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ArribaAbajoEl Rey del Monte

Ilustración


I

Que, entre otras cosas, trata de cómo la reina de los terranovas perdió honra, cetro y vida


Con el cristianismo, que es fraternidad, nos vino desde la civilizada Europa y como una negación de la doctrina religiosa, la trata de esclavos. Los crueles expedientes de que se valían los traficantes en carne humana para completar en las costas de África el cargamento de sus buques, y la manera bárbara como después eran tratados los infelices negros, no son asuntos para artículos del carácter ligero de mis tradiciones.

El esclavo que trabajaba en el campo vivía perennemente amagado del látigo y el grillete, y el que lograba la buena suerte de residir en la ciudad tenía también, como otra espada de Damocles, suspendida sobre su cabeza la amenaza de que al primer renuncio se abrirían para él las puertas de hierro de un amasijo.

Muchos amos cometían la atrocidad de carimbar o poner marca sobre la piel de los negros, como se practica actualmente con el ganado vacuno o caballar, hasta que vino de España real cédula prohibiendo la carimba.

En el siglo anterior empezó a ser menos ruda la existencia de los esclavos. Los africanos, que por aquel tiempo se vendían en el Perú a precio más o menos igual que hoy se paga por la contrata de un colono asiático, merecieron de sus amos la gracia de que, después de cristianados, pudieran   —152→   según sus respectivas nacionalidades o tribus, asociarse en cofradías. Aun creamos que vino de España una real cédula sobre el particular.

Andando los años y con sus ahorrillos y gajes llegaban ranchos esclavos a pagar su carta de libertad; y entonces se consagraban al ejercicio de alguna industria, no siendo pocos los que lograron adquirir una decente fortuna. Precisamente la calle que se llama de Otárola debió su nombre a un acaudalado chala o mozambique, del cual, pues viene a cuento, tengo de referir una ocurrencia.

Colocose en cierta ocasión en la puerta de un templo una mesa con la indispensable bandeja para que los fieles obiasen limosnas. Llegó su excelencia el virrey y echó un par de peluconas, y los oidores y damas y cabildantes y gente de alto coturno hicieron resonar la metálica bandeja con una onza o un escudo por lo menos. Tal era la costumbre o la moda.

De repente presentose taita Otárola, seguido de dos negros, cada uno de los que traía a cuestas un talego de a mil duros, y sacando del bolsillo medio real de plata lo echó en la bandeja, diciendo:

-Ésta es la limosna.

Luego mandó avanzar a los negros, y colocando sobre la mesa los dos talegos añadió:

-Ésta es la fantasía.

Ahora comenten ustedes a sus anchas la cosa, que no deja de tener entripado.

Como era consiguiente, muchas de las asociaciones de negros llegaron a poner su tesorería en situación holgada. Los angolas, caravelís, mozambiques, congos, chalas y terranovas compraron solares en las calles extremas de la ciudad y edificaron las casas llamadas de cofradías. En festividades determinadas, y con venia de sus amos, se reunían allí para celebrar jolgorios y comilonas a la usanza de sus países nativos.

Estando todos bautizados, eligieron por patrona de las cofradías a la Virgen del Rosario, y era de ver el boato que desplegaban para la fiesta. Cada tribu tenía su reina, que era siempre una negra libre y rica. En la procesión solemne salía ésta con traje de raso blanco, cubierto de finísimas blondas valencianas, banda bordada de piedras preciosas, cinturón y cetro de oro, arracadas y gargantilla de perlas. Todas echaban, como se dice, la casa por la ventana y llevaban un caudal encima. Cada reina iba acompañada de sus damas de honor, que por lo regular eran esclavas jóvenes, mimadas de sus aristocráticas señoras, y a quienes éstas por vanidad engalanaban ese día con sus joyas más valiosas. Seguía a la corte el populacho de la tribu, con cirio en mano las mujeres y los hombres tocando instrumentos africanos.

Aunque con menos lujo, concurrían también las cofradías a las fiestas   —153→   de San Benito y Nuestra Señora de la Luz en el templo de San Francisco y a las procesiones de Corpus y Cuasimodo. En estas últimas eran africanos los que formaban las cuadrillas de diablos danzantes que acompañaban a la tarasca, papahuevos y gigantones.

