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Traducción / creación en la comedia sentimental dieciochesca


Juan Antonio Ríos Carratalá





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Cualquier análisis de la evolución del teatro dieciochesco español ha de tener en cuenta el papel de las traducciones. Superado el prejuicio del afrancesamiento, no podemos negar que las mismas en ocasiones fueron un factor importante para la evolución teatral de la época. Así lo señala F. Lafarga, aunque subrayando que las traducciones -en su mayoría de textos franceses- no están vinculadas exclusivamente a los intentos de reforma emprendidos en el siglo XVIII y que, por otra parte, las obras traducidas no responden necesariamente a una tendencia clasicista o a un intento de aclimatar en España formas dramáticas francesas1. Los motivos y objetivos que impulsan esta actividad traductora son múltiples, y no podemos trazar con una sola línea su incidencia en la evolución de nuestro teatro dieciochesco. Incluso, en ocasiones, esa incidencia tiene un sentido retardatario o anacrónico.

Pero, con estas salvedades, es indudable que la actividad traductora contribuyó al afianzamiento o revitalización de determinados géneros teatrales. El caso de la tragedia es bien conocido. Pero otro no menos interesante es el de la comedia sentimental -o lacrimosa-, que tal vez fuera el género de aquel entonces con más capacidad de búsqueda de nuevos caminos dramáticos, a pesar de los lúcidos reparos que mereció a G. Lanson. El origen, características y significado de este género en España han sido estudiados por J. L. Pataky-Kosove, J. M. Caso y G. Carnero2, pero todavía resta un   -230-   largo trabajo de análisis de comedias sentimentales prácticamente inéditas para la crítica. Obras que empiezan a publicarse y representarse a partir de 1773 -con la excepción de La razón contra la moda (1751), traducción de Luzán-, siendo en un principio más frecuentes las traducciones que las originales aunque a partir de 1790 esta relación se invierte, constituyendo la presencia mayoritaria de textos originales una prueba del afianzamiento del género en nuestro teatro. En definitiva, estamos ante un género irradiado desde Francia, que interesa a las élites cultas propiciándose las consiguientes traducciones y la creación de obras originales a semejanza de las mismas y que, tras haber conectado con un público amplio -recuérdese el éxito de El delincuente honrado, de Jovellanos- se afianza con una producción autónoma con unas características y objetivos peculiares y alejados de los que impulsaron a los primeros traductores. Es, pues, un ejemplo para mostrar la influencia positiva que en ocasiones ejercieron las traducciones.

Ahora bien, esta trayectoria comienza en la Sevilla de los años setenta, el marco de la intensa actividad cultural propiciada por Olavide. Aguilar Piñal ya demostró hasta qué punto este polémico personaje fue decisivo en el impulso dado a las actividades teatrales. Y es conocido que la citada obra de Jovellanos -tenida, erróneamente, como paradigma de la comedia sentimental en España- se creó a instancias de Olavide en una especie de concurso en donde también participó Trigueros con El precipitado. No vamos a recordar, pues, este episodio ya analizado por J. M. Caso y Aguilar Piñal. Pero la reciente edición de una traducción atribuida a Olavide y titulada El desertor3 -que, como acaba de demostrar A. Calderone es una refundición de José López Sedano basada en una traducción de Olavide4- nos ayuda a comprender mejor la génesis de la comedia de Jovellanos y del propio género en España. Éste será, pues, nuestro objetivo.

Según Ceán Bermúdez, la obra de Jovellanos tuvo su origen en la tertulia sevillana de Olavide, donde «se ventiló cuanto había que decir acerca de la comedia en prosa [...] o tragicomedia que entonces era de moda en Francia; y aunque se convino en ser monstruosa, prevaleció en su favor el voto de la mayor parte de los concurrentes, y se propuso que el que quisiese componer por modo de diversión y entretenimiento alguna de este género, la podía entregar [...] para que, leyéndola en ella [...] pudiese cada uno juzgarla   -231-   con libertad». Jovellanos redactó El delincuente honrado y Trigueros El precipitado, pero apenas sabemos nada más acerca del resto de las obras que se pudieron presentar. No es aventurado, sin embargo, pensar que la verdadera traducción de Olavide, El desertor, que tiene como original la homónima obra de Louis-Sébastien Mercier, fuera una de ellas.

