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ArribaAbajoSeis por seis son treinta y seis


I

Doña Francisca Zubiaga, esposa del general D. Agustín Gamarra, fue mujer que en lo política y guerrera no cedía punto a Catalina de Rusia. Si en los tiempos del coloniaje nos gobernó por diez meses la virreina doña Ana de Borja y Aragón, en los tiempos de la República, y como para que nada tuviéramos que envidiar a aquellos, también hubo mujer que nos pusiera a los limeños las peras a cuarto. Si la virreina logró organizar expediciones bélicas contra los piratas, doña Francisca en más de una ocasión supo vestir el uniforme de coronel de dragones y ponerse a la cabeza del ejército. La presidenta fue lo que se llama todo un hombre.

Parece que doña Francisca no aguantaba muchas pulgas; pues es fama que cuando la mostaza se le subía a las narices, repartía bofetones y chicotillazos entre los militares insubordinados, o hacía aplicar palizas de padre y muy señor mío, a los periodistas que osaban decir, ¡habrá desvergüenza!, en letras de molde: La mujer sólo manda en la cocina.

Pero si doña Francisca no sabía zurcir un calcetín, ni aderezar un guisado, ni dar paladeo al nene (que no lo tuvo), en cambio era hábil directora de política; y su marido, el presidente, seguía a cierra ojos las inspiraciones de ella.

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A fines de 1833 hallábase reunida en Lima la Convención, convocada para dar sucesor a Gamarra, quien se interesaba en favor del general don Pedro Bermúdez. Doña Francisca manejaba los bártulos, y con tanta destreza, que el partido de oposición casi perdía la esperanza de sacar triunfante a su candidato, que era el general D. José Luis de Orbegoso. Ochenta y cinco diputados formaban la Convención, y doña Francisca decía sin embozo que contaba con cuarenta votos de barreta, o sea representantes palaciegos, a quienes ella daba la consigna u orden del día, amén de los diputados cubileteros, que no bajaban de doce.

Inútil es decir que el pueblo, como siempre sucede, simpatizaba con la oposición. Las limeñas sobre todo, por antagonismo con la Zubiaga, que era hija del Cuzco, hacían cruda guerra a Bermúdez, y trabajaban en favor de Orbegoso, que era un buen mozo a carta cabal. La moda era ser orbegosista. Los pueblos son puro espíritu de contradicción. Basta que el gobierno diga pan y caldo para que los gobernados se emberrechinen en sostener que las sopas indigestan. Por lo mismo que Gamarra era bermudista, el país tenía que ser orbegosista.

O hay lógica o no hay lógica. Hable la historia contemporánea.

De moda estuvo ser vivanquista en los primeros tiempos del Directorio, y castillista antes de la Palma, y pradista cuando la guerra con la madrastra, y baltista en el interregno de Canseco, y pardista cuando Dios fue servido, y huascarista cuando los gringos vinieron en pos de triunfo barato y se hallaron con la horma de su zapato... Ya veremos con qué otro ista se nos descuelga en breve la moda.

Digresión aparte, llegó el viernes 20 de diciembre de 1833, día señalado por la Convención para elegir presidente provisorio; y desde que amaneció Dios, andaba la gente de política que no le llegaba la camisa al cuerpo; y palacio era un jubileo de entradas y salidas de diputados ministeriales; y el ejército estaba sobre las armas; y la oposición tenía conciliábulos en casa de Luna-Pizarro y de Vigil; y la ciudad, en fin, era un hervidero, un panal de abejas alborotadas.

A las dos de la tarde, hora en que precisamente estaban los diputados haciendo la elección, asomose doña Francisca al balcón de palacio fronterizo al arco del Puente, donde en un tiempo se leía en letras de relieve: Dios y el Rey, leyenda que habría sido más democrática reemplazar con esta otra: Dios y la Ley. Pero es la cosa que a los presidentes se les haría cargo de conciencia tener a esa señora Ley tan cerca de palacio y expuesta a violación perpetua, y cata el por qué mandaron poner la acomodaticia y nada comprometedora inscripción que hoy existe: Dios y la Patria7.

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¡Bobalicones! Concertadme estas razones.

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El gran Mariscal D. Agustín Gamarra

Respiraba doña Francisca la vespertina brisa, cuando en el atrio iglesia de los Desamparados presentose uno de esos buhoneros o vendedores ambulantes que pululan en todas las capitales. Era éste un pobre diablo, muy popular en Lima, que recorría la ciudad llevando un maletón, especie de arca de Noé por la variedad de artículos en él encerrados. Tenía nuestro hombre ribetes de consonantero, a juzgar por el siguiente pregón con que anunciaba la venta al menudeo.


«Ovillos de hilo y agujas,
para las niñas bonitas y las viejas brujas;
tinteros de cuerno y plumas de ganso,
para los que tienen genio manso;
tijeritas y alfileres,
para que corten y pinchen las mujeres;
pañuelos de pallacate y de hilo,
para sonarse hasta echar el quilo;
medias, cintas y botones,
para cabras y cabrones;
frascos de agua de Colonia»

ara... muestra basta y sobra. Suprimo, por subidos de color, los demás versos del pregón. Viven y beben en Lima muchísimas personas que los saben de memoria. Ocurra a ellas el lector curioso.

Doña Francisca oyó, sonriéndose, toda la retahíla, hasta que el baratijero parose frente al balcón, y mirando a la presidenta (que, entre paréntesis sea dicho, era bellísima mujer) la dirigió, no una galantería, sino esta grosera copla:


«Seis veces seis treinta y seis.
Fuera de los nueve nada.
La cuenta queda ajustada.
Gran puerca, ya lo sabéis».

La señora se retiró del balcón murmurando: «Ya te ajustaré otra cuenta, canalla,» y añadió, dirigiéndose según unos al coronel Arrisueño y   —180→   según otros a su mayordomo. «¡Seis por seis son treinta y seis! Pues que le den tres docenas».

Los criados de doña Francisca se apoderaron del insolente, lo llevaron al patio de palacio, lo ataron a un cañón o poste y le aplicaron treinta y seis bien sonados zurriagazos.




II

Pocos minutos después llegaba a Palacio el coronel Escudero, y lo participó a doña Francisca que Orbegoso acababa de ser proclamado presidente por cuarenta y siete votos.

Bermúdez sólo obtuvo treinta y seis votos.

El baratijero había ajustado bien la cuenta; pero no contó con que doña Francisca entendía la aritmética del zurriago.

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ArribaAbajoEl sombrero del padre Abregú

Hace pocos años que semanalmente, en la tarde del sábado y en la mañana del lunes, veíase en el trayecto de San Pedro a la portada de Guadalupe un clérigo de la Congregación de San Felipe Neri, cabalgado en una mansísima mula y cubierta la cabeza con el clásico sombrero de teja. Era el eclesiástico un viejecito enclenque, tanto como la mula que lo sustentaba, y su cargo de capellán de la ermita del Barranco, a una milla del aristocrático Chorrillos, le imponía la obligación de ir a celebrar allí la misa dominical.

Hasta 1835 había el padre Abregú acostumbrado, como todos los sacerdotes cuando viajan, usar un jipijapa más o menos guarapón; pero desde aquel año adoptó el sombrero de teja y la mula tísica para sus excursiones al Barranco. Imagínense ustedes la ridícula figura que haría el sant o señor. El lápiz de Pancho Fierro, el espiritual caricaturista limeño, ha inmortalizado la vera efigies del padre filipense.

¿Pero por qué el virtuoso y respetado Abregú cabalgaba con sombrero de teja?

Van ustedes a saberlo.


I

Cuando el general Salaverry, allá por los años de 1835, se alzó con el santo y la limosna, pasó Lima por conflictos tales que hubo día en que se vio la capital como moro sin señor; y hasta un jefe de montoneros, el negro León, se posesionó del Palacio, se arrellanó en el sillón de los presidentes de la República y, aunque por día y medio, gobernó como cualquier mandarín de piel blanca. Es decir, que dio un puntapié a la Constitución y que hizo alcaldada y media.

Con la mascarilla de partidarios de una causa política, los bandidos ejecutaban mil fechorías y estaban esos caminos intransitables para la gente pacata y honrada. Agustín el Largo, Portocarrero el Corcovado y demás jefes de montoneros eran los hombres de la situación, como hoy se dice. Historias de robos, asesinatos y otros estropicios en despoblado eran la comidilla diaria de la conversación entre los vecinos de la capital,   —182→   que no se atrevían a salir fuera de murallas sin previo acto de contrición, ya que no oleados y sacramentados.

Un sábado de esos, con poncho de balandrán sobre la sotana y un jipijapa en la cabeza, iba nuestro padre Abregú camino del Barranco, cuando de una encrucijada, fronteriza a Miraflores, salieron doce jinetes armados hasta los dientes, y rodearon al viajero, que montaba un bonito caballo.

-¡Pie a tierra! -le gritó el capitán de aquellos zafios, apuntándole con un trabuco naranjero; y sin esperar nueva intimación, apeose el clérigo.

-Diga usted ¡Viva Orbegoso!

- ¡Que viva!-balbuceó el padre y que sea por muchos años.

-¡Bien! Ahora que lo registren.

En un santiamén dos ágiles y prácticas manos le sacaron del bolsillo tres pesos en moneda menuda y un relojillo de plata.

-¡Hombre, está por fusilarlo a usted! -dijo el jefe de la cuadrilla al ver lo exiguo del botín.- Es mucha desvergüenza salir de paseo y no traer encima más que esa miseria.

-Señores, yo soy sacerdote, y un pobre capellán no es un potentado.

-¡Hombre, había usted sido pájaro de cuenta; pero conmigo no vale tener letra menuda! A ver, muchachos, tráiganlo al monte para formarle consejo de guerra.

El capitán de la cuadrilla era un español que había servido en la división de Monet, en la batalla de Ayacucho, y a quien sus compañeros conocían con el apodo del Filosofo (grave y no esdrújulo).

Más muerto que vivo siguió el padre Abregú a los bandidos, que a una señal de su jefe se sentaron formando círculo y poniendo en el centro al prisionero.

-Dígame usted, padre, la verdad purita, porque le va el pellejo si me embauca. ¿Estará Dios en la Hostia que consume un fraile crapuloso?

-Hijo, esos son puntos teológicos que.....

-¡Nada!... Conteste usted sin circunloquios. ¿Baja Dios o no baja?

-Yo te diré, hijo, que puede ser que lo haga con un poquito de repugnancia; pero, lo que es bajar, sí baja; no te quede duda.

Riose el capitán de montoneros, y dijo:

-Vaya, padre, veo que no es usted molondro, y medio que empiezo a reconciliarme con usted. Ahora, veamos lo que hay en la alforja.

Una botellita de vino dulce, otra de aguardiente forrada en suela, medio pernil, algunos panes, un cuarterón de queso y otros comestibles fue todo lo que contenía la alforja, y en pocos minutos dieron cuenta de ello los ladrones.

-El caballo no es malejo, aunque podía ser mejor, y con él me quedo.

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Ahora, padre, vino de estos guapos lo sacará del monte y lo pondrá en el camino para que siga a pie su viaje.

-¡Alto, hermanito! Soy achacoso, y mal puedo, sin gran fatiga y peligro, hacer la media legua que me falta para llegar al Barranco. Suyo es el caballo; pero le ruego me lo preste, que palabra le empeño de devolvérselo antes de una hora.

-Casi, casi estoy tentado de acceder, por ver si cumple.

-Acceda, hijo, y lo palpará.

-Pues... convenido; y ¡cuenta con engañarme!, porque entonces donde lo pille le clavo una puñalada; que guindarme una sotana es para mí como sorberme un huevo fresco.

Sacado del monte, el padre Abregú cumplió religiosamente el compromiso.




II

El Barranco por aquellos tiempos apenas se componía de la ermita, alzada para dar culto a la milagrosa efigie aparecida en ese sitio, y unos pocos ranchos de estera habitados por indios. Ni Domeyer ni Bregante habían soñado aún en habitarlo y formar de él un precioso arrabal de Chorrillos.

A media noche, el Filosofo llamaba cautelosamente a la puerta de la ermita, y el capellán no demoró en abrirle.

-Padre, me ha sido usted simpático porque es hombre de palabra. En prueba de ello, le traigo una mulita en cambio de su caballo, y como contraseña para que a distancia lo conozca mi gente, y en vez de incomodarlo lo proteja, le encargo que siempre que venga al Barranco se ponga, su sombrero de teja, que el jipijapa es mucha guaragua para un sacerdote humilde.

-Corriente, hijo, por eso no pelearemos. Ve con Dios y con mi bendición.

Y desde la semana siguiente, el mansísimo padre Abregú se convirtió en el tipo que nos ha legado el lápiz de Pancho Fierro (el Goya peruano), sin que después hubiera habido forma, ni por Dios ni por sus santos, de hacerlo renunciar al sombrero de teja y a la mula flaca.

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ArribaAbajoEl canónigo del taco

Allá por los años de 1834 a 1835 andaba el general D. José Luis de Orbegoso, presidente constitucional de la República, casi siempre a salto de mata. Entre bermudistas y gamarristas lo traían como a berrendo con colgandijos de fuego.

Dios no fundió a Orbegoso en el molde en que funde a los hombres que crea para el gobierno y las trapisondas políticas. D. José Luis, sin ser un mandria, que no lo fue, nació sólo para las dulzuras del hogar; y ya se sabe que todo buen paterfamilias tiene que ser, cuando se mete a gobernar la patria, el conductor más a propósito para desbarrancarla. De puro bueno, Orbegoso nos trajo la intervención boliviana y los cadalsos de Salaverry y sus ocho compañeros, y por fin él y Santa Cruz fueron el pretexto para la expedición chilena. Hasta en una de sus proclamas, que existe impresa, le cuenta Orbegoso a la nación como si ésta tuviera por qué regocijarse con la noticia y encender luminarias, que tiene once hijos. ¡Bonita cifra! Para poblar un desierto era impagable su excelencia.

Y para que no se nos crea bajo la fe de nuestra honrada palabra, apelamos al testimonio del deán Valdivia, quien en su libro Historia de las revoluciones de Arequipa, dice que a tal extremo llevaba Orbegoso la manía de contar que era padre de once hijos, que en cierta junta de guerra   —185→   (a que concurrió Valdivia) en que se trataba de cosas muy trascendentales y decisivas, salió su excelencia con el despapucho consabido. El general D. Ramón Castilla, que era un soldado cascarrabias y de ocurrencias peregrinas, lejos de halagar la pantorrilla (que con ser trujillana era de suyo más gruesa que la de nosotros los limeños) de su presidente, lo interrumpió diciendo: «Paréceme que mientras otros nos hemos ocupado de hacer patria, vuecelencia no se ha ocupado sino en fabricar muchachos; pues, venga o no a pelo, nos habla de ellos en cartas, y en brindis y en discusiones serias como la actual». Añade el respetable deán que Orbegoso se puso pálido, se mordió los labios y cambió de tema.

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El general D. José Luis de Orbegoso

Pero algún dejo amargo debió quedarle en el alma al robusto padre de los once nenes, porque pocos días más tarde halló pretexto para desterrar a Castilla.

Orbegoso era el ídolo de las limeñas, y con razón. No ha tenido hasta hoy el Perú gobernante de más gallarda figura. Alto, vigoroso, de bella y aristocrática fisonomía, elegante en el vestir, de agraciados modales y agudo en la conversación familiar, habría sido un D. Juan Tenorio si Dios lo hubiera hecho mujeriego. D. José Luis no era amigo de cazar en vedado. Bastábale y sobrábale con la costilla complementaria que recibiera de manos del párroco, y se sonreía cuando al salir de una fiesta de catedral, adornado con la banda bicolor, insignia del mandatario, lo rodeaban las tapadas, murmurando casi a sus oídos:

-Es un buen mozo a las derechas.

-Es un hombre que llena el ojo.

-¡Dios lo guarde a mi niño Orbegoso!-añadía alguna mulata de convento-. ¡Es lindo como un San Antoñito!

Y Orbegoso aguantaba piropos a quemarropa y se dejaba querer, hasta que a la postre las limeñas se aburrieron de sus desdenes y trataron   —186→   de explicarse el porqué su excelencia era de cal y canto para con ellas.

Parece que a D. José Luis no le discrustaba el licorcillo aquel que en tan mal predicamento puso al padre Noé, y las despechadas mujeres dieron de repente en decir:

-¡Qué caso nos ha de hacer ese baboso borrachín! ¡Como no somos limetas de aguardiente!... ¡Qué buen mozo tan mal empleado!

Vean ustedes cuán cierto es que las hijas de Eva hacen y deshacen reputaciones. El austero, el moralísimo y, si ustedes me permiten la palabra, el bonachón de D. José Luis de Orbegoso pasará a la historia con el calificativo de mono bravo. ¿Y por qué? Por haber hecho ascos a femeniles carantoñas.

La lógica de Cupido es fatal. «El que no ama a las bellas es porque ama a las botellas».




II

Cura de Concepción, en la provincia de Jauja, era por aquellos años el Sr. Pasquel, dignísimo sacerdote que, andando los tiempos, ocupó alta jerarquía eclesiástica. Cierto que no tuvo en el cerebro mucho de lo de Salomón; pero era un celoso pastor de almas, fiel cumplidor de sus deberes y de moralidad tan acrisolada que jamás pecó contra el sexto mandamiento.

Al pasar Orbegoso por Concepción alojose en casa del cura, que había sido su amigo de la infancia y con quien se trataba tú por tú. El señor Pasquel echó el resto, como se dice, para agasajar a su condiscípulo el presidente y comitiva.

Entre los acompañantes de su excelencia había algunos militares del cuño antiguo que sazonaban la palabra con abundancia de ajos y cebollas, lo que traía alarmado al pulcro cura de Concepción, temeroso de que se contagiasen sus feligreses y saliesen a roso y belloso escupiendo interjecciones crudas.

Una noche en que platicaba íntimamente con Orbegoso, agotado ya el tema de las reminiscencias infantiles, habló el Sr. Pasquel de lo conveniente que sería dictar ordenanzas penando severamente a los militares que echasen un terno. Riose su excelencia de las pudibundas alarmas del buen párroco, y díjole:

-Mira, curita, así como a ustedes no se les puede prohibir que digan la misa en latín, lengua que ni el sacristán les entiende, tampoco se puede negar al soldado el privilegio de hablar gordo. Muchas batallas se ganan por un taco redondo echado a tiempo; y para quitarte escrúpulos, te empeño   —187→   palabra de hacerte canónigo del coro de Lima el día en que te oiga echar en público un... culebrón retumbante.

Como hasta en el pecho de los santos suele morder el demonio de la ambición, diose a cavilar el Sr. Pasquel en que una canonjía metropolitana es bocado suculento, y que de canónigo a obispo no hay más que una pulgada de camino, como diz que dice el abate Cucaracha de la Granja, a quien mis choznos verán mitrado.

Al siguiente día, con el pie ya en el estribo y rodeado de edecanes y demás muchitanga que forma el obligado cortejo de un presidente republicano, despedíase Orbegoso de su condiscípulo el cura. Éste, que había meditado largo y resuéltose a ser canónigo, le dijo:

-Conque, José Luis, eso de la canonjía ¿es verdad o bufonada?