La reina de los terranovas en 1799 era una negra de más de cincuenta inviernos, conocida con el nombre de mama Salomé, la que habiendo comprado su libertad puso una mazamorrería; y el hecho es que cundiendo la venta del artículo adquirió un fortunón tal que sus compatriotas, cuando vacó el trono, la aclamaron nemine discrepante por reina y señora.

Probablemente los limeños del siglo anterior se engolosinarían con la mazamorra, cuando los provincianos les aplicaban a guisa de injuria el epíteto de mazamorreros. ¡Ahí nos las den todas! Tanta deshonra hay en ello como en mascar pan o chacchar coca.

A Dios gracias, hoy estamos archicivilizados, y no hay miedo de que nos endilguen aquel mote que nos ruborizaba hasta el blanco de los ojos. A la inofensiva mazamorra la tenemos relegada al olvido, y como dijo mi inolvidable amigo el festivo y popular poeta Manuel Segura:


   «Yo conozco cierta dama
que con este siglo irá,
que dice que a su mamá
no la llamó nunca mama,
y otra de aspecto cetrino
que, por mostrar gusto inglés,
dice: yo no sé lo que es
mazamorra de cochino».



Lo que hoy triunfa es la cerveza de Bass, marca T, y el bitter de los hermanos Broggi. ¡Viva mi Pepa!


    Impulso de blandir la cachiporra
nunca a nadie inspiró la mazamorra,
que ella no daba bríos
para andarse buscando desafíos,
ni faltar al respeto cortesano
a la mujer, al monje o al anciano.
Mientras hoy, con un vaso de cerveza
a cuestas o una copa vergonzante
de bitter de Torino, hasta al gigante
Goliath le rebanamos la cabeza,
hablamos de tú a Cristo y un piropo
le echa a una dama el último galope.
¡La diferencia es nada!
¿Ganamos o perdemos, camarada?



Basta de digresión, y adelante con los faroles.

Años llevaba ya nuestra macuita en pacífica posesión de un trono   —154→   tan real como el de la ruina Pintiquiniestra. Pero ¡mire usted lo que es la envidia!

Como nadie alcanzaba a hacer competencia a la acreditada mazamorrería de mama Salomé, otra del gremio levantó la especie de que la terranova era bruja, y que para hacer apetitoso su manjar meneaba la olla, ¡qué asco!, con una canilla de muerto, y canilla de judío, por añadidura.

¿Bruja dijiste? ¡A la Inquisición con ella! Y la pobre negra, convicta y confesa (con auxilio de la polea) de malas artes, fue sacada a la vergüenza pública con pregonero delante y zurrador detrás, medio desnuda y montada en un burro flaco.

Y diz que lo que es frío o calor bien pudo tener; pero lo que es vergüenza, ni el canto de una uña, pues en la piel no se le notó la menor señal de sonrojo.

Entendido está que la Inquisición se echó sobre el último maravedí de la mazamorrera y que los terranovas la negaron obediencia y la destituyeron. Barrunto que entre ellos sería caso de vacancia la acusación de brujería. No conozco el artículo constitucional de los terranovas; pero me gusta, y ya lo quisiera ver incrustado en el código político de mi tierra, en que tachas peores no fueron nunca pretexto para tamaño desaire.

Mama Salomé, reina de mojiganga o de mentirijillas, no se parecía a los soberanos de verdad, que cuando sus vasallos los echan del trono poco menos que a puntapiés, se van orondos a comer el pan del extranjero y engordan que es una maravilla, y hablan a tontas y a locas de que Dios consiente, pero no para siempre, y que como hay viñas, han de volver a empuñar el pandero.

Mama Salomé no intentó siquiera una revolucioncilla de mala muerte, se echó a dar y cavar en la ingratitud y felonía de los suyos; y a tal grado se le melancolizó el ánimo, que sin más ni menos se la llevó Pateta.




