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ArribaAbajo El latín de una limeña

(A José Rosendo Gutiérrez)

Ilustración

Sabido es que en el sistema de educación antigua entraba por mucho el hacer perder a los muchachos tres o cuatro amos en el estadio de la lengua de Cicerón y Virgilio, y a la postre se quedaban sin saber a derechas el latín ni el castellano.

Preguntábale un chico al autor de sus días:

-Papá, ¿qué cosa es latín?

-Una cosa que se aprende en tres años y se olvida en tres semanas.

Heinecio con su Metafísica en latín, Justiniano con su Instituta en latín e Hipócrates con sus Aforismos en latín, tengo para mí que debían dejar poco jugo en la inteligencia de los escolares. Y no lo digo porque piense, ¡Dios me libre de tal barbaridad!, que en los tiempos que fueron no hubo entre nosotros hombres eminentes en letras y ciencias, sino porque me escarabajea el imaginarme una actuación universitaria en la cual se leía durante sesenta minutos una tesis doctoral, muy aplaudida siempre, por lo mismo que el concurso de damas y personajes no conocía a Nebrija ni por el forro, y que los mismos catedráticos de Scoto y Digesto Viejo se quedaban a veces tan a obscuras como el último motilón.

Así no era extraño que los estudiantes saliesen de las aulas con poca substancia en el meollo, pero may cargados de ergotismo y muy pedantes de lengua.

En medicina, los galenos a fuerza de latinajos, más que de recetas, enviaban al prójimo a pudrir tierra.

Los enfermos preferían morirse en castellano; y de esta preferencia en   —106→   el gusto nació el gran prestigio de los remedios caseros y de los charlatanes que los propinaban. Entre los medicamentos de aquella inocentona edad, ninguno me hace más gracia, por lo barato y expeditivo, que la virtud atribuida a las oraciones de la doctrina cristiana. Así, al atacado de un tabardillo le recetaban una salve, que, en el candoroso sentir de nuestros abuelos, era cosa más fresca y desirritante que una horchata de pepitas de melón. En cambio el credo se reputaba como remedio cálido y era mejor sudorífico que el agua de borrajas y el gloriado. Y dejo en el tintero que los evangelios, aplicados sobre el estómago, eran una excelente cataplasma; y nada digo de los panecillos benditos de San Nicolás, ni de las jaculatorias contra el mal de siete días, ni de los globulillos de cristal que vendían ciertos frailes para preservar a los muchachos de encanijamiento o de que los chupasen brujas.

En los estrados de los tribunales la gente de toga y garnacha zurcía los alegatos mitad en latín y mitad en castellano; con lo cual, amén del batiborrillo, la justicia, que de suyo es ciega, sufría como si le batieran las cataratas.

Tan a la orden del día anduvo la lengua del Lacio, que no sólo había latín de sacristía, sino latín de cocina; y buena prueba de ello es lo que se cuenta de un papa que, fastidiado de la polenta y de los macarroni, aventurose un día a comer cierto plato de estas tierras de América, y tan sabroso hubo de parecerle a Su Santidad, que perdió la chabeta, y olvidándose del toscano, exclamó en latín: Beati indiani qui manducant pepiami.

Reprendiendo cierto obispo a un clérigo que andaba armado de estoque, disculpose éste alegando que lo usaba para defenderse de los perros.

-Pues para eso, replicó su ilustrísima, no necesitas de estoque, que con rezar el Evangelio de San Juan libre estarás de mordeduras.

-Está bien, señor obispo; pero, ¿y si los perros no entienden latín, cómo salvo del peligro?

En literatura el gongorismo estaba de moda y los escritores se disputaban a cuál rayaría más alto en la extravagancia. Ahí están para no dejarme de mentiroso las obras de dos ilustres poetas limeños: el jesuita Rodrigo Valdez y el enciclopédico Peralta, muy apreciables desde otro punto de vista. Y nada digo del Lunarejo, sabio cuzqueño que, entre otros libros, publicó uno titulado Apologético de Góngora.

Por los tiempos del virrey conde de Superunda tuvimos una poetisa, hija de este vergel limano, llamada doña María Manuela Carrillo de Andrade y Sotomayor, dama de muchas campanillas, la cual no sólo martirizó a las musas castellanas, sino a las latinas. Y digo que las martirizó y sacó a vergüenza pública, porque (y perdóneseme la falta de galantería)   —107→   los versos que de mi paisana he leído son de lo malo lo mejor. La de Andrade y Sotomayor borroneó por resmas papel de Cataluña y hasta escribió loas y comedias que se representaron en nuestro coliseo.

Y me dejo en el tintero hablar, entro otras limeñas que tuvieron relaciones íntimas con las traviesas ninfas que en el Parnaso moran, de doña Violante de Cisneros; de doña Rosalía Astudillo y Herrera; de Sor Rosa Corbalán, monja de la Concepción; de doña Josefa Bravo de Lagunas, abadesa de Santa Clara; de la capuchina Sor María Juana; de la monja catalina Sor Juana de Herrera y Mendoza; de doña Manuela Orrantía, y de doña María Juana Calderón y Vadillo, hija del marqués de Casa Calderón y esposa de don Gaspar Ceballos, caballero de Santiago y también aficionado a las letras. Doña María Juana, que murió en 1809, a los ochenta y tres años de edad, tuvo por maestro de literatura al obispo del Cuzco Gorrochátegui, y era muy hábil traductora del latín, francés e italiano.

