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ArribaAbajo¡A iglesia me llamo!

(Al doctor don Juan Antonio Ribeyro)


I

En una casa de los arrabales de la ciudad de Guamanga hallábanse congregados en cierta noche del año de gracia de 1575 y en torno a una mesa hasta doce aventureros españoles, ocupados en el nada seráfico entretenimiento de hacer correr los dados sobre el verde tapete. Eran los jugadores mineros de ejercicio, y sabido es que no hay gente más dada a la fea pasión del juego que la que emplea su tiempo y trabajo en arrancar tesoros de las entrañas de la tierra.

La noche era de las más frías de aquel invierno, llovía si Dios tenía qué, relampagueaba como en deshecha tormenta y el fragor del trueno hacía de rato en rato estremecer el edificio. Parecía imposible que alma viviente se arriesgase a cruzar las calles con tan barrabasado tiempo.

De pronto sonaron golpes a la puerta de la casa y los jugadores dieron reposo a los dados, mirándose los unos a los otros con aire de sorpresa.

-¡Por San Millán el de la cogulla! -gritó uno-. Si quien toca es ánima en pena, vaya a pedir sufragios a otra parte. ¡Noramala para el importuno! ¡Arre allá, buscona o bergante! Seguid vuestro camino y dejad en paz a la gente honrada.

-Por tal busco vuestra compañía, Mendo Jiménez, y abrid y excusad palabras, que traigo caladas la capa y el chambergo -contestó el de afuera.

-Acabáramos, seor alférez -repuso Jiménez abriendo la puerta-. Entre vuesa merced y sea bien venido, magüer barrunto que nada bueno nos ha de traer quien viene a completar el número trece.

Quédense las agorerías para otro menos mañero y descreído que vos, Mendo Jiménez. A la paz de Dios, caballeros -dijo el nuevo personaje, arrojando el chapeo y el embozo sobre una silla próxima al brasero y tomando puesto entre los jugadores.

Era el alférez mozo de treinta años y que a pesar de lo imberbe de su rostro había sabido imponer respeto a los desalmados aventureros qua por entonces pululaban en el Perú. Vestía aquella noche con cierto elegante desaliño. Sombrero con pluma y cintillo azul, golilla de encaje de Flandes, jubón carmesí, calzas de igual color con remates de azabache, y cinturón de terciopelo, del que pendía una hoja con gavilán dorado. Contaba poco menos de un mes de vecindad en Guamanga, y ya había   —48→   tenido un desafío. Referíase de él que, soldado en los tercios de Chile, había desertado de la guarnición y pasado al Tucumán, Potosí y Cuzco, de cuyos lugares lo obligara también a salir lo pendenciero de su carácter. Oriundo de San Sebastián de Guipúzcoa, tenía el genio duro como el hierro de las montañas vascongadas y tan endiablados los puños como el alma. Fama es que los diestros matones y espadachines de su tiempo no alcanzaban a parar una estocada que él había inventado y a la que llamaba, aludiendo a su siniestro éxito, el golpe sin misericordia.

Después de contemplar por algunos momentos la agitación con que sus compañeros de vicio seguían el giro de los dados, arrojó sobre la mesa una bien provista bolsa de cuero, diciendo:

-Roñoso juego hacen vuesas mercedes y más parecen judíos tacaños que hijosdalgo y mineros. Ahí está mi bolsa para el que se arriesgue a ganármela a punto menor.

-Rumboso viene don Antonio -contestó Mendo Jiménez- y ¡por los cuernos del diablo! que tengo de aceptar el reto.

-¡A ello, y tiro! -repuso el alférez haciendo rodar los dados-. ¡Ases! Ni Cristo, con ser quien fue, podría echarme punto menor. He ganado.

-¡Mala higa para vos! Esperad, seor alférez, que tal puede ser la suerte que os iguale.

-Idos con esa esperanza al físico de Orgaz que cataba el pulso en el hombro.

-Nada aventuro con tirar los dados a topatolondro, que de corsario a corsario no se arriesgan sino los barriles.

-Tire, pues, vuesa merced, que en salvo está el que repica.

Y Mendo Jiménez agitó el cubilete y soltó los dados. Todos se quedaron maravillados. Mendo Jiménez resultaba ganancioso.

Un dado había caído sobre el otro, cubriéndolo perfectamente, dejando ver en su superficie un solo as.

El alférez protestó contra el fallo unánime de los jugadores; a la protesta siguieron los votos; a ellos lo de llamarse fulleros y mal nacidos; y agotados los denuestos, desenvainó don Antonio la espada y despabiló con ella al candil que estaba pendiente del techo. En completa tiniebla se armó entonces el más infernal zipizape. Cintarazo va, puñalada viene, al grito de «¡Dios me asista!» uno de los jugadores cayó redondo, y los demás se echaron en tropel a la calle.