-Lo dicho, dicho, curita; pero no hay canonjía sin un taco enérgico. Conque decídete, que el tiempo vuela y hay muchos niños para un trompo.

El señor cura se puso carmesí hasta lo blanco de las uñas, cerró los ojos y exclamó:

-¡Qué cara... coles! ¡Hazlo, si quieres; y si no, déjalo!

Y después de lanzada la tremenda exclamación, el Sr. Pasquel, escandalizado, asustado del taco redondo que sus sacerdotales labios acababan de proferir, corrió a encerrarse en su cuarto y cayó de rodillas dándose golpes de pecho.




III

Quince días más tarde llegaba a Concepción un posta y apeose a la puerta de la casa parroquial.

Orbegoso había cumplido su palabra y el Sr. Pasquel era canónigo.

Pero por lo mismo que en el Sr. Pasquel había mérito y virtudes que lo hacían digno hasta de la mitra, encontró émulos en sus compañeros de coro, que lo bautizaron con el apodo de el canónigo del taco.

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ArribaAbajoHilachas

Las hilachas, más que pequeñas tradiciones, son, en puridad de verdad, apuntaciones históricas y chismografía de viejas. Hay en ellas cosas frívolas al lado de noticias curiosas. El autor ha deshilachado tela de algodón y tela de seda y formado un ovillo o pelota de hilachas.


ArribaAbajoI

Los caciques suicidas


La provincia de Cotac-pampas (llano de mineros) estaba en los tiempos del último inca dividida en dos cacicazgos, cuyos límites marcaba la cordillera de Acca-cata.

El más importante de los cacicazgos era conocido con el nombre de Yanahuara y su vecino con el de Cotaneras. Aún existen, en ruinas, los dos palacios que habitaron los respectivos señores feudales.

El cacique de Yanahuara tenía ya reunida inmensa cantidad de oro para contribuir al rescate de Atahualpa, cuando recibió la noticia de que los españoles habían dado muerte al soberano. El cacique mandó construir entonces una escalera de piedra que le sirvió para transportar el tesoro a la empinada cueva de Pitic; luego hizo destruir la escala y se enterró vivo en aquella inaccesible altura.

Los naturales agregan que en ciertos aniversarios fúnebres se ve, en medio de las tinieblas de la noche, un ligero resplandor, que para ellos representa el espíritu de su cacique vagando en el espacio.

En la época de los incas se sacaba mucho oro de los terrenos auríferos de Cotac-pampas; y aún es fama que en 1640 trabajaban cuatro portugueses la mina Hierba uma con pingüe provecho. Una noche armose entre ellos grave pendencia, recurrieron a las armas, murieron tres, acudió la justicia, y el portugués que quedó con vida, para no caer preso acercó la lámpara a un barril de pólvora, cuya explosión ocasionó el derrumbe de la mina.

En el primer año de la fundación de Lima dispuso D. Francisco

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Cacique de la época de los incas

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Pizarro que se trajesen en trahilla indios de los alrededores de la ciudad para que sirviesen de albañiles.

El cacique de Huansa y Carampoma se negó tenazmente a cumplir una orden que humillaba la dignidad de los suyos; y en la imposibilidad de oponer resistencia al despótico mandato, prefirió a ser testigo del envilecimiento de sus súbditos, enterrarse en una cueva, cuya boca hizo cubrir con una gran piedra labrada.

Hoy mismo, siempre que los indios de la provincia de Huarochirí celebran sus fiestas, llevan flores y provisiones que colocan sobre dicha piedra y consideran el nombre del cacique como el de un genio protector de la comarca.




ArribaAbajoII

Granos de trigo


Doña Inés de Muñoz, que en primeras nupcias casó con Martín de Alcántara, hermano uterino de D. Francisco Pizarro, y que al enviudar contrajo matrimonio con el acaudalado D. Antonio de Rivera, caballero de Santiago, fue la primera dama española que hubo en Lima. Al fallecimiento de su segundo marido, que la dejó heredera de pingüe fortuna, consagró ésta a la fundación de un monasterio en el que entró monja, alcanzando al morir (en 1594) a la edad de ciento once años. ¡Vivir fue!

Cuentan de doña Inés (si bien no falta autor que haga a la viuda del capitán Chávez, que murió defendiendo a Pizarro, protagonista de esta historieta) que sus deudos de España, a quienes ella no olvidaba favorecer con gruesos donativos de dinero, la enviaban, siempre que oportunidad se presentaba y por vía de agradecido agasajo, tres o cuatro cajones conteniendo frutos escasos o desconocidos en el Perú.

Hallábase de visita en casa de ella el marqués gobernador, en momentos que a doña Inés entregaban una remesa llegada de Cádiz, y la amable dama invitó a su cuñado a comer, para el día siguiente, una olla podrida en que los garbanzos, judías, chorizo extremeño y demás artículos regalados campearían en el plato.

Hizo la casualidad que, al abrir uno de los cajones, se fijase doña Inés en unos pocos granos de trigo confundidos entre los garbanzos; y ella y   —192→   sus criadas echáronse a tan minuciosa rebusca, que llegaron a juntar hasta cuarenta y cinco granos de trigo.

Doña Inés hizo con ellos un almácigo en el jardinillo de su casa, y a poco brotaron las espigas y tras ellas el grano.

Cuatro años después el almácigo había dado origen a muchos trigales en las huertas de los alrededores de Lima, estableciéndose por Pizarro un molino, y amasándose pan para el vecindario, que lo pagaba a medio real de plata la libra.

Y de Lima pasó el cultivo del trigo a los fértiles valles de Arequipa y Jauja, y últimamente a Chile, donde hoy constituye un productivo ramo de comercio.




ArribaAbajoIII

Agustinos y franciscanos


Entre los superiores de estos conventos existía por los años de 1608 personal desavenencia, que chismosos de oficio llegaron a convertir en profunda enemistad. Y como quien riñe con el rabadán riñe con su can, los frailes de ambas órdenes se creyeron obligados a negarse hasta el saludo, haciendo propios los agravios y quejas de sus respectivos superiores.

La cosa llegó a punto de que los porteros de ambos conventos recibieran orden de no permitir que pusiese pie dentro del claustro fraile alguno de comunidad contraria, y los cerveros andaban armados de gruesa tranca y muy decididos a romper crismas.

En vano el virrey y el arzobispo tomaron cartas en la querella, gastando saliva e influencia para restablecer la concordia. Tal maravilla vino a realizarla, después de muerto, San Francisco Solano.

Falleció este siervo de Dios el 14 de julio de 1610, y a su entierro en el templo de los padres seráficos concurrieron no sólo los personajes de la ciudad sino hasta el último plebeyo. No había en la vasta nave de la iglesia donde echar un grano de trigo.

Por supuesto que las comunidades, sin exceptuar la agustina, asistieron a la fúnebre ceremonia, y el virrey no quiso desperdiciar la oportunidad para poner término a la escandalosa inquina.

Con el pretexto de ir a besar la mortaja del difunto, levantose su excelencia, invitando a los dos adversarios a que lo acompañasen. Arrodillados los tres delante del ataúd, dijo el marqués de Montesclaros:

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-¡Ea, padres! Basta de desórdenes, y por amor a este santo, que desde el cielo lee en el fondo de los corazones, déjense ustedes de quisquillas y dense un abrazo.

Los dos reverendos, como movidos por un resorte, cayeron el uno en brazos del otro, ejemplo que fue imitado por ambas comunidades.

El virrey se restregaba las manos satisfecho, y decía al oído a uno de sus amigos:

-Cuando las cosas se hacen en coyuntura aparente, tienen siempre éxito feliz. Aprovechar de la oportunidad es ganar media batalla.

Así terminó una desavenencia que duraba ya dos años, llevando aspecto de prolongarse hasta Dios sabe cuando.

Un mes después los dominicos daban un banquete a los reconciliados; pero ¡qué banquete! Hubo sopa teóloga, fritanga de menudillos, pavo relleno, carapulcra de conejo, estofado de carnero, pepián y locro de patitas, carne en adobo, San Pedro y San Pablo, y pastel de choclo, y un pericote por goloso se cayó dentro de una olla, y aquí da remate el cuento de Periquito Sarmiento.




ArribaAbajoIV

Lapsus linguæ episcopal


Cuenta el autor de Los dos cuchillos que, en sus tiempos, apenas fallecía un obispo se apresuraban a heredarlo familiares y domésticos, y compruébalo con lo que pasó a la muerte del limeño D. Feliciano de la Vega, electo para el arzobispado de Méjico. A su ilustrísima lo despojaron hasta de los calzoncillos.

El Ilmo. Sr. D. Manuel Jerónimo Romaní, natural de Huamanga, desempeñaba en 1765 el obispado del Cuzco, cuando una noche, agravada la dolencia de que padecía, quedose exánime; y hasta el médico, teniéndolo ya por difunto, dijo a los familiares:

-¡Ea, amigos, amortajen a su ilustrísima!

Los canónigos, que esperaban noticias en la sala, derramaron unas cuantas lágrimas de cocodrilo, enjugáronselas luego con el dorso de la mano, y dijeron:

-Pues señor, sede vacante y a trabajar por ella, que a camarón que se duerme se lo lleva la corriente.

Uno de los familiares quiso tener prenda de su ilustrísima, y enamorose   —194→   de un cuadrito de la Virgen que, con marco de oro, tenía el difunto a la cabecera del lecho. Para descolgarlo tuvo necesidad de encaramarse, y sin respeto al cadáver apoyó la rodilla sobre el estómago de éste. El muerto se estremeció, lanzó un gemido y arrojó una apostema, que era el mal que lo llevaba a la tumba.

El enamorado, no sé si del marco o de la pintura, echó a correr, gritando como loco:

-¡Milagro! ¡Milagro! ¡Su ilustrísima resucita!

El obispo Romaní entró en convalecencia y gobernó su diócesis por dos años más, gracias al ladronzuelo que, sin quererlo, hizo por él lo que no lograron médicos ni remedios de botica.

Los canónigos fueron en corporación a visitarlo, y le dijeron:

-Damos gracias a Dios, dispensador de todo bien, por habernos conservado la preciosa existencia de su señoría ilustrísima, evitándonos que pasemos por el dolor de proclamar la iglesia del Cuzco en sede vacante.

El Sr. Romaní, que era un poquito tartamudo, contestó sonriendo:

-¡Gracias! ¡Gracias! Se han escapado ustedes de entrar en sede rapante.

¿Fue esto un lapsus linguæ, o quiso el señor obispo decirles que se les había frustrado el plan de andar a la rebatiña por la mitra?




ArribaAbajoV

Las tres misas de finados


En el tomo XLIX de Papeles varios de la Biblioteca de Lima se encuentra, con el título de Discurso teológico, un memorial que D. fray Bernardino de Cárdenas, obispo del Paraguay, dirigió al Papa Alejandro VII.

Pensador tan ilustre como las Casas y Palafox, y más erudito que éstos, es incuestionablemente el franciscano Cárdenas uno de los hombres más notables de su época. Nacido en Chuquiabo (La Paz) educose en el convento seráfico de Lima. Obispo del Paraguay, y más tarde de la provincia de su nacimiento, donde falleció en 1667, sostuvo durante un cuarto de siglo guerra sin cuartel con los jesuitas, que hartos quebraderos de cabeza le dieron. Pero no es mi objeto escribir una biografía, que el curioso lector encontrará, y muy circunstanciada, en el Diccionario del Sr. de Mendiburu, sino ocuparme de su entusiasmo por el santo sacrificio de la misa.

En la Lima limata, del dominico Haroldo, se lee que el obispo del   —195→   Paraguay celebró por el espacio de quince años dos misas diarias, y no satisfecho con esto elevó el memorial a que me he referido, y que por entonces fue desatendido por Roma.

En 1722, medio siglo después de enterrado fray Bernardino, el rey de España e Indias D. Felipe V gestionó sobre la pretensión del Discurso teológico, y Benedicto XIV expidió en 1748 bula autorizando a los sacerdotes para decir tres misas el día 2 de noviembre.

Hemos apuntado esta concesión, no tanto por ser una curiosidad histórica, sino para que conste que fue un obispo peruano el primero en solicitarla.

Institución limense es también la llamada Escuela de Cristo, que se ha generalizado en el orbe católico y que fue reconocida por bula de Alejandro VII.




ArribaAbajoVI

Entre santa y santo, pared de cal y canto


A fray Miguel Romero, religioso agustino del convento de Lima y que murió en 1646 a los setenta años de edad, llamábanlo el padre loco; y a fe que si todas sus locuras fueron como las frases que la tradición y el cronista Flores nos han transmitido, digo que su paternidad estuvo siempre en sus cabales, y que muchos cuerdos envidiarían su agudeza.

El padre Romero pecaba por falta de aseo en hábito y persona: era un Diógenes con tonsura, y acaso por eso, más que por sus acciones y palabras, conquistó fama de loco. Un día reuniose la comunidad para ir a palacio al besamanos del nuevo virrey, y ya en la portería fijose el prior en que el calzado de fray Miguel iba provocando la hilaridad de sus compañeros.

-Padre maestro -le dijo el prelado,- ¿por qué trae su paternidad los zapatos desorejados como si fueran ladrones?

-Para que no puedan andar en malos pasos -contestó el loco.

La respuesta no admitía réplica, y el prior le dijo sonriéndose:

-Tiene razón que le sobra su paternidad.

Pero la gran agudeza del padre loco, pasando por alto otras, es la siguiente que refiere el ya citado cronista agustino.

Entre sus confesadas había una vieja, madre de una muchacha tan devota como agraciada de figura. La vieja confió al confesor que entre   —196→   sus visitantes había un joven que confesaba y comulgaba jueves y domingo y que mantenía con su hija largas pláticas sobre puntos teológicos.

-¿Y nada más?

-Nada más, padre.

-Pues cierra la puerta de tu casa a ese mancebo, que por religioso que sea, siempre es bueno poner entre santa y santo pared de cal y canto.

La beata no se llevó del consejo, diciendo para su sayo: «chocheces de padre loco», y se ausentó del confesonario.

Así pasaron meses, hasta cinco, cuando una mañana presentose la vieja en la portería del convento e hizo llamar al padre Romero. Acudió éste, y la pobre señora se echó a gimotear.

-¿Qué te pasa, hija? A ver, desahoga ese pecho.

-¡Ay, padre! ¿Quién lo hubiera creído? Lo que me sucede no se ha visto nunca.

-Eso es grave. ¿Cosa nunca vista, dices? Desembucha, que me tienes el alma en vilo.

-Sí, padre; porque ese joven a quien me aconsejaba su paternidad que no admitiese nunca en casa...

-¡Ah, ya caigo! No prosigas, hermana. ¿Conque ese jovencito está embarazado? ¿Conque al fin remaneció preñado el devoto, el santito, el bienaventurado?

-No, padre, mi hija es la que está encinta.

-Pues eso nada tiene de nunca visto, sino de muy natural; que al cabo en preñez tenían que parar tantas pláticas devotas. Lo nunca visto habría sido que el galán resultase con el embuchado. Ve con Dios, hija; y dejándote de candideces, acude a la justicia para que remedie el daño, si puede y quiere, que los frailes no servimos para el caso. Anda, boba, que a tiempo te dije que «entre santa y santo pared de cal y canto».




ArribaAbajoVII

Un emplazamiento


Entre el padre fray Agustín Fajardo, lector en teología y pico de oro o gran predicador, el padre provincial fray Bartolomé Barba y el prior fray Alonso de Ayala, los tres del convento agustiniano de Santa Fe de Bogotá, existía por los años de 1630, y motivado por querellas del último capítulo, pronunciado enojo del primero para con los otros.

  —197→  

Era el padre Fajardo un guipuzcoano de gran energía de carácter y extremado en sus pasiones. No amaba ni aborrecía a medias, sino por entero.

Enfermose de gravedad, y el físico del convento dispuso que se le administrase. Con tal motivo prior y provincial acordaron hacerle una visita en su celda y reconciliarse con él, fiados en que también el moribundo, listo como estaba para el supremo trance, echaría pelillos al agua y les daría un abrazo de perdón y despedida.

Llegaron los visitantes, sentáronse frente al lecho del enfermo, hablose de generalidades, y al tratarse de la dolencia que aquejaba al padre Fajardo dijo éste:

-Padre provincial, si su paternidad no pone óbice, desearía que me otorgara licencia para emprender un viaje.

-Concedida, hermano, concedida.

-Si no fuere abusar de su bondad, padre provincial, también le suplicaría me acordase por compañeros de viaje a los dos religiosos que yo elija.

Suponiendo siempre el provincial que se trataba de un viaje de convalecencia en alguno de los pueblecitos vecinos a la ciudad, le contestó:

-Con mucho gusto. Eso y más que su paternidad desee, delo por otorgado.

Y quedaron en silencio por algunos minutos, hasta que el prior, movido por la curiosidad, se aventuro a preguntar:

-¿Y adónde es el viaje y quiénes son los compañeros?

Entonces el enfermo, incorporándose sobre las almohadas, dijo con voz terrorífica:

¡Padres! Mi viaje es mañana para la eternidad, y los dos religiosos que han de acompañarme son vuesas paternidades. Tenemos los tres cuentas que arreglar ante el supremo tribunal de Dios.

Yo no habría hecho de este suceso tema para una tradición, si el formal y verídico cronista en cuyo libro la he leído no añadiera: «¡Juicios misteriosos de Dios! Los tres murieron en plazo menor de treinta días».



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ArribaAbajoVIII

Brazo de plata


El Excmo. Sr. D. Melchor Portocarrero Laso de la Vega, conde de la Monclova y virrey de estos reinos del Perú y Chile, era hombre con quien cargaba una legión de diablos, siempre que llegaba a sus oídos el apodo con que lo bautizara el zumbón pueblo de Lima; no embargante que el tal apodo más tenía de honorífico que de ridículo, pues tengo para mí que enaltece a un guerrero el resultar lisiado en el campo de batalla. Su excelencia había quedado manco en la batalla de Arras, y reemplazó el brazo de carne, músculos y huesos con otro de filigrana de plata, verdadera maravilla de artífices romanos.

Aunque D. Melchor ocultaba la apócrifa siniestra bajo un guante de gamuza o piel de perro, no por eso dejaron de aplicarle el mote de Mano de plata, apodo que a su excelencia antojósele considerar como insulto a su honrada y esclarecida persona.

Fue el caso que, a pesar de sus diciembres, a su excelencia se le encandilaban los ojos cada vez que por esas calles tropezaba con una de aquellas hembras hechas de azúcar y canela, vulgo mulatas, manjar apetitoso para libertinos y hombres gastados. Las mulatas de Lima eran, como las de la Habana, el non plus ultra del género.


«Quien dijere que Venus
ha sido blanca,
de fijo no hizo estudios
en Salamanca».