Muchas de esas damas no sólo conocían el latín, sino hasta el griego; y húbolas, como doña Isabel de Orbea, la denunciada ante la Inquisición por filósofa, y la monja trinitaria doña Clara Fuentes, que podían dar triunfo y baza a todos los teólogos, juristas y canonistas de la cristiandad.

He traído a cuento esto de doña María Manuela Carrillo de Andrade y Sotomayor y demás compañeras mártires para hacer constar que hasta las mujeres dieron en la flor de latinizar, y que muchas traducían al dedillo las Metamorfosis y el Ars amandi, de Ovidio, con lo que está dicho que hubo hasta latín de alcoba.

Ahora, con venia de ustedes, voy a sacar a luz un cuentecito que oí muchas veces cuando era muchacho... ¡y ya ha llovido de entonces para acá! Pues, señor, había en Lima, por los tiempos de Amat, una chica llamada Mariquita Castellanos, muchacha de muchas entradas y salidas, de la cual tuve ocasión de hablar largo en mi primer libro de Tradiciones. Como que ella fue la autora del dicho que se transformó en refrán: «¡Bonita soy yo, la Castellanos!».

Parece que Mariquita pasó sus primeros años en el convento de Santa Clara hasta que la llegó la edad del chivateo (que así llamaban nuestros antepasados a la pubertad) y abandonó rejas y se echó a retozar por esta nobilísima ciudad de los reyes. La mocita era linda como un ramilletico de flores, y más que esto aguda de ingenio, como lo prueba la fama que tuvieron en Lima sus chistosas ocurrencias.

Había a la sazón un poetastro, gran latinista, cuyo nombre no hace al cuento, a quien la Castellanos trata como un zarandillo prendido al faldellín. Habíala el galán ofrecido llevarla de regalo una saya de raso cuyo importe era de tres ojos de buey, vulgo onzas de oro. Pero estrella es de   —108→   los poetas abundar en consonantes y no en dinero, y corrían días y días y la prometida prenda allí se estaba, corriendo peligro de criar moho, en el escaparate del tendero.

Mariquita se picó con la burla y resolvió poner término a ella despidiendo al informal cortejo, tan largo en el prometer como corto en el cumplir. Llegó a visitarla el galán, y como por entonces no se habían inventado los nervios y el spleen, que son dos achaques muy socorridos para hacer o decir una grosería, la ninfa lo recibió con aire de displicencia, esquivando la conversación y aventurando uno que otro monosílabo. El poeta perdió los estribos y la lengua se le enlatinó, diciendo a la joven:


-Háblame, niña, con pausa.
¿Estás triste? ¿Quare causa?



Y Mariquita, recordando el latín que había oído al capellán de las clarisas, le contestó rápidamente:


-Tristis est anima mea,
hasta que la saya vea.



El amartelado poeta, viendo que la muchacha ponía el dedo en la llaga, tuvo que formular esta excusa que, en situaciones tales, basta para cortar el nudo gordiano.


-¿Et quare conturbas me,
si sabes que no hay con qué?



A lo que la picaruela demoledora de corazones, mostrándole el camino de la puerta, le dijo:


-Entonces, fagite in allia,
que otro gato dará algalia.



Y arroz crudo para el diablo rabudo, y arroz de munición para el diablo rabón, y arroz de Calcuta para el diablo hijo de... perra, y colorín colorado que aquí el cuento se ha acabado.

Ilustración



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ArribaAbajo Los argumentos del corregidor


I

Parece que una mañana se levantó Carlos III con humor de suegra, y francamente que razón había harta para avinagrar el ánimo del monarca. Su majestad había soñado que las arcas reales corrían el peligro de verse como Dios quiere a las almas, es decir, limpias, porque sus súbditos de las Américas andaban un si es no es remolones para proveerlas.

-¡Carrampempe! Pues a mí no ha de pasarme lo que a don Enrique el Doliente que, no embargante ser rey y de los tiesos, llegó día en que no tuvo cosa sólida que meter bajo las narices, y empeñó el gabán para que el cocinero pudiera condimentarle una sopa de ajos y un trozo de jabalí ahumado. Que me llamen a don José Antonio.

Y don José Antonio de Areche, del Consejo de Indias y caballero de la distinguida orden de Carlos III, no tardó en presentarse ante su rey y disertar con él largo y tendido sobre los atrenzos del real tesoro. Y por consecuencia de la plática entre señor y vasallo, nos cayó como llovido por estos reinos del Perú, en 1777 y con el título de Visitador general, un culebrón de los finos.