II

De cómo la muerte de una reina influyó en la vida de un rey


Mama Salomé dejaba un hijo libre como ella y mocetón de quince años, el cual se juró a sí mismo, para cuando tuviese edad, vengar en la sociedad el ultraje hecho a su madre encorozándola por bruja y a la vez castigar a los terranovas por la rebeldía contra su reina.

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Cuentan que un día, sin que hubiese llegado el galeón de Cádiz trayendo noticia de la muerte del rey o de un príncipe de la sangre, ni fallecido en Lima magnate alguno, civil o eclesiástico, las campanas de la catedral principiaron a doblar solemnemente, siguiendo su ejemplo las de las infinitas torres que tiene la ciudad. Las gentes se echaban a las calles preguntando quién era el muerto, y la autoridad misma no sabía qué responder.

Interrogarlos los campaneros, contestaban, y con razón, que ellos no tenían para qué meterse en averiguaciones, estándoles prevenido que repitiesen en todo y por todo el toque de la matriz. Llamado ante el arzobispo el campanero de la catedral, dijo:

-Ilustrísimo señor, los mandamientos rezan «honrar padre y madre». La que me envió al mundo murió en el hospital esta mañana, y yo, que no tengo más prebenda que la torre, honro a mi madre haciendo gemir a las campanas.

Mutatis mutandis, puede decirse que el hijo de Salomé pensaba como el campanero de marras, proponiéndose honrar con crímenes la memoria de su madre.

Gozaba Lima de aparente tranquilidad, pues ya se empezaba a sentir en la atmósfera olor a chamusquina revolucionaria, cuando de pronto cundió grave alarma, y a fe que había sobrado motivo para ella. Tratábase nada menos que de la aparición de una fuerte cuadrilla de bandoleros, que no contentos con cometer en despoblado mil y un estropicios, penetraban de noche en la ciudad, realizaban robos y se retiraban tan frescos como quien no quiebra un plato ni cosa que lo valga. En diversas ocasiones salieron las partidas de campo con orden de exterminarlos; pero los bandidos se batían tan en regla, que sus perseguidores se veían forzados a volver grupas, regresando maltrechos y con algunas bajas a la ciudad.

Rara era la incursión de los bandoleros a la capital en que no se llevasen cautivo algún terranova, que pocos días después devolvían bien azotado y con la cabeza al rape. Con las mejores terranovas hacían también lo mismo y algo más. Una noche hallábase la reina de regodeo en la casa de la cofradía, cuando de improviso se presentaron los de la cuadrilla, azotaron a su majestad y cometieron con ella desaguisados tales que volando, volando y en pocos días la llevaron al panteón. El trono quedó vacante, no habiendo quien lo codiciase por miedo a las consecuencias; lo que ocasionó el desprestigio de la tribu y dio preponderancia a las otras cofradías, partidarias entusiastas del Rey del Monte, título con que era conocido el negro hijo de mama Salomé, capitán de la falange maldita.

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Contribuían a dar cierta popularidad al Rey del Monte las mentiras y verdades que sobre él se contaban. Sólo los ricos eran víctimas de sus robos, y su parte de botín la repartía entre los pobres: no había jinete que lo superase, y en cuanto a su valor y hazañas, referíanse de él tantas historias que a la postre el pueblo empezó a mirarlo como a personaje de leyenda.

Tan grande fue el terror que el famoso bandido llegó a inspirar, que los más poderosos hacendados, para verse libres de un ataque, se hicieron sus feudatarios, pagándole cada mes una contribución en dinero y víveres para sostenimiento de la banda.

En vano mandó el virrey colocar en los caminos postes con carteles ofreciendo cuatro mil pesos por la cabeza del Rey del Monte. Y pasaban meses y corrían años, y convencida la autoridad de que empleando la fuerza no podría atrapar al muy pícaro, que siempre se escabullía de la celada mejor dispuesta, resolvió recurrir a la traición.

Nada más traicionero que el amor. Una Dalila de azabache se comprometió a entregar maniatados al nuevo Sansón y a sus principales filisteos.

Pasando por alto detalles desnudos de interés, diremos que una noche, hallándose el Rey del Monte entre la espesura de un bosque, acompañado de su coima y de cuatro o seis de los sacos, Dalila cuidó de embriagarlos, y a una hora concertada de antemano penetraron en el bosque los soldados.