Algún resbalón debió dar su excelencia, en amor y compaña con una de esas caritativas vasallas, e hízose pública la largueza del galán en recompensar amorosas complacencias, pues los traviesos limeños lo sacaron esta copla que a guisa de pasquín y escrita con carbón apareció una mañana en la blanca pared de uno de los pasadizos de palacio:


«Al conde de la Monclova
le dicen Mano de plata;
pero tiene mano de oro
cuando corteja mulatas».

No fue su excelencia como los rnarqueses de Cañete y de Castelfuerte, ni como Amat y otros virreyes, que a pasquines en verso contestaron   —199→   también en el lenguaje de las musas, dándoseles un pepinillo de conceptos y murmuraciones anónimas. El de la Monclova no entendía de chilindrinas, y la más sosa e insignificante revestía para él la seriedad del papel sellado. Hizo borrar la copla de la pared; pero no alcanzó a borrarla de la memoria del pueblo.

Añaden, sí, que desde entonces no volvió el virrey a tener aventurillas con mozuelas del medio pelo.




ArribaAbajoIX

¡Arre, borrico! Quien nació para pobre no ha de ser rico


Unos dicen que fue en Potosí y otros en Lima donde tuvo origen este popular refrán. Sea de ello lo que fuere, ahí va tal como me lo contaron.

Por los años de 1630 había en la provincia de Huarochirí (voz que significa calzones para el frío, pues el inca que conquistó esos pueblos pidió semejante abrigo) un indio poseedor de una recua de burros con los que hacía frecuentes viajes a Lima, trayendo papas y quesos para vender en el mercado.

En uno de sus viajes encontrose una piedra que era rosicler o plata maciza. Trájola a Lima, enseñola a varios españoles, y éstos, maravillados de la riqueza de la piedra, hicieron mil agasajos y propuestas al indio para que les revelase su secreto. Éste se puso retrechero y se obstinó en no decir dónde se encontraba la mina de que el azar lo había hecho descubridor.

Vuelto a su pueblo, el gobernador, que era un mestizo muy ladino y compadre del indio, le armó la zancadilla.

-Mira, compadre -le dijo,- tú no puedes trabajar la mina sin que los viracochas te maten para quitártela. Denunciémosla entre los dos, que conmigo vas seguro, pues soy autoridad y amigos tengo en palacio.

Tanta era la confianza del indio en la lealtad del compadre, que aceptó el partido; pero como el infeliz no sabía leer ni escribir, encargose el mestizo de organizar el expediente, haciéndole creer como artículo de fe que en los decretos de amparo y posesión figuraba el nombre de ambos socios.

Así las cosas, amaneció un día el gobernador con gana de adueñarse del tesoro y le dio un puntapié al indio. Este llevó su queja por todas   —200→   partes sin encontrar valedores; porque el mestizo se defendía exhibiendo títulos en los que, según hemos dicho, sólo él resultaba propietario. El pastel había sido bien amasado, que el gobernador era uno de aquellos pícaros que no dejan resquicio ni callejuela por donde ser atrapados. Era de los que bailan un trompo en la uña y luego dicen que es bromo y no pajita.

Como último recurso aconsejaron almas piadosas al tan traidoramente despojado que se apersonase con su querella ante el virrey del Perú, que lo era entonces el señor conde de Chinchón; y una mañana, apeándose del burro, que dejó en la puerta de palacio, colose nuestro indio por los corredores de la casa de gobierno, y como «quien boca tiene a Roma llega», encamináronlo hasta avistarse con su excelencia, que a la sazón se encontraba en el jardinillo, acompañado de su esposa.

Expuso ante él su queja y el virrey lo oyó media hora sin interrumpirlo, silencio que el indio creía de buen agüero. Al fin el conde le dio la estocada de muerte, diciéndole: que aunque en la conciencia pública estaba que el mestizo lo había burlado, no había forma legal para despejar a éste, que comprobaba su derecho con documentos en regla. Y terminó el virrey despidiéndole cariñosamente con estas palabras:

-Resígnate, hijo, y vote con la música a otra parte.

Apurado este desengaño, retirose mohíno el querellante, montó en su asno, y espoleándolo con los talones, exclamó:

«¡Arre, borrico! Quien nació para pobre no ha de ser rico».




ArribaAbajoX

Las campanas de Eten


Magdalena de Eten es en el Perú uno de los pueblos que más han llamado la atención de los viajeros; pues a alguno se le ocurrió, en comprobación del origen asiático de la América, afirmar que los etanos, como ellos se dicen, o etenanos, como más generalmente se les llama, hablan la misma lengua que los hijos del Celeste Imperio. Tal fábula llegó a ser tomada como realidad por todos los que no han querido hacer una seria investigación.

La verdad es que los etanos son hoy los depositarios de la lengua y tradiciones de los antiguos yungas y que cifran su orgullo en permanecer leales a su origen. Aunque la lengua yunga era en un tiempo hablada   —201→   por numerosos pueblos, así los conquistadores cuzqueños como los españoles se empeñaron en hacerla desaparecer. Por lo demás, no hay semejanza entre el yunga y el chino.

Magdalena de Eten es un pueblecito de pescadores y tejedores de sombreros, petaquillas y otros artefactos de paja. Hállase situado en un arenal, y en una época de amagos piráticos el virrey ordenó a sus habitantes que abandonasen la plaza para no ser forzados a proporcionar víveres a los enemigos o víctimas de alguna violencia. En ningún cronista hemos visto comprobada la noticia que en su Diccionario Geográfico da el señor Paz Soldán de haber sido destruida esa población por la arena.

En 1649, gobernando el Perú el virrey conde de Salvatierra, aconteció en Eten un prodigio, sobre el que se levantó sumaria información, que Córdova y Salinas copia en su crónica franciscana.

Fue el caso que la víspera de Corpus el cura fray Jerónimo de Silva Manrique y las quinientas almas que formaban el vecindario de Eten vieron en la Hostia divina la imagen de un niño muy rubio con una tuniquilla morada.

D. Andrés García de Zurita, obispo de Huamanga y a la sazón electo para Trujillo, ordenó se conservase la Hostia en la Custodia hasta que él pudiera ir a Eten y celebrar suntuosa fiesta.

En uno de los cerros de arena o médanos de Eten vense dos grandes piedras que, golpeadas con un martillo, tienen la vibración de las campanas. Los etanos, para encarecer más el prodigio de la aparición del Niño, dicen que cuando ésta se verificó los ángeles repicaron en dichas piedras, imprimiéndolas el sonido metálico que hasta hoy tienen.

Las dos piedras son conocidas con el nombre de las campanas de Eten.




ArribaAbajoXI

Los gobiernos del Perú


Perdone D. Modesto de La Fuente; pero lo que él da en sus chispeantes capilladas como coloquio entre Santa Teresa y Cristo, se lo oí referir a mi abuela la tuerta como pasado entre Santa Rosa de Lima y el Rey de cielos y tierra. Fray Gerundio cuenta la escena con el aticismo que le es propio; mas no por eso he de privarme de contar, a mi manera, historieta que en mi tierra es tradicional. Si hay plagio en ello, como alguna vez se me dijo, decídalo el buen criterio del lector.

  —202→  

Un día en que estaba el buen Dios dispuesto a prodigar mercedes, tuvo con él un coloquio Santa Rosa de Lima. Mi paisana, que al vuelo conoció la benévola disposición de ánimo del Señor, aprovechó la coyuntura para pedirle gracias, no para ella (que harta tuvo con nacer predestinada para los altares), sino para esta su patria.

-¡Señor! Haz que la benignidad del clima de mi tierra llegue a ser proverbial.

-Concedido, Rosa. No habrá en Lima exceso de calor ni de frío, lluvia ni tempestades.

-Ruégote, Señor, que hagas del Perú un país muy rico.

-Corriente, Rosa, corriente. Si no bastasen la feracidad del terrenó, la abundancia de producciones y los tesoros de las minas, le daré, cuando llegue la oportunidad, guano y salitre.

-Pídote, Señor, que des belleza y virtud a las mujeres de Lima y a los hombres clara inteligencia.

Como se ve, la santa se despachaba a su gusto.

La pretensión era gorda, y el Señor empezó a ponerse de mal humor.

Era ya mucho pedir; pero, en fin, después de meditarlo un segundo, contestó sin sonreírse:

-Está bien, Rosa, está bien.

A la pedigüeña le faltó tacto para conocer que con tanto pedir se iba haciendo empalagosa. Al fin mujer. Así son todas. Les da usted la mano y quieren hasta el codo.

El Señor hizo un movimiento para retirarse, pero la santa se interpuso:

-¡Señor! ¡Señor!

-¡Cómo! ¡Qué! ¿Todavía quieres más?

-Sí, Señor. Dale a mi patria buen gobierno.

Aquí, amoscado el buen Dios, la volvió la espalda diciendo:

-¡Rosita! ¡Rosita! ¿Quieres irte a freír buñuelos?

Y cata por qué el Perú anda siempre mal gobernado, que otro gallo nos cantara si la santa hubiera comenzado a pedir por donde concluyó.



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ArribaAbajoXII

Apocalíptica


Y aquel día lo hicieron los hombres al Señor una que le llegó a la pepita del alma; y hastiada ya de soportar iniquidades y perrerías humanas, dijo Su Divina Majestad a un angelito mofletudo que cerca de su persona revoloteaba:

-Ve, chico, más que de prisa y dile a Vicente Ferrer que lo espero en el valle de Josafat... ¡Ah! Y dile que no deje olvidada la trompeta.

Y Vicente Ferrer que, como ustedes saben, fue sobre la tierra político revolucionario y orador tribunicio, lo que no obstó para que Roma lo matriculase de santo, se presentó, trompeta en mano, en el valle de la cita.

-Ya no aguanto más a esa canalla ingrata que sólo me proporciona desazones. Convoca, hijo, a Juicio Final.

Y Vicente Ferrer, tras hacer buen acopio de aire en los pulmones, largó un trompetazo que repercutió en ambos polos.

Y de todas partes, más o menos presurosos, acudían los muertos, abandonando sus sepulturas, a la universal convocatoria. Pero corrían las horas y el Juicio no tenía cuando principiar, y Vicente, falto ya de fuerzas, apenas hacía resonar el instrumento. Al fin dijo:

-Señor, no puedo soplar más.

Y la trompeta se le cayó de la mano.

-Haz un esfuerzo, Vicente, y sigue tocando llamada y llamada. El Juicio Final no puede comenzar, porque todavía falta un pueblo. ¡Vaya una gente para remolona y perezosa! -murmuró el Supremo Juez.

-Si no es indiscreta la pregunta, ¿puede saberse, Señor, qué pueblo es ese?

-El de Lima, Vicente, el de Lima.

-¡Ah, Señor! Si lo esperas, ya tienes para rato. Ese pueblo no despierta de su sueño ni a cañonazos. Los limeños no se levantan.

-Pues entonces, declaro abierta la sesión.

Y cata que, si la profecía no marra, los limeños seremos los únicos humanos sobre los que no caerá premio ni castigo en la hora suprema del gran Juicio. ¡Válganos Santa Pereza!



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ArribaAbajoXIII

Órdenes para el infierno


Nada más frecuente que tropezar por esas calles con un amigo que, tras la empuñada de manos y obligadas frases de saludo, nos dice:

-Chico, órdenes para París.

-Feliz viaje, grata residencia por allá, que escribas en llegando, y pronto regreso. ¡Abur!

Pero lo que a nadie se le pasa por las mientes es que haya habido prójimo capaz de pedir órdenes para el infierno; y esto precisamente es lo que, comprobado con el testimonio de un cronista de convento, antojáseme hoy sacar a plaza.

D. Olegario Fernández era por los años de 1720 un honrado andaluz, vecino del Cuzco. Tesonero para el trabajo y ajeno a vicios, acosábale tan aviesa fortuna que, no embargante vivir echando el quilo de ocho a seis, maldito si medrar conseguía con la presteza que él deseara.

Pisto a pisto y gastando paciencia y fuerzas, llegó al cabo de años a ver juntos cinco mil duros. Creyendo con ellos asegurada su vejez, resolvió abandonar el Perú y trasladarse a España, con la firme decisión de dar descanso a sus huesos en el rincón de Andalucía donde naciera.

D. Olegario vio las dificultades que se le ofrecían para transportar hasta Lima y de allí a la metrópoli zurrones con moneda, y decidió comprar dos barras de plata.

Era la época en que los receptores del Cuzco, después de cobrada la contribución, acostumbraban remitir a Lima, convertido en barras, el sudor de los pobres indios contribuyentes. La remesa se hacía a lomo de mula tucumana y con crecida escolta de soldados.

El andaluz quiso aprovechar de la oportunidad, y entre las cuarenta mulas conductoras de barras marcadas con la R, inicial que indicaba ser ellas propiedad del real tesoro, iba la cargada con las dos barritas de Fernández.

Púsose la comitiva en viaje, y éste durante muchos días fue completamente próspero.

Una mañana dispusiéronse los conductores a pasar el peligroso puente del Apurimac, que a la sazón traía gran caudal de agua. El puente es de los conocidos con el nombre de colgantes y formado por palos y mimbres entretejidos.

  —205→  

Los viajeros iban con el credo en la boca, que el respetable Apurimac no soporta bufonadas. El puente oscilaba como una hamaca suspendida sobre un abismo. De pronto lanzaron todos un grito espantoso que repercutió en las concavidades de los cerros.

Una de las mulas había pisado en falso y caído en el precipicio. Viósela rebotar sobre las peñas y luego ser arrastrada por la terrible corriente.

D. Olegario se puso pálido como un cadáver. La mula perdida era la que conducía su fortuna, el fruto de toda una existencia de fatigas y privaciones.

En un minuto vio el infeliz desvanecidas sus ilusiones de pasar la vejez sin miedo a los horrores de la mendicidad. Considerose ya sin fuerzas para ganar el pan y seguir peleando la batalla de la vida: la fe lo abandonó; la desesperación hizo presa en su espíritu, borrando en él las consoladoras creencias del cristiano, y volviéndose a sus compañeros de viaje les dijo:

-Caballeros, órdenes para el infierno.

Y el andaluz se precipitó en el abismo.




ArribaAbajoXIV

Palabras sacan palabras


Es D. Bernardino Velasco y Pimentel, duque de Frías y conde de Peñaranda, el autor que en su entretenido libro Deleite de la discreción me proporciona el asunto de la tradicioncita que va a leerse. Hágolo constar por lo que potest.

Tuvo el Cuzco allá en el pasado siglo un obispo de pobre meollo, pero muy ensimismado, y que al más guapo le plantaba una fresca en sus peinadas barbas si era lego, o una púa en el cerviguillo si era tonsurado. Y con tanto se quedaba el agraviado; porque ¿quién iba a atreverse, en esos tiempos, a contestar con otra fresca a todo un mitrado? Él tenía a gala faltar al respeto a todos, sin recordar que existe un refrán que dice: «razones sacan razones».

Vacó en cierta ocasión una canonjía, y un cura que se creía con antigüedad, títulos y ciencia y suficiencia para obtenerla, fuese al obispo y manifestole cortésmente y sin muchos rodeos su pretensión. Su ilustrísima, que había amanecido malhumorado o a quien no fue simpático el prójimo, lo contestó con tono agrio:

  —206→  

-No se le puede recomendar: váyase y déjeme en paz.

-¿Tengo acaso inconveniente canónico, ilustrísimo señor? ¿Por qué no se me puede recomendar? -insistió el agraviado.

-Porque no me da la gana, señor majadero, y lárguese, que más claro no canta un gallo.

La injusticia y la tosquedad de la respuesta empezaron a sulfurar al pretendiente. Revistiéndose, sin embargo, de calma, repuso:

-Aflígeme, ilustrísimo señor, que esa no sea razón para desairarme.

El obispo era de aquellos engreídos que no toleran réplica, por moderada que ella sea, y levantándose del sillón se encaminó a su dormitorio.

La nueva grosería acabó de irritar al cura, quien se le interpuso diciéndole:

-Atiéndame, señor obispo, que su deber es escucharme.

El obispo lo miró de arriba abajo y le dijo bufando de cólera:

-Paso libre a su prelado, monigote atrevido, y sépase que aunque lluevan canonjías no le ha de tocar ninguna.

El cura se hizo a un lado para dejar libre el paso, y con voz calmada contestó:

-Gracias a Dios, señor obispo, que si llueven albardas no escapa su señoría ilustrísima de que lo toque alguna.

El obispo se había encontrado, al fin, con la horma de su zapato. Dio un portazo y se encerró en el dormitorio.




ArribaAbajoXV

Un asesinato justificado


Alcalde de corte en 1752 era el licenciado D. Gonzalo de Vallés.

Una mañana encaminose a la cárcel de la Pescadería para despachar con destino al presidio de Chagres trece condenados a expiar allí sus delitos durante quince años.

Habíase permitido a los deudos de esos infelices que para despedirse de ellos penetrasen en el patio de la cárcel, y son para imaginadas más que para descritas las dolorosas escenas que allí se realizaron.

Despidiéndose de uno de los reos, sentenciado por ladrón y asesino, hallábase su hermana, una bellísima mulata, la que se arrojó a los pies de D. Gonzalo pidiéndole la libertad del pez. El demonio de la lujuria mordió los sentidos del licenciado, y a trueque de los apetitosos favores de la   —207→   muchacha, convino en sacrificar sus deberes de juez y su conciencia de hombre.

Pero presentábase una pequeña dificultad. Siendo trece los condenados, había que arbitrar la manera de no cambiar el fatal número.

El Sr. de Vallés mandó poner preso al primer pobre diablo que pasara por la calle, y haciéndose sordo a sus protestas lo envió, poco después de oraciones, al Callao en trahilla con los doce pícaros. El buque que debía transportarlos al presidio zarpó aquella misma noche.

El sustituto del hermano de la que por su belleza pasar podía por tentación encarnada, era un honradísimo leñador, que dejaba mujer e hijos, ignorantes del cruel destino que le había cabido.

Quince años pasó el infeliz en Chagres devorando en silencio su amargura, pero acariciando un pensamiento de legítima venganza.

En 1767 ocupaba ya D. Gonzalo de Vallés plaza de oidor en la Real Audiencia de Lima; y una tarde en que regresaba de su cotidiano paseo por la Alameda, al pasar bajo el arco del Puente arrojose sobre él un hombre, y clavándole un puñal en el pecho, le dijo:

-Yo soy Tomás el leñador, a quien tuvo su señoría quince años en el presidio.

Y empapándose las manos (dice el proceso que extractamos) en la sangre caliente que a borbotones salía de la herida, y bañándose con ella la cabeza, exclamó con una espantosa carcajada:

-¡Ya me lavé las canas que me salieron en el presidio de Chagres!

Pero en el acto Tomás fue sentenciado a horca, cortándole antes el verdugo la mano derecha. Y habríase cumplido la terrible sentencia a no existir en la escolta del virrey Amat un soldado, hijo del leñador, quien puso en antecedentes a su excelencia,

A pesar del empeño de los oidores por vengar la muerte de su compañero, el justificado Amat envió la causa a España, y en 1769 volvió ésta con el real y definitivo fallo.