El Visitador, a poco de llegado a Lima, se convenció de que la tierra era muy rica y la comisión sabrosa y de papilla. Ítem, adivinó, sin ser brujo, que los peruleros éramos mansitos de genio y, por ende, susceptibles de soportar cuanta albarda pluguiera a su señoría echarnos a cuestas. Y pensado y hecho, y sin andarse con algórgoras ni brujuleos, se nos vino al bulto y decretó impuestos y estancos y tarifas y qué sé yo cuántas garruminas. ¡Dios me perdone!, pero cuentan que, anticipándose a un municipio de estos maravillosos tiempos, estuvo en un tumbo de dado que estableciera contribución canina, sin exceptuar de ella al perro de San Roque, ni al de Santo Domingo, ni al de San Lázaro, ni al de Santa Margarita que, según colijo, fueron santos aficionados a chuchos.

Pero tanto estiró la cuerda que, a la postre, vino el estallido, y reventó y se armó la tremenda. El Visitador era testarudo, no cejó un ápice y siguió ajustándonos las clavijas como a guitarra ajena. Y hubo una tal de zambomba y degollina, horca y jicarazo, que... ¡vamos! debemos tomar por especial cariño y bendición de Dios no haber comido pan en aquel desbarajustado siglo. Por fin de fines, los pícaros impuestos subsistieron y, entre gruñido y refunfuño, hubo de pagarlos todo aquel que, teniendo   —110→   ley a su pescuezo, no ambicionara ponerlo en relaciones íntimas con el verdugo.

A la vez que así nos sacaba roñosos maravedises para su majestad, echose su señoría a pesquisar a todos los empleados que tenían manejo de fondos públicos: tal revoltijo y gatuperio hallaría en el examen de algunas cuentas, que plantó en chirona a encopetados personajes responsables de éstas. Es fama que, oyendo los descargos que le daba un empleado, dijo aburrido el señor de Areche:

-¿Sabe usted, señor alcabalero, que no entiendo sus cuentas?

-No es extraño, señor Visitador. Yo tampoco las entiendo, y eso que las cuentas son mías.

¡Vaya si las malditas andarían enredadas!

Entre los presos hallábase cierto corregidor de quien decíase que había sido más voraz que sanguijuela para sacar el quilo a los pueblos cuyo gobierno le estaba encomendado. La causa, entre probanzas, testigos, careos, apelaciones y demás batiborrillo de la chusma forense, llevaba trazas de dar tela para pleito durante tres generaciones por lo menos. Nuestro hombre resolvió cortar por el atajo y, abocándose con el carcelero, le pidió resueltamente que lo dejase salir por un par de horas, empeñándole palabra de regresar a la prisión antes de que expirase el término fijado. El carcelero reflexionó que la palabra de honor no es cosa para empeñada, pues sobre tal prenda no desata un usurero los cordones de la bolsa, y dijo rotundamente que nones. Mas deslumbrado por el brillo de algunas peluconas, que al descuido y con cuidado lo puso entre las manos el preso, acabó por ablandarse y correr cerrojos y abrir rejas.




II

Eran las siete de la noche. Hallábase el señor Visitador en el salón de su casa echando una mano de tresillo con unos amigos, y acababan de hacerle puesta real en solo de oros con mates, estuches, falla y rey enano, cuando entró su mayordomo y, llamándolo aparte, le dijo:

-Un caballero quiere hablar en el instante con su señoría.

-¡Algún importuno! Que vuelva mañana. ¿No te ha dicho su nombre?

-No, señor; pero me ha regalado dos onzas de oro porque pasara recado, y como no era decente que esperase respuesta en el zaguán, lo he hecho entrar en el cuarto de estudio.

-¡Y dices que te ha dado dos onzas de alboroque! Pues ha de ser algo de importancia lo que trae a ese sujeto.

Y volviéndose a sus tertulios, les dijo:

-Con permiso, caballeros, no tardaré en volver y que don Narciso juegue   —111→   por mí. ¡Es vida muy aperreada la que llevo, y no se la doy a mi mayor enemigo!

Y don José Antonio se dirigió al estudio, que estaba situado en el patio de la casa. Esperábalo allí un embozado que, al presentarse Areche, se descubrió y dijo cortésmente:

-Buenas y santas noches.

-Así se las dé Dios. ¡Hola, hola, señor mío! ¿Cómo ha salido de la cárcel sin mi licencia?

-No hizo falta, señor Visitador. He dado mi palabra, y sabré cumplirla, de regresar en breve a la prisión.

-Supongo a lo que usted viene..., a hablarme, sin duda, de su causa.

-Precisamente, señor Visitador.

-Pues tiempo perdido, amigo mío. Lo veo a usted en mal caballo, y con dolor de mi corazón tendré que ser severo; que el rey no me ha enviado para que ande con blanduras y contemplaciones. En su causa hay documentos atroces, y testigos libres de tacha cuyas declaraciones bastan y sobran para enviar a la horca diez prójimos de su calibre. Yo soy muy recto, y tratándose de administrar justicia no me caso ni con la madre que me parió.