Según Barrera y Bolaños, Olavide se basó en Mercier (Le déserteur, París, 1770), pero tuvo en cuenta algunos elementos de la también homónima obra de Sedaine, cuya segunda edición corregida por el autor es del mismo año, habiéndose representado en París por primera vez en 1769. Si tenemos en cuenta estas fechas y que la traducción de Olavide se representó en Sevilla en 1775, llegamos a la conclusión de que, si no participó en el concurso de 1773, al menos se realizó en las mismas circunstancias que las obras originales de Jovellanos y Trigueros.

Pero lo interesante no es averiguar si Olavide participó en la citada convocatoria con su traducción, sino el paralelismo -ya señalado por el Memorial Literario en 1793- entre la misma y la obra original de Jovellanos. Un paralelismo que va más allá de las circunstancias de tiempo y lugar de su creación. Son demasiadas las similitudes como para no establecer una relación directa entre una traducción y una obra original que sirven como punto de partida a la comedia sentimental en España. Un ejemplo de hasta qué punto las vías de la traducción y de la creación propia podían confluir en la búsqueda de nuevos caminos teatrales.

Comenzaremos comparando el argumento de ambas obras. J. M. Caso resume así el texto de Jovellanos: «Torcuato, insultado por el marqués de Montilla, responde con dignidad, pero es retado; acepta el reto en última instancia, cuando su honor quedaría manchado caso de rehusar; muere el marqués; durante algún tiempo se desconoce quién es el matador; Torcuato se casa mientras tanto, solicitado, con la viuda del muerto; se aman tiernamente; la corte quiere castigar al matador y envía para ello un nuevo magistrado, tan activo que en poco tiempo da los pasos suficientes para que Torcuato se considere casi descubierto; después de ser encarcelado su amigo Anselmo, el único que conoce el secreto, y cuando va a ser condenado por callarse, Torcuato se entrega al juez; convicto y confeso, es condenado a muerte, de acuerdo con la pragmática del año anterior; su inocencia, sin embargo, es reconocida por don Justo, que pide al rey su perdón; don Justo resulta ser, además, el padre del reo; en el último momento llega el perdón real, conseguido por Anselmo, y Torcuato se salva, volviendo la felicidad a una familia atormentada por tantos sinsabores.»

El tema de la traducción de Olavide, así como el de la posterior refundición de López Sedano, es muy similar, salvo en los datos superficiales como nombres, profesiones, «delitos», etc. La acción se   -232-   desarrolla en un pueblo alemán fronterizo con Francia. Allí vive la viuda Estefanía con su joven hija Clara, la cual es solicitada en matrimonio por el maduro y rico Octavio. Madre e hija se niegan, pues esta última ama a Dorimel, joven y virtuoso francés que había sido recogido por Estefanía y trabajaba como mozo en el comercio de la misma. La guerra entre Francia y Alemania provoca que los oficiales franceses Francal y Balcur se alojen en casa de Estefanía. Ésta, sabedora de que Dorimel es un desertor del ejército francés -aunque no por cobardía, sino por las injusticias y vejaciones sufridas-, intenta ocultarlo, pero es denunciado por Octavio y encarcelado. El honesto Francal es el oficial encargado de hacer cumplir las sentencias de muerte de los desertores. Al ver a Dorimel comprueba que es su hijo, al que ya daba por perdido. La emoción de ambos resulta intensa, pero el cumplimiento del deber se impone. Francal se debate entre su corazón y su obligación hasta que la valentía del hijo le decide a cumplir su misión. Estefanía y Clara oyen los tiros de la ejecución, pero en la última escena aparece Dorimel que había sido perdonado en el mismo paredón por el Gran General gracias al valor y virtud tanto de él como de su padre. Su matrimonio con Clara devolverá la felicidad a todos los personajes, salvo al malvado Octavio.

El paralelismo es evidente. En ambas obras encontramos un joven virtuoso obligado a cometer un delito. Su virtud parece ser suficiente para el perdón, o el olvido, y el matrimonio constituye el desenlace feliz como recompensa de su trayectoria. Pero la ley, el deber, es inflexible y trunca dicho desenlace. El espectador conoce la inocencia de los protagonistas. Los ejecutores de esa ley, además de ser sus padres, también los consideran inocentes. Pero el deber como oficial o como juez no admite excepciones. Esta situación dramática emociona al público, provoca sus lágrimas al ver cómo unos jóvenes virtuosos tienen que morir a manos de sus honestos padres. Se crea una ansiedad que sólo puede ser satisfecha con el perdón final, que siempre proviene de la más alta autoridad, la única capacitada para observar las excepciones en unas leyes que se han de cumplir. Nos encontramos, pues, ante un esquema paralelo, muy frecuente en este tipo de obras, que es utilizado por ambos autores para crear una comedia sentimental ajustada a los requisitos del género.