Su majestad declaraba que el oidor Vallés había sido muerto en buena ley, y que de sus bienes se pagara a Tomás durante su vida una pensión de diez pesos fuertes al mes.

Los documentos que comprueban este rápido relato se hallan en uno de los códices del Archivo Nacional; advirtiendo que hemos cambiado el nombre del oidor por motivo fácil de adivinar.



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ArribaAbajoXVI

La calle de la Manita


Al costado del colegio del Espíritu Santo, donde hoy se educan soldados para esta patria bullanguera, hay una calle completamente deshabitada, pues en ninguna de sus aceras se ve casa ni covachuela. Si ahora la tal calle, a pesar del gas, tiene de noche algo de fatídica, imagínense ustedes lo que sería a mediados del siglo pasado, cuando aún no se había establecido en Lima ni siquiera el alumbrado vergonzante que en 1778 vino a hacer menos densa la lobreguez de la ciudad.

Yo recuerdo que antes que se hubiera generalizado en Lima el uso de los fósforos, necesitábase, para encender una vela, de eslabón, yesca y de la mecha azufrada conocida con el nombre de pajuela. Y como no siempre se encontraban a mano estos utensilios, era general costumbre en las casas de Lima que al anochecer fuese un criado a encender la primera velita de sebo en la pulpería de la esquina. Inherente al cargo de pulpero era la obligación de proporcionar lumbre al vecindario; así es que desde el toque de oración hasta las siete de la noche era cada pulpería un jubileo de gente que decía: «Vengo a encender una velita». ¡Benditos sean los fósforos que han venido a ahorrar trajín a los pulperos!

Rara era, sin embargo, la calle donde no lucía en la pared la imagen de un santo o santa alumbrada por lamparillas de aceite, a las que algún devoto vecino cuidaba de dar alimento, y en aquella a que me refiero había uno de esos nichos con farolillo pendiente de una cuerda sujeta a un gancho de hierro.

De repente cundió en Lima la novedad de que en la blanca pared quedaba marco al nicho se veía una mano negra, peluda y con garras, que llamaba a los transeuntes, y durante meses y meses no hubo guapo que entrada la noche se aventurase a pasar por la calle. Aun los que cruzaban por la esquina hacíanlo volviendo el rostro al lado opuesto; y hembras y hasta barbudos hubo acometidos de soponcio o erizamiento de pelo, porque una pícara curiosidad los había forzado a mirar hacia el nicho. ¡Bien hecho! ¿Quién los metía a averiguar lo que no les interesaba? Cuchillito que no corta, ¿qué te importa? Eso está bueno para un tradicionista, un gacetillero o cualquier otro pájaro de pluma, inclusive un escribano.

De suponer es si el terror tomaría creces y si ello sería tema obligado de conversación, en una sociedad en que no se agitaban los ánimos sino cuando se trataba de elecciones de abadesa o prelado de convento, o   —209→   cuando llegaba el cajón de España con cartas y gacetas de Madrid. Hoy el mayor suceso envejece a las veinticuatro horas; mas entonces se mantenía fresquito y chorreando leche durante un año por lo menos.

Pero a riesgo de despoetizar a la calle de la Manita, propia de suyo para citas y reconcomios de enamorados y cuchilladas de zafios, o para que en ella dejen al prójimo más liviano de ropa que lo que anduvo Adán antes de que se le indigestase la manzana, diré que maldito si hubo nada de maravilloso en lo que la superstición de nuestros abuelos abultó tanto.

La cosa fue de lo más trivial que cabe, y aflígeme explicarla, porque despoetizando a la calle suprimo argumento para un drama romántico patibulario.

Roto uno de los cristales del farolillo, el económico devoto lo reemplazó con una hoja de papel. El remiendo no debió ser hecho muy en conciencia, porque a poco se desprendió un trozo; y al oscilar, movida por el viento, la cuerda de que pendía el farolillo, sucedía que por intervalos proyectaba en la pared la sombra más o menos caprichosa del papel.

Un miedoso creyó ver en esta sombra la forma de una mano; otro que tal la vio peluda, y un tercero la descubrió las garras. Y tanto se habló de esto, que todo el vecindario de Lima, nemine discrepante, se persuadió de que el diablo andaba suelto y haciendo de las suyas por la que desde entonces se conoce con el nombre de calle de la Manita.




ArribaAbajoXVII

La calle de las aldabas


A la hora en que acaeció el terremoto de 1746, hallábanse congregados algunos fieles, en junta de hermandad o cofradía, en la iglesia parroquial de San Marcelo. La puerta principal del templo estaba con cerrojo, y sólo el postigo permanecía abierto.

La confusión y espanto que el temblor produjo entre los del concurso fueron tales, y tanta la prisa por alcanzar al postigo, que el primero que lo consiguió, sin darse cuenta de lo que hacía, trájoselo tras sí cerrando de golpe. No hubo forma de abrirlo.

Por fortuna no se derrumbó pared ni cayó viga, y apenas hubo dos o tres cabezas magulladas por los pedazos de torta que del techo se desprendieron. La catástrofe pudo ser mayor.

Pero entre nosotros, así hoy como en tiempos del rey, la policía acude   —210→   siempre con irreprochable puntualidad al lugar donde se ha cometido un robo, un asesinato u otra fechoría... cuando ya no se la necesita. Y lo que digo de la policía lo aplico también a las medidas precautorias. Siempre son tardías: después de caído medio techo, se nos ocurre apuntalar lo que queda. Fue preciso el peligro de morir aplastados en que se vieron los cofrades de San Marcelo, para que el virrey y el arzobispo y el Cabildo cayeran en la cuenta de que era conveniente en todos los templos remachar aldabas en la parte interior de las puertas. Así, aunque se cerrasen de golpe, con sólo tirar del aldabón se abrirían.

Contratose la fabricación de aldabas con un famoso discípulo de Vulcano, cuya fragua estaba situada en un solar que forma el ángulo opuesto a las esquinas de Beytia y Melchor Malo.

El herrero adornó su puerta, por vía de muestra, de aviso o de reclamo, como hogaño decimos, con varias aldabas, y desde entonces quedó bautizada esa calle con el nombre con que la conocemos.




ArribaAbajoXVIII

Como San Jinojo


Nadie como el padre Urbano Rodríguez, natural de Huancavelica, pudo decir con más propiedad: «Si se me antoja, vuelo; si se me antoja, nado».

Jesuita y profeso de tercer voto fue, allá por los años de 1759, juzgado por sus superiores en el Perú y expulsado de la Compañía, y gracias que no le dieron chocolate. Carácter atrabiliario debió tener Rodríguez, pues en un paquete de cartas que entre los papeles relativos a los jesuitas existen en el Archivo Nacional, hemos leído una, firmada por él, en la que colma de injurias a otro padre, habla de haber sufrido a pan y agua muchos meses de encierro, y de que, desesperado, apuró un veneno, salvándolo de sus efectos lo vigoroso de su constitución. Entre las Cartas annuas de la Compañía, que manuscritas se encuentran en la Biblioteca, hay una en la que se enumera al padre Urbano entre los sacerdotes turbulentos. Las Cartas annuas son informes personales que los superiores en Lima y Méjico pasaban al general de la orden en Roma. Lástima es que la colección de Cartas annuas no esté completa, pues faltan no pocas.

Sigamos con el padre Urbano. Él no hizo gran caso de la sentencia, y con traje de clérigo continuó viviendo en Huancavelica, donde su familia disfrutaba de cómodo pasar.

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Pero el general de la Compañía desaprobó la expulsión y dispuso que la oveja volviese al aprisco, a lo que el padre Urbano decía: «Tanto da, ni gano ni pierdo».

Entro si cumplo o no cumplo estaba el superior del convento de Huancavelica, cuando aconteció la expulsión de los jesuitas.

El padre Rodríguez se llamó entonces a clérigo. «¿Qué me va ni qué me viene -decía- con los jesuitas? ¡Maldito si tengo concomitancia con ellos!»

Pero el gobierno no lo entendió así; y por si era o no era jesuita, lo empaquetaron en el navío Brillante, y marchó a Europa, bajo partida de registro, con sus demás compañeros de infortunio que durante la navegación lo mascaban y no lo tragaban. Era jesuita para el castigo, y no lo era para el espíritu de cuerpo.

Pero al llegar a Europa diose el padre Urbano tales trazas, que a poco consiguió real licencia para regresar a América, pues su majestad lo consideraba como extraño a la Compañía de Jesús.

Ésta gestionó en Roma, y sostuvo que si el padre Urbano había estado a las maduras, debía también estar a las duras: que siendo profeso de tercer voto, no podía desligarse sin incurrir en apostasía, y que debía regresar a seguir la misma suerte de sus hermanos en Cristo. Parece que estas razones hicieron fuerza en el ánimo del Padre Santo y aun en el del monarca español; porque al cabo de un año de estar Rodríguez en la patria, recibió el virrey orden para volverlo a enviar a España.

El pobre padre se encontraba como el alma de Garibay o como San Jinojo, entre este mundo y el otro, entro el cielo y el infierno. Era y no era jesuita. Y para colmo de desdicha se veía amenazado de vivir yendo y viniendo como el cerrojo; y su paternidad, viejo ya y achacoso, no estaba para esos trotes. No le quedaba más camino de salvación que morirse, y eso fue precisamente lo que hizo.

Tal es la historia del único jesuita que regresó al Perú después de la expulsión de su orden en el siglo pasado.




ArribaAbajoXIX

Carencia de medias y abundancia de medios


A principios de 1788 recibió el excelentísimo señor virrey D. Teodoro de Croix comunicaciones reservadas de la corona, en las que se le prevenía pusiese al país en estado de defensa, por ser probable una ruptura de relaciones   —212→   con Inglaterra. A pesar del misterio con que su excelencia quiso manejarse, no hubo de ser éste tan guardado que no lo traslucieran algunos del alto comercio, como hoy se dice, para sacar partido en provecho propio.

Al año siguiente, y después de algunos meses en que no fondeaba en el Callao buque con procedencia de España, llegó la Santa Rufina, fragata salida de Cádiz con valioso cargamento y que milagrosamente había escapado de caer en poder de los cruceros ingleses.

Entre las mercaderías venían consignadas a D. Silvestre Amenabar, del comercio de Lima, dos cajones con doscientos cuarenta pares de medias de mujeres de la banda; pero los empleados de aduana las declararon contrabando; pues, según su leal saber y entender, no eran salidas de fábrica española.

Amenabar entabló reclamación; se nombró para nuevo reconocimiento a dos de los comerciantes más notables; y éstos, después de prestar juramento y de examinar hilo, tejido, marcas y contramarcas, fallaron contra la opinión de los aduaneros.

El virrey resolvió entonces que se depositasen los dos cajones en la aduana y que con copia del expediente se enviasen muestras a España para que Carlos III sentenciase; e igual medida se adoptó con otros cuatro cajones, conteniendo quinientos setenta y seis pares, consignados a don Manuel Zaldívar, almacenero del portal de Escribanos.

Corrieron diez meses en estas y las otras, y las limeñas estaban dadas a la diabla. No iban a bailes, ni a visitas, ni a procesiones, ni al teatro, porque no podían presentarse con medias zurcidas o con las de acuchillados de pajarito.

Empeños van y empeños vienen, y su excelencia cada día más erre que erre. Las limeñas se pusieron en plena rebelión contra los hombres, que eran unos tetelememes; pues se aguantaban sin hacer revolución contra un gobernante tan poco amable con el bello sexo.

¡Digo si había motivo, y sobrado, hasta para ahorcar a su excelencia! ¡Privar a las limeñas de un artículo de primera necesidad! ¡Por menos tendríamos hoy crisis ministerial! Ya se ve. Como el virrey no era casado ni mujeriego, no entendía de exigencias femeniles.

Al fin, los comerciantes, recelando que las limeñas, cansadas de guerra de lengua, se alzasen a mayores, propusieron dejar en las reales cajas, por vía de fianza, diez mil pesos mientras llegaba el fallo del monarca, propuesta a que el virrey se avino. Y cesó así un conflicto que de otra manera no habría tenido término sino en 1790, que fue cuando volvió la causa resuelta en favor de los comerciantes. De fijo que estos sujetos fueron agripinos o nacidos de pies, condición que diz que trae dicha futura.

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Este proceso ha servido de tema a mi amigo Manuel Concha para uno de sus más espirituales artículos.

En la cuestión los que verdaderamente ganaron, y gordo, fueron los mercaderes. Cada par de medias se vendió en dos onzas de oro, y en ocho días estuvo realizado el cargamento.




ArribaAbajoXX

¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!


D. Alonso González del Valle, creado por Fernando VI en 1753 primer marqués de Campoameno, poseía una hacienda de viña, tenida por la más valiosa de Ica. Ochocientas piezas de ébano y azabache, vulgo esclavos, estaban de seis a seis en la pampa y en el lagar, dando al amo anualmente una ganancia líquida de cuarenta mil duretes.

Si la hacienda hubiera contado con abundancia de riego, habrían sido incalculables los provechos del dueño; pero, desgraciadamente para él, en la época de escasez de agua había que disputar ésta y andar a balazos con los demás agricultores de la comarca, cosa que hoy mismo sucede con frecuencia en la costa del Perú, donde las lluvias son escasas y los ríos tacaños.

Parece cuento; pero por causa del agua han ido muchos prójimos a ver la cara a Dios sin ayuda de médico ni boticario.

En uno de esos años calamitosos quiso el marqués apropiarse algunos riegos a que sus vecinos se creían con perfecto derecho. Armáronse éstos, fueron tina noche a la toma y soltaron el agua. Acudieron los ochocientos negros del marqués, acaudillados por el mayordomo Juan Pastrana, y trabose descomunal batalla.

El mismo marqués, caballero en un brioso alazán, metiose entre los suyos, alentándolos con este grito: «¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!»

Ocho o diez muertos y doble número de heridos resultaron de esta zinguizarra, y a no venir el alba y con ella el corregidor, Dios sabe si habría quedado vivo combatiente que contase el lance. Eso fue más serio que batalla de clubes en tiempo de elecciones democráticas.

La autoridad procedió a levantar una sumaria información; y de ella, si bien no resultaba muy claro que el marqués hubiera sido el provocador del alboroto, en cambio no quedaba pizca de duda que había azuzado a su gente; pues doscientos testigos, libres de tacha legal, declaraban haberlo   —214→   visto a caballo y oídolo gritar sin descanso: «¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!»

Llamado el marqués a declarar, dijo que era cierto que se había encontrado en medio del barullo; pero que, lejos de echar leña a la hoguera, no había hecho más que llamar a su mayordomo para ordenarle que aquietase los ánimos.

-Mala manera de aquietar -arguyó el juez- empleaba su señoría gritando ¡mata! ¡mata!

-Es claro, señor juez, yo llamaba a mi mayordomo.

-¡Para mi santiguada! ¿No es Juan Pastrana el mayordomo de su señoría?

-Exacto, señor juez, exacto. Juan de Mata Pastrana..., ¡un buen muchacho por mi fe!..., y lo mismo da para mí llamarlo por su apellido que por cualquiera de los nombres. No es culpa mía que los negros hayan confundido con una orden lo que no era sino un llamamiento.

-¡Hum! ¡Hum! -murmuró el juez rascándose la punta de la nariz. Y volviéndose al escribano, le dijo:

-¿Qué le parece a usted, D. Radegundo?

-Me parece... me parece... contestó con voz gangosa el cartulario -que hay que poner auto de sobreseimiento, que el descargo que da mi Sr. D. Alonso es más que suficiente para que la justicia se dé por satisfecha.

Despidiose el acusado, dio la mano al juez y al cartulario, y es fama que, al estrechar la de éste, le dejó entre las uñas un cartuchito de peluconas.

Y no se volvió a hablar más de proceso.

Y los muertos fueron al hoyo, los heridos al hospital, y D. Alonso González del Valle, primer marqués de Campoameno, siguió en la hacienda sacando el quilo a los negros y echando más barriga que fraile con manejo de rentas conventuales.



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ArribaAbajoXXI

La casa de las penas


Hasta 1840 había en la parroquia de Santa Ana una casa que nadie quería habitar por miedo a duendes y ánimas del otro mundo que se habían posesionado de ella. Contaba el vecindario que a media noche oíanse en el interior ruido de cadenas, golpes y gemidos.

La autoridad de policía sospechó en una época que el destartalado edificio era albergue, si no de monederos falsos, por lo menos de conspiradores, y en consecuencia practicó minucioso registro. Tiempo y trabajo perdidos. La casa de las penas continuó con su mala fama hasta que el propietario tuvo a bien darla gratis por cinco años a un francés, hombre de pelo en pecho, quien probablemente les metió el resuello a los duendes, porque de entonces acá no han vuelto a asustar a nadie.

Pero como toda hablilla es hija de algo, he aquí la verídica historia que hemos alcanzado a saber.

A fines del pasado siglo era arrendatario de la casa un clérigo a quien la gente del barrio veía salir con regularidad por la mañana y regresar a las cinco de la tarde. La puerta de calle estaba siempre cerrada, y sólo se abría para dar paso a un negro viejo, que seguido de un perro se encaminaba al mercado o a la pulpería de la esquina en busca de provisiones. Después de ellos, alma viviente no transpuso nunca el dintel de la puerta.

Por mucho que aguzaron el ingenio los curiosos vecinos, jamás pudieron sacar del fámulo palabra que viniese a dar un rayo de luz sobre el misterio de la casa.

Al cabo de tres años, una noche, después de las doce, creyó una vieja de la vecindad oír llanto de mujer, gritos de socorro y misericordia, y más tarde los aullidos lastimeros de un perro. Al día siguiente charló sobre el caso con las comadres del barrio, y creció la alarma al afirmar el pulpero que en esa mañana no se había abierto la puerta de la casa, ni salido el negro a comprar pan, ni vístose la sotana del clérigo.

A las seis de la tarde no se hablaba de otra cosa entre los habitantes de la feligresía de Santa Ana; y tanto hubo de cundir la alharaca, que llegó a oídos del alcalde de barrio, quien, seguido de alguaciles, dirigiose a la casa, y cansado de golpear, mandó romper la puerta.

Horrible fue el espectáculo que se ofreció a su vista.

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Una mujer joven, y en quien la muerte no había aún destruido signos de belleza, yacía en el suelo acribillada a puñaladas.

La justicia se echó, como era natural, a hacer averiguaciones, y todo lo que pudo sacar en limpio fue que hacía tres años había sido robada de la Casa de huérfanos una bonita muchacha de diez y ocho abriles.

En cuanto al asesino y al motivo que lo impulsara al crimen nada pudo descubrirse. El clérigo y su criado desaparecieron, sin que volviera a tenerse noticia de ellos.

Desde ese día, y casi por medio siglo, permaneció deshabitada la casa que fuera teatro de tan misteriosa tragedia, y el supersticioso pueblo la bautizó con el nombre de casa de las penas.

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ArribaAbajoXXII

Una lección en regla


Pocos meses antes de la batalla del Portete de Tarqui encontrábase el ejército peruano acantonado en Tambo-grande, hacienda del departamento de Piura.

