anticuadas,   —281→   feas y destruidas, las familias fundadoras del pueblo se sienten tironeadas entre el amor innato a las costumbres añejas, con su patriarcal quietud, y el instintivo anhelo del progreso.

Pero, sólo fue rumor: duraron, es cierto, las conversaciones, algunos meses: se inició un amago de especulación en tierras, pero sin mayor resultado que de hacer tratar de loco, por la gente sensata y antiguamente afincada en el pueblo, a un forastero, de nacionalidad dudosa, que, recién venido, se metió a comprar a troche y moche, casi sin reparar en precios, chacras y quintas cercanas al pueblo. El viejo D. Lino Villareal, que vino a formar estancia ahí, cuando el pueblo no era más que fortín, aprovechó la bolada y le vendió todas las que tenía al sur del pueblo. Muy buena plata dicen que ha hecho, sacando hasta mil pesos por una quinta de cuatro hectáreas, que se puede decir que la tuvo de balde, hará unos 45 años... ¡Oh! ¡pero más barata la tuvo el forastero loco, por mil pesos, que don Lino por los cuatro reales que le costó!

Cuando ya habían cesado los rumores y las especulaciones, y que se había vuelto a dormir el pueblo viejo, en el almohadón de su perezosa vida colonial, forrado ahora con la esperanza   —282→   ya crónica, de un lejano ferrocarril, se llegó a saber, un día, que venían cruzando los campos, desde una importante estación de la línea principal, dos ingenieros y varios peones; medían, tomando notas sobre la disposición del terreno, desatando, sin decir nada a nadie, y volviendo a atar con toda perfección, los alambrados, y seguían su camino, en derechura al pueblo.

La emoción renació; a caballo y en sulky, muchos vecinos fueron a curiosear y a tratar de pispar algo sobre la ubicación probable de la estación: trabajo inútil, pues sacarles a los ingleses un dato que valiese un pito, ni pensarlo.

En seguida, los trabajos empezaron en el punto de arranque del ramal; los kilómetros de terraplén se vinieron estirando por la llanura, elevándose encima de los bajos, cortando las lomas, saltando, en puentes y alcantarillas, las cañadas y los arroyos. Y los durmientes de algarrobo se iban colocando; y cada día, adelantaba algunos centenares de metros la locomotora, arrastrando su largo tren de material, despertando de su sueño secular, con su agudo silbato y el trueno de su rodadura, la campaña atónita. A su paso, las majadas y los rodeos se limpiaban de sus animales viejos, vendidos a buen precio, para la mantención de los numerosos peones.

  —283→  

Las estaciones del trayecto se iban edificando, iguales todas, como hermanas mellizas, y la cinta de rieles ya casi alcanzaba al ejido del pueblo, sin que nadie supiera aún donde vendría a quedar la estación.

Hasta que desembarcó un día el forastero de antes, como apoderado de la compañía, para tratar definitivamente con los dueños de terrenos y levantar las dudas. Pronto se supo que en la famosa quinta vendida por don Lino Villareal, estaría la estación, y este tuvo el consuelo de saber que si no hubiera vendido la quinta, se hubiera hecho la estación en otra parte.

Empezaron los últimos combates entre la codicia encendida de los propietarios y la calculada liberalidad del delegado de la compañía. ¡Qué suerte, entonces, la de tener un rancho viejo o algún galpón inservible, justito donde, a la fuerza, tiene que pasar la vía! Tienen que aflojar los ingleses, y vengan los pesos por indemnización, y una casa nuevita, señor, en reemplazo de la choza volteada.

Muchos, también, es cierto, sufren perjuicios sin compensación, y no son pocos los que reniegan de la locomotora y de su penacho blanco, bandera de progreso y de civilización. En el pueblo aislado en medio de la Pampa, florecían las empresas de galeras; cuatro o cinco importantes   —284→   casas de negocio dictaban al cliente la ley y sustentaban numerosas tropas de carros. Ahora, son puros lamentos: los mayorales de galeras tienen que buscar puntos más lejanos, con sus mancarrones flacos, sus coches desvencijados, y sus aperos compuestos y recompuestos con tientos, arpillera y cabo de manila; los carreros, pronto los tendrán que seguir, y los comerciantes, ellos, lloran, inconsolables.

Es que se acabaron los tiempos aquellos, en que, la estación más cercana estando a treinta leguas, las mercaderías llegaban por cargamentos de cinco a diez carretas, quedando pronto la casa por los clientes, ávidos de surtirse a cualquier precio, los estantes medio vacíos y la caja llena. ¡Y cuando algún telegrama del consignatario anunciaba la suba de tal o cual fruto! cualquier muchacho, dependiente de mostrador, servía entonces para acopiador; y todo el personal de la casa se desparramaba, galopaba por el campo, a comprar lanas o cueros. ¡A ponerse las botas, amigo!

Con la venida del tren, ha llovido boliches, que con un surtido de cuatro pesos, hacen competencia a la casa más fuerte. ¡Natural! si le falta un sombrero del número 4, ¡zas! un telegrama a la capital, y al día siguiente, lo tiene por encomienda. ¡Y los frutos! cualquier hacendado   —285→   de mala muerte recibe hoy, de media docena de consignatarios pedigüeños y sin plata, circulares y ofrecimientos, y tan bien conocen los precios que ya es inoficioso tratar de cazarlos sin perros. ¡Vaya con el tren bendito!

Sólo con los estancieros, cantaba, sin reserva, glorias al ferrocarril, la voz alegre de Juan Cornifieri. Desde doce años, recorría el campo, cambiando pan y tortas por algunos puñados de cerda o algunos cueros de cordero, y alzaba, por si acaso, en su carrito, todos los esqueletos de animales que encontraba, en sus largas cruzadas por la Pampa.