El matador huía a buen paso; pero al doblar una esquina dio con la ronda, y el alcalde lo detuvo con la sacramental y obligada frase:

-Por el rey, ¡dése preso!

-No en mis días, seor corchete, mientras me ampare el esfuerzo de mi brazo.

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Y aquel furioso arremetió sobre los alguaciles, y acaso habría dado al diablo cuenta de muchos de ellos, si uno más listo y avisado que sus compinches no hubiese echado la zancadilla al alférez, quien vino cuan largo era a medir con su cuerpo el santo suelo.

Cayeron sobre él los de la ronda, y atado codo con codo lo condujeron a la cárcel.

No era esta la primera pendencia de nuestro alférez por cuestión de juego. Una tuvo en que milagrosamente salvó el pescuezo. Jugando en un pueblo del Cuzco con un portugués que paraba largo, puso éste una mano de a onza de oro cada pinta. Don Antonio echó diez y seis suertes seguidas, y el perdidoso, dándose una palmada en la frente, exclamó:

-¡Válgame la encarnación del diablo! ¡Envido!

-¿Qué envida?

-Envido un cuerno -dijo el portugués golpeando el tapete con una moneda de oro.

-Quiero y reviro el otro que le queda -contestó el alférez.

La respuesta del portugués, que era casado, fue sacar a lucir la tizona. Don Antonio no era manco, y a poco batallar dejó sin vida a su adversario. Llegó la justicia y condujo al matador a la cárcel. Siguiose causa y se le sentenció a muerte. Habíale ya el verdugo puesto el boletín, que es el cordel delgado con que ahorcan, cuando llegó un posta trayendo el indulto acordado por la Audiencia del Cuzco.




II

El juicio fue ejecutivo y ocasionó poco gasto de papel. A los tres meses, día por día, llegó la hora en que el pueblo se rebullese alrededor de una empinada horca en la plaza de Guamanga.

Todas las pasadas fechorías de don Antonio se habían aglomerado en el proceso. El alférez nada negaba y a toda acusación contestaba: «Amén, y si me han de desencuadernar el pescuezo por una, que me lo tuerzan por diez lo mismo da, ni gano ni pierdo».

Para él la cuestión número era parvidad de materia.

El sacerdote había entrado en la capilla y confesado al reo; pero al darle la comunión, éste le arrebató la Hostia y partió a correr gritando:

-¡A iglesia me llamo! ¡A iglesia me llamo!

¿Quién podía atreverse a detener al que llevaba entre sus manos, enseñándola a la muchedumbre, la divina Forma? «Si el alférez había cometido un sacrilegio, pensaba el religioso pueblo, ¿no lo sería también hacer armas sobre quien traía consigo el pan eucarístico?».

Ese hombre era, pues, sagrado. Se llamaba a iglesia.

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Como era de práctica en los dominios del rey de España, cuando se iba a ajusticiar un delincuente todos los templos permanecían abiertos y las campanas tañían rogativas.

Don Antonio, seguido del pueblo, tomó asilo en el templo de Santa Clara, y arrodillándose ante el altar mayor depositó en él la divina Forma.

La justicia humana no alcanzaba entonces a los que se acogían al sagrado del templo. El alférez estaba salvo.

Noticioso el obispo don fray Agustín de Carvajal, agustino, de lo que acontecía, se dirigió a Santa Clara, resuelto a llenar el precepto que los cánones imponían para con reos de sacrilegio tal como el de don Antonio. La pena canónica era raparle la mano y pasarla por el fuego.

Cierto es que hacía muy pocos años que la Inquisición se había establecido en Lima, y que ella podía reclamar al criminal. La extradición, que no era lícita a los tribunales civiles, era una prerrogativa del tribunal de la fe. Pero los inquisidores estaban por entonces harto ocupados con la organización del Santo Oficio en estos reinos, y mal podían pensar en luchas de jurisdicción con el obispo de Guamanga.

Don Antonio pidió a su ilustrísima que le oyese en confesión. Larga fue ésta; pero al fin, con general asombro, se vio al obispo tomar de la mano al criminal, llevarlo a la portería del monasterio, y luego, tras breve y secreta plática con la abadesa, hacerlo entrar al convento, cerrando las puertas tras él.

Esto equivalía a guardar el lobo en el redil de las ovejas.

El escándalo tomaba de día en día mayores creces en el católico pueblo; y los fieles llegaron a murmurar acerca de la sanidad del cerebro de su pastor. Mas el buen obispo sonreía devotamente cuando sus familiares hacían llegar a sus oídos las hablillas del pueblo.