Habíanse improvisado cuarteles o canchones para la tropa, y la oficialidad ocupaba ranchos construidos con estacas de algarrobo, estera y mimbres.

El presidente de la República hallábase a la cabeza del ejército, compuesto en su mayoría de los vencedores en Junín y Ayacucho.

En la vida de campaña, sin los goces que proporciona la permanencia en las grandes ciudades, el juego es la única distracción del militar.

En vano el mandatario, para extinguir ese vicio, amonestaba a la oficialidad, imponía arrestos y severos castigos, promulgaba órdenes generales y recomendaba a los jefes de cuerpo rigurosa vigilancia. Éstos eran también desenfrenados jugadores, y por lo tanto indulgentes con el pecador.

La tienda del comandante X... era un pequeño espacio de tres varas cuadradas, en cuyo centro levantábase una tosca mesita, formada de una tabla puesta sobre cuatro puntales enterrados en el suelo.

Una bujía de sebo, colocada en una bayoneta, alumbraba a veinte oficiales   —218→   allí reunidos y cuya vida toda estaba reconcentrada en el par de dados que evolucionaban sobre el verde tapete.

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El gran mariscal D. José de La-Mar

Por aquellos tiempos las pagas eran escasas, y los pobres militares no podían hacer paradas mayores de dos o cuatro pesos. Juego roñoso y de chingana.

Hubo un momento en que el juego tomó calor. Tratábase de veinte pesos, la mayor posta de la noche, y los dados andaban remolones para decidirse por las facetas del azar o de la suerte.

La ansiedad era unánime, y todas las respiraciones estaban en suspenso.

De repente oyose una voz que dijo: «¡Más!»

Y sobre el grupo de apiñadas cabezas dejose ver un brazo, en cuya manga relucían los entorchados de general, y una mano que puso sobre el tapete una onza de oro. Los jugadores se quedaron petrificados.

Aquel nuevo y rumboso jugador era el excelentísimo señor gran mariscal don José de La-Mar, primer presidente constitucional del Perú.

El sagaz y prudente jefe recogió luego su moneda, y sin pronunciar una palabra de reconvención se retiró de la tienda.

La lección fue más eficaz para aquellos bravos y pundonorosos soldados de la patria vieja, que una resma de órdenes generales y que todos los artículos de la ordenanza. Desde ese día no se volvió a jugar en el ejército que hizo la heroica aunque por mil motivos desgraciada campaña de Colombia.



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ArribaAbajoXXIII

Un marido feroz


Funestísima cosa es tener por media naranja complementaria mujer celosa que lo saque a uno de sus casillas haciéndole perder los estribos del juicio y cometer una barbaridad de las gordas. Y para que no digan ustedes que he fulminado un aforismo autoritario, voy en comprobación a contarles algo acaecido en Arequipa por los años de 1835, si bien en cuanto a nombres me veo en el caso de cambiarlos.

Domitila era para Radegundo todo lo que había que ser de celosa, y aquel hogar ardía y andaba dado a mil demonios. Valgan verdades, Radegundo no jugaba limpio; pues aunque papel quemado, no olvidaba sus viejas mañas de soltero, y andaba siempre tras las faldas como gato tras el bacalao truchuela y oliscón.

Un día desapareció del cofre de Domitila un precioso anillo de brillantes, y como ella conocía las uvas de su majuelo, no necesitó consultar adivina para saber que el tunante del marido había hecho emigrar la alhaja para regalarla a alguna de sus concurbitáceas, como decía una vieja de mi barrio. Y por causa del maldito anillo se armaba todos los días la tremenda en el matrimonio, y él zurraba a ella la badana, y ella le convertía a él la cara en mapamundi a fuerza de araños.

Una noche en que Radegundo se recogió, como de costumbre, con la cabeza no muy firme al domicilio conyugal, asaltolo furiosa su costilla con la acusación de que ya sabía en manos de cuya persona estaba su anillo, y que iba a hacer y a tornar, y que traca y que barraca, y qué sé yo. El marido, que era de los que dicen primero muerto que confeso, negó hasta la pared del frente; pero tuvo que arriar bandera cuando Domitila le dijo:

-Yo lo he visto en mano de la Carmela.

-¿Con qué ojos, mujer?

-Con estos que Dios me dio y que no tienen cataratas.

-Pues te juro que con esos ojos no volverás a ver.

Y el malvado cumplió aquella misma noche su juramento.

Aprovechando del profundo sueño de su mujer, la ató con una cuerda al lecho, y con una cuchilla la sacó los ojos.

La justicia logró al fin apoderarse del delincuente y lo aposentó en la cárcel.

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Este crimen dio tela a los poetas de Arequipa para hilvanar yaravíes y zurcir romances. Impreso hemos leído uno, del que sólo recordamos estos versos:


«Cerca de Santa Teresa,
mató la luz de unos ojos
el que llamarse debía
antes verdugo que esposo».

Los tribunales condenaron a muerte a Radegundo, e iba ya en camino de ejecutarse la sentencia, cuando estalló por causa política uno de los escandalosos bochinches populares que son frecuente comidilla entre los hijos del Misti. Resultado inmediato del barullo fue la evasión de todos los reos que en la cárcel estaban.

Radegundo dio con su humanidad en Cochabamba, donde, agobiado por el remordimiento y la miseria, murió en un hospital a fines de 1842.




ArribaAbajoXXIV

Un tiburón



«Conózcase en Ayacucho
que si gran ladrón fue Caco,
no sirve ni para taco,
comparado con Perucho».

Esta redondilla era popular en Guamanga, allá por los años 1841 a 1843, años de mesa revuelta y anarquía perenne, en que tuvimos más presidentes que cosquillas: Menéndez, Torrico, Vidal, Vivanco, Elías, LaFuente, Nieto, Castilla, y qué sé yo cuántos más. Todo el que quería, con tal que tuviese cuatro soldados y un cabo a su disposición, se proclamaba presidente.

Pero ¿quién era Perucho, el de la copla? A eso vamos. Era un capitán que más mentía que comía, y que si comía era para seguir mintiendo. Ítem, tenía más uñas que un gato, y como oficial documentario levantaba batallones con la pluma... y no con hombres.

Al pasar por Ayacucho uno de tantos presidentes con el patriótico propósito de echar abajo al otro, Perucho se puso en facha de hacer el bien del país y a la vez el suyo propio. Presentose al caudillo, y éste lo   —221→   nombró gobernador de un pueblo, autorizándolo para que, si llegaba a ser preciso meter el resuello a algunos demagogos, y armase hasta una compañía de voluntarios... por fuerza.

En el pueblo no se movía una paja ni se ocupaba nadie de partidos. Los vecinos eran de la mismísima pasta del que dijo en un romance:


«Ni cura que me trasquile,
ni señorón que me mande,
ni verdugo que me azote,
jamás habrán de faltarme».

En esta conformidad, tanto se les daba del presidente Tiquis como del presidente Miquis. ¡Viva el que venza! Pero a Perucho no le hacía esto cuenta, y armó hasta quince soldados y puso ciento en las listas de revista.

A pocos días volvió a pasar el caudillo por el pueblo, y después de oír con cachaza un adulatorio speech o discurso que le espetó Perucho, le preguntó:

-¿Y cuántos hombres tiene la guarnición, señor capitán?

-Ciento quince, mi general -contestó con mucho aplomo el interrogado.

-Pues, Perucho, te pagaremos los quince del pico, y me voy largo, que tú tienes más años de tiburón que de servicios.

Y el general espoleó su caballo, dejando aliquebrado al tiburón.




ArribaAbajoXXV

El judío errante en el Cuzco


En 1856 el tifus hizo estragos en el departamento del Cuzco. Calcúlase en más de cien mil el número de los que sucumbieron víctimas de la epidemia. El gobierno envió desde Lima una comisión de médicos, a órdenes del doctor Garviso, bien provistos botiquines, dinero y cuanto auxilio pudieran necesitar los epidemiados.

A la sazón era lectura muy popular en el Perú la novela de Eugenio Süe, titulada El Judío Errante, y alguna casa editorial de Madrid o Barcelona había hecho una edición económica que con profusión circulaba en el país; amén de que El Comercio, de Lima, en su folletín publicara pocos años antes la famosa novela.

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Según el escritor francés, el terrible flagelo conocido por cólera asiático es obligado compañero en la eterna peregrinación del zapatero de Jerusalén, a quien los pueblos españoles no llaman Ashaverus, sino Juan Espera en Dios, viajero que, ateniéndonos a los cuentos de viejas, recorre el mundo llevando en el bolsillo una moneda romana equivalente a real y medio, capital tan inagotable para el infeliz judío como para nuestros bancos de emisión la fábrica de billetes, a pesar de las incineraciones y demás trampantojos fiduciarios.

A muchos de los habitantes del Cuzco se los encajó entre ceja y ceja que aquella espantosa cifra de mortalidad no era producida por el tifus, sino por la presencia del huésped que llevaba a cuestas la maldición del Divino Maestro.

Una mañana presentose en el pueblo de Zurite, a ocho o diez leguas de la ciudad del Cuzco, un extranjero, ante cuyo aspecto púsoso en conmoción el vecindario. Era un hombre pálido, enjuto, apergaminado y de ceja tan espesa que casi parecía una raya negra sobre los ojos. Las señas eran fatales. El hombre era el retrato del Judío tan pintorescamente descrito por Eugenio Süe.

Alborotáronse los vecinos de Zurite y el viajero fue a la cárcel, mientras sumariamente se resolvía lo que con él sería oportuno hacer.

En vano el infeliz dijo que era español, que se llamaba Francisco Anselmo de Mendoza, que había estado en Jauja convaleciendo de una afección pulmonar y que, restablecido ya, no quería abandonar la sierra sin visitar antes los monumentos de la imperial ciudad de los incas.

-¿A nosotros con esas? -dijeron los de Zurite.- ¡No somos tan bobos! Maldita la falta que nos hacía su visita. Ya quedará usted escarmentado, compadre, y pagará por junto las que ha hecho en el mundo.

Y tanto por castigar al que fue despiadado para con Cristo en el camino al Gólgota, cuanto por vengarse del que creían portador de la peste, encendieron una hoguera en la plaza y achicharraron en ella al desventurado chápiro. Con esto los de Zurite creyeron haberse conquistado la gratitud del universo-mundo.

En seguida repicaron campanas, quemaron cohetes, se entregaron a grandes festejos y el gobernador o alcalde pasó oficio a la autoridad, en el cual los de Zurito felicitaban al departamento porque, gracias a la energía de tan cristianos vecinos, la peste iba a desaparecer.

Y en efecto. ¡Vean ustedes lo que hace la casualidad!

Desde que los de Zurite quemaron al Judío Errante no volvió a ocurrir en el departamento un solo caso de peste.



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ArribaAbajoXXVI

El primer buque de vapor


D. Martín Fernández de Navarrete publicó en Madrid en 1825 dos volúmenes de una importantísima obra sobre América. Según él, Blasco de Garay, capitán de mar, presentó al emperador Carlos V en 1543 una máquina por medio de la cual embarcaciones del mayor porte pudieran navegar sin ayuda de remos ni de velas. No obstante la oposición que encontró este proyecto, el emperador, aleccionado con la que experimentó Colón en tiempo de la católica reina, resolvió que se hiciera un ensayo, como en efecto se realizó con buen éxito en el puerto de Barcelona el 17 de junio de 1513.

Garay nunca dio a conocer los detalles de su máquina; pero al tiempo de hacerse el experimento, se observó que consistía en una gran caldera de agua hirviendo y una rueda movible puesta a cada lado del buque.

El ensayo se hizo sobre un barco de doscientas toneladas, llamado La Trinidad, cuyo capitán se nombraba Pedro de Scarsa.

Por orden de Carlos V y de su hijo el príncipe D. Felipe, estuvieron presentes D. Enrique de Toledo y otros magnates, que aplaudieron la máquina y especialmente la facilidad con que viraba el buque.

El tesorero Rávago, enemigo del proyecto, dijo que sólo andaría el buque dos leguas en tres horas, que la máquina era muy costosa y complicada, y que ofrecía el constante riesgo de reventar la caldera.

Acabado el experimento, Garay quitó del buque su máquina, y habiendo depositado en el arsenal de Barcelona las piezas de madera, guardó él mismo las restantes, que acaso eran las principales.

No obstante las dificultades y oposición de Rávago, la invención fue aprobada; y si no se hubiera malogrado la expedición en que por entonces estaba ocupado Carlos V, sin duda que la hubiera favorecido. Sin embargo, ascendió a Garay, le dio en dinero doscientos mil maravedises, e hizo pagar por su tesorería todos los gastos del invento.

Hasta aquí las noticias que nos proporciona la citada obra del Sr. Fernández de Navarrete, quien asegura haberlas adquirido en los códices y registros originales conservados en el archivo de Simancas, entre los documentos públicos de Cataluña correspondientes al año de 1543.

La América, periódico interesantísimo que en 1857 publicaba en Madrid el poeta D. Eduardo Asquerino, registra un erudito artículo de don Antonio Ferrer del Río, en el cual, con gran copia de razones, sostiene   —224→   este distinguido escritor que Blasco de Garay estuvo muy lejos de aplicar el vapor a la navegación, y que su invento se redujo a un barco con ruedas, a las que se daba impulso por medio de vigas y cilindros. Añade también que por documentos que existen en el archivo de Simancas, consta que en 1539 elevó Blasco de Garay a Carlos V un memorial en el cual ofrecía: « l.º Sacar buques de debajo del agua, aun cuando estuviesen sumergidos a cien brazas de profundidad, con solo el auxilio de dos hombres. 2.º Un aparato para que cualquiera pudiera estar sumergido bajo el agua todo el tiempo que le conviniese. 3.º Otro aparato para descubrir con la simple vista objetos en el fondo del mar. 4.º La manera de mantener bajo el agua una luz encendida. 5.º El medio de convertir en dulce el agua salobre». Convengamos en que si Blasco de Garay hubiera alcanzado a cumplir la mitad de las maravillas que en el memorial prometía, habría hecho más que el moderno Erickson, a quien tantos prodigios se atribuyen.

En otro número de La América, correspondiente a febrero de 1858, se lee un artículo firmado por el jefe de marina D. Miguel Lobo, quien apoya las noticias dadas por Fernández de Navarrete y refuta Ferrer del Río.

Dejemos, pues, el punto en tela de juicio. Otros decidan si fue Blasco de Garay el primero en aplicar el vapor a la navegación.

El drama de Balzac Les resources de Quinola pinta las fatigas y contrariedades de que fue víctima Blasco de Garay. Presumo que el gran novelista francés tendría ocasión de consultar documentos relativos al maravilloso invento.

Después de Blasco de Garay, Salomón Caus hizo en Francia en 1615 una aplicación del vapor. Parece que fue desatendido, y murió loco en Bicetre.

Fue en 1807 cuando Roberto Fulton, natural de Lancaster en los Estados Unidos, construyó el Clermont, vaporcito que navegó desde Nueva York hasta Albany; y en 1814 un inglés, Jorge Stepheson, creó la locomotora, de la cual sólo en 1830 vino a hacerse aplicación práctica.

En cuanto a la hélice que ha sustituido a las ruedas de los antiguos vapores, fue invención de Federico Sauvage, francés que murió de miseria y medio loco en París el año 1857.

Generalmente se cree que los primeros vapores que han venido al Pacífico fueron el Chile y el Perú en 1840. Combatiendo este error de los contemporáneos, he aquí, en extracto, lo que refiere mi camarada Simón Camacho en su curioso libro El Ferrocarril de Arequipa.

El primer vapor que llegó a las costas del Perú fue el Telica, capitán Metrovitch, cuyo buque hizo viaje a la vela de Europa a Guayaquil; y allí recibió máquina, bandera colombiana y pasajeros.

Fue esto por los años de 1828 a 1830.

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El Telica salió de Guayaquil con dirección al Callao; pero retardado en su viaje por causa de las nieblas, falto de combustible, exasperado el capitán por las quejas de los que a bordo venían, y más que todo por los desdenes de una bellísima pasajera, resolvió poner trágico fin a sus angustias. El Telica tuvo que arribar al puertecito de Huarmey, y apenas fondeado, los pasajeros se trasbordaron con sus equipajes a las canoas de los indios pescadores, dirigiéndose inmediatamente a tierra. Hallábanse ya almorzando en el tambo de Huarmey, cuando Metrovitch disparó un pistoletazo sobre un barril de pólvora e hizo volar el vapor, salvándose sólo el marinero Tomás Jump, que a nado pudo llegar a la playa. D. Tomás Jump era en 1845 uno de los más ricos comerciantes del Callao.

La relación de Camacho nos ha sido ratificada después por D. Santiago Freundt, comerciante del Callao, que fue uno de los pasajeros del Telica y testigo, por consiguiente, de la catástrofe. En ella, y en el desdeñado amorío del capitán, puede hallar vasto tema la fantasía de un novelista.




ArribaAbajoXXVII

Un fanático


El subprefecto de Casma D. José María Terry pasó a la autoridad superior, con fecha 18 de abril de 1848, un oficio que, impreso, se encuentra en El Comercio, de Lima, correspondiente al sábado 6 de mayo. Sobre tan irrecusable documento basamos este articulejo.

Era la cuaresma del año 1848.

En todos los pueblos del departamento de Huaraz los curas predicaron sobre el pecado y el infierno y sus horrores sermones tan estupendos, que a los indios sus feligreses se les ponían los pelos de punta. La raza indígena es de suyo propensa a creer en los suplicios materiales con que diz que son afligidos en el otro mundo los que no anduvieron derechitos en este de lágrimas y zanguaraña. Además, el indio es eminentemente fanático. En punto a religión tiene la fe del carbonero, y acoge como verdad evangélica cuanta paparrucha sale de los labios, no siempre bien inspirados, del taita cura.

Tal fue el efecto de las pláticas en aquella cuaresma, que apenas si se   —226→   daban abasto los párrocos para confesar penitentes, y unir con el lazo del matrimonio a muchas medias naranjas que estaban en camino de pudrirse y servir de almuerzo al diablo. Con amén, amén, se gana el Edén.

Ocurriole una tarde al cura de Yaután predicar sobre San Lorenzo y su martirio, e hízolo con tanta unción y elocuencia, que a uno de sus oyentes se le enclavó la convicción de que sólo muriendo como el santo de las parrillas, iría sin pasar por más trámites, aduanas ni antesalas, vía directa y como por ferrocarril a la gloria eterna.

Era el tal un mocetón de treinta años, que en los arrabales de Yaután habitaba una choza próxima a un bosquecillo. Oído el sermón, fuese paso a paso a su albergue, sacó una cruz de madera que allí tenía, y con ella a cuestas dirigiose al bosque.

Algunos de sus vecinos quo lo tenían en concepto de maniático, lo siguieron por curiosidad, y ocultos entro las ramas del bosque pusiéronse a espiarlo. Después de clavar la cruz en el suelo, empezó el mocetón a hacinar leña, prendiola fuego, dobló rodillas y estuvo gran rato en oración De repente, y cuando la llamarada era más activa, se puso do pie y se precipitó en la hoguera, exclamando: «¡San Lorenzo me valga!»