-Pues, señor Visitador, contra todo lo que dice su señoría que hay de grave en mi proceso, poseo yo mil argumentos irrefutables; sí, señor, mil argumentos. Y lo mejor es que seamos amigos y nos dejemos de pleitos, que no sirven sino para traer desazones, criar mala sangre y hacer caldo gordo a escribas y fariseos.

-¿Y por qué, si tiene tanta confianza en que han de sacarlo airoso, no ha hecho uso de sus argumentos? Ya quisiera conocer uno para refutárselo.

-Si el señor Visitador me ofrece no airarse y guardarme el secreto, direle en puridad cuáles son mis argumentos.

-Hable usted claro y como Cristo nos enseña. Presénteme uno solo de sus argumentos y guarde los novecientos noventa y nueve restantes, que ni tiempo hay sobrado ni ocasión es esta para hacerme cargo de ellos.

Entonces el corregidor metió mano al bolsillo y entre el pulgar y el índice sacó una onza de oro.

-¿Ve su señoría este argumento?

-¡Eso es una pelucona, señor corregidor!

-Pues mil argumentos de su especie tengo listos para que se corte el proceso. Y buenas noches, señor Visitador, que las horas vuelan y la palabra es palabra.

Y paso entre paso, el corregidor siguió camino de la cárcel.

En cuanto al señor de Areche, refieren que volvió cojitabundo a ocupar   —112→   su puesto en la mesa de tresillo; que en toda la santa noche no hizo jugada en regla, y que, por primera vez en su vida, cometió dos renuncios, prueba clara de la preocupación de su ánimo.




III

¡Qué demonche! Yo no soy maldiciente, pero en la historia hay hechos que lo sacan a uno de quicio.

Y la prueba de que don José Antonio de Areche no jugó muy limpio, que digamos, en el desempeño de la comisión que el rey le confiara, está en que, a pesar de los pesares, su majestad se vio forzado a destituirlo, llamándolo a España, confiscándole la hacienda y sentenciándolo a vivir desterrado de la villa y corte de Madrid.

Al siguiente día de la entrevista con el Visitador, fue puesto en libertad el preso y se sobreseyó en la causa.

¡Y tenga usted fe en la incorruptibilidad de la justicia!

Digo, ¿si fumarían en pipa los argumentos del corregidor?






ArribaAbajoUn escudo de armas

El excelentísimo señor don Gaspar de Avilés y Fierro, virrey del Perú, no obstante ser hijo de marqués (y de marqués que escribió una obra en dos tomos, impresa en Madrid en 1780, sobre heráldica o ciencia del blasón), daba poquísima importancia a las distinciones y pergaminos que halagan la vanidad de los mortales. Su excelencia no pensaba más que en cumplir como leal vasallo para con su rey y señor natural, y en ponerse bien con Dios y con sus santos para alcanzar la gloria eterna.

En esta cristiana disposición de espíritu se encontraba cubierto de años, achaques y cicatrices; atando a principios de este siglo recibió la noticia de que, muerto su hermano mayor sin sucesión, recaía en él el marquesado, haciéndole su majestad la merced de exonerarlo del pago de lanzas y medias anatas.

Entre los infinitos títulos de Castilla que en el Perú asistieron, tal vez no llegan a seis los que acordó gratuitamente la corona y como tributo al mérito o recompensa de eminentes servicios. Cuando el real tesoro (y esto era un día sí y otro también) se hallaba limpio de metálico, explotaba el rey la candidez peruviana y, como quien cotiza hoy bonos de la   —113→   deuda pública, se echaban al mercado pergaminos nobiliarios, que hallaban colocación en la plaza de Lima por treinta o cuarenta mil duretes. En aquellos tiempos la aspiración suprema de los hombres era adquirir fortuna para poder comprar título y sostener el lujo que éste exigía. Siempre se encontraba a mano un rey de armas que, por duro más duro menos, pintase un árbol genealógico muy frondoso y bonito, con entroncamientos reales y haciendo descender a cualquier petate nada menos que por línea recta del mismísimo Salomón y una de sus concubinas, o del tálamo matrimonial de la reina Sabá con el Cid Campeador. Así leemos en una comedia:


    «Nosotros venimos de una
doña Aldonza Coronel
que, allá en el siglo catorce,
era la moza del rey».



Para un heraldista, ni la honestidad de la casta Susana está libre de calumnia y atropello; pues si un paleto se empeña (y paga) lo harán por a + b descender de madama y uno de los libidinosos vejetes. Así, decía, y con razón, cierto ricacho noble de cuño falsificado: «Si buen abolengo tengo, buenos dineros me cuesta».

Según la minuciosa relación del cronista Córdova, bajo el reinado de Felipe IV se compraron en el Perú ocho títulos, veintiuno bajo el de Carlos II, quince bajo el de Fernando VI, pasan de veinte los que vendió Carlos III, y la cuenta se pierde en los reinados de Carlos IV y Fernando VII.

En los días del emperador invicto, de Felipe II y Felipe III, sólo se crearon cinco títulos en el Perú, y nótese que, entre los conquistadores, únicamente Francisco Pizarro alcanzó el de marqués (sin marquesado, como decía su hermano Gonzalo) que, francamente, bien ganado se lo tuvo.