Y así transcurrieron dos meses hasta que llegó de Lima un enviado del virrey con pliegos reservados para el obispo. Éste tuvo una entrevista con el alférez; y al día siguiente, con buena escolta, partió don Antonio para la capital del virreinato.

En Lima se le detuvo por tres semanas preso entre las monjas bernardas de la Trinidad, y en el primer galeón que zarpó para España marchó el camorrista alférez bajo partida de registro.




III

Entonces se hizo notorio que el alférez don Antonio de Erauzo era una mujer, a la que sus padres dieron el nombre de Catalina Erauzo y la historia llama la monja alférez. Doña Catalina había tomado el hábito de novicia, y estando para profesar huyó del convento, vino a América, sentó   —51→   plaza de soldado, se batió bizarramente en Arauco, alcanzó a alférez con título real y en los disturbios de Potosí se hizo reconocer por capitán en uno de los bandos.

Como no ha sido nuestro propósito historiar la vida de la monja-alférez, sino narrar una de sus originalísimas y poco conocidas aventuras, remitimos al lector que anhele conocer por completo los misterios de su existencia a los varios libros que sobre ella corren impresos. Bástenos consignar que doña Catalina de Erauzo regresó de España; que cansada de aventuras ejerció el oficio de arriero en Veracruz, y que murió, en un pueblo de Méjico, de más de setenta años de edad; que no abandonó el vestido de hombre y que no pecó nunca contra la castidad, bien que fingiéndose varón engatusó con carantoñas y chicoleos a más de tres doncellas, dándoles palabra de casamiento y poniendo tierra de por medio o llamándose Andana en el lance de cumplir lo prometido.






ArribaAbajo El caballero de la Virgen


I

Toda era júbilos Lima en el mes de septiembre del año de 1617.

El galeón de España había traído, en cartas y gacetas, pomposas descripciones de las solemnes fiestas celebradas en las grandes ciudades de la metrópoli en honor de la Inmaculada Concepción de María. Apenas leídas cartas, una lechigada de niños, pertenecientes a una familia rica que habitaba en la calle de las Mantas, paseó en procesión por el patio de la casa una pequeña imagen de la Virgen. Agolpáronse a la puerta los curiosos, y el devoto pasatiempo de los niños fue tema de la conversación social, y despertó el entusiasmo para hacer en Lima fiestas que en boato superasen a las de España.

El virrey príncipe de Esquilache, ambos cabildos y las comunidades religiosas se pusieron de acuerdo, siendo los padres de la Compañía de Jesús los que más empeño tomaron para que los proyectos se convirtiesen en realidad. Todos los gremios, y principalmente el de mercaderes del callejón, que así se denominaban los comerciantes que tenían sus tiendas en la encrucijada de Petateros, decidieron echar la casa por la ventana para que la cosa se hiciese en grande y con esplendidez nunca vista.

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Los caballeros de las cuatro órdenes militares españolas que existieron en el Perú por aquel siglo, gastaron el oro y el moro. Eran estas órdenes las siguientes:

La de Santiago, fundada en 848 por el rey don Ramiro, en memoria de la batalla de Clavijo. La encomienda de esta orden es una espada roja en forma de cruz, que imita la guarnición o empuñadura de los aceros usados en esa época.

La de Calatrava, instituida en 1158 por el rey don Sancho III. La insignia era cruz de gules cantonada.

La de Alcántara, fundada en 1176 por don Fernando II. La cruz de los caballeros era idéntica a la de los de Calatrava, diferenciándose en el color, que es verde.

La de Montesa, fundada en 1317 por don Jaime II de Aragón. La encomienda era una cruz llana de gules2.

El jesuita limeño Menacho, de universal renombre; su famoso compañero el padre Alonso Mesía, muerto en olor de santidad; el agustino Calancha que, como cronista, es hoy mismo consultado con avidez; el canónigo don Carlos Marcelo Corni, que fue el primer peruano que ciñó mitra; Villarroel que, andando los tiempos, debía también ser obispo y autor de excelentes libros, y otros sacerdotes de mérito no menor fueron los predicadores designados para las fiestas.

Quince días de procesiones, calles encintadas, árboles de fuego, mojigangas, toros, sainetes e incesante repique de campanas: quince días de aristocráticos saraos, y en los que las limeñas lucieron millones en trajes y pedrerías: quince días en los que se iluminó la ciudad con barriles de alquitrán, iluminación que, para la época, valía tanto como la del moderno gas: quince días en que el fervor religioso rayó en locura, y... pero ¿a qué meterme en descripciones? Quien pormenores quiera, échese a leer un libro publicado en Lima en 1618 por la imprenta de Francisco del Canto, que lleva por título: Relación de las fiestas que a la Inmaculada Concepción de la Virgen Nuestra Señora se hicieron en esta ciudad de los reyes del Perú, etc. Su autor es nada menos que el ilustre don Antonio Rodríguez de León Pinelo, catedrático de derecho cesáreo y pontificio y una de las más altas reputaciones literarias del siglo XVII.