La llegada del tren, del montón mal oliente, clasificado en caracúes, astas y huesos comunes, y listo para ser mandado a la ciudad, ha hecho un capitalito.



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ArribaAbajo- XLVI -

Jirones de pampa


Allá por los 1880, don Pedro Arce, recomendado a un Sr. Labat, tendero, que quería poblar ocho leguas de su propiedad, en el Sur, se había costeado hasta Buenos Aires, y había recibido de su nuevo patrón instrucciones para comprar dos mil ovejas y quinientas vacas, con que debía instalarse en el campo, cuidándolas al tercio del producto.

Para don Pedro Arce, hombre de mucha familia y de ningún capital, era inesperada ocasión, y después de haber ido a conocer el campo que le era destinado, cosa de unos quince días de galopes, compró la hacienda, conchabó peones y la arreó, llevándose en el carro los trastes y la familia.

Y los años habían pasado: ¡siete! sin que   —287→   nunca se decidiera su patrón a emprender el viaje, para venir a ver sus intereses, a pesar de las muchas ganas que, de vez en cuando, escribía tener de hacerlo.

Pero ya una galera pasaba por allí, y esta vez, el anuncio fue formal: se venía, no más. Don Pedro Arce arregló el rancho como para recibir dignamente al dueño del campo, y compró en la pulpería un catre, dos sillas, media docena de platos de loza, tres vasos y varios otros artículos que, aunque siempre lo hubiera pasado perfectamente sin ellos, le parecieron de repente ser indispensables. Así cunde la civilización, creando necesidades.

Y don Juan Labat llegó. Poco sabía andar a caballo, habiendo sido siempre tendero, de profesión, pero don Pedro tenía mancarrones mansos, y todo anduvo pronto muy bien. La novedad, el aire vivificante de la Pampa, tan embriagador siempre, en su propiedad, para los pulmones del dueño; el cansancio producido por los galopes y las recorridas, el apetito formidable que se apodera, al aire libre, del pueblero de buena salud, todo le hacía encontrar al Sr. Labat, blanda la cama, rica la comida, suntuosa la casa; y gozaba, al tratar de contar, -cosa todavía imposible para él-, las ocho mil ovejas y las dos mil vacas que ya poblaban   —288→   el campo, sin haberle dado más trabajo que el de pagar, al principio, algunos miles de pesos, vueltos a cobrar, desde entonces, unas cuantas veces, en lana, novillos y capones.

El único cálculo que entibiaba algo su placer era que la parte que tenía que entregar a don Pedro Arce por su tercio, fuera ya de 500 vacas y 2000 ovejas, justamente el capital primitivo; y esto, aunque fuera el trato, le hacía cosquillas, porque está bien, ¿no es cierto? que uno gane algo con su trabajo, pero ganar tanto, ya era por demás. Sobre todo que Arce había tenido su tercera parte de los otros productos. Bien reconocía que vivir en el desierto presenta sus peligros y sus sinsabores; pero esta gente está acostumbrada. A más, el capital de uno está muy arriesgado: supóngase que con él se haya mandado mudar el Pedro Arce, este; en siete años, no hubiera sido muy extraño: esos gauchos, a veces. Pero Pedro Arce no se había mandado mudar; había cuidado bien y dado buena cuenta... Con todo, 500 vacas y 2000 ovejas, amigo, es todo un capital.

Otra idea que, aunque atropellara, difícilmente entraba de lleno y con claridad, en la mente del Sr. Labat, a pesar de haber él recorrido ya bastantes leguas en su campo, era la de la extensión real que representaban las   —289→   veinte mil hectáreas de que se encontraba dueño. ¡Veinte mil hectáreas! no se da así no más cuenta cabal de lo que son, quien, en su tierra, hubiera considerado como sueño irrealizable, la posesión de un tablar de repollos.

Sentado, a la tarde, en un banquito de madera, bajo el alero de paja del rancho, saboreando el mate campestre, contemplaba la puesta del sol en sus dominios, con algo, en los ojos, de la mirada conquistadora de Carlos Quinto, y celebraba, en su interior, la magnitud de su inteligencia, atribuyendo a un pensamiento profético todo el origen de su fortuna.

No se quería acordar, o sencillamente se había olvidado, del trabajo que, en 1870, le había costado a un amigo suyo, simple corredor que sólo quería ganar su comisión, el convencerle que 3200 pesos fuertes, pagaderos en cuatro cuotas anuales, no eran nada, en el estado próspero de los negocios de su tienda, y que ocho leguas de campo, algún día, representarían un gran valor.

Tentado, a veces, otras, asustado por el compromiso, al fin cansado de luchar, había aflojado los ochocientos pesos de la primera cuota, remitiendo sólo seis mil francos y una mentira a su comisionista en París, en vez de los diez mil que le había prometido. Y después, había luchado,   —290→   economizado, con la idea no sólo de acabar de pagar el campo, sino también de poblarlo; a los tres años, lo había podido hacer, y esto lo había salvado de la tentación, fatal para muchos, y que no le faltó, en el curso de los años, de volver a vender la tierra, engañados por las apariencias de una soberbia realización.

No se acordaba que después de haber hecho el primer pago, cuando, atrasado en sus vencimientos, recibió de París cartas amargas, había tratado veinte veces, sin resultado, de deshacerse, perdiendo, de lo que él y los demás llamaban su clavo.

Fue entonces que, avergonzado de haberse caído en una trampa, imitó al zorro rabón, aconsejándoles a todos sus amigos de comprar también algún lote.

Pero los amigos se reían, se burlaban de él; le demostraban que era un robo del gobierno, que las leguas eran sólo de dos mil quinientas hectáreas, en vez de dos mil setecientas que tenían las leguas españolas; que nunca se acabaría con los indios, y al fin, que debían ser tierras inservibles.