En Méjico fue también el comercio de pergaminos mina de cortar a cincel.

Según mis apuntes, en Santiago de Chile no se compraron más títulos que los de conde de Quinta-alegre, marqués de la Pica, conde de la Conquista, marqués de Poveda, conde de Villa-Palma, marqués de Montepío, marqués de Camada-hermosa y otros dos que no recuerdo.

Sólo los bonaerenses tuvieron el buen sentido de no gastar plata en boberías; pues si hay constancia de que en esos pueblos se vendiera, y mucho, la Bula de la Santa Cruzada, no la hay de que tuvieran demanda los títulos nobiliarios. En Buenos Aires nadie quiso título ni regalado. Ahí los hombres estaban conformes con descender de Adán por línea   —114→   recta y de Noé por línea corva. En Buenos Aires, todos y todas son canalla legítima, y ni para remedio se encuentra, como entre nosotros, quien tenga en las venas añil en lugar de almagre.

En el Perú y en Méjico era, pues, noble todo el que pagar podía su nobleza en buena moneda; y pongo punto, no sea que me tiente el diablo y me eche a remover el avispero.

Para Avilés fue una verdadera sorpresa encontrarse de la noche a la mañana convertido en marqués, cosa que él no había soñado en pretender.

Probablemente olvidáronse en España de enviarle junto con el título un dibujo de escudo de armas; y mientras le llegaba éste, mandó Avilés pintar un cuadrito que colocó en su dormitorio y que enseñaba a sus amigos de confianza, diciéndoles que si el rey se lo permitiera no tendría otro escudo de armas.

Cruz roja encima de una espada en campo azul, y debajo un hombre (Adán después del pecado) removiendo la tierra con un azadón. En la parte inferior leíase el siguiente mote en oro sobre fondo de plata:

DE ESTE DESTRIPATERRONES
VENIMOS LOS INFANZONES.



¿Era esto orgullo? ¿Era humildad? Tanto puede haber de lo uno como de lo otro.




ArribaAbajoUn camarón

Entre los diversos papeles que forman el legajo o códice 456 del Archivo Nacional, hay un pliego que contiene la copia de un recurso presentado al muy noble Cabildo de Lima el 30 de junio de 1802, apelando de una sentencia pronunciada por el regidor juez de espectáculos. Tan original es el asunto que nos da tela para hilvanar esta tradicioncita.

Era la tarde de San Pedro Apóstol, y gran concurso de jugadores ocupaba el coliseo de gallos, situado entonces en la plazuela de Santa Catalina y en la vecindad del cuartel de artillería, cuya construcción se principiaba.

No hay público más abigarrado que el que concurre a la cancha. El gallero es un tipo digno de especial estudio, y acaso un día lo exhiba nuestra pluma.

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Afortunadamente la afición empieza a decaer, y ya no se codean en el circo generales y magistrados con zapateros y rufianes, como sucedía hasta los años 1860. Por entonces hubo un gallero bautizado, por lo ridículo y grotesco de su estampa, con el apodo de Chauchilla, el cual dejó a su muerte un legado de cien mil duros en favor de los pobres y de los hospitales da Lima.

Tratábase de una pelea de siete jugadas a navaja, y el gallo destinado para defender la cuarta parte por uno de los partidos era un malatobo, bien laminado y de excelente registro, famoso en los anales del circo por haber pisado la cancha cinco veces en lo corrido del año, y salido siempre incólume después de despachar a sus rivales. Ese gallo era el Cid de los de la familia de cresta y espolones.

El dueño del malatobo no consintió nunca que otro individuo sino él en persona amarrase la navaja a su gallo, cosa propia de un verdadero aficionado y tolerada por el reglamento del coliseo.

Aquella tarde el malatobo iba a habérselas con un ajiseco claro, machetón, de pata culebreadora, vencedor en cuatro lidias. Era un adversario digno del Cid.

Careados los gallos, ambos se remontaron a la altura de una vara sin supeditarse en el vuelo: tomaron tierra, y el ajiseco se le prendió a la mecha al malatobo: éste zafó con malicia arrastrando el ala izquierda, y mientras el ajiseco culebreaba en vago, su contrario le clavó la navaja hasta el su único hijo.

La batalla duró veintidós segundos, y nadie habría osado poner en duda el triunfo del malatobo si un muchacho no hubiera gritado: «¡Camarón! ¡Camarón! ¡Camarón!».

En el tecnicismo gallístico camarón significa trampa.

Era el caso que, enredado en las plumas del cuello y roto por los esfuerzos de la lucha, arrastraba el malatobo un delgado cordoncito al cual estaba atada una crucecita de Guamantanga.

Anualmente había por aquellos tiempos una concurrida romería religiosa al pueblecito de Guamantanga, distante quince leguas de Lima, donde se tributa culto a una efigie del Señor, tenida, en concepto del devoto pueblo, por muy milagrosa. Los romeros regresaban de su peregrinación trayendo unas crucecitas de media pulgada, primorosamente labradas, de la madera de un árbol cerca del cual está situada la capilla. Las crucecitas, que son de un color amarillo subido, eran bendecidas por el cura el día de la fiesta y, a guisa de reliquias, obsequiadas a los fieles que contribuían con limosnas para el divino culto.