Entre las muchas comparsas que en esos días recorrieron las calles de la ciudad, fue la más notable una compuesta de quince niñas, todas menores de diez años e hijas de padres nobles y acaudalados. Iban vestidas de ángeles, con tuniquilla de raso azul y sobre ella otra de velillo de plata, ostentando coronitas de oro sembradas de perlas, rubíes, zafiros, diamantes, esmeraldas y topacios. Cada angelito llevaba encima un tesoro.

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Cuando el príncipe-virrey se asomó al balcón de palacio para ver pasar la infantil comparsa, la más linda de las chiquillas, la futura marquesita de Villarrubia de Langres, que, representando a San Miguel, era el capitán de aquel coro de ángeles y serafines, se dirigió a su excelencia y le dijo:


   «Soy correo celestial,
y por noticia os traía
que es concebida María
sin pecado original».



Pero tan solemnes como lujosas fiestas, en las que Lima hizo gala de la religiosidad de sus sentimientos, tuvieron también su escena profanamente grotesca, si bien en armonía con el espíritu atrasado de esos tiempos.

Referir esta escena es el propósito de mi tradición.




II

Había en Lima un hombrecillo del codo a la mano, casi un enano, llamado don Juan Manrique y que, sin comprobarlo con su árbol genealógico, se decía descendiente de uno de los siete infantes de Lara. Heredero de un caudal decente, sacó del cofre algunas monedas e ideó gastarlas de forma que la atención pública se fijase en su menguada figura.

Congregado estaba Lima en la plaza Mayor a obra de las doce del día, cuando a todo correr presentose don Juan Manrique sobre un gentil caballo overo, con caparazón morado y blanco, recamado de oro, estribos de plata y pretal de cascabeles finos. El jinete vestía reluciente armadura de acero, gola, manoplas, casco borgoñón, con gran penacho de plumas y airones, y embrazaba adarga y lanzón, ciñendo alfanje de Toledo y puñal de misericordia con punta buida. Cruzábale el pecho una banda blanca donde, con letras de oro, leíase esta divisa: El caballero de la Virgen.

Por la pequeñez de su talla, era el campeón un Sancho parodiando a don Quijote. El pueblo, en medio de su sorpresa, más que en el jinete se fijó en el brioso corcel y en el lujo del atavío, y hubo un atronador palmoteo.

Llegado el de Manrique de Lara frente a palacio, detuvo con mucho garbo el caballo, alzose la visera y dio el siguiente pregón:

¡Santiago y Castilla!... ¡Santiago y Galicia!... ¡Santiago y León!... Aquí estoy yo, don Juan Manrique de Lara, «el caballero de la Virgen», que reto, llamo y emplazo a mortal batalla a todos los que negasen que la Virgen María fue concebida sin pecado original. Y así lo mantendré y haré confesar, a golpe de espada y a bote de lanza y a mojicón cerrado y a   —54→   bofetada abierta, si necesario fuese, para lo cual aguardaré en vigilia en este palenque, sin yantar ni beber, hasta que Febo esconda su rubia caballera. El judío que sea osado, que venga, y me encontrará firme mantenedor de la empresa. ¡Santiago y Castilla!... ¡Santiago y Galicia!... ¡Santiago y León!...



Dijo, y arrojó sobre la arena de la plaza un guantelete de hierro.

El pueblo, que no esperaba esta pepitoria de los romancescos caballeros andantes, vitoreó con entusiasmo. Ni que el campeón hubiera sido otro Pentapolín, el del arremangado brazo.

Al decir de la Inquisición, Lima era entonces un hervidero de portugueses judaizantes, y barrúntase que contra ellos se dirigía el reto del campeón de la Virgen. Pero los descreídos portugueses maldito el caso que hicieron del pregón y se estuvieron sin rebullirse, como ratas en un agujero acechado por un micifuz.

Don Juan Manrique permaneció ojo avizor sobre las cuatro esquinas de la plaza, esperando que asomase algún malandrín infiel a quien acometer lanza en ristre. Pero sonaron las seis de la tarde, y ni Durandarte valeroso, ni desaforado gigante Fierabrás, ni endriago embreado, ni encantador follón se presentaron a recoger el guante.