Uno solo, uno, un peluquero que nunca había ido más allá de Morón, se dejó tentar y compré cuatro leguas; colocando así sus ahorros   —291→   como quien toma un billete de lotería, cerrando los ojos y haciéndose retar en grande por su mujer.

Otro, más rico, quiso también hacer algo, pero en mayor escala, y, hombre prudente, comisionó a un hacendado conocido suyo, criollo viejo de la Pampa, conocedor como ninguno, de lo que era campo. Fue este, con dos peones y una gran tropilla de caballos, recorrió la comarca indicada y volvió completamente desengañado, decía, asegurando que, para él, todo ese territorio no valía nada, que ni en cien años, se iba a mejorar tanta puna; que las lagunas eran saladas, que había muchos médanos, que hasta las perdices eran flacas, en fin, que sólo un infeliz se podía meter en ese desierto.

Singular aberración, común, en aquel tiempo, a casi todos los hacendados que, en vez de ser los primeros en aprovechar la única y espléndida oportunidad, dejaron caer esas tierras en manos profanas de especuladores, que sin haberlas visto jamás, sacaron de ellas, sin trabajo, fortunas enormes, inmerecidas. Por supuesto, se retiró el candidato prudente, ante semejantes informes, y compró cédulas, burlándose más que nunca de su amigo Juan Labat.

Apenas cinco años más tarde, vio llegar este hasta su campo, un ramal de ferrocarril que   —292→   centuplicó su valor; y calculando que ya el jirón de pampa, ayer inculto y desierto, estaba en vísperas de hacerse un verdadero condado, se apresuró, con razón, en rescindir su contrato con Pedro Arce.



  —293→  

ArribaAbajo- XLVII -

Tíos


Don Anastasio Soleyro, buen criollo viejo y solterón rico, andaba recorriendo al trotecito su campo, revisando sus haciendas, y al pasar cerquita de una manada que ahí pacía, se paró para llenarse el ojo, contemplándola.

La manada desparramada a lo largo del cañadón, saboreaba el gusto de vivir en libertad, con temperatura suave, entre gramilla semillada y pastito verde, realización del ideal gastronómico para el yeguarizo pampeano.

Las yeguas comían y descansaban, y una que otra, tendida en el suelo, con las cuatro patas estiradas y tiesas, parecía más bien muerta que dormida, mientras que los potrillos corrían, retozando, y venían, bandada loca, a rodear a   —294→   los potros y caballos de servicio, entreverados con las madres.

-«Estos son como yo, pensaba don Anastasio; puros tíos.»

Conversarán, no hay duda, con los caballos y con los potros, estos potrillos. ¿Qué les dirán? Lo que a sus tíos, dicen las criaturas: «Cuéntame, tío, lo que sabes de la vida.» Y si el tío les dijera todo lo que le ha pasado, las penas que ha sufrido y los pocos goces que ha tenido; quizás se asustarían, al pensar que lo mismo les puede suceder. Pero los tíos son buenos; no dicen sino lo que deben decir, y piensan también que si dijeran todo, los potrillos podrían burlarse de ellos. Son afectuosos con ellos, los lamen, cuando se les acercan, y les tienen un gran cariño.

El padrillo de la manada, él, poco simpatiza con esos parientes intrusos. Aunque -egoísta- aprecie, en cierto modo, la protección que los caballos dispensan a sus hijos, aliviándolo así de parte de su responsabilidad, y que tolere el amor verdaderamente paternal con que los envuelven, le causa celos la sola presunción de que su prole pueda tener para estos tíos un verdadero sentimiento de afección, y su mal humor, algunas veces, llega al extremo de correrlos y de echarlos a patadas, de la manada.

  —295→  

Resignados, se contentan ellos con mirar de lejos a los queridos animalitos, hasta que vengan los peones de la estancia a arrear la manada para el corral.

Allí, las madres y sus crías quedan libres de todo trabajo; el padrillo, orgulloso, las rodea, las vigila, las protege; mientras que el lazo, las riendas, el recado... y el rebenque hacen de los... tíos, los esclavos del hombre.

Seguía cavilando don Anastasio.

¡Pobres! ¡Cuánto sentirán no tener familia propia, hijos de su propia sangre! Para ellos, tirarían agua, traerían pasto, arrastrarían el arado, ni más ni menos que lo hacen al fin, para esos hijos ajenos a quienes quieren, porque el instinto paterno se tiene que desarrollar, tarde o temprano, y aun guacho, en toda criatura de Dios, y que, -bien se dan cuenta de ello-, aprovechan su trabajo, gozan de su cariño, y se ríen entre sí de sus penas.

Un poco más lejos, vio don Anastasio a sus peones que cortaban de una punta de vacas, unos bueyes viejos, de trabajo, dejando sin molestarlos los terneros, las vacas y un toro que ahí estaba, haciendo volar con fiereza la tierra por el aire.

-«Otros tíos, pensó... ¿Y yo? Más tío que todos ellos, con esa caterva de sobrinos que me   —296→   miran trabajar sin ayudarme para nada, cuyo cariño son zalamerías, y que hacen cálculos sobre mi fortuna y sobre los días que me pueden quedar de vida.

-«Toma, viejo zonzo; no quisiste cargar con familia, y la tienes doble, sin gozar de ella.»

Y siguiendo su camino, iba don Anastasio, casi resuelto ya, él, viscachón viejo, a casarse con una viudita sabrosa, mucho más joven que él, que le gustaba, y que le parecía lo más bien dispuesta para con él.

Echó una ojeada, al pasar, sobre la majada extendida en el campo, y su vista cayó en un animal, muy aspudo, que había sido carnero, en otros tiempos, y se había vuelto... tío.