Todo limeño que emprendía la peregrinación regresaba a la ciudad con un cargamento de cruces para la parentela y las amiguitas. No había,   —116→   pues, buena moza que, colgada al cuello y pendiente de un cordoncito de oro, no luciese su crucecita de Guamantanga. Esta costumbre es la que nos pinta el gran poeta cómico Manuel Segura, poniendo en boca de un galancete estos versos:


   «¡Por Cristo que nos dio luz,
qué cuello tan soberano!
Deja que bese la cruz,
que yo también soy cristiano».



La gritería que se alzó en el circo fue atroz. Algunos de los partidarios del difunto se vinieron, garrote levantado, sobre el dueño del malatobo quien, cargando con su gallo, corrió a refugiarse al lado del regidor, juez de la lidia.

Los partidarios del ajiseco sostuvieron que el malatabo no había jugado limpio; pues no debía la victoria a su ñeque o pujanza, sino al amuleto o reliquia que lo hacía invencible.

El regidor convino en que adornar un gallo con crucecita de Guamantanga equivalía a recurrir a malas artes, y que había algo de hechicería, conjuro e irreverencia. Por ende declaró tablas la pelea y, envió a la cárcel al dueño del gallo.

Si el Cabildo confirmó o revocó el fallo de su regidor, ni lo dice el manuscrito ni hemos tenido espacio ni voluntad para averiguarlo.



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ArribaAbajo Santiago «Volador»

Difícilmente se encontrará limeño que, en su infancia por lo menos, no haya concurrido a funciones de títeres. Fue una española, doña Leonor de Goromar, la primera que en 1693 solicitó y obtuvo licencia del virrey conde de la Monclova para establecer un espectáculo que ha sido y será la delicia infantil, y que ha inmortalizado los nombres de ño Panchón, ño Manuelito y ño Valdivieso, el más eximio titiritero de nuestros días.

Futre los muñecos de títeres, los que de más popularidad disfrutan son ño Silverio, ña Gerundia González, Chocolatito, Mochuelo, Piticalzón, Perote y Santiago Volador. Los primeros son tipos caprichosos; pero lo que es el último fue individuo tan de carne y hueso como los que hoy comemos pan. Y no fue tampoco un quídam, sino un hombre de ingenio, y la prueba está en que escribió un originalísimo libro que inédito se encuentra en la Biblioteca Nacional y del que poseo una copia.

Este manuscrito, en el que la tinta con el transcurso de los años ha tomado color entre blanco y rubio, debió haber pasado por muchas aduanas y corrido recios temporales antes de llegar a ser numerado en la sección de manuscritos; pues no sólo carece de sus últimas páginas, sino lo que es verdaderamente de sentir, que algún travieso le arrancó varias de las láminas dibujadas a la pluma, y que según colijo por la lectura del texto, debieron ser quince.

Titúlase la obra Nuevo sistema de navegación por los aires, por Santiago de Cárdenas, natural de Lima en el Perú5.

Por el estilo se ve que en materia de letras era el autor hombre muy a la pata la llana, circunstancia que él confiesa con ingenuidad. Hijo de padres pobrísimos, aprendió a leer no muy de corrido, y a escribir signos, que así son letras como garabatos para apurar la paciencia de un paleógrafo.

En 1736 contaba Santiago de Cárdenas diez años de edad, y embarcose en calidad de grumete o pilotín en un navío mercante que hacía la carrera ente el Callao y Valparaíso.

El vuelo de una ave, que él llama tijereta, despertó en Santiago la idea de que el hombre podía también enseñorearse del espacio, ayudado   —118→   por un aparato que reuniese las condiciones que en su libro designa. Precisamente muchas de las más admirables invenciones y descubrimientos humanos débense a causas triviales, si no a la casualidad. La oscilación de una lámpara trajo a Galileo la idea del péndulo; la caída de una manzana sugirió a Newton su teoría de la atracción; la vibración de la voz en el fondo de un sombrero de copa, inspiró a Edison el fonógrafo; sin los estremecimientos de una rana moribunda, Galvani no habría apreciado el poder de la electricidad, inventando el telégrafo; y por fin, sin una hoja de papel arrojada casualmente en la chimenea y ascendente aquella por el humo y el calórico, no habría Montgolfier inventado en 1783 el globo aerostático. ¿Por qué, pues, Santiago en el vuelo del pájaro tijereta no había de encontrar la causa primaria de una maravilla que inmortalizase su nombre?

Diez años pasó navegando, y su preocupación constante era estudiar el vuelo de las aves. Al fin, y por consecuencia del cataclismo de 1746, en que se fue a pique la nave en que él servía, tuvo que establecerse en Lima, donde se ocupó en oficios mecánicos, en lo que según él mismo cuenta era muy hábil; pues llegó a hacer de una pieza guantes, bonetes de clérigo y escarpines de vicuña, con la circunstancia de que el paño más fino no alcanza a la delicadeza de mis obras, que en varias artes entro y salgo con la misma destreza que si las hubiera aprendido por reglas; pero desgraciadamente las medras las he gastado sin medrar.