El dogma de la Inmaculada Concepción quedaba triunfante en Lima, y mohínos los pícaros portugueses que sotto voce lo combatían.

Don Juan Manrique se volvió a su casa acompañado de los vítores populares.

Desde ese día quedó bautizado con el mote de El caballero de la Virgen.






Al hombre por la palabra

Estando a lo que dice un abultado manuscrito que con el título de Dudas legales existe en la Biblioteca de Lima, era doña Ana de Aguilar, allá por los buenos tiempos del virrey príncipe de Esquilache, una viuda bien laminada, con unos ojos que, por lo matadores, merecían ir a presidio, y que cargaba con mucha frescura la edad de Cristo nuestro bien.

Ganosa vivía doña Ana de cambiar tocas y cenojil de luto por las galas de novia, y reemplazar el recuerdo del difunto con una realidad de carne y hueso. Pero era el caso que, aunque muchos mirlos la cantaban   —55→   a la oreja, ninguno dejaba vislumbrar propósito de ir con el canticio al cura de la parroquia. Con enamorados tales, que la creían susceptible de liviandad, mostrábase doña Ana un tanto arisca y zahareña, que ella hacía ascos a amorcillos de contrabando y aspiraba a varón con el cual, sin mengua para la honra, pudiera vivir tan unida como las dos hojas de un pliego de papel sellado.

Era el día del cumpleaños de la viuda, y con tal motivo deudos, amigas y galantes fueron a felicitarla. Demás está decir que hubo gaudeamus y mantel largo.

Parece que el vinillo calentó de cascos a don Cristóbal Núñez Romero, que era uno de los que codiciaban los favores de la dama, porque parándose delante de un cuadro que representaba a la Verónica, exclamó en tono que lo oyeron todos los convidados:

-Juro y rejuro que otra no será mi mujer sino doña Ana de Aguilar.

El compilador de las Dudas legales se hace aquí el de la manga ancha, y no cuenta que a doña Ana se le convirtió tan en substancia el juramento pronunciado ante la Verónica, como si él hubiera sido las palabras del ritual por ante el cura. Agregan maldicientes lenguaraces que don Cristóbal Núñez Romero tomó quieta y pacífica posesión de la hasta entonces inexpugnable fortaleza;


que es amor una araña
      que, con cautela,
en un rincón del alma
      forma su tela.



Corrió un mes, y el galán pensaba hasta en los niños del limbo, pero no en abocarse con la gente de la curia, hasta que doña Ana, atropellando por todo recato, le exigió el cumplimiento de lo ofrecido.

-Y en mis trece estoy -contestó impávido el mancebo-, que así Dios no me ayude si a mi juramento falto.

Pero volaban los meses, el entusiasmo del amante era álcali volátil, y barruntando la viuda que así pensaba don Cristóbal en matrimonio como en ahorcarse, fue ante el Provisor con la querella y entabló pleito en toda regla. Veinte testigos, libres de tacha, declararon sin discrepar sílaba que el caballero había dicho delante de la imagen de la Verónica: «Juro y rejuro que otra no será mi mujer sino doña Ana de Aguilar».

-Exacto de toda exactitud, señor Provisor -contestaba el sujeto-. Ésas fueron mis palabras, y de ellas no me retracto. Y pues hablamos castellano, y no argelino ni yunga, convendrá vuesa merced en que mi juramento sólo me obliga a casarme con doña Ana, y no con otra, el día en que me ocurra pensar en casorio; pero como hasta ahora me va a pedir   —56→   de boca con la soltería, no es llegado el lance de que me atrape esa señora. Que tenga paciencia y espere a que me tiente el diablo por ser marido, que para entonces juro y rejuro que es ella y no otra quien buen derecho tiene para apechugar con este prójimo.

El Provisor dijo que él no era Academia de la Lengua (institución que por entonces aún no existía) para fallar sobre propiedad de locuciones; que a su ministerio sólo incumbía la cuestión de moralidad, y bajo pena de excomunión mayor lo sentenció a casarse con la viuda y fundar un romeral de chicos.

El don Cristóbal era tantas muelas y entabló recurso de fuerza. Sí, señores, como ustedes lo oyen, recurso de fuerza.

El pleito hizo más ruido en Lima que un temblor3.

Al cabo la Real Audiencia falló... en favor de la lengua de Cervantes y en contra de doña Ana y del Provisor.

¡Ya se ve! Como que el virrey era poeta, y purista por añadidura.

Y doña Ana siguió vistiendo tocas de viuda; y don Cristóbal Núñez Romero, que era de la misma levadura de los mocitos que se jactan de ser filósofos prematuros u hombres desencantados de la carne y sus peligros, no faltó a su juramento, porque no se casó con otra. Murió de una indigestión de soltería.