-«¡Hum! pensó: puede ser que algunos somos que hemos nacido sólo para tíos.»

Se acordó también, al rato, de que la viudita tenía hijos del primer marido, y si, cuando llegó a su estancia, se hubiera encontrado con algún sobrino en acecho para pecharle cien pesos, hubiera sido capaz de darle doscientos.



  —297→  

ArribaAbajo- XLVIII -

Mestización


Cuando nos acercamos al palenque, nos salieron a recibir media docena de perros, ladrando con todas sus ganas, y nos pudimos dar cuenta, una vez más, que todo, en la Pampa, se va mestizando muy ligero, pero que la especie perruna, si se ha mestizado, ha sido hasta ahora, burlándose de la ley racional del perfeccionamiento continuo.

Los que nos atropellaban, parecían haber querido formar, entre todos, como un muestrario de las veinte razas que se podrían haber cruzado, en cien leguas en contorno; pues en ellos había de todo: hocico de zorro, miradas de lobo, dientes de mastín, cabezas de galgo, orejas de pointer, piernas torcidas de rastrero, boca enorme de danés, tamaños de faldero y   —298→   de terranova, pelo de ovejero, colas peladas y otras peludas.

Y mientras cambiábamos sobre el punto, nuestras reflexiones, salió del rancho la mujer del puestero, con unas siete u ocho criaturas, entre negras y blancuzcas, que se pegaron contra la pared, mirándonos con toda la atención de sus tamaños ojos negros. La mujer era mulata, con la mota característica, y de cara bastante negra para que se pudiera afirmar, sin ser todo un antropólogo, que ese color acentuado no podía proceder únicamente de la acción del sol.

Al rato, llegó con la majada y la empezó a encerrar, para el aparte que debíamos hacer, el marido de la morocha aquella. Y, como llevaba boina y alpargatas, pensamos que era vasco, pero nos dijeron que era napolitano.

¡Cosa particular! ¡como les gusta a los tanos blanquear a los hijos de las negras! Esa sí es mestización.

Y no sólo a la sangre la mestizan, sino también al traje, al idioma, a todo. Cuando se nos presentó este italiano, vestido de vasco y casado con negra, y nos empezó a hablar, vimos que era muy gaucho, el hombre, de cuchillo en la cintura y bastante compadrón, pero con una jerga criollo-bachicha que era otra mestiza.

  —299→  

Todo, en este bendito país, se tiene que mestizar a la fuerza: las ovejas en las cabañas y las vacas en los rodeos, y la gente en todas partes, y si es cierto que el mejor toro es el que, de más lejos viene, seguro que, con el tiempo, no habrá morena por renegrida que sea, que no tenga nietos rubios.

Hasta los campos se mestizan, y cierto es que con el traqueo de haciendas traídas de campos refinados, las semillas que en su lana o en sus colas traen pegadas, brotan entre los pastos duros, y poco a poco, mejoran la planicie.

Las calidades y los defectos, en la gente, también se casan y, como buenos casados, pronto pelean entre sí, pero echan unas crías de calidades y defectos inesperados. Las costumbres se cruzan; y justamente, ese día, después de concluido nuestro trabajo, aceptamos unos mates cimarrones que nos cebó el puestero napolitano, en cuclillas cerca del fogón, a la gaucha, mientras su señora prefería tomar una taza de té, como una lady inglesa.

Y en este incesante intercambio de elementos tan variados; en este entrevero de costumbres, de trajes, de idiomas, de vicios y de calidades, todo y todos cambian algo de su personalidad, moral y física, por algo del medio ambiente, hasta formar a veces ciertas mezclas disparatadas   —300→   y un conjunto algo desconcertado, cuya dominante todavía no se puede percibir con claridad.

Por ejemplo, esta bandada de muchachos que, cuando volvimos, estaba en el andén de la estación, esperando el tren; con mirarlos un momento, se conoce que los irlandeses han de haber poblado fuerte la comarca, pero no solos; y es una mezcla realmente sabrosa, la de estos ojos azules con estas cabelleras negras, de estas pecas, en caras que hubieran querido ser trigueñas, con estas narices arremangadas encima de bocas anchas, de las cuales salen, sin el mínimo acento inglés, a pesar de los dientes largos, el idioma criollo, en toda su flor.



  —301→  

ArribaAbajo- XLIX -

Animales extraviados


Eran ya las seis de la mañana, y el ternero de la única lechera que, todos los días, ordeñaba doña Tomasa, para las necesidades de la familia, balaba todavía lastimosamente en el palenque, con el hocico metido en la trompeta, el ojo triste y la panza chupada. Doña Tomasa, lista desde un gran rato para ordeñar, con su balde, su jarro y su banquito en las manos, miraba el campo y repetía, impaciente.

-«Pero ¿qué estará haciendo este muchacho, que no trae la vaca? Salió hace una hora y no vuelve. ¿o se habrá ido esa gran pícara, quién sabe a dónde?»

Momento después, apareció Luisito, muchacho de ocho a diez años, uno de los hijos de doña Tomasa, y a la pregunta de ésta, contestó   —302→   que, en ninguna parte, había podido encontrar la Juanita, ni con las otras vacas, que recién bajaban de la loma, ni en el cañadón donde se solía cortar sola; y la madre se iba poniendo inquieta de veras, cuando su esposo, D. Anacleto, que estaba tomando mate y churrasqueando en la cocina, se acercó y le gritó al muchacho:

-«¡Ah! ¡qué no miraste en el maíz!» Y sin contestar nada, Luisito se fue al galope, costeando el alambrado mal estirado del pequeño retazo de tierra que don Anacleto, cada año, sembraba, con actitudes de sublime esfuerzo, y como para enseñar a sus vecinos con que empeño fomentaba en su casa el progreso de la agricultura.