Siempre que Santiago lograba ver juntos algunos reales, desaparecía de Lima e iba a vivir en los cerros de Amancaes, San Jerónimo o San Cristóbal, que están a pocas millas de la ciudad. Allí se ocupaba en contemplar el vuelo de los pájaros, cazarlos y estudiar su organismo. Sobre este particular hay en su libro muy curiosas observaciones.

Después de doce años de andar subiendo y bajando cerros y de perseguir a los cóndores y a todo bicho volátil, sin exclusión ni de las moscas, creyó Santiago haber alcanzado al término de sus fatigas, y gritó ¡Eureka!

En noviembre de 1761 presentó un memorial al excelentísimo señor virrey don Manuel de Amat y Juniet, en el que decía que por medio de un aparato o máquina que había inventado, pero para cuya construcción le faltaban recursos pecuniarios, era el volar cosa más fácil que sorberse un huevo fresco y de menos peligro que el persignarse. Otrosí, impetraba del virrey una audiencia para explayarle su teoría.

Probable es que su excelencia se prestara a oírlo, y que se quedara después de las explicaciones tan a obscuras como antes. Lo que sí aparece del libro, es que Amat puso la solicitud en conocimiento de la Real Audiencia, según lo comprueba este decreto:

  —119→  

Lima y noviembre 6 de 1761.- Remítase al doctor don Cosme Bueno, catedrático de Prima de Matemáticas, para que oyendo al suplicante le suministre el auxilio correspondiente.- Tres firmas y una rúbrica.

Mientras don Cosme Bueno, el hombre de más ciencia que por entonces poseía el Perú, formulaba su informe, era este asunto el tema obligado de las tertulias, y en la mañana del 22 de noviembre un ocioso o mal intencionado esparció la voz de que a las cuatro de la tarde iba Cárdenas a volar, por vía de ensayo, desde el cerro de San Cristóbal a la plaza Mayor.

Oigamos al mismo Santiago relatar las consecuencias del embuste: «En el genio del país, tan novelero y ciego de ver cosas prodigiosas, no quedó noble ni plebeyo que no se aproximase al cerro u ocupase los balcones, azoteas de las casas y torres de las iglesias. Cuando se desengañaron de que no había ofrecido a nadie volar, en semejante oportunidad desencadenó Dios su ira y el pueblo me rodeó en el atrio de la catedral diciéndome: "o vuelas o te matamos a pedradas". Advertido de lo que ocurría, el señor virrey mandó una escolta de tropa que me defendiese, y rodeado de ella fui conducido a palacio, libertándome así de los agravios de la muchedumbre».

Desde este día nuestro hombre se hizo de moda. Todos olvidaron que se llamaba Santiago de Cárdenas para decirle Santiago Volador, apodo que el infeliz soportaba resignado, pues de incomodarse habría habido compromiso para sus costillas.

Hasta el Santo Oficio de la Inquisición tuvo que tomar cartas en protección de Santiago, prohibiendo por un edicto que se cantase la Pava, cancioncilla indecente de la plebe, en la cual Cárdenas servía de pretexto para herir la honra del prójimo.

Excuso copiar las cuatro estrofas de la Pava que hasta mí han llegado, porque contienen palabras y conceptos extremadamente obscenos. Para muestra basta un botón.


      «Cuando voló una marquesa
   un fraile también voló,
   pues recibieron lecciones
   de Santiago Volador.
¡Miren qué pava para el marqués!
¡Miren qué pava para los tres!».



Al fin, don Cosme Bueno expidió su informe con el título Disertación sobre el arte de volar. Dividiolo en dos partes. En la primera apoya la posibilidad de volar; pero en la segunda destruye ésta con serios argumentos.   —120→   La disertación del doctor Bueno corre impresa, y honra la erudición y talento del informante.

Sin embargo de serle desfavorable el informe, Santiago de Cárdenas no se dio por vencido: «Dejé pasar un año -dice- y presenté mi segundo memorial. Las novedades de la guerra con el inglés y las nuevas que de Buenos Aires llegaban me parecieron oportunidad para ver realizado mi proyecto».

Algunos comerciantes, acaso por burlarse del volador, le ofrecieron la suma necesaria para que construyese el aparato, siempre que el gobierno lo autorizase para volar. Santiago se comprometía a servir de correo entre Lima y Buenos Aires, y aun si era preciso iría hasta Madrid, viaje que él calculaba hacer en tres jornadas, en este orden: «un día para volar, de Lima a Portobelo, otro día de Portobelo a la Habana, y el tercero de la Habana a Madrid». Añade: «todavía es mucho tiempo, pues si alcanzo a volar como el cóndor (ochenta leguas por hora) me bastará menos de un día para ir a Europa».