Los curiosos vecinos corrieron a libertarlo. Llegaron tarde. El pobre fanático había conseguido morir achicharrado como San Lorenzo.




ArribaAbajoXXVIII

Truenos en Lima


El lunes 31 de diciembre de 1877, los habitantes de Lima gozaron de un espectáculo nuevo para la gente de la generación actual que no ha tenido oportunidad para salir fuera del radio de la ciudad.

Desde las cuatro de la tarde empezó la atmósfera a cubrirse de espesas nubes, y a las cinco desprendiose sobre la ciudad una gruesa lluvia, acompañada de relámpagos, seguidos de la detonación de cuatro truenos.

Para Lima, la población excepcional en donde la lluvia no pasa de una ligera garúa, la ciudad cuyo sereno cielo no ennegrece jamás la tempestad, era verdaderamente aterrador el espectáculo que ofrecía la naturaleza en la tarde del 31 de diciembre de 1877. El año se despedía de una manera siniestra.

Con tal motivo, y para satisfacer la curiosidad de un periodista, compilamos los datos que contiene la siguiente carta:

  —227→  

«Me pregunta usted, amigo mío, si entre las antiguallas que registro he encontrado noticia de que el fenómeno atmosférico del lunes se hubiera, en otra época, presentado en Lima. Desde que se fundó la ciudad (1535) hasta 1803, y bajo el gobierno del virrey Avilés, creíase generalmente que no se había oído en Lima la detonación del trueno. Errónea creencia, como verá usted más adelante.

En la noche del 19 de abril de 1803 -dice un cronista- se experimentó en Lima una tempestad, con ocho o nueve truenos, de los cuales el más fuerte se dejó sentir a las once y media. Lo insólito de semejante fenómeno asustó mucho al vecindario. En noviembre se repitieron los truenos. Hubo en ese año algunos temblores, precursores de un estío muy rígido, deduciéndose de esto que el calor, la electricidad y los vientos pueden producir una tempestad en parajes donde nunca se ha visto».

Córdova y Urrutia, en sus Tres épocas, consigna también esta noticia, aunque sin avanzar en pormenores.

D. Hipólito Unanue, en su importante obra sobre el clima de Lima, de algunos detalles sobre la tempestad del 19 de abril. Dice que los relámpagos cruzaron tan próximamente a la ciudad que iluminaron las habitaciones. Notose que cesó la lluvia en la sierra, y hubo tan abundantes garúas en la costa, que las lomas se cubrieron de pasto.

D. Gabriel Moreno, en su Almanaque para 1804, después de disertar sobre las causas y efectos de la tempestad del año anterior, dice que el 13 de julio de 1552, a las ocho de la noche, se oyó en Lima un trueno fuerte y se vieron dos relámpagos, y que igual fenómeno se repitió en 1720 y en 1747. Añade que el calor en 1803 fue excesivo; pero que la salubridad pública, lejos de sufrir, mejoró notablemente.

Varios cronistas de convento hablan, a la ligera, de la tempestad del año 1552. En cuanto a las de los años 1720 y 1747 sólo las hemos visto consignadas en algunas efemérides.

El primer trueno del 19 de abril fue producido a legua y cuarto de la ciudad, y el último sobre la misma. Tan grande fue la alarma y consternación del pueblo, que al día siguiente hubo procesión de rogativa, y penitencia.

Resumen. La del lunes 31 de diciembre ha sido la quinta tempestad que ha caído sobre Lima en los trescientos cuarenta y dos años que lleva de existencia. Y no sé más sobre el asunto.





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ArribaAbajoEntrada de virrey

APUNTES

Acusaríanos el lector de distraídos y perezosos si, habiendo hablado en muchas tradiciones de la entrada de virreyes, no consagráramos un artículo a la descripción de ese acto.

Así en los libros del Cabildo de Lima, como en opúsculos impresos en los dos siglos anteriores, y recientemente en el magnífico Diccionario Histórico de Mendiburu, hemos leído pinturas, más o menos pomposas, del ceremonial y fiestas con que en la ciudad eran recibidos los virreyes a su llegada de España. Tan caprichoso o excesivo debió ser el gasto que hacía el Cabildo para dar solemnidad y esplendidez al acto, que en 1718 vino real cédula fijando en doce mil pesos el gasto obligatorio para la ciudad, sin que ello obstara para que los particulares o corporaciones agasajaran, por cuenta propia, al representante del monarca. Según dicha real cédula, el Cabildo debía ajustarse al siguiente presupuesto:

Pesos
Cama para el virrey, con colgadura de damasco, sábanas y almohadas guarnecidas de encajes y sobrecama de medio tisú 1.400
Dos vasos de plata para uso ordinario180
Escribanía de plata 170
Carruaje 3.000
Tiro de caballos con herrajes y arneses 1.725
Música, iluminación y limpieza de arañas360
Las dos comidas del día en que entra el virrey y el siguiente, y refrescos para ambas noches3.700
Para manteles, marcar y devolver la plata labrada, que se busca prestada para estas funciones, y para pagar pérdidas y daños 850
Propinas a la guardia, porteros de la Audiencia y criados de librea 88
Para fuegos artificiales y gastos menudos o imprevistos no designados527
TOTAL12.000

Algunos virreyes llegaron privadamente a Lima y tomaron posesión del gobierno; pero dos o tres meses después tenía siempre efecto el recibimiento público, con el mismo ceremonial y regocijos que si acabaran de poner la planta en el terreno de la ciudad.

El primer virrey que entró en Lima con ceremonial solemne fue el marqués de Cañete, D. Andrés Hurtado de Mendoza.

  —229→  

Los virreyes que venían de Méjico o de España, desembarcaban en Paita y hacían a caballo el viaje hasta Santa, de cuyo lugar despachaban a un oficial con pliegos para el virrey saliente y, en su defecto, para la Real Audiencia. Esos pliegos contenían copia del título y facultades de que venía investido el viajero.

Inmediatamente la Audiencia pasaba al Cabildo dichos pliegos. Al otro día los alcaldes, regidores y alguacil mayor de la ciudad, con gran comitiva de vecinos principales, salían a la plaza, y entre músicas, repiques de campanas y estruendo de cohetes, se promulgaba la noticia por voz de pregonero.

A veces se lidiaban toros esa tarde o se jugaban alcancías; pero siempre se iluminaba la ciudad por tres noches.

Entretanto que el nuevo virrey venía lentamente avanzando camino, el Cabildo se ocupaba en disponer, frente a la iglesia de Monserrate, la construcción de un arco y de un teatro o tabladillo con balaustrada, cortinaje de terciopelo con flecadura de oro, sitial y sillón bajo dosel con las armas de España.

El virrey se alojaba, durante los tres o cuatro días necesarios para que el Cabildo concluyese preparativos, en alguna casa de campo que distase una o dos millas de la ciudad y en el camino que conduce al Callao. En esa casa se había cuidado de alistar un salón con dosel de damasco o terciopelo carmesí, dormitorio con catre dorado y pabellón de raso, y todas las comodidades apetecibles para el egregio huésped, su familia y comitiva. Mientras permanecía en la casa de campo, se ponían luminarias en el patio y corredores, se quemaban árboles de fuego, y por la tarde danzaban y cantaban cuadrillas de indios y negros caprichosamente ataviados.

En esos tres o cuatro días recibía el virrey la visita de los oidores y oficiales de la Audiencia, del Tribunal de la Inquisición con sus ministros y familiares, del arzobispo con su coro de canónigos y clerecía, de los cabildantes y oficiales reales, prelados de las órdenes, títulos y caballeros de hábito. Estas visitas no eran de ceremonia estricta, sino, como quien dice, de tapadillo. El virrey saliente no estaba obligado a hacer personalmente la visita, y cumplía comisionando a su secretario para el saludo de bienvenida.

Designado el día para la entrada, a las doce montaba el rey en un lujoso coche, obsequio del Cabildo, acompañado de su esposa, si la traía, o de su hija o de otra persona de su familia. Tras su carroza seguían otras con sus secretarios, empleados de su casa y camareras, cuando su excelencia traía media naranja fruto femenino de bendición.

La compañía de gentiles hombres lanzas, en briosos caballos, luciendo   —230→   casco con penacho de plumas, cota bruñida, lanza y adarga, escoltaba el coche, delante del cual iban el paje de guión y el caballerizo mayor.

A la vez que el virrey abandonaba la casa de campo, salía de palacio, y a su encuentro, la procesión, en el orden siguiente:

Las compañías de milicias de naturales del país, con sus bandas de música.

Las compañías de infantería española.

Los alguaciles de corte, a caballo.

La diputación de la ciudad, ídem.

Los caballeros de Santiago, Calatrava, Alcántara, Montesa y Carlos III, también en magníficos caballos con jaeces bordados. Los caballeros lucían placas, cruces, joyeles y cintillos de brillantes y piedras preciosas, sobre vestidos de terciopelo o paño tamenete. Cada caballero llevaba dos pajes vestidos con igual lujo.

Los colegiales de los dos colegios reales con su rector y catedráticos, todos a caballo.

Los caballeros de San Juan de Malta, de Cristo, de la Flor de Lis y demás órdenes extranjeras, lujosamente equipados.

El tribunal del Consulado, también a caballo.

La Universidad con sus bedeles, que llevaban echadas al brazo las mazas de plata, formando lucida cabalgata.

El tribunal del Santo Oficio, en bizarras mulas. Los inquisidores llevaban bonete de auto, los familiares venera, y todos el hábito de San Pedro Mártir y la medalla.

En seguida, y en medio de seis alabarderos, iba el mayordomo de la ciudad conduciendo del diestro el caballo que el cabildo regalaba al nuevo rey. Ocasión hubo en que animal y arneses costaron cuatro mil pesos.

Los porteros de Cabildo, con ropa talar de damasco carmesí y gorra de terciopelo, y sobre sus hombros mazas de plata con las armas de Lima.

El escribano del Cabildo, alcaldes y regidores, con capas cortas sembradas de botones de oro y broche de diamantes, martinetes, cintillos y medallas de pedrería y perlas. Todos en caballos lujosamente enjaezados y seguidos de pajes y lacayos con librea.

El chanciller o depositario del sello real, el alguacil mayor de corte, los contadores mayores y demás oficiales reales, los fiscales de lo civil y lo criminal, y los alcaldes de corte, con igual boato que los cabildantes.

Por fin, los oidores de la Audiencia, con escolta de alabarderos.

La procesión se dirigía por la calle de las Mantas hasta la plazuela de San Sebastián, donde formaba ángulo para encaminarse a Monserrate.

  —231→  

Pocos minutos después avanzaba el coche del virrey, y al llegar bajo el arco8 se le acercaba el mayordomo de la ciudad y, en nombre de ésta, ofrecíale el caballo. Descendía el virrey del coche, subía al tablado y (con su esposa cuando la traía) sentábase bajo el dosel, para presenciar el desfile de las tropas y corporaciones, hasta que llegaban la Inquisición y el Cabildo, quedándose la Audiencia a media cuadra de distancia. Los cabildantes entregaban los caballos a sus pajes y subían al tablado. Poníase el virrey de pie, y uno de los regidores, comisionado por el Cabildo, dirigíale un pequeño discurso de saludo y felicitación, terminándolo con las siguientes frases, que eran de estricta fórmula:

«La ciudad de los reyes besa a vuecelencia las manos y está con el gusto, que es razón, de tener a vuecencia tan cerca para servirlo. Y como todos los señores virreyes, antes de entrar en ella, hacen juramento de guardar sus preeminencias, la ciudad de los reyes suplica a vuecelencia que, en conformidad de esta costumbre, quiera prestar juramento».

El virrey inclinaba la cabeza en señal de asentimiento.

Un paje colocaba sobre el escabel un crucifijo y un misal, se arrodillaba su excelencia, y el escribano de Cabildo le decía:

-Excelentísimo señor, ¿vuecelencia jura por Dios Nuestro Señor, por Santa María su bendita Madre, y por las palabras de los Santos Evangelios que están en este misal, y por este crucifijo y señal de cruz, que guardará a esta ciudad de los reyes todos los fueros, franquezas, libertades, mercedes y preeminencias que los reyes nuestros señores le han hecho y concedido?

-Así juro y prometo -contestaba el virrey.

-Si así lo hiciere vuecelencia, Dios Nuestro Señor le ayude -añadía el más anciano entre los miembros del Cabildo.

Este era el momento en que el pueblo, que aún no era soberano, sino humildísimo vasallo, prorrumpía en vítores, ni más ni menos que hogaño cuando un nuevo presidente constitucional jura en el Congreso hacernos archifelices.

Una salva de artillería anunciaba urbi et orbe, que el virrey acababa de jurar o de perjurar.

La Real Audiencia se aproximaba al tablado, y montaba el virrey a caballo, colocándose en medio de los dos oidores más antiguos. Por delante iban los reyes de armas con cotas carmesíes, en las que estaba bordado el escudo de España, y llevando al hombro mazas de plata dorada.

(La virreina volvía a ocupar el carruaje, y dando un rodeo se dirigía   —232→   a palacio, escoltada por un grupo de gentileshombres lanzas. Tras su coche seguían los demás con camareras, familia y dependientes de la casa. Dicen que doña Ana de Borja, condesa de Lemos, y en este siglo doña Ángela Ceballos, fueron las únicas virreinas que se apartaron de esa costumbre, entrando a caballo al lado de sus maridos. Fue D. García de Mendoza el primer virrey que tuvo licencia del soberano para traer a su esposa).

La procesión regresaba en el mismo orden.

De las ventanas y balcones, ricamente encortinados, arrojaban las señoras décimas y flores sobre el virrey.

En el atrio de la catedral, el arzobispo o deán con el Cabildo eclesiástico y los seminaristas recibían bajo de palio al representante del monarca y acompañábanlo hasta el altar mayor, donde se cantaba un solemne Tedéum.

Concluida la ceremonia de iglesia, su excelencia con los oidores y un pequeño número de cortesanos entraba en palacio, donde en el salón lo recibía el virrey cesante. En verdad que encontramos exquisita delicadeza en que el ceremonial no obligase a éste a presenciar las ovaciones que se tributan siempre al sol que nace, y que no pueden dejar de herir la vanidad o amor propio del igual en carácter.

En ese día y el siguiente costeaba el Cabildo banquetes en palacio. Dice la tradición (pues documento histórico que lo compruebe no hemos encontrado) que en este día otorgaba el virrey indulto a un reo sentenciado a muerte, gracia que también acordaba anualmente el Viernes Santo, atendiendo a que el representante del monarca católico no podía ser menos que el pretor de Jerusalén que perdonó a Barrabás en nombre del césar romano.

Hasta aquí el ceremonial obligatorio para la ciudad.

Las luminarias y candeladas en plazas y calles, los castillos de fuego, las fiestas de toros, cucaña o palo ensebado, sortijas y alcancías, danzas, comedias y demás regocijos no se ciñeron nunca a programa especial. En algunos recibimientos se formaron cuadrillas o bandos de los jóvenes más ricos y principales, que vestidos con primor y en arrogantes caballos rompieron cañas. La huelga duraba tres días.

Quince días después del recibimiento en Lima iba el virrey con gran acompañamiento al Callao, y visitaba la, armada y las fortalezas.

Tres o cuatro meses más tarde la Universidad daba un certamen, al que concurría el virrey. En la Biblioteca de Lima existe completa la colección de folletos relativos a estas funciones literarias, que fueron siempre espléndidas. ¡Ojalá pluma más competente que la nuestra emprenda un estudio crítico de esos interesantísimos folletos!

  —233→  

En el Cuzco, Arequipa, Guamanga y otras ciudades hacíase en pequeño, para festejar la llegada de nueva autoridad, lo que en Lima para el recibimiento de virrey. Cuenta mi hábil y espiritual discípula Clorinda Mato, en sus Tradiciones Cuzqueñas, que en cierta entrada dos damas de la ciudad de los incas, no teniendo ya flores que arrojar, acudieron a los talegos de pesos fuertes, y agotados éstos empezaron a echar a la calle piezas de plata labrada. Y tanto se entusiasmaron las competidoras o rivales, que una de ellas, a la que no quedaba ya más vajilla, acudió a cierto mueble de uso privado, que era también de plata, y lanzolo con tan poco acierto que descalabró a su merced el personaje de la fiesta. Y ello verdad fue el sucedido, que Clorinda lo comprueba con documentos.




ArribaLos plañideros del siglo pasado

APUNTES LITERARIOS

Muy difícil era en los pasados siglos la publicación de un libro, ya por lo caro de su edición, ya por la escasez de imprentas. Baste decir en corroboración de este último aserto, que en 1821, al iniciarse la guerra de independencia, sólo existían en Lima cuatro oficinas tipográficas, pobrísimas de letra y demás útiles, y que tres de ellas hacían uso de prensas de madera.

La imprenta se introdujo en Lima en 1583, justamente cincuenta años después que en Méjico. Nuestro primer tipógrafo fue el italiano Antonio Ricciardi, natural de Turín, y sus primeras obras tres catecismos de doctrina cristiana en las lenguas aymará y quichua. La segunda ciudad del Perú que tuvo imprenta fue Arequipa, a fines del siglo pasado.

En los tiempos coloniales, únicamente los ricos, como Peralta, el conde de la Granja y algún otro, podían darse la satisfacción de imprimir sus obras literarias. Lo que abundaba era la impresión de sermones y libros devotos, amén de los certámenes, fiestas reales, exequias panegíricas, autos de fe, informes de los intendentes y corregimientos, y otras publicaciones que, como éstas, se hacían bajo el amparo oficial y a expensas del real tesoro.

El periodismo no nació sino en la última década del siglo con el Diario de Lima, al que sucedió el Mercurio Peruano; pues aunque en 1770 existía la Gaceta, ésta sólo daba a luz noticias y documentos que la enviaban   —234→   de palacio. Los poetas no tenían escenario donde exhibirse; y de allí venía la profusión de versos con que se tapizaban los muros de la espaciosa catedral en las funciones fúnebres por la muerte de los reyes. Los hijos e hijastros de Apolo aprovechaban la ocasión de ver sus nombres y producciones en letras de molde.

Otro tanto sucedía en el resto de la América española.

De la metrópoli nos llegaban abundantemente las comedias y romances que los ciegos pregonaban por las calles de Madrid; y en Lima se vendían a subido precio en los cajones de Ribera y en los tenduchos que hasta hace poco veíamos bajo los arcos de los portales.

En cuanto al teatro, fueron muchas las loas y alegorías que para él escribieron nuestros ingenios; y aun el virrey marqués de Castelldosríus, que tenía sus pespuntes de poeta, compuso por los años de 1708 una tragedia titulada Perseo, la cual nos afirman que existe impresa en Lima.

Para contribuir, pues, a dar una idea de lo que era la poesía en nuestra patria durante el pasado siglo, emprendemos esta ligera reseña de fiestas fúnebres, trabajo que nos prometemos completar con el de los certámenes que tenían lugar en la entrada de virreyes, nacimiento de príncipes y proclamación de monarcas9.