Al cabo de un rato se oyeron los gritos de Luisito: «¡Fuera vaca!» y la Juanita, buscando el portillo de que era vaqueana, pasó como pudo entre los alambres flojos, y sin soltar una chala que todavía venía mascando con el mayor descaro, llegó al trote hasta el palenque, sacudiendo su panza repleta hasta más no poder.

-«Ya empieza esa mañera del demonio, rezongó don Anacleto, como todos los años, cuando el maíz está por florecer; no me va a dejar una espiga para el parejero.

-Dejála a la pobre, dijo doña Tomasa, a quien el mismo susto de haber creído perdida su vaca   —303→   favorita y la satisfacción de volverla a ver incitaban a la indulgencia; déjala, es tan buena, la pobre. ¿Y también, por qué no estiras esos alambres?»

En campo abierto, se puede decir que vive el criador entre inquietudes siempre renacientes. Si la Pampa, en su conjunto, es llana, también tiene sus recovecos; hay en ella lomas, ondulaciones, médanos, cañadones, y en campo algo quebrado o poblado de pajonales y de juncos, es harto fácil perder de vista un grupo de animales, creerlo extraviado y campearlo desesperadamente, cuando con toda tranquilidad lo está esperando en casa. También hay chambones que campean sin tino, sin reflexión, y buscan sin ton ni son, donde de ningún modo pueden estar los animales que faltan. Otros son haraganes, para quienes la campeada no pasa de un pretexto para visitas y conversaciones en todos los puestos de la vecindad, y no faltan tampoco peones pícaros que de cuando en cuando, fingen haber perdido la tropilla, para andar con licencia a campear hacienda de otra laya, cuando no de marca ajena.

La inquietud crece en razón del estado y de las condiciones del animal extraviado. Un animal flaco, enfermo, puede haberse ido a morir   —304→   detrás de alguna mata de paja; no puede haber tentado la codicia de nadie, y sólo para el cuero, hay que andarlo buscando; pero tratándose de algún novillo gordo o de alguna vaquillona madura para el asador, la desaparición súbita es de mal augurio, y con razón, le hace fruncir las cejas al amo. ¡A campear! y ligero, pero con pocas esperanzas y con muchas probabilidades de encontrar sólo la panza, la cabeza y las tripas en algún pajal. Para semejante campeada, los chimangos son impecables vaqueanos.

Si del rodeo o de la majada, echa de menos algún animal conocido, el ojo certero del capataz, difícil es que sólo falte aquel, y se puede dar por seguro que toda una punta del rebaño ha de haber quedado en el campo, extraviada, mixturada, o algo peor, y si no se encuentra en el campo, después de prolija recorrida, hay que ir pidiendo aparte a los vecinos y hacerles parar rodeo.

A veces, se encontrarán los animales extraviados; y no digamos que nunca se encontrarán todos, pues sería calumniar al hacendado que todavía ni ha tenido tiempo siquiera de darse cuenta de la presencia de animales ajenos entre los suyos. Casi siempre, se hallarán muchos de estos, o por lo menos algunos, y   —305→   también varios de cuya ausencia ni se sospechaba.

Es que no son pocas las causas por las cuales los animales desaparecen, en campo abierto: caprichos primaverales, de que son presa aun los que menos se deberían acordar de paraísos perdidos; inoportunos recuerdos de alguna antigua querencia; arreadas mandadas hacer por el impertinente mosquito; ganas de caminar al viento, cuando hace calor, o de huir ante él, cuando sopla muy frío; también se desparraman o se van los animales, en tiempo de seca o de epidemia, a buscar agua o campo mejor, o huyendo de la muerte, como si no los pudiera ella seguir. Todo esto, sin contar los robos, de que nadie está libre.

¡Oh! no le faltan al hacendado ocasiones de pensar en bueyes perdidos.

Y justamente, era la complicada operación mental a la cual se estaba entregando don Bernardo Zurutúa, sentado en una cabeza de potro, cerca del fogón, con un mate vacío en una mano y un cigarrillo apagado en la otra, la boina en la nuca y mirando con ojos fijos las llamitas que, de vez en cuando, bailaban en las brasas y teñían, en la noche, de rojo subido, su cara colorada de vasco viejo, recocido, durante cincuenta años, por el sol de la Pampa.

  —306→  

Pensaba, sí, y de veras, en bueyes perdidos, con la tropa parada hacía tres días, a espera de los campeadores.

Es que a los bueyes, con su aire bonachón y sumiso, con su facha de gente formal y seria, incapaz de hacer una mala jugada a nadie, de repente les da la loca para mandarse mudar y volverse solos a la querencia, dejando plantadas las carretas, que ya se cansaron de arrastrar. Se figurará uno que debe ser cosa fácil encontrarlos, lerdos como son; sí, si fuesen lerdos de veras, pero no es el caso, cuando así se van, y tienen su trotecito que no deja de tragarse las leguas.

También deben saber ellos, que no sería, con todo, muy penoso alcanzarlos, pues nunca se van derecho a su destino: agarran por cualquier lado, dan una vuelta grande, y recién un poco antes de llegar a la querencia, enderezan a ella.

Y así se burlan de los que se van pelando... la montura, campeándolos, sin más rumbo que el miedo de perderlos, sabiendo que son comestibles.

Y por esto mismo, don Bernardo Zurutúa, con la tropa parada hacía tres días, pensaba, melancólico, en bueyes perdidos.