El Rey del Monte despertó al ruido, se lanzó sobre su trabuco, apuntó y el arma no dio fuego. Entonces, adivinando instintivamente que la mujer lo había traicionado, tomó el trabuco por el cañón y lo dejó caer pesadamente sobre la infeliz, que se desplomó con el cráneo destrozado.




III

Mañuco el parlampán


Si hubo hombre en Lima con reputación de bonus vir o de pobre diablo, ese fue sin disputa el negro Mañuco.

Llamábanlo el Parlampán porque en las corridas de toros se presentaba vestido de monigote en la mojiganga o cuadrilla de parlampanes, y desempeñábase con tanto gracejo que se había conquistado no poca populachería.

Una tarde se exhibió en el redondel llevando dentro del cuerpo más   —157→   aguardiente del acostumbrado, cogiolo el toro, y en camilla lleváronle al hospital.

Vino el cirujano, reconoció la herida, meneó la cabeza murmurando malorum, y tras el cirujano se acercó a la covacha el capellán y oyó en confesión a Mañuco.

Vivió aún el infeliz cuarenta y ocho horas, y mientras tuvo alientos no cesaba de gritar:

-Señores, llévense de mi consejo: tranca y cerrojo..., nada de cerraduras..., la mejor no vale un pucho..., para toda chapa hay llave..., tranca y cerrojo y echarse a dormir a pierna suelta...

Tanto repetía el consejo, que el ecónomo del hospital de San Andrés pensó que aquello no era hijo del delirio, sino grito de la conciencia, y fuese al alcalde del barrio con el cuento. Éste hurgó lo suficiente para sacar en claro que Mañuco el Parlampán había sido pájaro de cuenca, y tan diestro en el manejo de la ganzúa que con él no había chapa segura, siquiera tuviese cien pestillos. Ítem, descubrió la autoridad que el honrado Mañuco era el brazo derecho del Rey del Monte para los robos domésticos.

Ya lo saben ustedes, lectores míos: tranca y cerrojo.

Concluyamos ahora con su majestad el Rey.




IV

Donde se ve que para todo Aquiles hay un Homero


Inmenso era el gentío que ocupaba la plaza Mayor de Lima en la mañana del 13 de octubre de 1815.

Todos querían conocer a un bandido que robaba por amor al arte, repartiendo entre los pobres aquello de que despojaba a los ricos.

El Rey del Monte y tres de sus compañeros estaban condenados a muerte de horca.

La ene de palo se alzaba fatídica en el sitio de costumbre, frente al callejón de Petateros.

El virrey Abascal, que había recibido varios avisos de que grupos del pueblo se preparaban a armar un motín para libertar al sentenciado, rodeó la plaza con tropas reales y milicias cívicas.

La excitación no pasó de oleadas y refunfuños, y el verdugo Pancho Sales llenó tranquilamente sus funciones.

Al día siguiente se vendía al precio de un real de plata un chabacano romance en que se relataban con exageración gongorina las proezas del   —158→   ahorcado. Del mérito del romance encomiástico bastará a dar una idea este fragmento:


   «Más que Rey, Cid de los montes
fue por su arrojo tremendo,
por fortunado en la lidia,
por generoso y mañero;
Roldán de tez africana,
desafiador de mil riesgos,
no le rindieron bravuras,
sino ardides le rindieron».



Por supuesto, que el poeta agotó la edición y pescó buenos cuartos.

Ilustración





  —159→  

ArribaAbajoDónde y cómo el diablo perdió el poncho

Cuento disparatado


«Y sépase usted, querido, que perdí la chabeta y anduve en mula chúcara y con estribos largos por una muchacha nacida en la tierra donde al diablo le quitaron el poncho».