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ArribaAbajo Traslado a Judas

Cuento disparatado de la tía Catita


Ilustración

Que no hay causa tan mala que no deje resquicio para defensa, es lo que quedan probar las viejas con la frase: «Traslado a Judas». Ahora oigan ustedes el cuentecito: fíjense en lo substancioso de él y no paren mientes en pormenores; que en punto a anacronismos, es la narradora anacronismo con faldas.

Mucho orden en las filas, que la tía Catita tiene la palabra. Atención y mano al botón. Ande la rueda y coz con ella.

Han de saber ustedes, angelitos de Dios, que uno de los doce apóstoles era colorado como el ají y rubio como la candela. Mellado de un diente, bizco de mirada, narigudo como ave de rapiña y alicaído de orejas, era su merced feo hasta para feo.

En la parroquia donde lo cristianaron púsole el cura Judas por nombre, correspondiéndole el apellido de Iscariote, que, si no estoy mal informada, hijo debió ser de algún bachiche pulpero.

Travieso salió el nene, y a los ocho años era el primer mataperros de su barrio. A esa edad ya tenía hecha su reputación como ladrón de gallinas.

Aburrido con él su padre, que no era mal hombre, le echó una repasata y lo metió por castigo en un barco de guerra, como quien dice: «anda, mula, piérdete».

El capitán del barco era un gringo borrachín, que le tomó cariño al pilluelo y lo hizo su pajecico de cámara.

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Llegaron al cabo de años a un puerto; y una noche en que el capitán después de beberse setenta y siete grogs se quedó dormido debajo de la mesa, su engreído Juditas lo desvalijó de treinta onzas de oro que tenía al cinto, y se desertó embarcado en el Chinchorro, que es un botecito como una cáscara de nuez, y... ¡la del humo!

Cuando pisó la playa se dijo: «pies, ¿para qué os quiero?» y anda, anda, anda, no paró hasta Europa.

Anduvo Judas la Ceca y la Meca y la Tortoleca, visitando cortes y haciendo pedir pita a las treinta onzas del gringo. En París de Francia casi le echa guante la policía, porque el capitán había hecho parte telegráfico pidiendo una cosa que dicen que se llama extradición, y que debe ser alguna trampa para cazar pajaritos. Judas olió a tiempo el ajo, tomó pasaje de segunda en el ferrocarril, y ¡abur!, hasta Galilea. Pero ¿adónde irá el buey que no are?, o lo que es lo mismo, el que es ruin en su villa, ruin será en Sevilla.

Allí, haciéndose el santito y el que no ha roto un plato, se presentó al Señor, y muy compungido le rogó que lo admitiese entre sus discípulos. Bien sabía el pícaro que a buena sombra se arrimaba para verse libre de persecuciones de la policía y requisitorias del juez; que los apóstoles eran como los diputados en lo de gozar de inmunidad.

Poquito a poco fue el hipocritonazo ganándole la voluntad al Señor, y tanto que lo nombró limosnero del apostolado. A peores manos no podía haber ido a parar el caudal de los pobres.

Era por entonces no sé si prefecto, intendente o gobernador de Jerusalén un caballero medio bobo, llamado don Poncio Pilatos el catalán, sujeto a quien manejaban como un zarandillo un tal Anás y un tal Caifás, que eran dos bribones que se perdían de vista. Éstos, envidiosos de las virtudes y popularidad del Señor, a quien no eran dignos de descalzar la sandalia, iban y venían con chismes y más chismes donde Pilatos; y le contaban esto y lo otro y lo de más allá, y que el Nazareno había dado proclama revolucionaria incitando al pueblo para echar abajo al gobierno. Pero Pilatos, que para hacer una alcaldada tenía escrúpulos de marigargajo, les contestó: «Compadritos, la ley me ata las manos para tocar ni un pelo de la túnica del ciudadano Jesús. Mucha andrómina es el latinajo aquel del habeas corpus. Consigan ustedes del Sanedrín (que así llamaban los judíos al Congreso) que declare la patria en peligro y eche al huesero las garantías individuales, y entonces dense una vueltecita por acá y hablaremos».

Anás y Caifás no dejaron eje por mover, y armados ya de las extraordinarias, le hurgaron con ellas la nariz al gobernante, quien estornudó ipso facto un mandamiento de prisión. Líbrenos Dios de estornudos tales   —59→   per omnia saeculorum. Amén, que con amén se sube al Edén.