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ArribaAbajo- L -

Noches obscuras


Santiago Ponce era un chino enorme, tan ancho de espaldas como alto de estatura, de frente estrecha, de cara tan peluda que casi sólo, en ella, se veían los labios rojos y los ojos pequeños, llenos, no de maldad, pues eran medio sonrientes, pero sí de estricta desconfianza y en constante movimiento, como acechando sin cesar de donde iba a venir el peligro. Había caído, no se sabe de qué provincia, San Luis, Córdoba o Santiago, concluyendo por fijar su vida errante en la orilla de un cañadón, de propiedad fiscal, edificando allí un ranchito, donde vivía con la familia: mujer, hijos e hijas: una punta. Tenía algunas yeguas, una majadita nacida toda de guachos recogidos en el campo y mantenidos con la leche de cuatro o cinco   —308→   vacas, habidas no se sabe cómo. Para costear los vicios, la mujer y las hijas lavaban y planchaban la ropa de algún vecino y los hijos domaban algunos potros en las estancias. La esquila y la cosecha de alguna plantación de maíz, proporcionaban también recursos pasajeros, y don Santiago no desdeñaba de trensar algún par de riendas, ocupación tan apropiada a su cuerpo de gigante, como al de un buey, el arrastrar un carretilla.

De cuando en cuando, se mataba, una yegua, para tener carne; y como no faltaba algún cerdo medio silvestre que saliera del cañadón, para aprovecharse de los residuos de la carneada, también habían podido formar un pequeño rebaño medio domesticado, de estos animales. Y todo esto era la tapia, detrás de la cual brotaban otros recursos ignotos, aunque sospechados, que ayudaban a resolver el problema de la vida.

Cuando, en tiempo de luna menguante, se ponía nublado el cielo, no dejando ver ni los dedos de la mano, casi siempre brillaba, en la casa de Ponce, la lucecita de un farol, colgado del mojinete; y todos la conocían, la estrella pícara, faro sin vergüenza de las expediciones nocturnas a los corrales del vecindario.

«Han salido los Ponce,» decían los vecinos,   —309→   al divisarla, pestañeando, fuliginosa, taladrando a duras penas las tinieblas espesas del bajo, y para cada uno de ellos, era como un aviso de cuidarse bien.

Pero son muchos los corrales a los cuales les puede tocar la suerte; y cada uno acaba por creer que para otro será, con tanta mayor facilidad cuanto mayor sueño tiene, y todos se van a dormir, confiados en que los perros, en caso de peligro, sabrán cumplir con su deber.

La obscuridad es tan opaca que parece que ni las viscachas se podrán atrever a alejarse de la cueva, y que, hasta que aclare, no habrá bicho viviente que se pueda mover. Así mismo, suena a lo lejos, el grito del tero-tero; chirría, enojada, la lechuza gritona, y hasta se oye el bullicioso y pesado remonte del chajá, en una sonora llamada. Algún fantasma que pasa, sin duda, entre un revoloteo de ánimas. Pronto cesan los ruidos en el cañadón; pero empiezan, en la loma, a ladrar los perros de los ranchos. Cosa de un momento; todo calla, todo vuelve a caer presa del sueño.

La lucecita, siempre pestañea en el mojinete lejano de la choza, esperando, inquieta, la vuelta silenciosa, rastrera, de los que han salido.

En el corral de la majada, se ha oído de repente un gran ruido sordo de disparada, como si   —310→   las ovejas, levantándose todas de golpe, hubieran sido espantadas por la súbita aparición de algún perro fenomenal o barridas por un soplo misterioso.

¡Cosa rara! los perros han quedado callados; pero la dumba del capón madrino ha hecho oír su tañido de tacho cascado. El patrón se ha dado vuelta en la cama; ha prestado el oído, y al sentir disparar, otra vez, las ovejas, salta al suelo, se viste de prisa, llama al capataz, despacio le dice: «se ha movido la majada,» y salen ambos, revólver en mano.

Caminan agachados, a tientas, sondeando inútilmente, con los ojos desencajados, la obscuridad impenetrable; el silencio es completo, no se mueve una paja; escuchan, sin resuello, y esperan, cerca ya de una mata de sauco que sirve de reparo al corral.

-«¿Dónde estarán los perros?

-Durmiendo.»

De repente vuelve a correr la majada, y sin más ni más, al tanteo, suena un tiro, iluminando con su relámpago de medio segundo, las tinieblas; retumbando formidablemente en la llanura extensa; dura un rato largo, el siniestro silbido de la bala, que corre, ciega, en el aire, mientras que mil ruidos parecen haber nacido del trueno del tiro. La majada dispara en el   —311→   corral por todos lados, la dumba tañe apurada; los perros han acudido y ladran desesperadamente hacia el corral, excitados por el: «chúmale» del amo; los tero-teros se deshacen en gritos, y un rato después que un perro ha echado un quejido lastimero, herido seguramente por la cuchilla muda, crujen las ramas del sauco; y el patrón, y el capataz, ahora, tiran derecho a matar, si pueden, mientras las ramas siguen crujiendo, y retumban los tiros, siniestros en la noche, con un rápido relampagueo; y el silbido largo, rabioso, de las balas, que corren, ciegas, en el aire, apuradas, una tras de otra, allá lejos, se va perdiendo.

La estrella fuliginosa del mojinete de Ponce pestañea, se agita, inquieta, en el bajo, esperando la vuelta de los que han salido.

Volvieron, no más; no ha habido muertos ni heridos; era tan obscura la noche; pero aunque brille la lucecita del cañadón, la majada aquella, durante mucho tiempo, dormirá tranquila.

-«¿Y esa plaga? ¿Por qué no la quitan de ahí?

-«¡Eh! ¡amigo, son muchos los Ponce, y muy dóciles para votar!»