Así terminaba la narración de una de las aventuras de su mocedad mi amigo don Adeodato de la Mentirola, anciano que militó al lado del coronel realista Sanjuanena y que hoy mismo prefiere a todas las repúblicas teóricas y prácticas, habidas y por haber, el paternal gobierno de Fernando VII. Quitándole esta debilidad o manta, es mi amigo don Adeodato una alhaja de gran precio. Nadie mejor informado que en los trapicheos de Bolívar con las limeñas, ni nadie como él sabe al dedillo la antigua crónica escandalosa de esta ciudad de los reyes. Cuenta las cosas con cierta llaneza de lenguaje que pasma; y yo, que me pirro por averiguar la vida y milagros, no de los que viven, sino de los que están pudriendo tierra y criando malvas con el cogote, ando pegado a él como botón a la camisa, y le doy cuerda, y el señor de la Mentirola afloja lengua.

-¿Y dónde y cómo fue que el diablo perdió el poncho? -le interrogué.

-¡Cómo! ¿Y usted que hace décimas y que la echa de cronista o de historietista y que escribe en los papeles públicos y que ha sido diputado a Congreso ignora lo que en mi tiempo sabían hasta los chicos de la amiga? Así son las reputaciones literarias desde que entró la Patria. ¡Hojarasca y soplillo! ¡Oropel, puro oropel!

-¡Qué quiere usted, don Adeodato! Confieso mi ignorancia y ruégole que me ilustre; que enseñar al que no sabe, precepto es de la doctrina cristiana.

Parece que el contemporáneo de Pezuela y Laserna se sintió halagado con mi humildad; porque tras encender un cigarrillo se arrellanó cómodamente en el sillón y soltó la sin hueso con el relato que va en seguida. Por supuesto que, como ustedes saben, ni Cristo ni sus discípulos soñaron en trasmontar los Andes (aunque doctísimos historiadores afirman que el apóstol Tomás o Tomé predicó el Evangelio en América), ni en esos tiempos se conocían el telégrafo, el vapor y la imprenta. Pero háganse ustedes los de la vista miope con estos y otros anacronismos, y ahí va ad pedem litterae la conseja.



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I

Pues, señor, cuando Nuestro Señor Jesucristo peregrinaba por el mundo, caballero en mansísima borrica, dando vista a los ciegos y devolviendo a los tullidos el uso y abuso de sus miembros, llegó a una región donde la arena formaba horizonte. De trecho en trecho alzábase enhiesta y gárrula una palmera, bajo cuya sombra solían detenerse el Divino Maestro y sus discípulos escogidos, los que, como quien no quiere la cosa, llenaban de dátiles las alforjas.

Aquel arsenal parecía ser eterno; algo así como Dios, sin principio ni fin. Caía la tarde y los viajeros tenían ya entre pecho y espalda el temor de dormir sirviéndoles de toldo la bóveda estrellada, cuando con el último rayo de sol dibujose en lontananza la silueta de un campanario.

El Señor se puso la mano sobre los ojos, formando visera para mejor concentrar la visual, y dijo:

-Allí hay población. Pedro, tú que entiendes de náutica y geografía, ¿me sabrás decir qué ciudad es esa?

San Pedro se relamió con el piropo y contestó:

-Maestro, esa ciudad es Ica.

-¡Pues pica, hombre, pica!

Y todos los apóstoles hincaron con un huesecito el anca de los rucios y a galope pollinesco se encaminó la comitiva al poblado.

Cerca ya de la ciudad se apearon todos para hacer una mano de toilette. Se perfumaron las barbas con bálsamo de Judea, se ajustaron las sandalias, dieron un brochazo a la túnica y al manto, y siguieron la marcha, no sin provenir antes el buen Jesús a su apóstol favorito:

-Cuidado, Pedro, con tener malas pulgas y cortar orejas. Tus genialidades nos ponen siempre en compromisos.

El apóstol se sonrojó hasta el blanco de los ojos; y nadie habría dicho, al ver su aire bonachón y compungido, que había sido un cortacaras.

Los iqueños recibieron en palmas, como se dice, a los ilustres huéspedes; y aunque a ellos les corriera prisa continuar su viaje, tan buenas trazas se dieron los habitantes para detenerlos y fueron tales los agasajos y festejos, que se pasaron ocho días como un suspiro.