«Este memorial -dice Cárdenas- no causó en Lima la admiración y alboroto del primero, y confieso que, con la sagacidad de que me dotó el cielo, había ya conseguido partidarios para mi proyecto». Aquí es del caso decir con el refrán: un loco hace ciento.

En cuanto al virrey Amat, con fecha 6 de febrero de 1763 puso a la solicitud el siguiente decreto: No ha lugar.

Otro menos perseverante que Santiago habría abandonado el proyecto; pero mi paisano, que aspiraba a ser émulo de Colón en la constancia, se puso entonces a escribir un libro con el propósito de remitirlo al rey con un memorial, cuyo tenor copia en el proemio de su abultado manuscrito.

Parece también que el duque de San Carlos se había constituido protector del Ícaro limeño, y ofrecídole solemnemente hacer llegar el libro a manos del monarca; pero en 1766, cuando Cárdenas terminó de escribir, el duque se había ausentado del Perú.

Pocos meses después, el espíritu de Santiago Cárdenas emprendía el vuelo al mundo donde cuerdos y locos son medidos por un rasero.

El autor de un curioso manuscrito titulado Viaje al globo de la luna, libro que existe en la Biblioteca de Lima y que dobló escribirse por los años de 1790, dice, hablando de Santiago de Cárdenas: «Este buen hombre, que era en efecto de fina habilidad para trabajos mecánicos, estaba a punto de perder el seso con su teoría de volar, y hablaba desde luego aun mejor que lo hiciera. Él se había hecho retratar a la puerta de su tienda, en la calle pública, vestido de plumas y con alas extendidas en acción de volar, ilustrando su pintura con dísticos latinos y castellanos, alusivos a su ingenio y al arte de volar, que blasonaba poseer. Recuerdo   —121→   esta inscripción: ingenio posem superas volitare per arces me nisi paupertas in vida deprimeret. Acechaba con el mayor estudio el vuelo de las aves, discurría sobre la gravedad y leyes de sus movimientos, en muchos casos con acertado criterio. Una tarde se alborotó el vulgo de la ciudad por el rumor vago que corrió de que el tal hombre se arrojaba volar por lo más encumbrado del cerro de San Cristóbal. Y sucedió que el tal Volador (que ignorante del rumor salía descuidado de su casa) hubo menester refugiarse en el sagrado de una iglesia para libertarse de una feroz tropa de muchachos que lo seguían con gran algazara. Cierto chusco mantuvo en expectación al pueblo diseminado por las faldas del monte y riberas del Rímac; porque trepando al cerro en una mula que cubría con su capa y extendidos sus vuelos con ambos brazos, daba a la curiosidad popular una adelantada idea de un volapié, como lo hacen los grandes pájaros para desprenderse del suelo. Así gritaba la chusma: «¡Ya vuela! ¡Ya vuela! ¡Ya vuela!».

También Mendiburu en su Diccionario Histórico consagra un artículo a don José Hurtado y Villafuerte, hacendado en Arequipa, quien por los años de 1510 domesticó un cóndor, el cual se remontó hasta la cumbre del más alto cerro de Uchumayo, llevando encima un muchacho, y descendió después con su jinete. Hurtado y Villafuerte, en una carta que publicó por entonces en la Minerva Peruana, periódico de Lima, cree en la posibilidad de viajar sirviendo de cabalgadura un cóndor, y calcula que siete horas bastarían para ir de Arequipa a Cádiz.

La obra de Cárdenas es incuestionablemente ingeniosa, y contiene observaciones que sorprenden, por ser fruto espontáneo de una inteligencia sin cultivo. Pocos términos científicos emplea; pero el hombre se hace entender.

Después de desarrollar largamente su teoría, se encarga de responder a treinta objeciones; y tiene el candor de tomar por lo serio y dar respuesta a muchas que le fueron hechas con reconocida intención de burla.

Yo no atinaré a dar una opinión sobre si la navegación aérea es paradoja que sólo tiene cabida en cerebros que están fuera de su caja, o si es hacedero que el hombre domine el espacio cruzado por las aves. Pero lo que sí creo con toda sinceridad, es que Santiago de Cárdenas no fue un charlatán embaucador, sino un hombre convencido y de grandísimo ingenio.

Si Santiago de Cárdenas fue un loco, preciso es convenir en que su locura ha sido contagiosa. Hoy mismo, más de un siglo después de su muerte, existe en Lima quien desde hace veinte años persigue la idea de entrar en competencia con las águilas. Don Pedro Ruiz es de aquellos   —122→   seres que tienen la fe de que habló Cristo y que hace mover los montes6.

Una observación: don Pedro Ruiz no ha podido conocer el manuscrito de que me he ocupado, y ¡particular coincidencia!, su punto de partida y las condiciones de su aparato son, en buen análisis, los mismos que imaginó el infeliz protegido del duque de San Carlos.

Concluyamos. Santiago de Cárdenas aspiró a inmortalizarse, realizando acaso el más portentoso de los descubrimientos, y ¡miseria humana!, su nombre vive sólo en los fastos titiritescos de Lima.

Hasta después de muerto lo persigue la rechifla popular.

El destino tiene ironías atroces.