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ArribaAbajo- LI -

Paz y justicia


Se iban acabando las últimas ovejas de la última chiquerada; el agarrador recogía las maneas, las tijeras corrían a todo vuelo, agarradas a dos puños, y cortaban, cortaban, apuradas y cansadas, la lana, y a veces el cutis, para concluir de una vez. Ladislao se enderezó, manteniendo con el pie la oveja desmancada, a la cual sólo le quedaba por pelar la barriga y las patas, y le dijo al mayordomo:

-«Patrón, no voy a poder venir el lunes.

-¿Por?

-Porque tengo que ir al pueblo, a las elecciones.

-¿A las elecciones? ¿Y qué elecciones son? preguntó el mayordomo, asombrado de que Ladislao   —313→   pudiese tener tanto empeño en cumplir con sus deberes cívicos.

-No sé, patrón, pero he prometido ir.

-Pero, ¿serán municipales, provinciales, nacionales?

-¿Qué sé yo, señor? pero le prometí a don Narciso ir a votar, porque así me lo pidió, cuando lo compuso a Manuel, mi hermano, por esa pelea que tuvo, el mes pasado, y en la cual cortó medio feo a Juan Sota.

-¡Al diablo con las elecciones! en fin, si es así, vaya no más.»

Y Ladislao se fue, haciendo, en la noche del sábado, diez y ocho leguas, y diez y ocho, el lunes, para volver a su casa, todo para cumplir con ese singular compromiso de dar su voto a un desconocido, para una función desconocida, en cambio de la absolución de un culpable.

Pero don Narciso lo recibió muy bien, y cuando se presentó en la plaza, para que le indicasen el batido con el cual se debía juntar, fue presentado al juez de paz, con los demás votantes; y este magistrado les dirigió la palabra, dándoles las gracias en nombre del gobierno, y hablándoles de la Constitución, de la patria, de los deberes del ciudadano y de varias otras cosas por el estilo, que por retumbantes que fueran, no les llamaron mayormente la atención;   —314→   agregando que después de la elección, habría carne con cuero; esto sí, lo entendieron bien, vivando ruidosamente al orador.

Y el juez de paz los dejó y volvió al juzgado, donde lo esperaba, según le avisaron, un hombre, para un asunto urgente.

El juzgado era la sala de una casa esquina: un asta-bandera en la azotea, un escudo encima de la puerta principal; un vigilante, de guardia, muy ocupado en repartir sonrisas y piropos a las chinas que pasaban en la vereda, eran los signos exteriores que diferenciaban de las demás casas del pueblo, ese templo de la justicia.

En el interior, un plano del pueblito, otro del partido, varios proyectos de iglesia y de escuela, estas aspiraciones natas de toda población naciente, irrealizables siempre, por falta de fondos, adornaban las paredes de la sala, con avisos para el pago de la contribución y de las patentes; en la mesa, un escribiente extendía una guía, ese documento de dos filos que, bajo pretexto de proteger los intereses legítimos del criador, se ha vuelto instrumento de su despojo, al buscar en él las municipalidades despilfarradoras, una elástica fuente de recursos, y cuya fácil falsificación permite a los empleados infieles aliarse con audaces cuatreros, para saquear, por otro lado, la propiedad del hacendado.

  —315→  

El juez pasó con el individuo que lo estaba esperando, a otro cuarto que le servía de oficina particular.

-«Señor, le dijo este, venía a ver si usted podía arreglar el asunto que tengo con don Justo.

-¿Qué asunto?

-Unas ovejas que, no sé cómo, señor, han encontrado, contraseñaladas, en mi majada. Dicen que soy yo, y me han metido pleito.

-¡Ah! sí; me acuerdo. Pero es de suma gravedad, esto, amigo, y no se va a poder arreglar. ¿Quién sabe si no le cuesta todo lo que tiene, y si se libra de una temporada en la cárcel? Mire que, hoy, se han puesto muy severos para el abigeato.

-Pero señor, si no he sido yo; ha de haber sido alguno que me quiso embromar.

-¿Qué quiere? amigo; todas las pruebas están en su contra; no puedo yo hacer nada.

-Pero, señor juez...

-También le diré una cosa: en las últimas elecciones, usted cometió la barbaridad de votar en contra de nuestro partido, y se me enojaría don Narciso, si me empeñase en su favor.

-Señor, lo he visto a don Narciso, y me dijo él que arreglase con usted.

-¿Le dijo? ¡Ah! entonces, cambia de especie;   —316→   pero, con todo, me parece difícil, porque, al fin, la justicia es la justicia.

-Pagaría, señor. Aquí traía mil doscientos pesos, todo lo que pude juntar, pidiendo prestado y empeñándome, por tal que todo quede arreglado.

-Bueno; quizás... es muy difícil; don Justo es hombre bueno, pero muy testarudo, cuando se trata de robos de hacienda. En fin, deme la plata y haré lo posible; por tal que, por otra parte, se comprometa a acompañarnos cuando haya alguna otra elección.»

El paisano lo prometió todo, sacó del tirador el rollo, y al remitírselo al juez, pidió tímidamente un recibito.

-«Se lo daré cuando hayamos arreglado con don Justo»; y agregó: «No vaya a decir a nadie cuánto le cuesta, pues todos dirían que es demasiado poco y me armarían un bochinche.»

Poco tiempo después, el juez mandó llamar a don Justo, y le hizo comprender que no valía la pena seguir pleito a semejante infeliz; que tampoco, quizás, era él el culpable; que podía ser, lo de las ovejas contraseñaladas encontradas en su majada, alguna venganza de peón despedido o quien sabe qué.

«Y a más, ¿qué es lo que ya a sacar de él? le dijo. El hombre es pobre. ¿Quién sabe si a   —317→   usted, por fin, no le viene a costar muchos dolores de cabeza y dinero, encima?»