Los vinos de Elías, Boza y Falconí anduvieron a boca qué quieres. En aquellos ocho días fue Ica un remedo de la gloria. Los médicos no pelechaban, ni los boticarios vendían drogas: no hubo siquiera un dolor de muelas o un sarampioncito vergonzante.

A los escribanos les crio moho la pluma, por no tener ni un mal testimonio de que dar fe. No ocurrió la menor pelotera en los matrimonios y,   —161→   lo que es verdaderamente milagroso, se les endulzó la ponzoña a las serpientes de cascabel que un naturalista llama suegras y cuñadas.

Bien se conocía que en la ciudad moraba el Sumo Bien. En Ica se respiraba paz y alegría y dicha.

La amabilidad, gracia y belleza de las iqueñas inspiraron a San Juan un soneto con estrambote, que se publicó a la vez en el Comercio Nacional y Patria. Los iqueños, entre copa y copa, comprometieron al apóstol poeta para que escribiese el Apocalipsis,


«pindárico poema, inmortal obra,
donde falta razón; mas genio sobra»,



como dijo un poeta amigo mío.

En estas y las otras, terminaba el octavo día, cuando el Señor recibió un parte telegráfico en que lo llamaban con urgencia a Jerusalén, para impedir que la Samaritana le arrancase el moño a la Magdalena; y recelando que el cariño popular pusiera obstáculos al viaje, llamó al jefe de los apóstoles, se encerró con él y le dijo:

-Pedro, componte como puedas; pero es preciso que con el alba tomemos el tole, sin que nos sienta alma viviente. Circunstancias hay en que tiene uno que despedirse a la francesa.

San Pedro redactó el artículo del caso en la orden general, lo puso en conocimiento de sus subalternos, y los huéspedes anochecieron y no amanecieron bajo techo.

La Municipalidad tenía dispuesto un albazo para aquella madrugada; pero se quedó con los crespos hechos. Los viajeros habían atravesado ya la laguna de Huacachina y perdídose en el horizonte.

Desde entonces, las aguas de Huacachina adquirieron la virtud de curar todas las dolencias, exceptuando las mordeduras de los monos bravos. Cuando habían ya puesto algunas millas de por medio, el Señor volvió el rostro a la ciudad y dijo:

-¿Conque dices, Pedro, que esta tierra se llama Ica?

-Sí, Señor, Ica.

-Pues, hombre, ¡qué tierra tan rica!

Y alzando la mano derecha, la bendijo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.




II

Como los corresponsales de los periódicos hubieran escrito a Lima, describiendo larga, menuda y pomposamente los jolgorios y comilonas, recibió el Diablo, por el primer vapor de la mala de Europa, la noticia   —162→   y pormenores transmitidos por todos nuestros órganos de publicidad.

Diz que Cachano se mordió de envidia el hocico, ¡pícaro trompudo!, y que exclamó:

-¡Caracoles! ¡Pues yo no he de ser menos que ÉL! No faltaba más... A mí nadie me echa la pata encima.

Y convocando incontinenti a doce de sus cortesanos, los disfrazó con las caras de los apóstoles. Porque eso sí, Cucufo sabe más que un cómico y que una coqueta en esto de adobar el rostro y, remedar fisonomías.

Pero como los corresponsales hubieran olvidado describir el traje de Cristo y el de sus discípulos, se imaginó el Maldito que, para salir del atrenzo, bastaríale consultar las estampas de cualquier álbum de viajes. Y sin más ni menos, él y sus camaradas se calzaron botas granaderas y echáronse sobre los hombros capa de cuatro puntas, es decir, poncho.

Los iqueños, al divisar la comitiva, creyeron que era el Señor que regresaba con sus escogidos, y salieron a recibirlo, resueltos a echar esta vez la casa por la ventana, para que no tuviese el Hombre-Dios motivo de aburrimiento y se decidiese a sentar para siempre sus reales en la ciudad.

Los iqueños eran hasta entonces felices, muy felices, archifelices. No se ocupaban de política, pagaban sin chistar la contribución, y les importaba un pepino que gobernase el preste Juan o el moro Muza. No había entre ellos chismes ni quisquillas de barrio a barrio y de casa a casa. No pensaban sino en cultivar los viñedos y hacerse todo el bien posible los unos a los otros. Rebosaban, en fin, tanta ventura y bienandanza, que daban dentera a las comarcas vecinas.