En estos apuntes no he hecho sino poner en orden materiales que otros más competentes que yo utilizarán algún día, cuando concienzudamente se escriba nuestra historia colonial. Estos apuntes pueden ser el esqueleto de un libro; así como mis Tradiciones darán, acaso, asunto para la novela y para el drama. Literariamente, tengo la manía de vivir en el pasado. El ayer siempre es poético: es una especie de sol al que apenas se le ven manchas, porque está muy lejos.

La primera relación de exequias que se imprimió en Lima fue en 1613, con motivo de las que en 24 de noviembre de 1612 tuvieron lugar (y páseme el lector el galicismo) por la muerte de la reina doña Margarita, esposa de Felipe III, siendo virrey el marqués de Montesclaros D. Juan de Mendoza y Luna. Es un volumen de 296 páginas en 4.º, escrito por el padre agustino fray Martín de León. Tiene de curioso una estampa del túmulo, lámina que es el primer grabado en acero que se hizo en Lima. El artista fue el padre agustino Francisco Bejarano. Como no entra en nuestro propósito ocuparnos del estado literario del Perú en el siglo XVII, pasaremos por alto esta y las demás relaciones hasta caer en las del siglo pasado.

  —235→  

PARENTACIÓN REAL al soberano nombre e inmortal memoria del católico Rey de las Españas y Emperador de las Indias el Serenísimo Sr. D. Carlos II, fúnebre solemnidad y suntuoso mausoleo que en sus reales exequias en la Iglesia Metropolitana de Lima su consagró a sus piadosos manes el Excelentísimo Sr. D. Melchor Portocarrero Lazo de la Vega, Comendador de la Zarza en el orden y caballería de Alcántara, del Consejo de Guerra de Su Majestad, Virrey, Gobernador y Capitán General de estos reinos y provincias del Perú, Tierra-Firme y Chile. -Escríbela, de orden de Su Excelencia, el R. P. M. José de Buendía, de la Compañía de Jesús. -En la imprenta Real del Santo Oficio y de la Santa Cruzada. -Año de 1701. -Un volumen de 180 páginas en 4.º

El 27 de abril de 1701, en momentos de salir de palacio el virrey conde de la Monclova para asistir a una función de catedral, recibió una carta en que le participaban la muerte de Carlos II el Hechizado, acaecida en Madrid el 1.º de noviembre de 1700; y el 6 de mayo, por un navío que llegó al Callao, se tuvieron las gacetas y despachos confirmatorios. Entonces se designó por la Audiencia el 27 de junio para la celebración de las exequias que, según el libro que a la vista tenemos, fueron muy pomposas.

Esta, como todas las relaciones de funerales regios, trae una magnífica lámina, grabada en acero, representando el túmulo.

Veamos la parte poética del libro:

El jesuita Buendía, cuya reputación ha llegado hasta nuestros tiempos y que es citado entre los hombres de talento y ciencia que ha producido el Perú, escribió el siguiente soneto:


    «Viviste para Dios lo que reinaste,
porque reinaste en Dios lo que viviste,
que aunque más vida y reino mereciste
en siglos de virtud lo desquitaste.
    En uno y otro mundo conquistaste
dominios al la fe que estableciste,
y de los lauros que a la paz cogiste
aun más que a ti la religión laureaste.
    En un siglo y un mundo fue la suerte
fatal que nos robó dueño tan santo,
y en otro mundo y siglo se revierte.
    Porque inunda a los mundos dolor tanto
que, si un siglo ha acabado con tu muerte,
otro siglo principia con tu llanto».

El conde de la Granja, autor del celebrado poema de Santa Rosa, tenía por entonces un hijo colegial de San Martín. El limeño condesito escribió muchos versos, y no hubo certamen o descripción de fiestas reales en que su musa no campease. Desgraciadamente el hijo no hace, como   —236→   poeta, honor al padre. Véase el principio de una de sus composiciones en honor de Carlos II:


«Pira ardiente, nevado Monjibelo
tachonado de copos y centellas,
que a apagar subes o a encender estrellas,
llevando este girón de cielo al cielo».

Dedúzcase por esta muestra lo que será el resto de la composición; pero aún es más original, si cabe, un soneto del mismo condesito D. Luis Oviedo y Herrera, y no resistimos a la tentación de copiarlo. Extrañando que no hubiese aparecido en el cielo ningún cometa precursor de la muerte del rey, dice el vate:


    «Basilisco boreal, peste crinita
que inficionas voraz regios alientos,
y en ígneos caracteres macilentos
traes la sentencia de su muerte escrita.
    ¿A qué laurel tu aspecto no marchita
sus verdores con lauros cenicientos,
y al verte hacer de tronos monumentos
qué púrpura caduca no palpita?
    ¿Por qué antes de morir Carlos Segundo,
no saliste a anunciar su fin preciso?
¿No osaste ser de tal rey homicida?
    ¿Fue por no anticipar la ruina al mundo,
o porque el cielo dar señal no quiso
de muerte al que la dio de eterna vida?»

Por supuesto, que a esta andanada de preguntas el cometa no responde oxte ni moxte, aunque muy bien pudo contestar que si no salió a pasearse por el cielo fue porque no le dio su real gana. Muchos horrores ha producido la escuela romántica, pero los del gongorismo la aventajan.

Doña Violante de Cisneros, limeña, monja definidora en el monasterio de la Concepción y que gozaba de gran reputación como poetisa, escribió para estas exequias unos endecasílabos. Exhibamos un fragmento:


«¡Oh tú, rey poderoso! Tú, rey santo
que adorado de pueblos y de nobles,
aun más que superior a tus vasallos
reinaste vencedor de tus pasiones.
¡Oh tú, en cuyo cadáver se encontraron,
al difundirte bálsamos y olores,
de que muerto viviste los indicios,
y de que vives muerto las razones!
—237→
¡Oh tú, de regio, plácido semblante,
cuyos labios, con mezcla de atenciones,
tal vez humanos y tal vez divinos
vertían majestades y favores!
Descansa en paz en este mausoleo,
ofrenda funeral del mayor conde
que en este rico, americano clima,
fue digno de tus veces y tus voces».

¿Qué tal la monjita? En sus cuatro penúltimos versos, bien sonoros por cierto, halaga más al virrey vivo que al rey muerto. Su reverencia entendía el arte de la lisonja cortesana.

El ilustre limeño Peralta escribió para estas exequias varios sonetos, un romance y composiciones en latín, francés e italiano. Su elegía francesa consta de ciento setenta alejandrinos, y es verdaderamente maravilloso que, sin haber viajado, sin roce con los hijos de la Galia y sin más profesor que los pocos libros que el Santo Oficio permitía venir de Europa, hubiese nuestro compatriota alcanzado a versificar correctamente en lenguas extrañas. Véanse algunos de sus alejandrinos:


Numes, à qui la Peur a dressé des autels,
Est-il vrai, dites-moi, que vos ciseaux cruels
D' un sacrilègue coup ont déjà terminé
Ce grand fil qui jamais devait être coupé?


........Jamais les grands malheurs,
Pour être moins malins, ont de récits trompeurs.
Hélas! que du Destin par une cruelle envie
Mourons aprés la mort, vivons aprés la vie.
Hélas! que la douleur occupant tout espace
Ses mêmes expressions ne trouvent point de place.


Des Louis et des Philippes en lui est amassé
Un mixte majestueux, un divin composé,
Et c´ est pour s´ acquérir un inmortel renom,
Qu' il a des uns la stirpe et des autres le nom.


Chantez done, car pour moi ça serait un grand crime
De vouloir enfermer dans un point un abime;
Cessez, donc, de ravir la langueur de mon ame
Car on ne peint un ciel par une rude flamme.

FÚNEBRE POMPA, demostración doliente, magnificencia triste, que en las altas exequias y tumulto erigido en la Santa Iglesia Metropolitana de la ciudad de Lima al Serenísimo   —238→   Señor Francisco Farnese, Duque de Parma y de Plasencia, mandó hacer el Excelentísimo Sr. D. José de Armendáriz, Marqués de Castelfuerte, Comendador de Montizón y Chiclana en el orden de Santiago, Teniente Coronel de Reales guardias de Su Majestad, Virrey, Gobernador y Capitán General de estos reinos. -Cuya relación escribe, de orden de Su Excelencia, el Dr. D. Pedro de Peralta, Barnuevo y Rocha, Contador de cuentas y particiones de esta Real Audiencia y demás tribunales por Su Majestad y Catedrático de Prima de Matemáticas en esta Real y Pontificia Universidad.- Con licencia, en la imprenta de la calle de Palacio. -Año de 1728. -Un volumen de 264 páginas en 4.º

Al describir la pompa fúnebre, hace Peralta en este libro ostentación del gongorismo y erudición gerundiana característicos de su época. Hay versos de la Universidad, de los padres dominicos, mercenarios, jesuitas y franciscanos; de los profesores y colegiales de San Felipe y Santo Toribio; de los oidores, militares, empleados y particulares. Aquello es un aluvión de extravagancias y conceptos alambicados. Peralta escribió un romance, varias octavas, cuatro sonetos, muchos hexámetros latinos y, como muestra de su talento para versificar en varios idiomas, una canción italiana de ciento treinta versos. Reproduzcamos un fragmento de ella:


E poiche eterno nel Olimpo vive
(Oh del hispano impero
Farnesa deità, che`l mondo adora)
Cessin del regio cor le doglie schive;
Cessi il pianto severo;
Torni chiara a apparir tua augusta aurora,
Il tuo lume ristora
La medesma cagion di tuoi lamenti
No´l miti qui, é pur vero;
Ma poiche con riflessi piu lucenti
Gli ochi de la tua luce alza o accende,
Piu visibile stá chi piu risplende.

Como se ve, Peralta, versificando en italiano, es menos afectado que cuando lo hace en la rica lengua de Castilla.

Peralta, escribiendo en prosa o en verso, abusaba de las imágenes mitológicas, hacía gala de erudición, y su estilo era pretencioso y campanudo. Estos defectos, que fueron más de la época que del escritor, no nos impiden reconocer en el poeta de Lima fundada uno de los ingenios que mayor lustre dan a nuestra literatura. Peralta fue enciclopédico, y podría decirse que no hay materia del saber humano sobre la que su pluma no se hubiera ejercitado. Uno de sus biógrafos afirma que, además del español, griego y latín, poseía el francés, alemán, inglés, italiano y quichua, y que en todas estas lenguas compuso correctísimos versos.

El número de las obras que hizo imprimir en Lima se cuenta por el   —239→   de las letras de su nombre, y a propósito de esto, no creemos fuera de oportunidad dar a conocer el catálogo:

  • El cielo del Parnaso.
  • Lima fundada.
  • Defensa de la pasión de Cristo.
  • Observaciones astronómicas.
  • Canto histórico.
  • Triunfos de Astrea.
  • Oración al certamen de Santo Toribio.
  • Relación de las fiestas al cardenal Molina.
  • Discursos sobre la fe.
  • Oración académica.
  • Nuevo beneficio de metales.
  • Poesías líricas.
  • El Júpiter olímpico.
  • Diálogo de la justicia y la verdad.
  • Rodoguna.
  • Oraciones de la Real Universidad.
  • Defensa de Lima.
  • El templo de la fama vindicado.
  • Poesías cómicas.
  • El origen de los monstruos.
  • Relación del gobierno de Castelfuerte.
  • Arte de ortografía.
  • Lima triunfante.
  • Teatro heroico.
  • Aprobaciones varias.
  • Bejamen.
  • Alegacías.
  • Restitución del oficio de Contador.
  • Nacimiento del infante D. Carlos.
  • Universidad ilustrada.
  • Entre la honra y la vida.
  • Varios informes jurídicos.
  • Oraciones de mi rectorado.
  • Regulación del tiempo en 35 efemérides.
  • Oraciones al certamen del Sr. Villagarcía.
  • Canto panegírico.
  • Historia de España vindicada.
  • Aritmética especulativa.
  • Ymagen política.
  • Buenos Aires fortificado.
  • Elogio del Sr. Armendáriz con sólo la letra A.
  • Náuticas observaciones.
  • A Lima inexpugnable.
  • Vida y pasión de Cristo.
  • Isis y Júpiter.
  • Del gobierno del Conde de la Monclova
  • Exequias del duque de Parma.
  • Sistema astrológico demostrativo.
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En el Correo del Perú, precioso semanario de literatura, que se publicó en Lima por los años de 1871 a 1878, se encuentra un extenso y muy notable juicio sobre Peralta y sus obras, debido a la castiza pluma del literato argentino D. Juan María Gutiérrez.

PARENTACIÓN REAL, sentimiento público, luctuosa pompa, fúnebre solemnidad, en las reales exequias del Serenísimo Sr. D. Luis I, católico Rey de las Españas y Emperador de las Indias. Suntuoso mausoleo que a su augusto nombre e inmortal memoria erigió en la iglesia de Lima el Excelentísimo Sr. D. José de Armendáriz, Marqués Castelfuerte, Virrey, Gobernador y Capitán General de estos reinos del Perú y Chile. -Escríbela, de orden de Su Excelencia, el R. P. Tomás de Torrejón, de la Compañía de Jesús.- Con licencia, en la imprenta de la calle de Palacio. -Año de 1725. -Un volumen de 159 páginas en 4.º

El mismo día que en Lima se celebraban fiestas por la proclamación de Luis I, falleció este joven monarca, víctima de la viruela. Muchos escritores de esa época refieren que cuando la ciudad festejaba el advenimiento al trono del nuevo soberano, una vieja dijo públicamente: «Aquí lo estamos celebrando y en Madrid lo están enterrando. Aquí repiques y allá dobles. ¡Qué bonito!»

Los mejores versos de esta corona fúnebre son los sonetos de D. Pedro Bravo de Castilla y de D. Pedro José Bermúdez de la Torre y Solier, así como el romance de un fraile agustino, describiendo una partida de tresillo entre el Rey, la Vida y la Muerte.

Entre los acrósticos hay uno que es el colmo de la extravagancia; y en un figurón colocado cerca del túmulo, que representaba al río Rimac, se hace decir a éste:


«Si acaso murió Luis
decídimelo, mortales;
porque si Luis ha muerto
con él me voy al mar a sepultarme».

La oración fúnebre fue pronunciada por el célebre jesuita Alonso Mesía, y tiene todo el sabor gerundiano de aquel siglo en que tan estragado anduvo el gusto literario.

PARENTACIÓN REAL, luctuosa pompa y suntuoso cenotafio que al augusto nombre y real memoria del Serenísimo Sr. D. Felipe V, Católico Rey de las Españas y Emperador de las Indias, mandó erigir el Excelentísimo Sr. D. José Manso de Velasco, Virrey, Gobernador y Capitán General de estos reinos, en la capilla Vice-Catedral de Lima. -Cuya relación escribe, de orden de Su Excelencia, el Dr. D. Miguel Sainz de Valdivieso Torrejón, abogado de esta Real Audiencia. -Año de 1747. -Un volumen de 119 páginas en 4.º

En 21 de febrero de 1747, cuando aún Lima se hallaba sobrecogida por el recuerdo del terrible terremoto que cuatro meses antes dejó la ciudad   —241→   en escombros, llegó un correo de Quito, portador del siguiente despacho:

«El Rey. -Habiendo sido Dios servido de llevarse para sí el alma de mi amado padre y señor D. Felipe V (que santa gloria haya); considerando que el amor, celo y fidelidad de los vasallos y naturales de esas provincias querrán, en ocasión de tanto dolor y sentimiento, hacer demostraciones que correspondan a su fineza; y porque es justo que éstas, sin faltar a lo preciso para la decencia, se moderen en todo lo posible, ha parecido conveniente ordenaros y mandaros, como lo hago, deis las órdenes necesarias en lo dependiente a ese gobierno para que, en lo que toca a los lutos, se ejecute puntualmente lo mandado observar por cédula de 22 de marzo de 1693, y por lo que mira a túmulos se moderen. A cuyo fin haréis se participe esta orden a quienes convenga, y de su ejecución me daréis cuenta.- Del Buen Retiro, a 31 de julio de 1746 ».

Como la catedral se encontraba en ruinas, fue preciso construir una capilla en la que el 7 de agosto de 1747 tuvieron lugar las exequias. Parece que los ánimos estaban aún impresionados con las escenas del terremoto, pues la inspiración de los vates castellanos anduvo escasa. En cambio hubo abundancia de versos latinos.

En el frontispicio de la capilla se leía esta décima, escrita por un colegial:


«Hoy Dios nos arrebató
a Felipe Quinto al cielo.
Se lo llevó a sí en un vuelo,
que su derecho le dio.
Su amor y su ley cumplió
llevando a los dos en pos;
su rapto estribó en los dos;
porque si manda la ley
que se pague el quinto al rey,
el quinto hoy se pagó a Dios».

RELACIÓN DE LAS EXEQUIAS y fúnebre pompa que a la memoria del muy alto y poderoso Sr. D. Juan V el Fidelísimo, Rey de Portugal y de los Algarbes, mandó erigir en esta capital de los Reyes el día 8 de febrero de 1752 el Excelentísimo Sr. D. José Manso de Velasco, Caballero del orden de Santiago, Conde de Super-Unda, Gentilhombre de Cámara de Su Majestad, Teniente General de los Reales Ejércitos, Virrey, Gobernador y Capitán General de estos reinos del Perú. -De cuya orden la escribe el R. P. M. José Bravo de Ribera, de la Compañía de Jesús.- Imprenta de la calle de Palacio. -Año de 1752. -Un volumen de 354 páginas en 4.º

Más de doscientas páginas de esto libro ocupan las poesías, y a decir verdad, los ingenios estuvieron desgraciadísimos. No hallamos otro dato   —242→   curioso que consignar sino el de la aparición de una poetisa limeña, de quien el padre Bravo de Ribera dice que «sus acostumbrados aciertos de la pluma la tienen constituida, por general aplauso, con el renombre de la limana musa». Llamábase la poetisa doña María Manuela Carrillo Andrade y Sotomayor, y pertenecía a una aristocrática familia. Véase una muestra de su vena:


«Fúlgida niebla, sombra luminosa,
eclíptica a desmayos encendida,
Olimpo obscurecido de esplendores
que adusto luces y horroroso brillas,
¿por quién, ascua funesta, tanta lumbre
es negra emulación del claro día?
Di, ¿por quién abrasado sacrificio
entre incendios tus luces arden tibias?»

De lo malo, poco. Los demás endecasílabos son tan detestables como este soneto de la misma autora:


    «Cifra del susto, imagen del espanto
que, en copia de esplendores pavoroso,
si eres de Manso duelo luminoso
de Bravo ostentas refulgente llanto;
    Los lucientes fulgores que ese manto
argentado a su impulso generoso,
en lo que asombro viven prodigioso,
respiran los anhelos del quebranto.
    Selle del Nilo el caudaloso acento,
con que por bocas siete se derrama
en lenguas de cristal sonoro aliento;
    Y exprese el bronce alado de la fama
que ese altivo obelisco, real portento,
apaga los raudales con su llama».