Sin mayor trabajo, dejó convencido a don Justo que doscientos pesos era todo lo que razonablemente se podía sacar del individuo en cuestión, y que con esto, cobraría, bien pagas, las ovejas que le pudieran faltar.

Algo es algo, y don Justo se llevó la promesa de los doscientos pesos, considerando que no había del todo perdido el día.

El puesto de juez de paz es honorífico; y ¿cómo no se va a entender, entonces, que tengan que encontrarse algunas compensaciones a los sinsabores inherentes al ejercicio del poder? Esto de tener que distribuir a cada uno lo poco que en este mundo, le deba tocar de paz y de justicia, no deja de ser algo fastidioso, y si no hubiera, de cuando en cuando, algún arreglo provechoso, o alguna recogida de animales de marcas desconocidas, o concesiones de tierras municipales, cuyos mejores lotes es fácil reservar, o cualquiera otra cosita, ¿a dónde iríamos a parar los jueces de paz?



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Arriba- LII -

El fundador


De esta loma, se hará la cuna de la estancia futura: edificaremos en ella nuestro rancho, no al pie, porque se debe dominar el campo donde pacerán las haciendas; ni tampoco en la cima, demasiado barrida por el viento, pero en la falda que suavemente se desliza hasta la cañada fértil.

Las carretas, cargadas hasta el tope, han llegado y ya se anima el desierto, nace a la vida; se llena de los mil rumores del trabajo.

Los peones han cavado el pozo; con ansiedad se prueba el agua todavía turbia, que mana con fuerza de las venas de la tierra, abiertas por el pico.

Huele a tosca, está llena de arena, su sabor es algo salobre, pero, ¡qué rica parece!, y ya se   —319→   plantan los pequeños árboles que esperaban oprimidos en las barricas en que han venido.

Los pájaros del pago no han tardado en acudir a presentar sus cumplimientos y a dar su opinión sobre lo que ahí se hace; han probado también el agua del pozo, y seguramente la encontraron a su gusto, pues una cabecita negra se meció, cantando, en la punta arqueada por el peso de su cuerpo, de una casuarina de medio metro de alto.

La paja de embarrar está cortada, el pisadero, punteado con la pala, las maderas, preparadas y clasificadas: todo está listo; y pronto sucede que se han parado los principales: cinco tirantes bien clavados, en hoyos hondos y pisados con esmero; encima de los cuales se pudo colocar, antes que anocheciera, la cumbrera. Y ese monumental embrión de la modesta morada, parece tener la ambición de encuadrar, entre sus cuatro marcos anchos y toscos, la maravillosa cortina de luz anaranjada del sol poniente.

A la tarde del otro día, cambió de forma, y con las costaneras paestas en su sitio, y las tijeras descansando ya en ellas, surge en el campo llano, como enorme esqueleto de algún monstruo antidiluviano.

Un vecino ha venido a curiosear, y disgustado   —320→   quizás, por no poder tener toda la Pampa para sí solo, chanceando, y de modo que todos lo oigan:

-«Más alto es el rancho, más pronto vuela el techo,» dice.

Y miren lo que son las cosas: ese mismo pobre que, él, era bajo y retacón, fue volteado por la muerte, pocos días después; mientras el rancho, a los años, está todavía en pie.

En pocos días, ese rinconcito de la llanura desierta ha cambiado de aspecto. Ese terreno está todo pisoteado; las pajas quebrajeadas y el trébol, marchito desaparecen bajo las pisadas de los obreros; en las tablas y en los tirantes, suenan los martillazos, cruje el serrucho; y se oyen los gritos y los rebencazos con que, parado en el borde del pisadero, un peón, los brazos y las piernas embadurnados de barro, la cara toda salpicada, excita a los pobres mancarrones que, en castigo de ser viejos, y, como tales, más amoldados a las peores circunstancias de la vida, andan obligados a dar vueltas en el barro pegajoso, arrancando con trabajo, a cada paso, las patas que salen haciendo ¡fluc! como chupadas por la liga viscosa.

Van subiendo las paredes; el armazón desaparece bajo los pesados chorizos de paja embarrada, y pronto se volvió casa. Pues casa es, y no un   —321→   rancho cualquiera: cuatro piezas, cuatro puertas y cuatro ventanas, con un corredor todo en contorno, y en la punta, una cola de pato, donde se podrá dormir, en verano, siestas inefables; paredes espesas, bien revocadas y blanqueadas, adornadas por un albañil artista, de piedras imitadas con primor, y pintada, -arrogante-, en lo alto del mojinete, la marca del establecimiento en formación. ¿Le parece poco lujo? pues, algo más le diré: cada pieza tiene su piso de tabla, ¡las cuatro!... y, por fin, ¿qué importa? ¿No cabe lo mismo la felicidad en la choza como en el palacio?... ¿Y también el dolor?

Ahora, la estancia ha crecido; la marca del mojinete requiere otro marco más lujoso, alguna casa elegante y bien construida, pues ella se luce en la cadera de millares de vacunos. Pero, después de tanto tiempo, le crié tal cariño a mi rancho viejo, que no me puedo decidir a voltear sus grietadas paredes, de las cuales se va borrando la pintura y cayendo el revoque, ni a devolver su polvo al polvo de donde ha salido, ni a hacer leña su esqueleto descuajaringado, dejando desvanecerse, en el   —322→   humo de cada astilla, uno de los mil recuerdos alegres o tristes, de tantos años de vida, pasados bajo su techo de paja. Hasta los mismos árboles que lo rodean; que al crecer, lo han ido protegiendo contra los excesos del viento brutal, y que hoy alegran y poetizan su melancólica vejez, piden perdón por él... Hagamos más bien la casa nueva en la otra orilla del monte.




 
 
FIN