Pero Carrampempe, que no puede mirar la dicha ajena sin que le castañeteen de rabia las mandíbulas, se propuso desde el primer instante meter la cola y llevarlo todo al barrisco.

Llegó el Cornudo a tiempo que se celebraba en Ica el matrimonio de un mozo como un carnero con una moza como una oveja. La pareja era como mandada hacer de encargo, por la igualdad de condición y de caracteres de los novios, y prometía vivir siempre en paz y en gracia de Dios.

-Ni llamado con campanilla podría haber venido yo en mejor oportunidad -pensó el Demonio-. ¡Por vida de Santa Tecla, abogada de los pianos roncos!

Pero desgraciadamente para él, los novios habían confesado y comulgado aquella mañana; por ende, no tenían vigor sobre ellos las asechanzas y tentaciones del Patudo.

A las primeras copas bebidas en obsequio de la dichosa pareja, todas las cabezas se trastornaron, no con aquella alegría del espíritu, noble, expansiva   —163→   y sin malicia, que reinó en los banquetes que honrara el Señor con su presencia, sino con el delirio sensual e inmundo de la materia. Un mozalbete, especie de don Juan Tenorio en agraz, principió a dirigir palabras subversivas a la novia; y una jamona, jubilada en el servicio, lanzó al novio miradas de codicia. La vieja aquella era petróleo purito, y buscaba en el joven una chispa de fosfórica correspondencia para producir un incendio que no bastasen a apagar la bomba Garibaldi ni todas las compañías de bomberos. No paró aquí la cosa.

Los abogados y escribanos se concertaron para embrollar pleitos; los médicos y boticarios celebraron acuerdo para subir el precio del aqua fontis; las suegras se propusieron sacarles los ojos a los yernos; las mujeres se tornaron pedigüeñas y antojadizas de joyas y trajes de terciopelo; los hombres serios hablaron de club y de bochinche; y para decirlo de una vez, hasta los municipales vociferaron sobre la necesidad de imponer al prójimo contribución de diez centavos por cada estornudo.

Aquello era la anarquía con todos sus horrores. Bien se ve que el Rabudo andaba metido en la danza.

Y corrían las horas, y ya no se bebía por copas, sino por botellas, y los que antaño se arreglaban pacíficas monas, se arrimaron esa noche una mona tan brava... tan brava... que rayaba en hidrofóbica.

La pobre novia que, como hemos dicho, estaba en gracia de Dios, se afligía e iba de un lado para otro, rogando a todos que pusiesen paz entre dos guapos que, armados de sendas estacas, se estaban suavizando el cordobán a garrotazos.

El diablo se les ha metido en el cuerpo: no puede ser por menos -pensaba para sí la infeliz, que no iba descaminada en la presunción, y acercándose al Uñas largas lo tomó del poncho, diciéndole:

-Pero, señor, vea usted que se matan...

-¿Y a mí qué me cuentas? -contestó con gran flema el Tiñoso-. Yo no soy de esta parroquia... ¡Que se maten enhorabuena! Mejor para el cura y para mí, que le serviré de sacristán.

La muchacha, que no podía por cierto calcular todo el alcance de una frase vulgar, le contestó:

-¡Jesús! ¡Y qué malas entrañas había su merced tenido! La cruz le hago.

Y unió la acción a la palabra.

No bien vio el Maligno los dedos de la chica formando las aspas de una cruz, cuando quiso escaparse como perro a quien ponen maza; pero, teniéndolo ella sujeto del poncho, no le quedó al Tunante más recurso que sacar la cabeza por la abertura, dejando la capa de cuatro puntas en manos de la doncella.

  —164→  

El Patón y sus acólitos se evaporaron, pero es fama que desde entonces viene, de vez en cuando, Su Majestad Infernal a la ciudad de Ica en busca de su poncho. Cuando tal sucede, hay larga francachela entre los monos bravos y...


       Pin-pin,
      San Agustín,
Que aquí el cuento tiene fin.