No negaremos que también hay diferencias entre la obra de Jovellanos y la traducción de Olavide, que aumentan en la refundición de López Sedano. Pero ninguna afecta a los elementos caracterizadores de ambas como comedias sentimentales. Este género híbrido desde una preceptiva clasicista supone una respuesta a la necesidad de la burguesía, o los grupos sociales acomodados, de protagonizar situaciones dramáticas que hasta entonces habían sido hegemonizadas por la nobleza. Ambas comedias cumplen este objetivo, siendo la traducción de Olavide la tragedia de unas familias de comerciantes   -233-   y oficiales del ejército. Una tragedia no sacada de la Historia o del mundo clásico, sino de la realidad verosímil de unos sujetos particulares con los que el público podía identificarse.

Ahora bien, esa identificación, esa participación emocional del público que buscaba la comedia sentimental es un rasgo que la distancia de la comedia neoclásica, tan próxima en otros aspectos. Los comentaristas de El delincuente honrado han indicado que Jovellanos no se limita a exponer racionalmente sus ideas jurídicas, sino que las transmite a través de la emoción, del sentimiento, de las lágrimas de un público que sufre con los continuos reveses padecidos por el virtuoso protagonista. Lo mismo podemos decir de El desertor. Es cierto que no encontramos una «tesis» tan articulada como en el texto de Jovellanos, pero el autor no se limita a señalar lo injusto que es condenar a muerte a todos los desertores, las razones que pueden justificar un acto de deserción. A la exposición racional añade el componente emocional que supone la relación del protagonista con Clara y, sobre todo y a semejanza de la obra de Jovellanos, la participación del padre como ejecutor del dictamen inexorable. El recurso nos parece hoy ingenuo, pero en aquellas circunstancias suponía un elemento innovador, y desde entonces muy repetido, frente a comedias que abordaban temas y personajes anodinos o que sólo intentaban convencer racionalmente a un público que casi dejaba de ser tal. Un recurso, por otra parte, que por lo evidente y tajante no puede ser casual su utilización conjunta por dos autores amigos que escriben en unas mismas circunstancias de tiempo y lugar.

La identificación emocional del público, entre otros factores, presupone un tipo de personaje muy concreto. Se busca unos protagonistas absolutamente virtuosos, que por circunstancias ajenas a su voluntad y propias del destino se ven abocados a contravenir las normas sociales. El mismo título de El delincuente honrado explica esta terrible contradicción, pero sucede igual en El desertor. Dorimel se enfrenta dignamente a la sentencia de muerte que le corresponde por su delito. Su virtud -siguiendo una norma del género- es absoluta. Es un tipo tan perfecto como el Torcuato de Jovellanos, pero como éste mismo se ve obligado a delinquir para salvar su dignidad. La tragedia reside en que la virtud puede llevar al delito y éste no puede quedar sin castigo; un castigo que ha de ser ejecutado por unos padres que les han inculcado la virtud como norma y que, por ello mismo, no deben hacer ninguna excepción. Esta rocambolesca exaltación de la virtud -y lo rocambolesco aumentará en las traducciones publicadas en los siguientes años- tiene mayor efectividad dramática que la presentada en la comedia neoclásica, donde la trayectoria de la virtud es lineal hacia un final lógico y establecido desde el principio. Con la perspectiva de Jovellanos y Olavide el espectador se siente más motivado, se identifica más con los   -234-   sufrimientos de una Virtud que, a pesar de tan duras pruebas, nunca pierde el carácter de absoluta.