Como se ve, la poetisa aprovechó la ocasión de dirigir un piropo al virrey Manso y otro al padre Bravo. Este, a fuer de agradecido, no podía hacer menos que llamarla musa limana.

PUNTUAL DESCRIPCIÓN, fúnebre lamento y suntuoso túmulo de la regia doliente pompa con que en la Iglesia Metropolitana de la Ciudad de los Reyes, corte de la América Austral, mandó solemnizar las reales exequias de la Serenísima Señora Doña Mariana Josefa de Austria, Reina fidelísima de Portugal y los Algarbes, el día 15 de marzo de 1756, el activo celo del Excelentísimo Sr. D. José Manso de Velasco, Conde de Super-Unda y Virrey del Perú. -De cuyo superior mandato la escribe el R. P. F. Alejo de Alvites, del orden seráfico. -Año de 1756. -Un volumen de 247 páginas en 4.º

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Doña María Bárbara, esposa de Fernando VI e hija de los reyes de Portugal D. Juan V y doña María de Austria, debió quedar muy satisfecha de los honores fúnebres que en Lima se tributaron a sus padres. No quedó coplero que no contribuyese con los abortos de su musa en las exequias de doña María. Entre otras composiciones extravagantes, hay en el libro del padre Alvites una letrilla, digna de Perogrullo y Calainos, que principia así:


«La reina Mariana
falleció, ¡qué pena!
¡Ah terrible golpe!
de la Parca fiera!»

Y los colegiales de Santo Toribio glosaron en espinelas o décimas esta picaresca redondilla:


«Hoy las lágrimas se van
de Mariana hasta la estrella,
concha de Bárbara bella
y Venus del Quinto Juan».

Entre los adornos del templo, y debajo de un esqueleto, se leía esta décima de un religioso agustino:


«Muerte que cruel y atrevida,
usaste de tu poder,
robándonos el placer
y dejándonos sin vida,
hoy quiero ver, homicida,
¿en qué esta lo que ganaste?
Lograste, ¿mas qué lograste?
¿Rendir a Mariana? ¡No!
Ella se inmortalizó,
y tú mortal te quedaste».

A propósito de inscripciones, habiendo probado en la oración fúnebre el padre Ponce de León, de la orden mercenaria, que la casa de Austria desciende de Príamo, último rey de Troya, se hizo para inmortalizar este descubrimiento genealógico el epitafio que sigue, y que es portuguesada en forma:

«¡Caminante! Aquí fue Troya; pues yace su nobleza. La inmortalidad de su origen no la preservó de caduca. ¿Qué aguarda el chopo cuando cae el cedro?»

Versos en portugués, acrósticos, ecos y demás composiciones caprichosas, salieron a lucir en estas fiestas fúnebres; y una prueba de la tortura   —244→   en que se ponía el numen son las octavas del licenciado Arcaya, asesor del Cabildo, en cada una de las cuales hace el gasto una letra del alfabeto. Copiemos la tercera:


«¡Cielos! ¿Cómo Canciones Cantaremos
Con Corazones Casi Consumidos?
Con Causa Conveniente Callaremos
Congojados, Confusos, Convenidos,
Constante Compasión Conservaremos,
Corran Copiosos Cauces Comprimidos.
Considerando Cumbre Combatida,
Caído Cetro, Corona Comprimida»

Para que nada hubiese que desear, un limeño, el licenciado D. Juan Julián Capetillo, escribió estos seis versos en inglés:


«¿Queen Ann's death is ere laught
Is there Queen Ann wept.
A beauty is less wept, rejoiced
Loose her praise, than bemoaned.
How many pictures of one nymph review
All how unlike each other all how true?»

Por supuesto que no podía faltar musa femenina: he aquí un regular soneto de sor Josefa Bravo de Lagunas, abadesa de Santa Clara:


    «Cuando difunta admiro ¡oh fiel señora!
de tu regio esplendor la luz primera,
¿qué esperanza la flor tendrá en su esfera,
sabiendo que también muere la aurora?
    Desengaño a la vida le atesora
ese espejo que mustio reverbera,
cuya eclipsada luna es más severa
para quien si la ve no se mejora.
    Descansa en paz; pues tu virtud me avisa
la corona mejor que te declara
el que allá en las estrellas te eterniza;
    Que a mí para seguirte me prepara
el religioso saco en su ceniza
del fin postrero la verdad más clara».

RELACIÓN FÚNEBRE de las reales exequias que a la triste memoria de la Serenísima Majestad de la muy alta y muy poderosa Señora Doña María Bárbara de Portugal, Católica Reina de las Españas y de las Indias, mandó celebrar en esta capital de los Reyes, el día 4 de Septiembre de 1759, el Excelentísimo Señor Virrey D. José Manso de   —245→   Velasco, Conde de Super-Unda. -De cuya orden la escribió el R. P. dominico F. Mariano Luján.- En la imprenta de la calle de Palacio. -Año de 1760. -Un volumen de 344 páginas en 4.º

De este libro hay que decir: «¡qué tiempo y qué papel tan mal empleados!» Una musa agustina empieza adulando al virrey en unos pareados.


«Ya no quiero descanso
que estoy viendo llorar un río Manso,
que lágrimas liquida tan fecundas
que las vierte por cierto super-undas»;

y otra exagera el dolor hasta el ridículo en una redondilla:


«Ojos, bien podéis buscar
otro modo de sentir,
que ya no puedo sufrir
este continuo llorar».

La limana musa doña María Manuela Carrillo y Sotomayor se dirige a la Muerte, y en un romance indigesto la dice, entre otras lindezas:


«¿Quién eres, luciente asombro,
que con reflexivas teas,
tantos respiras blasones
como lágrimas destellas?
¿Quién eres? Mas no lo digas
ni al caminante detengas:
ya te conozco, inflexible
ley de la naturaleza».

Un músico hace una pepitoria de los tecnicismos de su arte, y ensarta un romance que él llama heroico, acaso por la heroicidad del prójimo que acomete la empresa de leerlo íntegro. Véase un retazo de la pieza:


«Alza el clamor, ilustre Enciclopedia,
sobreagudo el sollozo tanto exalta
que al sistema del llanto falten notas,
al ritmo del gemido pentagrama.
Llorad, astros; llevad el contrapunto
al metro, negra nota de mis ansias,
que bien se ve en mis ojos que instrumentos
trinan por muchos hilos de agua».

Algunas páginas más adelante, D. Carlos Martín, tipógrafo de Lima,   —246→   exhala su dolor en estas endechas que corren pareja con las heroicidades del músico:


«En la oficina triste,
donde el conflicto es sombra,
sólo los plomos hablen
pues son las lenguas y las cajas bocas.
En fiel componedor
las letras hoy se pongan,
y los cranes enseñen
la inscripción del pesar que amor informa.
Y de el a la galera
pasen con mil zozobras,
en donde estén remando
interjecciones de ternura todas.
Para que de allí iguales
se avengan en la forma,
y en mensura las planas
pase la confusión a hacer la proba.
Pero ¡oh Barbara amada!
¡oh reina virtuosa!
La enmienda de los yerros
tus ejemplos ministran, reina hermosa.
Imítense, que es justo,
y vean en la losa
de la prensa esculpido
el aquí yace la beldad de Europa».

Tantas inepcias son más bien burla que expresión de congoja. Pero para hacer contraste con estas tonterías, hay en el libro un soneto de D. Basilio García Ciudad, alférez de los batallones españoles que guarnecían Lima, soneto filosófico y que da una ventajosa idea del autor:


    «Es guerra, es llanto, es susto y es fatiga
lo que vida por todos es llamada:
muerte es la vida así considerada,
vida es la muerte que este mal mitiga.
    Es guerra por tener quien la persiga:
es llanto, porque es ley nunca violada;
es susto, porque hoy duda en la jornada;
y es fatiga el engaño en que se obliga.
    Si esta es vida, no lloren los reales,
cuando el juicio en su mérito no yerra,
libre Bárbara está de tantos males.
    Pues, volviendo a la tierra lo que es tierra.
vive exenta, en delicias inmortales,
de susto, fatiga, llanto y guerra».

POMPA FUNERAL en las exequias del Católico Rey de España y de las Indias Don Fernando VI. Nuestro Señor, que mandó hacer en esta Iglesia Metropolitana de Lima,   —247→   a 29 de julio de 1760, el Excelentísimo Virrey D. José Manso de Velasco, Conde de Super-Unda. -Descríbela, por orden de Su Excelencia, el P. Juan Antonio Ribera, de la Compañía de Jesús. -Año 1770. -En la imprenta de la calle de Palacio. -Un volumen de 381 páginas en 4.º

El 24 de mayo de 1760 fondeó en el Callao un navío que habiendo zarpado de Cádiz el 11 de enero, realizó en cuatro meses y medio el viaje más rápido de que hasta entonces se tuviera noticia. Ese buque fue portador de pliegos que anunciaban el fallecimiento de Fernando VI en Villaviciosa.

Bastante pobre es la parte poética del libro en que se describen los funerales.

La hipérbole y el retruécano fueron las armas que más esgrimieron los vates.

Véanse algunas muestras:


«Siente de su rey Fernando
callada Lima la muerte,
porque es el sentir más fuerte
el sentir y estar callando.
Con su callar está, hablando
Lima lo que la lastima;
que no hay lima que más gima
que la que no hace sonido,
pues sin el trueno del ruido
muerde más la sorda lima.


Lima, si a tu soberano
pacífico has de llorar,
lágrimas pide a tu mar
por ser Pacífico Océano.


Caminante, para y mira
este desengaño grave,
que darle sepulcro sabe
la muerte al sol en la pira.
A las cuatro, hora en que gira
la primer luz su arrebol,
eclipsó su alto farol.
Admira, pues, cuando yace
ver que a la hora en que el sol nace
se ha puesto también el sol».

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Un limeño, D. José Martín de Aguilar, escribió un bonito romance, cuyo solo defecto es el de no ser propio de una corona fúnebre. Helo aquí:


«Sentose Cloto a jugar,
porque pensó enriquecer,
con Bárbara y con Fernando
al juego del ajedrez.
Cloto, de luto vestida,
como reyna negra fue:
Bárbara y Fernando hicieron
de las blancas el papel.
Como las calles cogidas
miraban a reyna y rey,
entre confusos achaques
aviso les dio cortés;
mas, siendo en el rey preciso
paso adelante tener,
hacia la reina amagada
todo el movimiento fue.
Sobresaltado del lance,
fuera de su casa, al ver
perdida la pieza real
también, teme perderse él.
Aquí segundo repite
Jaque Cloto, que mate es;
porque sin reina, defensa
no puede el juego tener.
Todos los peones se turban
y los castillos también,
y los caballos engreídos
no pueden mover el pie.
A mate que no es ahogado
nadie se puede oponer,
y así Cloto ganó el juego
porque la vida juego es».

PARENTACIÓN SOLEMNE que al nombre augusto y real memoria de la Católica Reina de las Españas y Emperatriz de las Indias la Serenísima Doña María Amalia de Sajonia, mandó hacer en esta santa Iglesia Catedral, de Lima, corte del Perú, el día 27 de Junio de 1716, el Excelentísimo Sr. D. José Manso de Velasco, Conde de Super-Unda, Virrey, Gobernador y Capitán General de estos reinos del Perú y Chile. -Y la escribe, por orden de Su Excelencia, el P. Victoriano Cuenca, de la Compañía de Jesús. -En la imprenta real de la calle de Palacio. -Año de 1761. -Un volumen de 431páginas en 4.º

Más de la mitad de este abultado libro ocupa la parte poética. Los jesuitas escribieron versos en español, latín, vascuence, francés, italiano,   —249→   alemán, portugués, húngaro, catalán, inglés y mobima o lengua de los indios de Mojos. Diríase que trataron de sobreponerse en ilustración a las demás comunidades religiosas.

Como una curiosidad y por lo que pudiera interesar a los filólogos y americanistas, vamos a reproducir una poesía quichua que compuso uno de los padres de la Compañía de Jesús. Parece que el tema de estos versos, cuya traducción no conocemos, es un lamento de la ciudad de Lima al río que la baña, por la muerte de la reina:


    «Rimaccpa patampi llaquiscca carcamun
Limacc cipsipi yacunta ricuspa;
Mayo chica hauccaccta ricuspari
    Hima rapurca.
Imataicum caypi chicata huaccanqui?
Hatum hatum llaquicuimi happimuan
Cusicnitapas manan ricunichu
    Paiman ñicurccam.
Llaquijta hueqquetpi ricuchinaipacce
Yacuiquita achcata cconqui ñinquitacc
Mama Ccochamampas llapa punchaupi
    Viccai yaycuspa
Yacuiquita achcata cconqui ñinquitacc
Amalia Ccoyanchicmi huañuncurccan
Chayhuan puticuspa huntachinaipacc
    Sonccoi tocuita».

Tres limeñas concurrieron a esta especie de liza poética. Sor Rosa Corvalán, monja del monasterio de la Concepción, escribió unas décimas muy infelices.

Más afortunada anduvo, en nuestro concepto, doña Rosalía de Astudillo y Herrera, dama de la aristocracia limeña. Verdad que ni ella entendió lo que quiso decir... ni nosotros tampoco. Véase un fragmento de su composición:


«¡Muerte! ¡Muerte! La victoria
de tu fatal vencimiento,
no está en llevarse el aliento,
sino en llevarse la gloria.
Si despojas y en ceniza
vienes la vida a dejar,
tus despojos saben dar
la vida que inmortaliza»

Por fin, aquella octava maravilla o musa limana, doña Manuela Carrillo   —250→   Andrade y Sotomayor, escribió un romance, de cuyo mérito podrán los primeros versos dar idea:


«Perífrasis luminoso,
cuya obscura inteligencia
sólo entiende el sentimiento
y la congoja interpreta;
luciente ocaso donde arden
reverentes llanto y queja,
énfasis difuso y fausto
consagrado a nuestra reina...»

RELACIÓN DE LAS REALES exequias que a la memoria de la Reina Madre Doña Isabel Farnesio mandó hacer en esta ciudad de los Reyes el Excelentísimo Sr. D. Manuel de Amat y Juniet, Caballero del orden de San Juan, Gentilhombre de la Cámara de Su Majestad, Teniente General de los Reales ejércitos, Virrey, Gobernador y Capitán General de estos reinos del Perú. -De cuya orden la escribió D. José Antonio Borda y Orozco, coronel del regimiento de Dragones de Carabayllo. -En la imprenta de la calle de Palacio. -Año de 1778. -Un volumen de 130 páginas en 4.º

El 12 de marzo de 1767 se recibió en Lima la siguiente real cédula:

«El Rey. -Virreyes y Presidentes de mis Reales Audiencias del Perú y Nuevo Reino de Granada y Gobernadores de las Provincias de Buenos Aires, Tucumán, Santa Cruz de la Sierra, Paraguay, Panamá, Cartagena, Popayán, Santa Marta, Trinidad de la Guayana y Maracaibo. El día 11 de julio próximo pasado, a las nueve y cuarto de la mañana, fue Dios servido de llamar a sí el alma de mi muy amada Madre y Señora Doña Isabel Farnesio, que santa gloria haya. Lo que os participo, con todo el dolor que correspondo a la ternura de mi natural sentimiento, para que deis las órdenes convenientes para que en las ciudades, villas y lugares de vuestros respectivos distritos se hagan las honras, exequias funerales y sufragios que en semejantes ocasiones se acostumbra; poniéndose de acuerdo con el Diocesano en cuanto a moderación de lutos y túmulos.- De San Ildefonso, a 7 de agosto de 1766».

El 11 de julio de 1767 se efectuó la ceremonia célebre en la catedral de Lima, siendo el túmulo verdaderamente espléndido. En el templo sólo se colocaron algunos dísticos latinos, y las musas castellanas enmudecieron por no disgustar al virrey, que se burlaba de aquella profusión de coplas que tanto dio que reír en las descripciones de exequias en los tiempos del buen conde de Superunda. Quizá nació de aquí la ojeriza que contra el virrey Amat tuvieron los poetas de Lima; pues no desperdiciaron ocasión de satirizarlo por sus aventuras amorosas con la Perricholi y demás pecadillos de que hablan las crónicas.

  —251→  

REALES EXEQUIAS que por el fallecimiento del Sr. D. Carlos III, Rey de España y de las Indias, mandó celebrar en la ciudad de Lima el Excelentísimo Sr. D. Teodoro de Croix, Caballero de Croix, del orden teutónico, Coronel del Regimiento de Reales guardias valonas, Teniente General de los Reales ejércitos, Virrey, Gobernador y Capitán General de las provincias del Perú y Chile. -Descríbelas D. Juan Risco, presbítero de la congregación de San Felipe Neri.- En la imprenta de los niños expósitos. -Año de 1789. -Un volumen de 169 páginas, folio.

El libro del padre Risco no contiene versos, y el autor da para no publicarlos una razón muy juiciosa.

«Pasaron de mil -dice- las poesías que cubrían el túmulo, estatuas, pilares y muros de la iglesia. En ellas mostraron su gusto y delicadeza los ingenios de la Real Universidad, Colegios, Comunidades religiosas y particulares.

Su multitud dañó a su mérito; porque la preferencia de algunas habría sido odiosa y la impresión de todas habría formado un inmenso volumen».

Mucha razón tuvo el padre Risco para no publicar los abortos de los poetas sus contemporáneos; pues el libro titulado Lamento métrico, en el que Terralla reunió todos los versos que escribiera con motivo de estas exequias, es a propósito para despertar la hilaridad en el ánimo menos dispuesto a la risa.

Terralla quiso que su obra pasara a la posteridad, y su publicación no es otra cosa que una protesta contra las corteses, significativas y sensatas palabras del padre Risco.

Gracias al virrey Amat y al padre Risco, en las descripciones de honras fúnebres por Carlos IV y la princesa de Asturias no campean ya rimas en que, con injuria de las musas y del buen sentido, se pinta un duelo de encargo o de pacotilla, con versos más o menos ampulosos y disparatados y a los que podía aplicarse la copla:


«Papeles y pergaminos
enviaban a destajo.....
¡Cuesta tan poco trabajo
el borronear desatinos!»

En 1809, y por la imprenta de los niños expósitos, publicó el egregio poeta D. José Joaquín de Olmedo una oda a la muerte de la princesa de Asturias doña Antonia de Borbón.

¡Cuánta diferencia entre esa composición y la de los elegíacos vates del tiempo de Superunda!

Cómo no admirar el estro y la majestad de estos endecasílabos, en   —252→   que aludiendo a España, dominada a la sazón por los afrancesados y por las bayonetas del emperador, dice Olmedo:


«Aquella que llenó toda la tierra
con hazañas tan dignas de memoria,
en sus débiles hombros ya ni puede
sostener el cadáver de su gloria!»

Con los albores del siglo XIX la poesía en el Perú deja de ser rastrera y gongorina para convertirse en digna e inspirada; y aunque la oda no es de las más felices producciones del poeta, cábele al inmortal cantor de Junín la gloria de haber sido el primero que del ejercicio de las musas hizo un sacerdocio, arrojando del templo de Apolo a los histriones que lo profanaban.