A fin de que los corchetes no diesen golpe en vago, resolvieron aquellos dos canallas ponerse al habla con Judas, en quien por la pinta adivinaron que debía ser otro que tal. Al principio se manifestó el rubio medio ofendido y les dijo: «¿Por quién me han tomado ustedes, caballeros?». Pero cuando vio relucir treinta monedas, que le trajeron a la memoria reminiscencias de las treinta onzas del gringo, y a las que había dado finiquito, se dejó de melindres y exclamó: «Esto es ya otra cosa, señores míos. Tratándome con buenos modos, yo soy hombre que atiendo a razones. Soy de ustedes y manos a la obra».

La verdad es que Judas, como limosnero, había metido cinco y sacado seis, y estaba con el alma en un hilo temblando de qué, al hacer el ajuste de cuentas, quedase en transparencia el gatuperio.

El pérfido Judas no tuvo, pues, empacho para vender y sacrificar a su Divino Maestro.

Al día siguiente y muy con el alba, Judas, que era extranjero en Jerusalén y desconocido para el vecindario, se fue a la plaza del mercado y se anduvo de grupo en grupo ganoso de averiguar el cómo el pueblo comentaba los sucesos de la víspera.

-Ese Judas es un pícaro que no tiene coteja -gritaba uno que en sus mocedades fue escribano de hipotecas.

-Dicen que desde chico era ya un peine -añadía un tarambana.

-Se conoce. ¡Y luego, cometer tal felonía por tan poco dinero! ¡Puf, qué asco! -argüía un jugador de gallos con coracha.

-Hasta en eso ha sido ruin -comentaba una moza de trajecito a media pierna-. Balandrán de desdichado, nunca saldrá de empeñado.

-¡Si lo conociera yo, de la paliza que le arrimaba en los lomos lo dejaba para el hospital de tísicos! -decía con aire de matón un jefe de club que en todo bochinche se colocaba en sitio donde no llegasen piedras-. Pero por las aleluyas lo veremos hasta quemado.

Y de corrillo en corrillo iba Judas oyéndose poner como trapo sucio. Al cabo se le subió la pimienta a la nariz de pico de loro, y parándose sobre la mesa de un carnicero, gritó:

-¡Pido la palabra!

-La tiene el extranjero -contestó uno que por la prosa que gastaba sería lo menos vocal de junta consultiva.

Y el pueblo se volvió todo oídos para escuchar la arenga.

-¿Vuesas mercedes conocen a Judas?

-¡No! ¡No! ¡No!

-¿Han oído sus descargos?

-¡No! ¡No! ¡No!

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-Y entonces, pedazos de cangrejo, ¿cómo fallan sin oírlo? ¿No saben vuesas mercedes que las apariencias suelen ser engañosas?

-¡Por Abraham, que tiene razón el extranjero! -exclamó uno que dicen que era regidor del municipio.

-¡Que se corra traslado a Judas!

-Pues yo soy Judas.

Estupefacción general. Pasado un momento gritaron diez mil bocas:

-¡Traslado a Judas! ¡Traslado a Judas! ¡Sí, sí! ¡Que se defienda! ¡Que se defienda!

Restablecida la calma, tosió Judas para limpiarse los arrabales de la garganta, y dijo:

-Contesto al traslado. Sepan vuesas mercedes que en mi conducta nada hay de vituperable, pues todo no es más que una burleta que les he hecho a esos mastuerzos de Anás y Caifás. Ellos están muy sí señor y muy en ello de que no se les escapa Jesús de Nazareth. ¡Toma tripita! ¡Flojo chasco se llevan, por mi abuela! A todos consta que tantos y tan portentosos milagros ha realizado el Maestro, que naturalmente debéis confiar en que hoy mismo practicará uno tan sencillo y de pipiripao como el salir libre y sano del poder de sus enemigos, destruyendo así sus malos propósitos y dejándolos con un palmo de narices, gracias a mí que lo he puesto en condición de ostentar su poder celeste. Entonces sí que Anás y Caifás se tirarán de los pelos al ver la sutileza con que les he birlado sus monedas en castigo de su inquina y mala voluntad para con el Salvador. ¿Qué me decís ahora, almas de cántaro?

-Hombre, que no eres tan pícaro como te juzgábamos, sin dejar por eso de ser un grandísimo bellaco -contestó un hombre de muchas canas y de regular meollo que era redactor en jefe de uno de los periódicos más populares de Jerusalén.

Y la turba, después de oír la opinión del Júpiter de la prensa, prorrumpió en un: «¡Bravo! ¡Bravo! ¡Viva Judas!».

Y se disolvieron los grupos, sin que la gendarmería hubiese tenido para qué tomar cartas en esa manifestación plebiscitaria, y cada prójimo entró en casita diciendo para sus adentros:

-En verdad, en verdad que no se debe juzgar de ligero. Traslado a Judas.