Ahora bien, esa Virtud se concreta en unas pautas ideológicas y morales insertas en ámbitos temáticos propios del género: el de una ética fundada en el amor sincero, el matrimonio y la familia, y el del Derecho. Dentro del primero, en El desertor al igual que en la mayoría de las comedias sentimentales se plantea una situación de censura del amor libertino y exaltación del honesto. La relación de Dorimel y Clara es casta y encaminada a un matrimonio entre sujetos iguales por su virtud y otras cualidades. Se condenan los matrimonios forzados por conveniencias. La figura del rico y viejo Octavio, que pretende casarse con Clara, es la única negativa. Se pondera la felicidad de la vida familiar ordenada y fundada en el amor, y se recomienda la comprensión y tolerancia entre padres e hijos. En este sentido las relaciones entre Clara y su madre son ejemplares, basadas en un intenso amor que permite el diálogo, la comprensión y la sinceridad a la hora de enfrentarse juntas a los problemas. La relación entre Dorimel y su padre también es profunda y realzada por un resorte dramático tan utilizado en este género como es el de la separación involuntaria entre miembros de una misma familia. Las desgraciadas circunstancias del reencuentro no hacen sino reforzar esta relación que, como en el caso de Clara, constituye la mayor garantía de la felicidad de un futuro matrimonio que aplicará las enseñanzas morales de sus padres. En definitiva, se configura una ética del comportamiento en el ámbito familiar presidida por el respeto absoluto a los padres, el amor sincero, la comprensión, la tolerancia y un idealizado concepto de la virtud que preside todos los actos de los personajes.

En cuanto al ámbito temático del Derecho, según Carnero, la comedia sentimental «extrae sus recursos de la casuística relativa a la forma de aplicarse las leyes [...] y al conflicto entre ley y hombre fundada en una opinión convencional y socialmente generalizada» (p. 49). El desertor, al igual que El delincuente honrado, ejemplifica este ámbito. Aunque no se aborde con la profundidad propia de un magistrado como Jovellanos, en la traducción de Olavide se plantea la necesidad de tener en cuenta las causas que pueden motivar la deserción. Nunca se justifica el delito y Dorimel reconoce que debe sufrir la pena correspondiente, al igual que Torcuato en la obra de Jovellanos. El deber y el respeto a la autoridad están por encima de todo, incluso cuando los ejecutores de la misma son los propios padres. El rígido concepto ético y moral de este género no deja resquicios, salvo el de la acción de la misma autoridad, la única capaz de reconsiderar un caso y conceder el perdón deseado y justificado. Ni el protagonista ni nadie se rebelan contra su destino, pero éste todavía no tiene las características trágicas del Romanticismo y Olavide y Jovellanos confían en un final feliz como el de sus comedias.

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Un final que, claro está, se ajusta a las características del género sentimental.

Hemos visto los importantes paralelismos entre la obra de Jovellanos y la traducción de Olavide, que justifican una influencia de esta última en la redacción de El delincuente honrado, como ya indicaran J. Polt e I. L. McClelland. En todos los elementos fundamentales coinciden. Sin embargo, frente al poco eco alcanzado por la traducción de Olavide y la posterior refundición de López Sedano, la obra de Jovellanos fue un éxito durante varias décadas. ¿Qué razones justifican esta diferente reacción?

Es difícil dar una respuesta que no supere la mera hipótesis. No obstante, la razón fundamental del éxito de Jovellanos radica en la elección del sujeto dramático. Apenas podemos establecer una diferenciación entre las calidades del lenguaje utilizado o las técnicas teatrales. Si es verdad que el texto de Olavide sólo alcanza una relativa brillantez, la prosa de El delincuente honrado dista mucho de otras del mismo autor. Sus rasgos son impuestos por el propio género y no permiten una apreciación estilística que, por otra parte, sólo justificaría el éxito de público en muy pequeña medida. En cuanto a las técnicas teatrales, ambas obras coinciden en lo fundamental. La acción dramática es escasa y concentrada. El respeto a las unidades se da por igual. El número y condición de los personajes y las relaciones establecidas entre ellos tienen un paralelismo casi absoluto. Y lo mismo sucede con otros elementos que apenas nos permite n diferenciar ambas obras.

Ahora bien, frente al caso del desertor que en la pacífica España del siglo XVIII sólo sería anecdótico, Jovellanos acierta al presentar no sólo un caso verosímil -en el marco de la preceptiva clásica-, sino capaz de conjugar elementos de efectividad probada dentro de la tradición teatral española. Pensemos que ya Lope señalaba que los casos de honra y exaltación de la virtud eran los que más atraían al público. Jovellanos parece aplicar este principio al mostrar un delito causado por la defensa de la honra y el honor por parte de un sujeto virtuoso. Torcuato acepta a su pesar el desafío del marqués porque de lo contrario perdería su honra y recordemos que en la propia obra se defiende, aunque con un significado alejado del de los textos del siglo XVII, el valor del honor. En cuanto a la exaltación de la virtud, toda la comedia está encaminada a conseguir este objetivo. Casi podríamos decir lo mismo del protagonista de El desertor, aunque su defensa de la dignidad frente a los abusos de un superior es menos frecuente en el teatro español y, por otra parte, en la traducción de Olavide se hace menos hincapié en la importancia del honor.