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ArribaAbajo No hay mal que por bien no venga

La casa de huérfanos de Lima fue fundada en 1597 por Luis Ojeda el Pecador, bajo la advocación de Nuestra Señora de Atocha. Lo que movió al caritativo varón a ocuparse de los expósitos fue el haber encontrado en el atrio de la Merced el cuerpo de una criatura casi devorado por los perros. Asociáronse al fundador los escribanos de la ciudad, tal vez impulsados por el aguijón de la conciencia y en descargo de algunas falsificaciones de testamentos y otros pecadillos del oficio.

Cuenta el padre Cobos que un día salió Luis el Pecador por las calles de Lima con dos niños en los brazos, diciendo: «Ayúdenme, hermanos, a criar estos angelitos y otros que tengo en casa». Ni el virrey, ni la aristocracia, ni los mercaderes y demás gente rica atendieron al postulante, sino el gremio de escribanos y relatores, que sabía a ochenta individuos, poco más o menos. Constituida ya la hermandad, dijo Luis el Pecador: «Pues tanta dicha miran mis ojos, ya puedes, Dios mío, recogerte a tu siervo».

Y lo particular es que murió a los tres días y en olor de santidad.

En los primeros tiempos, bastaba con golpear la puerta para que asomase la superiora del establecimiento, y sin hacer pregunta indiscreta recibía la encomienda de manos de la tapada o embozado conductor.

Años más tarde, algunos curiosos, principalmente los colegiales de San Carlos, dieron en esconderse a inmediaciones de la casa y seguir la pista a las portadoras de contrabando. Algunos misterios domésticos llegaron así a traslucirse, andando en lenguas la honra de casadas y doncellas. Lima se volvió un hervidero de chismes, y hubo muchachas encerradas en el convento, después de motilonas, y aun recibieron palizas muchos aficionados a cazar en vedado.

Discurriose entonces que la mejor manera de conservar el misterio era establecer un torno en la calle, junto a la puerta de la casa.

Un pobre zapatero que vivía en la calle de los Gallos estaba casado con una hembra tan fecunda que cada año lo obsequiaba, si no con mellizos, por lo menos con un vástago.

Aconteció que por entonces hubo epidemia de depositar muchachos en el torno, y rara era la noche en que de ocho a nueve no colocaran en él siquiera un par de mamones. Alarmose la superiora con esta invasión, tanto más, cuanto que le dijeron que un mismo individuo, embozado en una capa, era el conductor de los huéspedes. Propúsose la buena señora   —62→   descubrir el intríngulis, si lo había, y apostó cuatro jayanes para que se apoderasen del encapado.

Quiso la suerte que esa noche se decidiera el zapatero a llevar su recién nacido a la santa casa, pues carecía de recursos para mantener un hijo más. A tiempo que los jayanes le caían encima, una enlutada colocaba otro niño en el torno.

Introducido el pobrete en la casa, le dijo la superiora:

-Es mucha pechuga que todas las noches traiga usted a pares los muchachos. ¿Qué se ha figurado usted? Ya puede cargar con los que ha traído hoy, antes que lo haga poner preso para que la Inquisición averigüe si tiene usted pacto con el diablo o fábrica de hacer muchachos. ¿Habrase visto la lisura del hombre?

Al oír lo de la Inquisición, contestó temblando el zapatero:

-Pero, señora, uno no más es mío, quédese usted con el otro.

-¡Largo de aquí, so arrastrado, y llévese su par de diablitos!

El zapatero no tuvo más que regresar a su casa con dos bultos bajo la capa y contó el percance a su mujer. Ésta, que había quedado llorando a lágrima viva porque la miseria la obligaba a desprenderse del hijo de sus entrañas, le dijo a su marido:

-Dios, que lo ha dispuesto así, te dará fuerzas para buscar dos panes más. En vez de diez hijos tendremos una docena que mantener.

Y después de besar al suyo con el santo cariño de las madres, empezó a acariciar y desnudar al intruso.

-¡Jesús! ¡Y cómo pesa el angelito!

Y de veras que el chico pesaba, pues estaba ceñido con un cinturón diestramente arreglado y que contenía cien onzas de oro. Además traía un papel con las siguientes palabras: «Está bautizado y se llama Carlitos. Ese dinero es para que su lactancia no grave a la casa. Sus padres esperan en Dios poder reclamarlo algún día».

Cuando menos lo esperaba salió de pobre el zapatero, pues con las monedas del infante habilitó la tienda y fue prosperando que era una bendición. Su mujer crio al niño con mucho mimo, y al cumplir éste seis años fue recogido por sus verdaderos padres, quienes, por motivos que no son del caso, no habían podido legitimar antes sus relaciones.