Encontramos, pues, en la elección de dichos temas un primer matiz diferenciador. Pero tanto el honor como la virtud son más eficaces de cara al público cuando éste los siente más próximos. En   -236-   tal sentido, la obra de Jovellanos tiene ventaja por la continua referencia a circunstancias capaces de propiciar una mayor identificación entre el público y la acción representada. No ya sólo por la referencia a una legislación española coetánea y las actitudes polémicas acerca de la misma, sino también porque entre los largos parlamentos teóricos Jovellanos acierta al introducir referencias a actitudes y comportamientos sociales de unos personajes que, aunque sean condiciones y no caracteres, no deben caer en la abstracción. Y, por otra parte, frente al «exotismo» de una acción que se desarrolla en la frontera entre Francia y Alemania, las continuas referencias a Segovia y Madrid; los comentarios de D. Simón acerca de los cambios de mentalidad que se daban en la España de entonces; el mayor interés y tradición que tendría para un espectador español el enfrentamiento entre un joven galán y un vicioso marqués que otro entre un digno soldado y un déspota oficial; la elevación social del protagonista que, lejos de ser un mozo de comercio como en El desertor, es un rentista sin oficio conocido a pesar de no ser noble; y hasta la aparición de los criados -únicos personajes que no tienen su correspondiente en la traducción de Olavide- que junto con los escribanos introducen un contraste tan habitual en nuestro teatro, todo ello nos indica que Jovellanos ha adaptado a unas circunstancias propias un género como la comedia sentimental. Capta los elementos fundamentales -en los que guarda un absoluto paralelismo con El desertor-, pero los presenta en unas circunstancias que propician algo básico para conseguir el éxito: la identificación del público que debía sufrir y hasta llorar como tantas veces lo hacen los protagonistas.

Con este punto volvemos al planteamiento de partida: la relación entre la traducción y la creación de obras originales en la génesis de la comedia sentimental. Trabajos como el de Olavide, respetuoso con el original, son eficaces para introducir un género, pero poseen un alcance limitado de cara al público. Si éste tiene las características de los contertulios sevillanos podrá disfrutar con la obra, pues se centrará en lo fundamental de un género que no busca un sentimentalismo adscrito a unas circunstancias propias de una nacionalidad. Pero en la representación pública esto no basta y, al igual que ocurriera con la tragedia, Jovellanos busca «nacionalizar» el género a través de unos elementos que apenas afectan a lo fundamental del mismo.

Hubo traducciones destinadas a satisfacer una demanda previa que triunfaron ante el espectador mayoritario, pero nunca cuando lo eran de un género innovador que, para introducirse en las carteleras, requería un proceso de adaptación en el que la traducción era el primer paso. En el ejemplo estudiado este paso casi fue simultáneo a la creación de una obra original como El delincuente honrado. El tema de las influencias y fuentes siempre es resbaladizo. Pero es   -237-   evidente que el texto traducido por Olavide le proporcionó una fórmula dramática -junto con otras posibles que no negamos- que el asturiano sigue con fidelidad. Esto no supone menoscabo para su labor creadora, pues su acierto radicó en una intuición dramática que le permitió adaptar el género no sólo al contexto nacional, sino también a la propia tradición teatral. En definitiva, y como en tantas otras ocasiones en el tema de las influencias literarias foráneas y muy especialmente en lo que respecta al teatro, se demostró que lo decisivo no era tanto la traducción, la influencia, como la capacidad de asumirla y desarrollarla dentro del propio contexto. Ésta fue la tarea de Jovellanos partiendo de El desertor y de otras posibles comedias del mismo género, abriendo un camino más fructífero de lo que en un principio señaló la crítica. Aunque, forzoso es reconocerlo, cuando hacia 1790 cayó en manos de traductores como Valladares de Sotomayor y Zabala y Zamora derivó hacia caminos ajenos a los de Jovellanos y Olavide. Pero ese es otro tema que merece un estudio aparte, con una relación entre traducción y creación muy distinta a la aquí estudiada.





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